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viernes, 3 de enero de 2025

Biografía: Lord Timothy Dexter, el suertudo más grande

La extraña vida de Lord Timothy Dexter

“Son pocos los hombres que prestan suficiente atención a sus propios pensamientos y son capaces de analizar cada motivo o acción. Entre ellos, Timothy Dexter no era uno de ellos.”

~ Samuel L. Knapp ( 1848 )

Una imagen en blanco y negro de una flor.

Lord Timothy Dexter fue muchas cosas.

Fue un famoso empresario del siglo XVIII, que realizó una serie de transacciones aparentemente descabelladas y, de algún modo, salió airoso de cada una de ellas. Era un artesano del cuero pobre y sin educación que, especulando fortuita (y estúpidamente) con el dólar continental, se convirtió en uno de los hombres más ricos de Boston y que luego presionó sin éxito para entrar en los círculos sociales de élite durante décadas. Era, en sus propias palabras, un " liberal progresista clásico " y, a pesar de su pésima ortografía, también era un autor publicado y un filósofo autoproclamado. 

Lord Timothy Dexter era muchas cosas, pero no era un Lord: éste era un título que se otorgó a sí mismo, con gran satisfacción personal.

Lo más importante es que Lord Dexter fue uno de los primeros excéntricos famosos de Estados Unidos, pero en los anales de la historia ha quedado en gran medida olvidado. Esto es una tragedia. Aunque siempre anheló ser aceptado, Lord Dexter se negó a transigir con sus extrañas costumbres; al hacerlo, allanó el camino para todos los aspirantes a bichos raros estadounidenses.

El nacimiento de una leyenda

A finales de los meses de invierno de 1748, a varios kilómetros de Boston, nació Timothy Dexter. Desde su nacimiento, se consideró una leyenda —“Iba a ser un gran hombre”, escribió más tarde—, aunque al principio el destino no estaba de su lado.

Dexter provenía de una familia de trabajadores agrícolas que, en tiempos del colonialismo británico, no contaban con una estabilidad económica muy buena. Sin embargo, a los 16 años, Dexter consiguió un puesto de aprendiz con un curtidor de Boston y empezó a trabajar para hacerse un hueco como artesano. Aunque la profesión se consideraba generalmente de “clase baja”, el sueldo era bueno: en la década de 1760, los profesores de Dexter en Boston habían monopolizado el arte de fabricar “cuero marroquí”, un material muy demandado por los amantes de la moda colonial. 

A los 21 años, Dexter completó su aprendizaje y decidió emprender su propio negocio, produciendo guantes de cuero y pantalones de piel de alce. Aunque la situación en Boston se deterioró rápidamente (los británicos impusieron en rápida sucesión “impuestos sin representación”, los residentes se rebelaron con el Boston Tea Party y el gobierno cerró los puertos de la ciudad), Dexter decidió quedarse en la ciudad. Armado con nada más que un “bindle” (palo de vagabundo) colgado al hombro, Dexter emigró a Charlestown, el epicentro del cuero de Boston.

Fue allí, gracias a su primer golpe de suerte, donde Dexter conoció (y encantó) a Elizabeth Frothingham, la adinerada y recién viuda de uno de sus antiguos socios del sector del cuero. Era una mujer trabajadora y frugal que había obtenido "ganancias nada despreciables" como vendedora ambulante de productos de puerta en puerta. Dexter, enamorado menos de su naturaleza que de su valor en efectivo, aceptó su mano en matrimonio.

Ascenso a la riqueza

En el acomodado barrio de Charlestown, en Boston, Dexter se sintió inmediatamente inadaptado. Sus nuevos vecinos —entre los que se encontraban John Hancock (entonces gobernador de la Commonwealth) y Thomas Russel (en aquel entonces uno de los hombres más ricos del país)— eran la nobleza de Estados Unidos, muy versados ​​en etiqueta y en asuntos de negocios. Como era un hombre “humilde” y sin educación que se había casado con una mujer adinerada, no era visto como un igual. Esto, por supuesto, lo enfureció, y se propuso demostrar su decencia.

Después de observar a sus pares, Dexter decidió que lo primero que haría sería conseguir un puesto en un cargo público. Lo mejor que podía hacer un hombre que había abandonado la escuela a los 8 años, Dexter presentó docenas de peticiones al consejo de gobierno de la vecina Malden, MA, hasta que (probablemente por completo agotamiento) crearon un puesto para él: "Informante de ciervos". Bajo el título, Dexter tenía la obligación de llevar un registro de las poblaciones de cervatillos de la ciudad, aunque, como señalan los anales de los registros gubernamentales de Malden , "el último ciervo había desaparecido de los bosques de Malden diecinueve años antes".

Satisfecho con su nuevo deber, Dexter se propuso multiplicar su riqueza y, como es típico de Dexter, encontró una extraña forma de hacerlo.

Al comienzo de la Guerra de la Independencia en 1775, el Congreso Continental (creado por las 13 colonias para contrarrestar el dominio británico) emitió la primera forma de papel moneda de Estados Unidos, el dólar continental , cuyo valor oscilaba entre de dólar y 80 dólares. Durante la revolución, la moneda se vio gravemente socavada: aunque el Congreso emitió billetes por un valor de unos 250 millones de dólares, los vendedores, que no confiaban en el valor de la moneda, se negaron a aceptarla, a pesar de los numerosos esfuerzos del Congreso por castigar a los comerciantes que no participaban. Finalmente, el Congreso se vio obligado a imprimir más; pronto, los billetes inundaron el mercado y su valor se depreció rápidamente :

“En noviembre de 1776, se habían emitido 19 millones de dólares en moneda continental y todavía se podían comprar bienes por valor de 1 dólar con 1 dólar en papel. En noviembre de 1778, se habían emitido 31 millones de dólares y se necesitaban 6 dólares en papel para comprar la misma cantidad. En noviembre de 1779, había 226 millones de dólares en circulación y se necesitaban 40 dólares en papel para comprar 1 dólar en bienes”.

