miércoles, 11 de diciembre de 2024
domingo, 10 de noviembre de 2024
Guerra del Paraguay: El terror a las enfermedades
El terror de las enfermedades en la Guerra del Paraguay
La mayoría de los soldados que participaron en el mayor conflicto armado de América del Sur murieron a causa del cólera y otras dolencias infecciosas, no por las heridas de la batalla
En 1982, el historiador Jorge Prata de Sousa encontró en el Archivo Histórico del Ejército de Brasil, en el centro de la ciudad de Río de Janeiro, una colección con 27 libros, cada uno con entre 100 y 370 páginas, que registraban los movimientos en los 10 hospitales y enfermerías de campaña que atendieron a los enfermos o heridos durante la Guerra del Paraguay, el mayor conflicto bélico entre países sudamericanos, que tuvo lugar entre diciembre de 1864 y abril de 1870. Prata de Sousa no pudo evaluarlos de inmediato porque estaba yéndose a hacer una maestría en México, pero volvió a ellos en 2008, durante su investigación posdoctoral en la Escuela Nacional de Salud Pública de la Fundación Oswaldo Cruz (Ensp/Fiocruz), y desde 2018 los está estudiando nuevamente, ahora intercambiando información con la historiadora Janyne Barbosa, de la Universidad Federal Fluminense.
Los análisis de los registros que contienen nombres, edades, grados militares, motivos de la hospitalización, tratamientos, fechas de ingreso y egreso de los hospitales y cantidades de curados o fallecidos, de lo cual se ocupó Barbosa, dimensionaron por primera vez el impacto de las enfermedades en esa guerra: alrededor del 70 % de los integrantes de las tropas aliadas (Brasil, Argentina y Uruguay) habrían muerto a causa de enfermedades infecciosas, principalmente cólera, paludismo, viruela, neumonía y disentería.
El trabajo de ambos aporta un enfoque amplio sobre las causas de la mortandad en la guerra que unió a la llamada Triple Alianza –conformada por Brasil, Uruguay y Argentina– contra Paraguay y, sumado a otros, da cuenta de la precariedad de las condiciones sanitarias en que vivían y luchaban los soldados. Antes, los historiadores tan solo disponían de una conclusión genérica de que las enfermedades habían causado más muertos que las heridas de batalla. La guerra concluyó con unos 60.000 decesos para el bando brasileño, mientras que Paraguay, derrotado en el conflicto que inició al invadir lo que entonces era la provincia de Mato Grosso, perdió alrededor de 280.000 combatientes, más de la mitad de su población.
“Las altas tasas de mortalidad por enfermedades infecciosas también caracterizaron a otras guerras de la misma época, tales como la de Crimea, en Rusia (1853-1856), y la Guerra de Secesión, en Estados Unidos (1861-1865)”, dice Prata de Sousa, autor del libro intitulado Escravidão ou morte: Os escravos brasileiros na Guerra do Paraguai [Esclavitud o muerte. Los esclavos brasileños en la Guerra del Paraguay] (editorial Mauad, 1996). Fueron lo que se conoció como guerras de trincheras, zanjas excavadas que servían de cobijo a las tropas, pero facilitaban la propagación de enfermedades infecciosas, a causa de la falta de higiene, la abundancia de roedores e insectos y las inundaciones.
“La Guerra del Paraguay fue una guerra epidémica”, concluye Barbosa. “Las enfermedades infecciosas eran parte del conflicto, de principio a fin, sin contar los brotes, como fue el caso del cólera”. El historiador Leonardo Bahiense, quien realiza una pasantía posdoctoral en la Universidad Federal de Río de Janeiro (UFRJ), reitera: “Tan solo el cólera fue responsable, como mínimo, de 4.535 muertos entre los soldados brasileños durante el tiempo que duró la guerra”. Según él, con base en documentación que se conserva en el Instituto Histórico y Geográfico Brasileño, durante el primer semestre de 1868, el 52,5 % de los decesos entre las tropas aliadas obedeció a la grave deshidratación causada por la bacteria Vibrio cholerae y un 3,6 % al paludismo y otras enfermedades caracterizadas genéricamente como fiebres. “A menudo”, añade la investigadora de la UFF, “los soldados y prisioneros paraguayos con cólera eran abandonados en los caminos por orden de los comandantes, cuando las tropas se desplazaban de un campamento a otro”.
