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domingo, 29 de junio de 2025

Guerra ruso-japonesa: El rol crucial del financiamiento de la guerra


El rol de las finanzas de la guerra ruso-japonesa


El financiamiento de la guerra ruso-japonesa y la política monetaria japonesa (1880–1910)

Por Esteban McLaren



Entre fines del siglo XIX y comienzos del XX, Japón atravesó una etapa clave de modernización institucional, financiera y militar. Esta transformación permitió que el país se posicionara como una potencia emergente en Asia oriental. Uno de los momentos definitorios de este proceso fue la guerra ruso-japonesa (1904–1905), en la cual Japón no solo logró una victoria militar inesperada sobre el Imperio zarista, sino que también demostró su capacidad para movilizar recursos económicos a gran escala en un contexto global.


Takahashi Korekiyo

Este informe analiza el financiamiento de la guerra ruso-japonesa a partir de los pilares que lo hicieron posible: la evolución de la política monetaria japonesa entre 1880 y 1910, el rol del Banco de Japón, el protagonismo de Takahashi Korekiyo, y la obtención de préstamos internacionales, en especial los gestionados a través de Jacob Schiff, influyente banquero estadounidense. ¿Qué relación tuvo la política monetaria, las finanzas internacionales y el resultado final de la guerra ruso-japonesa?
 

1. El trasfondo: política monetaria japonesa (1880–1910)

Desde el inicio de la Era Meiji en 1868, Japón asumió un proyecto de modernización integral del Estado. En materia económica, una de las reformas más significativas fue la creación del Banco de Japón (Nihon Ginkō) en 1882, inspirado en modelos europeos como el Banco de Inglaterra y el Banco Nacional de Bélgica. Su función era emitir moneda de curso legal, estabilizar el sistema bancario y actuar como agente financiero del Estado.

Durante los años 1880 y 1890, Japón transitó por varias reformas para sanear su sistema monetario. Uno de los pasos decisivos fue la adopción del patrón oro en 1897. Este cambio elevó la confianza en la moneda japonesa y facilitó su inserción en los mercados internacionales de capital. La consolidación del yen como moneda estable fue un prerrequisito fundamental para que el país pudiera recurrir a financiamiento externo durante los conflictos bélicos subsiguientes.

2. Takahashi Korekiyo: arquitecto del financiamiento bélico

Una figura central en el financiamiento de la guerra fue Takahashi Korekiyo (高橋 是清), funcionario del Ministerio de Finanzas y luego ministro. Takahashi era un tecnócrata con amplia experiencia tanto en el sector público como privado. Su visión pragmática y su conocimiento del mercado financiero global lo convirtieron en el principal estratega económico del esfuerzo de guerra.

Takahashi comprendió que una guerra prolongada con una potencia como Rusia no podría financiarse exclusivamente con recursos domésticos. Por ello, diseñó un plan mixto que combinaba la emisión de bonos de guerra internos, colocados dentro del propio Japón, con la obtención de créditos internacionales, particularmente en los mercados financieros de Londres y Nueva York. La combinación de disciplina fiscal interna, confianza monetaria y diplomacia financiera fue clave para sostener el esfuerzo militar sin provocar una crisis económica interna.


3. Préstamos internacionales y Jacob Schiff

El actor más relevante en la financiación externa fue el banquero Jacob Schiff, cabeza del banco de inversiones Kuhn, Loeb & Co. en Nueva York. Schiff no solo tenía motivaciones económicas, sino también ideológicas: como judío alemán-americano, se oponía al antisemitismo del régimen zarista ruso y veía en la victoria japonesa una forma de debilitar al Imperio ruso.

Gracias a Schiff, Japón logró emitir cinco préstamos internacionales entre 1904 y 1905, por un total de aproximadamente 410 millones de yenes (equivalentes a cientos de millones de dólares de la época). Estos préstamos fueron colocados con éxito en los mercados financieros occidentales, principalmente en Londres y Nueva York, y tuvieron tasas de interés relativamente competitivas para un país no occidental. Esto solo fue posible porque Japón ya había establecido credibilidad internacional a partir de su adhesión al patrón oro y su desempeño económico estable.

Schiff organizó campañas de colocación de bonos de guerra japoneses entre inversores anglosajones, generando un apoyo financiero sin precedentes para un país asiático. Esta operación, coordinada por Takahashi, Schiff y el Banco de Japón, marcó un hito en la historia del financiamiento de conflictos fuera del mundo occidental.

4. Rol del Banco de Japón y deuda interna

En paralelo con los préstamos externos, el Banco de Japón gestionó el sistema de financiamiento interno. Emitió bonos de guerra que fueron comprados por ciudadanos, empresas e instituciones nacionales. La venta de bonos se promovió como un acto patriótico y permitió cubrir una porción importante del gasto bélico, especialmente en las primeras etapas del conflicto.

Aunque hubo una expansión monetaria moderada durante la guerra, el Banco logró evitar una inflación descontrolada gracias a su política de control de emisiones y coordinación con el Tesoro. La combinación de deuda interna controlada, deuda externa bien negociada y disciplina monetaria permitió que Japón financiara una guerra costosa sin caer en una crisis fiscal o inflacionaria.

5. Resultados y consecuencias

El resultado financiero del esfuerzo de guerra fue positivo en términos estratégicos. Japón logró vencer a Rusia no solo en el campo de batalla, sino también en el terreno de la gestión económica. La victoria militar se tradujo en reconocimiento internacional y un lugar en la mesa de las potencias imperiales, culminando con el Tratado de Portsmouth de 1905.

A nivel interno, la carga de la deuda fue significativa, pero manejable. La confianza en las instituciones monetarias y la experiencia ganada en el manejo de financiamiento internacional sentaron las bases para futuros desarrollos económicos. Takahashi Korekiyo, por su parte, se consolidó como una de las figuras clave de la política económica japonesa durante el primer tercio del siglo XX.

Conclusión

El caso japonés en la guerra ruso-japonesa representa un ejemplo paradigmático de cómo un país puede utilizar sus instituciones monetarias y su reputación financiera para sostener un conflicto internacional. La estrategia diseñada por Takahashi Korekiyo, articulada a través del Banco de Japón y con el respaldo de préstamos internacionales gestionados por Jacob Schiff, permitió a Japón no solo ganar una guerra, sino hacerlo sin comprometer seriamente su estabilidad macroeconómica.

Es increíble cómo Japón pasó de una sociedad literalmente feudal hacia una que, con dificultades pero también con disciplina, adoptaron las prácticas occidentales más complejas: sin duda, la banca moderna resultaba un conocimiento complejo para quiénes simplemente tuvieron que adoptar sin vivir la lógica de su desarrollo.

Este modelo de financiamiento fue fruto de dos décadas de reformas previas, disciplina monetaria y habilidad diplomática en el mundo financiero internacional. Para países en vías de desarrollo o potencias emergentes, el caso japonés ofrece lecciones relevantes sobre el rol de la credibilidad institucional y la integración financiera internacional.

Referencias bibliográficas

  • Hishiyama, Iwao. Takahashi Korekiyo and the International Loans during the Russo-Japanese War. Tokyo University Press, 1980.

  • Tamaki, Norio. Japanese Banking: A History, 1859–1959. Cambridge University Press, 1995.

  • Nish, Ian. The Origins of the Russo-Japanese War. Longman, 1985.

  • Metzler, Mark. Lever of Empire: The International Gold Standard and the Crisis of Liberalism in Prewar Japan. University of California Press, 2006.

  • Harrington, Fred. Jacob Schiff and the Russo-Japanese War. Pacific Historical Review, Vol. 9, No. 4, 1940.

  • Schumpeter, Elizabeth B. Japanese Monetary Policies. Journal of Economic History, Vol. 6, No. 1, 1946.