No vale ni un dólar continental ” se convirtió en una frase común que se utilizaba para denotar la absoluta falta de valor de un bien. Después de la guerra, los soldados, que habían recibido su salario en billetes continentales, se quedaron en la miseria y los vecinos ricos de Dexter, Hancock y Russel, se encargaron de recomprar algunos de estos billetes “para aumentar la confianza del público y hacer una buena acción”. 

Un dólar continental de 55 dólares, emitido en 1779

Dexter, siempre atento y deseoso de respeto, emuló a estos hombres al extremo. Al darse cuenta de que los estadounidenses estaban dispuestos a desprenderse de los billetes continentales, que ya no se fabricaban, a cambio de cualquier cosa, Dexter juntó todos sus ahorros (y los de su esposa) y compró grandes cantidades de billetes por fracciones de centavos por cada dólar. Fue una decisión audaz e idiota: básicamente estaba negociando todo su sustento con la posibilidad de que se restableciera esta moneda, con pocas posibilidades de obtener beneficios.

Por un milagroso golpe de suerte, su apuesta resultó fructífera. Cuando se ratificó la Constitución de los Estados Unidos en la década de 1790, se estipuló que los continentales podían canjearse por bonos del Tesoro al 1% de su valor nominal , en gran medida a instancias de Alexander Hamilton. Como había comprado cantidades masivas de esta moneda a una fracción de ese costo, Dexter se hizo instantánea y astronómicamente rico.

Es más, siguiendo el dudoso consejo de un vecino que le tenía antipatía, Dexter también había comprado grandes cantidades de monedas europeas (libras esterlinas, francos franceses), que ahora podía revender obteniendo una buena ganancia.

Dexter pensó que, con esta nueva riqueza, ganaría credibilidad entre sus pares. Pero no fue así. Los repetidos esfuerzos de Dexter por entrar en los círculos de élite de la alta sociedad se vieron frustrados, cada vez más, por su retórica “grosera”, su carácter desagradable y su incapacidad para mantener la boca cerrada en momentos inoportunos.

Finalmente, Dexter concluyó que su rechazo se debía a la naturaleza aburrida de los bostonianos y no a su propia excentricidad. Con una despedida frívola, reunió a su esposa y a sus hijos y se trasladó al norte, a la ciudad costera y mercantil de Newburyport, en Massachusetts.  

Allí prosperó.

Una finca principesca

A finales del siglo XVIII, Newburyport era una ciudad supuestamente idílica, un lugar donde “ricos y pobres se mezclaban” y donde “la población no era tan numerosa como para ocultar a ningún individuo, por extraño o humilde que fuera”. Aunque poseía solo una de estas características, Timothy Dexter no perdió tiempo en aprovechar su llegada.

Con su nueva fortuna, Dexter compró una flota de barcos, un establo de caballos de color crema brillante y un lujoso carruaje adornado con sus iniciales. Luego, con gran estilo, erigió un “castillo principesco” con vista al mar, un castillo que, cabe señalar, incluía los muebles más lujosos del mercado, incluidos sus “dependientes dependencias espaciosas y de buen gusto”.

Como relata un historiador del siglo XIX , Dexter contrató entonces a los artistas “más inteligentes y de buen gusto” de la arquitectura europea para tallar y montar una serie de más de 40 estatuas gigantes de madera en su propiedad, cada una de las cuales representaba a un gran personaje de la tradición estadounidense: 

“… El propietario, sin gusto, en su afán de notoriedad, creó hileras de columnas, de quince pies de altura por lo menos, sobre las cuales colocar estatuas colosales talladas en madera. Directamente frente a la puerta de la casa, sobre un arco romano de gran belleza y gusto, estaba el general Washington con su atuendo militar. A su izquierda estaba Jefferson; a su derecha, Adams. Sobre las columnas del jardín había figuras de jefes indios, generales militares, filósofos, políticos, estadistas… y las diosas de la Fama y la Libertad”.

Para no quedar eclipsado, Dexter erigió una última estatua, una de él mismo. Debajo de ella, pintó con orgullo una inscripción:  “Soy el primero en Oriente, el primero en Occidente y el filósofo más grande del mundo occidental” , esto de un hombre que no había aportado nada al campo de la filosofía ni había leído jamás un solo libro sobre el tema.

Una representación de la propiedad de Dexter, completa con estatuas.

A 2.000 dólares cada una, las 40 estatuas le costaron a Dexter el doble de lo que había pagado por toda su herencia, pero con ellas el paria logró su objetivo final: atraer la atención del público. “Hizo que los patanes se quedaran mirando”, escribe Samuel L. Knapp, “y le dio al dueño el mayor placer”. 

Con el tiempo, Dexter empezó a atraer la atención equivocada. Su propiedad se convirtió en una vergüenza estética tan grande que su esposa pronto abandonó el barco para irse a vivir a otro lugar del barrio; en su ausencia, el hijo de Dexter, un muchacho malhumorado que, como su padre, no disfrutaba de aprender, se mudó allí. En poco tiempo, la casa se convirtió en una especie de “bagnio” (burdel): se sucedían largas noches de bufonadas de borrachos, en las que las mujeres iban y venían, y los elegantes interiores (incluidas las cortinas que alguna vez pertenecieron a la reina de Francia) pronto se cubrieron de “manchas indecorosas, ofensivas a la vista y al olfato”.

El excéntrico emprendedor

Cuando Dexter compró varios barcos grandes y anunció sus intenciones de iniciar un negocio de comercio internacional, sus vecinos hartos aprovecharon la oportunidad para ofrecerle horribles inversiones, con la esperanza de que se arruinara y se viera obligado a mudarse.

