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lunes, 3 de abril de 2023

Ejecución: El degüello

Degüello: el arte de cortar gargantas

Revisionistas




Degüello

El degüello proviene de la costumbre de matar animales trasladada a los humanos.  Es el hombre rebajado a la altura del cordero.  La práctica del degüello fue muy extendida en las contiendas internas, las argentinas, las rioplatenses y del sur del Brasil durante el siglo XIX.  Su origen como práctica corriente está en los conflictos de la Confederación Argentina entre federales y unitarios durante la primera mitad del siglo XIX, los que alcanzaron al territorio de Uruguay integrado los bandos tradicionales –blancos alineaos con federales y colorados con unitarios- en las contiendas durante el período que los orientales denominan Guerra Grande (1839-1851) y aún después de ella hasta la finalización de la guerra de la Triple Alianza.  De esa manera los orientales se “familiarizaron” con tales prácticas y las tomaron para ellos.  En esas contiendas Oribe y el Partido Blanco se alinearon con Juan Manuel de Rosas, los federales y el Paraguay bajo una cosmovisión nacionalista, federalista, antiimperialista y en defensa de los “pagos chicos”, embriones de la praxis federal.  El Partido Colorado lo hizo con los unitarios y brasileños, abroquelándose en la defensa de un liberalismo –más económico que político- de corte academicista y extranjerizante, propulsado por altas burguesías nacidas en el marco de las ciudades-puertos.

En Argentina el ritual fue tan difundido que se calcula que en los años del gobierno mitrista se degollaron más de 20.000 personas.  “No trate de ahorrar sangre de gauchos” aconsejaba Domingo F. Sarmiento a Bartolomé Mitre en carta del 20 de setiembre de 1861.  “La sangre de esa chusma incivil, bárbara y ruda es lo único que de humano tienen”.  Sus raíces en Argentina son anteriores al propio rosismo.  Una carta dirigida a Juan Galo Lavalle luego del fusilamiento de Dorrego en 1828 le aconsejaba: “una revolución es un juego de azar en el que se gana hasta la vida de los vencidos”; tal afirmación es el pensamiento matriz que otorga la justificación teórica a la eliminación física del enemigo vencido.

Juan Manuel de Rosas y la Sociedad Popular Restauradora, popularmente conocida como “La Mazorca”, lo transformaron en un método de terror político y militarmente fue aplicado en distintas batallas de la Guerra Grande como Quebracho Herrado, en esa ocasión por Oribe, General en Jefe de los Ejércitos de la Federación, el 28 de noviembre de 1840.

Tampoco los unitarios se hallaban en rezago en la materia, como lo refiriéramos previamente.  Mitre tuvo en Sarmiento al mentor ideológico de un proyecto de “limpieza social” del gauchaje para eliminar la “barbarie”, complementada con políticas educativas genéricas y migratorias selectivas.  Los ejecutores materiales de la visión mitrista no fueron curiosamente argentinos, sino extranjeros, casi en su totalidad orientales y de raíz colorada: Venancio Flores, Ambrosio Sandes y Wenceslao Paunero.  Se agregaba a éstos el chileno Irrazábal y el también oriental oribista José Miguel Arredondo, años más tarde uno de los jefes de la Revolución del Quebracho en 1886.  Este último y Paunero no se vieron involucrados en las masacres de federales.

La opus magna sucedió en Cañada de Gómez, cuando a poco de Pavón, el 22 de noviembre de 1861 cayeron de sorpresa los unitarios mitristas al mando de Flores sobre el ejército federal que estaba acampado y degollaron a más de 300 prisioneros.  Miles de gauchos riojanos, catamarqueños y cordobeses –“bípedos implumes” al decir de Sarmiento- pasaron por las dagas civilizadoras de sus compatriotas y los orientales al servicio de Mitre.

Al margen de posicionamientos en la región platense, el degüello gozó siempre de buena salud, no reconociendo diferencia de cintillos pues fue aplicado tanto por blancos como colorados, unitarios o federales.

