sábado, 29 de febrero de 2020

URSS: Trotski crea el control y organización política del Ejército Rojo

La fórmula de Trotski para construir el Ejército que implantó la Revolución y derrotó a Hitler

Tras negociar una paz deshonrosa con Alemania, el líder del Comité Militar Revolucionario configuró una disciplinada estructura militar basada en el control de una amplia red de comisarios políticos
La Vanguardia


Trotski arengando a las tropas frente al Teatro Bolshói de Moscú, junto a Lenin y Lev Kámenev, en mayo de 1920 (Archivo)

Un Ejército en descomposición tras el derrocamiento del zar y el hundimiento del frente de Polonia ante la ofensiva alemana . Eso es lo que se encontró Lev Trotski cuando, con la confianza de Lenin, asumió el cargo de máximo representante de la política exterior del recién instaurado gobierno de los sóviets. La absoluta desorganización de las tropas movilizadas durante la Gran Guerra, la hambruna, un alarmante vacío de poder y una guerra civil en ciernes de duración y consecuencias inciertas aconsejaban a actuar con urgencia y un alto grado de pragmatismo, y pese a ser un recién llegado a las tesis bolcheviques Trotski consiguió imponer su tesis de rendirse y ceder ante Alemania aprovechando su necesidad de reforzar su frente occidental.

Él mismo negoció la retirada de Rusia de la Primera Guerra Mundial y firmó el 3 de marzo de 1918 la Paz de Brest-Litovsk, en la que Rusia renunciaba ni más ni menos que a Finlandia, Polonia, Estonia, Livonia, Curlandia, Lituania, Ucrania y Besarabia a favor del Imperio Alemán, Bulgaria y el Imperio Austrohúngaro. Asimismo, el Imperio Otomano se hacía con las regiones de Ardahan, Kars y Batumi. Una gran pérdida territorial que no dejaba de ser un mal menor al liberar a los sóviets de extensos territorios en los que habían conseguido consolidar la Revolución.

El comisario del Pueblo para la Defensa se encontró con un Ejército con una única división regular y lo dejó con más de cinco millones de efectivos

Ese mismo día, Trotski anunciaba su renuncia a sus responsabilidades de Exteriores para asumir apenas diez días después su nuevo cargo como comisario del Pueblo para la Defensa​ y presidente de la Junta Suprema de Defensa. Pese a no contar con ninguna experiencia militar supo sacar partido del prestigio que había conseguido durante la Revolución de Octubre de 1917 como líder del Comité Militar Revolucionario y se rodeó de una red de fieles comisarios bolcheviques que confirieron al nuevo Ejército Rojo una estructura organizativa con un marcado y disciplinado carácter político.


La labor no se preveía fácil. Trotski se encontró un Ejército con una única división regular, la de los fusileros letones, muchos de los cuales ni siquiera hablaban ruso y llevaban meses movilizados lejos de su hogar, entre un conflicto internacional y otro nacional que había mermado tanto sus fuerzas como su moral. A ellos se sumaban un puñado de oficiales del Ejécito Imperial fieles al nuevo régimen y varios miles de guardias rojos sin apenas formación ni disciplina militar.

Ante la necesidad de empezar de la nada, Trotski se dirigió el 17 de junio de 1918 a los comisarios militares con el discurso que se reproduce más adelante para instruirlos sobre la organización del nuevo Ejército que debían ayudar a formar para defender la Revolución, empezando por derrotar al Ejército Blanco comandado por los mencheviques. Un oponente que si bien también basaba su fuerza en tropas irregulares contó en todo momento con el apoyo militar del Imperio Británico, Francia, Estados Unidos y el Imperio Japonés.


La estructura planeada por Trotski -incluidas las coacciones y represalias de los comisarios- resultó un éxito y él mismo supervisó sus avances viajando a todos los frentes durante casi tres años en un tren blindado. Acabada la Guerra Civil Rusa con la victoria del Ejército Rojo, la consolidación del poder de los sóviets se basó en esa misma estructura de comisarios militares. La repentina muerte de Lenin y el enfrentamiento de Trotski con quien acabaría siendo su sucesor, Iósif Stalin, acabarían con su exilio forzado y su asesinato en México en 1940.

La derrota alemana en la Primera Guerra Mundial anuló el tratado de paz y en ese mismo 1940 la Unión Soviética no sólo había recuperado sus posesiones perdidas, sino que había ampliado sus dominios. Sólo Finlandia, que se mantuvo independiente, y Turquía, heredera del Imperio Otomano, conservaron los territorios negociados en Brest-Litovsk. El Ejército Rojo, por su parte, contaba antes de la proclamación del III Reich con más de cinco millones de efectivos que le permitieron afrontar con garantías una nueva guerra con Alemania que tuvo un signo muy distinto a la anterior.


El discurso

Camaradas, asistimos a un congreso de excepcional importancia. Los partidos representados en esta reunión tienen a sus espaldas un gran pasado revolucionario. Sin embargo, es en este momento cuando aprendemos y debemos aprender cómo construir nuestro propio ejército socialista revolucionario, que será justamente lo opuesto de aquellos regimientos ahora desmovilizados que se mantenían unidos por la voluntad de los amos y la disciplina obligatoria. Ante nosotros tenemos la tarea de crear un ejército organizado sobre el principio de la confianza entre camaradas y la disciplina del trabajo y el orden revolucionarios. Se trata de una tarea de una envergadura, una complejidad y una dificultad extraordinarias. La prensa burguesa habla mucho de que por fin hemos comprendido que para defender el país hace falta una fuerza armada. Eso es absurdo, claro está. Incluso antes de la Revolución de Octubre sabíamos que, mientras dure la lucha de clases entre los explotadores y el pueblo trabajador, todo Estado revolucionario debe ser lo bastante fuerte como para repeler con éxito el ataque imperialista. La Revolución Rusa no podía, como es lógico, conservar el antiguo ejército zarista, en cuyo seno existía una pesada disciplina de clase que había establecido unos fuertes vínculos de obligación entre el soldado y el comandante.

Todo Estado revolucionario debe ser lo bastante fuerte como para repeler con éxito el ataque imperialista

”Nos enfrentábamos a la compleja tarea de poner fin a la opresión de clase en el seno del ejército, destruyendo a conciencia las cadenas de clase y la antigua disciplina de la obligación, y de crear una nueva fuerza armada del Estado revolucionario, bajo la forma de un ejército obrero y campesino, que actuará en interés del proletariado y de los campesinos pobres. Sabemos que, tras la revolución, los restos del antiguo ejército no estaban en condiciones de oponer una resistencia activa al avance de las fuerzas contrarrevolucionarias. Sabemos que se organizaron improvisadamente unidades compuestas por la mejor parte de los trabajadores y campesinos, y recordamos a la perfección cómo esas heroicas unidades consiguieron aplastar el movimiento traidoramente organizado por todo tipo de militantes de las Centurias Negras. Sabemos cómo estos regimientos de guerrilleros voluntarios lucharon victoriosamente en el interior del país contra quienes querían erigirse en verdugos de la revolución. Sin embargo, cuando fue preciso pelear contra las fuerzas contrarrevolucionarias del exterior, nuestras tropas resultaron poco eficaces debido a su preparación técnica inadecuada.

”Comprobamos que se nos plantea a todos como cuestión de vida o muerte para la Revolución el problema de la creación inmediata de un ejército de fuerza equivalente, capaz de responder plenamente al espíritu revolucionario y al programa de los trabajadores y campesinos. Al tratar de llevar a cabo esta compleja tarea nos encontramos con grandes dificultades. En primer término, las dificultades en el campo del transporte y el traslado de suministros, dificultades surgidas de la guerra civil. La guerra civil es nuestro deber principal cuando lo que está en juego es la supresión de las hordas contrarrevolucionarias, pero el mismo hecho de que exista agrava las dificultades que se nos plantean en la urgente formación de un ejército revolucionario. Por otra parte, la tarea de organizar este ejército se ve entorpecida por un obstáculo de carácter puramente psicológico: todo el periodo de guerra precedente perjudicó de manera considerable la disciplina de trabajo, y entre la población ha surgido un elemento indeseable de trabajadores y campesinos desclasados.

El anarquismo primario, la actuación de los traficantes, el libertinaje son fenómenos que debemos combatir con todas nuestras fuerzas”

”No pretendo, en modo alguno, que esto se interprete como un reproche a los trabajadores revolucionarios ni al laborioso campesinado. Todos sabemos que la Revolución ha sido coronada por un heroísmo sin precedentes en la historia, del que las masas trabajadoras de Rusia han dado prueba, pero no puede ocultarse que en muchos casos el movimiento revolucionario debilitó durante un tiempo la capacidad de esas masas de realizar un trabajo sistemático y planificado. El anarquismo primario, la actuación de los traficantes, el libertinaje son fenómenos que debemos combatir con todas nuestras fuerzas y a los que deben oponerse lo mejor de los trabajadores y campesinos conscientes. Y una de las tareas fundamentales que compete a los comisarios políticos es la de hacer comprender a las masas trabajadoras, mediante la propaganda ideológica, la necesidad de un orden y una disciplina revolucionarios, que todos y cada uno deben llegar a dominar.
”Hemos destruido el antiguo aparato administrativo del ejército y es preciso crear un nuevo órgano. Los bienes militares de nuestro Estado están dispersos de manera caótica por todo el país y no se hallan debidamente inventariados: no sabemos con exactitud ni el número de cartuchos, de fusiles, de artillería ligera y pesada, de aeroplanos, de vehículos blindados. No hay orden alguno. En el ámbito de la organización de una administración militar debemos tener en cuenta nuestro decreto del 8 de abril. La Rusia europea ha sido dividida en siete regiones, y Siberia, en tres. Toda la red de comisariatos militares locales organizada a lo largo y a lo ancho del país está estrechamente ligada a las organizaciones soviéticas. Al poner en práctica este sistema conseguimos el centro alrededor del cual organizar la planificación del Ejército Rojo.

