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lunes, 25 de diciembre de 2023

Japón Imperial: La conducta fanática de los soldados nipones

Disciplina, fanatismo e incredulidad: los soldados japoneses que pasaron décadas escondidos sin saber que la guerra había terminado

La rendición de las tropas niponas en septiembre de 1945 puso fin a la Segunda Guerra Mundial pero no a las andanzas de miles que siguieron combatiendo en los montes y en la selvas, en algunas ocasiones sin comprender que había llegado la paz y en otras incapaces de reconocer el desastre final

Por Germán Padinger  ||  Infobae




Una columna japonesa ingresando en Singapur tras derrotar al Reino Unido en 1942
(Gentileza: News dog media)

El 25 de noviembre de 1970, 25 años después de la derrota japonesa en la Segunda Guerra Mundial, el escritor Yukio Mishima y cuatro de sus seguidores ingresaron en el cuartel general de las Fuerzas de Autodefensa Japonesas en Tokio y secuestraron a su comandante.

Desde la ventana de la oficina, Mishima intentó entonces arengar a las tropas en el patio y provocar una sublevación. Su objetivo era claro: un golpe de Estado que restaurara el poder del Emperador Hiroito, forzado en 1946 a renunciar a su status de Dios en la tierra mediante la firma de su Declaración de Humanidad (Ningen sengen), retornara a los valores de la cultura tradicional y limpiara la humillación de la derrota del Imperio del Sol Naciente en 1945.

Pero el autor de la tetralogía de "El mar de la Fertilidad" y las novelas "El marino que perdió la gracia del mar" y "Confesiones de una máscara", para muchos uno de los escritores japoneses más influyentes del Siglo XX, no tuvo éxito en conmover a los jóvenes soldados de un Japón nuevo y moderno que se le estaba escapando.


El escritor Yukio Mishima intenta provocar un golpe de Estado en Japón que restaure el poder del emperador. Luego se suicidará cometiendo seppuku

Mishima volvió entonces a la oficina, tomó un cuchillo y se abrió el vientre de acuerdo a la práctica del suicidio ritual conocida como Seppuku, como relata el biógrafo estadounidense Henry Scott Stokes. En un acto final de tragicomedia negra, su asistente Masakatsu Morita intentó, sin éxito ya que no estaba entrenado en el uso de la espada, decapitarlo, parte final del rito. Otro de los presentes, Hiroyasu Koga, debió intervenir para concluir lo que se transformó casi en un acto performativo, la última obra de Mishima.

Cuatro años después y a casi 4.000 kilómetros de distancia, el último soldado del imperio japonés aún activo, Teruo Nakamura, fue capturado en la isla indonesia de Morotai, 29 años después de que las fuerzas japonesas firmaran la rendición a bordo del acorazado estadounidense USS Missouri.

Nacido en Taiwán y miembro de la tribu aborigen Amis, Nakamura había sido reclutado para formar parte de una unidad de voluntarios del Ejército Japonés, y estaba destinado en Morotai cuando en octubre de 1944 los aliados capturaron la isla indonesia. Desaparecido en combate, fue declarado muerto por los japoneses y olvidado, pero en realidad se las había arreglado para vivir escondido en la selva hasta que fue descubierto por un avión en 1974.

El emperador Hiroito mantuvo el trono desde 1926 hasta su muerte en 1989. Fue un símbolo del poder imperial japonés y figura divina hasta que las autoridades de ocupación estadounidense lo forzaron a aceptar su humanidad

Nakamura fue el último de miles de soldados japoneses que por disciplina o desconocimiento de la rendición continuaron activos en las décadas posteriores al fin de la Guerra en el Pacífico (1941-1945), cada uno de ellos un monumento a los valores de patriotismo y sacrificio nipones, pero también a las ambiciones expansionistas, las masacres brutales y la autopercepción divina del Imperio.

Guerrilla y supervivencia de las cenizas del sol naciente

Japón inició su campaña de expansión y conquista en 1931, cuando el ejército de Kwantung ocupó Manchuria, en el norte de China. Ambos países volvieron a entrar en guerra 1937, poco antes del inicio en Europa de lo que luego se llamaría Segunda Guerra Mundial (1939-1945).

A partir de entonces las conquistas japonesas no pararon de crecer: Indochina, Filipinas, Singapur y Nueva Guinea, entre muchos otros lugares en el este de Asia, fueron ocupados y para 1941 el Imperio ya estaba también en conflicto con Estados Unidos tras el ataque sobre Pearl Harbor y en alianza con la Alemania nazi y la Italia fascista.

Tropas japonesas junto a soldados británicos capturados, posiblemente en Singapur (Gentileza: News dog media)

Derrotar finalmente al imperio japonés le tomó a los aliados casi cuatro años y enormes pérdidas humanas y materiales. Incluso, Tokio no cambió su postura de combate hasta la muerte del último de sus soldados sino hasta el bombardero con armas nucleares de Hiroshima y Nagasaki en 1945 y la invasión de Manchuria por parte de la Unión Soviética ese mismo año.

Pero ni el fin de la guerra en septiembre de 1945, ni la consiguiente ocupación de las islas japonesas por tropas estadounidenses ni tampoco la Declaración Humanidad del 1 de enero de 1946 lograron que miles de soldados desperdigOs por toda Asia Oriental siguieran en armas.

La resistencia en la selva

En 1944 las tropas estadounidenses invadieron la isla de Saipán, en el archipiélago de las Marianas, y derrotaron a los defensores japoneses tras una batalla brutal. Cuando todo estaba ya perdido, los últimos 4.000 soldados imperiales se lanzaron en una carga suicida contra los atacantes, en sintonía con una vieja tradición y una práctica recurrente durante la Guerra en el Pacífico de pelear hasta el último hombre, sin aceptar la humillación de la rendición.

Un soldado se rinde ante las tropas estadounidenses. Las rendiciones era un fenómeno muy excepcional, y por lo general los japoneses peleaban hasta la muerte

Fueron aniquilados, Estados Unidos consideró a la isla "segura" y Japón declaró a todas las tropas apostada en Saipán como presuntamente muertas en acción.

Pero estaban equivocados.

El capitán Sakae Oba y 46 de sus hombres habían sobrevivido a aquella carga suicida y estaban escondidos en la selva. Reunieron a 200 civiles japoneses, y se internaron aún más en una zona montañosa donde establecieron una base.

Los hombres de Oba, apodado "El Zorro", se dedicaron entonces a una campaña guerrillera contra las tropas estadounidenses que continuó aún después de la rendición formal de Japón. Oba y sus hombres finalmente se entregaron el 1 de diciembre de 1945 y el capitán vivió hasta 1992.


El capitán Sakae Oba, el “Zorro” de Saipán

El teniente Ei Yamaguchi tuvo una actitud similar, al liderar a 33 de sus soldados en una campaña guerrillera tras la derrota japonesa en Peleliu. Hostigó a los infantes de marina estadounidenses durante casi dos años después del fin de la guerra, rindiéndose en abril de 1947.

"No podíamos creer que habíamos perdido. Nos habían enseñado que no podíamos perder. Es la tradición japonesa que debemos pelear hasta la muerte, hasta el final", explicó Yamaguchi  en una entrevista con la cadena estadounidense NBC en 1995.

Shoichi Yokoi, el cazador nocturno

Los guerrillas de Oba y Yamaguchi mantuvieron, hasta cierto punto, la disciplina y organización militar. Pero hubo numerosos casos de soldados japoneses o pequeños grupos que quedaron completamente aislados de sus unidades y también de los enemigos, encarando apenas la supervivencia a la espera de noticias de Tokio o incluso un rescate.


Shoichi Yokoi en un retrato en tiempos de la guerra, y tras su captura en 1974

Uno de los más famosos fue el caso del sargento Shoichi Yokoi, desaparecido en 1944 luego de la batalla de Guam, cuando fuerzas estadounidenses recuperaron la isla que habían perdido ante los japoneses en 1941.

Inicialmente Yokoi era parte de un grupo de 10 sobrevivientes que se habían escondido en la selva. Pronto se separaron y el sargento permaneció junto a otros dos japoneses, pescando y cazando de noche lo que estuviera a su alcance -langostinos, serpientes, ratas, cerdos-, y escondiéndose en cuevas durante el día.

Supieron de la rendición de Japón en 1952, siete años después, pero en un principio dudaron de que la información fuera cierta, como reconstruye el portal Gizmodo.


El avance japonés en el Asia Oriental estuvo marcado por la brutalidad y la lucha sin tregua (Gentileza: News dog media)

Los tres hombres continuaron viviendo en la selva hasta 1964, cuando dos de ellos fallecieron y Yokoi quedó completamente sólo. En 1972 un grupo de cazadores lo encontraron, escuálido y desaliñado, y finalmente fue repatriado a Japón, 28 años después de la rendición formal.