Pronto la metodología se extendió al sur de Brasil, también fue practicada allí por los riveristas que participaron en la Revolución Farroupilha de 1835 y ulteriormente, ya instalado el hábito, éste llegó a su máxima expresión en la Riograndense o Federal de 1893-95, donde su aplicación llegó al paroxismo.

Existen autores que destacan una veta humanitaria en este bárbaro acto cuando era aplicado a los heridos –a veces por sus propios compañeros- con el fin de evitar los sufrimientos, que podían ser extremadamente dilatados e intensos.  Basta pensar en lo que era el paupérrimo desarrollo de analgésicos, anestésicos y medicamentos, la inexistencia de antibióticos, los magros desarrollos quirúrgicos de esas épocas, la lejanía de los campos de batalla de las ciudades, sumado a los precarios medios de transporte.  Todo ello conllevaba a convalidar en el marco de una sociedad primitiva el degollar para evitar el dolor.  No era otra cosa que el “despenamiento”, el quitar las penas y dolores, y al cuchillo se le llamaba coloquialmente el “quitapenas”, aunque con una acepción harto más amplia que la humanitaria.

Pero obviamente, este acto “caritativo” fue ínfimo ante lo que constituyó la barbarie propiamente dicha.  Aparecieron especialistas en el rubro y hasta denominaciones de origen según el tipo de degüello.  El “oriental” era externo y de oreja a oreja seccionando las carótidas y la yugular; a la “brasilera” cuando el corte se hacía mediante la incisión por detrás de la tráquea, cortándose de atrás hacia delante con un tajo seco; el “argentino” se denominaba cuando se hacía por delante, con dos cortes rápidos en la carótida.  Se degollaba “de parado” o “arrodillado” según la circunstancia y generalmente –se hacía sobre prisioneros inermes- las víctimas estaban maniatadas a la espalda.  Por pura diversión sádica de los vencedores también se practicaban las “carreras de degollados”; esto es el degüello simultáneo de dos o más hombres de pie de manera tal que por los estertores espontáneos e involuntarios de sus músculos y extremidades salen “corriendo” hasta caer definitivamente al suelo entre gorgoteos y vómitos de sangre.

El degüello había sido tan asimilado a las contiendas militares platenses que los clarines, en lugar de tocar “A la carga” como en otras latitudes, lo hacían dando la orden “A degüello”.

El degüello en las letras

Un ítem aparte merece la impresión que ocasionó tal costumbre en el mundo de los escritores.  Tan extendida práctica naturalmente no pasó desapercibida a la literatura.  Jorge Luis Borges le dedica un cuento –temporalmente ubicado en la Revolución de las Lanzas en Uruguay (1870-1872)- a una rivalidad entre paisanos blancos que van a la revolución con Timoteo.  Rivalidad tan grande que llega hasta la propia muerte, cuando capturados por los colorados luego de Manantiales éstos juegan con ellos una “carrera de degollados” donde “ganará” el paisano Cardoso sobre su eterno rival Silveira; mientras el resto de los prisioneros observa la carrera esperando arrodillados su turno, casi indiferentes, apostando por un ganador. (1)

También en Brasil se ha escrito sobre el tema por Tabajara Ruas y Elmar Bones en su obra “La Cabeza de Gumersindo Saraiva”, Barbosa Lessa en su cuento “Noventa y Tres” y Crispín Mira en “Terra catarinense”.

En Uruguay a principios del siglo XX Florencio Sánchez había expresado su asco ante la práctica del degüello en su escueto folleto “El caudillaje criminal en Sudamérica” (1903) donde relató las andanzas del caudillo riograndense Joao Francisco.  Allí refiere a lo natural de tal conducta en aquella zona fronteriza: “La costumbre los ha hecho familiarizarse tanto con el degüello, que él constituye la única forma de homicidio y hasta de suicidio”.

