El Imperio de las Pampas
El 4
de junio de 1873 un torrente humano se moviliza por el desierto en
lentas y silenciosas columnas. Caciques, capitanejos, hechiceros y
guerreros convergen sobre Chiloé, al oeste de Salinas Grandes,
respondiendo al llamado del consejo tribal.
En
el toldo principal Calfucurá, emperador de las pampas, agoniza. Junto a
él su curandero recita monótonas plegarias y a su lado, algunas de sus
esposas lloran. Repentinamente el anciano cacique alza la mano y su
hijo, Namuncurá, que se encontraba a su lado, se inclina sobre él,
aproximando su oído al hilo de voz que emanaba de su boca. “No entregar Caruhé al huinca”, le oyó decir, “No entregar Caruhé al huinca” y acto seguido, su padre expiró.
El
desierto pareció temblar. El gran soberano que al frente de sus hordas
había aterrorizado a las poblaciones cristianas por casi medio siglo,
había muerto.
El señor de las pampas
Calfucurá
fue un líder mapuche nacido en Llailma, territorio chileno, muy cerca
de Pitrufquén. Hijo del cacique Huentecurá, uno de los tantos jefes
indígenas que ayudaron a San Martín en su primer cruce de la cordillera
(según algunas fuentes, combatió en Chacabuco), repasó las altas cumbres
en 1830 para incorporarse como capitanejo a las fuerzas de Toriano,
jefe indio que entre 1832 y 1833 se alió a Juan Manuel de Rosas y
combatió a los araucanos.
Muerto
Toriano y caída la federación, Calfucurá se independizó y conformó una
poderosa coalición indígena que, al cabo de los años, se transformó en
un verdadero imperio. Ese imperio se extendía desde la margen sur del
río Salado, en la provincia de Buenos Aires, hasta la cordillera de Los
Andes, abarcando gran parte de nuestro primer estado, la provincia de La
Pampa, Río Negro, Neuquen, el sur de San Luis y el de Mendoza.
Señor
indiscutido del desierto, Calfucurá masacró a los boroganos en Masallé
(1834) y al cacique araucano Railef cuando regresaba a Chile con 100.000
cabezas de ganado robadas a los huincas, es decir, al hombre blanco.
La leyenda del guerrero y la princesa
Las
tierras que hoy rodean el lago Epecuén eran conocidas desde tiempos
remotos por la abundancia de sus pastos y la fertilidad de su suelo.
Según la leyenda, en uno de los bosques que se extendían por la región,
se produjo un terrible incendio que arrasó con casi todas sus especies.
Fue entonces que un grupo de indios levuches que pasaba por el lugar,
reparó en el llanto de un niño que venía desde las llamas y se acercó a
ellas para ver de qué se trataba. Grande fue su sorpresa al encontrar a
un pequeño que sollozaba abrasado por el calor.
Apiadándose
de la criatura, los indios la recogieron y se la llevaron a su tribu
para criarla como a uno más de la comunidad. Lo llamaron Epecuén, que
significa “casi quemado” o “salvado por las llamas” y lo educaron como a
un guerrero, enseñándole las artes de la lucha y la cacería.
Llegado
a la mayoría de edad, Epecuén demostró ser un combatiente vigoroso, de
buen porte y desarrollada musculatura, y fue durante una batalla contra
los puelches enemigos que puso en evidencia todo su ardor, derrotando a
su cacique y apoderándose de su hija, la bella princesa Tripantú, que en
lengua aborigen quiere decir “Primavera”.
Conducida
a la tribu levuche, la muchacha, cautivada por el atractivo físico de
su captor, se enamoró perdidamente de él, sentimiento que fue
correspondido por aquel. Fueron días felices en los que la pareja se amó
con pasión pero finalizada la primera luna, el joven guerrero posó su
interés en otras cautiva y poco a poco fue olvidando a la princesa
puelche.
Desolada
y angustiada, la muchacha se retiró fuera de la toldería para ahogar
sus penas amargamente y fue tanto lo que lloró, que sus lágrimas
formaron una gran lago salado que inundó la comarca, ahogando a Epecuén y
todas sus doncellas. Ante la pérdida de su amado, Tripantú perdió la
razón y a partir de ese momento, comenzó a vagar en torno al lago,
delirando, riendo y llorando al mismo tiempo.