  • Hunter, Janet. The Emergence of Modern Japan: An Introductory History since 1853. Longman, 1997.



miércoles, 28 de agosto de 2024

SGM: El memorando de Windgate

Memorando de Wingate

Weapons and Warfare




El mayor general Orde Charles Wingate DSO & Two Bars (26 de febrero de 1903 - 24 de marzo de 1944) fue un oficial del ejército británico conocido por su creación de las misiones de penetración profunda de Chindits en territorio controlado por los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. Wingate fue un exponente del pensamiento militar no convencional y del valor de las tácticas sorpresa. Asignado al Mandato Palestino, se convirtió en partidario del sionismo y creó una unidad de contrainsurgencia conjunta británica-judía. Bajo el patrocinio del comandante de área Archibald Wavell, a Wingate se le dio cada vez más libertad para poner sus ideas en práctica durante la Segunda Guerra Mundial. Creó unidades en Abisinia y Birmania. En un momento en que Gran Bretaña necesitaba un mando general que impulsara la moral, Wingate atrajo la atención de Winston Churchill con una filosofía de guerra agresiva e independiente, y recibió recursos para organizar una operación a gran escala. La última campaña de Chindit puede haber determinado el resultado de la batalla de Kohima, aunque la ofensiva japonesa en la India puede haber ocurrido porque la primera operación de Wingate había demostrado la posibilidad de avanzar a través de la jungla. En la práctica, tanto las fuerzas japonesas como las británicas sufrieron graves problemas de suministro y desnutrición. Wingate murió en un accidente aéreo al final de la guerra. Una controversia continua sobre los Chindits se ha centrado en la tasa de bajas que sufrió la fuerza, especialmente por enfermedades. Wingate creía que la resistencia a las infecciones podía mejorarse inculcando una actitud mental dura, pero los médicos consideraron que sus métodos no eran adecuados para un ambiente tropical.

Empleando al máximo su abundante iniciativa estratégica, logró burlar y destruir un ejército aún mayor al mando del general Kimura a lo largo del Irrawaddy entre Meiktila y Mandalay en la primavera de 1945; el propio Kimura describió la operación de Slim como el "golpe maestro de la estrategia aliada".

A finales de 1944, las fuerzas de Slim estaban poderosamente posicionadas en el borde de la llanura central de Birmania y los japoneses se retiraban rápidamente. Su rápida retirada le planteó un nuevo problema. La llanura central más seca daría mayor margen para sus unidades blindadas y motorizadas y proporcionaría objetivos más abiertos para las fuerzas aéreas casi indiscutidas, pero Slim necesitaba (como había hecho en Imphal) atraer a las fuerzas japonesas a la batalla y destruirlas. No quería tener que perseguirlos a través de Birmania hasta Siam o Malasia. Por lo tanto, ideó un plan que ha sido elogiado con razón como su concepto más brillante como comandante de alto nivel. El plan se centró en dos ciudades importantes, Mandalay y Meiktila, y el ferrocarril, la carretera y el río Irrawaddy que las conectaban. Es evidente que los japoneses defenderían Mandalay lo más firmemente posible. La estratagema de Slim era hacer avanzar fuerzas poderosas hacia Mandalay desde el norte, haciendo todo lo posible para convencer a los japoneses de que éste era el asalto principal, incluido un cuartel general falso del Cuerpo que enviaba mensajes reales. Al mismo tiempo enviaría fuerzas igualmente poderosas en un largo desvío hacia el oeste a través de las colinas Chin, para salir de la jungla y las colinas en la zona de Pakokku y luego atacar Meiktila. Desde allí, sus fuerzas girarían hacia el norte y el este para interceptar y destruir a las principales fuerzas japonesas antes de que pudieran retirarse de Mandalay.

Esto es, a grandes rasgos, lo que ocurrió, pero existe un vínculo interesante con la controvertida cuestión de Chindit. En Defeat into Victory Slim escribió: "Mi nuevo plan, cuyos detalles fueron elaborados en un tiempo récord por mi devoto personal... tenía como intención la destrucción de las principales fuerzas japonesas en el área de Mandalay". Luego añadió los detalles de que el IV Cuerpo se movería en secreto por el valle del Gangaw, aparecería en Pakokku y atacaría violentamente a Meiktila. Cuando se le preguntó más tarde confirmó que este plan surgió en conversaciones con su personal.

En ningún momento, ni en su libro ni en discusiones posteriores, Slim reveló que el 13 de marzo de 1944 había recibido un memorando de Wingate sugiriendo que la siguiente iniciativa importante de Chindit después de Broadway, suponiendo que el IV Cuerpo hubiera hecho un avance sustancial, sería desembarcar una brigada en Pakokku, apoderarse de Meiktila y atrapar a las fuerzas japonesas antes de que pudieran retirarse de Mandalay. Esta falta de apertura por parte de Slim es bien conocida por los Chindits, y Louis Allen la menciona en Burma The Longest War (p. 398). Esto plantea las implicaciones más graves. Slim no sólo ha reivindicado todo el plan Meiktila como propio cuando en realidad la idea se originó en Wingate, sino que, habiéndosele presentado esta idea en marzo de 1944, en lugar de retirar a los Chindits después de su éxito en Broadway para poder utilizar Cuando los encontró en otra situación ideal en Meiktila, se los entregó a Stilwell para que los utilizara como infantería normal. Los Chindits nunca más fueron utilizados como Fuerzas de Penetración de Largo Alcance; en cambio, unos meses más tarde –después de sufrir más del 50 por ciento de bajas en la matanza de Mogaung– fueron disueltos. Aquí, claramente, hay una consecuencia adicional de la trágica muerte de Wingate. Seguramente habría logrado defender su caso cuando, después de Broadway, contó con el respaldo personal de Churchill para que los Chindits volvieran a desempeñar el papel para el que estaban armados y entrenados.

Antes de que comenzara la Operación Capital, los Ingenieros Reales y otros servicios hicieron hábiles preparativos (ayudados por excavadoras, elefantes, operaciones de construcción de barcos y la creación de pistas de aterrizaje) para preparar una ruta para que el IV Cuerpo se moviera en secreto en sus 300- caminata de una milla hacia la jungla de Chin Hills y luego emerger sin ser detectado cerca de Pakokku. La 17.ª División India, todavía dirigida por Cowan y ahora ampliamente capacitada y reequipada, tomó la iniciativa en esta empresa.

Mientras el IV Cuerpo se adentraba en la jungla a principios de enero de 1945, el XXXIII Cuerpo avanzó rápidamente y capturó Shwebo de sus antiguos adversarios, la 31.ª División. Desde Shwebo, la 19.ª División, bajo el mando de su exitoso y agresivo comandante, el general de división Pete Rees, se dirigió hacia el este y cruzó el pozo Irrawaddy al norte de Mandalay. La 2.ª División y la 20.ª División India también dificultaron y opusieron los cruces del río, que en algunos lugares tenía más de dos millas de ancho, y proporcionaron un obstáculo formidable cuando la otra orilla estaba en manos de defensores decididos. Sintiendo su derrota final, los soldados japoneses no se dieron por vencidos, sino que siguieron luchando hasta que todos los defensores fueron asesinados. Durante semanas estas difíciles batallas continuaron hasta que, a principios de marzo, la 19.ª División se acercaba a Mandalay. Este fue un obstáculo difícil e incluía el Fuerte Dufferin, construido por los británicos en el siglo XIX, con un foso ancho y profundo y muros de 30 pies de espesor. El 9 de marzo, Rees realizó la primera de varias transmisiones para la BBC con un comentario continuo sobre las diferentes acciones que podía ver desde su puesto de mando a la vista de Fort Dufferin. Las tres divisiones que atacaron Mandalay lograron engañar a Kimura haciéndole creer que eran la principal fuerza atacante, y que cualquier unidad más al sur era sólo una finta.

El avance del IV Cuerpo a través de Pakokku hasta la periferia de Meiktila se desarrolló sin problemas a pesar de que implicó cruzar el Irrawaddy frente al enemigo. Todas las divisiones tuvieron acciones muy reñidas y varios casi desastres causados ​​por barcos mal preparados, por motores fuera de borda averiados en medio de un río de 2 millas de ancho y por la dura oposición japonesa desde la otra orilla.