"Estoy avergonzado de haber vuelto con vida", dijo en una famosa aparición pública, como relata el New York Times.

Durante una visita al palacio imperial, con un Hiroito humanizado aún en el trono, Yokoi dijo: "Continué viviendo por el bien del Emperador y creyendo en el Emperador y el espíritu japonés, lamento profundamente no haber podido servirle bien".


Tanques japoneses en Filipinas

"Nosotros los soldados japoneses estamos instruidos para preferir la muerte que la desgracia de ser capturados vivos", agregó en otra entrevista.

La larga misión de Hiroo Onoda

La cinematográfica historia del teniente Hiroo Onoda comenzó en diciembre de 1944, cuando fue enviado como comando, con el objetivo de destruir infraestructura, a las Filipinas poco antes del desembarco estadounidense y el inicio de la campaña de liberación del archipiélago.

Tras la caída de la guarnición japonesa, Onoda se internó en las colinas en la isla de Lubang. Inicialmente no estaba solo, había muchos otros rezagados y pronto comenzaron sus actividades guerrilleras contra las fuerzas estadounidenses.


El teniente Hiroo Onoda al momento de su rendición en 1974

Onoda y su grupo supieron de la rendición japonesa en octubre de 1945 por medio de panfletos lanzados por los estadounidenses, pero como en otros casos de rezagados, los creyeron una mentira y siguieron combatiendo.

Los combates esporádicos continuaron durante más de dos décadas, mientras Onoda esperaba órdenes de sus superiores que nunca llegaban.

Se quedó completamente sólo en 1974, cuando el último de sus soldados murió en un enfrentamiento con la policía filipina.


El joven Onoda, en tiempos de la Segunda Guerra Mundial

A diferencia del caso de Yokoi y Nakamura, Onoda no era un desaparecido perdido en un cueva en el Pacífico. Las autoridades lo conocían y también disfrutaba de una pequeña fama local.

Fue así que ese mismo año un estudiante japonés, Norio Suzuki, se lanzó a las colinas de Lubang para hallar al misterioso teniente Onoda. Lo hizo, y los dos hombres se hicieron amigos, de acuerdo al registro de rezagados japoneses Wanpela.

Armado de fotografías que probaban su encuentro con Onoda, Suzuki retornó a Japón y ofreció a las autoridades la llave para lograr la rendición del rezagado: necesitaba un orden de su oficial superior que le evitara la humillación de la rendición y probara que el imperio efectivamente se había rendido.

La explosión nuclear sobre Hiroshima, el 6 de agosto de 1945

El gobierno japones halló al mayor Yoshimi Taniguchi, convertido ahora en librero, y lo llevó a las Filipinas para que se reuniera con Onoda y le entregara en papel su orden desmovilización, como relató el mismo Onoda en su libro autobiográfico "Luché y sobreviví".

Habían pasado tres décadas de la rendición, de las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki y de la masacre de Nanking,  y el mundo parecía haber seguido su curso para casi todos, menos para un escritor exquisito y un grupo de jóvenes que habían sido entrenados para creer en la infalibilidad del Imperio del Sol Naciente.

 

miércoles, 13 de septiembre de 2023

Accidente nuclear: El suicidio del científico que reveló los secretos de Chernobyl

 

El suicidio del científico que reveló al mundo los secretos de Chernobyl y acusaron de traidor los soviéticos

Valeri Legásov murió el 27 de abril de 1988, dos años y un día después de la peor tragedia nuclear de la historia. Lo hizo después de garantizarse que todo el mundo supiese por qué había explotado el cuarto bloque de la Central Eléctrica Atómica de Chernobyl. La historia de un hombre que recién fue reconocido por su patria cuando la Unión Soviética era cosa del pasado


El 27 de abril de 1988, Valeri Legásov, el científico que lideró las tareas posteriores, esperó que su esposa y su hija salieran de la casa y, en una de las habitaciones posteriores, se ahorcó

Volvió a escuchar las cinco cintas que había grabado. Todas y cada una desnudaban los errores, la desidia, los descuidos, las omisiones, los consejos desoídos, las culpas, la indiferencia, la negligencia que habían llevado al desastre de Chernobyl, que había ocurrido dos años y un día antes. Después, en la mañana del 27 de abril de 1988, hace treinta y cinco años, el prestigioso científico soviético Valeri Legásov envolvió las cintas en un primoroso paquete y las puso a resguardo.

Se sabía vigilado por la KGB porque había pasado de científico brillante a poco menos que un desertor, un apóstata, un hombre que había dañado el legado histórico de la URSS y su prestigio internacional, golpeado ya por el accidente nuclear. El primer ministro soviético, Mikhail Gorbachov, estaba empeñado en un proceso de reestructuración y transparencia, perestroika y glasnot, pero las viejas estructuras de la URSS estalinista seguían intactas y aceitadas. A Legásov lo vigilaban, el hombre de ciencia lo sabía y lo aceptaba casi con melancólico fatalismo. Resignado después de escuchar las cintas que serían su testamento, enfundado en un grueso suéter de lana, dejó a un costado sus anteojos con marco de hueso, dio de comer a su gato, saboreó un cigarrillo y se colgó de una viga.

Había desempeñado una tarea vital en la tragedia atómica de la central nuclear Vladimir Lenin levantada en Chernobyl, al norte de Ucrania. Horas después del desastre, insistió en que fuera evacuada la ciudad de Prípiat, vecina a la central atómica; limitó el alcance de la tragedia, que iba a provocar una gigantesca salida al aire de material radiactivo y más de veinticinco mil muertos, sin contar con las enfermedades que aparecieron en los meses siguientes, entre ellas noventa y tres mil casos de cáncer; luego tuvo a su cargo la investigación del desastre; elaboró un informe demoledor y lo expuso durante cinco horas en el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) de Viena, en el que condenaba de alguna forma a las autoridades científicas y políticas de la URSS; él mismo enfermó de cáncer y se convirtió, a causa de su honestidad, en un paria en aquella sociedad que se abroqueló en el silencio, el ocultamiento y la hipocresía. La transparencia del camarada Gorbachov era buena, pero no hacía falta tanta.

La foto muestra una vista aérea de la planta nuclear de Chernobyl y los daños causados ​​por una explosión y un posterior incendio en el reactor cuatro (AP Photo/Volodymyr Repik, File)

¿Qué fue Chernobyl? El 26 de abril de 1986, en esa central nuclear de Ucrania, que pertenecía entonces a la Unión Soviética y hoy, invadida por Rusia, libra una guerra por su independencia, se produjo el hasta hoy mayor accidente nuclear de la historia. Pasó lo que nunca podía pasar. Fue durante un ejercicio de seguridad en un reactor nuclear del tipo RBMK, que consistía en la simulación de un corte de energía eléctrica en la planta, para desarrollar un procedimiento de seguridad destinado a mantener la circulación de agua refrigerante del reactor número cuatro de la central atómica. Todo se fue de madre, el núcleo del reactor se sobrecalentó y hubo dos explosiones sucesivas, seguidas de un incendio. Los estallidos volaron la tapa del reactor, que pesaba mil doscientas toneladas, y una nube de gases radioactivos cubrió el cielo y se extendió por 162 mil kilómetros cuadrados que abarcaron gran parte de Europa y de América del Norte.

El material radioactivo que despidió Chernobyl fue quinientas veces mayor que el que liberó la bomba atómica lanzada por Estados Unidos en Hiroshima el 6 de agosto de 1945. Trece países de Europa central y oriental detectaron altos niveles de radioactividad y declararon el estado de emergencia. Treinta y una personas murieron en el momento del accidente u horas después y en las siguientes dos semanas. Fueron muertes espantosas, cuerpos quemados, consumidos por la radiación, que presentaban grandes manchas en la piel, manchas oscuras, vivas, que desaparecían y regresaban con mayor intensidad. Cerca de mil personas recibieron grandes dosis de radiación y cerca de trescientas mil fueron contaminadas con diferentes niveles de gravedad. Seiscientas mil personas quedaron expuestas luego al aire y la tierra envenenados, cuando empezaron las tareas de descontaminación que siguieron al accidente y aconsejadas por Legásov. En total, cinco millones de personas vivieron en las áreas contaminadas y otras cuatrocientas mil en zonas altamente contaminadas. Hasta hoy, y pasaron ya treinta y siete años, no existen cifras oficiales de muertos: sólo se conocen estudios teóricos o estadísticos. La zona permanecerá contaminada por los próximos quinientos años.

En el momento del estallido del reactor y del edificio que lo albergaba en Chernobyl, a la una y veintitrés de la mañana de aquel sábado 26 de abril. Legásov conversaba en Moscú con Anatoly Alexandrov, titular de la Russia Academy of Science (RAS). Un urgente llamado telefónico pidió a Alexandrov el envío inmediato de un científico a Kiev. De modo que Alexandrov envió a Legásov, a quien tenía muy cerca, en un avión que ya lo esperaba en el aeropuerto de Vnukovo. Parecía la persona indicada: en su momento Legásov había cuestionado la seguridad de los reactores nucleares RBMK, y habían sido censurado y rebatido. ¿Qué podía saber un simple químico?

