Fue Ministro de Guerra y luego general en campaña. Su actuación en batallas como Tuyutí y Curupaytí fue destacada. Muchos historiadores lo valoran por su capacidad táctica y su comprensión del terreno.
Ministro de Guerra y Marina de la Nación Argentina
12 de octubre de 1862-6 de agosto de 1865
Presidente
Bartolomé Mitre
Predecesor
Pastor Obligado
Sucesor
Julián Martínez (interino)
Diputado de la Nación Argentina por Provincia de Buenos Aires
12 de octubre de 1872-26 de septiembre de 1874
Información personal
Nacimiento
21 de mayo de 1815 Buenos Aires (Argentina)
Fallecimiento
18 de septiembre de 1904 (89 años) Buenos Aires (Argentina)
Sepultura
Cementerio de la Recoleta
Nacionalidad
Argentina
Familia
Padres
Juan Andrés Gelly Micaela Obes
Cónyuge
Felicia Álvarez Estanislada Álvarez
Hijos
Pascuala, Alberto, Julián y Ángel
Información profesional
Ocupación
militar
Rama militar
Infantería
Rango militar
Teniente general
Conflictos
Guerra de la Triple Alianza
Partido político
Partido Unitario Partido Liberal Partido Nacionalista Partido Liberal Unión Cívica Unión Cívica Nacional
Juan Andrés Gelly y Obes (Buenos Aires, 21 de mayo de 1815 - íd., 18 de septiembre de 1904) fue un militar argentino con actuación en las guerras civiles argentinas y la guerra del Paraguay, y un hombre leal y de confianza de Bartolomé Mitre.
Fue ministro de Guerra de la provincia de Buenos Aires durante Cepeda y Pavón. Fue convencional constituyente en 1860 y diputado nacional. En la guerra del Paraguay fue jefe del Estado Mayor del Ejército aliado de operaciones, y también general en jefe del Ejército a partir de 1868, con el regreso de Mitre por el fallecimiento del vicepresidente Marcos Paz. Adhirió a la Revolución de 1874, la Revolución de 1880 y la Revolución del Parque.
Biografía
Era un adolescente aun cuando su padre —el paraguayo Juan Andrés Gelly— debió exilarse en Montevideo llevando consigo a su hijo, debido al apoyo que había prestado a la dictadura del general Juan Lavalle y su posición contraria a Juan Manuel de Rosas. Allí se sumó a la defensa contra el sitio que sufrió esa ciudad durante ocho años, llegando al grado de coronel, jefe de un regimiento de exiliados argentinos. Durante algún tiempo estuvo exiliado en el Brasil, donde administró una estancia. Durante su estadía en Montevideo entabló estrecha amistad con Bartolomé Mitre pero, a diferencia de este, sólo regresó a Buenos Aires en 1855.
Gelly y Obes en su vejez.
En Buenos Aires se incorporó al ejército con el grado de coronel, fue diputado provincial, comandante del Puerto de Buenos Aires, comandante de la Armada del Estado de Buenos Aires y ministro interino de Guerra y Marina durante las campañas de Cepeda y Pavón.
A fines de 1861 fue uno de los diplomáticos enviados por Mitre para convencer a Justo José de Urquiza de no impedir el derrocamiento del presidente Santiago Derqui. Fue senador provincial en 1862, y ascendido al grado de general.
Durante la presidencia de Mitre fue ministro de Guerra y Marina hasta la guerra del Paraguay. Fue designado jefe de Estado Mayor del ejército de operaciones, siendo sustituido por el coronel Julián Martínez el 6 de agosto de 1865 (más tarde asumió el brigadier Wenceslao Paunero). Estuvo en el frente de operaciones hasta fines de 1867, es decir durante la primera mitad de la Guerra del Paraguay; fue nombrado jefe del Estado Mayor del Ejército Argentino en campaña en el Paraguay, razón por la cual renunció a su cargo de ministro. Participó en la batalla de Tuyú Cué y fue ascendido a brigadier general por el presidente Mitre. El presidente Sarmiento lo nombró comandante del ejército argentino en el Paraguay, participando en la Campaña de Pikysyry, aunque renunció por un fuerte altercado con el presidente poco antes del saqueo de Asunción.
Plazoleta con su nombre y busto en la ciudad de Buenos Aires.
Fue el jefe de las fuerzas nacionales en Corrientes, donde combatió al general Nicanor Cáceres, que intentaba defender al gobernador constitucional de una revolución apoyada por el presidente Mitre. Permaneció en la provincia de Corrientes, como jefe de la reserva del ejército en campaña, hasta el estallido de la revolución de Ricardo López Jordán, dirigiendo una de las columnas principales en la guerra contra este. Controló parte del norte de Entre Ríos hasta la batalla de Don Cristóbal, en la que fue derrotado por López Jordán, aunque este debió retirarse al finalizar el día ante la aproximación de más fuerzas nacionales. No pudo impedir la marcha del jefe rebelde hacia Corrientes, donde sería decisivamente derrotado.
Debido a su ascendencia paraguaya, fue propuesto como candidato a ocupar la presidencia de ese país.
Fue diputado nacional entre 1872 y 1874, por el partido de Mitre, cargo al que renunció a fines de 1874 para poder participar en la revolución de Mitre del año 1874; también pidió la baja en el Ejército. Su participación en la revolución fue secundaria, aunque fue el jefe del estado mayor del ejército mitrista derrotado en La Verde.
Fue reincorporado al Ejército en 1877, por decreto del presidente Nicolás Avellaneda, pero volvió a ser dado de baja por su participación en la revolución de 1880. Sólo sería reincorporado a fines de la presidencia de Julio Argentino Roca. Acompañando a Mitre, fue parte del grupo fundador de la Unión Cívica, adhiriendo a la Revolución del Parque en 1890.
Durante la presidencia de José Evaristo Uriburu (1895-1898) presidió el recién creado Consejo Supremo de Guerra y Marina, que juzgaba la conducta de los oficiales del Ejército y la Armada Argentinas. Apoyó la gestión del general Pablo Ricchieri para la reforma militar de 1901, que creó el moderno Ejército Argentino fundado en el servicio militar obligatorio en Argentina.
Su fallecimiento, el 18 de septiembre de 1904, fue un acontecimiento público nacional. Sus restos fueron depositados en el Cementerio de la Recoleta, y su tumba fue declarada Monumento Histórico.
Una localidad de la provincia de Santa Fe y una calle de la ciudad del barrio de Recoleta de la ciudad de Buenos Aires llevan su nombre.
Julio Argentino Roca: su rivalidad con Alsina, sus críticas a la guerra contra el indio y su plan al que nadie prestaba atención
Hacía tiempo que el futuro presidente tenía en mente lo que debía hacerse para terminar con la cuestión indígena, pero no era escuchado. La sorpresiva muerte del ministro de Guerra Adolfo Alsina cambió los planes y, de buenas a primeras, quedó al frente de una campaña sangrienta que pasaría a la historia como la Conquista del Desierto
Por Adrián Pignatelli || Infobae
Roca
era comandante de la frontera sur en Córdoba cuando ya tenía en claro
cuál era la solución para la conquista de las tierras dominadas por el
indígena
El viaje de la provincia de San Juan a la ciudad de Buenos Aires fue, para Julio A. Roca, 35 años, comandante de la frontera sur en la provincia de Córdoba, un verdadero martirio.
Lo que comenzó como un simple malestar, se transformó en una fiebre
tifoidea contraída en alguna de las postas donde se consumía agua de
dudosísima calidad. Durante toda la travesía, estuvo atacado por fuertes
descomposturas, terribles jaquecas, fiebre alta y desmayos. Ante sus
acompañantes minimizó el cuadro pero en su fuero íntimo creyó que no la
contaría, y que seguiría los pasos del que iba a reemplazar, el reciente finado Adolfo Alsina, ministro de Guerra.
Con Adolfo Alsina no se llevaban mal pero tampoco bien.
Nacido en Buenos Aires el 4 de enero de 1829, Alsina era nieto de
Manuel Vicente Maza -asesinado en 1839 cuando pedía clemencia por su
hijo involucrado en un complot contra Rosas- y su padre era el político
Valentín Alsina, quien lo influenció en la causa de la defensa de la
autonomía de la provincia de Buenos Aires. Durante el gobierno de Rosas,
su familia se exilió en Montevideo. Con Rosas ya derrocado, Alsina
inició su carrera política en las luchas que Buenos Aires sostuvo contra la Confederación.
