jueves, 5 de junio de 2025

Conquista del desierto: La victoria sobre los chilenos en Pulmari (1883)

Victoria Argentina contra Chile y sus socios indios: Combates de Pulmarí






En la vastedad de los valles neuquinos, donde el cielo se repliega sobre los pehuenes y la bruma de los lagos entibia el recuerdo, se libraron los combates de Pulmarí. Fue allí, en ese intersticio remoto entre la civilización que avanzaba al paso de los Remington y el mundo antiguo que moría a lanzazos, donde el Ejército Argentino escribió —con sangre propia— una de sus páginas más extrañas y desoladas. No fueron simples escaramuzas de campaña, sino episodios densos, casi metafísicos, en los que la noción misma de la soberanía se confundía con el bosque, la nieve, y las sombras veloces de los jinetes mapuche.

Era el 6 de enero de 1883 cuando la primera llamarada del combate estalló en el valle de Pulmarí. El Capitán Emilio Crouzeilles comandaba una pequeña partida de 10 soldados —hombres curtidos, probablemente veteranos de otras entradas de la Campaña al Desierto, pero lejos de los fastos de Buenos Aires, eran apenas el nervio expuesto de un Estado que tanteaba a ciegas los bordes de su mapa. Avanzaban en persecución de “un grupo de salvajes”, tal como registraría el parte del coronel Villegas, sin imaginar que detrás de cada colina los esperaba la historia: una emboscada feroz, ejecutada por más de un centenar de guerreros de las tribus de Reukekura y Namuncurá.

La lucha fue breve y brutal. En una coreografía despiadada, las lanzas danzaron más veloces que los percutores, y cuando el polvo se asentó, el Capitán yacía con 36 heridas abiertas en su carne y tres balas alojadas en su cuerpo. El Teniente Nicanor Lazcano, que había acudido en su auxilio con cinco soldados más, encontró allí también su fin. No fue una derrota táctica: fue una conmoción. El parte de Villegas, frío y exculpatorio, atribuyó el desastre a la presencia de un oficial chileno entre las filas indígenas. Aquel uniforme confundió a los argentinos, escribió, tal vez porque la idea de una traición interna —de un mapa quebrado desde el otro lado de la cordillera— era más tolerable que la realidad de haber sido superados por jinetes descalzos y libres.

Pero Pulmarí no fue un combate aislado. Fue el primero de una trilogía siniestra. Un mes después, el 16 de febrero, otro destacamento avanzaba desde el este, guiado por una rastrillada hasta las orillas del lago Aluminé. Esta vez el Ejército no se enfrentaba solo a los weichafe mapuche, sino que entre las lomas surgieron figuras aún más inquietantes: una compañía de infantería chilena, camuflada tras la bandera de parlamento. El parte del oficial argentino describe con nitidez la incertidumbre del momento: mientras los indígenas amenazaban la retaguardia, un emisario chileno avanzaba hacia el flanco izquierdo, izando un trapo blanco. Detrás de él, sin embargo, marchaban en formación los soldados del sur de la cordillera.

El oficial argentino, acaso recordando la matanza de enero, no vaciló. Fue él mismo quien dio la orden de abrir fuego. Se trabó entonces un combate a bayoneta calada en plena cordillera, tan feroz como desprolijo, una danza de acero entre médanos secos y laderas abruptas. Los atacantes, entre ellos los mapuche y los infantes trasandinos, cayeron a apenas cuarenta pasos de la posición argentina. Siete muertos quedaron sobre el terreno, recogidos por los indígenas al retirarse. Pero los soldados argentinos también se retiraron, y a pie. Otra vez el valle había rechazado a sus conquistadores.

No era solo el terreno el que operaba contra el avance argentino: era la memoria, era el espíritu irreductible de quienes aún vivían en su tierra como si el siglo XIX no hubiera traído consigo la noción de frontera. Reukekura, hermano del legendario Calfucurá, había resistido hasta el último aliento de la cordura geográfica, escapando entre lagos y pehuenes junto a los últimos lanceros. Y aunque sus fuerzas se fueron diezmando, la fuerza moral de su resistencia impregnó de solemnidad el espacio. Cuando en abril de 1883 se presentó finalmente ante un regimiento argentino, llevaba consigo apenas ochenta y nueve hombres de lanza y ciento ochenta y un almas más, mujeres y niños. ¿Dónde habían quedado aquellos tres mil jinetes que, en 1860, habían hecho retroceder a las tropas de Murga?

Quizás ya eran sombras entre los peñascos, o quizá, como sugería un cronista, el hambre y la nieve los habían vencido antes que las balas. El Ejército los llamaba “recién llegados”, pero eran los mapuche quienes conocían los pasajes secretos, las veranadas, los nombres del viento. Los soldados argentinos, aunque valientes, eran visitantes de un mundo ajeno, y esa extranjería se paga con sangre.

El tercer combate, de una índole más política que militar, habría de ocurrir mucho después, en los años finales del siglo XX. Pero en los dos primeros, la gesta de Pulmarí no fue la de una campaña gloriosa, sino la de una obstinación. Los informes oficiales, desde Villegas hasta Walther, insistieron en ennoblecer la caída de los oficiales argentinos, llamándolos mártires de la civilización. Y en parte, lo eran. Capitán Crouzeilles, Teniente Lazcano, Teniente Nogueira: sus nombres se fundieron en la nieve, sí, pero también en la ambivalencia de una guerra que enfrentó a un ejército moderno con un pueblo que aún hablaba en términos de espíritu y territorio.

Hay una escena que resume todo lo que fue Pulmarí. La escribió un testigo sin nombre: el alambrado prolijamente volteado por las comunidades mapuche en los años noventa. Postes enteros, acostados sobre la ladera como huesos de un animal viejo. Nadie cerca, pero la operación era evidente, masiva, ordenada. En esa imagen —serena, tensa— reverbera la misma voluntad que llevó a los weichafe a emboscar a los soldados en 1883. Una voluntad de permanencia. Una negativa a desaparecer.

Y acaso sea eso lo que el Ejército enfrentó en Pulmarí: no solo a una resistencia indígena armada, sino a una ontología. A una forma de estar en el mundo que no se rendía ni ante el Remington ni ante el parte oficial. Las tropas argentinas pelearon con valor —nadie lo niega— y muchos dejaron su vida entre la nieve, a la sombra del pehuén. Pero el combate de Pulmarí fue, sobre todo, un espejo. Uno donde la república en expansión se vio enfrentada a la mirada altiva de quienes ya estaban allí, desde antes del tiempo y antes del Estado.

Pulmarí fue, es, y seguirá siendo, un territorio en disputa. No por sus hectáreas ni por su valor estratégico, sino por el relato. Porque mientras unos inscriben allí el sacrificio de la patria, otros leen el eco de su despojo. Y entre esos dos silencios —el de los muertos y el de los olvidados— se libra todavía, sin balas pero con memoria, la verdadera batalla.



Fuentes

Arcón de la historia
Hechos históricos

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