La deposición duró cinco horas y Legásov contestó las preguntas de los especialistas más reconocidos de todo el planeta. Los expertos esperaban encontrarse con eufemismos y omisiones y se encontraron explicaciones y asunción de responsabilidades (Wikipedia / IAEA)

No era un simple químico. Era un tipo brillante. Había nacido en Tula, ciento setenta kilómetros al sur de Moscú, fue un chico estudioso en los años de la Segunda Guerra, medalla de oro de su secundaria, la número 56 de Moscú. En 1961 se graduó, también con honores, en la facultad de Ingeniería Físico-Química de la Universidad Dmitri Mendeléyev, en los días de pleno auge soviético en el desarrollo de la industria nuclear y de la búsqueda de especialistas en el sector de la energía. Lo buscaron para ofrecerle hacer un doctorado el en Instituto de Energía Atómica Kurchátov, pero Legásov tenía otros planes: se empleó en la Plata Química Siberiana de Tomsk que trabajaba en el desarrollo del plutonio para armas nucleares. Sentía que aquello, el armamento nuclear, era lo suyo en plena escalada de la Guerra Fría.

Pero dos años después se unió al Instituto Kurchátov. Se casó con Margarita Kijáilovna, tuvo una hija, Inga Legásova y en 1972, ya doctor en Química, entró en la RAS como miembro correspondiente y uno de los más jóvenes: tenía cuarenta y seis años. Siempre puso casi por encima de sus propios trabajos científicos, la necesidad de aumentar la protección y los métodos de seguridad en las centrales nucleares para prevenir y en lo posible evitar grandes catástrofes.

Y ahora Legásov estaba casi al pie del escenario tan temido: un reactor nuclear que había volado y una gigantesca nube tóxica, un poderoso asesino se esparcía con el viento y caía como una maldición sobre la URSS y Europa. Desde el primer minuto él mismo quedó expuesto a la radiación, que iba a desatarle luego un cáncer de pulmón. En la zozobra paralizadora que siguió al estallido, y al igual que todos los científicos que integraron la comisión investigadora del accidente ordenada por el gobierno de la URSS, Legásov oyó la versión de la luz: poco antes de la explosión en Chernobyl, varias personas vieron una extraña luz sobre la central atómica. Alguien incluso la fotografió y lo que mostraba la foto era un cuerpo luminoso que parecía suspendido sobre el edificio del reactor cuatro.

Valeri Legásov tenía 51 años cuando procuró dejar grabado en cinco cassettes la verdad sobre lo ocurrido en Chernobyl: lo que no pudo contar en esos dos años anteriores, lo que no pudo decir en la Agencia Internacional de Energía Atómica en Viena (Wikipedia / IAEA)

Legásov ordenó la evacuación de Pripyat y de sus alrededores, una operación titánica, casi imposible de cumplir, que comenzó al día siguiente. Consistía en desalojar a campesinos de sus casas y obligarlos a dejar todas sus pertenencias. La radioactividad suponía una grave amenaza, pero era una amenaza invisible. ¿Por qué dejar sus casas, sus ropas, sus huertos, sus fotos, sus cacerolas y hasta sus mascotas? Se encargaron de la tarea imposible los llamados “liquidadores”, muchos voluntarios pero otros muchos llevados a Chernobyl por la fuerza, todos expuestos a la radiación, muchos murieron en los años siguientes, pero en esos días iniciales usaron un poder de convicción que no tenían, o la fuerza, que sí tenían.

La tarea duró semanas. Mientras, la gente moría de a racimos en los hospitales o en sus casas; empezaron a aparecer chicos pelados, sin cejas, sin pestañas, conscientes de su muerte inminente; los liquidadores cavaban la tierra para enterrar la que había esto expuesta a la radiación; enterrar la tierra parecía un disparate gigantesco, pero así quedaban también bajo tierra las huertas de los habitantes, sus repollos, sus papas, sus zanahorias, todas envenenadas; morían viejos y adolescentes que ahora estaban activos y enfurecidos con su destino y dentro de tres horas estaban muertos; los liquidadores serraban los bosques y enterraban los troncos envueltos en plástico en grandes fosas abiertas como fauces. Todo lo que hubiese tocado la radioactividad, debía ser enterrado.

Los liquidadores también mataban a las mascotas: “Hay que dispararles de lejos, para no verles los ojos”, dijo uno. Llenaban enormes contenedores con los animalitos muertos y los llevaban a las fosas comunes. Otro de los liquidadores reveló: “Nuestras instrucciones eran cavar de tal forma que no se llegara a las aguas subterráneas y que el fondo de la fosa estuviese cubierto de plástico. Pero las órdenes, como comprenderá, no se cumplían: no había plástico, no se perdía tiempo buscando el lugar adecuado”. Los chicos dibujaban la tragedia: los árboles yacían con las raíces hacia arriba, algunos animales habían tomado formas monstruosas, el agua de los ríos era de color rojo o amarillo.

Los que no quedaron satisfechos con la honestidad intelectual del científico fueron las autoridades de la Unión Soviética. Legásov había reconocido muchas más cosas de las que el Kremlin no estaba dispuesto (Wikipedia / IAEA)

Los escarabajos se convirtieron en guías. No se veían por ningún sitio. Ni escarabajos, ni sus larvas. Ni lombrices, el manjar preferido de las gallinas, que se habían hundido en la tierra. “Si no hay escarabajos ni lombrices, es porque allí es alta la radiación”, decían los liquidadores. Varios alcaldes de pueblos vecinos a la central atómica intentaron comprar el favor de los liquidadores con cajones de vodka que los encargados de “limpiar” la zona bebían en cantidad. Unos pedían a cambio que en la lista de pueblos a ser evacuados no figurara el suyo. Pero otros pedían, también a cambio de vodka, que sí incluyeran a sus vecinos en la lista de evacuados para salvarles la vida. En pleno desastre, los liquidadores ironizaban: “Ahora va a resultar que el mejor remedio contra la radiación es la vodka Stolichnaya”. Y la gente moría por decenas sin despedirse, sin besarse, sin acariciarse por temor al contagio; los seres queridos habían dejado de serlo: ahora eran “elementos que debían ser desactivados”. Así, y peor, lo narraron las víctimas a Svetlana Alexiévich, Nobel de Literatura en 2015, que lo volcó todo en un libro de aterradora belleza Voces de Chernobyl.

Legásov ordenó enterrar el reactor debajo de cinco mil toneladas de materiales diferentes. Eso también fue obra de los liquidadores que primero caminaron sobre las ruinas humeantes del edificio y después volaron por sobre ellas mil ochocientas veces en helicópteros que arrojaron boro, para evitar que se estallaran más reacciones en cadena, plomo para blindar los fragmentos del núcleo del reactor, arena para limitar las partículas radioactivas en la atmósfera y dolomita para absorber el calor liberado por la radioactividad y generar dióxido de carbono que ahogara probables nuevos focos de incendio.

Cuatro meses después del desastre, Legásov fue invitado a hablar ante la OIEA, en Viena. Se trataba de informar a sus colegas extranjeros sobre qué había pasado en Chernóbnyl. Debió ser Gorbachov el orador, pero el primer ministro decidió que fuese Legásov quien llevara la voz de la URSS porque era el científico que mejor conocía el caso. Las conclusiones fueron tremendas. Legásov sostuvo que la explosión había sido el resultado de yerros técnicos y humanos: defectos en la construcción del reactor y desconocimiento total de parte del personal de la planta atómica de los problemas integrales. Y también de los no tan integrales: Legásov señaló que los jefes de la planta atómica encargados de la prueba sobre el reactor cuatro, ni siquiera sabían que se podía originar una explosión y mucho menos qué hacer ante una emergencia de ese tipo.

La explosión en Chernobyl envió grandes cantidades de material radiactivo a la atmósfera en Ucrania. A pesar de la defensa de la glasnost de Gorbachov, los soviéticos no informaron al mundo exterior del desastre durante dos días

Legásov habló durante cinco horas ante la comunidad científica europea que lo colmó de elogios: “Vieron que su principal objetivo no era justificar a la Unión Soviética –dijo su hija Inga– sino, por el contrario, educar a la comunidad mundial sobre qué hacer en un caso semejante”.

Legásov recibió el reconocimiento mundial y fue incluido en la lista de los diez mejores científicos del mundo y nombrado Persona del Año en Europa. Pero en la URSS ocurrió lo contrario. Sus colegas lo ralearon, la jerarquía de la URSS pensó que había dejado mal parado al imperio con sus críticas a la seguridad de la planta nuclear; la leyenda dice que fue Gorbachov quien tachó su nombre de la lista de los premiados por su labor en Chernobyl, porque “otros científicos no lo recomiendan”.