Pero el impacto literario de tal praxis no debió esperar al siglo XX para verse cristalizado en letra de molde.  Los contemporáneos fueron quienes primero reaccionaron.  Hilario Ascasubi es el autor de “La refalosa”, un mordaz poema que pasó a la historia, en el que se narra el degüello de un unitario: “a su queja / abajito de la oreja / con un puñal bien templao / y afilao / que se llama quita penas / le atravesamos las venas / del pescuezo / ¿y qué se le hace con eso? / larga sangre que es un gusto / y del susto / entra a revolver los ojos”.  El nombre “La refalosa” surgía del ámbito popular y refería a los resbalones en medio del alocado pataleo de la víctima sobre la propia sangre.

Las “degolas” riograndenses

A fines del siglo XIX el ritual sigue muy campante y alcanza su máximo despliegue sanguinario en la Revolución Riograndense con una ferocidad digna de mejor causa.  La saña será tanta que una vez muerto el líder de la revolución Gumersindo Saravia –hermano de Aparicio- es exhumado su cadáver, cortados sus miembros, orejas y cabeza, siendo esta última inicialmente colocada en una pica para luego ser enviada a Porto Alegre como prueba fehaciente de la muerte del cabecilla de los insurrectos.

En esa campaña los dos máximos actos de barbarie lo constituyen los degüellos de republicanos en Río Negro y el de federalistas en Boi Preto.  La segunda degollina, revancha de la primera, fue efectuada por las tropas gubernistas sobre 322 prisioneros federales o “maragatos”, degollados maniatados, de parado y en fila.  Tantos eran que se hacía el “servicio” prácticamente a la carrera, no terminaba de caer uno cuando ya estaba degollado otro.  Ese día 45 combatientes salvaron su vida tirando su divisa colorada-federal y cambiando de bando.

La primera degollina fue sobre 300 prisioneros republicanos o “picapalos” luego de la batalla de Río Negro, en las nacientes de dicho río que cruza el Uruguay, proximidades de Bagé.  “Los prisioneros fueron encerrados en una manguera de piedra y eran sacados uno a uno, desjarretados y luego degollados”.  Esa masacre tuvo un actor principal, fue uruguayo y blanco.  Era el coronel Adán Latorre o Adao de Latorre, más conocido como “El Pardo Adán”.  Personaje tristemente célebre ubicado en la zona fronteriza de Cerro Largo, fundamentalmente cerca de Aceguá, nacido en Cerro Chato en 1835, que inició su actuación guerrera en Brasil y luego participó en las contiendas de 1897 y 1904 en el bando saravista, para terminar muriendo en la Revolución de 1923 a los 88 años en Paso do Bento Rengo, en Rio Grande do Sul peleando junto a Nepomuceno Saravia.  No fue Latorre quien tomó la decisión que acabó con Pedrozo y los restantes prisioneros, sino Joca Tavares, siendo el primero el ejecutor.  Latorre había sufrido previamente, según versiones de la época, la muerte de su esposa e hijos en manos de los republicanos.  Ese día, quizás dando rienda suelta a su sed de venganza, toda la faena corrió por su cuenta, según narran protagonistas de la batalla.  Autores brasileños atribuyen el bárbaro acto a la importante presencia de milicias uruguayas, los maragatos.  Estos prestaron su nombre para popularizar bajo el mote de “maragatos” a todos los revolucionarios riograndenses en razón del contingente de aproximadamente 400 soldados provenientes en su gran mayoría de San José que acompañaron a los hermanos Saravia cuando invadieron Río Grande en febrero de 1893, los que jamás usaron otra divisa que no fuera la blanca en contraposición al resto de sus compañeros federalistas que usaron la tradicional colorada, identificación federal proveniente de las épocas del rosismo y también trasladada al Brasil.  No conocemos de tropelías semejantes desarrolladas por Adán Latorre en territorio uruguayo –lo que no sería de extrañar dados sus antecedentes- aunque sí sabemos que terminó expulsado de la última revolución saravista a poco de iniciada (2) y fue corrido Brasil adentro por el comandante Isidoro Noblía de Cerro Largo, a raíz de haberse apropiado de los derechos de aduana generados por la receptoría de Aceguá, unos $30.000 de la época –una fortuna por ese entonces equivalentes a unas dos mil cabezas de ganado, a un millón y medio de cartuchos o a una batería de nueve cañones-, cuyo fin era asistir financieramente al alzamiento.