Hemos destruido el antiguo aparato administrativo del ejército y es preciso crear un nuevo órgano con un orden y una disciplina revolucionarios”

”Todos sabemos que, hasta ahora, ha reinado el caos en las distintas localidades y que esto, a su vez, ha provocado un tremendo desorden en el centro. Sabemos que muchos de los comisarios militares suelen manifestar su insatisfacción con la autoridad central y, en especial, con el Comisariato del Pueblo para la Guerra. Ha habido casos en que las sumas de dinero reclamadas para el mantenimiento del ejército no se enviaron a tiempo. Hemos recibido muchos telegramas urgentes en los que se nos reclamaba dinero, pero sin que se adjuntaran presupuestos de gastos. En ocasiones, ello nos ha puesto en una situación sumamente difícil; únicamente hemos podido ofrecer adelantos.

”El desorden ha aumentado, puesto que, con harta frecuencia, en las localidades no existía ningún órgano administrativo eficaz. Tomamos medidas urgentes para crear en dichas localidades los núcleos de los comisariatos, integrados por dos representantes de los soviets locales y un especialista militar. Esta junta local será la organización que podrá, en cualquier localidad dada, asegurar plenamente la formación planificada y el mantenimiento del ejército. Todo el mundo sabe que el Gobierno soviético considera como algo provisional el ejército que estamos construyendo sobre los principios del voluntariado.

”Como he dicho, nuestro programa siempre tuvo un lema: defender con todas nuestras fuerzas nuestro país de obreros revolucionarios, crisol del socialismo. El reclutamiento voluntario no es más que un compromiso provisional al que nos hemos visto obligados a recurrir en un momento crítico de derrumbe completo del antiguo ejército y de recrudecimiento de la guerra civil. Hemos hecho un llamamiento para la incorporación de voluntarios al Ejército Rojo con la esperanza de que respondieran las mejores fuerzas de las masas trabajadoras. ¿Se han visto cumplidas nuestras esperanzas? Es preciso decirlo: sólo se han cumplido en una tercera parte. Es innegable que en el Ejército Rojo hay muchos combatientes heroicos y abnegados, pero también hay muchos elementos indeseables, vándalos, interesados en medrar, desechos humanos.

La Revolución no ha producido, en el seno de las masas trabajadoras, combatientes con conocimientos del arte militar. Es éste el punto débil de todas las revoluciones”

”Sin duda, si diéramos instrucción militar a toda la clase obrera sin excepción, este elemento, comparativamente pequeño, no constituiría un serio peligro para nuestro ejército; pero en este momento, cuando nuestras tropas son tan exiguas, este elemento constituye una espina inevitable y molesta en la carne de nuestros regimientos revolucionarios. Nuestros comisarios militares tienen la responsabilidad de trabajar infatigablemente para elevar al grado de conciencia del ejército y erradicar sin ningún miramiento al elemento indeseable enquistado en él. Con el fin de iniciar el reclutamiento para defender la República Soviética no sólo es necesario tener en cuenta las armas, los fusiles, sino también los hombres.

”En la tarea de crear el ejército, debemos reclutar a las jóvenes generaciones, a la juventud que todavía no ha estado en la guerra, y que siempre se distingue por el fervor de su espíritu revolucionario y su muestra de entusiasmo. Debemos descubrir con cuántos hombres aptos para el servicio militar contamos, ordenar a fondo el registro de nuestras fuerzas y crear un sistema contable soviético distintivo. Esta tarea compleja compete ahora a los comisariatos militares en los volosts , los uiezds y las provincias y a las regiones que las unen. Pero allí surge el problema del aparato de mando. La experiencia ha demostrado que la falta de fuerzas técnicas tiene un efecto nefasto sobre la buena formación de ejércitos revolucionarios, porque la Revolución no ha producido, en el seno de las masas trabajadoras, combatientes con conocimientos del arte militar. Es éste el punto débil de todas las revoluciones, nos lo demuestra la historia de todas las insurrecciones anteriores. Si entre los trabajadores hubiese habido un número suficiente de camaradas especialistas militares, el problema se habría resuelto muy fácilmente, pero contamos con muy pocos hombres con formación militar.

Si el comisario constata que el dirigente militar constituye un peligro para la revolución, tiene derecho a ocuparse sin miramientos del contrarrevolucionario, incluso de hacerlo fusilar”

”Las obligaciones de los miembros del aparato de mando pueden clasificarse en dos tipos: la puramente técnica y la político-moral. Si estas dos cualidades coinciden en un solo hombre, estaremos ante el tipo ideal de jefe o comandante de nuestro ejército. Por desgracia, un hombre así resulta muy difícil de encontrar. Estoy seguro de que ninguno de vosotros dirá que nuestro ejército puede prescindir de comandantes especialistas. Ello no disminuye en modo alguno el papel del comisario.El comisario es el representante directo del poder soviético en el ejército, el defensor de los intereses de la clase trabajadora. Si no interviene en las operaciones militares, es únicamente porque se encuentra por encima del dirigente militar, vigila lo que hace, controla cada uno de sus pasos.
”El comisario es un trabajador político, un revolucionario. El dirigente militar responde con su propia cabeza por cuanto realiza, por el resultado de sus operaciones militares y demás. Si el comisario constata que el dirigente militar constituye un peligro para la revolución, tiene derecho a ocuparse sin miramientos del contrarrevolucionario, incluso de hacerlo fusilar.
”Existe otra tarea más que compete a nuestro ejército. Se trata de la lucha contra los traficantes y los ricos especuladores que ocultan el trigo a los pobres campesinos. Es preciso que enviemos nuestras unidades mejor organizadas a las regiones ricas en trigo, donde deben adoptarse medidas enérgicas para combatir a los kulaks mediante la agitación e incluso con la aplicación de medidas contundentes. Si se hunden en la desesperación, dejad que se aparten, mientras nosotros continuamos con nuestra tarea titánica. No debemos olvidar que durante muchos siglos el pueblo trabajador ha sido cruelmente explotado, y que para acabar por fin con el yugo de la esclavitud se necesitarán muchos años en los que aprendamos de la experiencia y de los errores que a menudo cometemos, pero que, conforme avancemos, serán cada vez más raros.
”En este congreso aprenderemos los unos de los otros, y estoy seguro de que al regresar a vuestras regiones continuaréis con vuestra labor creadora en interés de la revolución de los trabajadores. Y concluyo mi discurso proclamando: ¡Viva la República Soviética! ¡Viva el Ejército Rojo de obreros y campesinos!”

jueves, 27 de febrero de 2020

Guerras civiles húngaras (1526–1547)

Guerras civiles húngaras (1526–1547)

W&W



Batería de cañón otomano en el asedio de Esztergom 1543

Guerras entre los reclamantes rivales del trono húngaro, que termina en la división del país entre los imperios de los Habsburgo y los otomanos y el Principado dependiente de Transilvania. La muerte de Luis II en la batalla de Mohács (1526) dejó vacante el trono húngaro. La mayoría de los nobles eligieron al rey de Transilvania Vajda János Zápolyai en octubre de 1526; un número menor, junto con el canciller, apoyó al archiduque austríaco Ferdinand Habsburg, hermano del emperador Carlos V. Reforzado por mercenarios alemanes después de la conquista de Roma por Carlos (1527), Fernando expulsó rápidamente a Zápolyai del país.

En lugar de abdicar, Zápolyai pidió ayuda al Sultán Süleyman I. Süleyman reconoció a Zápolyai como el rey legítimo y dirigió un ejército a Hungría para restablecer su posición. El ejército otomano expulsó fácilmente a las fuerzas de Fernando del centro de Hungría, pero no logró capturar Viena (1529). La resistencia decidida de la ciudad de Köszeg (Gün) detuvo una segunda campaña de Süleyman contra la capital de Fernando en 1532.

En los años siguientes, mientras los ejércitos de los dos reyes competían por el control del país, los otomanos expandieron su base en Hungría al ocupar Eslavonia y colocar una guarnición cerca de Buda. Como se hizo evidente que los otomanos solían beneficiarse de la división continua del reino, Fernando y Zápolyai trabajaron para negociar un acuerdo. Por el Tratado de Várad (1538), Fernando reconoció el reclamo de Zápolyai y se comprometió a apoyarlo con las fuerzas imperiales; a cambio, Zápolyai nombró a Fernando su heredero al trono. Sin embargo, a la muerte de Zápolyai en 1540, su tesorero György Martinuzzi, obispo de Várad, se negó a cumplir el acuerdo y el hijo menor de Zápolyai eligió al Rey János II. Las fuerzas de Fernando eran demasiado pequeñas para ocupar el reino y fracasaron en dos intentos de capturar a Buda.

En agosto de 1541, Süleyman marchó a la capital, se declaró guardián de János y ocupó el castillo. Hizo de Buda el centro administrativo de un nuevo pashalik otomano y le dio a Transilvania y las tierras al este del río Tisza a János para que lo mantuviera como un principado dependiente.