Aun así, en agosto de 1987, durante el juicio que les siguieron a las autoridades de la planta nuclear, Legásov reiteró su informe del año anterior. Dijo que el personal no había cumplido las normas de seguridad; que existían fallos de diseño en el sistema de parada del reactor que, en determinadas condiciones, provocaban un aumento de potencia que aquella madrugada terminó en el estallido del núcleo central. Dijo que la URSS era la única nación del mundo con reactores de uso militar moderados por grafito y refrigerados por agua, que los convertía en inseguros y reveló otras omisiones técnicas, destinadas a hacer más económico el funcionamiento de la planta nuclear sin calcular la inseguridad que conllevaban esas omisiones.

Treinta y una personas murieron en el momento del accidente u horas después y en las siguientes dos semanas. Pero la cifra oficial de muertes por el accidente nuclear es un signo de pregunta

Era, también, una confesión. Sin alusión alguna, Legásov había revelado el nombre y la conducta de parte de la jerarquía científica de la URSS. De manera que, como en los tiempos de Stalin, lo despojaron de sus premios, trabaron su carrera profesional, lo arrinconaron en un despacho sin ningún poder de decisión y lo condenaron al ostracismo y al olvido. Recién después de ocho años de su muerte, en 1996, y ya disuelta la URSS, Legásov fue reconocido por el presidente Boris Yeltsin, como Héroe de la Federación Rusa por “el valor y el heroísmo” mostrado en Chernobyl. Pero el último año de su vida fue muy duro. Su hija, Inga contó: “Entró en una profunda depresión, lo vi devorado por dentro; además, la enfermedad provocada por la radiación lo hizo todo peor. Dejó de comer, dejó de dormir… Sabía bien qué era lo que llegaría después y lo doloroso que sería. Probablemente, no quiso ser una carga para mi madre a la que adoraba”.

Finalmente, dejó grabadas sus conclusiones sobre el desastre. Y dos años y un día después del desastre de Chernobyl, se ahorcó en su casa.

Antes, le dio de comer a su gato. Está enterrado en el cementerio de Novodevichy, en Moscú.




lunes, 28 de marzo de 2022

Caída de Berlín: Los últimos momentos del demente

Las últimas horas de Hitler: el terror a caer en manos de los rusos y el caos de sexo y alcohol de sus fanáticos

Hace 76 años, el Führer entró a su búnker por última vez. Con el Ejército Rojo golpeando la puerta de Berlín, los alemanes se entregaron a “beber y fornicar de un modo indiscriminado”. La boda con Eva Braun y el macabro debate con su entorno de cuál sería la mejor manera de suicidarse
Por Alberto Amato || Infobae





Hitler y Eva Braun dentro del búnker. Dos días antes del suicidio de ambos, se casaron (Getty Images)

Aterrado como un conejo, acosado por sus antiguas presas que ahora eran sus cazadores, sin poder evitar el derrumbe de un imperio que sólo gestó su imaginación, que apuntaba a destruir gran parte del mundo y que casi tiene éxito, Adolf Hitler entró hace hoy setenta y siete años a su formidable bunker amurallado y blindado, que latía en los sótanos de la Cancillería del III Reich que iba a durar mil años.

Jamás iba a salir vivo de allí.

El Ejército Rojo, que empujaba a los invasores de la URSS hacia Alemania desde enero de 1943, después de la batalla de Stalingrado, rondaba ya la periferia de Berlín. Los aliados occidentales, americanos, británicos, franceses, polacos, canadienses, habían acordado ya ceder a los rusos el “honor” de tomar la ciudad capital del Reich, la Berlín que había sido ejemplo multicultural de Europa y ahora estaba en ruinas después de doce años de dominio nazi.

El bunker de Hitler era, en escala, un pequeño barrio berlinés, de treinta ambientes, sistema de ventilación y paredes de hormigón de tres metros de ancho, algunas blindadas. Allí viviría lo último de la jerarquía nazi, los que no habían podido, o no habían querido, escapar del sálvese quien pueda desatado ante la derrota inminente. Quienes huían, lo hacían para caer en manos de los aliados occidentales. Cualquier cosa sería mejor que los rusos, a quienes los alemanes habían provocado cerca de veinte millones de muertos en el transcurso de la guerra.

Hitler deliraba. Pero no era estúpido. Sabía que la guerra estaba perdida, pero insistía ante sus generales en establecer una línea de defensa que permitiera contraatacar y llevar a los rusos de regreso a Moscú. Para eso dispuso que todo varón berlinés que pudiera empuñar un arma, prestara servicio en la defensa de Berlín. Chicos de doce y trece años, ancianos de setenta y más años, todos recibieron un curso rápido de manejo de la “Panzerfaust – Puño blindado”, el lanzagranadas antitanque de la Wehrmacht destinado a frenar el incontenible avance soviético. En Berlín ya no había más hombres entre esa amplia franja de edades: habían caído en combate o estaban a punto de caer en el amplio frente oriental y occidental de la Segunda Guerra.

Hitler quería destruir a Alemania. Primero, para que su país no quedara a merced de los vencedores. Luego, una conducta habitual entre los dictadores, porque creía que su patria no merecía seguir con vida, los alemanes habían traicionado a él y al Reich, sus generales eran incompetentes o, también traidores: el mundo no merecía un genio como el suyo.

La última salida de Hitler del búnker, para saludar a niños de las Juventudes Hitlerianas. En los últimos días, dispuso que todos combatieran contra el Ejército Rojo

En el bunker Hitler tenía su dormitorio, su living room, su sala de mapas y conferencias, su baño privado y un office. En la misma ala tenía su dormitorio Eva Braun, con un baño semi privado. Braun había decidido unir su destino al de aquellos derrotados. Del otro lado del pasillo, que albergaba en uno de sus extremos un salón de conferencias, estaban las oficinas y los dormitorios de Joseph Goebbels, el fanático ministro de propaganda, de su mujer, Magda, acaso enamorada en secreto del Führer, y de los seis hijos del matrimonio, todos con una H como inicial de sus nombres, en honor de Hitler, todos asesinados por sus padres antes de su propio suicidio. Goebbels también tenía una oficina, junto a una sala de primeros auxilios y a la oficina y dormitorios de los médicos. Una puerta unía ese ambiente con la sala de comunicaciones y con el sistema de ventilación de la fortaleza subterránea.

Después de su descenso al bunker, Hitler celebró pocas reuniones en el gran edificio de la Cancillería, blanco de bombardeos y del cañonear de los soviéticos. Los encuentros con sus generales, a los que echó uno a uno, transcurrían en la sala de conferencias del bunker. Cada uno de esos intercambios, que terminaban con un ataque de nervios del Führer, provocaba el éxodo de algún alto jefe de la Wehrmacht.

Hitler quería pelear la guerra solo. Y ganarla. Y sus generales debieron haberlo matado allí mismo. Habían intentado asesinar a Hitler cuarenta y dos veces antes del último gran atentado, el del 20 de julio de 1944, cuando el conde Klaus von Stauffenberg colocó una poderosa bomba a los pies del Führer en su famosa “Guarida del Lobo”, en Rastenburg que entonces era parte de Prusia Oriental.

Aquel intento, un mes y medio después de la invasión en Normandía, tenía un objetivo: liquidar a Hitler y llegar a un acuerdo con los aliados para poner fin a la guerra. Se conoció como “Operación Valkiria”, que fue lo único acertado del operativo: en la mitología germánica, las valkirias eran las encargadas de conducir al más allá a los guerreros muertos.

El atentado falló, sus inspiradores fueron juzgados y colgados, Stauffenberg fue fusilado, a Erwin Rommel lo invitaron cordialmente a suicidarse, y Hitler salió de su guarida con su paranoia agudizada y una desconfianza jamás aplacada en sus jefes militares.

En ese clima de aislamiento, rencores y delirio, Hitler llegó al decisivo mes de abril, con los rusos en los bordes de Berlín. Al bunker llegaban cada vez menos colaboradores, menos estrategas, menos jefes de la Wehrmacht. El 16 de abril, según uno de los registros que sobrevivió a la guerra, Hitler salió de su salón de conferencias a las tres de la mañana, hora en que terminó una reunión iniciada la noche anterior. Se sentó a tomar el té con su mujer y sus secretarias y, a las cinco, recibió un informe telefónico que le reveló que el Ejército rojo, al mando del mariscal Georgui Zhukov, había lanzado una furiosa ofensiva que tenía como destino Berlín. A partir de ese día, el humor de Hitler se tornó irascible, no dormía por las noches. Los pocos jefes militares que lo acompañaban le sugirieron replegarse, retirarse de Berlín, huir, en suma. Hitler se negó. Argumentó que si los rusos cruzaban el río Oder, una especie de frontera entre Polonia y Alemania, su imperio estaba perdido.