Peleó
en las batallas de Cepeda y de Pavón. Luego, una vez reincorporada
Buenos Aires a la Confederación en 1862, fue electo diputado nacional, y
como tal se opuso a la federalización de Buenos Aires, motivo por el
cual creó el Partido Autonomista, y entre 1866 y 1868 ejerció la
gobernación de la Provincia de Buenos Aires. Era de gran predicamento
entre las clases más bajas y también entre los intelectuales y los
estudiantes, y era común que entrase y saliera de su domicilio escondido por la cantidad de gente que siempre lo esperaba.
Adolfo
Alsina, figura clave del autonomismo, era el ministro de guerra e
ideólogo de la famosa zanja con la que pretendía frenar los malones
indígenas
El
joven Roca estaba en la vereda de enfrente de la estrategia puramente
defensiva que el experimentado político aplicaba contra el indígena y
los malones. Y el militar estallaba de indignación cuando le
mencionaban la famosa zanja, de unos 370 kilómetros de extensión, con la
que el gobierno esperaba frenar las invasiones indígenas y que éstos,
en sus incursiones, sorteaban sin problemas. “Esa zanja es un disparate”, repetía Roca.
Alsina
creía que con el establecimiento de una línea de fortines bien
equipados y defendidos y conectados entre sí por el telégrafo, más la
zanja en cuestión, era más que suficiente para tener a raya a los
malones indígenas.
Roca tenía un plan más agresivo,
que era el de desalojar a los naturales del territorio al norte de los
ríos Negro y Neuquén, adelantar la frontera, y asegurar los pasos de
Choele Choel, Chichinal y Confluencia.
Roca tomaba como modelo a la campaña que en 1833 había desplegado Juan Manuel de Rosas (Cuadro Museo Saavedra)
Sentía que predicaba en el desierto
porque tenía su propio plan con el que, aseguraba que terminaría con
los malones, recuperaría miles de hectáreas en una campaña de un año. Y
asunto concluido.
Félix
Luna, en su novela basada en hechos reales “Soy Roca” le hizo contar
cómo se le había ocurrido su idea. Una noche de invierno de 1873 en el
Hotel de France, de Río Cuarto, cuando veía cómo la cocinera estiraba la
masa con un palote para amasar tallarines. Así, de pronto, se imaginó
su campaña: un rodillo al que haría rodar por el territorio dominado por el indio. Al que primero expuso su plan fue al propio Alsina quien, tirando su cabeza hacia atrás, largó una estruendosa carcajada.
Calfucurá, indio chileno que nunca fue deportado a su lugar de origne. Fue uno de los que enfrentó a las fuerzas de Roca
Roca sabía que el asunto era demasiado serio y que se necesitaba un cambio de timón para solucionarlo.
A fines de 1875 un malón había asolado Tandil y al año siguiente los
caciques Namuncurá, Renquecurá, Catriel, Coliqueo y Pincén tuvieron a
maltraer a los poblados del centro y oeste de la provincia de Buenos
Aires.
El
militar intentó un manotazo de ahogado para ser escuchado. En 1876 hizo
pública por los diarios su idea de guerra ofensiva, que era casi como
una copia de la campaña que había implementado Juan Manuel de Rosas en
1833 y que tantos réditos le había dado. Y de paso criticó algunas
medidas de Alsina, como su famosa zanja. Aseguró que necesitaba un año para preparar la campaña y otro para llevarla a la práctica. Esto es, en dos años terminaría con el problema del indio. Pero nadie le prestó atención.
El
presidente Nicolás Avellaneda, su coprovinciano, apoyó a su ministro,
quien caminaba con pies de plomo porque no quería meter la pata y que ningún error le impidiese llegar, en lo que sería su tercer intento, a la presidencia de la nación.
La zanja en plena construcción. Aún se cavaba cuando Alsina falleció. Roca ordenó suspender las obras
Porque el que se quema con leche cuando ve una vaca llora: quiso ser presidente en 1868 pero la alianza de Mitre con Sarmiento lo obligó a conformarse con ser el vice del sanjuanino, quien para colmo lo ninguneó durante toda la gestión. Luego
intentó serlo en 1874, pero a último momento retiró su candidatura,
asumiendo la cartera de Guerra y Marina luego de arreglar con Avellaneda
la fundación del Partido Autonomista Nacional cuando se unió el partido
Autonomista del primero con el Nacional del segundo.
Ahora
no cometería más errores, más aún cuando el presidente Avellaneda había
pactado con los belicosos mitristas, a quienes les había prometido la
provincia de Buenos Aires y dejar el camino libre a la primera magistratura a Alsina. Todo cerraba.
La
historia cambiaría los últimos días de diciembre de 1877. Alsina, quien
desde octubre estaba recorriendo el interior bonaerense, coordinando
algunas acciones militares y transitando la línea de fortines, en Carhué
se sintió enfermo y volvió a la ciudad de Buenos Aires.
Ministro Roca
Luego de ser atendido por los médicos su salud pareció mejorar pero el 29 de diciembre falleció, luego
de una agonía en la que daba órdenes militares y llamaba al presidente
Avellaneda. Roca se enteró por un telegrama que le enviaron a San Juan.
La famosa Campaña al Desierto reflejada en el lienzo por Juan Manuel Blanes (La Revista de Río Negro)
El 4 de enero de 1878, el día en que Alsina hubiera cumplido 49 años, Roca fue nombrado ministro de Guerra. Un
poco desde su casa y otro desde su despacho, porque demoró en
recuperarse, puso manos a la obra. Luego de suspender las obras de la
zanja, echó mano a la ley 215 sancionada durante la gestión de Sarmiento
que estipulaba que la frontera con el indio debían ser los ríos Río
Negro y Neuquén.
Obtuvo del congreso $1.600.000 que necesitaba y que el Estado recuperaría luego de que se vendiesen las tierras que hasta entonces ocupadas por el indígena.
Entre
los principales caciques a derrotar -muchos de ellos hacía rato que
estaban en franca retirada- estaban los ranqueles Manuel Baigorrita,
Ramón Cabral y Epumer Rosas. Los araucanos Marcelo Nahuel y Tracaleu,
los tehuelches Sayhueque y Juan Selpú y el célebre Namuncurá, el de la
dinastía de los piedra, que terminaría rindiéndose en 1884. “Si ellos son de piedra, yo soy Roca”, advirtió el ministro.
Consiguió entusiasmar a Estanislao Zeballos, un abogado rosarino de 24 años quien, en tiempo récord, escribió el libro “La conquista de quince mil leguas. Estudio sobre la traslación de la frontera sud de la República al río Negro”,
donde exponía antecedentes históricos y argumentos contundentes sobre
la necesidad de dominar miles de hectáreas improductivas. La obra fue un
verdadero éxito cuando salió en septiembre de 1878 y debió imprimirse
una segunda edición. Zeballos, quien decidió no cobrar por su trabajo,
lo dedicó “a los jefes y oficiales del Ejército Expedicionario”.
Hasta
las operaciones militares de 1878 y 1879, la presencia del ejército en
territorio dominado por el indígena eran los fortines. (Archivo General
de la Nación)
La
convalecencia para recuperarse de la fiebre tifoidea le llevaría a Roca
unos tres meses. Al llegar se instaló en una casa que compró en la
calle Suipacha, entre Corrientes y Lavalle, de una ciudad de la que
había decidido que no se iría nunca más.
Roca movilizó al ejército, cuyos soldados iban armados con los modernos fusiles Remington que podían realizar seis disparos por minuto.
Enfrente los indígenas iban a la pelea muñidos de una lanza tacuara, de
unos cuatro metros de largo, que en su punta tenía asida una tijera de
esquilar. También llevaban dos o tres boleadoras y cuchillo. Cabalgaban,
en medio de una gritería infernal, como “demonios en las tinieblas”.
Roca
pretendió formar una fuerza numerosa pero dividida en pequeños cuerpos
que se moviera rápido. En total serían 23 expediciones, cada una de
ellas de 300 hombres. En tiempo récord, se logró movilizar a 6.000 soldados, 800 indios amigos, y se reunieron 7.000 caballos y ganado vacuno para alimentación.
En el medio de la campaña cuando se terminaron las vacas, lo que se
consumió fue carne de yegua. No solo iban soldados, sino también un
grupo de curas para evangelizar a los indígenas. También se incorporó a
científicos extranjeros que estaban en el país desde la época de
Sarmiento y cubrió la expedición el retratista Antonio Pozzo, que dejó
un valioso testimonio fotográfico.