Ocurrió
que una noche de luna llena, la desdichada princesa sintió una voz que
la llamaba desde las aguas y al reconocer a Epecuén se introdujo en
ellas y nunca más se la volvió a ver.
Carhué, capital de un imperio
El
lago y sus alrededores se volvieron un lugar sagrado para los indios,
quienes llevaban a pastar allí sus cabalgaduras y su ganado y darse
baños terapéuticos ya que las salobres aguas de aquella réplica del Mar
Muerto, tenían el poder de curar.
Varias
naciones indígenas se establecieron en aquel punto fértil del país de
Salinas Grandes, levantando sus toldos en torno al lago, desde el paraje
conocido como Masallé, hasta donde hoy se halla la ciudad, construyendo
toscos corrales para dedicarse al trueque de vacunos, equinos,
productos de la caza, la pesca y la recolección, sus actividades básicas
además del pillaje.
La llegada de Calfucurá en 1833, cambió todo.
El
cacique concentró en su persona todo el poder, aniquiló a quienes no le
rindieron obediencia y sojuzgó al resto, haciendo de Carhué la capital
de su naciente imperio.
Desde
allí gobernó con mano férrea a aquella suerte de confederación que
había creado; desde ese punto condujo a sus guerreros para arrasar a las
poblaciones blancas, arriar el ganado sustraído y castigar a las tribus
díscolas; hasta allí debían dirigirse caciques y capitanejos sometidos,
así como los emisarios del gobierno de Buenos Aires para parlamentar, y
en ese lugar se realizaba el reparto del botín además de las ceremonias
destinadas a honrar al gran dios Nguenechén, el ser supremo de la
nación mapuche.
Veamos lo que dice al respecto el coronel Juan Carlos Walther en su libro La Conquista del Desierto, Tomo II, editado en Buenos Aires por el Círculo Militar, año 1948 (p. 170):
En este lugar (por Carhué), más
tarde se levantó el fuerte General Belgrano, con asiento del comando de la
división Carhué o Sur.
Se esperaba que los indios
opusieran una enérgica resistencia a la ocupación de esta zona, dada la
privilegiada situación y por haber sido la residencia tradicional de las tribus
de Calfucurá, pero no fue así; por el contrario, establecieron sus toldos
escondidos en los montes al oeste de la nueva frontera, situándose en Chiloé
(Namuncurá) y en Guachatré (Catriel).
El
Dr. Adolfo Alsina, ex vicepresidente de la Nación, por entonces
Ministro de Guerra, confirma tales palabras en su arenga a las
divisiones Sud y Costa Sud del Ejército en operaciones, el 23 de abril de 1876, luego de ocupada la zona, que comprendía también Guaminí, Arroyo Venado y Cochicó.
Sin penurias, sin peligros y sin
avistar un solo enemigo, habéis tomado posesión, el día de hoy de Carhué,
baluarte de la barbarie.
Respecto a la importancia que tenía Carhué para los pueblos indígenas, alega más adelante el coronel Walther:
En cuanto a Namuncurá, a
principios de 1877 solicitó la paz, prometiendo no robar ni dejar a otras
tribus siempre que el gobierno le pasara subsistencias necesarias para vivir.
Más que nada exigía la devolución de Carhué, alegando que a su propiedad no
podía renunciar “sin quebrantar un mandato de Calfucurá moribundo.
El azote del desierto
De
esa manera, Calfucurá fue derrotando y sometiendo a las naciones
vecinas, desde los levuches y los puelches hasta los picunches,
huiliches y tehuelches echando los cimientos de una gran federación que
se extendía hasta Los Andes y los límites patagónicos.
Para vengar a Toriano ahogó en sangre las tierras de Tandil. El 9 de septiembre de 1834
emboscó a los boroganos en Masallé provocando una gran matanza entre ellos y matando personalmente a sus jefes, los caciques Rondeao y Melín, quienes habían asesinado a su señor.