Una cena de Adolf Hitler con los pocos oficiales que aún le eran fieles dentro del búnker bajo el Reichstag

Su imperio ya estaba perdido. El 19 de abril los rusos ya habían entrado varios kilómetros en el norte de Berlín. Hitler se quejó de fuertes dolores de cabeza y los médicos le aplicaron una sangría: la extracción de una importante cantidad de sangre destinada, decía entonces la ciencia médica, a tratar diversas enfermedades

Al día siguiente, 20 de abril, Hitler cumplió cincuenta y seis años. Encabezó entonces su último acto público. En los jardines de la Cancillería, a los que daba su bunker subterráneo, recibió el saludo y arengó de paso, a una formación de chicos muy chicos de las Juventudes Hitleristas. Una filmación recuerda aquel acto. Es patético. Hay más determinación en los ojos de esas criaturas inmersas en el fanatismo, que en los ojos del propio Hitler y de los jerarcas que lo acompañan. Hitler está apagado, sombrío, taciturno; sonríe apenas ante la extrema juventud de sus uniformados, le tiembla la mano izquierda, herida en el atentado de julio. Esa fue la última vez que el Führer vio la luz del sol. Por la noche, durante la celebración de su cumpleaños, sus hombres de confianza lo notaron silencioso y escurridizo. Arrastraba los pies.

El 22, durante una reunión con sus jefes militares, cada vez más escasos, los proyectiles rusos, que buscaban hacer blanco en la Cancillería levantaron un poco de polvo en el bunker, o arrastraron hasta allí el polvo de los impactos en el exterior. “¿Tan cerca están los rusos?”, preguntó Hitler con aparente ingenuidad. Le sugieren entonces que debe escapar. Y se niega: “Antes, prefiero meterme un tiro en la cabeza”. El 23 nota, o admite, que gran parte de sus colaboradores lo abandonaron, dejaron ya el bunker. Llama entonces a Heinz Linge, el oficial de las SS que es su ayuda de cámara, jefe de Protocolo y fidelísimo seguidor, para liberarlo de toda responsabilidad: puede irse si quiere. Linge, que tiene treinta y dos años, le dice a su Führer que él se queda allí, hasta el final, pase lo que pase. Hitler le dice entonces que tiene pensado suicidarse junto a Eva Braun. Y que cuando eso suceda, él, Linge, debe rociar sus cadáveres con combustible, que además escasea, y darles fuego: “No permita que bajo ninguna circunstancia, mi cadáver o mis pertenencias caigan en manos de los rusos”. Linge cumplirá con el encargo. Sobrevivió a la guerra y murió en Hamburgo en 1980.

El viernes 27 de abril ordena al oficial Otto Günsche, que movilice a ocho mil de sus soldados para tratar de frenar al Ejército Rojo. En sus últimos días, Hitler se vio confinado a ordenar que se cumplieran sus órdenes. Günsche es el edecán de Hitler, tiene veintiocho años, pertenece al Begleitkommando de las SS y es también asistente personal del Führer. Es un joven oficial también fidelísimo, como Linge, y sincero: le dice a Hitler que sólo tiene disponibles a dos mil soldados, mal equipados y en peores condiciones de combate. Hitler enfurece, grita que todos lo han traicionado. Linge y Günsche, que también sobrevivió a la guerra y murió en Bonn, en 2003, no lo traicionan. Serán testigos del suicidio de Hitler y los encargados de quemar su cuerpo y el de su mujer.

Mientras Hitler habla con su edecán los rusos sobrepasan el cerco defensivo de Berlín, trazado según la línea del metro de la ciudad. Hitler había ordenado abrir las compuertas del río Spree e inundar esos túneles para detener al Ejército Rojo. Tuvo éxito parcial: murieron muchos soldados rusos y gran cantidad de alemanes que habían buscado refugio allí contra los bombardeos.

Otra de las imágenes de Hitler y Eva Braun en el bunker de Berlín (Getty Images)

Ni Berlín, ni Hitler tienen destino. El sábado 28 se entera de la muerte del dictador italiano Benito Mussolini y de su amante, Clara Petacci, junto a otros jerarcas fascistas italianos, todos fusilados y colgados por los pies en lo alto de a viga de una estación de servicio en construcción, en Milán. Hitler sabe que ese, si no otro peor, será su destino si cae en manos soviéticas. Las tropas soviéticas están a dos kilómetros del Reichstag. Hitler destituye entonces al general Félix Steiner, de las Waffen SS, encargado de la defensa de Berlín y lo reemplaza por su par, Rudolf Holste.

También recibe la noticia de una traición, esta sí, una traición grande e inesperada: Heinrich Himmler, el sinuoso jefe de las SS, el hombre encargado impulsar la eficacia de los campos de concentración nazis, aquel que escribía a su mujer y a sus hijos cartas amorosas en las que deslizaba, como si nada: “Mañana tengo que visitar Auschwitz”; Himmler, el sucesor del Führer nombrado por él mismo, busca un acuerdo con los aliados de rendición negociada.

Si alguien no entiende lo que pasa, es Himmler. Los aliados despiden a sus emisarios con desprecio: será rendición incondicional o nada. Hitler estalla de furia, destituye a Himmler, ordena su detención, hace fusilar al general Hermann Fegelein, enlace de Himmler con el bunker y cuñado de Eva Braun, porque lo acusa de estar al tanto de los planes de su jefe. En realidad, no lo fusilan, le disparan por la espalda una ráfaga de ametralladora cuando sale del bunker al aire libre. Himmler se suicidará en Salzburgo, la tierra de Mozart, cuatro semanas después de la derrota.

Hanna Reitsch, una célebre aviadora, piloto de pruebas con grado de capitán, que también sobrevivió a la guerra y murió en Frankfurt en 1979, recordó en sus memorias aquellas terribles horas del 28 de abril: “El bombardeo de la artillería rusa hacía vibrar al bunker. Sabían muy bien adonde estábamos. Y ellos estaban tan cerca que nosotros temíamos que en cualquier momento entraran y nos capturaran”.

Según Reitsch, esa noche, en una escena digna de una opera de Wagner, Hitler reunió a sus colaboradores más íntimos, los pocos que aún quedaban, y mantuvo una animada charla sobre cómo pensaba cada uno que era la mejor manera de suicidarse cuando los soviéticos llegaran a la Cancillería. Entonces se distribuyeron cápsulas de cianuro para quien eligiera morir envenenado.

El momento en que la bandera soviética flameó sobre el Reichstag de Berlín en mayo de 1945 es considerado como el final de la Segunda Guerra Mundial, aunque hubo combates posteriores

Si el ámbito íntimo de Hitler parecía recoleto, en el interior de la Cancillería reinaba el caos y la sinrazón; corrían las botellas de alcohol, el desenfreno y los suicidios masivos de los jerarcas y oficiales de las SS que se veían en manos de los rusos. En las calles de Berlín, los jovencísimos soldados nazis pugnaban por perder su virginidad antes de que les llegara la muerte. Antony Beevor lo describe así en su monumental “Berlín – La caída – 1945″: “La llegada del enemigo a la periferia hizo que los jóvenes soldados se desesperaran por perder la virginidad”. Beevor narra que en la Grossdeutscher Rundfunk, la red nacional de emisoras regionales, y durante la última semana de abril: “Se extendió una verdadera sensación de desmoronamiento que llevó a los empleados a beber desaforadamente y a fornicar de un modo indiscriminado”.

Ya entrada la noche del sábado 28 y las primeras horas del domingo 29, Hitler redacta su testamento político y personal. Se va a casar con Eva Braun de inmediato y ordena que, en medio de ese cataclismo de sangre, cianuro y pólvora, alguien vaya a buscar a un funcionario del registro civil para que célere la boda. Las cosas hay que hacerlas bien.

Llama a su secretaria, Traudl Junge, y le dicta: “Al final de mi vida, he decidido casarme con la mujer que, después de muchos años de verdadera amistad, ha venido a esta ciudad por voluntad propia, cuando ya estaba casi completamente sitiada, para compartir mi destino. Es su deseo morir conmigo como mi esposa. Esto nos compensará por lo que ambos hemos perdido a causa de mi trabajo al servicio de mi pueblo”.

Los jardines afuera del bunker de Hitler en Berlín en 1947 (ADN-ZB/Archiv)

Hitler lega todo lo que tiene al Estado, salvo su colección de pinturas que destina a que se abra una galería de arte en su ciudad natal, Linz. Parece el testamento de un filántropo y no el del hombre que desató la más sangrienta guerra de la historia. Dona varios objetos personales a la madre de Eva Braun, que sería horas más tarde su suegra, y a los hermanos de su mujer lega los derechos de su único libro, “Mein Kampf – Mi Lucha”. Luego dispone su última voluntad: “Mi esposa y yo elegimos la muerte para evitar el deshonor de la derrota o la capitulación. Es nuestro deseo ser incinerados inmediatamente en el lugar donde he hecho la mayor parte de mi trabajo durante el curso de mis doce años de servicio a mi pueblo”.