Entre
los caciques que cedieron guerreros para el ejército se cuentan al
borogano Coliqueo, al pampa Catriel y a los tehuelches Juan Sacamata y
Manuel Quilchamal. La expedición tuvo cinco divisiones operativas y
como lo había hecho Rosas, en esta operación también se dispuso de
columnas que salieron de distintos puntos.
La meta que Roca se impuso y que mantuvo en secreto era que el 25 de mayo de 1879 debía celebrarlo en Choele Choel. En
Buenos Aires tomó el tren a Azul y de ahí se dirigió a Carhué, de donde
partió el 29 de abril. Se transportaba en una berlina, que le resultaba
más cómoda para trabajar con los mapas, documentos y libros. Cuando el
14 de mayo cruzó el río Colorado, homenajeó a su antecesor y bautizó el
lugar como Paso Alsina, en el actual partido de Patagones. Tal como lo
había planeado, el 24 de mayo de 1879 llegó a Choele Choel. A las 6 de
la mañana del 25, se tocó diana, se izó la bandera, hubo banda militar y
misa.
Trágico fin
La campaña dejó un saldo de por lo menos 1400 indígenas muertos,
producto de combates en campo abierto o de ataques sorpresivos a
tolderías. Hombres y mujeres fueron separados para evitar la
descendencia. Miles de mujeres y niños fueron condenados a una vida de semi esclavitud
como servicio doméstico de familias porteñas. Los chicos también eran
apartados para siempre de sus madres, en medio de escenas desgarradoras,
y su destino era decidido por la Sociedad de Beneficencia.
Los
guerreros prisioneros fueron empleados como mano de obra barata en
estancias, en trabajos agrícolas en el oeste, en yerbatales y en
algodonales en el noreste, en obrajes madereros o en ingenios azucareros
en el norte. Otros fueron enrolados en las filas del Ejército y la
Marina. Los que el gobierno consideraba más peligrosos, fueron confinados a la isla Martín García donde rompían piedras para el empedrado de la ciudad de Buenos Aires. Muchos murieron por la mala alimentación y las enfermedades. Los
caciques sobrevivientes no tuvieron más remedio que someterse y
pudieron vivir tranquilos en parcelas asignadas por el gobierno.
Se recuperaron centenares de cautivos y el Estado tomó posesión de 500 mil kilómetros cuadrados de territorio, mucho del cual fue repartido entre políticos, hacendados y militares.
Las
operaciones continuarían algunos años más. Los caciques Namuncurá y
Baigorrita, aunque debilitados, aún no habían sido derrotados. Los
malones, que se habían convertido en una pesadilla durante los gobiernos
de Mitre y Sarmiento, terminaron. Pero a esa altura Roca, a los 35
años, preparaba su siguiente empresa: la de ser presidente.
El juego de la gallina en las crisis del Beagle y Malvinas
En su exhaustivo análisis titulado “Predicting the Probability of War During Brinkmanship Crises: The Beagle and the Malvinas Conflicts” (haga clic aquí), Alejandro Luis Corbacho explora una cuestión intrigante en la historia reciente de Argentina: ¿por qué el país evitó la guerra con Chile en el conflicto del canal de Beagle, pero eligió confrontar militarmente a Gran Bretaña en el conflicto de las islas Malvinas? El trabajo de Corbacho ofrece una respuesta innovadora a esta pregunta al enfocarse en cómo las presiones políticas internas y las dinámicas de supervivencia del régimen autoritario argentino influyeron en las decisiones de los líderes.
El concepto central que guía el análisis de Corbacho es el brinkmanship o "juego de la gallina", una estrategia de riesgo en la que un país desafía los compromisos de otro con la esperanza de que retroceda para evitar la guerra. Según la teoría clásica, desarrollada por el politólogo Richard Ned Lebow, las guerras en este tipo de crisis surgen principalmente de percepciones erróneas: un país malinterpreta la resolución de su adversario y actúa bajo el supuesto de que éste cederá ante la amenaza de conflicto. Sin embargo, Corbacho introduce una perspectiva diferente. En su análisis, argumenta que en algunos casos, como en el de las Malvinas, no fue la mala interpretación de la disposición británica a defender las islas lo que llevó a la guerra, sino las presiones internas dentro de Argentina. Estas presiones impulsaron a la junta militar a arriesgar una confrontación con un poder superior como parte de un desesperado intento por mantener su control en medio de una crisis política interna.
Un análisis comparativo de las crisis
Para abordar esta cuestión, Corbacho utiliza una metodología comparativa, examinando dos crisis que involucraron a Argentina durante el régimen militar: el conflicto del canal de Beagle con Chile en 1978 y el conflicto de las islas Malvinas con Gran Bretaña en 1982. Aunque ambos eventos tuvieron similitudes superficiales —ambas fueron crisis de brinkmanship, y ambas involucraron disputas territoriales históricas—, los resultados fueron marcadamente diferentes. Mientras que la crisis del Beagle fue resuelta pacíficamente, el conflicto de las Malvinas resultó en una guerra devastadora para Argentina. A través de un análisis detallado de estos dos casos, Corbacho busca entender qué factores llevaron a estos resultados tan distintos.
Las diferencias internas que marcaron otro resultado
El estudio de Corbacho revela que el contexto político interno fue fundamental para determinar el desenlace de ambas crisis. En 1978, durante la crisis del Beagle, la junta militar argentina estaba bajo presiones, pero no enfrentaba una amenaza existencial tan severa como la que experimentaría cuatro años más tarde. Aunque había tensiones con Chile por el control de las islas del canal de Beagle, la dictadura militar contaba con una relativa estabilidad interna, lo que permitió a sus líderes actuar con mayor cautela. Además, la diplomacia internacional —particularmente la intervención del Papa Juan Pablo II, quien ofreció su mediación— proporcionó una salida viable para evitar el conflicto armado sin que los líderes argentinos perdieran legitimidad o poder.
En cambio, el contexto del conflicto de las Malvinas fue completamente diferente. Para 1982, el régimen militar argentino estaba profundamente debilitado. La economía del país estaba en declive, y el gobierno enfrentaba una creciente oposición interna. La junta militar, encabezada por el general Leopoldo Galtieri, necesitaba desesperadamente una victoria que pudiera restaurar su legitimidad y sofocar las crecientes críticas. Según Corbacho, la decisión de invadir las Malvinas fue vista por los militares argentinos como una operación de “rescate del régimen”, un intento de unificar a la nación en torno a una causa nacionalista y consolidar el apoyo popular en un momento de crisis interna.
El brinkmanship y las decisiones de guerra
Uno de los puntos clave del análisis de Corbacho es que, aunque la teoría de Lebow sobre el brinkmanship enfatiza la importancia de las percepciones erróneas del adversario, esta no puede explicar completamente por qué Argentina eligió enfrentar a un enemigo mucho más poderoso en el caso de las Malvinas. Si bien es cierto que los líderes argentinos subestimaron la resolución británica y malinterpretaron la probable respuesta de Estados Unidos, el factor determinante fue la presión política interna. En otras palabras, la junta militar no podía permitirse retroceder, independientemente de las señales que pudiera haber recibido de que Gran Bretaña no cedería fácilmente. La guerra se convirtió en la única opción viable para mantener su control sobre el país.
Este análisis se ve reforzado cuando se compara con el manejo de la crisis del Beagle. En ese conflicto, aunque había facciones dentro de la junta que favorecían una acción militar contra Chile, las presiones internas no eran tan agudas. Esto dio margen para la negociación y permitió que la intervención de terceros, como el Papa, influyera en el resultado. Según Corbacho, en el caso del Beagle, los líderes argentinos tenían más flexibilidad para maniobrar sin perder su posición de poder, lo que les permitió aceptar una solución diplomática en lugar de una confrontación militar.
Conclusiones
El trabajo de Corbacho ofrece varias conclusiones importantes para entender cómo y por qué Argentina actuó de manera tan diferente en estas dos crisis internacionales:
Las presiones internas pueden ser más decisivas que las percepciones erróneas del adversario. Si bien la teoría del brinkmanship se centra en la mala interpretación de las intenciones del otro, Corbacho demuestra que en el caso de las Malvinas, la junta militar argentina estaba motivada principalmente por la necesidad de consolidar su poder frente a una amenaza interna. En ese contexto, las percepciones sobre la respuesta británica eran secundarias ante la urgencia de restaurar la legitimidad del régimen.