El 28 de febrero, cuando el XXXIII Cuerpo ya estaba atacando los suburbios de Mandalay, Cowan lanzó un ataque bien coordinado contra Meiktila. Contaba con el apoyo de la 5.ª División India y la 255.ª Brigada de Tanques, junto con unidades motorizadas de su división, y blindaje y artillería masivos adicionales. Cowan rodeó la ciudad y estableció controles de carreteras en las salidas principales. La batalla por Meiktila duró cuatro días de lucha ininterrumpida y sin cuartel. A los japoneses se les había ordenado defender la ciudad hasta el último hombre, y prácticamente lo hicieron. Cuando finalmente fueron superados, se contaron más de 2.000 cadáveres, pero se estimó que había otros tantos en los búnkeres, en los sótanos, en los lagos o simplemente despedazados por los bombardeos aéreos. Tras ser rodeada, la guarnición fue aniquilada casi por completo y se capturó una zona de almacenes muy grande, la base de suministros para dos ejércitos japoneses. Slim, que estuvo presente en la batalla, consideró que "la captura de Meiktila fue una magnífica hazaña de armas".

Demasiado tarde, los japoneses reaccionaron a la pérdida de Meiktila, que supuso un golpe desastroso para toda su posición en Birmania central, y lanzaron una serie de fuertes contraataques durante la semana siguiente (6-13 de marzo). Reunieron a la 18.ª División del norte de Birmania y a varias unidades de la 53.ª División, la 49.ª División y los lamentables supervivientes de la 33.ª División que acababan de recibir otro ataque a manos de sus antiguos rivales, la 17.ª División India. Ahora que las fuerzas indias y británicas defendían Meiktila contra un prolongado contraataque japonés, que duró más de una semana, los combates fueron tan reñidos y severos como siempre. Por ejemplo, cuando unidades de la 5.ª División India volaron hacia el aeródromo de Meiktila, sus Dakotas fueron atacadas por armas automáticas y pequeñas japonesas. La batalla de Meiktila fue una de las grandes victorias de Cowan, pero estaba bajo una tensión considerable porque acababa de enterarse de que su hijo había muerto en el ataque a Mandalay.

Debido a sus graves derrotas y reveses en Mandalay y Meiktila, los japoneses intentaron reagrupar sus fuerzas con urgencia. Se ordenó al general Honda que se hiciera cargo de las Divisiones 18.ª y 49.ª (llamadas 33.º Ejército) y recuperara Meiktila a toda costa. Pensó que este plan era una tontería, pero emprendió lealmente la tarea y el 22 de marzo organizó un ataque de dos divisiones. El primer ataque fue repelido sangrientamente, con más de 200 hombres muertos, aunque los artilleros japoneses, hábilmente ubicados y bien camuflados, causaron daños considerables y destruyeron unos 50 tanques. En total, en una operación que duró varios días, en la que destruyeron 50 tanques, perdieron más de 50 cañones y sufrieron 2.500 bajas. Honda se dio cuenta de que no podía seguir sufriendo pérdidas a ese nivel y retrocedió dispuesto a adoptar tácticas dilatorias mientras avanzaba hacia el sur. Al mismo tiempo, el 15.º ejército japonés, formado por los devastados restos de las divisiones 31.ª y 33.ª, se retiraba rápidamente hacia Toungoo. Mientras huían, fueron emboscados y atacados por la 20.ª División de Gracey, que se había dirigido rápidamente hacia el sur desde Mandalay. Causaron estragos en el llamado 15º Ejército: mataron a más de 3.000 hombres y capturaron grandes cantidades de armas y equipo. Estas diezmadas unidades japonesas, aunque parcialmente reforzadas, contenían a la mayoría de los supervivientes de las batallas de Kohima, Bishenpur, Shenam Saddle y Mount Molvom.

domingo, 5 de mayo de 2024

SGM: La guerra de señales entre USA y el Imperio del Sol

Inteligencia electrónica japonesa: uso de códigos estadounidenses para el entrenamiento (1)

Por Chu Ha


Defensa de Vietnam :
la Armada Imperial Japonesa comenzó a realizar criptografía en 1925 después de establecer el llamado Grupo Especial en el Departamento de Comunicaciones, Estado Mayor Naval.

Sólo hablemos de cosas que podamos entender.
Porque si no conocemos las reglas de la lengua étnica,
¿podemos emitir
juicios certeros e inteligentes sobre esa lengua?,

K. Prutkov. “Escritos”
 

En ese momento, el grupo tenía sólo cinco empleados y estaba ubicado en un edificio de ladrillo del Almirantazgo en Tokio. El experto polaco en criptografía Jan Kovalevski dio una conferencia sobre criptografía aquí. Los descifradores de códigos reformistas bajo su liderazgo adquirieron formidables habilidades para descifrar códigos y al mismo tiempo utilizaron códigos del Departamento de Estado para su capacitación.

Durante la década de 1930, el personal del Grupo Especial tenía la tarea principal de leer telegramas chinos. Por ejemplo, leyeron un telegrama que señalaba los planes chinos de utilizar el poder aéreo para atacar a los japoneses. De modo que el ejército japonés inmediatamente atacó primero y destruyó la mayor parte de la fuerza aérea de Chiang Kai-shek.

La razón por la que el personal del Grupo Especial centró su "pasión" principalmente en los telegramas chinos fue porque sus habilidades no les permitían decodificar los códigos navales y diplomáticos del principal enemigo, Estados Unidos. Sólo son excepciones las situaciones extremadamente favorables que no se pueden aprovechar.

Uno de esos casos favorables apareció el 26 de febrero de 1936, cuando dos regimientos se amotinaron en Tokio y varios activistas estatales fueron ahorcados por planear un golpe de estado. Los expertos japoneses en criptoanálisis han obtenido una gran cantidad de telegramas y muchas palabras que se pueden encontrar en el texto sin formato de esos telegramas.

Al poco tiempo habían leído la mayoría de los telegramas estadounidenses, incluidos los del agregado naval estadounidense en Tokio. Luego Estados Unidos cambió sus sistemas de códigos y una vez más los agentes del Grupo Especial no tenían suficientes conocimientos matemáticos para descifrarlos.

Los japoneses intentan compensar las deficiencias del conocimiento teórico del criptoanálisis mediante la creatividad. A finales de 1937, un empleado del Grupo Especial llamado Morikawa y un técnico irrumpieron en el consulado de Estados Unidos y tomaron fotografías del llamado "código marrón" del Departamento de Estado de Estados Unidos y de la máquina de códigos M-138 que se había utilizado anteriormente. Algo que los japoneses nunca habían visto antes.

Poco después, en un acto de preparación para la guerra, el Comando Naval japonés construyó la primera gran estación de recogida en la aldea de Owada, a 50 minutos en coche de Tokio. Los documentos que analizan el posicionamiento por radio y la telemetría durante los ejercicios de la Armada de los EE. UU. ayudaron al Estado Mayor japonés a obtener una idea de la flota estadounidense y sus tácticas.

Debido al rápido desarrollo de las instalaciones de comunicaciones esenciales de Estados Unidos después de Pearl Harbor, el Grupo Especial se vio obligado a tomar medidas para mejorar sus operaciones. El primer grupo de 50 nuevos empleados que el Grupo Especial aceptó para trabajar fue seleccionado de escuelas de idiomas extranjeros y escuelas de comercio civil. El segundo grupo de 70 militares fue seleccionado según criterios de lengua extranjera entre 500 personas y recibió una nueva formación.

Durante cinco meses, los reclutas aceptados en el Grupo Especial practicaron el código Morse, estudiaron códigos elementales (César y Vigenere) y aprendieron a descifrar sistemas de códigos más complejos. Durante los años de la Segunda Guerra Mundial, se graduaron seis cursos de estudiantes. Varios graduados fueron enviados a unidades de flota y personal para realizar operaciones de inteligencia radioelectrónica. Sin embargo, la mayoría de los estudiantes que se gradúan de cursos de servicio sirven inmediatamente a Grupos Especiales.

Una enorme corriente de telegramas interceptados llegó a esta unidad de espionaje de la Armada japonesa. La mayoría de ellos fueron enviados desde cientos de receptores y localizadores de radio en la estación de interceptación en la aldea de Owada.