Los relatos de quienes vivieron la guerra respaldan sus conclusiones. En el libro A retirada da Laguna, publicado en francés en 1871 y en portugués tres años más tarde, el ingeniero militar Alfredo Taunay (1843-1899) describió a los brotes de cólera como “el adversario oculto”, “que no perdonaba a nadie”. “La peste es la mayor enemiga que tenemos”, informó el mariscal de campo Manuel Luís Osório (1808-1879) al ministro de Guerra, Ângelo Muniz da Silva Ferraz (1812-1867), al asumir el mando de las tropas, en julio de 1867.
En los libros del Archivo del Ejército, Barbosa halló registros de una categoría de enfermedades infecciosas raramente recordada en los relatos de la época, las enfermedades de transmisión sexual: “La sífilis era habitual. Los oficiales acusaban a sus esposas o amantes que convivían con los soldados. En los campamentos había prostitución, principalmente con las paraguayas, a causa del hambre”. Una peculiaridad de esta guerra residió en que las mujeres que acompañaban a la tropa eran las madres, hijas, hermanas o las parejas de los soldados, para quienes lavaban los uniformes y cocinaban.
Incluso los desplazamientos eran riesgosos. “Un grupo de médicos y enfermeros que partió en abril de 1865 desde la ciudad de Río de Janeiro se unió a un batallón de 500 soldados en la ciudad de São Paulo, pero tuvieron que detenerse dos semanas después en Campinas, donde había un brote de viruela que causó la muerte de seis integrantes de la tropa”, relata el médico intensivista José Maria Orlando, autor de Vencendo a morte – Como as guerras fizeram a medicina evoluir (editorial Matrix, 2016). Tras ello, el grupo debió enfrentarse al paludismo que transmitían los insectos que proliferaban en las ciénagas del Pantanal, que debían atravesar para llegar a los campos de batalla, casi nueve meses después.
“Muchos de los soldados no estaban vacunados contra la viruela y eran portadores de enfermedades propias de sus regiones”, comenta la historiadora Maria Teresa Garritano Dourado, del Instituto Histórico y Geográfico de Mato Grosso do Sul, basándose principalmente en los documentos del Archivo de la Marina, también de Río de Janeiro. Autora de A história esquecida da Guerra do Paraguai: Fome, doenças e penalidades [La historia olvidada de la Guerra del Paraguay: Hambre, enfermedades y penurias] (editorial UFMS, 2014), ella identificó otro enemigo: el clima. “Ante la falta de ropa adecuada y al no estar acostumbrados al clima del sur, los soldados del norte se morían de frío”, relata. “La lucha no era solamente contra el enemigo, sino también por la supervivencia en los campamentos”.
El general Dionísio Evangelista de Castro Cerqueira (1847-1910), quien estuvo en el frente y escribió Reminiscências da campanha do Paraguai, 1865-1870 (Biblioteca do Exército, 1929), relató que en los campamentos se bebía “agua espesa y amarillenta, contaminada por la proximidad de los cadáveres”. Los muertos se amontonaban o se los arrojaba a los ríos, contaminando el agua. Otro problema era la faena y la preparación de los animales con los que se alimentaban: las vísceras y otras partes que no se aprovechaban se dejaban expuestas al sol, generando mal olor. “Los buitres y los caranchos [aves de rapiña] se encargaban de la limpieza, devorando los restos”, describió el oficial.
Los heridos en combates
Los cirujanos civiles que fueron al frente de batalla, concluyó
Bahiense, inicialmente aprendieron con los informes de los equipos
médicos que habían servido en guerras anteriores. En las Guerras
Napoleónicas (1803-1815), Dominique Jean Larrey (1766-1842) cirujano en
jefe del ejército francés, insistió en ubicar a los equipos quirúrgicos
cerca del frente de batalla, para asegurar una atención de prisa y el
rápido retiro de los hombres heridos en ambulancias, en ese entonces
tiradas por caballos. En la Guerra de Crimea, la enfermera inglesa
Florence Nightingale (1820-1910) implementó lo que Orlando denominaba
“filosofía de la UTI [unidad de terapia intensiva]”: ubicar a los
pacientes más graves cerca del puesto de enfermería, para su atención
permanente, y a los menos graves más lejos.