Joao Francisco no fue ajeno a esta metodología, sino que la aplicó ferozmente no sólo como herramienta de represión política en tiempos de paz, sino en la guerra.  Fue el ejecutor de la matanza de Saldanha Da Gama –uno de los máximos dirigentes de la Revolución Federal- y 300 marineros salvajemente batidos y luego asesinados cerca de la frontera con Uruguay.

El balance final de esta guerra sin cuartel, se estima en 12.000 muertos en 31 meses de lucha, dentro de los cuales se calcula que una cifra superior al 10% lo fue a causa del degüello.

La refalosa 

Mirá, gaucho salvajón,
que no pierdo la esperanza,
y no es chanza,
de hacerte probar qué cosa
es Tin tin y Refalosa.
Ahora te diré cómo es:
escuchá y no te asustés;
que para ustedes es canto
más triste que un viernes santo.

Unitario que agarramos
lo estiramos;
o paradito nomás,
por atrás,
lo amarran los compañeros
por supuesto, mazorqueros,
y ligao
con un maniador doblao,
ya queda codo con codo
y desnudito ante todo.
¡Salvajón!
Aquí empieza su aflición.

Luego después a los pieses
un sobeo en tres dobleces
se le atraca,
y queda como una estaca.
lindamente asigurao,
y parao
lo tenemos clamoriando;
y como medio chanciando
lo pinchamos,
y lo que grita, cantamos
la refalosa y tin tin,
sin violín.

Pero seguimos el son
en la vaina del latón,
que asentamos
el cuchillo, y le tantiamos
con las uñas el cogote.
¡Brinca el salvaje vilote
que da risa!
Cuando algunos en camisa
se empiezan a revolcar,
y a llorar,
que es lo que más nos divierte;
de igual suerte
que al Presidente le agrada,
y larga la carcajada
de alegría,
al oír la musiquería
y la broma que le damos
al salvaje que amarramos.

Finalmente:
cuando creemos conveniente,
después que nos divertimos
grandemente, decidimos
que al salvaje
el resuello se le ataje;
y a derechas
lo agarra uno de las mechas,
mientras otro
lo sujeta como a potro
de las patas,
que si se mueve es a gatas.
Entretanto,
nos clama por cuanto santo
tiene el cielo;
pero ahi nomás por consuelo
a su queja:
abajito de la oreja,
con un puñal bien templao
y afilao,
que se llama el quita penas,
le atravesamos las venas
del pescuezo.
¿Y qué se le hace con eso?
larga sangre que es un gusto,
y del susto
entra a revolver los ojos.

¡Ah, hombres flojos!
hemos visto algunos de éstos
que se muerden y hacen gestos,
y visajes
que se pelan los salvajes,
largando tamaña lengua;
y entre nosotros no es mengua
el besarlo,
para medio contentarlo.

¡Qué jarana!
nos reímos de buena gana
y muy mucho,
de ver que hasta les da chucho;
y entonces lo desatamos
y soltamos;
y lo sabemos parar
para verlo refalar
¡en la sangre!
hasta que le da un calambre
Y se cai a patalear,
y a temblar
muy fiero, hasta que se estira
el salvaje; y, lo que espira,
le sacamos
una lonja que apreciamos
el sobarla,
y de manea gastarla.
De ahí se le cortan orejas,
barba, patilla y cejas;
y pelao
lo dejamos arrumbao,
para que engorde algún chancho,
o carancho.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Conque ya ves, Salvajón;
nadita te ha de pasar
después de hacerte gritar:
¡Viva la Federación

(Amenaza de un mazorquero y degollador de los sitiadores de Montevideo dirigida al gaucho Jacinto Cielo, gacetero y soldado de la Legión Argentina, defensora de aquella plaza).