Hubo varios prisioneros de guerra estadounidenses y australianos obligados a trabajar para la inteligencia electrónica japonesa. Debido a la falta de expertos capacitados, Japón se vio obligado a admitir a 30 jóvenes japonesas-estadounidenses en la agencia de detectives, algo inaudito en Japón en ese momento.

Inteligencia electrónica japonesa: errática, limitada y extremadamente intrascendente (2)

Por Chu Ha


Defensa de Vietnam - A diferencia de los expertos estadounidenses en criptoanálisis, que pueden leer telegramas incluso cifrados con los sistemas de cifrado más sólidos, los expertos en descifrado del grupo especial japonés a menudo fracasan al intentar obtener información útil de los canales de comunicación estadounidenses.
Ni siquiera se atreven a descifrar los sistemas de cifrado de nivel intermedio y alto del ejército estadounidense, sino que solo se centran en los sistemas de cifrado simples de nivel inferior del comando estadounidense. Uno de esos códigos es utilizado por las tripulaciones de los aviones de patrulla aérea de la Marina de los EE. UU. e incluye docenas de frases como "enemigo detectado".

El cifrado se cambia cada 10 días, pero las mismas frases persisten en versiones de cifrado posteriores, lo que facilita el descifrado. E incluso si Japón descifrara este código, ya sería demasiado tarde para actuar con prontitud basándose en la información recibida.

Japón había logrado varios éxitos importantes al descifrar códigos repetitivos no alfabéticos utilizados por las flotas mercantes enemigas. ¿Cómo hacen realmente un trabajo tan difícil? Muy simplemente, gracias a su aliado alemán, transfirió a Japón un libro de códigos capturado por un buque de guerra alemán.

Los japoneses sólo tuvieron que decodificar de forma iterativa. Sin embargo, el código sólo aportaba información esporádica y aleatoria y, a menudo, en ese momento el barco que mencionaba ya no se encontraba en la zona mencionada.

Así, las actividades de investigación del código espía japonés se consideran exitosas hasta cierto punto, pero en general son erráticas, limitadas y extremadamente intrascendentes para las principales campañas militares y de contrainteligencia.

El 18 de octubre de 1941 los japoneses capturaron a Reinhard Sorge. En los meses anteriores, la agencia de interceptación de Japón capturó con frecuencia telegramas codificados del corresponsal de Sorge pero no pudo decodificarlos y no pudo localizar la estación transmisora. Sólo en 1940, Sorge envió no menos de 30.000 frases en clave a Moscú.

En 1943, un destructor japonés estrelló y destruyó el torpedero RT-109 comandado por John Kennedy (más tarde presidente de los Estados Unidos). Por supuesto, Japón se dio cuenta de la avalancha eléctrica inusualmente grande que apareció después del hundimiento del RT-109. Debido a que estos telegramas codificados contenían instrucciones detalladas de rescate, los japoneses tuvieron la oportunidad no sólo de destruir a toda la tripulación del torpedero hundido sino también a aquellos que acudieron al rescate.

Incluso los criptoanalistas promedio pueden decodificar todos estos mensajes cifrados en sólo una hora. Pero los estadounidenses aún completaron con éxito la operación de rescate sin ningún signo de intervención del enemigo, por lo que salvaron la vida del futuro presidente de los Estados Unidos para salvar la bala asesina del asesino mercenario.

Inteligencia electrónica japonesa: delicioso cebo en el ojo (3)

Por Chu Ha


Defensa de Vietnam - Los últimos días de la Segunda Guerra Mundial trajeron al pueblo japonés un desastre que quedará grabado para siempre en su memoria.
Las ciudades de Hiroshima y Nagasaki fueron bombardeadas con bombas atómicas.

El personal del Grupo Especial descubrió el segundo bombardero estadounidense encargado de lanzar la bomba atómica sobre Nagasaki.

Los expertos en criptografía del Grupo Especial, mediante el análisis de telegramas de comunicaciones, predijeron las misiones de ataque del bombardero B-29 y registraron señales cifradas especiales de los aviones en solitario que volaban hacia Nagasaki. Eso ocurrió tres días después de la destrucción de Hiroshima.

En aquella época, estas señales también fueron transmitidas desde el avión que lanzó la primera bomba atómica sobre la ciudad de Hiroshima.

Pero antes de que terminara la guerra, Japón no tenía fuerza aérea para interceptar el avión que transportaba esa arma mortal, por lo que el personal del Grupo Especial no tuvo más remedio que registrar en sus mapas la dirección de vuelo del avión: los bombarderos se dirigen directamente a Nagasaki.


lunes, 25 de diciembre de 2023

Japón Imperial: La conducta fanática de los soldados nipones

Disciplina, fanatismo e incredulidad: los soldados japoneses que pasaron décadas escondidos sin saber que la guerra había terminado

La rendición de las tropas niponas en septiembre de 1945 puso fin a la Segunda Guerra Mundial pero no a las andanzas de miles que siguieron combatiendo en los montes y en la selvas, en algunas ocasiones sin comprender que había llegado la paz y en otras incapaces de reconocer el desastre final

Por Germán Padinger  ||  Infobae




Una columna japonesa ingresando en Singapur tras derrotar al Reino Unido en 1942
(Gentileza: News dog media)

El 25 de noviembre de 1970, 25 años después de la derrota japonesa en la Segunda Guerra Mundial, el escritor Yukio Mishima y cuatro de sus seguidores ingresaron en el cuartel general de las Fuerzas de Autodefensa Japonesas en Tokio y secuestraron a su comandante.

Desde la ventana de la oficina, Mishima intentó entonces arengar a las tropas en el patio y provocar una sublevación. Su objetivo era claro: un golpe de Estado que restaurara el poder del Emperador Hiroito, forzado en 1946 a renunciar a su status de Dios en la tierra mediante la firma de su Declaración de Humanidad (Ningen sengen), retornara a los valores de la cultura tradicional y limpiara la humillación de la derrota del Imperio del Sol Naciente en 1945.

Pero el autor de la tetralogía de "El mar de la Fertilidad" y las novelas "El marino que perdió la gracia del mar" y "Confesiones de una máscara", para muchos uno de los escritores japoneses más influyentes del Siglo XX, no tuvo éxito en conmover a los jóvenes soldados de un Japón nuevo y moderno que se le estaba escapando.


El escritor Yukio Mishima intenta provocar un golpe de Estado en Japón que restaure el poder del emperador. Luego se suicidará cometiendo seppuku

Mishima volvió entonces a la oficina, tomó un cuchillo y se abrió el vientre de acuerdo a la práctica del suicidio ritual conocida como Seppuku, como relata el biógrafo estadounidense Henry Scott Stokes. En un acto final de tragicomedia negra, su asistente Masakatsu Morita intentó, sin éxito ya que no estaba entrenado en el uso de la espada, decapitarlo, parte final del rito. Otro de los presentes, Hiroyasu Koga, debió intervenir para concluir lo que se transformó casi en un acto performativo, la última obra de Mishima.

Cuatro años después y a casi 4.000 kilómetros de distancia, el último soldado del imperio japonés aún activo, Teruo Nakamura, fue capturado en la isla indonesia de Morotai, 29 años después de que las fuerzas japonesas firmaran la rendición a bordo del acorazado estadounidense USS Missouri.

Nacido en Taiwán y miembro de la tribu aborigen Amis, Nakamura había sido reclutado para formar parte de una unidad de voluntarios del Ejército Japonés, y estaba destinado en Morotai cuando en octubre de 1944 los aliados capturaron la isla indonesia. Desaparecido en combate, fue declarado muerto por los japoneses y olvidado, pero en realidad se las había arreglado para vivir escondido en la selva hasta que fue descubierto por un avión en 1974.