En la madrugada, Hitler se casa con Eva Braun. Es una ceremonia celebrada en aquel ambiente donde siempre es de noche, donde no llega la luz del sol y donde sus habitantes han perdido acaso la noción del tiempo. Los testigos de la boda son Goebbels y el jefe del partido nazi y secretario de la Cancillería, Martin Bormann. Hitler se presentó vestido de manera impecable y se reunió en el pasillo del bunker con Bormann, el matrimonio Goebbels, las secretarias Junge y Gerda Christian y la cocinera de confianza, Constance Mancialy. Luego llegó la novia, vestida con un elegante traje negro de seda.

Todos entraron en la sala de mapas del bunker, donde les esperaba el sorprendido funcionario del registro civil, Walter Wagner, que no tenía relación alguna con el músico, pero no deja de simbolizar una sorprendente coincidencia. La pareja juró ser de ascendencia aria y carecer de enfermedades hereditarias, como arcaba la ley racial nazi. Se aceptaron como esposos, firmaron el acta, lo hicieron los testigos y el funcionario Wagner. Eva Braun casi firma con su apellido de soltera. Pero tachó la B y firmó como Eva Hitler.

Robert Conrad/Lumabytes 163

Después de la ceremonia, se unieron al grupo los generales Hans Krebs y Wilhelm Burgdorf, los últimos generales que quedaron en el bunker. Llovieron felicitaciones para la pareja, las mujeres besaron en la mejilla a Eva Hitler que pedía, orgullosa: “Por favor, llámenme señora Hitler”. En medio de aquella alegría artificial, con los cañonazos rusos que atronaban la ciudad, con decenas de berlineses que perdían, o habían perdido, su vida, o sus casas, o sus familias; en medio de aquel disparate tendido como un manto para no ver la dura realidad, una mujer se mantuvo aparte: la secretaria de Hitler, Gerda Christie, que no quiso asociarse al festejo. Meses después le diría a uno de los jueces encargados de preparar el juicio de Núremberg: “¿Cómo podía felicitarlos? En realidad, era el día de su muerte. No podía decirles que les deseaba lo mejor, si sabía que en breve estarían muertos. En verdad, aquella era una boda con la muerte.(…) Teníamos champán y yo me bebí tres copas seguidas. Le juro que, después, aquello ya no me parecía un funeral”.

El lunes 30 de abril, el recién casado despertó tarde y asistió a la habitual reunión de guerra. El general Helmut Weidling le informó que los rusos estaban a quinientos metros de la cancillería y que un batallón se aprestaba a asaltar el Reichstag. Era mediodía y la pareja almorzó en silencio un plato de fideos con salsa de tomate. Eva Hitler pretextó poco apetito para levantarse de la mesa, salir a los jardines de la Cancillería y ver el sol por última vez. Después, la pareja decidió encerrarse en el despacho de Hitler.

Robert Conrad/Lumabytes 163

La última persona en ver vivo a Hitler fue su ayudante, el coronel Günsche. Diría luego que a las tres y cuarto de la tarde Hitler estaba apoyado en la mesa de su despacho, frente al retrato de Federico El Grande. Eva Hitler estaba en el baño, dijo Günsche, porque luego de un instante oyó el ruido de la cisterna. Frente a las puertas clausuradas del despacho, los únicos que montaron guardia fueron Günsche y Linge, que tenían una última tarea que cumplir.

A las tres y media, ambos debatieron si se había oído o no un disparo porque era difícil distinguir el sonido de un balazo entre el fragor de la batalla cercana y las paredes amuralladas. Poco antes de las cuatro de la tarde, ambos oficiales de las SS decidieron entrar. Hitler estaba en su sofá, con la cabeza apoyada en el respaldo. Tenía un rictus en la boca, en la que eran detectables restos del fino vidrio de la cápsula de cianuro. También se veía un agujero en la sien derecha. Se había disparado y todavía surgía sangre de la herida. Su mano izquierda aferraba el retrato de su madre y la derecha pendía hacia el suelo, donde había caído la pistola Walther 7.65.

La señora Hitler, que lo había sido por menos de cuarenta horas, estaba descalza, con las piernas recogidas sobre el sofá, también con pequeños fragmentos de cristal en la boca. Tenía la cabeza apoyada en el hombro de su marido.

domingo, 10 de mayo de 2020

SGM: El desesperado "gobierno de Flensburg" de Karl Dönitz

A 75 años de la rendición nazi: el inesperado intento final del jefe de la Marina alemana por armar un gobierno sin Adolf Hitler

Tras el suicido del dictador, la captura de Berlín por parte del Ejército Rojo y las caídas de Múnich y Hamburgo en manos de las tropas angloestadounidenses. la suerte estaba echada. Pero Karl Dönitz continuó gobernando durante tres semanas más lo que quedaba del Tercer Reich

Por Germán Padinger
Infobae
gpadinger@infobae.com

El almirante Karl Dönitz, el inesperado Führer alemán tras el suicidio de Hitler y la captura de Berlín por parte del Ejército Rojo

Para el 8 de mayo de 1945 el Ejército Rojo ya controlaba a la mitad de Europa, desde los países del Báltico en el norte, pasando por Polonia, Hungría y Rumania en el sur. Después de expulsar a las tropas alemanas de estos territorios, su vanguardia había penetrado en el Tercer Reich, capturado Berlín y Viena, y se había encontrado con los aliados angloestadounidenses en el río Elba.

La fuerza expedicionaria aliada comandada por Dwight Eisenhower, en cambio, ya había expulsado a los nazis de Francia, Holanda y Bélgica, casi toda Italia, y sus unidades de avanzada habían tomado el sur de Alemania, incluyendo Múnich, y gran parte del norte.

Adolf Hitler, el dictador que había arrastrado al mundo al abismo con la invasión de Polonia el 1 de septiembre de 1939, se había suicidado una semana antes, el 30 de abril, acorralado en su búnker en Berlín, poco antes de que los soviéticos capturaran la capital del Reich de los 1000 años.

Durante casi seis años los habitantes de Europa, Asia Menor y el Norte de África vivieron entre toques de queda y la constante presencia de militares en las calles; navegando el racionamiento de alimentos, siempre coqueteando con la hambruna; sufriendo estrictos controles de movimiento y de expresión; y, claro, bajo la amenaza constante de morir bajo un bombardeo aéreo o en medio de un apocalíptico combate entre tanques en las calles de sus mismos pueblos y ciudades.

Desde la invasión de Polonia hasta la rendición incondicional que puso fin al conflicto el 9 de mayo de 1945, Europa se asomó al abismo y casi arrastra a todo mundo a la hecatombe.

En el Pacífico, desde Manchuria, en el norte de China, hasta Australia, el estado de guerra, esta pandemia de plomo que envolvió al mundo duró incluso algunos meses más hasta la rendición total del Imperio de Japón el 2 de septiembre de 1945, acelerada por los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki y las inminentes invasiones estadounidenses y soviéticas de las islas japonesas.


El dictador Adolf Hitler junto a su futura esposa Eva Braun en 1940

Pero aunque el 30 de abril de 1945 Hitler estuviera muerto y Berlín fuera ocupada por el Ejército Rojo el 2 de mayo, a la Segunda Guerra Mundial en Europa aún le quedaría una semana de vida en la que lo que restaba de la Alemania Nazi se reorganizó, designó a un sucesor para el Führer y comenzó las negociaciones formales para la rendición incondicional, en lo que llegaría a verse como una coda casi en tono de comedia a la destrucción de los años anteriores.

El hombre que ocupó el puesto de Hitler no fue un nazi veterano del “Putsch” de Múnich de 1923 ni un fanático arribista. El cargo recayó en cambio en el Almirante Karl Dönitz, mientras que Lutz Graf Schwerin von Krosigk fue el encargado de formar un gobierno, a la manera de un primer ministro.

El ascenso inesperado

Dönitz, nacido en 1891, era una figura conocida para los líderes aliados, ya que durante los últimos años de la guerra fue el comandante en jefe de la Marina de Guerra Alemana, la Kriegsmarine, y un férreo impulsor de la fuerza submarina, el azote del Reino Unido durante el conflicto. Mientras que von Krosigk, un colaborador temprano y cercano del nazismo, aunque de bajo perfil, se había desempeñado como ministro de Finanzas del Reich.

Pero ambos eran completamente desconocidos para el gran público, alejados de las primeras planas y de la puja política. Y ninguno estaba entre los sucesores esperables para el dictador.

¿Cómo llegó Dönitz, un veterano submarinista de la Primera Guerra Mundial y militar de carrera al mando de la Marina, la fuerza más reacia a la expansión de la influencia nazi, a convertirse en el nuevo, aunque fugaz, Führer?