Uno de estos vecinos recomendó a Dexter que vendiera ollas para calentar ( unas ollas de latón anchas y planas con mangos largos que se usaban para calentar camas en el siglo XVIII ) en las Indias Occidentales (un territorio colonial europeo conocido por su clima cálido durante todo el año). El confiado Dexter compró nada menos que 42.000 ollas, las distribuyó en nueve barcos de carga y se dispuso a venderlas; sus acciones, al mismo tiempo, provocaron carcajadas atronadoras de los comerciantes experimentados. Pero fue Dexter quien se llevó la última risa: cuando llegó y no vio que necesitaba aparatos para calentar, los rebautizó como cucharones y los vendió a los propietarios de plantaciones de azúcar y melaza. La demanda fue tan grande que cada propietario clamó por comprar al menos tres o cuatro; Dexter aumentó el precio de las ollas en un 79% y regresó con una fortuna aún mayor.

En otro caso, un comerciante convenció maliciosamente a Dexter de que había una gran demanda de carbón antracita en Newcastle. Sin que Dexter lo supiera, ya existía allí una gran mina de carbón, lo que hacía inútil cualquier envío del extranjero. Cuando Dexter llegó, la mina estaba, milagrosamente, en huelga, y el carbón se compró con un margen considerable. Una vez más, Dexter regresó victorioso, con "un [barril] y medio de plata" (porque ¿qué clase de caballero distinguido no guardaba su plata en barriles?).

En esa época, gracias a sus hazañas, Dexter empezó a adquirir un conocimiento considerable de las técnicas comerciales. Al menos un biógrafo del siglo XIX sostiene que, a partir de ese momento, sus acciones no fueron actos de estupidez o ignorancia, sino más bien estrategias de venta “bastante sensatas” de Dexter para engañar a sus escépticos. A medida que su fortuna crecía, empezó a darse cuenta de que podía simplemente preguntar qué bien escaseaba en el mercado, comprar todo lo que pudiera, duplicar su precio y venderlo.

Con precisión, utilizó esta estrategia, aunque sus productos de elección eran a menudo increíblemente extraños. 

En cierta ocasión, Dexter viajó a Boston y compró una cantidad astronómica de huesos de ballena, una cantidad tan grande que logró monopolizar por completo el mercado de este artículo y pudo cobrar su propio precio. En total, acumuló unas 340 toneladas de huesos de ballena, que luego vendió con un margen de beneficio del 75 % para utilizarlos en productos como corsés de mujer, tirantes para cuellos, látigos para carruajes, juguetes e incluso máquinas de escribir. Los huesos y barbas de ballena tenían una demanda tan alta que hoy recordamos este material como el "plástico del siglo XIX".

Corsés de ballena: furor en la moda femenina del siglo XVIII

“Descubrí que tenía mucha suerte con la especulación”, escribió más tarde Dexter, casi analfabeto (sin duda, quería decir “especulación”). “Los especuladores me invadían como perros del demonio”.

Pero Dexter tampoco tenía reparos en utilizar trucos sucios para vender sus productos. Una vez se jactó de comprar biblias al por mayor a “un 12% menos de la mitad del precio” o 41 centavos cada una, y luego vendió 21.000 unidades en las Indias Occidentales mediante manipulación. “ Envié un mensaje de texto diciendo que todos ellos debían tener una Biblia en cada familia o si no irían al infierno ”, escribió, sin prestar mucha atención a la ortografía. Luego les dijo a sus posibles compradores que si querían arrepentirse para ir al cielo, sus capitanes estaban listos y esperando con un suministro completo. 

En cuestión de semanas, Dexter había recaudado libros sagrados por un valor de 47.000 dólares.

Llámame 'Señor'

A finales del siglo XVIII, Dexter se había consolidado como el excéntrico por excelencia no solo de Newburyport, Massachusetts, sino de todos los estados del Este. Las historias sobre su riqueza y sus travesuras circulaban mucho más allá de su ciudad costera; aunque Dexter no creía en la atención “mala”, la atraía en masa.

Anhelaba, más que nunca, ser aceptado como un caballero noble y rico, pero sus acciones levantaron un muro de piedra entre él y aquellos a quienes imitaba. Para los aristócratas, Dexter apestaba a mal gusto y falta de educación, y sus sospechas se vieron confirmadas por las payasadas del hombre.

Dexter solía repintar las inscripciones de sus estatuas (de vez en cuando, disfrutaba mucho reescribiendo la historia). Una vez, un pintor desafortunado escribió “Declaración de Independencia” debajo de la estatua de Thomas Jefferson; Dexter le exigió que lo corrigiera a “Constitución” (una atribución incorrecta). Cuando el pintor insistió en que su propia inscripción era la correcta, Dexter sacó su rifle largo y le disparó, fallando por poco. “Constitución”, repitió de nuevo, con un tono solemne. Esta vez, su pintor le hizo caso.

Emulando a sus vecinos ricos, compró una lujosa biblioteca de libros, pero nunca se entregó a la lectura durante más de diez minutos seguidos; después de enterarse de la pasión de la nobleza inglesa por las pinturas, ordenó a un sirviente que reuniera una brillante colección y "no se dio descanso hasta que comenzó una galería".

Mientras buscaba el respeto de la clase alta, Dexter se rodeó de los personajes más excéntricos y excéntricos que pudo encontrar, probablemente las únicas personas dispuestas a hacerse amigas de él.

Entre ellos se encontraba un tal John P., un hombre de familia respetable que, tras ser rechazado como maestro de escuela, se convirtió en un paria y abrió su propia escuela. Era un hombre de “contradicciones perpetuas” que impartía estoicamente sabiduría “científica” a sus alumnos sin ningún conocimiento o formación sobre el tema. Rápidamente se convirtió en el mejor amigo y motivador de Dexter.

Entabló una amistad similar con Madam Hooper, una rica viuda local convertida en adivina que, entre otras cosas, le daba a Dexter consejos astrológicos a cambio de té.