La mediación internacional puede ser efectiva cuando las presiones internas no son abrumadoras. En el caso del Beagle, la intervención del Papa Juan Pablo II y el apoyo de la comunidad internacional proporcionaron una salida pacífica. Esto fue posible porque la junta militar aún tenía margen de maniobra política interna. En cambio, en el conflicto de las Malvinas, no hubo tal margen, y la guerra se volvió inevitable.
La guerra de las Malvinas fue, en gran medida, un último recurso político. Corbacho sostiene que la decisión de invadir las Malvinas no fue simplemente un error de cálculo estratégico, sino una respuesta desesperada a una crisis política interna que amenazaba con desmoronar al régimen. La junta no vio otra opción viable para mantenerse en el poder.
El papel de las potencias externas fue decisivo, pero limitado. En ambos conflictos, las potencias internacionales, especialmente Estados Unidos y el Vaticano, jugaron papeles importantes. Sin embargo, su capacidad para influir en los eventos estuvo limitada por la situación interna de Argentina. En el caso del Beagle, la presión internacional ayudó a evitar una guerra. En el caso de las Malvinas, los intentos de mediación de Estados Unidos fueron insuficientes para disuadir a los líderes argentinos, que ya habían decidido que la guerra era su única opción.
Lecciones para futuras crisis internacionales
El análisis de Corbacho tiene implicaciones más amplias para el estudio de las crisis internacionales y la política exterior. Una de las principales lecciones es que, en las crisis de brinkmanship, las decisiones de guerra no siempre se basan en percepciones erróneas sobre el adversario, sino que pueden estar profundamente influenciadas por factores políticos internos. Cuando los líderes enfrentan amenazas a su supervivencia política, pueden verse obligados a adoptar políticas arriesgadas, incluso si reconocen que es probable que el adversario no retroceda.
Además, el estudio destaca la importancia de la intervención diplomática en la resolución de crisis. En el caso del Beagle, la intervención del Papa fue crucial para evitar una guerra. Sin embargo, como muestra el caso de las Malvinas, la diplomacia solo puede tener éxito cuando las condiciones internas permiten a los líderes aceptar una solución negociada.
Finalmente, el trabajo de Corbacho ofrece una perspectiva valiosa sobre cómo las dictaduras militares pueden utilizar los conflictos externos como una estrategia de supervivencia política. En un contexto donde el poder del régimen está en declive, la guerra puede ser vista como una forma de restaurar la legitimidad y consolidar el apoyo interno, independientemente de las consecuencias a largo plazo.
En conclusión, el análisis de Corbacho proporciona una comprensión profunda de los conflictos de las Malvinas y el Beagle, y ofrece lecciones importantes para el estudio de las crisis internacionales. Al destacar el papel crucial de las presiones internas y la dinámica política, este trabajo desafía las explicaciones convencionales centradas en la percepción errónea del adversario y sugiere que, en algunos casos, la guerra es el resultado inevitable de un régimen en crisis.
El general Julio Argentino Roca manejando una sembradora en la estancia La Larga, de su propiedad, en la localidad bonaerense de Guaminí, en 1912.
En la segunda fotografía, se lo puede apreciar a Joaquín V. González, ex ministro del interior del general Roca entre 1901-1904 y una de las principales figuras de la Generación del 80, trabajando en su finca ubicada en la localidad de Chilecito, provincia de La Rioja, en 1913.
Nació en Buenos Aires, el 18 de diciembre de 1822, y era descendiente de una vieja familia porteña. Su apellido vasco de iri “villa” y goien, “extremidad”, “altura”, “en la parte superior”, se escribe con i inicial y no con y, pues es la grafía que consideran correcta los más autorizados especialistas. Fueron sus padres Fermín Francisco de Irigoyen, y María Loreto de Bustamante. Hizo sus estudios en la ciudad natal, y desde temprano reveló condiciones intelectuales excepcionales.
En 1843, a los 21 años, se graduó de doctor en jurisprudencia en la Universidad de Buenos Aires, con una tesis titulada Disertación sobre la necesidad de reformar el actual sistema legislativo, siendo una de las primeras iniciativas encaminadas a sustituir la legislación española que todavía se aplicaba en el país. Poco después, practicó en el estudio del doctor Lorenzo Torres, uno de los más acreditados de la ciudad, e ingresó en la Academia de Jurisprudencia, de la cual llegó a ser prosecretario, por elección de sus miembros.
Comenzó la carrera diplomática con un cargo de oficial en la legación argentina en Santiago de Chile. Llevaba como misión principal la de promover negociaciones sobre las cuestiones de límites existentes entre ambos países, en la zona del estrecho de Magallanes, puntos debatidos sin llegar a ningún resultado concreto. Sin embargo, prestó importantes servicios, y desempeñó con corrección y eficacia sus funciones jurídicas y diplomáticas. Diversos testimonios de aquel entonces afirman que en Chile, el joven funcionario alternó intensa y cordialmente con los exiliados argentinos, muchos de los cuales le tuvieron un gran aprecio.
En 1846, al ser retirada la Legación Argentina, pasó a Mendoza donde tuvo una prolongada permanencia, contribuyendo espontáneamente a la defensa de la ciudad durante el gobierno de Alejandro Mallea. Prestó importantes servicios al detener el avance de la montonera rebelde, y su actitud mereció que el pueblo de Mendoza le tributara su aprecio y gratitud, despidiéndolo con un elocuente discurso Guillermo Rawson. Una resolución legislativa del 23 de marzo de 1850, lo declaró “ciudadano mendocino con los goces y preeminencias de natural del país, conforme a nuestras leyes provinciales”. Antes de su retiro, el gobernador Mallea le encargó la redacción de un informe sobre la reforma de la provincia, en sus diferentes ramas de gobierno, principalmente, de carácter administrativo y legislativo, que produjo resultados beneficiosos para las instituciones locales. Esos trabajos le señalaron como firme candidato para reemplazar al gobernador Mallea, siendo lanzada su candidatura en tal sentido, pero regresó a Buenos Aires como lo había solicitado.
En 1851, fue encargado de recopilar los antecedentes históricos sobre los cuales se basaría la defensa de los derechos argentinos respecto del estrecho de Magallanes, y de las reglas que debían utilizarse para regir la navegación en sus aguas, en concordancia con el Derecho Internacional. Asimismo, estudió los problemas pendientes con la Santa Sede sobre el derecho de patronato, y se le comisionó para efectuar el arreglo de una reclamación extranjera entablada por los herederos del ciudadano estadounidense Halsey. Pero estas tareas delicadas, fueron superadas porque su figura sobresalía como la de un ciudadano de relieve y de opinión influyente.
Derrocado Juan Manuel de Rosas, Urquiza lejos de desechar sus servicios le encomendó, el 28 de febrero de 1852, la misión de recorrer las provincias del interior del país, para llevar su mensaje e invitar a los reacios gobernadores y caudillos a contribuir a la organización nacional. A su capacidad y esfuerzo se debieron las primeras negociaciones que condujeron al Acuerdo de San Nicolás, antecedente fundamental de la Constitución de 1853.
Terminada con éxito su misión, a su regreso, cuando el director provisional de la Confederación había disuelto la Legislatura, formó parte durante poco tiempo, del Consejo de Estado, nombrado por Urquiza en 1852. Tuvo influencia personal en el gabinete, y entre otras importantes resoluciones, propuso la abolición de la pena de muerte por delitos políticos y la confiscación de bienes por cualquier clase de delito. Luego declinó su candidatura a diputado, y la secretaría del Congreso Constituyente próximo a reunirse, que le ofreciera Urquiza, retirándose transitoriamente de la vida pública.
Al producirse la revolución del 1º de diciembre de 1852, encabezada por el general Hilario Lagos, pasó a Montevideo donde residió por algún tiempo. Se mantuvo alejado de la política hasta 1856, dedicado a negocios particulares de carácter comercial en campos y haciendas. Abrazó con éxito el ejercicio de su profesión y su bufete se convirtió en uno de los primeros de Buenos Aires. Fue abogado y consejero de una parte principal del comercio nacional y extranjero. Tuvo a su cargo una brillante defensa en una causa que trataba de la confiscación de unos armamentos dirigidos al Paraguay y de seis cargamentos de yerba mate salidos de aquella república después de la declaración de guerra de 1865.
En 1860, fue elegido convencional de la Asamblea convocada por la provincia de Buenos Aires para estudiar la reforma de la Constitución Nacional. Su mediación en los debates que se suscitaron entonces, revelaron su talento de hombre de elocuencia excepcional. Al año siguiente, declinó un ministerio nacional que le ofreció el presidente Derqui, como en 1866, la legación de Chile que quiso confiarle el presidente en ejercicio, doctor Marcos Paz. Entonces fue llamado a integrar como vocal la Junta de Crédito Público Nacional, en cuyo organismo desarrolló durante dos años una labor fecunda.