Después de un intento fallido de Fernando de recuperar a Buda en 1542, Süleyman llevó a cabo otra campaña en Hungría, conquistando Siklós, Székesfehérvár, Esztergom y Szeged (1543). Incapaz de romper el control de Süleyman sobre el país, Ferdinand y Charles V, en el Tratado de Edirne (1547), finalmente extendió el reconocimiento de facto de la conquista otomana de Hungría al acordar pagarle a Süleyman un regalo anual de 30,000 florines de oro por la posesión de las partes norte y oeste de Hungría que aún están bajo el control de los Habsburgo.


Referencias y lectura adicional:

  • Perjes, Géza. The Fall of the Medieval Kingdom of Hungary:Mohács 1526-Buda 1541. Ed.Mario Fenyö. Boulder, CO: East European Monographs, 1989. 

miércoles, 26 de febrero de 2020

Revolución Americana: La batalla de Oriskany (2/2)

La batalla de Oriskany 

Parte II
W&W




El sitio de la emboscada fue una excelente elección, y el despliegue de los tories e indios se adaptó igualmente bien al terreno. El lugar seleccionado estaba a unas seis millas al este de Fort Stanwix, donde el camino militar en el que marchaba la columna de Herkimer cruzó un profundo barranco de unos 700 pies de ancho y 50 pies de profundidad. Las lluvias de verano habían hecho que el barranco fuera transitable solo en la calzada del tronco. El bosque de hayas, abedules, arces y cicuta proporcionaba una sombra oscura para la espesa maleza que se encontraba a pocos metros del camino. Para completar la imagen, según Hoffman Nickerson, "cuando la mitad de la columna que avanza estaba abajo en el barranco [sería imposible] que la furgoneta o la parte trasera vieran lo que estaba pasando" (The Turning Point of the Revolución).



El despliegue de la fuerza de emboscada fue tan práctico como clásico. Su forma podría verse como la manga de una vaina de bayoneta invertida. La parte superior, el extremo cerrado, estaba a horcajadas sobre el camino en el lado oeste del barranco; allí las tropas conservadoras proporcionaron la fuerza de bloqueo cuyos fuegos de apertura aplastarían la cabeza de la columna de Herkimer y, por lo tanto, detendrían todo. Los indios estaban dispuestos a lo largo de los costados de la manga para atacar los flancos de la columna y, de igual importancia, para cerrarse alrededor del extremo de la retaguardia y así completar un cerco para que el fuego de todas las fuerzas de emboscada convergiera sobre sus atrapados. enemigo. Para abrir la acción, el extremo inferior de la manga se dejó abierto para permitir que la columna que avanza entrara y continuara hasta que su cabeza se detuviera abruptamente con la primera descarga.

Herkimer, Cox y toda la columna marcharon sin vacilar hacia la trampa. (Lo que puede haber sucedido con los elementos de seguridad que supuestamente protegen la columna sigue siendo un factor desconocido). Los tories e indios que yacían ocultos en la maleza escucharon a los milicianos del regimiento de Cox mientras tropezaban con la calzada y se elevaban por la ladera occidental del barranco. El calor de agosto crecía en intensidad bajo las ramas entrelazadas y las gruesas hojas de los árboles. Muchos de los granjeros soldados se cayeron de la columna para tomar una bebida apresurada del arroyo poco profundo mientras sumergían el agua fría en sus sombreros para salpicar sus rostros sonrojados.

Mientras las primeras carretas se acercaban a la calzada, Ebenezer Cox había cruzado el pequeño espolón que formaba el lado oeste del barranco y se dirigía hacia la depresión más profunda que había más allá. Cuando su caballo comenzó a subir la cuesta, escuchó los agudos sonidos de un silbato plateado que sonaba tres veces. Fueron los últimos sonidos que Cox escuchó. La descarga de los mosquetes Tory se estrelló contra la maleza, desgarrando la vanguardia de la milicia con efecto temeroso y arrojando a Cox de la silla, muerto antes de que cayera al suelo.

Unos metros detrás de Cox, Herkimer escuchó un rugido aún mayor de disparos a su espalda. ¿Podría ser que toda su columna ya fuera víctima de esta emboscada? Había dado media vuelta y comenzó a caminar hacia atrás cuando una bala derribó su caballo. Al mismo tiempo, Herkimer recibió una bala en la pierna y destrozó el hueso debajo de la rodilla. Los indios en el lado este de la emboscada se separaron, incapaces de resistir la esperanza de que se llevaran cueros cabelludos y que se sacrificaran bueyes. Avanzaron, gritando sus gritos de guerra, blandiendo hachas de guerra, lanzas y cuchillos de cuero caído sobre el vagón y la retaguardia. Su precipitada carrera se convirtió en un torrente de cuerpos pintados de guerra que se vertieron alrededor de los carros de bueyes y se dirigieron a la retaguardia aterrorizada. El mejor de los testigos oculares Tory, el coronel John Butler, vio no solo el ataque prematuro sino también sus resultados:

La calzada ya estaba irremediablemente ahogada con sus carros difíciles de manejar, cuando el entusiasmo de algunos indios borrachos precipitó el ataque y salvó a la retaguardia del destino que se apoderó del resto de la columna. La primera descarga deliberada que estalló sobre ellos desde una distancia de muy pocos metros fue terriblemente destructiva. Eufóricos ante la vista, y enloquecidos por el olor a sangre y pólvora, muchos de los indios se apresuraron a salir de sus coberteras para completar la victoria con lanza y hacha. La retaguardia se escapó rápidamente en un pánico salvaje.

A pesar de lo que escribió Butler, la retaguardia no se salvó. Excepto por algunas unidades como la del Capitán Gardenier, el regimiento del Coronel Visscher despegó a toda velocidad, perseguido por indios que gritaban. El vuelo se convirtió en una masacre. Más tarde, se encontraron esqueletos desde la boca de Oriskany Creek, a más de dos millas del campo de batalla.


Una mirada al barranco después de que el humo de las descargas iniciales se había asentado debe haber sido como un vistazo al infierno. Hombres no heridos habían caído al suelo como golpeados por las mismas ráfagas de fuego que habían matado o herido a los hombres a su alrededor. Sin embargo, después del primer choque, los milicianos se arrodillaron o arrojaron mosquetes sobre los cuerpos de los muertos para devolver el fuego. Al principio, solo podían disparar a los destellos de la maleza o incluso a los gritos de sus enemigos cuando se movían detrás de la cubierta. Pronto se formó una línea irregular, que se extendía desde la cabeza del vagón destrozado, a lo largo del camino cuesta arriba desde la calzada, y terminaba donde los hombres sobrevivientes de Cox abrazaban la tierra para formar una punta de lanza inadvertida frente a los Tories en el extremo oeste de la emboscada. .
No era un movimiento organizado; Fue solo la acción instintiva lo que hizo que estos estadounidenses fronterizos buscaran refugio y camaradería mientras intentaban defenderse. Se reunieron a lo largo del camino, y la línea eventualmente se convirtió en una serie de pequeños círculos de hombres que se refugiaron detrás de los árboles. Los pequeños círculos apretados se movieron gradualmente cuesta arriba hasta formar un semicírculo irregular en el terreno más alto entre los dos barrancos. Contraatacar era la única forma de sobrevivir. Retirarse al infierno del barranco significaría una muerte segura por mosquete o hacha de guerra.

La emboscada se estaba convirtiendo en una batalla campal. La presión sobre el cuerpo principal se alivió con la partida de la masa de indios, que tenían la intención de perseguir a la retaguardia. Los hombres de Herkimer pudieron retroceder luchando. Hay que admirar la dureza de la milicia fronteriza aparentemente indisciplinada para unirse por su cuenta hasta que sus oficiales puedan sacar el orden del caos.

Desde el principio, el liderazgo llegó desde la cima. Cuando Herkimer fue retirado de su caballo muerto, lo llevaron a terreno elevado. Allí ordenó que levantaran su silla y la pusieran contra un gran árbol de haya en algún lugar cerca del centro de su comando rodeado. Sentado en su silla de montar, con la pierna herida extendida frente a él, mantuvo el control. Para dar un ejemplo, sacó fríamente su pipa, la encendió y continuó resoplando mientras daba sus órdenes. Una de esas órdenes, que debía probar ser un factor decisivo, se refería a las tácticas individuales. Herkimer observó que un indio esperaría hasta que un estadounidense hubiera disparado, luego se lanzaría a matar con el hacha de guerra antes de que su víctima pudiera recargar su mosquete. Ordenó que los hombres se emparejaran detrás de los árboles para que uno estuviera listo para disparar mientras su compañero estaba recargando. La táctica simple valió la pena demostrablemente; los guiones de los indios disminuyeron notablemente.

Sin embargo, la disminución del fuego de los indios hizo poco al principio para reducir la ferocidad de la lucha cuerpo a cuerpo que se produjo cuando los enemigos se cerraron en combate personal. Las bayonetas y los mosquetes de discoteca cobraron su precio una y otra vez cuando los antiguos vecinos, Tories y Patriots, se encontraron cara a cara. En aproximadamente una hora, sin embargo, este combate mortal se detuvo abruptamente. A las 11:00 a.m. los truenos negros habían llegado a lo alto, y pronto retumbaron truenos y relámpagos que se extendieron por el bosque, seguidos de una lluvia torrencial. La lluvia impedía mantener el cebado lo suficientemente seco como para disparar, y las armas se callaron tan repentinamente como había comenzado el disparo.