El caso más famoso es el de Dexter, que, imitando al rey de Inglaterra, contrató a su propio poeta laureado: un desventurado joven de 20 años que había encontrado en el mercado vendiendo fletán en una carretilla. Tras enterarse de que los grandes poetas italianos eran coronados con muérdago, Dexter le preparó a su nuevo letrista una corona de perejil (lo único que tenía en su jardín en ese momento) y lo obligó a escribir y recitar poemas aduladores que elevaban su propia autoestima:

Sin embargo, los poemas no satisfacían la necesidad de adulación de Dexter. A menudo, recorría las calles de los pueblos vecinos y detenía a los desconocidos para preguntarles si conocían al “hombre más grande del Este”. Independientemente de la respuesta de su víctima, Dexter relataba de forma dramática su propia historia fantasiosa y autocomplaciente.

Pronto se declaró a sí mismo "Lord" e insistió en que sus guardias, sirvientes y miembros de la tripulación se refirieran a él como tal. A esa altura, acostumbrados a sus payasadas, no le hicieron preguntas: se convirtió en Lord Timothy Dexter. 

Pero Dexter no era tonto: a pesar de toda la adulación forzada, todavía podía sentir que sus compañeros no lo respetaban, y eso lo molestaba mucho. Entonces, en un momento de “complejo de Dios”, Dexter decidió fingir su propia muerte. Al hacerlo, esperaba ver qué pensaba realmente el público sobre él. 

Sus preparativos comenzaron con una tumba, una habitación grandiosa y bien ventilada que ocupaba todo el sótano de una elegante casa de verano. Luego, el bromista contrató al mejor ebanista de Massachusetts para que fabricara un ataúd con la mejor madera de caoba disponible, tan fina que, una vez terminado, Dexter durmió en él durante varias semanas con gran comodidad y satisfacción.

Una vez que la logística de la prueba estaba lista, Dexter reclutó a algunos de sus hombres de confianza para organizar un funeral simulado y difundir pequeñas tarjetas con la noticia de su muerte entre la comunidad. Su esposa y sus dos hijos fueron informados de la farsa y él les exigió que “actuaran como corresponde”, es decir, que lloraran y parecieran completamente angustiados por su partida.

El día de la ceremonia acudieron unas 3.000 personas. Fue un gran acontecimiento, en el que sólo se sirvieron los vinos más selectos y los licores más exóticos. Desde debajo de una tabla de madera, Dexter observó la escena con regocijo. Todo parecía ir sobre ruedas: su hijo estaba “suficientemente borracho como para llorar sin mucho esfuerzo” y su hija tenía la cabeza enterrada entre las manos. Entonces, en un momento de pánico, Dexter vio a su esposa, sonriente y sin lágrimas.

Se acercó a ella en secreto en la cocina y luego la “azotó” cruelmente por su falta de esfuerzo, lo que provocó una gran conmoción. Cuando los demás invitados entraron en la habitación, fueron recibidos por el supuestamente muerto Dexter, que ahora lucía una sonrisa de oreja a oreja. El idiota in fraganti procedió entonces a salir de juerga con sus dolientes, como si todo el truco nunca hubiera sucedido.

“Un aprieto para los que saben”

Lord Timothy Dexter sabía que para alcanzar su objetivo final —la inmortalidad— tendría que seguir los pasos de todos los grandes hombres que lo precedieron y publicar unas memorias.

A pesar de su total falta de conocimientos (o de interés) por la escritura y la caligrafía, se propuso componer una obra que superara en ingenio a Shakespeare y rivalizara con la erudición de Milton. Su título provisional (que, por supuesto, no tenía ningún sentido): “Un encurtido para los que saben, o verdades sencillas con un vestido sencillo”. El libro tenía terribles errores ortográficos y carecía por completo de puntuación (no había puntos, comas, guiones ni punto y coma); era simplemente un revoltijo de textos casi incomprensibles.

Aunque es probable que sus errores gramaticales fueran resultado de la falta de educación de Dexter, es probable que exagerara sus errores para burlarse de quienes lo excluían. “Desconfiaba de cualquiera que tuviera educación universitaria y le gustaba restregárselo en la cara”, afirma el historiador literario Paul Collins. “Decía: ‘Yo también tengo dinero para publicar libros y puedo hacer lo que quiera’”.

He aquí, por ejemplo, la primera página de “A Pickle…”, en la que Dexter se proclama “el primer Lord en los Estados Unidos de América” (nótese la falta de ortografía de “George Washington” a pesar de su idolatría por el hombre):

Dexter se dio cuenta de que la mayoría de los nobles de Inglaterra no vendían sus libros, sino que los regalaban para aumentar el número de lectores; él hizo lo mismo y se puso de pie al costado del camino para repartir ejemplares a los transeúntes. Con el tiempo, su obra maestra fue apreciada, si no por su mérito, al menos por su naturaleza de absoluta rareza. 

La demanda fue tan alta que se imprimió una segunda edición. Esta vez, a instancias de su editor, Dexter incluyó una página entera de signos de puntuación al final, con una instrucción sencilla para el lector: “Ponles sal y pimienta a tu gusto”.

Casi un siglo después, Dexter siguió recibiendo elogios entusiastas, aunque no casi satíricos, por su trabajo. En una copia de 1890 de The Atlantic Monthly , el autor Oliver Wendell Holmes relata sus pensamientos sobre la capacidad literaria de Dexter:

“Me temo que el señor Whitman y el señor Emerson deben ceder el derecho de declarar la independencia literaria estadounidense a Lord Timothy Dexter, quien no sólo enseñó a sus compatriotas que no necesitan ir al Herald’s College para obtener sus títulos nobiliarios, sino también que tenían perfecta libertad para disipar sus ideas a su antojo y escribir sin preocuparse por ningún tipo de puntuación.”

Dexter se había propuesto “mostrar a la humanidad un ejemplo de genio universal difícilmente igualable en la historia del intelecto humano” y, de una forma u otra, lo había logrado.

Todos los grandes hombres mueren

El 26 de octubre de 1806, apenas unos años después de publicar su libro, Lord Timothy Dexter falleció silenciosamente, esta vez, de verdad.

"Es un trabajo duro ser un Lord", escribió una vez, y su vida no fue una excepción: había bebido grandes cantidades de vino y licor, había contraído varias enfermedades debido a sus extensos viajes y, en más de una ocasión, había jugado su vida en aventuras temerarias.