El emperador Hiroito mantuvo el trono desde 1926 hasta su muerte en 1989. Fue un símbolo del poder imperial japonés y figura divina hasta que las autoridades de ocupación estadounidense lo forzaron a aceptar su humanidad

Nakamura fue el último de miles de soldados japoneses que por disciplina o desconocimiento de la rendición continuaron activos en las décadas posteriores al fin de la Guerra en el Pacífico (1941-1945), cada uno de ellos un monumento a los valores de patriotismo y sacrificio nipones, pero también a las ambiciones expansionistas, las masacres brutales y la autopercepción divina del Imperio.

Guerrilla y supervivencia de las cenizas del sol naciente

Japón inició su campaña de expansión y conquista en 1931, cuando el ejército de Kwantung ocupó Manchuria, en el norte de China. Ambos países volvieron a entrar en guerra 1937, poco antes del inicio en Europa de lo que luego se llamaría Segunda Guerra Mundial (1939-1945).

A partir de entonces las conquistas japonesas no pararon de crecer: Indochina, Filipinas, Singapur y Nueva Guinea, entre muchos otros lugares en el este de Asia, fueron ocupados y para 1941 el Imperio ya estaba también en conflicto con Estados Unidos tras el ataque sobre Pearl Harbor y en alianza con la Alemania nazi y la Italia fascista.

Tropas japonesas junto a soldados británicos capturados, posiblemente en Singapur (Gentileza: News dog media)

Derrotar finalmente al imperio japonés le tomó a los aliados casi cuatro años y enormes pérdidas humanas y materiales. Incluso, Tokio no cambió su postura de combate hasta la muerte del último de sus soldados sino hasta el bombardero con armas nucleares de Hiroshima y Nagasaki en 1945 y la invasión de Manchuria por parte de la Unión Soviética ese mismo año.

Pero ni el fin de la guerra en septiembre de 1945, ni la consiguiente ocupación de las islas japonesas por tropas estadounidenses ni tampoco la Declaración Humanidad del 1 de enero de 1946 lograron que miles de soldados desperdigOs por toda Asia Oriental siguieran en armas.

La resistencia en la selva

En 1944 las tropas estadounidenses invadieron la isla de Saipán, en el archipiélago de las Marianas, y derrotaron a los defensores japoneses tras una batalla brutal. Cuando todo estaba ya perdido, los últimos 4.000 soldados imperiales se lanzaron en una carga suicida contra los atacantes, en sintonía con una vieja tradición y una práctica recurrente durante la Guerra en el Pacífico de pelear hasta el último hombre, sin aceptar la humillación de la rendición.

Un soldado se rinde ante las tropas estadounidenses. Las rendiciones era un fenómeno muy excepcional, y por lo general los japoneses peleaban hasta la muerte

Fueron aniquilados, Estados Unidos consideró a la isla "segura" y Japón declaró a todas las tropas apostada en Saipán como presuntamente muertas en acción.

Pero estaban equivocados.

El capitán Sakae Oba y 46 de sus hombres habían sobrevivido a aquella carga suicida y estaban escondidos en la selva. Reunieron a 200 civiles japoneses, y se internaron aún más en una zona montañosa donde establecieron una base.

Los hombres de Oba, apodado "El Zorro", se dedicaron entonces a una campaña guerrillera contra las tropas estadounidenses que continuó aún después de la rendición formal de Japón. Oba y sus hombres finalmente se entregaron el 1 de diciembre de 1945 y el capitán vivió hasta 1992.


El capitán Sakae Oba, el “Zorro” de Saipán

El teniente Ei Yamaguchi tuvo una actitud similar, al liderar a 33 de sus soldados en una campaña guerrillera tras la derrota japonesa en Peleliu. Hostigó a los infantes de marina estadounidenses durante casi dos años después del fin de la guerra, rindiéndose en abril de 1947.

"No podíamos creer que habíamos perdido. Nos habían enseñado que no podíamos perder. Es la tradición japonesa que debemos pelear hasta la muerte, hasta el final", explicó Yamaguchi  en una entrevista con la cadena estadounidense NBC en 1995.

Shoichi Yokoi, el cazador nocturno

Los guerrillas de Oba y Yamaguchi mantuvieron, hasta cierto punto, la disciplina y organización militar. Pero hubo numerosos casos de soldados japoneses o pequeños grupos que quedaron completamente aislados de sus unidades y también de los enemigos, encarando apenas la supervivencia a la espera de noticias de Tokio o incluso un rescate.


Shoichi Yokoi en un retrato en tiempos de la guerra, y tras su captura en 1974

Uno de los más famosos fue el caso del sargento Shoichi Yokoi, desaparecido en 1944 luego de la batalla de Guam, cuando fuerzas estadounidenses recuperaron la isla que habían perdido ante los japoneses en 1941.

Inicialmente Yokoi era parte de un grupo de 10 sobrevivientes que se habían escondido en la selva. Pronto se separaron y el sargento permaneció junto a otros dos japoneses, pescando y cazando de noche lo que estuviera a su alcance -langostinos, serpientes, ratas, cerdos-, y escondiéndose en cuevas durante el día.

Supieron de la rendición de Japón en 1952, siete años después, pero en un principio dudaron de que la información fuera cierta, como reconstruye el portal Gizmodo.


El avance japonés en el Asia Oriental estuvo marcado por la brutalidad y la lucha sin tregua (Gentileza: News dog media)

Los tres hombres continuaron viviendo en la selva hasta 1964, cuando dos de ellos fallecieron y Yokoi quedó completamente sólo. En 1972 un grupo de cazadores lo encontraron, escuálido y desaliñado, y finalmente fue repatriado a Japón, 28 años después de la rendición formal.

"Estoy avergonzado de haber vuelto con vida", dijo en una famosa aparición pública, como relata el New York Times.

Durante una visita al palacio imperial, con un Hiroito humanizado aún en el trono, Yokoi dijo: "Continué viviendo por el bien del Emperador y creyendo en el Emperador y el espíritu japonés, lamento profundamente no haber podido servirle bien".


Tanques japoneses en Filipinas

"Nosotros los soldados japoneses estamos instruidos para preferir la muerte que la desgracia de ser capturados vivos", agregó en otra entrevista.

La larga misión de Hiroo Onoda

La cinematográfica historia del teniente Hiroo Onoda comenzó en diciembre de 1944, cuando fue enviado como comando, con el objetivo de destruir infraestructura, a las Filipinas poco antes del desembarco estadounidense y el inicio de la campaña de liberación del archipiélago.

Tras la caída de la guarnición japonesa, Onoda se internó en las colinas en la isla de Lubang. Inicialmente no estaba solo, había muchos otros rezagados y pronto comenzaron sus actividades guerrilleras contra las fuerzas estadounidenses.


El teniente Hiroo Onoda al momento de su rendición en 1974

Onoda y su grupo supieron de la rendición japonesa en octubre de 1945 por medio de panfletos lanzados por los estadounidenses, pero como en otros casos de rezagados, los creyeron una mentira y siguieron combatiendo.

Los combates esporádicos continuaron durante más de dos décadas, mientras Onoda esperaba órdenes de sus superiores que nunca llegaban.

Se quedó completamente sólo en 1974, cuando el último de sus soldados murió en un enfrentamiento con la policía filipina.


El joven Onoda, en tiempos de la Segunda Guerra Mundial

A diferencia del caso de Yokoi y Nakamura, Onoda no era un desaparecido perdido en un cueva en el Pacífico. Las autoridades lo conocían y también disfrutaba de una pequeña fama local.

Fue así que ese mismo año un estudiante japonés, Norio Suzuki, se lanzó a las colinas de Lubang para hallar al misterioso teniente Onoda. Lo hizo, y los dos hombres se hicieron amigos, de acuerdo al registro de rezagados japoneses Wanpela.

Armado de fotografías que probaban su encuentro con Onoda, Suzuki retornó a Japón y ofreció a las autoridades la llave para lograr la rendición del rezagado: necesitaba un orden de su oficial superior que le evitara la humillación de la rendición y probara que el imperio efectivamente se había rendido.

La explosión nuclear sobre Hiroshima, el 6 de agosto de 1945

El gobierno japones halló al mayor Yoshimi Taniguchi, convertido ahora en librero, y lo llevó a las Filipinas para que se reuniera con Onoda y le entregara en papel su orden desmovilización, como relató el mismo Onoda en su libro autobiográfico "Luché y sobreviví".