“Durante la Guerra del Paraguay, se suscitó un fructífero debate al respecto de las técnicas quirúrgicas”, recalca Bahiense. Se discutió, por ejemplo, si el mejor momento para amputar un brazo o una pierna [afectados por balas, machetes o bayonetas] era inmediatamente después de ser heridos o si se debía esperar a que el combatiente asimile que había sido herido. Aunque las intervenciones quirúrgicas fueran bien hechas, los soldados podían morir poco después debido a una infección generalizada, a causa de la escasa preocupación –y conocimientos– acerca de la asepsia. Él comprobó que los medicamentos –principalmente el cloroformo, que se usaba como anestésico, y el opio, para el dolor–, los vendajes y la ropa para los pacientes hospitalizados tenían gran demanda, porque siempre se agotaban las existencias.
“Las guerras, al igual que las epidemias, han hecho del mundo un campo de experimentación y, aún a costa de un inmenso sufrimiento, han acelerado el descubrimiento de nuevas técnicas quirúrgicas, el tratamiento de las quemaduras o de las enfermedades infecciosas”, comenta Orlando. Según él, solo a partir de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) fue que el número de muertes por heridas en combate comenzó a ser mayor –en este caso, el doble– que las causadas por enfermedades infecciosas.
Las razones de este cambio han sido la mejora de las condiciones de higiene y la adopción de técnicas de tratamiento: se les inyectaba a los heridos una solución salina directamente en sus venas para compensar las consecuencias de la gran pérdida de sangre. A partir de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), el uso de antibióticos como la penicilina redujo aún más la mortandad de los soldados a causa de las infecciones generadas por las heridas. Durante la Guerra de Corea (1950-1953), las amputaciones se hicieron menos necesarias con el desarrollo de las técnicas de cirugía vascular.
Bahiense apunta otra razón para la elevada mortalidad debido a las enfermedades infecciosas durante la Guerra del Paraguay: “En Brasil todavía no existía la enfermería profesional, como en Estados Unidos y en Europa”. El equipo de asistencia de los cirujanos estaba integrado por soldados, cabos o prisioneros paraguayos adiestrados a toda prisa con un curso rápido de enfermería y luego reemplazados por las religiosas o las mujeres que acompañaban a los militares.Entre ellas se destacó Anna Nery (1814-1880) quien se convirtió en una referente del área en Brasil. A disgusto por tener que separarse de dos de sus hijos, ambos reclutados para marchar al frente, se alistó como voluntaria para cuidar a los heridos. Tras conseguir la autorización del gobierno de Bahía, Nery los acompañó, aprendió nociones de enfermería con unas monjas en Rio Grande do Sul y trabajó como enfermera en los hospitales del frente de batalla. En reconocimiento a su labor, el emperador Pedro II le concedió una pensión vitalicia, con la cual pudo educar a sus otros hijos.
En marzo y abril de 2022, la Universidad Federal de Mato Grosso do Sul, campus de Aquidauana, celebrará un congreso internacional para debatir sobre el 150º aniversario del final de la guerra, que se cumplió el año pasado.
domingo, 22 de septiembre de 2024
viernes, 5 de julio de 2024
Argentina: Visita de un príncipe a La Plata
El príncipe que llegó a La Plata y dijo que era una "ciudad fantasma"
Luis de Orleans y Bragance recorrió la capital bonaerense a comienzos del siglo XX. Asistió al Museo de Ciencias Naturales y presenció una identificación dactiloscópica hecha por Juan Vucetich. Advirtió sobre la falta de proyección del puerto y la escasez de población
De la noche a la mañana, alzar allí una ciudad destinada, en sus pensamientos, a convertirse en rival de la metrópoli que les habían quitado.