En los últimos días de su vida, Dexter trató de expiar sus errores e intentó enmendar sus pecados mediante la generosidad de su testamento: su patrimonio se dividió en partes iguales entre sus hijos, su esposa y sus amigos, y nadie quedó insatisfecho. Después de que un fuerte vendaval derribara la mayoría de sus estatuas de madera en 1815, se vendieron en subasta. Una vez que Dexter las compró por 2.000 dólares cada una, alcanzaron sumas desorbitadas: entre 50 centavos y 5 dólares.

En un último acto de la sociedad para excluir a Dexter de sus asuntos, la Junta de Salud de Newburyport rechazó su solicitud de ser enterrado en la tumba que había preparado años antes, con el argumento de que no era higiénica. En cambio, el Señor fue enterrado en un pintoresco cementerio en las colinas, donde el pasto de trigo rápidamente envolvió su lápida.

***

Hoy en día, los pocos que conocen a Lord Dexter tienen opiniones divididas sobre él: algunos lo llaman “grotesco e idiota”, mientras que otros lo elevan a la categoría de “genio”. En el Dictionary of American Biography , una colección de “grandes hombres”, el autor Francis Drake aclara que Dexter era un hombre que “carecía de ese tipo de prudencia que tan frecuentemente oculta las malas cualidades y resalta las buenas”.

Aun así, parece haber algo honorable en el absoluto desprecio de Dexter por la normalidad: aunque buscó incesantemente el reconocimiento de la clase alta, nunca dejó de hacer las cosas a su extraña manera.

“Dexter tenía un estilo propio que no deseaba copiar ni permitir que se copiara”, escribió el biógrafo Samuel Knapp, unas décadas después de su muerte. “En resumen, era una excepción viviente a todas las reglas generales y una contradicción viviente a todas las máximas de la sabiduría humana”.

Una imagen en blanco y negro de una flor.

Esta publicación fue escrita por  Zachary Crockett




domingo, 17 de noviembre de 2024

Georgias del Sur: La Compañía Argentina de Pesca arriba a Grytviken en 1904

La Compañía Argentina de Pesca arriba a Grytviken





El 16 de noviembre de 1904 arriba a Grytviken, isla San Pedro, en las islas Georgias del Sur, la expedición de la Compañía Argentina de Pesca y funda el primer establecimiento pesquero en el archipiélago, el cual estaba deshabitado hasta ese momento.

sábado, 23 de septiembre de 2023

Argentina: "Macoco" Alzaga Unzué y la fortuna de la guerra del Paraguay

 

Gloria, lujo, dinero a dos manos y sexo: las peligrosas aventuras del último playboy argentino con fama mundial

Macoco Álzaga Unzué nació y vivió como millonario, y murió pobre y sin más compañía que tres gatas

Una noche de 1967, en un viejo almacén porteño "donde van los que tienen perdida la fe", según la letra del tango Sentimiento gaucho, un bicho nocturno con más copas que memoria, sin conocerme, me preguntó:

–¿Vos que hacés, pendejo?

–Soy periodista.

–Te canto la justa. ¿Sabés quién fue Macoco?

–Sí, más o menos…

–Todos creen que está muerto…, pero vive. Buscálo por la calle Peña. No le quedó ni un mango…

"La calle Peña" me pareció una vaguedad. Pero tuve suerte. Imaginé que Martín de Álzaga Unzué, Macoco, aun sin un mango, no viviría lejos de la mejor esquina de Peña.

Breve rastreo por la cuadra, y ¡bingo!

A Macoco se lo vinculó con las mujeres más bellas de su época

Toqué un timbre al azar en el portero eléctrico de un edificio, Peña al tres mil cien, y una voz (de mala gana), ajustó mi brújula:

–Es en la planta baja.

Timbre otra vez, y apareció. No era el galán engominado, con raya al medio, de los años locos, los 20, pero sobrevivían en él sus ojos celestes, fino remate de ese metro ochenta que –con tres fortunas de por medio que pulverizó en tres toques de magia– lo erigieron en Rey de París…

Lo envolvía una bata de seda azul con pintas blancas: un clásico de ayer.

Las grandes hazañas de Álzaga Unzué en un número de revista Caras y Caretas de 1939

Me tendió la mano con ademán de caballero nacido y entrenado para ese rol…, más allá de los zafarranchos de su vida.

Fui al grano.

–¿Usted fue realmente el último playboy nacional e internacional?

–Nadie lo discute.

–¿Qué se necesita para serlo?

–Tener mucha plata, cultura, amistades, simpatía, decencia y mundo. Y viajar: algo imprescindible.

–Pero los muchachos de hoy, los corredores de autos de doble apellido que terminan la noche en La Biela, ¿no lo son?

–¡Qué van a ser playboys! Son garuferos, garuferos locales. Una carrera de autos cada tanto, y después a emborracharse en Cero Cinco (Nota: boliche de onda en el Pasaje Schiaffino, frente al edificio en que vivían Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, su mujer).

–¿Qué lo diferencia a usted de ellos?

–Un playboy no es tal hasta que participe de un safari africano y pegue una vuelta al mundo en el yate de un príncipe hindú.

“Macoco” en la revista Caras y Caretas del 29 de enero de 1921

Pausa. Con el dedo índice de la mano derecha revuelve unos agónicos cubos de hielo en un vaso con más agua que whisky.

Filmo con los ojos el departamento.

Es inútil buscar huellas de excitantes batallas sexuales: no hay botellas vacías en el suelo, vasos con huellas de rouge debajo de los sillones, ceniceros intoxicados de puchos, prendas íntimas de damas y damitas asomando por cajones mal cerrados.

No es la celda de un monje cartujo, pero tampoco la sombra de un harén…

Los muebles delatan un antiguo esplendor. Pero tres personajes de sexo femenino, Isabel, Alicia y Rayita, las tres gatas que desde hace un lustro son su única compañía, se empeñan en martirizar los sillones de terciopelo rojo a pesar de los golpes de fusta con que Macoco intenta ahuyentarlas.