La lluvia siguió golpeando durante otra hora. Herkimer y sus oficiales aprovecharon la tormenta de verano para estrechar su perímetro. Entonces apareció una extraña distracción. Una columna sólida de hombres con uniformes de colores extraños, a cierta distancia parecían llevar chaquetas de color gris y una extraña variedad de sombreros, avanzó por la carretera desde la dirección de Fort Stanwix, alineados como tropas regulares. Los hombres de Herkimer levantaron un grito harapiento: ¡deben ser un batallón de continentales haciendo una salida del fuerte!

A medida que la columna se acercaba, el Capitán Jacob Gardenier (cuya compañía del regimiento de la retaguardia de Visscher se había quedado para pelear con el cuerpo principal) miró por segunda vez y les gritó a sus hombres: "¡Son Tories, abren fuego!". los hombres lo escucharon, pero ninguno obedeció. Un miliciano incluso corrió hacia delante para saludar a un "amigo" en la primera fila e inmediatamente fue arrastrado a la formación y hecho prisionero. Gardenier saltó hacia adelante, con el espontón en la mano, para liderar una carga contra este nuevo enemigo. Y enemigos que eran en realidad: un destacamento de los Verdes Reales bajo el mando del mayor Stephen Watts, el joven cuñado de Sir John Johnson. Los conservadores habían puesto sus chaquetas verdes al revés en un truco casi exitoso para engañar a los milicianos para que mantuvieran el fuego.

Gardenier se zambulló en la formación Tory, empujando sobre él con su spontoon hasta que liberó al prisionero. Tres de sus enemigos más cercanos se recuperaron lo suficiente como para atacar a Gardenier con sus bayonetas, sujetándolo al suelo con una bayoneta en la pantorrilla de cada pierna. El tercer Tory empujó su bayoneta contra su pecho, pero el robusto Gardenier, un herrero, lo paró con su mano desnuda, tiró a su atacante sobre él y lo sostuvo como un escudo. Uno de los hombres de Gardenier intervino para ayudar a su capitán y logró despejar suficiente espacio para que él recuperara sus pies. Gardenier, ahora enloquecido por su furia de batalla, se levantó de un salto, agarró su spontoon y se lo arrojó al hombre que había estado sosteniendo. El herido Tory fue reconocido por algunos de la milicia como el teniente Angus MacDonald, uno de los despreciados montañeses que había servido como uno de los subordinados más cercanos de Sir John Johnson.

A pesar de las peleas mortales justo delante de ellos, los milicianos todavía dudaron, pero solo hasta que Gardenier, enfurecido, volvió a estar entre ellos, gritando su orden de disparar. Esta vez la milicia obedeció, y treinta de los Verdes Reales cayeron en la primera descarga. Entonces comenzó la lucha más salvaje de la batalla fronteriza más feroz de la guerra. El tono de ferocidad que aumentó en ambos lados ha sido mejor dicho por el novelista Walter D. Edmonds, quien vivió e investigó en el Valle Mohawk: “Los hombres dispararon y arrojaron sus mosquetes hacia abajo y se enfrentaron con las manos. Los flancos estadounidenses se volcaron, dejando a los indios donde estaban. El bosque se llenó repentinamente de hombres que se mecían juntos, aporreaban los cañones de los rifles, balanceaban hachas y gritaban como los propios indios. No hubo tiros. Incluso los gritos cesaron después de la primera unión de las líneas, y los hombres comenzaron a bajar ”(Tambores a lo largo del Mohawk).

Tal sed de sangre no podía sostenerse, y finalmente los hombres no heridos comenzaron a retroceder para reformar las líneas que habían dejado antes del baño de sangre. Dejaron entre ellos montones de muertos, algunos todavía agarrando hacha o mosquete, otros acostados boca arriba donde habían caído. Durante un tiempo hubo disparos intermitentes, pero parecía provenir principalmente de los mosquetes de los hombres blancos. Los indios habían caído extrañamente en silencio. La calma inquieta en el tiroteo fue interrumpida por nuevos sonidos, que al principio se pensó que era otra tormenta. Pero pronto se reconoció por lo que era: el estallido de un disparo de cañón, seguido de un segundo y un tercero. ¡Demooth había llegado al fuerte e iba a haber una salida!

Mientras tanto, los corredores indios habían comunicado a sus compañeros guerreros que sus campamentos habían sido atacados por los estadounidenses en el fuerte y estaban siendo saqueados. Era demasiado para los indios de Brant. Nunca habían tenido la intención, y nunca habían sido entrenados, de pelear una batalla campal. ¿Dónde estaban los británicos? Los iroqueses habían perdido muchos guerreros, ¿y para qué? No había muertos para ser saqueados o para llevar cuero cabelludo aquí bajo el fuego mortal de los mosquetes estadounidenses. Entonces, a pesar de las súplicas de Butler y sus oficiales, Brant tomó la decisión de regresar a los campamentos donde sus guerreros aún podrían recuperar algunas necesidades para sobrevivir. El grito triste "oonah, oonah" sonó de ida y vuelta a través del bosque, y los milicianos se dieron cuenta de que los indios se estaban retirando, desapareciendo silenciosamente a través de la maleza. Pronto fueron seguidos por los conservadores, que no necesitaban convencerlos de que sin sus aliados indios serían superados en número por los hombres de Herkimer, que todavía tenían sed de venganza.

Los bosques pronto fueron vaciados del enemigo, todos excepto tres iroqueses que, no tan fácilmente desanimados como sus hermanos, habían permanecido ocultos hasta que pudieron saquear y cuero cabelludo cuando los milicianos se fueron. Fueron descubiertos, y en una última carrera desesperada se dirigió hacia el propio Herkimer. Los tres fueron derribados cuando entraron, uno cayendo casi a los pies del general.

Todo había terminado, todo excepto el trágico conteo de los vivos, los muertos y los heridos. No había explicación para los desaparecidos. Los sobrevivientes exhaustos no tenían ni la fuerza ni el tiempo para buscarlos. Vinieron a recoger a Honnikol, que todavía estaba sentado de espaldas a su árbol, todavía fumando su pipa y amamantando su pierna herida con su vendaje de pañuelo rojo. Pero primero tuvieron que escuchar su decisión. No fue fácil, pero sí obvio: la milicia no estaba en condiciones de enfrentarse a los abrigos rojos del fuerte; había cincuenta heridos que llevar, y solo quedaban cien o más que podían marchar. Herkimer ordenó que la marcha comenzara de regreso a casa, y se envió un destacamento para que los barcos subieran al Mohawk y recogieran a los heridos en el vado más cercano.

Las pérdidas reales en ambos lados nunca se sumaron con precisión. Según una estimación razonable, de los 800 milicianos que salieron de Fort Dayton el 4 de agosto, "todos menos 150 de los hombres de Herkimer habían sido asesinados, heridos o capturados, contando a los de la retaguardia que huyeron" (Scott, Fort Stanwix y Oriskany). En cuanto a las pérdidas tory e indias, probablemente 150 habían caído.

La salida que Gansevoort había ordenado, un esfuerzo algo limitado, fue hecha por Willett con 250 hombres y una pieza de campo. Fueron ellos quienes atacaron los campamentos tory e indios y los saquearon sistemáticamente, llevándose veintiuna carretas cargadas de todo lo móvil: armas, municiones, mantas, ropa y todo tipo de suministros. Willett tuvo cuidado de despojar a los campamentos indios de todos los utensilios de cocina, paquetes y mantas, un acto que fue muy lejos y provocó un descontento entre los indios y sus amos británicos. Willett se retiró antes de que un contragolpe británico pudiera cortarlo del fuerte, haciendo que todos sus carros cargados atraviesen la puerta sin la pérdida de un solo hombre.
Tres días después, Willett realizó otra hazaña. Salió del fuerte a las 1:00 a.m. e hizo su camino peligroso y doloroso a través del pantano y el desierto hasta el general Schuyler en Stillwater. El general se puso al día sobre el asedio de Stanwix y los resultados de Oriskany. Como Schuyler creía que St. Leger estaba haciendo un asedio metódico del fuerte, seleccionó a Benedict Arnold para dirigir una expedición para aliviarlo. Arnold, un general mayor, se había ofrecido voluntariamente para hacer el trabajo, que normalmente habría ido a un general de brigada.

Arnold se fue con varios cientos de voluntarios de los regimientos de Nueva York y Massachusetts. Cuando salió de Fort Dayton, había recogido suficientes refuerzos para llevar su total a alrededor de 950. Dado que, según los informes, St. Leger tenía alrededor de 1.700, incluso el intrépido Arnold tuvo que detenerse y considerar las probabilidades. Mientras reflexionaba, a un subordinado se le ocurrió una estratagema que Arnold aprobó de todo corazón. Un alemán de Mohawk Valley llamado Hon Yost Schuyler fue respetado y honrado por los indios, aunque los blancos lo consideraron un poco ingenioso. En ese momento, Schuyler estaba condenado a muerte por intentar reclutar reclutas para los británicos, por lo que la oferta de perdón de Arnold fue atractiva. Hon Yost debía ir a los indios con St. Leger y difundir historias de Arnold avanzando para atacarlos con un ejército de miles.

Hon Yost era un bribón astuto cuando quería serlo. Levantó su abrigo y lo disparó varias veces. Luego, con un Oneida como su cómplice, entró en un campamento cerca de Stanwix, entrando solo al principio, para contar una maravillosa historia de su escape de Fort Dayton, exhibiendo los agujeros en su abrigo como evidencia. Los indios estaban consternados al saber de miles de estadounidenses liderados por Arnold, el nombre más temido en la frontera.