Referencias

(1) “El otro duelo”, en El Informe de Brodie – 1970.

(2) El 27 de marzo de 1904 lo expulsó Saravia.

Fuente

  • Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
  • Umpiérrez, Alejo – La forja de la libertad – Ed. De la Plaza, 2ª Edición, Montevideo (2007)

martes, 21 de marzo de 2023

Confederación Argentina: Los degolladores

Los degolladores

Revisionistas


Los degolladores, óleo de Cesáreo B. de Quirós.

-¿Cómo se degollaba, don Pascasio?

Esta pregunta se la oímos hacer hace más de un siglo a don Pascasio Rivas, un cordobés que anduvo en muchas y que también vio muchas…

-Y… lo más fácil.  Se le metía el cuchillo debajo de la oreja, detrás de la carretilla y se lo hacía bandear al otro lado.  Después no había más que cortar p’adelante.  Igual que a las ovejas.

El famoso gaucho alzado Ledesma, un temible asesino que, por una burla del destino, fue a morir en duelo criollo a manos de un pobre agente de policía (allá por mil ochocientos noventa y tantos), contaba en los fogones de las islas de Verde, frente al Saladero Cabal:

-Yo he degoyau de todo y a veces por curiosidá.  M’entretenía hasta con loj perroj y cualisquier bicho.  Y dispuej loj soltaba pa ver ande iban a parar.  El que va a cáir maj lejo ej el cristiano.

En nuestra historia del siglo XIX abundan los casos de degüellos, tal vez porque fuimos durante ese lapso un pueblo eminentemente ganadero.  La mayor industria que tuvimos, por no decir la más importante, el saladero, era una verdadera orgía de sangre.  Al animal se lo enlazaba, desjarretaba y degollaba en medio de una batahola de gritos y perros, y entre charcos de sangre y pisando achuras y residuos.  La muchachada de la ciudad y de los pueblos iba a los saladeros y mataderos a entretenerse viendo degollar reses.  Esteban Echeverría ha dejado tal vez una de sus mejores páginas en la dramática descripción de estas faenas.  Estas cosas no se vieron jamás en Europa.  Y menos en esas aldeas donde se mataba un cerdo una vez al año y donde faenar una vaca era algo inconcebible, al extremo de que si la parición de ésta coincidía con el  parto de la nuera, lo más probable era que el suegro corriese en busca del veterinario y se dejaba a la parturienta en manos de la abuela y alguna vecina.

En tiempos no tan lejanos los chicos jugaban a los vaqueros y a los astronautas.  En el campo y aun en los pueblos y ciudades a donde llegaba la influencia rural, se jugaba a “las estancias”.  Se simulaban yerras, y naturalmente se “degollaban reses”, para lo cual no faltaban los que se prestaban a ser novillos y los que la oficiaban de “degolladores”.

Alguna vez oímos a nuestras abuelas referirse a los tiempos en que eran niñas:

-Teníamos que esconder las muñecas porque los muchachos las degollaban para jugar.

Cuando había que sacrificar un animal no se pensaba sino en degollarlo, aunque se tratase de un caballo de carrera que había sufrido una quebradura incurable.  El dueño lo mandaba degollar, porque así lo determinaba la costumbre.  Y no se le ocurría abreviarle a la pobre bestia los sufrimientos pegándole un tiro, aunque estuviese con el revólver en el cinto y los ojos llenos de lágrimas.

Un tal Argumedo, hijo de un comandante entrerriano, contaba:

-Mi padre me enseñó a degollar.  La primera volada me la dio cuando tenía catorce años.  Al principio cuesta y uno se embadurna entero.  Pero después se hace baquiano.