En 1869, a propuesta del Senado se le designó fiscal del Superior Tribunal de Justicia, puesto que rechazó por razones de índole privada. Poco después, debió ocupar las funciones de conjuez de la Corte Suprema para dirimir la divergencia planteada entre sus miembros sobre si las provincias debían comparecer ante la misma, decidiendo por la afirmativa.
Hacia 1870, Sarmiento lo designó procurador del Tesoro Nacional, y en su administración fue vicepresidente de la Exposición Nacional realizada en Córdoba. En ese mismo año, fue elegido diputado a la Legislatura de Buenos Aires, en la que tomó parte en las más importantes cuestiones debatidas, destacándose especialmente, en la discusión entablada con motivo del proyecto de ley suprimiendo la pena de muerte,.
Fue también vicepresidente del Crédito Público. En 1872, se le eligió senador por Buenos Aires, siendo nombrado poco después vicepresidente de ese alto cuerpo. Actuó además, como miembro de la Convención reformadora encargada de revisar la Constitución bonaerense. Integró la comisión redactora del sistema municipal, pronunciando en la Cámara magistrales discursos, que acentuaron su prestigio de parlamentario avezado.
Monumento al Dr. Bernardo de Irigoyen, Plaza Rodríguez Peña, Buenos Aires
Ocupó una banca en el Congreso de la Nación en 1873, y participó de los debates que dieron lugar la ley electoral. En ese año, fue miembro del Consejo de Instrucción Pública provincial. En 1874, rechazó el ofrecimiento que le hizo el doctor Nicolás Avellaneda de la cartera del Ministerio de Relaciones Exteriores, lo mismo que la Legación en Río de Janeiro, retirándose de la política. Al año siguiente, la Cámara de Diputados lo eligió por unanimidad de votos, su presidente, y entonces fue, cuando cediendo a la insistencia de hombres como Leandro N. Alem, Nicolás Avellaneda, Adolfo Alsina, Carlos Pellegrini y Aristóbulo del Valle, aceptó el cargo de ministro de Relaciones Exteriores, en momentos en que el país atravesaba por una situación delicada respecto de varios países limítrofes.
Bernardo de Irigoyen supo imponerse a las dificultades, justificando plenamente la elección que había recaído en su persona. En 1876, hubo de actuar en un conflicto suscitado por la intervención que el gobierno de Santa Fe tomó contra la sucursal local del Banco de Londres. En esa oportunidad, fue receptor de una amenaza inaudita que provino del abogado del Banco de Londres, Manuel Quintana, quien le previno en nombre de su Majestad Británica, que para hacer respetar los derechos del banco una cañonera inglesa había salido hacia Rosario. Aunque esto haya sido no más que un grave exceso emotivo, ya que la amenaza no se concretó ante la altiva protesta de Irigoyen, lo importante fue la doctrina que esbozó en su trabajo: La Soberanía nacional y la protección diplomática de las acciones al portador, el cambio de cartas que se produjo entre él y el encargado de negocios inglés. A la presentación de éste, en el sentido de que el gobierno nacional debía intervenir ante la provincia a los fines de que cesara en su accionar sobre el Banco, el canciller argentino respondió negativamente sosteniendo que las sociedades anónimas carecían de nacionalidad, y no les correspondía, en modo alguno, la protección diplomática. En ese año, negoció con éxito los tratados de paz y límites con el Paraguay y el Brasil, que resolvieron múltiples cuestiones emergentes de la terminación de la guerra de la Triple Alianza. Inició también las negociaciones con Chile por las cuestiones de límites que se hallaban pendientes por aquel Estado y después de largas y difíciles gestiones, logró sentar las bases de un tratado preliminar de los plenipotenciarios que fue firmado en Buenos Aires, el 18 de enero de 1878, por Diego Barros Arana y Rufino de Elizalde.
Al reorganizare el gobierno en 1877, el doctor Irigoyen ocupó el ministerio del Interior, desenvolviendo una política constructiva en beneficio del país. Cuando abandonó ese alto cargo, fue elegido vicepresidente en 1878, del Comité Patriótico, organizado para sostener los derechos de la República en la cuestión de límites con Chile. Con tal motivo, presidió una gran conferencia pública efectuada en el Teatro Colón, el 25 de mayo de 1879.
Al verse la posibilidad de producirse un gran conflicto en 1880, con el Uruguay, el presidente Avellaneda, lo designó ministro plenipotenciario y enviado extraordinario ante el gobierno de Montevideo, logrando pleno éxito en sus gestiones. En ese mismo año, no quiso aceptar la candidatura que le fue ofrecida para la Presidencia de la República. Nuevamente fue ministro de Relaciones Exteriores y Culto, en el gobierno del general Roca, y a su talento diplomático se debió que se conjurase un conflicto armado con Chile, por cuestiones limítrofes. En 1881, llevó a feliz término la vieja cuestión con ese país, al firmarse el tratado fundamental de límites sobre las bases que propusiera cinco años antes. Expuso con brillo y resonancia los principios del Derecho público americano que actualmente han sido reconocidos por la doctrina uniformemente. Resuelta la cuestión chilena, en 1882, el presidente Roca lo nombró ministro del Interior, en cuyo cargo realizó obras de interés público.
En 1885, se decidió finalmente a dejarse proclamar candidato popular a la primera magistratura del país, Renunció como ministro, y se dedicó enteramente a la campaña electoral por el Partido Autonomista. El general Roca impuso en las elecciones a su candidato, el doctor Miguel Juárez Celman. Irigoyen entonces, se retiró de toda actividad pública, en 1886.
Se lo consideraba definitivamente alejado de la vida pública, cuando resultó que el viejo estadista compartía los ideales de la nueva generación revolucionaria. En 1889, prestó su apoyo moral a la organización de la Unión Cívica.
Estuvo en la rebelión de 1890, y después de la caída de Juárez Celman perteneció a la junta consultiva de la Unión Cívica. En 1891, la convención de este movimiento político, reunida en Rosario, proclamó la fórmula presidencial Mitre-Irigoyen, para el período 1892-1898. Pero el general Mitre llegó a una transacción con el general Roca, y entonces –frente al cisma producido dentro del movimiento cívico- Irigoyen se declaró contra la política de los acuerdo, y pasó a las filas del naciente radicalismo.
En 1892, la Convención de la Unión Cívica Radical que acababa de separarse de la Unión Cívica, votó su candidatura a la Presidencia de la República por aquel partido. Al año siguiente, el presidente Sáenz Peña lo desterró a Montevideo.
Representó a la nueva fracción en el Senado de la Nación, y en 1894, desde su banca de senador interpeló al ministro del Interior, doctor Quintana, con un discurso magnífico por su estilo y de alta significación por su trascendencia nacional. Tratábase en aquel entonces, de la imposición del estado de sitio en ciertas partes del territorio argentino, así como la intervención federal en algunas provincias, medidas arbitrarias de acuerdo con el sentir del estadista. La interpelación dio por resultado la crisis de gabinete, formulando la minuta de amnistía, que provocó la renuncia del presidente Sáenz Peña.
Desempeñó la senaduría hasta 1898, en que resultó electo gobernador de la provincia de Buenos Aires, cuyos destinos rigió hasta 1902, y su gestión mereció general aprobación. En 1899, formo parte de la Junta de Notables, argentinos y chilenos, nombrada para solucionar las diferencias sobrevinientes.
Al término de su período de gobierno, en 1902, fue elegido senador nacional por la provincia de Buenos Aires, tomando parte en los principales debates. Se recuerda aquél donde interpeló al entonces ministro de Relaciones Exteriores y Culto, doctor Manuel Augusto Montes de Oca, en cuya ocasión no se supo qué admirar más, si la sabiduría o su experiencia, o el respeto y la pericia con que el joven canciller, cincuenta años menor, contestó a su eminente antagonista Retuvo la banca senatorial hasta el momento de su muerte.
En su larga vida recibió distinciones de importancia, como la de académico titular y luego honorario de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, académico honorario de la Facultad de Filosofía y Letras, miembro honorario de la Academia Internacional de Ciencias Industriales, de Madrid, y de otras instituciones científicas y sociales. Fue Caballero Gran Cruz de la Real Orden Española de Isabel la Católica; Gran Cruz de la Orden Imperial de la Rosa, del Brasil; y Gran Cruz de la Orden del Santo Sepulcro.