Habían pasado tres décadas de la rendición, de las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki y de la masacre de Nanking,  y el mundo parecía haber seguido su curso para casi todos, menos para un escritor exquisito y un grupo de jóvenes que habían sido entrenados para creer en la infalibilidad del Imperio del Sol Naciente.

 

viernes, 15 de diciembre de 2023

SGM: Los 8 días que Japón quiso continuar la guerra

Los ocho días en los que Japón quiso que la Segunda Guerra Mundial no terminara: el plan rebelde y la rendición grabada en una cinta

El 6 de agosto de 1945, con Hiroshima sepultada en el horror atómico, su población diezmada y sus edificios destruidos, Japón se negó a la rendición. Tardaría ocho días en aceptarla y 27 en firmarla. La historia de un proceso dramático, que incluyó la orden de un emperador no acatada, un intento de golpe de Estado y 700 bombarderos para sellar la paz

Por Alberto Amato || Infobae


Un soldado se rinde ante las tropas estadounidenses. Las rendiciones era un fenómeno muy excepcional, y por lo general los japoneses peleaban hasta la muerte (AP)

Pudo ser un desastre todavía mayor. Una hecatombe incalculable en vidas humanas que pudo terminar con la destrucción de Japón y de sus principales ciudades. Si no sucedió, fue por el temple de unos pocos líderes militares japoneses, por la firmeza del emperador Hirohito que mantuvo su decisión irremediable de rendirse a los aliados, decisión que definió con una frase inolvidable que rebosaba orgullo herido: “Ha llegado la hora de aceptar lo inaceptable”. Y si la devastación no fue mayor, también lo fue por cierta determinación de las fuerzas armadas de Estados Unidos, decididas a destruir al enemigo, convencidas de que la prolongación de la guerra costaría la vida de al menos un millón de sus hombres embarcados en el tramo final de la Segunda Guerra Mundial.

El 6 de agosto de 1945, con Hiroshima sepultada en el horror atómico, con su población diezmada y sus edificios destruidos, con la evidencia de una nueva arma, poderosa, inabarcable, desconocida y temida que causaba una devastación jamás imaginada, Japón se negó a la rendición. Lo haría por fin el 14 de agosto. Pero en esos ocho días dramáticos, los señores de la guerra japoneses pensaron en apartar al emperador, trasladarlo a un lugar remoto y seguro, derrocar al gobierno que impulsaba la paz, que era la rendición, y preparar una monumental batalla final entre lo que quedaba del ejército imperial y las tropas de Estados Unidos, forzadas a invadir la isla.

Por su parte, Estados Unidos estuvo dispuesto a enfrentar la intransigencia japonesa, su negativa a aceptar las condiciones de paz impuestas por Harry Truman, Winston Churchill y José Stalin en Potsdam, territorio de la Alemania vencida, con un fenomenal despliegue de mil bombarderos B-29 que serían enviados para destruir Tokio y lo que quedara en camino. No ocurrió por milagro. Incluso con la rendición ya aceptada y pactada, a firmarse el 2 de septiembre en el acorazado “Missouri” anclado en la bahía de Tokio, con las más altas autoridades americanas y británicas a bordo, entre ellas el general Douglas MacArhtur, jefe del ejército del Pacífico, y el almirante Chester Nimitz comandante de las fuerzas navales, los japoneses planearon un ataque suicida destinado a hundir al “Missouri” y todos sus ocupantes.

La que sigue es la historia no muy conocida de aquellos ocho días dramáticos que pudieron cambiar al mundo para siempre. Y para peor.

La bomba nuclear lanzada por Estados Unidos sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945 provocó 80 mil muertos en un solo segundo. Tres días después, otra bomba y otra ciudad japonesa destruida en un instante: Nagasaki (Getty Images)

Igual que Adolf Hitler, su compinche junto al italiano Benito Mussolini en aquella sociedad destinada a dominar al mundo, el emperador Hirohito también tenía un bunker en los sótanos del Palacio Imperial que era a la vez un refugio antiaéreo. Ese fue el escenario de reuniones de urgencia en un ambiente crispado: en la mañana de aquel 6 de agosto, Tokio había intentado comunicarse con la ciudad de Hiroshima sin éxito: nadie sabía por qué. La información llegaba de aquella ciudad fragmentada y confusa. Recién al día siguiente, el teniente general Torashiro Kawabe, subjefe del Estado Mayor Imperial, recibió un informe dramático, de una sola frase, que revelaba: “Toda la ciudad de Hiroshima ha quedado destruida en el acto por efecto de una sola bomba”.

A Kawabe le costó creer las posteriores versiones del suceso. En Hiroshima estaba acuartelado el Segundo Ejército Japonés que, en la mañana del 6 de agosto estaba desplegado en un vasto campo de adiestramiento y practicaba maniobras militares. En el segundo que siguió a la caída de la bomba, todo el Segundo Ejército se había evaporado en el aire. Los japoneses no ignoraban el poderío atómico. No estaban en condiciones de fabricar una bomba, pero contaban con un único físico nuclear de prestigio internacional, Yoshio Nishina a quien convocaron de urgencia al Estado Mayor y le revelaron lo poco que sabían a esas horas sobre qué había pasado en Hiroshima. Nishina, que después de Pearl Harbor había perdido todo contacto con sus colegas occidentales, no dudó un minuto: en Hiroshima había caído un artefacto nuclear. Trazó un retrato aproximado de los daños que podía haber provocado la bomba, que coincidían en todo con los escasos informes que tenía el Estado Mayor japonés y que no le habían sido revelados a Nishina.

Tres días después, el 9 de agosto, y antes de que saliera el sol en aquel imperio del Sol Naciente, llegó a Tokio otra noticia devastadora: Stalin había declarado la guerra a Japón. De inmediato se reunió el Consejo Supremo para la Conducción de la Guerra que ocupó buena parte de la mañana en intentar resolver qué hacer ante el nuevo y poderoso frente de guerra abierto por la URSS. Pero a las once y un minuto, otra noticia sacudió al comando militar japonés: una segunda bomba atómica había estallado en Nagasaki. El Consejo Supremo levantó la sesión y corrió al Palacio Imperial, donde el emperador Hirohito acababa de enviar un mensaje secreto al primer ministro Kantaro Suzuki, que sería una voz decisiva en favor de la paz en los días por venir, con una orden imperativa y urgente: que aceptara de inmediato la Declaración de Potsdam, lo que equivalía a la rendición incondicional de Japón.

En cualquier otro país del mundo, la orden del emperador hubiese bastado. En Japón, no. Había que evitar a Hirohito la humillación que implicaba la derrota; la estrategia, de difícil credibilidad, sugería que el emperador podía esfumarse del palacio para demostrar al mundo que, en realidad, la mayor parte de la guerra había transcurrido sin que él hubiera tenido mucho que ver. Era difícil que el mundo cayera en el engaño pero para los jefes militares eran vitales cuáles serían las condiciones de la rendición. Y, lo peor, no había un criterio único. En el tenso cónclave del Palacio Imperial, con sus manos en las empuñaduras engarzadas con piedras preciosas de sus espadas de samurái, los jefes militares se alzaron uno a uno para plantear sus exigencias: el ministro de guerra, general Korechika Anami, el jefe del Estado Mayor del Ejército, general Yoshijiro Umezu y el almirante Soemu Toyoda, jefe del Estado Mayor de la Armada, insistieron en imponerle a Washington que aceptara tres condiciones: que fuesen oficiales japoneses quienes desarmaran a las tropas vencidas, que los criminales de guerra fueran juzgados por tribunales japoneses y que se limitara de antemano cuáles territorios serían “ocupados” por el enemigo victorioso.