Su
poder se tornó ilimitado y de esa manera, después de sujetar las
tolderías de Puán, Epecuén, Guaminí, Cochicó, Pigüé, Catriló, Tapalqué,
Sierra de la Ventana, Chiloé y Lihuel Calel, lanzó sus terribles malones
sobre las poblaciones cristianas, especialmente 25 de Mayo, Azul,
Tandil, Olavarria, Junín, Melincué, Alvear, Bragado y la incipiente
Bahía Blanca. Las dos defensas que el padre Francisco Bibolini realizó
en la primera son consideradas milagros providenciales (ver “El heroísmo
del padre Francisco Bibolini”).
En
1837 aniquiló una invasión araucana proveniente de Chile, aniquilando al
cacique Railef y a 500 de sus guerreros. Su táctica resultó genial; los
hizo seguir por sus vigías y cuando regresaban de un malón sobre Buenos
Aires, Santa Fe y Córdoba arriando 100.000 cabezas de ganado, los emboscó en Quentuco, sobre las márgenes del río Colorado y los lanceó a discreción, cortada su retirada por la vía de agua.
Eso le permitió afianzar su autoridad y extender su dominio a tierras
remotas como La Pampa, Río Negro y Chile, conformando un imperio de
miles de kilómetros cuadrados en los que prácticamente no tuvo rivales.
De esa manera, el comercio de la sal del que se nutrían las poblaciones blancas quedó bajo su control, lo mismo las grandes extensiones en las que pastaban millares de vacunos y equinos.
En
1841 Calfucurá firmó un armisticio con Rosas y este le concedió el grado
de coronel del Ejército Argentino además de una contribución anual de
1500 equinos, 500 cabezas de ganado y víveres, siempre a cambio de poder
extraer sal.
El
cacique supo administrar esos recursos, redistribuyéndolos
equitativamente entre los caciques subordinados, incluyendo aquellos que
moraban al otro lado de la cordillera. La alianza con los ranqueles y
los tehuelches de Sayhueque, el rey del País de las Manzanas (Neuquén),
así como los pactos que estableció con el araucano Quilapán, en
territorio chileno y los puelches de los valles cordilleranos lo
convirtieron en el soberano aborigen más poderoso de su tiempo.
Tras la caía de Rosas, Calfucurá volvió a las andadas. El 4 de febrero de 1852 arrasó Bahía
Blanca al frente de 5000 lanzas. El 13 de febrero de 1855 hizo lo
propio en Azul, masacrando a 300 pobladores blancos y llevándose
cautivas a 150 mujeres junto a miles de cabezas de ganado; el 31 de mayo
destrozó al ejército del general Bartolomé Mitre en Sierra Chica;
cuatro meses después enfrentó y dio muerte al coronel Nicolás Otamendi y
al cabo de unos días saqueó Tapalqué, nuevamente Azul, Tandil, Junín,
Melincué, Olavarría, Bragado, Alvear y la castigada Bahía Blanca. Sus
regimientos comprendían ranqueles, pehuenches, araucanos, pampas y
mapuches con quienes conformó una hueste de 6.000 guerreros montados,
sin contar los que obedecían a los jefes confederados.
En
1870 llevó a cabo un nuevo malón sobre las indefensas poblaciones
blancas, arrasando Tres Arroyos y Bahía Blanca y a comienzos de 1872
hizo lo propio sobre 25 de Mayo y las tribus tehuelches que se habían
rebelado a su autoridad.
Calfucurá
reinó sobre la pampa por espacio de cuarenta años. El 11 de marzo de
1872 fue derrotado en la batalla de San Carlos, cerca de Bolívar,
después de declararle la guerra al gobierno argentino y arrasar una vez
más 25 de Mayo, Alvear y 9 de Julio. Las
fuerzas combinadas del general Ignacio Rivas y el cacique Catriel
acabaron con las cuatro columnas en las que había dividido su ejército,
luego de interpretarlas en la Rastrillada de los Chilenos, una extensa
huella que conducía al país de Salinas Grandes.
Un nuevo emperador sube al trono
Muerto
el soberano, el cónclave indígena designó a su hijo Namuncurá, que
gobernaría el imperio hasta 1884. Sus malones, tan implacables como los
de su padre, llevaron la muerte a Azul, Olavarría, 25 de Mayo, Pehuajó y
otros puntos de la provincia de Buenos Aires, dejando a su paso cadáveres, poblaciones incendiadas y campos arrasados amén de centenares de cautivos y millares de cabezas de ganado.