Ha sido precisamente un pintor entrerriano, Cesáreo Bernaldo de Quirós, quien ha dejado uno de los documentos más dramáticos de esos tiempos.  Se trata de los cuadros “Los degolladores” y “El matadero”, que se exhiben en el Museo Nacional de Bellas Artes.  El de “Los degolladores”, sobre todo, horroriza por su tremendo realismo, acentuado por el violento colorido, con predominio del rojo, como casi toda la obra de ese artista.  Allí se ve también una manta extendida sobre los pastos, donde se han ido arrojando las prendas de plata quitadas a los condenados.  Era el pago que a veces recibían los degolladores para cumplir su oficio.

Cesáreo Bernaldo de Quirós tuvo buenos motivos de inspiración en su tierra natal, sobre todo con los procedimientos de Justo José de Urquiza, que, según la tradición, mandaba degollar a los ladrones.  Se cuenta que hubo quien perdió la cabeza por haberle robado una sandía.  A Santa Fe fue a parar uno que se escapó arañando de que Justo lo hiciese degollar por uno de estos delitos.  Cayó a la ciudad de Estanislao López ostentando un gran claro sobre la frente, donde no le había quedado sino uno que otro pelito.  Tomado firmemente de los cabellos, en el momento en que le arrimaron el cuchillo dio un tremendo cabezazo hacia atrás y escapó.  El frustrado degollador se quedó bramando de indignación con el mechón entre los dedos, mientras el otro ganaba el monte con tan buenas ganas de disparar que no lo alcanzaron ni con perros.  “Jamás volveré a degollar sin haberlos maneado antes”, fue el amargo comentario del burlado…

No es para extrañarse de que aquél dejase el jopo en manos de su presunto degollador.  En trance de morir, el ser humano suele adquirir fuerzas descomunales.  Cuando degollaron en Cayastá, siglo XIX, al conde Tessieres de Bois Bertrand con toda una numerosa familia, en uno de los hechos más dramáticos que es posible imaginar, un muchacho de catorce años, en un descuido de los asesinos que habían cerrado todas las puertas de la residencia para no dejar uno vivo, escapó a través de una sólida reja doblando los hierros.  Cuando después se hizo la reconstrucción del crimen, el pobre chico no pudo hacer pasar siquiera la cabeza por el sitio por donde él mismo había escapado en un momento de desesperación.

Muchas veces, por circunstancias especiales –venganzas personales, odios políticos profundos, etc.- los degolladores prolongaban el suplicio.  Tal es lo que ocurrió en Tucumán con el doctor Marco Avellaneda.  Dicen que lo ultimaron con un cuchillo desafilado y mellado, y como el degollador, probablemente a propósito, demoraba la faena, el doctor Avellaneda le gritó: “Apure, apure…”.

Degüello también por venganza fue el que ocurrió en La Cimbra (Santa Fe) con el hotelero suizo Antonio von Will, quien había venido de Nueva York para atender un negocio de su hermano, que debía viajar a Suiza.  En esos días se produjo la revolución de 1893 y los radicales tomaron el pueblo de Helvecia, distante 15 kilómetros de Cayastá.  El gobierno mandó tropas, a las que se agregaron varios cientos de irregulares y merodeadores.  Von Will aprovechó que se detuvieron en las proximidades de Cayastá y corrió a avisar a Helvecia.  Allí los revolucionarios esperaron prevenidos a sus adversarios y les hicieron treinta muertos, entre los que cayó el comandante de milicias Camilo Romero.  Retomado más tarde el gobierno, su hermano Benito, también comandante, sacó una noche sigilosamente a von Will y lo hizo degollar junto a un arroyo.  En venganza por la muerte de su hermano –y también, sin duda, por ser gringo y meterse en las cosas nuestras- ordenó al victimario:

-Degoyalo a lo chanco y removele el cuchiyo.

Es decir, que le clavara el cuchillo en la garganta, hacia abajo, y le hurgara la herida hasta verlo morir.

En condiciones también muy crueles –si es que se puede agregar mayor crueldad a un degüello- fue muerto el coronel Martín de Santa Coloma, apenas terminó la batalla de Caseros.