Hombre tan sabio, e ignora que gatos y sillones son una ecuación imposible…

Cierto desorden aristocrático mezcla pesadas piezas de plata vieja con fotos amarillentas de mujeres bellísimas con dedicatorias que no exigen explicación: Darling Mac, I love you, Remember Paris?

El piloto participó en numerosas competencias automovilísticas como la “carrera de la milla”, la “carrera internacional Montevideo/Punta del Este”, el “Gran Premio del Automóvil Club Argentino”, el “Gran Premio de San Sebastián” y las 500 Millas de Indianápolis, entre otras (www.retrovisiones.com)

–Usted estudió en los mejores colegios de Buenos Aires y de Londres, pero lo expulsaron de todos. ¿Por qué?

–Porque era un demonio. En la primavera europea, dos de mis tías millonarias, Cochonga Unzué de Casares y Manita Unzué de Alvear, iban a revolear las polleras –usted me entiende–, y me dejaban pupilo en algunos colegios de alto nivel. Encerrado. Preso. Yo, que tenía doce años y era capaz de todo para fugarme…

–Capaz de todo, ¿hasta qué punto?

–Un domingo, solo, asfixiado, para escapar… ¡incendié el colegio!

–¿Mal alumno, buen alumno?

–Me gustaba la literatura. Nada más. Un día, el profesor de geografía nos enseñaba cómo medir una montaña. Me levanté y salí del aula. Me reprendió:

–No sea irrespetuoso. Estoy enseñando algo muy útil para el futuro.

–Vea, profesor, no sé qué haré en mi vida. ¡Pero cualquier cosa menos medir una montaña!

–¿Le gustaba el campo?

–Antes, mucho. Pero hoy no lo soporto.

Me pone melancólico.

–¿Un recuerdo querido?

–Una tarde, en su casa, María Paz de Gainza me enseñó a bailar el foxtrot. Hoy, esa casa es el Círculo Militar…

–¿Quién le puso Macoco?

–Mi padre, Félix David de Álzaga, no sé por qué. Pero con los años me enteré de que hay (o hubo) un reino africano llamado Macoco, poblado por caníbales…

–A su modo, ¿usted no fue un caníbal?

–Bueno, atrapaba mujeres, pero no las comía.

 

–¿Cuánto hay de cierto y cuánto hay de leyenda en su infinita colección de mujeres famosas? Notas y biografías de dudosa veracidad anotan los nombres de Rita Hayworth, Claudette Colbert, Greta Garbo, Ginger Rogers, Olivia de Havilland… ¡Gina Lollobrigida!

La mente de los ignorantes vuela muy rápido. Además, un caballero, respecto de sus amoríos, debe ser mudo…

–¿Qué descubrió primero, ¿las mujeres o los autos?

–Corrieron parejos. Pero los autos fueron mi locura. Sin un volante en las manos me sentía muerto. Era parte de mi cuerpo.

–Pero no fue un crack. Algunos dicen que su mayor hazaña fue arruinar con el escape abierto las siestas del presidente Marcelo de Alvear…

–(Se ríe) No tuve suerte. Una vieja publicación, Almanaque de la Mujer 1929, me pidió la historia de mi carrera deportiva. Y escribí, aunque mi pluma nunca fue mi fuerte: "Corrí por primera vez una carrera a los diecisiete años…, en 1917, en el circuito de Morón, y rompí el coche, un Ford".

–¿Se deprimió?

–Al contrario. Al otro año salí segundo en el Gran Premio de Rosario. No gané por una serie de percances: ¡seis pinchaduras! Lo único que limitaba mi poder eran los malos caminos y la torpeza de los que manejan, su falta de sangre fría.

–¿Alguna buena?

–Europa 1922: Gané el campeonato de la Cuesta del Faro Biarritz. En Monza no gané: volqué y quedé último. En el Gran Premio de los Ángeles me acercaba a los primeros…, pero se rompió una biela y quedé en la estacada. Tengo un récord de vuelta en Indianápolis, con pista mojada: ¡144 kilómetros por hora de promedio! Abandoné las carreras después de un vuelco en San Sebastián, y empecé a correr en lanchas. También muy peligrosas: en cualquier momento el barquito se da vuelta o se prende fuego…

Para muchos, Álzaga Unzué fue el último gran playboy  argentino (www.retrovisiones.com)

–Hablemos de sus amistades non sanctas. ¿Al Capone?

–Lo conocí, y casi hacemos un negocio. Pero me advirtieron que era el hombre más peligroso del hampa norteamericana, y me abrí.

–Pero hizo negocios con otro gángster: John Perona.

–Sí. Dirigimos juntos un cabaret de lujo en Nueva York: el Bath Club. Superlujo puro. Bar giratorio: de un lado, despacho de bebidas, y del otro, con sólo apretar un botón, espejos y bailarinas. Lo hicimos así para eludir la Ley Seca, y funcionó hasta 1928. Tuvimos que cerrar por problemas con los pistoleros locales. Una noche nos destrozaron el local porque nos negamos a comprarles su asquerosa bebida.

–Pero no fue mal que por bien no viniera…

–¡Nuestro golpe maestro! En 1931 abrimos El Morocco. El cabaret más exclusivo del mundo. Todo tapizado con pieles de cebra cazadas por mí en un safari. ¡Qué noches! Llegaban Humphrey Bogart, Marilyn Monroe, Truman Capote, Carmen Miranda, Maurice Chevalier, Chaplin, la Mistinguette –las piernas más perfectas del mundo–, los Windsor, Ginger Rogers… Además, fue el negocio que más dólares nos hizo ganar.

–Sin embargo, el soltero empedernido, el galán de medio mundo… hocicó.

–Sí. Me casé con una norteamericana angelical: Gwendolyn Robinson. El matrimonio duró ocho años y nos dio una única hija: Sally (Nota: murió en 2011, a los 84 años).