Dönitz observa la llegada del submarino U-94 al puerto francés de St. Nazaire, en 1941 (Bundesarchiv)

Durante la mayor parte de la guerra el sucesor natural y por decreto de Hitler fue Hermann Göring, un nazi de la primera hora que acompañaba al dictador austríaco desde los primeros días del movimiento en Múnich, y que durante el conflicto comandó a la Fuerza Aérea, la Luftwaffe, la más cercana a los ideales políticos del dictador.

Por supuesto, otros jerarcas nazis disputaban su poder y ansiaban también la sucesión. El ministro de propaganda, Joseph Goebbels, cercano a Hitler hasta el final, fue un gran contendiente aunque su falta de experiencia militar y carisma le jugaron en contra. Finalmente, Goebbels se suicidaría el 2 de mayo (junto a su esposa y matando a sus seis hijos en el proceso), siguiendo los pasos líder y dejando en claro que no tenía chances reales.

Heinrich Himmler, el comandante de las temidas Schutzstaffel (SS), organización paramilitar que se convertiría en el brazo armado del nazismo y principal ejecutora del Holocausto, fue el otro gran candidato para la sucesión.

De hecho, Hitler se contentó en numerosas ocasiones con mantener a Göring y Himmler cerca de él, pero al mismo tiempo enfrentados para fomentar su competencia.

Pero esta extrema competencia, y las conductas cada vez más erráticas del Führer sobre el final de la guerra, finalmente dinamitaron sus carreras.

Göring fue el primero en caer. Luego de que Hitler anunciara sus intenciones de permanecer en Berlín, rechazando la evacuación, y pelear hasta la muerte, a pesar de que la caída de la capital ante el avance soviético era inminente, el comandante de la Luftwaffe interpretó que había llegado el momento de la sucesión y le envió un telegrama el 22 de abril de 1945 solicitando permiso para asumir el control de Alemania. En efecto, le había pedido al genocida su renuncia al poder.


El Mariscal del Reich Hermann Göring (centro), comandante de la Luftwaffe, fue el sucesor natural de Hitler durante casi toda la guerra (Bundesarchiv)

Hitler lo tomó como un acto de traición, le quitó a Göring todos sus cargos y ordenó su arresto, que el comandante de la Luftwaffe logró evadir entregándose luego a las tropas estadounidenses.

Himmler se convirtió en el sucesor natural, pero la responsabilidad duró poco. El comandante de las SS decidió entablar contactos secretos con las fuerzas británicas y estadounidenses, en calidad de futuro líder de Alemania. Como otros nazis nublados por la ideología, Himmler ponía las esperanzas para la salvación del régimen en poder convencer a Estados Unidos y al Reino Unido de frenar los combates, unirse al ejército alemán y marchar juntos a enfrentarse al verdadero enemigo común: el comunismo soviético.

Pero esto resultó ser un delirio más de los acostumbrados a Himmler, cultor del neopaganismo. El comando supremo aliado estaba comprometido en su alianza con la URSS y la necesidad de lograr una rendición total de Alemania, aún cuando muchos, con la victoria a la vista, ya se preparaban para la confrontación entre Oeste y Este que sería luego llamada Guerra Fría. Los británicos y estadounidenses rechazaron los intentos del jefe de las SS y la BBC publicó sus comunicados secretos.

Hitler se enfureció y ordenó también su arresto, pero el elusivo nazi se escondería hasta el final de la guerra. Himmler acabaría suicidándose poco después de ser capturado por las tropas británicas.

En palabras de la historiadora suizoalemana Marlis Steinert, experta en la historia del Nacionalsocialismo, “el Führer mismo fue el responsable de demoler su propio sistema dictatorial”. “Lo que quedó se parecía a un régimen autoritario salido de los últimos años de la República de Weimar, excepto que había un sólo partido", explicó la investigadora del Instituto de Altos Estudios Internacionales de Ginebra en su artículo “La decisión aliada de arrestar al gobierno de Dönitz".

Viendo traidores en todos los rincones del reich, y con las bombas soviéticas sacudiendo a diario su búnker berlinés, Hitler decidió buscar a un sucesor lejos del partido nazi y el alto mando de las fuerzas alemanas (Oberkommando der Wehrmacht), a los que acusaba de haberlo abandonado.


Heinrich Himmler, líder de las temidas SS y uno de los principales arquitectos del Holocausto, era otro de los sucesores esperados

Dönitz, el eficaz almirante de carrera, que mostraba distancia con la política pero se mantenía leal al nazismo y al Führer, especialmente tras el intento de asesinato de Hitler el 20 de julio de 1944, se convirtió en la elección más segura a los ojos del dictador.

El 30 de abril, antes de tomar su Walther PPK para dispararse en la cabeza, Hitler lo nombró presidente del Reich y comandante de las Fuerzas Armadas, es decir el nuevo Führer, y le encargó el gabinete de gobierno a Goebbels. En vida el dictador había ocupado ambos cargos, pero por alguna razón insistió en retornar a las formas del sistema parlamentario de la República de Weimar, que en 1933 había desmantelado, y dividió el poder entre un jefe de Estado y un jefe de Gobierno.

Al día siguiente, Dönitz se enteró de la noticia y tomó el cargo, pero el suicidio de Goebbels dejó la jefatura de gobierno vacante, que el almirante ofreció a von Krosigk.

El gobierno de Flensburg

La nueva administración fijó su sede en Flensburg, una ciudad en el extremo norte de Alemania, cerca de las principales bases de la Marina, que aún no había sido capturada por los aliados ni por los soviéticos, y donde Dönitz creyó que su gabinete estaría seguro.

Contrario a lo que podría suponerse, considerando la urgencia de la situación, el gobierno de Flensburg, como se lo llegó a conocer, no se apresuró a solicitar la rendición apenas conformado. Por el contrario, Dönitz se tomó el trabajo de elegir y nombrar a todos sus nuevos ministros, incluyendo carteras tan poco esenciales para el esfuerzo bélico como Agricultura y Servicios Postales.

Con reuniones diarias de gabinete y una escolta armada que le seguía, Dönitz se tomó el cargo muy en serio e intentó convencer a los aliados de que un gobierno alemán tecnocrático (aunque algunos generales lo llamaban “Klein-Hitler”, o pequeño Hitler) era necesario para transitar la posguerra.


El Ministro de Propaganda Joseph Goebbels fue leal a Hitler hasta el final, pero nunca llegaría a convertirse serio en candidato a Jefe de Estado (AP)

También se conformó un nuevo Alto Mando para las Fuerzas Armadas con el de intentar organizar a las fuerzas restantes y coordinar una defensa coherente. Es decir, continuar la guerra.

Dönitz también intentó negociar una paz separada entre las potencias aliadas en Occidente y mantener la guerra contra los soviéticos, quizás dentro de una nueva alianza con Londres y Washington, como había pretendido Himmler. Cuando esto se hizo imposible, adoptó la estrategia de ganar tiempo para permitir que la mayor cantidad de civiles y soldados pudieran ser evacuados de los territorios que quedarían bajo ocupación soviética hasta aquellos que estarían, o ya estaban, bajo control del Reino Unido, Francia y Estados Unidos.

A finales de 1944, los alemanes habían capturado durante la Ofensiva de las Ardenas los planes detallados sobre la partición de su propio país pretendida por los aliados en la posguerra, por lo que lo movimientos hacia el oeste ya estaban en marcha.

La necesidad de la evacuación no se basaba sólo en consideraciones ideológicas, es decir en el rechazo total al comunismo soviético y la identificación con ciertos valores de Europa Occidental. Los líderes nazis sabían que los soviéticos, y en especial rusos, bielorrusos y ucranianos, buscarían venganza por las numerosas atrocidades que las tropas alemanes habían cometido durante su invasión de la URSS en 1941, y que esa venganza sería sufrida principalmente por lo civiles.

Así, Dönitz reforzó la Operación Hannibal, la evacuación de civiles y soldados a través del Mar Báltico que estaba en marcha desde enero, y el 3 de mayo envió una delegación a reunirse con los aliados occidentales en Lüneburg, recién capturada por los británicos. Les ofreció la rendición parcial (excluyendo a la URSS), y ésta fue rechazada.


Tropas alemanas empantanadas en algún punto de Rusia durante la Segunda Guerra Mundial

Ese mismo día, sin embargo, las tropas alemanas que aún resistían en Italia se rindieron por su cuenta, y lo mismo hicieron las unidades en Bavaria el 4 de mayo. La rendiciones fueron aceptadas porque se trataba de unidades militares, no del gobierno.

Envalentonado, el gobierno de Flensburg solicitó una segunda reunión con el Comando Central de la Fuerza Expedicionaria Aliada (SHAEF), que tenía su cuartel general en Reims, Francia.