Hon Yost finalmente fue llevado ante St. Leger, en cuya presencia agregó a su historia al contar cómo había logrado escapar en su camino a la horca. Mientras tanto, el Oneida había pasado entre los campos para advertir a su hermano Iroquois de su peligro inminente: la fuerza de Arnold ahora había crecido a 3.000 hombres, todos juraron seguir a su legendario líder en una campaña de venganza y masacre.

Los indios de St. Leger, ya disgustados con Oriskany y sus consecuencias, se apresuraron a empacar las pocas pertenencias que les quedaban y se reunieron para una partida inmediata. Los esfuerzos de St. Leger y sus oficiales para aplacarlos y persuadirlos de quedarse fueron palabras perdidas en el viento. Cuando los indios se reunieron para irse, se volvieron más desordenados. Comenzaron a saquear las carpas de oficiales y soldados, llevándose ropa y pertenencias personales, y tomando alcohol y bebiéndolo en el acto. St. Leger denunció a los manifestantes como "más formidables que el enemigo".

Sin sus indios, St. Leger ahora tenía que ceder ante las presiones para irse, y toda su fuerza despegó hacia los barcos en Wood Creek, tomando solo lo que podían llevar a sus espaldas. Dejaron tiendas de campaña, así como la mayor parte de la artillería y las tiendas de St. Leger.

Arnold llegó a Fort Stanwix en la noche del 23 de agosto, saludado por los vítores de la guarnición y una salva de artillería. A la mañana siguiente envió un destacamento para perseguir a St. Leger. Sus elementos avanzados llegaron al lago Oneida a tiempo para ver desaparecer los botes enemigos por el lago. Arnold dejó Stanwix con una guarnición de 700 hombres y marchó con los otros 1,200 para unirse al ejército principal en Saratoga.

La pregunta de si Oriskany fue una victoria o una derrota para los Patriots no se puede responder mirando la vista estrecha que ofrece el campo de batalla. En cierto sentido, Oriskany fue una derrota, simplemente porque la batalla impidió que Herkimer cumpliera su misión de aliviar el Fuerte Stanwix. Aún más en serio, el condado de Tryon recibió un duro golpe porque sus asombrosas bajas dejaron al Valle de Mohawk prácticamente indefenso en términos de su propia milicia que lo protegía. En otro sentido, la batalla fue una victoria para Herkimer y su causa. Su milicia no solo había luchado para salir de una emboscada, sino que había vencido al enemigo en el campo de batalla, y al final de la batalla seguían siendo dueños del campo de batalla.

A la larga, las consecuencias de Oriskany hicieron posible el eventual alivio de Fort Stanwix el 23 de agosto. Además, la batalla fue un éxito estratégico, ya que St. Leger se había visto obligado a retirarse hasta su punto de partida en Canadá. Ahora no habría nadie para ponerse los uniformes de gala de los oficiales de St. Leger que se transportaban en el tren de equipaje de Burgoyne, y nadie saldría del oeste para unirse y reforzar a Burgoyne en su fatídico avance hacia el sur.

martes, 25 de febrero de 2020

Revolución Americana: La batalla de Oriskany (1/2)

Batalla de Oriskany 

Parte I
W&W





El general de brigada Nicholas Herkimer había visto a sus cuatro regimientos de milicias del condado de Tryon tomar lo que parecía un momento interminable para arrastrarse a una columna incómoda, preparatoria para mudarse de Fort Dayton, y el diminuto y moreno general de la milicia de Nueva York, de cuarenta y nueve años, se sentía irritable ese lunes por la mañana, 4 de agosto de 1777. Además, parecía como si él mismo fuera el único oficial consciente de la urgencia de trasladar esta fuerza de 800 hombres en ayuda de la pequeña guarnición estadounidense en Fort Stanwix, una buena marcha de dos días hacia el oeste. El enemigo, de hecho, ya podría estar asediándolo. Cuando el tren de carretas de bueyes chirriantes llegó a su lugar en la columna, Herkimer montó su viejo caballo blanco y cabalgó hacia la cabeza de la columna. Este oscuro general de la milicia de Nueva York estaba destinado a desempeñar un papel crítico en una operación que afectaría el resultado de la Revolución Americana en el teatro del norte.

La operación en la que estaba a punto de participar la milicia de Herkimer había sido iniciada por la ofensiva del mayor general John Burgoyne, lanzada fuera de Canadá a mediados de junio de ese año. El plan de Burgoyne se basó en una operación de dos puntas que fue diseñada para asegurar el control del río Hudson y dividir las colonias del norte al evitar el movimiento de tropas y suministros estadounidenses hacia el norte o el sur, al tiempo que garantizaba la futura libertad de movimiento británica hacia Nueva Inglaterra o , por el contrario, hacia las colonias del Atlántico Medio. Por lo tanto, el objetivo principal de Burgoyne era Albany, Nueva York, donde la columna principal de su ofensiva se dirigía a fines de junio. La otra columna, bajo el teniente coronel Barry St. Leger, debía pasar por el río San Lorenzo a Oswego, en el lago Ontario, y con la ayuda de indios iroqueses y tories, capturar Fort Stanwix y descender por el valle de Mohawk hasta Albany, donde se uniría con Burgoyne.

El 5 de julio, la fuerza principal de Burgoyne había capturado el Fuerte Ticonderoga, y para el 29 de julio los elementos de avance británicos habían alcanzado el Fuerte Eduardo y el Fuerte George. En este punto, sin embargo, la expedición de Barry St. Leger es el foco de nuestra atención.

La operación de St. Leger se conoce generalmente como un esfuerzo de distracción. Tenía la intención de ser más que eso; estaba destinado a fines políticos y militares. El valle del río Mohawk formó la característica del terreno central de lo que entonces era el condado de Tryon, cuya extensión se extendió casi desde Schenectady hacia el oeste y el noroeste hasta Canadá y el lago Ontario. Sus habitantes procedían de media docena de regiones de Europa occidental: ingleses, irlandeses, escoceses irlandeses, alemanes, holandeses holandeses y escoceses de las tierras altas.

El área era un hervidero de toryismo centrado en una fortaleza tory: el Johnson Hall de sir William Johnson. Sir William había adquirido vastas propiedades en el valle de Mohawk y sus alrededores, y su creciente influencia con los indios, particularmente los iroqueses, hizo que su nombre fuera familiar para los indios y los colonos tan lejanos como Ohio y Florida. Había muerto en vísperas de la Revolución en 1774, dejando a su yerno, el coronel Guy Johnson, como superintendente de asuntos indios, y a su hijo, Sir John Johnson, como su heredero y jefe titular de la familia.


Herkimer en la batalla de Oriskany. Pintura de Frederick Coffay Yohn, c. 1901


Guy Johnson había realizado bien su tarea heredada y había mantenido a muchos indios leales a la Corona. Pero poco después del Consejo de Oswego (1775), después de persuadir a la mayoría de las Seis Naciones para confirmar su alianza con los británicos, se había ido a Canadá, llevando consigo al jefe indio Joseph Brant. Sir John Johnson luego lo siguió. Fue el deseo de restaurar esta hegemonía tory, y vengarse de los colonos, lo que convenció a los conservadores de la región a unirse bajo John Johnson para servir con St. Leger.

St. Leger era un soldado con más de veinte años de servicio activo, cuyas cualidades de liderazgo se habían demostrado en la Guerra de Francia e India bajo Abercromby, Wolfe y Amherst. En 1777 tenía cuarenta años de edad, ocupando el grado permanente de teniente coronel en el pie 34. Tras su asignación de comandar esta expedición, fue nombrado general de brigada temporal.

Su fuerza expedicionaria era una variedad de asiduos británicos, jessianos de Hesse, artilleros reales, guardabosques tory, infantería ligera tory, irregulares canadienses (incluidos axmen) y alrededor de un millar de indios bajo Joseph Brant:




Destacamento de a pie 34 - 100 hombres
Destacamento de a pie 8 - 100 hombres
Destacamento, Jagers Hesse-Hanau - 100 hombres
Verdes reales de sir John Johnson - 133 hombres
Rangers leales del coronel John Butler - 127 hombres
Milicia canandiana (incluidos hacheros) - 535
Equipos de artillería para dos de seis libras, dos de tres libras y cuatro morteros.- 40 hombres
Los indios de Joseph Brant - 1,000 hombres
Número total y archivo - 2,135

La fuerza totalizó más de 2,000 hombres cuando finalmente se reunió en Oswego, la cita donde Brant se unió a St. Leger el 25 de julio. Al día siguiente comenzó su marcha hacia Fort Stanwix. Aunque el fuerte había sido construido para proteger los pasajes occidentales hacia y desde el Valle Mohawk, St. Leger creía que era una ruina desmoronada y fácilmente reducible.