Macoco fue educado en los mejores colegios de su época, tanto de la Argentina como de Europa (www.retrovisiones.com)

–Pero hubo reincidencia.

–Sí. Segundo matrimonio con Kay Williams, una modelo de Vogue, y la más cotizada figura de la publicidad de los cigarrillos Chesterfield, que más tarde se casó con Clark Gable.

–Hay una Mitología Macoco. Que entró a Harrod's, pero no por la puerta. En auto, por una vidriera, y pagó los destrozos. Que una noche se lavó los pies en un balde de champagne. Que en el célebre restaurante Maxim´s de París inventó aquello de tirar manteca al techo, con la punta de un cuchillo, tratando de embocarla en los ampulosos senos de unas valkirias pintadas que decoraban el techo de uno de los salones…., una rubia despechada que quiso tirarse del piso veinticinco, que le regaló un yate a Errol Flynn, etcétera. ¿Cuánto es cierto y cuánto es puro cuento?

–Algo cierto, mucho puro cuento. Pero lo muy-muy-muy cierto es que heredé de mi padre cinco mil hectáreas, y la fortuna de dos tías millonarias…¡dueñas de tres estancias! Lo de mis tías lo perdí en tres segundos: lo que tardó el escribano en firmar el nuevo testamento…

–¿De qué lo acusaron sus tías?

–De casarme siete veces, cuando sólo fueron dos.

–¿Por qué eligió Europa y los Estados Unidos para sus negocios y aventuras?

–Porque Buenos Aires era irremediablemente aldeana, primitiva, aburrida. Me asfixiaba…Después del glorioso Armenonville, todo se acható.

–¿Cuántos viajes ida y vuelta Buenos Aires, París y otras latitudes llegó a hacer?

–No menos de cuarenta.

–A pesar de su discreción, ¿con quién hablaba de sus conquistas con nombre y apellido?

–En La Biela, en una mesa bien alejada de la puerta, con Adolfito Bioy Casares…

En este momento de la tarde que empieza a hacerse noche cabe recordar la letra del tango Shusheta, de Cobián y Cadícamo, inspirado en Macoco: "Pobre shusheta, tu triunfo de ayer / hoy es la causa de tu padecer… / Hoy la vejez el armazón te ha aflojao / y parecés un bandoneón desinflao" (Nota: shusheta, palabra lunfarda, significa elegante, petimetre, pintón).

El departamento entra en sombras: anochece. Del segundo whisky –escaso– y sus cubos de hielos sólo queda un pequeño lago turbio.

Me voy.

Las tres gatas siguen dueñas y señoras del sillón, pero la fusta descansa: han ganado por cansancio.

Macoco morirá quince años después de este encuentro, el 15 de noviembre de 1982.

Tenía 81 años.

Pero con él no desaparecía sólo un cuerpo: también un tiempo irrepetible. La Belle Èpoque.

Como escribió Charles Dickens mucho antes, en Historia de dos ciudades, ese también "era el mejor de los tiempos y el peor de los tiempos".

Según en qué palacio o en qué andurrial del mundo tocara en suerte.






viernes, 4 de agosto de 2023

Argentina: La vida del increíble estanciero Ramón Santamarina

De peón a dueño: la historia del inmigrante que legó 33 estancias a 12 de sus herederos, incluido el popular Uki Deane

Ramón Santamarina protagonizó una saga terrateniente que llegó a reunir 281.727 hectaréas en Buenos Aires; su lazo con Tandil y el influencer Uki Deane

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14deJuliode2022a las13:17

En la figura del estanciero Ramón Santamarina se encarna la historia de un país. La génesis de la Argentina “granero del mundo”, tierra de inagotables oportunidades. El hacendado llegó niño y huérfano, en 1840, y determinó su final ya anciano y rodeado de una inmensa familia en 1904.

En sus 77 años de vida, superó todo tipo de adversidades y construyó un imperio que lo colocó al final de sus días entre las 10 familias con más hectáreas de la provincia de Buenos Aires justo cuando el país rankeaba entre las grandes potencias del mundo. Algunos historiadores estimaron su herencia en $ 12,5 millones de la época. En tierras, solo en la provincia de Buenos Aires, reunió 33 establecimientos con un total de 281.727 hectáreas. Una regla de tres simple rápida y conservadora permite tasar a valores actuales esos suelos, presumiendo que son totalmente ganaderos, en más de US$ 420 millones. 

Ramón Santamarina no solo fue un prolífico empresario, también multiplicó su desendencia mediante dos matrimonios que le dieron 19 hijos, de los cuales 13 llegaron a la vida adulta. Excepto dos, José y Ángela, el resto de los hijos también engendraron y dieron vida a los Santamarina Gastañaga, Santamarina Terrero, Santamarina Acosta, Santamarina Alvear, Lezica Alvear Santamarina, Saguier Santamarina, Echagüe Santamarina, Avellaneda Santamarina, Pacheco Santamarina y Gándara Santamarina. Muchas de esas ramas familiares, integradas por más de 430 herederos en la quinta generación, aún conservan fracciones de las estancias que supo reunir el fundador en tan solo cuatro décadas, desde la primera compra en 1863.

Ramón Santamarina en 1863, a la edad de 36 años.

Las estancias de Ramón Santamarina

En 1860 Ramón Santamarina formó su hogar casándose con Ángela Alduncín, una joven vasca nacida en Tolosa, cuya familia estaba radicada en Tandil. A la par que venían sus primeros hijos, fue adquiriendo sus primeros campos. Ya era dueño de varios solares en el pueblo, en la calle General Pinto, se levantaría el Palace Hotel; otro en la calle San Martín, después almacén El Aguila, y un lote en el que luego aparecería la tienda Los Vascos, reconstruye con lujo de detalles los primeros pasos de gran propietario Yúyu Guzmán, en su obra “Grandes Estancieros y Estancias del Tandil Antiguo”. 