Se dice que mientras tenía lugar el cónclave, otros dos hijos del
cacique reclamaron el trono, Millaquecurá y Bernardo Namuncurá, pero el
primogénito contaba con el apoyo de un cuarto hermano, Reumaycurá, quien
aguardaba en las afueras de Chiloé al frente de una fuerza de 600
jinetes, listos para ser movilizados en caso de que su hermano lo
necesitase.
Cacique Namuncurá
Parecía
inevitable la guerra civil pero a último momento el consejo de
ancianos, fuertemente influenciado por la princesa Callaycantu Curá,
hija del difunto emperador y hermana de los pretendientes, declaró
incapaz a Millaquecurá y confirmó a Namuncurá como sucesor.
Para
entonces, Carhué ya no era la capital del imperio porque había caído en
manos del ejército argentino junto a otras poblaciones como Puán,
Guaminí, y las tolderías que se alzaban en Pigüé, Cochicó y Sierra de la
Ventana. El nuevo epicentro del imperio pasó a Chiloé, en el extremo
occidental de las Salinas Grandes, el lugar donde acababa de fallecer el
gran soberano de las pampas.
“¡No entregar Carhué al huinca!”
era el mandato y era imperativo cumplirlo. Había que recuperar el valle
sagrado en torno al lago Epecuén y volver a hacer de ese punto la
capital de la gran confederación.
Namuncurá
mandó alistar sus regimientos y envió emisarios a sus vasallos para que
hiciesen lo propio. Al igual que su padre, había nacido en la
Araucania, al otro lado de los Andes, pero como aquel, odiaba a los
mapuches tanto como a los hombres blancos y por esa razón debía tomar
recaudos para cubrir sus espaldas.
Tras
su “coronación”, todos los caciques le juraron obediencia y de ese modo
se lanzó al pillaje, devastando buena parte de la provincia de Buenos
Aires, en especial Tapalqué, Tres Arroyos, Alvear, Tandil y Azul.
El ocaso de una nación
El
flamante soberano intentó cumplir la voluntad de su padre llevando la
guerra a territorio bonaerense, pero el arrollador avance del hombre
blanco, con sus cañones y sus flamantes fusiles Remington, lo obligaron a
entablar una lucha defensiva destinada a preservar lo que quedaba del
inmenso imperio.
Namuncurá
fue testigo del desmoronamiento de su nación con el avance de las
tropas del general Levalle y las rebeliones de varios de sus vasallos,
entre ellos Pincén y Catriel (1875). Derrotado
en Chiloé y Lihué Calle, abandonó sus toldos buscando alcanzar la
cordillera, donde vivió huyendo hasta 1884, cuando agotadas las reservas
y extenuados sus guerreros, se vio forzado a capitular.
Un linaje del desierto
En
Chimpay, pequeño poblado situado seis leguas al oeste de Choele Choel,
en Alto Valle del Río Negro, Namuncurá levantó su campamento y se
estableció con lo que quedaba de su tribu. En ese lugar, suerte de
reducción en la que el gobierno de Buenos Aires concentró a los restos
de la otrora poderosa nación, vendría al mundo el sexto de su doce
hijos, Ceferino, nacido el 26 de agosto de 1886, fruto de su relación
con Rosario Burgos, una mestiza chilena secuestrada durante un malón
sobre ese país.
La Dinastía de los Piedra. El cacique Namuncurá, de uniforme, con parte de su familia. La mujer mayor es Canallaycantu Curá, su hermana y consejera. El muchacho a sus pies su hijo Juan Quintunas, futuro oficial del Ejército Argentino
Que
el niño pertenecía a un linaje real lo prueba su frondoso árbol
genealógico. Hijo y nieto de emperadores, bisnieto de uno de los
caciques que había ayudado a San Martín en la campaña libertadora de
Chile y sobrino nieto de Antonio Namuncurá y el poderoso Renquecurá,
señor de los pehuenches que tuvo sus toldos en Picún Leufú y sus
invernadas en Catán Lil, provincia de Neuquén (ambos hermanos de su
abuelo), era a su vez, sobrino de una miríada de príncipes, consejeros y
soberanos menores como los caciques, Melicurá, Cutricurá, Cayupán y
Bernardo Namuncurá, célebre éste último por haberle salvado la vida al
Padre Salvaire, artífice de la gran basílica de Luján. A ese clan
pertenecía también el primogénito, Millaquecurá, declarado incompetente
por el consejo tribal y Reumaycurá, suerte de comandante de la guardia
pretoriana del cacique Namuncurá.