La desaparición del ilustre estadista ocurrió en Buenos Aires, el 27 de diciembre de 1906, a los 84 años de edad, ocasionando su deceso un verdadero luto nacional. Se había casado con Carmen de Olascoaga.
El diario “La Prensa” estampó en sus columnas que “La República acaba de perder a uno de sus hijos más eminentes, a uno de sus ciudadanos más virtuosos, a uno de sus servidores más leales”. Otro prestigioso periódico, “La Nación”, dijo que “Don Bernardo de Irigoyen fue uno de los grandes señores de la República”, y en otra oportunidad, agregó que fue “el señorial representante de la cultura porteña, el carácter más blando, más suave y más accesible de nuestro escenario político”.
Los poderes públicos de la Nación y de las provincias le decretaron los más altos honores. En el acto del sepelio hablaron para despedir sus restos, el ministro del Interior, doctor Manuel A. Montes de Oca, en nombre del gobierno Nacional; el ministro de Gobierno de la provincia de Buenos Aires, doctor Emilio Carranza; el presidente del Senado, Benito Villanueva; el doctor Adolfo Saldías, por la Cámara de Diputados; el ministro de Instrucción Pública, doctor Federico Pinedo, y el doctor Francisco A. Barroetaveña.
El Congreso de la Nación sancionó la erección de su monumento en nuestra ciudad, como gran ciudadano de la República, siendo inaugurado en la esquina de Callao y Paraguay, en la plaza Rodríguez Peña, el 27 de diciembre de 1933, obra del escultor Mariano Beulliure. En ese acto pronunciaron discursos, los doctores Vicente C. Gallo, Mariano de Vedia y Mitre y Leopoldo Melo. Una calle de la ciudad y una escuela llevan su nombre.
Bernardo de Irigoyen fue una figura representativa y consular en los tiempos de la organización nacional, y durante las décadas que le siguieron. Su larga y activa vida abarcó diversas etapas dentro de la historia argentina, en todas las cuales desempeñó un papel de hombre de confianza y de consejo, de intermediario hábil y de negociador de dones sobresalientes. Mantuvo siempre una limpia línea de conducta personal y un concepto elevado de sus funciones como servidor del Estado y como ciudadano.
Acerca de su personalidad pronunciaron juicios altamente elogiosos hombres de ideas y tendencias tan encontradas como Urquiza, Sarmiento, Rawson, Pellegrini, Avellaneda y Roca. Era de estatura mediana, de semblante pálido, ojos serenos, labios delgados, y en su cara lucían patillas de gentilhombre inglés.
Escribió alrededor de cuarenta trabajos, entre defensas, informes, discursos, etc., que se publicaron en forma de folletos y libros. En otro orden sobresalen, un breve ensayo sobre Recuerdo del general San Martín, en el “Archivo Americano” (1951), reproducido después en “La Revista de Buenos Aires” (1863); Recuerdos de don Bernardo Monteagudo; Delfín Gallo, Apuntes Biográficos (1890); Colonización e Inmigración en la República (1891). En uno de sus escritos utilizó el seudónimo de “Unos Argentinos”.
Fuente
Amadeo, Octavio R. – Vidas Argentinas – Buenos Aires (1957). Cutolo, Vicente Osvaldo – Nuevo Diccionario Biográfico Argentino, Buenos Aires (1971). De Vedia y Mitre, Mariano – Bernardo de Irigoyen – La Nación, diciembre (1933). Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado. Gómez, Antonio F. – Notas biográficas del Dr. Bernardo de Irigoyen, Epoca de Rosas – Buenos Aires (1907). Portal www.revisionistas.com.ar
El 4 de febrero de 1905 tuvo lugar la revolución cívico-militar organizada por la Unión Cívica Radical y dirigida por Hipólito Yrigoyen, que intentó derrocar al gobierno constitucional de Manuel Quintana, en reclamo de elecciones libres y democráticas. Fue una de las rebeliones más importantes que sufrió la Argentina hasta ese momento, por el número de militares comprometidos, las fuerzas vinculadas y la extensión del movimiento a lo largo del país.
Hacia finales de 1893 la Unión Cívica Radical enfrentaba su primera disputa interna y se encontraba dividida en dos grupos: los radicales rojos que apoyaban la conducción del partido por parte de Leandro Alem, y los radicales líricos que apoyaban la interpretación de Hipólito Yrigoyen respecto a la toma del poder y su liderazgo en el radicalismo.
Los rojos eran partidarios de la revolución como método para cambiar el sistema imperante mientras que los líricos eran considerados "evolucionistas" y no confiaban en la realización de un golpe de estado como método para los cambios que ellos consideraban necesarios.
Apoyaban a Alem en la interna partidaria dirigentes como Bernardo de Irigoyen, Francisco Barroetaveña, Leopoldo Melo, Mariano Demaría, Lisandro de la Torre, Vicente Gallo, Simón S. Pérez, Joaquín Castellanos, Adolfo Saldías, José Nicolás Matienzo, Martín Torino, Mariano Candioti, Adolfo Mugica, Víctor M. Molina, entre otros. Apoyan a Yrigoyen algunos jóvenes como Marcelo T. de Alvear y la mayoría de los dirigentes radicales en la provincia de Buenos Aires, cuyo comité provincial estaba liderado por el mismo Yrigoyen.
En 1896, Aristóbulo Del Valle fallece y Leandro Alem, hundido en una profunda depresión afectado por las sucesivas derrotas políticas, una fallida relación amorosa y la profunda división interna del radicalismo, se suicida. En ese momentos los dos grupos radicales intentan volver a unificarse ante la muerte de los dos máximos líderes del partido. Pero la unión duró poco y en 1897 se vuelve a producir la separación.
Los ex rojos, ahora liderados por Bernardo de Irigoyen y llamados radicales coalicionistas o bernardistas, luego del suicidio de Alem, intentan alcanzar un acuerdo con el general Bartolomé Mitre y la Unión Cívica Nacional para enfrentar al roquismo en los comicios presidenciales y de Buenos Aires de 1898. El acuerdo incluía la formación de una fórmula mixta para la presidencia de la Nación, encabezada por el radical Bernardo de Irigoyen, y lo mismo, pero encabezada por el ingeniero Emilio Mitre, dirigente de la UCN, para la gobernación de la provincia de Buenos Aires.
Este acuerdo se lo conoció como la "política de las paralelas" y ponía la semilla para una futura reunificación de la Unión Cívica, como estaba confirmada en 1890 antes de la división que aconteció al año siguiente entre radicales y mitristas, pero Yrigoyen y sus aliados (ahora conocidos como intransigentes o hipolistas) se negaron a aceptarla e hicieron todo lo posible para boicotearla desde su bastión del comité radical de la provincia de Buenos Aires.
Al final el acuerdo entre radicales y mitristas se cayó definitivamente debido a la acción de Yrigoyen de disolver el Comité de la Unión Cívica Radical de la provincia de Buenos Aires, lo que terminó con toda posibilidad que el radicalismo de la provincia aceptara un candidato mitrista para la gobernación de la provincia. La caída de la política de las paralelas pavimentó el camino para la segunda presidencia del general Julio Argentino Roca.
Aun así, en la provincia de Buenos Aires, los autonomistas nacionales de Pellegrini, los radicales coalicionistas y los intransigentes de Hipólito Yrigoyen lograron negociar en el Colegio Electoral y lograron establecer a Bernardo de Irigoyen, líder de los radicales coalicionistas, como gobernador de la provincia junto al radical intransigente Alfredo Demarchi como vicegobernador, para arrebatarle la provincia a la Unión Cívica Nacional, quienes habían vencido en el voto popular.
A lo largo de los siguientes años el radicalismo ingresaría en un tumultuoso periodo en el que todas las estructuras partidarias colapsaron y la interna entre coalicionistas e intransigentes nunca se saldo. Durante la gobernación de Bernardo de Irigoyen, los hipolistas fueron sus principales opositores, por lo tanto el gobierno provincial sobrevivió gracias al apoyo de los pellegrinistas y del gobierno nacional de Roca.
Para el año 1900, el sector bernardista del radicalismo, que agrupaba a algunos de los hombres que más cercanos habían sido de Alem, se incorporaron al Partido Autonomista de la provincia de Buenos Aires, que lideraba Carlos Pellegrini. La fusión entre el Partido Autonomista y el sector bernardista del radicalismo eventualmente resultó en la formación de los Partidos Unidos, que llevó a Marcelino Ugarte a la gobernación de Buenos Aires en 1902, siendo el ex radical Adolfo Saldías su vicegobernador.