Casi la mitad de la fuerza de St. Leger, 1,000 hombres de 2,135, eran indios bajo el liderazgo del jefe Joseph Brant. Brant podría ser una figura moldeada en un molde heroico o un monstruo en forma mitad humana, dependiendo del punto de vista de los indios y los británicos o del colono Patriot expuesto a la guerra fronteriza. Hijo de un guerrero Mohawk y una madre india, se hizo conocido como Brant cuando su madre se volvió a casar después de la muerte de su padre, pero para los iroqueses siempre fue Thayendanegea, su líder guerrero. Brant no era un salvaje ordinario. Después de servir con Sir William Johnson en su campaña de Lake George, estudió inglés en Lebanon, Connecticut, y más tarde llevó a guerreros iroqueses leales a los británicos en la rebelión de Pontiac. Como secretario de Guy Johnson, Brant había sido presentado en la corte de Londres y era tan socialmente celebrado que su retrato fue pintado por Romney. Después de su regreso a Estados Unidos, dirigió a los miembros de la tribu durante la victoria británico-canadiense sobre los estadounidenses en The Cedars en mayo de 1776. En julio de 1777 se unió a St. Leger en Oswego, listo para marchar con el líder británico en Fort Stanwix.

Fort Stanwix, erigido en 1758 durante la Guerra de Francia e India, estaba estratégicamente ubicado para comandar no solo el río Mohawk sino también los puertos que unen el río con las vías fluviales que desembocan en el lago Ontario. Mientras estuvo adecuadamente guarnecida, claramente dominaba el Valle Mohawk, pero en 1777 había sido abandonado por mucho tiempo. En abril de ese año fue ocupado una vez más por el coronel Peter Gansevoort de veintiocho años y sus 550 continentales de Nueva York. Aunque declaró que el fuerte era "indefendible e insostenible", Gansevoort puso a su regimiento a trabajar contra el tiempo para restaurar el fuerte. Él y su hábil segundo al mando, el teniente coronel Marinus Willett, empujaron a los hombres hasta que las obras pudieran resistir el ataque o el asedio, justo a tiempo para enfrentarse al ejército de avance de St. Leger.

Pero aunque Fort Stanwix se estaba preparando para la batalla, las noticias de Canadá, magnificadas por la constante amenaza de las redadas indias, provocaron "una parálisis general" entre la gente del valle. En esa atmósfera se volvieron hacia Nicholas Herkimer. En consecuencia, el 17 de julio de 1777 Herkimer distribuyó copias de una proclamación sonora que pedía "a todos los hombres, en estado de salud, de 16 a 60 años de edad, que reparen de inmediato, con armas y accesorios, en el lugar que se designará en mis órdenes". . ”Desde allí,“ marcharían para oponerse al enemigo con vigor, como verdaderos patriotas, por la defensa justa de su país ”. La proclamación produjo el efecto deseado. Los colonos patriotas confiaron en Honnikol, como sus vecinos alemanes de Flats llamaban a su vecino. Estaban listos para unirse a su llamada.

La fuerza de St. Leger se desplegó hábilmente en la marcha. Los indios de Brant se movieron como una fuerza de detección, cubriendo elementos avanzados del cuerpo principal, así como ambos flancos de la fuerza. El cuerpo principal estaba compuesto por el resto de las unidades Tory y los regulares británicos que marchaban en dos destacamentos paralelos. En general, la fuerza logró una velocidad de marcha de diez millas por día, lo que no es un logro medio en un terreno tan salvaje y agreste.

El 3 de agosto, St. Leger llegó a Fort Stanwix e intentó engañar a la guarnición para que se rindiera. Primero, reunió toda su fuerza para pasar una revisión, a una distancia segura, bajo los ojos de la guarnición, una exhibición tan colorida como arrogante. El escarlata de los regimientos 8º y 34º británico contrastaba con el azul de los regulares alemanes, seguidos por el verde de las unidades conservadoras. Los indios no uniformados, con pintura de guerra y gritando sus gritos de batalla, completaron la revisión. En lugar de ser sorprendidos por los salvajes feroces, a los soldados estadounidenses se les recordó con fuerza el destino que les correspondería si caían en manos de torturadores indios, sin mencionar lo que les sucedería a los colonos del valle donde estaba la guarnición del fuerte. proteger. Dos días después, St. Leger envió una amenaza por escrito a Gansevoort amenazando con graves consecuencias para su resistencia. Gansevoort devolvió el documento con su negativa a rendirse.

Pronto reconoció que las fortificaciones restauradas no podían ser tomadas por la tormenta, y St. Leger luego dispuso a su ejército para un asedio. Las fuerzas de asedio tomaron tres posiciones principales, formando aproximadamente los lados de un triángulo. Los regulares ocupaban la posición al norte del fuerte; Tories, canadienses e indios se extendían a lo largo del llamado Desembarco Inferior a posiciones al oeste del fuerte. Finalmente, los indios también fueron publicados en la orilla este del Mohawk frente al Desembarco Inferior.

Con el fuerte así rodeado por tres lados, la fuerza de St. Leger se ocupó limpiando un pasaje para sus suministros y bateaux de artillería e intercambiando disparos de francotiradores con la guarnición hasta el 4 y 5 de agosto.

En la tarde del quinto, St. Leger recibió un mensaje que debía cambiar sus planes para continuar el asedio. La hermana de Joseph Brant, Molly, que se había quedado atrás, había enviado a un corredor para informar a St. Leger que una columna estadounidense estaba en camino para relevar a Gansevoort. Para cuando St. Leger recibió el mensaje, los estadounidenses podrían estar a unas pocas millas de la fortaleza.

Habiendo salido de Fort Dayton en German Flats la mañana del 4 de agosto, la columna de Herkimer de 800 milicianos del condado de Tryon acampó esa noche cerca de Starring Creek, a unas doce millas al oeste. Al día siguiente, la columna de Herkimer cruzó hacia la orilla sur del Mohawk y luego se detuvo la noche del 5 al 6 de agosto para acampar a lo largo del camino hacia Fort Stanwix, en las cercanías de la actual Whitesboro. La cabeza de la columna estaba a unas ocho millas del fuerte, entre los arroyos Sauquoit y Oriskany.

En la marcha, el temperamento de los hombres de Herkimer había cambiado rápidamente de una resolución leve a una determinación sombría. Sus comandantes de regimiento, los coroneles Jacob Klock, Ebenezer Cox, Peter Bellinger y Richard Visscher, habían avivado estos incendios. Ahora, al anochecer del quinto, con sus fogatas haciendo islas de luz amarilla contra la negrura de las hemlocks y las hayas, estaban buscando una pelea.

Herkimer, a pesar de su reputación de temperamento flemático, estaba preocupado. Había demasiadas incógnitas para reflexionar. En particular, estaba preocupado por lo que Gansevoort y St. Leger sabían, y cuáles serían sus reacciones cuando recibieran la noticia de la fuerza y ​​el paradero de su columna. ¿Enviaría St. Leger una fuerza para interceptarlo? ¿Gansevoort lanzaría una salida contra St. Leger para distraer al comandante británico de interceptar la columna de socorro?

Herkimer envió al Capitán John Demooth y a varios hombres para encontrar el camino hacia el fuerte y decirle a Gansevoort que reconozca el mensaje de Demooth (y su voluntad de hacer una salida) al disparar tres disparos de cañón.

La preocupación de Herkimer se alivió un poco con la llegada de sesenta Oneidas amistosos bajo los jefes Honyerry y Cornelius, quienes acordaron emplear a sus guerreros como exploradores en la marcha hacia Fort Stanwix. Pero el peligro de una emboscada se mantuvo. El problema de Herkimer fue exacerbado por la precipitación de sus oficiales superiores. A la mañana siguiente, en un consejo de guerra, los cuatro comandantes del regimiento, con sus abrigos de color azul brillante y uniforme en contraste con el marrón de Herkimer, instaron a la acción inmediata. El coronel Ebenezer Cox, de hecho, fijó el tenor exigiendo abruptamente órdenes de marcha de Honnikol antes de que el pequeño brigadier tuviera tiempo de hacer una apertura formal del consejo. Herkimer respondió relatando su despacho del Capitán Demooth y sus hombres durante la noche, así como su solicitud de Gansevoort para que una salida sea reconocida por tres disparos de cañón. Todavía era temprano en la mañana y no había habido disparos de cañón. Después de todo, a Demooth se le debía dar un tiempo razonable para llegar al fuerte.

La explicación, aunque sensata, no fue suficiente para mantener callados a los coroneles. Aunque Herkimer, un veterano de la Guerra de Francia e India, probablemente le recordó al consejo la emboscada y derrota de Braddock hace menos de una generación, la discusión continuó durante casi una hora. Mientras tanto, una enorme multitud de milicianos abandonaron sus fuegos para cocinar el desayuno para aglomerarse y escuchar los fascinantes sonidos de la creciente discordia entre los superiores.

Los desafíos a la precaución de Herkimer eventualmente se convirtieron en burlas de deslealtad e incluso de cobardía. Aunque recordó intencionadamente que al menos un miembro de su familia marchaba con los tories de St. Leger, un golpe bajo, Herkimer logró sentarse en silencio, fumando su pipa y escuchando disparos de cañón que nunca llegaron.

Finalmente cedió. Golpeó su pipa y les recordó a sus acusadores que "quemándose, como ahora parecían [,] encontrarse con el enemigo. . . [correrían] en su primera aparición ”, y despidió al consejo montando su caballo y dando la orden de marchar. Sus palabras "se escucharon tan pronto como las tropas dieron un grito y se movieron o, más bien, se apresuraron hacia adelante".

Así comenzó la marcha, cuatro regimientos con picazón liderados, con la excepción de Herkimer, por hombres impetuosos que habían dejado de lado lo poco que sabían sobre la guerra forestal. Marcharon en doble columna, un archivo en cada rutina: Cox liderando, seguido por Jacob Klock, luego Peter Bellinger y finalmente Richard Visscher. Los Oneidas estaban en algún lugar al frente, fuera de contacto, al igual que la compañía de los guardabosques que se suponía que actuaban como exploradores y guardias de flanco.