Dönitz envió al almirante Hans-Georg von Friedeburg, nuevo jefe de la Marina, y al general Alfred Jodl a negociar, nuevamente, una rendición parcial que excluyera a la URSS. A esta altura ya no había esperanzas entre los nazis de obtener estos términos, pero la nueva orden era dilatar los diálogos todo lo posible para permitir que la Operación Hannibal fuera completada.

Pero Eisenhower, el comandante supremo de la SHAEF, no sólo rechazó esta iniciativa, también amenazó con impedir el ingreso adicional de civiles y soldados a la zona controlada por los aliados occidentales, el objetivo de Hannibal, si no se aceptaba la rendición total e incondicional, un compromiso que los líderes del Reino Unido, Estados Unidos y la Unión Soviética habían acordado en la conferencia de Yalta.

Finalmente, la rendición

Dönitz finalmente comprendió que la situación había llegado a su final, y el 7 de mayo ordenó a Jodl la firma del documento de rendición total de Alemania en todos los frentes, como pretendían los aliados y la URSS. Entraría en vigor el 8 de mayo, pero los soviéticos consideraron a la firma nula, por ocurrir sin su presencia y sólo ante el comando de la SHAEF en Reims, y exigieron firmar un documento similar el 8 de mayo en Karlshorst, Berlín. Allí el encargado de rubricar el instrumento fue el general Wilhelm Keitel, del lado alemán, y el mariscal Gyorgy Zhukov, del bando soviético.

Finalmente el 9 de mayo, con ambos documentos firmados, Dönitz dio la orden de rendición a todas las fuerzas alemanas.


El general Alfred Jodl, comandante del Alto Mando de las Fuerzas Armadas de Alemania, firma la rendición incondicional el 7 de mayo de 1945 en Reims, Francia


Un día después el general Wilhelm Keitel firma un documento similar en Berlín

Los días siguientes fueron de enorme caos y de crecientes divisiones entre los aliados victoriosos. El almirante había logrado proyectar una imagen de gobierno sólido, el único capaz de mantener la disciplina de las tropas desmovilizadas y proveer alimentos y carbón a la población civil que empezaba a brotar de las ruinas de las ciudades.

Hasta el mismo primer ministro británico, Winston Churchill, apoyaba esta idea, temeroso de que la hambruna provocara agitación y violencia en el país derrotado, y confiando en la voluntad afirmada por Dönitz de ejecutar a rajatabla todas las disposiciones de las potencias victoriosas para con Alemania.

Pero muchos en su gobierno estaban más preocupados por los efectos políicos de dar apoyo a un gobierno de jerarcas nazis, aunque no fueran los más importantes del régimen, y había una serie de acusaciones por crímenes de guerra que pronto caerían sobre Dönitz.

Para los soviéticos, la popularidad que había logrado el almirante en Occidente era incomprensible y desde el inicio del proceso manifestaron su negativa a aceptar la legitimidad de cualquier gobierno surgido del nazismo. Incluso insistieron en que la firma de la rendición debía hacerse con el Alto Mando Militar alemán, y no con un gobierno designado por Hitler. La rúbrica de Dönitz no podía figurar en los instrumentos, y así fue.

Había otras razones. Poco después de la derrota alemana Moscú organizó la llegada a su zona de ocupación en Alemania de Wilhelm Pieck y Walter Ulbricht, alemanes comunistas que habían pasado la Segunda Guerra Mundial exiliados en la URSS y que tendrían la misión de conformar un nuevo gobierno de inspiración soviética en el país, lo que llegaría a ser la República Democrática.


Dönitz al momento de ser arrestado por las fuerzas británicas, el 23 de mayo de 1945. Su "gobierno de Flensburg" había durado apenas 23 días

Estados Unidos, por su parte, intentó mantener el equilibrio entre las dos posturas y priorizar la salud de la alianza con los soviéticos. Luego de que una comisión de asesores políticos enviados a Flensburg concluyera que el gobierno de Dönitz no ofrecía ninguna ventaja real y aparentaba más de lo que era, Eisenhower acordó con el Mariscal Georgy Zhukov URSS que éste sería disuelto.

Y así, aunque el gobierno de Flensburg continuó operativo, administrando la rendición y los asuntos del país durante 23 días, el 23 de mayo las fuerzas británicas arrestaron a sus miembros.

Dönitz permaneció como prisionero de guerra hasta el inicio de su proceso durante los juicios de Núremberg, cuando los jerarcas nazis fueron finalmente juzgados por sus atrocidades.

El almirante, sin embargo, no fue acusado de participar del Holocausto ni de la matanza indiscriminada de civiles durante el conflicto. Pero sí fue procesado por violaciones al Derecho Internacional Humanitario, es decir crímenes de guerra, por ordenar el desarrollo de acciones submarinas irrestrictas (durante la cual muchos buques de carga desarmados o pertenecientes a países neutrales fueron hundidos sin previo aviso).

También fue acusado de beneficiarse del trabajo esclavo de 12.000 prisioneros de guerra destinados en astilleros alemanes, y de la “Orden Laconia”, por la cual instruía a los buques alemanes a no rescatar a los tripulantes sobrevivientes del hundimiento de una nave enemiga, debido a la amenaza de ser ellos mismo blancos de ataques. Por todo esto Dönitz fue condenado a 10 años de prisión, una de las sentencias más polémicas de Núremberg, y liberado en 1956.

Estimar las muertes producidas por la Segunda Guerra Mundial, un conflicto cuyas consecuencias en todos los órdenes seguimos sintiendo en la actualidad, sigue siendo una cuestión difícil y controversial. Las proyecciones de los años de posguerra se ubican entre 50 y 60 millones de personas, en su mayoría civiles. Aunque en la actualidad se cree que el número podría estar más cerca de los 80 millones, si se contabilizan muertes provocadas por las hambrunas y enfermedades que provocó el conflicto.

Entre estos figuran cerca de seis millones de judíos y cinco millones de miembros de otras minorías asesinados por los nazis en una compleja red de ghettos, campos de concentración y campos de exterminio, parte de la Solución Final que habían planeado los nazis en sus vorágine asesina.


El documento firmado en Reims el 7 de mayo de 1945

A continuación, el instrumento de rendición firmado por la Alemania Nazi el 7 de mayo en Reims y el 8 de mayo en Berlín:

ACTA DE RENDICIÓN MILITAR
1. Nosotros los que firmamos, actuando con autorización del Alto Mando Alemán, por este documento rendimos incondicionalmente todas las fuerzas de tierra, mar y aire al Comandante Supremo de las Fuerzas Expedicionarias Aliadas y simultáneamente al Alto Mando Soviético que en esta fecha están bajo control alemán.
2. El Alto Mando Alemán inmediatamente ordenará el cese operaciones activas a las 23:01 Hora Europea Central del 8 de Mayo a todas las autoridades militares, navales y aéreas y a permanecer en las posiciones ocupadas en ese momento. Ningún avión ni barco deberán ser barrenados, ni cualquier daño hecho a su casco, maquinaria o equipo. [El texto firmado en Berlín incluye todo tipo de armamento]
3. El Alto Mando Alemán inmediatamente transmitirá las órdenes a los comandantes correspondientes, y se asegurará que se cumplan las órdenes posteriores dictadas por el Comandante Supremo, Fuerza Expedicionaria Aliada y por el Alto Mando Soviético.
4. Este instrumento de rendición se hace sin prejuicio de otro, y será reemplazado por cualquier otro instrumento de rendición impuesto por, o a nombre de, las Naciones Unidas y aplicables a Alemania y a las fuerzas armadas alemanas en su conjunto.
5. En el caso de que el Alto Mando Alemán o cualquiera de sus fuerzas bajo su control fallaran en actuar de acuerdo con esta Acta de Rendición, el Comandante Supremo, las Fuerzas Expedicionarias Aliadas y el Alto Mando Soviético tomaran acciones punitivas o cualquier acción que consideren apropiadas.
[El texto firmado en Berlín aclara que las versiones del instrumento en inglés y ruso son oficiales, no así la traducción al alemán]
Firmado en Reims el 7 de Mayo de 1945
Alfred Jodl, en nombre del Alto Mando Alemán
En presencia de:
Walter Bedell Smith, en nombre del Supremo Comandante de las Fuerzas Expedicionarias Aliadas
Ivan Susloparov, en nombre del Alto Mando Soviético,
Testigo:
François Sevez, en nombre del Ejército Francés
Firmado en Berlín el 8 de mayor de 1945
Wilhelm Keitel, Hans-Jürgen Stumpff yHans-Georg von Friedeburg, en nombre del Alto Mando Alemán
En presencia de:
Arthur William Tedder, en nombre del Supremo Comandante de las Fuerzas Expedicionarias Aliadas
Gyorgy Zhukov, en nombre del Alto Mando Soviético
Testigos:
Carl Spaatz, en nombre de la Fuerza Aérea de Estados Unidos
Jean de Lattre de Tassigny, en nombre del Ejército Francés