El
recién nacido elevaría el prestigio de aquel linaje al alcanzar la
gloria de los altares. Su abuela Juana Pitiley fue la favorita de
Calfucurá y su tía a Canallaycantu Curá, consejera de estado cuya
decisiva actuación en el cónclave celebrado tras la muerte del emperador
le allanó a su hermano el camino al trono.
La Conquista del Desierto marcó el fin de las naciones aborígenes
Surge un santo de una estirpe feroz
Al
momento de nacer Ceferino, su padre ya no era el señor de las pampas
pero sí, coronel del Ejército argentino con uniforme y pensión. Algunos
años después, uno de sus hermanos, Juan Quintunas, egresaría del Colegio
Militar con el grado de oficial de Infantería.
Para
entonces, el Imperio de las Pampas no era más que un recuerdo, un
capítulo sangriento en el pasado argentino, triste memoria de una nación
poderosa, reducida a vasallaje y aniquilamiento.
Pero se habría un nuevo capítulo en la historia de aquel pueblo.
Beato Ceferino Namuncurá
Desde
pequeño, Ceferino dio señales de santidad. Cierto día se hallaba con su
madre a orillas del río cuando, repentinamente, cayó al agua. La
corriente, muy fuerte en ese momento, comenzó a arrastrarlo y alejarlo a
gran velocidad ante la desesperación de doña Rosario. Sin embargo,
cuando ya se lo daba por muerto, fue depositado mansamente en la costa,
de donde su padre lo rescató.
Sabido
es que de niño gustaba ayudar a su madre en las tareas cotidianas,
entre ellas recopilar leña, preparar los alimentos y cuidar los
animales. Lamentablemente, cuando su padre escogió a la que sería su
única esposa, Ignacia Rañil, dejó a un lado a doña Rosario y a otras dos
mujeres mayores con las que también tuvo hijos, motivando su
alejamiento.
Mucho
debe haber apenado al pequeño el que su madre se marchase hacia la
tribu de Yanquetruz, catorce leguas más al norte. Él, siguiendo las
costumbres, se quedó con su padre, dedicándose al cuidado de las ovejas
para las que armó, con sus propias manos, un improvisado corral.
Por
entonces Namuncurá recibía una pensión del gobierno y casi todos los
meses viajaba a Choele Choel para cobrarla. Al regresar distribuía el
dinero entre su gente, entregando cinco pesos a los hombres y uno a las
mujeres. Pero la situación –agravada por la demora en serle reconocida
la propiedad de su tierra– le provocaba mucha aflicción. Si bien no hay
indicios de que la tribu padeciese hambre, el sueldo del cacique y las
pocas ovejas que criaba, no alcanzaban para nada.
Al servicio de su pueblo
Fue un día que viendo al cacique abatido y preocupado, Ceferino se le acercó y le dijo. “Papá,
¡como nos encontramos después de haber sido dueños de toda esta tierra!
Estamos sin amparo, ¿Por qué no me envía a Buenos Aires a
estudiar?...así podré un día, ser útil a mi raza”.
Don Manuel, reducido a un confín del que fuera su vasto imperio, aceptó
la sugerencia y asesorándose convenientemente, envió a su hijo a Buenos
Aires, inscribiéndolo primero en un taller-escuela que la Marina tenía
en la localidad de Tigre (hoy Museo Naval) y después, siguiendo los
consejos del Dr. Luis Sáenz Peña, en el Colegio Pío IX de Almagro,
perteneciente a la congregación salesiana (el 20 de septiembre de 1897).