Hacia los primeros años del siglo XX, la Unión Cívica Radical había dejado de existir oficialmente. Pero la sobrevivencia del radicalismo como fuerza política hasta la actualidad fue mayormente obra del trabajo de Hipólito Yrigoyen y el círculo político que lo acompañaba desde la interna partidaria de 1893. A comienzos de 1903, Yrigoyen comenzó a reorganizar a la Unión Cívica Radical, invitando a un acto político para el 26 de julio de ese año, en el decimotercero aniversario de la Revolución del Parque.
El acto recibió una gran respuesta del público y fue asistido por aproximadamente 50.000 personas. Yrigoyen también tuvo éxito en atraer a importantes figuras que habían formado parte de las filas del radicalismo y que para esos años formaban parte de otros partidos políticos, como el caso del cordobés Pedro C. Molina, que formaba parte del Partido Republicano, liderado por Emilio Mitre.
En octubre de 1903, se reunió en Buenos Aires la llamada "Convención de Notables", formada por más de 300 dirigentes políticos de todo el país, que tenía como objetivo elegir al candidato a presidente que debía reemplazar a Julio Argentino Roca en el cargo en 1904.
La Convención de Notables se desarrolló en medio de la fuerte disputa entre Roca y Carlos Pellegrini, que se venía dando desde la ruptura de relaciones entre ambos en 1901 luego de un desacuerdo por un proyecto de unificación de la deuda externa, que dividió al Partido Autonomista Nacional en dos sectores: roquistas y pellegrinistas.
Antes de la convención, Pellegrini se perfilaba como el principal candidato a la presidencia de la Nación pero durante el desarrolló de la misma, Roca logró bloquear la candidatura de Pellegrini. Por esa razón, Pellegrini acusó públicamente a Roca de destruir al Partido Autonomista Nacional. La ruptura entre ambos, que se insinuó en la segunda presidencia de Roca, terminó por concretarse y Pellegrini fundó el Partido Autonomista. Por tal motivo Pellegrini y sus partidarios abandonaron la convención, cosa que también hizo el núcleo político que lideraba Bernardo de Irigoyen. Debido a la ruptura con Pellegrini y con parte de la dirigencia del interior, Roca tuvo que pactar con Marcelino Ugarte, gobernador de Buenos Aires, quien impuso el nombre de Manuel Quintana como candidato a la presidencia para intentar posicionarse él como su sucesor. El triunfador de la Convención de Notables fue Marcelino Ugarte quien pudo imponer a Manuel Quintana, que era un hombre "extraño a los partidos" y que había sido rival político de Roca en 1893/1894 cuando se desempeñaba como hombre fuerte del gobierno de Luis Sáenz Peña, como presidente y aceptó al cordobés José Figueroa Alcorta, nombre que impulsaban las dirigencias del interior asociadas al oficialismo, como vicepresidente.
En febrero de 1904, Yrigoyen organizó una convención partidaria, la primera desde la convención de 1897 que debatió la política de las paralelas. Sin embargo, casi ningún antiguo alemnista o bernardista regresó a las filas partidarias y el radicalismo que se reorganizaba estaba compuesto casi exclusivamente por aquellos hombres que formaron parte del viejo grupo radical bonaerense de Yrigoyen.
La reconstrucción de la UCR llevada a cabo por Yrigoyen mostró una serie de rasgos distintivos. Para reunir al partido, el líder bonaerense recurrió a los símbolos sagrados del radicalismo: la figura de Alem, la revolución de julio de 1890, las convenciones partidarias y la revolución. Yrigoyen supo emplear la simbología partidaria para darle a su organización una imagen de continuidad con la agrupación original.
Obviamente no fue mencionado que durante la década de 1890 el sector político de Yrigoyen se había comportado como una organización independiente del tronco partidario, que su líder había mantenido una tensa relación con Alem, que la participación de Yrigoyen en la revolución del Parque de 1890 había sido menor, que se sospechaba que se había negado a cooperar en los alzamientos armados proyectados por Alem después de 1893, y que había desafiado la autoridad de la última convención del partido en 1897.
Mientras que otros sectores del viejo radicalismo se habían dispersado y fundido en diferentes partidos políticos, Yrigoyen se presentaba como el heredero legítimo de la Unión Cívica Radical, leal a sus objetivos y estrategias fundacionales. La nueva organización radical se manifestaba contra la omnipotencia del PAN, contra su política económica, contra la corrupción, y contra la ausencia de garantías para elecciones limpias.
La UCR retomaba en parte su viejo lenguaje y estilo, aunque lo hacía en un contexto marcadamente distinto al anterior y con algunas particularidades propias. En la primera década del siglo XX, el PAN se encontraba en plena decadencia y completamente dividido, la economía retornaba a sus altos ritmos de crecimiento y nuevos partidos políticos, como el Socialista y el Republicano, experimentaban los beneficios directos de la competencia electoral.
El 29 de febrero de 1904, el recién reorganizado Comité Nacional de la Unión Cívica Radical declaraba la abstención electoral del partido en las elecciones presidenciales y legislativas del año 1904. Pero mientras declaraban su abstensión electoral para los comicios de 1904, sus dirigentes conspiraban. Hipólito Yrigoyen había recorrido el país convenciendo y comprometiendo a centenares de militantes radicales y jóvenes oficiales del Ejército, e incluso había formado una junta revolucionaria que lideraba, secundado por José Camilo Crotto, Delfor del Valle y Ramón Gómez.
El objetivo inicial era que este movimiento revolucionario estallara el 10 de septiembre de 1904, durante el gobierno de Julio Roca. Pero la revolución debió postergarse. El gobierno sospechaba y había tomado algunas medidas preventivas. Yrigoyen, único que conocía toda la trama revolucionaria, decidió esperar el momento adecuado.
El 12 de octubre de 1904, Roca completó su mandato presidencial y entregó la presidencia a su sucesor, Manuel Quintana. Por su parte, Yrigoyen les explicaba a sus correligionarios que no se trataba de una revolución contra una persona sino contra "el Régimen", por lo que poco importaba si se iniciaba antes o después.
Finalmente, en la madrugada del 4 de febrero de 1905, el movimiento revolucionario cívico-militar, que se venía preparando desde principios de 1904 por los dirigentes de la Unión Cívica Radical y aliados dentro del Ejército, se inició en la Capital Federal, Bahía Blanca, Mendoza, Córdoba, Rosario y Santa Fé.
En la Capital Federal, el elemento clave del complot era la toma del Arsenal, desde donde se distribuirían armas a grupos de militantes radicales. Sin embargo, una infidencia permitió al gobierno conocer el plan revolucionario. El general Carlos Smith, jefe del Estado Mayor, en colaboración con el coronel Rosendo Fraga, jefe de policía de la Capital Federal, se anticipó y se hizo fuerte en el Arsenal, impidiendo el levantamiento de los vecinos regimientos 1 y 10 de infantería. De esta forma evitó que grupos de revolucionarios civiles fueran provistos de armamento. Sin esas armas el plan estaba destinado a fracasar. Si bien en las jornadas previas el caudillo radical había advertido la posibilidad de un fracaso, ya era tarde para dar la contraorden. No obstante, lo ocurrido en el Arsenal no fue suficiente para detener a centenares de militantes radicales que, durante toda la madrugada, atacaron numerosas comisarías de la ciudad.
El gobierno del presidente Manuel Quintana, que conocía los planes revolucionarios, reaccionó con rápidas medidas: declaró el estado de sitio en todo el país por los próximos noventa días, y estableció la censura de prensa. La policía, leal al gobierno nacional, allanó decenas de edificios en busca de revolucionarios. Tan sólo algunas tropas del 9 regimiento de Infantería marcharon hacia Buenos Aires desde Campo de Mayo, pero poco después se dispersaron. Las tropas leales y la policía recuperaron pronto las comisarías tomadas por sorpresa y los cantones revolucionarios. Al mediodía del 4 de febrero la revolución en la Capital Federal había sido vencida completamente.