La conferencia de los tres grandes comienza en una sala del palacio de Potsdam, Alemania. El presidente Harry S. Truman está sentado de espaldas a la cámara, con asistentes a cada lado; el mariscal Joseph Stalin está sentado más a la derecha, mientras que el primer ministro Winston Churchill y su personal están a la izquierda (Getty Images)

Era un disparate. La guerra había sido crudelísima, sin cuartel, miles de tropas aliadas habían muerto en los campos de concentración del imperio y Estados Unidos no estaba dispuesto a hacer concesiones, mucho menos a aceptar condiciones. Eso fue lo que explicó el canciller japonés, Shigenoni Togo, que además, por si hiciera falta, les recordó a los orgullosos jefes militares que Japón había perdido la guerra y que la paz era una necesidad apremiante. Pero los tres mantuvieron su postura, que era la de los hombres a su mando. No sabían, y si lo sabían habían decidido ignorarlo, que en la conferencia de Potsdam Estados Unidos había propuesto abolir el cargo de emperador en Japón y juzgar a Hirohito como a un criminal de guerra. Gran Bretaña se había opuesto a una decisión tan drástica y había sugerido en cambio mantener la figura del emperador, vital para la cultura japonesa, acotado en sus funciones, e imponer en el país una especie de virreinato a cargo de los aliados. Triunfó el planteo británico y fue el general Douglas MacArthur el “virrey” de Japón que, incluso, dictó una nueva constitución para ese país.

Pero en la noche del 9 de agosto todo el porvenir quedaba lejos. Suzuki y Togo informaron al emperador sobre el planteo militar, y lograron que Hirohito convocara a una Asamblea Imperial en su refugio de palacio. Allí, desde las once y media de la noche y hasta entrada la madrugada del 10, Anami, Umezu y Toyoda confiaron por fin en detalle cuáles eran sus planes. Para ellos, dijeron, la guerra había sido hasta ese momento una serie de “indecisas escaramuzas” libradas en las islas bajo dominio japonés. Ese era otro disparate. El Mar de Japón, el Pacífico Sur, el Mar de Coral, entre otros mares de iguales aguas, habían sido testigos de enormes batallas navales; islas como las Salomon, Iwo Jima, Peleliu, Guam, Guadalcanal y Okinawa habían sido escenario de feroces batallas, sólo en Guadalcanal habían muerto más de treinta mil hombres. Todo aquel horror era calificado ahora como “escaramuzas” por las fuerzas armadas imperiales, para justificar su estrategia final. Ahora, dijeron los jefes militares japoneses, era el momento de “atraer a los norteamericanos a las costas patrias y aniquilarlos”: era el gran momento de la nación japonesa que sería asistida, como siempre, por el “viento divino”. El “viento divino”, decía la leyenda, había ayudado a los japoneses en su tenaz resistencia frente a la invasión de la dinastía mongol china de Kublai Khan, en 1281. La palabra japonesa para nombrar al viento divino era “kamikaze”, nombre que habían tomado los pilotos suicidas y la unidad que los agrupaba, y en manos de quienes el mando militar parecía confiar una parte del curso final de la guerra.

Suzuki pidió al emperador que zanjara la discusión. Era algo fuera de lo común: por tradición, el emperador sólo presidía estas reuniones y las bendecía con su augusta presencia. Pero esa madrugada Hirohito se levantó de su trono y dijo que no quedaba otra alternativa que concluir la guerra sin demora. Y abandonó el salón. La posición militar parecía derrotada.

En una reunión de gabinete celebrada a las tres de la mañana del 10 de agosto, el gobierno japonés aprobó por unanimidad enviar notas oficiales a Washington, Londres y Moscú en las que aceptaba la Declaración de Potsdam tal como la había planteado el presidente de Estados Unidos, Harry Truman que, a su pesar, dejaba en el trono a Hirohito. La noticia de la aceptación de la derrota no fue comunicada a los japoneses. Esa misma mañana, el general Anami, que era el oficial de mayor graduación del imperio, convocó a todos los oficiales de Tokio hasta el grado de teniente coronel, para informarles de la rendición. Confiaba en una rebelión y confiaba bien. En el gobierno, el primer ministro Suzuki esperaba un golpe de Estado. Y hacía bien en esperarlo.

El 13 de agosto, los aliados empezaron a dudar de las reales intenciones japonesas. Les habían exigido aceptar la rendición sin limitaciones, pero del otro lado sólo había silencio (Getty Images)

En Estados Unidos, Truman estudió entonces las posibles repercusiones políticas de las negociaciones de paz, en especial, la decisión de dejar a Hirohito en el trono, algo que la opinión pública americana no sabía. Lo analizó el sábado 11 de agosto junto al secretario de Guerra, Henry Stimson, el tipo que en Potsdam le había informado a Churchill que la bomba atómica había sido probada con éxito, junto al secretario de Estado, James Byrnes, al de defensa, James Forrestal y al jefe del Estado Mayor Conjunto de sus fuerzas armadas, almirante William Leahy: todos habían estado en Potsdam. Fue Byrnes quien escribió la respuesta aliada a Japón. La enviaron el 12 de agosto a través de Suiza. Sobre el emperador, el documento decía: “Desde el momento de la rendición, la autoridad del emperador y del gobierno japonés para gobernar el estado quedará sometida al comandante supremo de las potencias aliadas, que dará los pasos que considere oportunos para efectuar los términos de la rendición. (...) La forma de gobierno final que adopte Japón, de acuerdo con la Declaración de Potsdam, será establecida por la voluntad, expresada libremente, del pueblo japonés”.

Truman ordenó que continuaran las operaciones militares, incluyendo el bombardeo a Japón por parte de los B-29, hasta que los Aliados recibieran un documento oficial de la rendición japonesa. En Tokio, sin embargo, el primer ministro Suzuki sostuvo que se debía rechazar ese documento e insistir en una garantía más explícita para el sistema imperial. El general Anami, el más duro de los jefes militares, pidió además un imposible: que en Japón no hubiera ocupación de ningún tipo por parte de los Aliados.

El canciller Togo fue el más lúcido: le dijo al primer ministro Suzuki que no había esperanza alguna de obtener mejores condiciones para la capitulación. “Pienso que los términos son inapropiados, pero las bombas atómicas y la entrada de los soviéticos en la guerra son, en un sentido, regalos del cielo. De esta manera no tenemos que decir que tenemos que dejar la guerra por circunstancias nacionales”. Ese mismo día, Hirohito informó a la familia imperial de su decisión de rendirse.

El 13 de agosto el gabinete japonés debatió cómo responder a los Aliados: no adelantaron nada, las posiciones estaban en punto muerto y enfrentaban al gobierno civil con el poder militar. Por su parte, los aliados empezaron a dudar de las reales intenciones japonesas. Les habían exigido aceptar la rendición sin limitaciones, pero del otro lado sólo había silencio. Truman ordenó entonces que se reanudaran los ataques contra Japón “para convencer a los dirigentes japoneses de que vamos en serio y estamos decididos a hacerles aceptar nuestras propuestas de paz sin ninguna dilación”. La Tercera Flota de los Estados Unidos bombardeó la costa japonesa. Más de cuatrocientos bombarderos B-29 atacaron a Japón el 13 de agosto, y otros trescientos lo hicieron durante la noche. Los Aliados bombardearon también con papel: lanzaron miles de panfletos en el que afirmaban “nuestra alianza de tres países le presentó a vuestros líderes trece artículos de rendición para ponerle fin a esta guerra infructuosa. Esta propuesta fue ignorada por los líderes de vuestro ejército (…) Estados Unidos ha desarrollado una bomba atómica, algo que no ha hecho ninguna otra nación con anterioridad. Se ha determinado utilizar esta terrorífica bomba. Una bomba atómica tiene el poder destructivo de dos mil bombarderos B-29”.