Hechas estas reservas, no tengo dificultad alguna en adherirme a la opinión del publicista que cité con anterioridad. Si las manzanas se llenaran de casas de habitantes, no hay duda de que La Plata se convertiría en la ciudad más bella de la Unión. Pero me parece que este “si” representa a la mas improbable de las hipótesis. No se improvisa así, de la noche a la mañana, una gran ciudad, a una hora de distancia de una capitan que tiene un millón de habitantes. La Plata se poblará… el día que Buenos Aires, en su frenético desarrollo, extienda hasta allí sus suburbios.c
Para rescatar su concepción embrionaria, los fundadores de la ciudad se aferran con desesperación a las últimas tablas de salvación. Se habla de ampliar el puerto de “La Ensenada”, a cinco kilómetros de aquí, de unirlo, mediante trabajos gigantescos, al de Buenos Aires. Pero, además de que estos trabajos supondrían un gasto formidable, el nuevo puerto presentaría los mismos inconvenientes que el de la capital. El porvenir no está allí, sino en Bahía Blanca o en Rosario, puertos profundos y seguros, hacia donde, tarde o temprano, se volcará todo el movimiento marítimo de las costas argentinas. Se habla también de crear una zona franca alrededor de la ciudad. Idea excelente, en teoría, pero que en la práctica requerirá todo un servicio aduanero de los más difíciles de asegurar.
Por el momento, La Plata sigue en estado de mito -y sólo la administración prospera-, con sus pomposos edificios, melancólicamente erguidos, como las pirámides de Egipto, en medio del desierto. Palacio de Gobierno, palacio de la Legislatura, Dirección de Escuelas, de Correos, Municipalidad, servicios hidráulicos y de vialidad: los platenses, sin duda para consolarse por la falta de casas particulares, se aprovechan a más y mejor. En esta extraordinaria ciudad fantasma hay bibliotecas y teatros, hipódromos y asilos de indigentes, sanatorios y observatorios… Todo es vasto y lujoso, ultramoderno… pero tan desprovisto de lectores, de comediantes, de caballos como de indigentes, de enfermos y de astrónomos. Incluso los funcionarios a quienes se les ha asignado estas suntuosas residencias prefieren vivir con modestia en Buenos Aires.
Si las manzanas se llenaran de casas de habitantes, no hay duda de que La Plata se convertiría en la ciudad más bella de la Unión.
Así pues, tomado el café, se nos conduce inmediatamente al edificio de la Policía, para asistir luego al desfile impecable de la guardia municipal, precedida por su banda y por el escuadrón de la gendarmería volante de la provincia.
El método de Vucetich
Después pasamos a la oficina de Vucetich. El señor Vucetich, director del Servicio Antropométrico de la provincia, es el inventor de un nuevo sistema de identificación: la dactiloscopía.
La dactiloscopía tiene us base en la diversidad infinita de dibujo que presentan, para cada individuo, las impresiones de los diez dedos. La idea de utilizar las impresiones para la identificación procede de un inglés, Francis Galton, que fue el primero en aplicarla, en el imperio indio. El mérito de Vucetich consiste en haber simplificado el método, de una manera genial, al establecer que las impresiones digitales pueden clasificarse en cuatro grupos, absolutamente distintos, según la disposición de las líneas que las componen. Para los pulgares, Vucetich designa los cuatro grupos con las letras A,I,E, V; para los demás dedos, con las cifras 1, 2, 3, 4. Así, las impresiones digitales de un individuo se designan con dos letras y ocho cifras. El número de combinaciones es tan considerable que resulta materialmente imposible que dos individuos puedan tener designaciones idénticas.
Pero pasemos a la práctica. Por orden de Vucetich traén a un detenido que acaba de llegar, uno de esos atorrantes, italianos en la mayoría de los casos, vagabundos, ladrones y quizás asesinos, que la policía apresa en abundancia, durante sus semanales redadas, en los barrios de mala fama de Buenos Aires. Nuestro moderno e inofensivo Torquemada se adueña del malviviente, le hace poner las dos manos sobre una placa recubierta de tinta de imprenta, para luego tomarle, una a una, las impresiones de los diez dedos sobre una hoja de papel blanco.
El Bertillón sudamericano lee estas impresiones como vosotros y yo leemos el diario o el difunto Champollion, los jeroglíficos egipcios.
El porvenir no está allí, sino en Bahía Blanca o en Rosario, puertos profundos y seguros, hacia donde, tarde o temprano, se volcará todo el movimiento marítimo.