No bien cayó prisionero, fue llevado a presencia de Urquiza, quien ordenó secamente:

-Degüellenló por la nuca,  Así paga las que ha hecho.

No era faena fácil eso de degollar por la nuca.  Había que cortar primero los músculos de la parte posterior del cuello, para abrir camino hasta la columna vertebral.  Allí, con el filo del cuchillo, se busca una articulación de las vértebras para seccionar la columna y llegar luego a la garganta.  Si el degollador le erraba a la articulación en los primeros intentos o se ponía nervioso, como el verdugo que, según Maurois, decapitó a María Estuardo, el trabajo se prolongaba.  Lo más probable entonces, era que se decidiese a cortar en cualquier parte hachando a machetazos el espinazo.  La sección de la médula abreviaba la agonía.

En su historia de Corrientes, el doctor Francisco Mansilla relata las alternativas del degüello de Pago Largo, de acuerdo a lo que le refiriera un testigo.  Dice que alinearon a los prisioneros y los fueron contando.  Cada diez sacaban uno y lo degollaban,  Cuando llegaron al otro extremo, comenzaron de nuevo en sentido inverso.  La oficialidad de las fuerzas entrerrianas presenciaba el espectáculo, festejando lo que le causaba gracia.  También andaba entreverado el mayor Calventos, quien se paseaba sobando cuidadosamente una lonja de piel fresca:

-Esta se la saqué del lomo a Berón de Astrada…

Se dice que con ella fabricó una manea que mando a Juan Manuel de Rosas.

En el cuadro de Quirós los degollados aparecen con las manos atadas a la espalda y los pies también amarrados.  Así se los degollaba más fácil, pues los prisioneros –sobre todo si eran de agallas- se defendían como podían.

Por ejemplo, el valiente coronel Martiniano Chilavert, que murió atacando a sus verdugos a puñetazos y puntapiés, había sido jefe de la artillería rosista en Caseros.  Pero Chilavert se resistió por un motivo distinto; Urquiza quiso hacerlo fusilar por la espalda.  Cayó acribillado a bayonetazos, golpes de sable y culatazos.  Pero no le dio a Urquiza el gusto de que lo vieran morir como un traidor, que nunca lo había sido y menos en su Patria.

Todo lo que se acaba de relatar causa horror y no es para menos.  Pero ello no ha sido algo exclusivo de los argentinos y menos de “los tiempos del rosismo”.  Tampoco nuestros comandantes de campaña eran tan refinados como para inventar suplicios como los que los hombres de toga mandaron aplicar a Tupac Amarú, condenándolo a ser descuartizado atando sus miembros a cuatro caballos, mientras mandaron cortar la lengua y después degollar a su esposa, sus hijitos y todos los parientes más o menos cercanos.  El caballero Martín de Alzaga, héroe durante las invasiones inglesas, mandó aplicar tormento a un pobre infeliz acusado de difundir noticias de la Revolución Francesa.  Rodeado de toda la aparatosidad legal y procesal de circunstancias, el verdugo le amarró las manos y le fue introduciendo cuñas de hierro debajo de cada uña.  La sesión indagatoria se repitió dos veces.  En la primera se le destrozaron las uñas de los dedos de una mano; en la segunda se le mutiló la otra.  Encima resultó que el pobre era inocente.

El ambiente en que se vivió durante el siglo XIX en nuestro país bien pudo producir gente insensible y bárbara.  Pero de alguna pasta muy buena debe estar amasado el espíritu de nuestro pueblo cuando, a pesar de ello, jamás permitió un linchamiento ni acepta la pena de muerte y ni siquiera admite que se realicen corridas de toros….  No deja de ser alentador este largo camino recorrido por los argentinos desde la frecuentación de esos degüellos que hemos relatado y el respeto por la vida ajena que actualmente forma parte de nuestra modalidad nacional.

Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

Vigo, Juan M. – La historia chica: Los degolladores, Buenos Aires (1967)

Portal www.revisionistas.com.ar