En el taller-escuela el muchacho no se había sentido a gusto, tal como
se lo manifestó a su padre en cierta oportunidad pero ahora, con los
padres salesianos rebosaba de felicidad.
Con los padres de Don Bosco
Al
llegar al Colegio Pío IX, Ceferino fue recibido por Monseñor Juan
Cagliero quien a partir de ese instante, se convirtió en su consejero y
protector. Ceferino comenzó a estudiar y lo hizo intensamente, ignorando
las burlas de las que era objeto de parte de unos pocos compañeros, por
su condición de mapuche. Sin embargo, al cabo de un tiempo logró
conquistarlos, lo mismo a sus profesores, quienes veían en él a un
muchacho serio y responsable. Llamaban la atención el tiempo que pasaba
rezando en la capilla, su excelente conducta y su voz para el canto.
Vida espiritual
Ceferino
fue bautizado por el padre Melanesio durante su viaje de Neuquén a
Choele Choel quedando su partida asentada en Carmen de Patagones, en el
extremo sur de la provincia de Buenos Aires.
El 8
de septiembre de 1898, siendo alumno del Pío IX, el joven mapuche tomó
su Primera Comunión y el 5 de noviembre de 1899 recibió la Confirmación
de manos de Monseñor Gregorio Romero. Algún tiempo después,
experimentaría una enorme alegría cuando Monseñor Cagliero, el gran
apóstol de la Patagonia, suministró a su padre la Primera Comunión y la
Confirmación, oportunidad en la que, pleno de gozo, exclamó: “Yo también, como Monseñor Cagliero, seré salesiano e iré con él a enseñar a mis hermanos el camino del Cielo”.
En 1902 finalizó sus Ejercicios Espirituales estableciendo en ellos los cuatro propósitos que marcarían su vida.
Vocación sacerdotal
En 1903 don Manuel Namuncurá decidió llevarse a su hijo como intérprete y secretario. Ceferino, deseaba ser sacerdote y por esa razón acudió a sus protectores, Monseñor Cagliero y el Dr. Luis Sáenz Peña, para rogarles su intercesión.
Y es que el pequeño príncipe de las pampas era un alma enamorada de Dios y de la Santísima Virgen a quienes deseaba servir fervorosamente e interceder ante ellos en favor de su pueblo.
Fue entonces que Monseñor Cagliero creyó conveniente enviarlo a Viedma y ponerlo al cuidado del RP Evasio Garrone, director del Colegio San Francisco de Sales. Ceferino hizo el viaje por mar, bastante enfermo, y a poco de llegar conoció y trabó amistad con el beato Artémides Zatti, enfermero y laico coadjutor italiano radicado en aquella ciudad que, como el recién llegado, padecía tuberculosis.
Ceferino junto a su mentor, monseñor Juan Cagliero
Viaje a Italia
En
1904 Monseñor Cagliero decidió llevar a Ceferino a Italia. A esa altura
el muchacho tenía la salud muy deteriorada, hecho que percibieron sus
compañeros del Colegio Pío IX cuando lo vieron llegar. Allí pasó unos
días hasta el 19 de julio, cuando zarpó en el vapor “Sicilia” que
después de un mes de travesía, recaló en Génova.
Junto al Papa Pío X
En
Turín, se alojó en el gran Colegio Valdocco, junto a la basílica de
María Auxiliadora, el mismo donde estudiaron Domingo Savio y San Luis
Orione. Allí conoció al beato Miguel Rúa, sucesor de Don Bosco,
encuentro providencial que sacudió lo más íntimo de su ser.
Personalidades de importancia como la princesa María Leticia de Saboya Bonaparte, la condesa Balbis María Bertone de Sambuy y hasta la Reina Madre, Margarita de Saboya, homenajearían a Ceferino tratándolo de acuerdo a su rango.
“También me aplaudieron y gritaban ¡Viva el príncipe Namuncurá! Si le digo esto no es porque me haya enorgullecido, sino porque somos amigos”, le escribió a su compañero Faustino Firpo, el 24 de agosto de 1904.