Alrededor de las 9:00 a.m. El jefe de la columna, con Herkimer y Cox a la cabeza, se acercaba al ancho y profundo barranco creado por la pequeña corriente que se conocería como Battle Brook. Sin dudarlo, Cox bajó su caballo por el empinado lado este del barranco, cruzó la calzada de pana y subió por la pendiente más suave en el lado oeste.

Mientras los hombres de Herkimer todavía se preparaban para detenerse para la noche del 5 al 6 de agosto, St. Leger había recibido el oportuno mensaje de Molly Brant y había decidido tomar la acción que luego describió en su informe: "No me pareció prudente esperar ellos [los hombres de Herkimer], y por lo tanto me someto a ser atacado por una sally de la guarnición en la parte trasera, mientras que el refuerzo me empleó en el frente. Por lo tanto, decidí atacarlos en la marcha, ya sea abierta o encubiertamente, según las circunstancias lo permitan ".


Al final resultó que, las circunstancias ofrecieron una oportunidad ideal para una emboscada, la táctica más confiable que los oficiales provinciales de St. Leger podrían usar para emplear a los indios para obtener la mejor ventaja. Entonces St. Leger envió un destacamento de los Verdes Reales, los Rangers Tory y quizás la mitad de los indios (alrededor de 400) bajo Sir John Johnson. (Los clientes habituales británicos estaban notablemente desaparecidos). La fuerza total de la fuerza llegó a alrededor de 500.

lunes, 24 de febrero de 2020

En UK no se enseña sobre la Revolución Americana

Los británicos admiten que apenas les enseñaron la historia de la guerra revolucionaria estadounidense en la escuela


War is Boring




Para los Estados Unidos, el número "1776" es icónico y evoca recuerdos de revolución, desafío y libertad.

Para los británicos, sin embargo, 1776 es solo otro año en la historia de un Imperio que no podría durar.

Si bien esto podría ser una sorpresa para los estadounidenses al otro lado del charco, la Revolución Americana fue solo una de las innumerables revueltas que tuvieron lugar durante la larga vida del pueblo británico.

En las escuelas británicas, la Revolución Francesa a menudo tiene mayor prioridad, así como otros conflictos centrados en Europa que cambiaron los mapas en ese momento. De hecho, la Revolución Americana se conoce generalmente como la Guerra de Independencia de los Estados Unidos y suele ser una nota a pie de página en la mayoría de los libros de texto escolares.

Cuando se mencionó como tema en Reddit, muchos del Reino Unido (o estadounidenses con amigos, educación o familiares británicos) estallaron la burbuja de Estados Unidos.

"Para ser justos, Gran Bretaña que pierde UNA de sus miles de colonias probablemente se ve ensombrecida por el conflicto que estaban teniendo con los franceses", escribió un usuario.

Otros señalaron que la Primera Guerra Mundial fue un tema mucho más desarrollado en términos de cobertura de libros de texto.

"Siento que estudié el pie de trinchera durante tres años", comentó un Redditor sobre su conocimiento de la "Gran Guerra".

Como alguien que pasó gran parte de su educación secundaria en el Reino Unido (viví allí desde 2001 hasta 2003), puedo dar fe de esto. Durante la búsqueda para obtener el Certificado General de Educación Secundaria (GSCE), hubo un gran enfoque en la Primera Guerra Mundial, a menudo hasta el punto de que los viajes de campo a los campos de batalla franceses y belgas eran una ocasión anual.

De hecho, cada vez que se mencionaba mi nacionalismo en relación con las Guerras Mundiales, la queja habitual es que Estados Unidos llegó "tarde al partido" en dos ocasiones.

Curiosamente, la Guerra de 1812 es una especie de nota a pie de página en la historia británica y estadounidense, a pesar de ser increíblemente importante para el futuro de ambas naciones en ese momento, así como para Canadá.

sábado, 22 de febrero de 2020

SGM: A 75 años de Iwo Jima

Iwo Jima, la batalla más sangrienta del Pacífico

Diego Carcedo || La Vanguardia


En 1945, casi al término de la Segunda Guerra Mundial, japoneses y estadounidenses se enfrentaron en una isla de pequeño tamaño pero gran valor estratégico


Marines estadounidenses erigiendo su bandera en Iwo Jima. (Dominio público)


Iwo Jima apenas es un punto en el mapa del Pacífico, para muchos imposible de apreciar sin lupa, que la guerra acabó convirtiendo en un cementerio gigante y colocando en la historia de los episodios contemporáneos más sangrientos. Su nombre, en español “Isla del Azufre”, parecía más destinado a perpetuarse en la mitología que en el censo de las grandes batallas. Pero Isla del Azufre no es un nombre simbólico. Responde a la única riqueza que el paraje alberga entre sus rocas volcánicas y al olor sulfuroso que emana de las grietas que dibujan su paisaje.

Un paisaje de orografía accidentada, gris, anodino, con playas poco atractivas salpicadas de guijarros y un único monte. Se trata del Suribachi, una colina escarpada que en sus orígenes fue cráter de volcán y que sobresale por encima de los otros cerros gracias a sus 167 metros de altura. Ahora, como ya ocurría en 1944, cuando los estados mayores empeñados en la Segunda Guerra Mundial clavaron sus miradas en ella, Iwo Jima está casi despoblada.

Entonces, apenas mil habitantes, dedicados casi exclusivamente a extraer y procesar el azufre, se repartían entre las cuatro míseras aldeas a que se reducía el urbanismo de la isla: un territorio de 21 kilómetros cuadrados.

Un día asomaron las siluetas de varios buques, de un color ceniciento muy similar al de la propia isla

Iwo Jima pertenece al archipiélago Ogasawara, en las llamadas islas Volcánicas, y el principal problema de sus habitantes era, más aún que el olvido y la lejanía de Tokio –a alrededor de 1.200 km–, la escasez de agua. No hay ríos, ni arroyos, ni lagos ni fuentes. Solo la lluvia proporciona el bien más necesario en aquellos riscos de sequías pertinaces y sed eterna.

En los primeros años de la década de los cuarenta, los habitantes de Iwo Jima bastante tenían con afrontar las dificultades que aquel ambiente cerrado, por no decir carcelario, les ofrecía para sobrevivir. No había distracciones, y el trabajo no contemplaba tiempo ni para hacerse ilusiones. Rumores lejanos y desvaídos mantenían viva la noticia, difundida a medias por la radio, de que el país estaba involucrado en una guerra feroz formando parte del Eje con Alemania e Italia frente a otro grupo de países aliados.

Pero más allá de la preocupación en las familias por la movilización de sus jóvenes, que eran recogidos por barcos de reclutamiento de la Armada cada cierto tiempo, entre los habitantes de Iwo Jima ni se conocía lo que estaba ocurriendo ni puede decirse que les importase gran cosa. Hasta que un día de finales de 1944 asomaron por el horizonte las siluetas de varios buques, de un color ceniciento muy similar al de la propia isla, y tras las siluetas, que se agrandaban en la aproximación, aparecieron las bocas de estremecedores cañones gigantes como nunca habían sido vistos ni en Iwo Jima ni en sus alrededores.


Bombardero B-29 en vuelo. (Dominio público)

Unas horas más tarde, los barcos imperiales habían echado sus anclas en las proximidades de las playas. Grandes barcazas comenzaron a descargar soldados armados que chapoteaban en el agua camino de una costa donde se les recibió con curiosidad e inquietud a partes iguales. En realidad, nadie acudió a darles la bienvenida ni a preguntarles qué se les ofrecía. Tampoco los soldados parecían dispuestos a entablar conversación con los nativos. Más bien lo contrario. Formaron disciplinadamente columnas y, sin tiempo casi para que sus mandos estudiasen los mapas que llevaban en bandolera, comenzaron a desplegarse hacia el sur, la parte más deshabitada.

El objeto de deseo

Los habitantes de Iwo Jima siguieron trabajando en el refinado del azufre con la laboriosidad de todos los días y sin osar meterse en lo que estaban haciendo los militares recién llegados. Aunque quien más quien menos empezaba a temerse lo peor, nadie se atrevía a aventurar pronósticos sobre su suerte. Una suerte que estaba echada desde el momento en que los norteamericanos, que acababan de conquistar el archipiélago de las Marianas, se habían fijado en aquel punto apenas perceptible y de nombre olvidadizo que emergía en el océano.

Debía ser el centro fundamental de apoyo intermedio para sus bombarderos, los temibles B-29, en misiones de ataque contra objetivos en territorio nipón. Los cazas encargados de escoltarlos, los Mustang, apenas tenían autonomía para 3.000 km, y como entre las Marianas y Japón el vuelo de ida y regreso ascendía a más de 5.000, no podían brindarles protección. Además, como los servicios de inteligencia militar habían desvelado, los japoneses acababan de instalar muy en secreto en Iwo Jima un moderno sistema de radar .



Era capaz de detectar la proximidad de los B-29 y comunicarlo a sus centros de operaciones, donde disponían así de tiempo para recibirlos con sus defensas aéreas bien engrasadas. La decisión norteamericana de conquistar la isla, neutralizarla como centro de la estrategia defensiva nipona y convertirla en una base de apoyo para su propia aviación fue tomada también con el mayor de los secretos.