El emperador Hirohito se para frente a la ventana de su automóvil privado en la estación de tren de Momoyama antes de partir hacia el santuario ancestral en Unebi. Foto exclusiva del fotógrafo de Acme Tom Shafer. Esto es lo más cerca que se le ha permitido a un fotógrafo del Emperador

Hirohito se reunió entonces con los oficiales superiores del ejército y la armada y les pidió que se unieran a él para poner fin a la guerra. Pero Anami, Toyoda y Umezu insistieron en continuar la lucha. Hirohito dijo entonces: “He escuchado detenidamente todos los argumentos presentados en oposición a la opinión de que Japón debería aceptar la respuesta de los Aliados tal y como está y sin mayor clarificación o modificación, pero mis pensamientos no han sufrido ningún cambio (…) Para que el pueblo pueda conocer mi decisión, pido que preparen de inmediato un escrito imperial para que pueda retransmitirlo a la nación. Finalmente, apelo a cada uno de ustedes para que se esfuerce al máximo para que podamos enfrentarnos a los difíciles días que nos aguardan”. Alrededor de las once de la noche, el emperador grabó su mensaje, que fue entregado al chambelán de la corte, Yoshihiro Tokugawa, para que lo pusiera bajo llave hasta el momento de ser emitido.

Minutos después de aquella dramática conferencia del 13 al 14 de agosto en la Hirohito aceptó la rendición incondicional, un grupo de oficiales, con Anami a la cabeza, se reunió en un salón vecino. Todos eran conscientes de la inminencia de un golpe militar que desalojara a los civiles del poder, pusiera al emperador a salvo, o a resguardo, y que Japón continuara la lucha. Muchos de los complotados se habían unido en aquel salón del Palacio. Pero el general Kawabe, subjefe del estado Mayor, propuso que todos los oficiales reunidos allí firmaran un acuerdo para cumplir la orden del emperador: “El Ejército –decía el documento– actuará de acuerdo con la Decisión Imperial hasta el final”. Lo firmaron todos, incluido Anami. Una figura clave en lograr la firma de ese acuerdo fue el general Shizuichi Tanaka. Era un militar respetado, que había sido gobernador militar de Filipinas. En 1941 no había estado de acuerdo con el bombardeo a Pearl Harbor, pese que luego fue un fiel servidor del emperador. Ahora, en agosto de 1945, comandaba la Primera División de la Guardia Imperial. Era consciente de una rebelión que estaba a punto de estallar contra las órdenes del emperador; iba a ser comandada por el mayor Kenji Hatanaka a quien Tanaka había reprendido cuando se enteró de sus intenciones golpistas que estaban incluso por encima de las decisiones de la comandancia militar. Tanaka pensó que el anuncio de la firma de un acuerdo que respetaba la decisión del emperador firmado por parte de los más altos oficiales del Ejército, iba a disuadir a Hatanaka. No fue así. Tanaka se suicidó nueve días después.

Si algo tenía claro el mayor Hatanaka era que nada iba a disuadirlo. Por el contrario, pensó que si ocupaba el Palacio Imperial con sus tropas, el resto del ejército lo seguiría y se levantaría contra la rendición. Fue esa certeza la que lo mantuvo optimista y decidido para seguir con su plan, pese al poco apoyo de sus superiores, entre ellos el del propio general Anami, que también sabía del complot. A las dos de la mañana del 14 de agosto, Hatanaka tomó el Palacio casi en el mismo momento en el que Anami se hacía el harakiri en sus oficinas y dejaba un mensaje que decía: “Yo, con mi muerte, me disculpo ante el Emperador por el gran crimen”. No estaba claro a cuál crimen se refería Anami: si al de la derrota o al de la conspiración en marcha.

No fue la única sangre derramada esa noche. Hatanaka y sus hombres fueron al despacho del teniente general Takeshi Mori, uno de los comandantes de la Guardia Imperial, para pedirle que se uniera a la rebelión. Mori conversaba en ese momento con su cuñado, el teniente coronel Michinori Shiraishi. Ambos se negaron a plegarse al golpe por lo que Hatanaka asesinó a Mori y otro de los complotados mató también a Shiraishi. Los rebeldes desarmaron a la policía del Palacio y bloquearon las entradas: buscaban la cinta grabada con el discurso de la rendición. No pudieron dar con ella. Hallaron al chambelán Tokugawa, un hombre de absoluta fidelidad al emperador, y Hatanaka lo amenazó con destriparlo con su katana si no les revelaba el sitio dónde estaba atesorada la grabación. Tokugawa se jugó la vida, puso su mejor cara de inocente y dijo que no tenía idea de que existiera grabación alguna.

15 de agosto de 1945: imagen de cuerpo entero de prisioneros de guerra japoneses de pie en filas con la cabeza inclinada detrás de una cerca de alambre de púas en un campo de internamiento aliado durante la Segunda Guerra Mundial. Acababan de escuchar al emperador japonés Hirohito anunciar la rendición incondicional de Japón (US Navy/Getty Images)

La chambonada duró poco. Cerca de las tres y media de la mañana le informaron a Hatanaka que el Ejército del Distrito Oriental marchaba hacia el palacio para apresarlo. El plan rebelde se desmoronaba a pedazos. Hatanaka pidió entonces al jefe del Estado Mayor del Distrito Oriental, Tatsuhiko Takashima, que marchaba a capturarlo, que le diera diez minutos en directo por la cadena de radio NHK para que pudiera explicar al pueblo japonés cuáles eran sus intenciones. La cadena NHK era la encargada de transmitir el discurso de rendición de Hirohito y no las palabras del rebelde. El pedido de Hatanaka fue rechazado, pero el rebelde insistió. Fue a los estudios de la NHK y, pistola en mano, intentó conseguir diez minutos de aire. No se los dieron. Mientras, en el Palacio, el resto de los oficiales rebeldes se rendía a las tropas leales al emperador. A las ocho de la mañana, la rebelión estaba sofocada. Los rebeldes habían logrado tomar el palacio, pero habían fracasado en hallar la vital cinta grabada por el emperador.

Faltaba todavía un paso de comedia que terminaría en tragedia. Poco después de las ocho de la mañana del 15 de agosto, Hatanaka, montado en una moto, y el teniente coronel Jiro Shizaki, a lomos de un caballo, recorrieron las calles de Tokio y lanzaron panfletos que explicaban cuáles habían sido sus intenciones. Una hora antes de la emisión del discurso de Hirohito, programada para las once de la mañana, Hatanaka tomó su pistola, la apoyó sobre su frente y apretó el gatillo. Shizaki se hizo el harakiri. En el bolsillo del mayor Hatanaka hallaron un poema. Decía: “No me arrepiento de nada ahora que las nubes negras han desaparecido del reinado del Emperador”. Era un poco enigmático.

La firma de la rendición japonesa fue fijada para el 2 de septiembre de 1945 a bordo del acorazado “Missouri”, que llegó a la Bahía de Tokio el 28 de agosto junto con una flota en la que viajaba parte del ejército de ocupación. Para entonces, tropas japonesas de la Cuarta División de Infantería y una división de marinos se habían juramentado para aniquilar a las fuerzas de desembarco; los kamikazes que habían sobrevivido al fragor de la guerra y no habían alcanzado a despegar en sus vuelos finales, ubicaron sus aviones en la pista de despegue del Aeropuerto Atsugi y esperaron encerrados en sus cabinas: habían jurado por el honor de sus antepasados lanzarse en picada contra el “Missouri” hasta hundirlo y, con él, a la plana mayor de las fuerzas armadas de Estados Unidos y Gran Bretaña; los pilotos de otros aviones de combate, tan exaltados como los kamikazes, habían alistado sus aviones y sus bombas para lanzarlas en la Bahía antes de que se firmara la rendición.

Fueron horas frenéticas y cargadas de tensión. Nadie sabe cuál hubiese sido la reacción de Estados Unidos y Gran Bretaña de consumarse los planes japoneses de proseguir la guerra mientras se firmaba la rendición. Hirohito decidió enviar a los miembros de su familia a las diferentes guarniciones militares para asegurar que su promesa no sería rota. El príncipe Takamatsu, hermano menor de Hirohito, llegó agitado al Aeropuerto Atsugi con el tiempo justo para inducir a los kamikazes a que no despegaran. Fue un forcejeo tenso y febril, que se decidió en los últimos minutos.

Así fue como terminó la Segunda Guerra Mundial. Al día siguiente, el New York Times lo celebró con un comentario noticioso. Afirmó que era la primera vez desde el 1 de septiembre de 1939 que no había comunicados bélicos en ninguna parte del mundo.