El
19 de septiembre Monseñor Cagliero lo llevó a Roma. Ocho días después,
Ceferino vivió la mayor experiencia de su vida al ser recibido por San
Pío X en persona. Expresándose en perfecto italiano, el joven
aborigen le obsequió al Pontífice un quillango de guanaco, atención que
aquel retribuyó con sanos consejos y su bendición, para él y su pueblo.
Lo increíble de aquella entrevista fue que, cuando todos se retiraban,
el Santo Padre mandó llamarlo nuevamente y en las dependencias donde
tenía su escritorio, volvió a saludarlo, mucho más paternalmente y le
obsequió una medalla de oro como recuerdo de su visita.
Sus últimos días
Fascinado todavía por la experiencia vivida, Ceferino abandonó Roma y como el clima de Turín le resultaba cada vez más perjudicial, se estableció en Frascatti, donde su salud se agravó. A principios de 1905 le resultaba imposible seguir asistiendo a clases por lo que el 28 de marzo fue conducido nuevamente a Roma para ser internado en el Hospital Fatebenefratelli de la orden de San Juan de Dios, en la isla Tiberina.
Allí falleció el 11 de mayo de 1905, a las seis de la mañana, entregando su alma al Creador después de sus oraciones.
La noche anterior, había llamado a un sacerdote para pedir por el muchacho que ocupaba la cama contigua: “Si supiera Ud. cuanto sufre. De noche no duerme casi nada. Tose y tose”. En realidad, él estaba peor, pero solo pensaba en el prójimo, es decir, en las almas necesitadas de consuelo. Su cuerpo fue conducido al cementerio de Roma, donde permaneció enterrado hasta 1924, cuando regresó a su tierra natal.
El beato Ceferino
En 1915 los restos de Ceferino fueron exhumados y en 1924, como se ha dicho, regresaron a la Argentina. Llegaron a bordo del vapor “Ardito” y una vez en tierra fueron trasladados a Pedro Luro, localidad al sur de la provincia de Buenos Aires a medio camino entre Bahía Blanca y Carmen de Patagones (fueron depositados en la capilla de Fortín Mercedes). El 14 de mayo dio comienzo el proceso de canonización y el 22 de junio de 1972, el Papa Paulo VI lo declaró venerable.
El martes 15 de mayo, durante la sesión de la Congregación para las Causas de los Santos, se aprobó por unanimidad el milagro atribuido a Ceferino en el año 2000. Una mujer cordobesa de 24 años de edad, afectada por cáncer de útero, no solo se curó sino que, tiempo después, logró concebir.
Al cabo de cuatro años de estudió, altas fuentes de la Iglesia indicaron que la consulta médica de la Congregación había dictaminado que desde el punto de vista clínico, la curación era inexplicable.
Aprobado el decreto del milagro, S.S. Benedicto XVI determinó la fecha de beatificación, 11 de noviembre de 2007, acontecimiento celebrado en todo el país.
De esa manera, la orgullosa dinastía de los Piedra, aquella que forjó el poderoso imperio de las pampas e hizo temblar al hombre blanco durante décadas, le dio a la Iglesia Católica un nuevo santo.
Finalizada la conquista del desierto el gobierno argentino llevó a cabo una sistemática campaña de exterminio en La Pampa, la Patagonia, Tierra del Fuego y la región del Chaco a la que por años se intentó ocultar. Arriba cuatro instantáneas del álbum que Julio Popper explorador rumano nacionalizado argentino, le obsequió al presidente Miguel Juárez Celman tras su regreso a Buenos Aires. Se observan indios selk'nam y onas masacrados en territorio fueguino durante las cacerías humanas que tuvieron lugar entre 1886 y 1887
El coronel Ramón Lista llevó a cabo feroces matanzas en Tierra del FuegoLa masacre de aborígenes continuó bien entrado el siglo XX. En la imagen restos de indios asesinados en Rincón Bomba, provincia de Formosa, durante el primer gobierno de Perón, más precisamente en el mes de octubre de 1947
Aviso aparecido en un diario de Bueno Aires (1878) ofreciendo indios
de ambos sexos tras la conquista del desierto
Fuente: "Ceferino Namuncurá, de príncipe d elas pampas a la gloria de los altares", en "Revista “Cruzada”, Año V,
Nº 30, Diciembre de 2007