Sin embargo, bien por el chivatazo de algún espía o, más probablemente, por pura intuición –habida cuenta de la necesidad que los norteamericanos tenían de conseguir una base entre las Marianas y Japón–, el alto mando japonés se anticipó a tomar previsiones para defender la isla. A pesar de que sus fuerzas ya estaban muy mermadas, en pocas semanas la armada nipona desembarcó en Iwo Jima más de 20.000 soldados, 14.000 de tierra y 7.000 marinos. Al frente fue colocado uno de los generales más jóvenes y prestigiosos: Kuribayashi Tadamichi.

Este tenía por delante dos retos tan urgentes como imperiosos. Uno, establecer un sistema logístico naval y aéreo (que se garantizó con la construcción de dos aeródromos) capaz de atender las necesidades de tan voluminosa guarnición. Otro, anticipar una estrategia capaz de frenar la ofensiva norteamericana. Para ello decidió renunciar a algunas tácticas tradicionales y aprovechar las características del terreno adoptándolo para la defensa.


Millares de soldados guiados por zapadores comenzaron a horadar las rocas

Una vez garantizados los avituallamientos, lo primero fue quitarse de en medio preocupaciones secundarias y ojos innecesarios. Un amanecer, pelotones de soldados rodearon las aldeas, hicieron levantarse apresuradamente a los pobladores y, sin explicaciones ni margen de tiempo para que recogiesen sus enseres, los condujeron a dos barcos que aguardaban a una prudente distancia.

Fueron trasladados a otras islas, donde se les abría una nueva vida hacia el más incierto de los futuros. Luego, millares de soldados guiados por zapadores comenzaron a horadar las rocas. Abrieron cuevas protegidas por trincheras disimuladas entre los recovecos del paisaje.

Levantar un búnker

En cuestión de semanas, los militares japoneses convirtieron la isla en un verdadero búnker. Trabajaban contra el reloj, conscientes de que el ataque norteamericano sería inminente. Una red de túneles entrelazados comunicaba cerca de 400 fortines y nidos de artillería, con un esquema global ideado para facilitar repliegues y huidas de encerronas enemigas. La red se convirtió en la garantía de que los norteamericanos no conseguirían hacerse con el control de la isla fácilmente. Todo estaba listo para que Iwo Jima se perpetuase como un ejemplo digno de estudio en los manuales de estrategia defensiva.


El general Kuribayashi Tadamichi dirigió la defensa de Iwo Jima. (Dominio público)

La esperada batalla, bautizada por los norteamericanos como “Aislamiento”, comenzó el 16 de febrero de 1945. Desde algunas unidades que se habían aproximado a la costa se empezó a bombardear el sudoeste de la isla. Kuribayashi sabía perfectamente que en el mar no podía hacer nada para frenar la invasión. La flota japonesa ya estaba destrozada después de tantos reveses como había sufrido en otras batallas del Pacífico. No podía acudir en su auxilio ni siquiera con unas posibilidades defensivas mínimas.

Toda su perspectiva de éxito se reducía a la resistencia en tierra que pudiesen ofrecer. Los japoneses esperaron al desembarco, que no se iniciaría hasta tres días más tarde. A primera hora del día 19 llegaron a la playa las primeras barcazas de una fuerza anfibia. Estaba integrada por varios millares de marines, bien pertrechados para invadir el territorio en cuestión de horas.

El ataque americano

El desembarco estuvo cubierto en todo momento por un fuego artillero intenso procedente de los barcos de la flota. Las tropas norteamericanas desplegadas, bajo el mando del general Holland Smith, se aproximaban a los 100.000 hombres.


Bombardeo previo a la invasión de la isla en una imagen tomada el 17 de febrero de 1945. (Dominio público)

Contaban con centenares de barcos en la retaguardia, entre ellos portaaviones, submarinos y acorazados, dotados de todo tipo de armamento pesado. Los japoneses, por su parte, disponían de abundante armamento ligero –fusiles y ametralladoras– y algunas piezas de artillería de corto alcance.

Para los norteamericanos fue una sorpresa la facilidad con que pudieron desembarcar. Ni un solo disparo japonés había perturbado el avance de las barcazas hasta la costa. La primera contrariedad con que se enfrentaron surgió de la propia naturaleza: al intentar rebasar los terraplenes naturales que, a manera de rampas, se elevaban desde el mar, la arena volcánica se hundía bajo los pies de los soldados y les arrastraba con equipamiento de nuevo hacia la playa. Fue una pelea dramática contra el terreno para la que no estaban ni avisados ni preparados.


Los japoneses se movían con agilidad por el suelo horadado y surgían de los rincones más inesperados

Los japoneses, entre tanto, aguardaban en sus escondites el momento de repeler la invasión. Abrieron fuego mediada la mañana. Acodados en sus fortificaciones, dispararon a mansalva contra un conglomerado de hombres desconcertados, oficiales perdidos en un laberinto orográfico que desconocían y toneladas de material bélico desperdigado en medio del caos. Con sus ráfagas, lanzadas desde diferentes ángulos, lograron una verdadera masacre en las filas enemigas. El número de víctimas de aquella primera jornada, alrededor de 2.500, se convertiría en uno de los mayores desastres humanos registrados por las fuerzas armadas norteamericanas en un solo día.



En medio de la catástrofe con que se había iniciado el asalto a la isla, las tropas norteamericanas aún sufrirían otras contrariedades. Cada vez que conseguían alcanzar alguna posición defensiva tropezaban con nuevos focos de resistencia. Los soldados japoneses se movían con agilidad por el suelo horadado y aparecían, listos para presentar batalla, en los rincones más inesperados.

Los pilotos kamikazes, mientras tanto, lograron acercarse a los barcos de la flota norteamericana (que se habían aproximado de forma temeraria a la costa para apoyar el desembarco) y sabotearon varias unidades. Consiguieron hundir el portaaviones Bismarck Sea e inutilizaron el Saratoga.

Vehículos de combate inutilizados en Iwo Jima por los obuses, los morteros y la arena volcánica. (Dominio público)

Pero todo empezaba a revelarse como insuficiente ante la supremacía enemiga. Las bajas niponas comenzaron también a contarse por millares, y la pérdida de control sobre la isla se anticipaba inevitable. La resistencia que habían asumido no decayó en ningún momento, a pesar de que todo empezaba a flaquearles, incluidas las reservas de agua.

Cae el Suribachi

El día 22, en plena refriega, llovió, y aquellas gotas se convirtieron para su estado de ánimo en una ayuda enviada por el emperador a través del cielo en tan difíciles circunstancias. La batalla quedó sentenciada el 23, cuando los marines lograron acceder a la cumbre del Suribachi, la cota de mayor valor estratégico de la isla. Seis militares, el sargento Mike Strank, el cabo Harlon Block, los soldados Franklin Sousley, Ira Hayes y Rene Gagnon y el médico John Bradley, improvisaron una bandera sujetando con cuerdas la tela a un mástil hecho con tubos.

Con gran esfuerzo, venciendo la resistencia del viento, consiguieron izarla en una escena que se convertiría de inmediato, a lo largo y ancho del planeta, en un símbolo de la guerra. Unas horas antes habían llegado a la asediada Iwo Jima los primeros periodistas norteamericanos, dispuestos a contarle al mundo lo que estaba ocurriendo, y la escena fue captada por el fotógrafo Joe Rosenthal, de la agencia Associated Press. La instantánea, reproducida desde entonces millones de veces, acabó valiéndole el premio Pulitzer.

Sin embargo, la bandera de las barras y estrellas, saludada con euforia desde los barcos de la flota donde se seguían las operaciones con prismáticos, no supuso el final de la batalla. Aún se prolongaría varias semanas. Los japoneses resistieron hasta que prácticamente se quedaron sin efectivos. Su estrategia estaba bien concebida y su moral permanecía alta, pero los norteamericanos eran muy superiores en hombres y en medios. Los últimos días del enfrentamiento recordaron las trifulcas entre el gato y el perro.

Marines de la 5.ª división en Iwo Jima. (Dominio público)

Los norteamericanos avanzaban palmo a palmo por la escarpada superficie de la isla y los pocos japoneses que quedaban en pie, moviéndose con agilidad felina por los túneles, jugaban con el factor sorpresa una vez tras otra, sin que la propia vida pareciera preocuparles. El 26 de marzo, tras un mes largo de combates sin tregua, el general Kuribayashi tenía plena conciencia de que la derrota era inminente. Kuribayashi, de familia samurái, cumplió el rito ancestral de su condición y se suicidó mediante el seppuku, o harakiri.

Tendría que haber sido el final de todo, pero ni siquiera su muerte apresuró la rendición. Muchos soldados siguieron luchando, ya sin coordinación ni apenas mando, durante varias semanas.

La batalla de Iwo Jima marcó una inflexión definitiva en el rumbo de la guerra y, a juicio de algunos historiadores, la resistencia de los japoneses fue el principal argumento para quienes meses después defendieron en Washington el bombardeo nuclear de Hiroshima y Nagasaki. Murieron más de 18.000 japoneses y el resto quedaron heridos o fueron hechos prisioneros.

Las filas norteamericanas, después del duro golpe del primer día, siguieron sufriendo bajas, pero en menor cantidad que las de sus enemigos. Su balance oficial de muertos fue de 6.821. En total, alrededor de 25.000 vidas, el saldo más sangriento de la guerra del Pacífico. Iwo Jima, que tardó mucho tiempo en ser devuelta a Japón y que hasta hace poco estuvo cerrada a los visitantes, cambió entonces su condición de tierra de azufre olvidada por la de un gigantesco cementerio que la humanidad recuerda con consternación.x