“A1342 - V2412”, dice el sabio. Detrás de nosotros están los prontuarios judiciales. Un armario contiene las letras A (de la mano derecha), una caja las series 1111 a 1414. “Ni siquiera necesito de la mano izquierda”, nos dice al instante el amable Argus de la provincia, “aquí está”. Y nos tiende un prontuario que lleva la identificación “A1342 - V24142 y el nombre: “Henrique Civelli”. “¿Cómo se llama?, le pregunta al individuo. “Henrique Civelli”, responde el atorrante con uno de esos acentos cantarinos que denuncian al napolitano a cien metros de distancia. La demostración queda hecha.
No es esta la única utilidad del sistema. Sería necesario agregar un consejo al manual del perfecto ladrón: “Cuando trabajes, no coloques nunca tus manos sobre una superficie lisa, sobre todo si antes de actuar no te las lavaste. Si lo haces, sería lo mismo que dejar tu tarjeta de visita”. Incluso si la impresión es invisible, Vucetich o sus émulos lo harán aparecer con la ayuda de procedimientos químicos recientemente inventados. Y como la denominación es de las más sencillas, no está lejano el día en que todas las policías del mundo intercambien archivos con identificación digital de todos los delincuentes de sus respectivos países.
Un museo para no perderse
De la oficina de Vucetich pasamos a los bomberos, movilizados un minuto y veinte segundos después de sonar la alarma; después al jardín público, magnífico e inútil, ya que en él no se encuentran por el momento ni soldados ni niñeras; luego vamos a la Asistencia Pública, a la Universidad… Pedimos compasión. Pero todavía queda el Museo.
Los museos, en general, me inspiran un saludable temor,m sobre todo en países que como la Argentina, que carecen, por así decirlo, de pasado y quieren, cueste lo que costare, crearse uno a partir de cualquier fragmento, un pasado flamante, podría decirse. Pero yo había olvidado los tiempos prehistóricos.
¿Os gustan los tiempos prehistóricos? ¡Cómo nos envejecen! Si es así, id al Museo de La Plata. Por escasas que sean vuestras apetencias antropológicas, etnológicas, geológicas, mineralógicas, paleontológicas, arqueológicas… encontrareis allí con que satisfacerlas. Veréis plantas fósiles de la formación carbonífera o de la época mesozoica, moluscos de las edades silúricas, peces y cangrejos de la época terciaria, vestigios de la edad de piedra, de la vajilla y de las armas de gentes que ni vosotros ni yo habríamos podido conocer. Pero con quienes los eruditos alemanes, encargados de estos estudios por iniciativa del juicioso eclecticismo internacional del gobierno, viven en la más conmovedora intimidad.
Os codearéis allí con los dasipontes, los hoploforos, los dacdicuros, los milodontes, los megaterios, los trigodontes, los tocodsontes y todos los demas mamíferos gigantescos, de nombres repulsivos, que sin duda encontraron a la tierra demasiado pequeña para sus retozos y prefirieron desaparecer. Admiraréis allí al tatuajes del tamaño de un buey y osos de las cavernas que harán palidecer de envidia a los del Museo de París, ballenas fósiles y elefantes extraordinarios. ¿Sabíais que en esos remotos tiempos, tan remotos que el solo pensarlo provoca vértigo, las pampas de la Argentina, en epecial las de la Patagonia, contenían más elefantes que las selvas africanas o las junglas de Ceilán en la actualidad?
Por último, veréis también, empleado a sueldo, de la más moderna de las repúblicas, al tipo del sabio neolítico, representante también él de otra época, cuya labor sin tregua de toda la vida recibirá quizás la consagración, en caso de éxito, de una de las pocas líneas en la Larousse o alguna otra enciclopedia.
Y si todo esto os fastidia -en los detalles- podréis al menos soñar con el origen de los mundos, con el caos primitivo, con las grandes convulsiones geológicas, a través de las cuales se elaboran lentamente los tipos actuales de la vida, y remontar así, escalón por escalón, período por período, hasta el principio creador de todas las cosas. Y descansar un momento, en medio de los esqueletos y de los fósiles, de las absorbentes cuestiones del precio de la hectárea, del cálculo de la cosecha o de la intervención federal de las provincias.
*El presente texto fue publicado originalmente en Sous la Croix-du-Sud, París en 1912 y luego traducido para el libro La Plata vista por viajeros, compilado por Pedro Luis Barcia.