Pero no ocurría lo mismo en otros lugares del país. El levantamiento había tenido éxito en Mendoza, Córdoba y Bahía Blanca, donde los civiles habían contado con el apoyo de varios regimientos militares. En Mendoza, toda la guarnición militar se sumó al alzamiento junto a un regimiento de artillería de montaña de San Juan. Estas tropas proveyeron armas a los civiles que se identificaban con sus boinas blancas. Los revolucionarios atacaron la capital mendocina, se llevaron 300.000 pesos del Banco Nación y atacaron los cuarteles defendidos por el teniente Basilio Pertiné. El gobierno mendocino y algunos militares intentaron resistir en la Casa de Gobierno pero depusieron las armas. José Néstor Lencinas, jefe de la Junta Revolucionaria, constituyó un gobierno provisional luego de derrocar al gobernador constitucional Carlos Galigniana Segura.
En Córdoba, las tropas militares al mando del coronel Daniel Fernández se movilizaron desde las primeras horas de la madurgada y comenzaron a moverse luego de una arenga del coronel Fernández, en la que dijo: “¡Soldados: vamos a realizar una cruzada trascendental! Para la argentinidad próxima a morir, que es el reverso de Caseros y Pavón”!
Las tropas militares rebeldes tomaron la Jefatura de Policía, coparon la ciudad capital y se enfrentaron contra las tropas leales al gobernador Olmos, dirigidas por el coronel Gregorio Vélez. Las hostilidades, duraron hasta el mediodía y arrojaron varios muertos de ambos bandos. Una vez finalizados los comabates, derrocaron al gobierno de José Vicente Olmos para imponer un gobierno provisional al mando del coronel Daniel Fernández, acompañado por Abraham Molina y Aníbal Pérez del Viso como ministros. La proclama difundida en Córdoba marca el tono de los revolucionarios radicales: "... ha llegado el día en que termina el régimen oprobioso que ha dominado el país desde hace 30 años, cubriéndolo de ignominia ante propios y extraños".
En Córdoba, los revolucionarios radicales tomaron como rehenes al gobernador Olmos, al vicepresidente José Figueroa Alcorta, que por casualidad se hallaba en Córdoba, al diputado Julio Roca, hijo del general Julio Argentino Roca, a Francisco J. Beazley, que regresaba de actuar como interventor en San Luis, a Felipe Yofre, exministro del Interior durante la presidencia de Roca, al Barón Antonio Demarchi, yerno del expresidente Roca, entre otros funcionarios y dirigentes políticos de la oposición.
Los radicales también se dirigieron hacia la estancia La Paz, propiedad de Julio Argentino Roca, para intentar detener al expresidente, pero Roca, que había sido advertido de que los revolucionarios se dirigían hacia su estancia, logró escapar de ser tomado prisionero y se dirigió a la vecina provincia de Santiago del Estero.
En Rosario las tropas militares radicales marcharon desde San Lorenzo hacia Rosario, donde grupos civiles habían tomado la estación del Ferrocarril Central Argentino. En Rosario también se produjeron intensos combates en la zona del Arroyito. Sin embargo, conocido el fracaso de la revolución en Buenos Aires, las tropas sublevadas retornaron a sus cuarteles, y abandonaron a su suerte a los civiles.
Las tropas sublevadas en Bahía Blanca y otras ciudades del interior ni tuvieron perspectiva, ni hallaron eco en el pueblo. El presidente Manuel Quintana empleó la misma táctica usada en 1893 para sofocar el movimiento radical; el estado de sitio se convirtió en ley marcial. Pese a los éxitos iniciales en Córdoba y Mendoza, el gobierno nacional mantenía la situación bajo control y envió tropas desde diferentes puntos del país para reducir los focos revolucionarios.
La intentona revolucionaria no había prosperado en las otras provincias, y los radicales cordobeses quedarían solos en la lucha. En búsqueda de una salida a la difícil situación, el ministro revolucionario Aníbal Pérez del Viso llevó al vicepresidente Figueroa Alcorta hasta las oficinas del telégrafo, donde le hizo establecer comunicación con el presidente Manuel Quintana. Una vez realizada la misma, Pérez del Viso tomó el lugar de Figueroa Alcorta y comenzó a proponer distintas soluciones, que obviamente protegían a los insurrectos. Los revolucionarios llegaron a solicitarle al presidente Quintana su renuncia a cambio de la vida del vicepresidente Figueroa Alcorta, sin embargo el presidente no cedió y la amenaza no fue ejecutada.
Al acercarse las poderosas columnas encabezadas por los generales Lorenzo Winter e Ignacio Fotheringham, los revolucionarios en Córdoba y Mendoza comenzaron a dispersarse. Finalmente la Junta Revolucionaria Radical decidió deponer las armas para evitar más derramamiento de sangre. El 8 de febrero, no quedaba ningún foco revolucionario en toda la República. Inmediatamente, el gobierno del presidente Manuel Quintana, detuvo y mandó a enjuiciar a los sublevados, que fueron condenados con penas de hasta 8 años de prisión y enviados al penal de Ushuaia, muchos otros se exiliaron en Chile o Uruguay. En el caso de los militares, quienes se plegaron al alzamiento perdieron sus carreras.
La represión se llevó a cabo contra los revolucionarios radicales y simultáneamente contra el movimiento obrero, los socialistas y sus organizaciones, su prensa, etc, aunque ellos no había tenido ninguna vinculación con el movimiento del 4 de febrero. Fueron detenidos centenares de gremialistas, la prensa socialista y anarquista fue prohibida, se allanaron los locales de los periódicos La Vanguardia y La Protesta, entre otros, y los locales sindicales fueron clausurados.
Después de los sucesos del mes de febrero, Quintana se dirigió al Congreso y dijo al respecto: "Al recibir el gobierno conocía la conspiración que se tramaba en el Ejército y por eso dirigí aquella incitación para se mantuviera extraño a las agitaciones de la política invocando al mismo tiempo el ejemplo de sus antepasados y la gloria de sus armas. Una parte de la oficialidad subalterno no quiso escucharme y ha preferido lanzarse a una aventura que no excusa la inexperiencia ante los deberes inflexibles del soldado".
Luego de la derrota de la revolución, Yrigoyen se retiró a la clandestinidad ya que era buscado por las autoridades nacionales y durante meses no se tuvo noticias sobre su paradero. Finalmente, el 19 de mayo, se presentó ante la Justicia para asumir su responsabilidad como jefe máximo de la Junta Revolucionaria.
La revolución fue derrotada, pero desencadenaría una corriente de cambio institucional dentro del oficialismo que ya no podría ser detenida. El Partido Autonomista Nacional se había dividido, y tanto Carlos Pellegrini como Roque Sáenz Peña, principales referentes del nuevo Partido Autonomista, fundado en 1903, comprendían la necesidad de realizar profundos cambios institucionales si se pretendía contener el creciente conflicto social y político.
Aunque por el momento las hostilidades contra el gobierno nacional seguían en alta y el 11 de agosto de 1905 se produjo un atentado contra Quintana, mientras se dirigía en su carruaje a la Casa de Gobierno, un hombre dispara varias veces contra el presidente sin lograr hacer fuego. El coche siguió su marcha, y los agentes de custodia detuvieron al agresor, que resultó ser un obrero catalán llamado Salvador Planas y Virella, simpatizante anarquista, que actuó por iniciativa propia.
En marzo de 1906 fallece el presidente Manuel Quintana y es reemplazado en el cargo por José Figueroa Alcorta, quien hasta entonces era el vicepresidente de la Nación y se inclinaba políticamente hacia el pellegrinismo. En junio de 1906, Figueroa Alcorta y Pellegrini impulsan una Ley del Olvido, para ofrecer una amnistía general a todos los radicales participantes de la revolución del año anterior, desterrados en Uruguay y Chile o que se hallaban ocultos o presos.
En los años que siguieron, el radicalismo fue creciendo en apoyo entre los sectores de la incipiente clase media de la Capital Federal y del interior, especialmente entre aquellos jovenes profesionales, hijos de inmigrantes. También cambió la composición social de la dirigencia radical con respecto a aquella de la década de 1890. La mayoría de sus dirigentes pareció provenir mayormente de fdamilias que habían llegado al país en fechas recientes y que habían tenido poca o ninguna participación en política. En comparación a aquella luego de la Revolución del Parque, en donde sus dirigentes provenían de familias tradicionales del país.
El sistema político también fue cambiando en aquellos años, cuando un sector de la clase dirigente decidió una apertura y una transformación de las reglas de juego de la política. Los reformistas encabezados por el presidente Figueroa Alcorta creían en la necesidad de promover una reforma electoral que estableciera un gobierno realmente representativo. Y la reforma electoral finalmente llegó, en 1912, de la mano de Roque Sáenz Peña. Cuatro años después, el 12 de octubre de 1916, el líder de la revolución de 1905, Hipólito Yrigoyen, asumía como presidente de la Nación.