En 1863 Santamarina adquirió su primer campo, una fracción de 1575 hectáreas, a Facundo Piñero. Allí formó su primera estancia tandilense con el nombre “Dos Hermanos”. Algunos miembros de su descendencia creen que fue llamada de tal modo en homenaje a su hermana Dolores que se quedó en España. Otros, en cambio, creen que los “Dos Hermanos” serían sus pequeños hijos Ramón y José, ya nacidos al realizar la operación. Cualquiera sea el caso, ese establecimiento terminó en manos de los herederos de uno de sus más longevos descendientes: Antonio Santamarina Irasusta, fruto de su segundo matrimonio, con Ana Bautista Irasusta Alduncín, sobrina de su difunta primera esposa. 

En la obra de Andrea Reguera titulada “Patrón de estancias, Ramón Santamarina: una biografía de fortuna y poder en La Pampa”, la autora recopila el momento de cada compra, con nombre, ubicación y extensión de cada uno de los establecimientos que acumuló este potentado en tan solo cuatro décadas. 

Si bien, Santamarina hizo base en Tandil, entre los actuales partidos de Tres Arroyos y Laprida reunió la mayor cantidad de hectáreas. En el primero, sumó siete estancias con un total de 49.102 hectáreas a saber: Dos Anas (16.199), en 1873; San Jorge (13.023) y La Sarita (4049), en 1891; La Elena (2699), en 1892; La Laurita (5399), en 1895; Las Mercedes (5211), en 1898; y El Lucero con 2522 hectáreas, en 1900. A su vez, en Laprida, adquirió tres estancias: La Gloria (32.399), en 1871; Las Hermanas (10.799), en 1878; y Las Saladas (5399), en 1899. De ese modo, acumuló otras 48.597 hectáreas en ese partido. 

Ramón Santamarina compró prácticamente una estancia por año a lo largo de sus últimos 40 años de vida. En la última década, lo hizo también a través de la sociedad que creó junto a sus hijos mayores, Ramón (h) y José, al que luego se sumó Enrique: “Santamarina e Hijos”. La casa de ramos generales y consignaciones fundada en 1890, y aún vigente, fue de algún modo la continuadora de la empresa de transporte en carretas y almacenes que supo administrar este inmigrante español en sus primeros años en la Argentina. 

Volviendo a lo que fue su actuación como empresario de bienes raíces agropecuarios, Santamarina también sumó tres estancias en Necochea: San Alberto (15.622), en 1872; Arroyo Seco (6749) y El Carmen (12.747) en 1899. En Coronel Dorrego otras tres: Quequén Salado de 18.898 hectáreas y otros dos campos de 7424 y 6598 hectáreas, respectivamente, en 1900.

En Juárez, Sanamatina se hizo con cuatro estancias en la última década del Siglo XIX. La más importante por su extensión fue La Providencia con 10.870 hectáreas. Se sumaron San Ramón (3511), San José (8100) y La Elvira (5400). 

En Tandil, él y su descendencia levantaron las más exquisitas residencias camperas, muchas de ellas aún en pie y linderas al tejido urbano, como Indiana, Montiel, Bella Vista y Maryland. En los hechos, las tres estancias que constituyó en ese partido fueron la ya mencionada Dos Hermanos, que mediante diversas compras, llegó a sumar 10.367 hectáreas. Los Ángeles, adquirida en 1869 con 11.555 hectáreas y La Claudina, sumada justo el año previo a su muerte, con 2366 hectáreas adicionales en ese mismo partido. 

En Pehuajó, Sanamatina también sumó tres estancias: Curarú (9204), en 1900; Paysandú (5000) y La Anselma (5000), en 1903. 

En Lamadrid, San Arturo aportó 8100 hectáreas al patrimonio familiar desde 1879. En el partido de Coronel Vidal, adquirió 19.204 hectáreas, en una única operación, concretada en 1900. Antes, había sumado otras 8099 hectáreas en Magdalena, bajo el título de María Teresa. En Carmen de Areco, compró La Elvira (4493) en 1901. Finalmente, en el sur profundo de la provincia, Santamarina se hizo de tres estancias idénticas de 2024 hectáreas cada una entre Bahía Blanca y Patagones. 

Todas las tierras que Santamarina había adquirido para sí, bajo su propio nombre hasta 1890, y luego a través de su sociedad comercial en diversos partidos de la provincia de Buenos Aires y en otras provincias, fueron por compras hechas a particulares (174.056 hectáreas) y/o al Superior Gobierno de la Provincia de Buenos Aires (107.671 hectáreas). Según diversos historiadores, Santamarina compró tierras en un momento en que el Estado las transfería del dominio público al privado, pero también en un momento en que esas mismas tierras experimentaban continuos traspasos entre particulares. Es evidente que se trataba de tierras inseguras de frontera ya que en 1876 se registran los últimos malones indios. Es por eso los precios bajos que el Estado estaba traspasando a manos privadas, pero la fiebre expansiva de los años 1880 provocó aumentos especulativos en esos mismos valores debido al avance de la frontera, la incorporación de nuevas tierras al proceso productivo y al auge exportador de los productos agropecuarios sin descuidar la llegada progresiva del ferrocarril.

En su obra, Yuyú Guzmán también rescata que, en un momento, a Ramón Sanamatina le ofrecieron 112.000 hectáreas en Santiago del Estero y las compra. Sin embargo, todo ese imperio obligó al terrateniente a ir y venir entre los distintos establecimientos. Ya sin su presencia física en este plano, fueron 12 de sus 13 hijos adultos los que se repartieron junto a su última esposa las casi 150 leguas de tierra que llegó a reunir. Una de sus hijas, radicada desde joven en España, no obtuvo tierras. 

El origen de la fortuna de Santamarina en la Argentina

El niño Ramón Joaquín Manuel Cesáreo Santamarina y Velcarcel había nacido el 25 de febrero de 1827 en Orense, Galicia, España. Su madre era doña Manuela Valcarcel y Pereyra, descendiente de una familia rica de la Villa de Monforte de Lemos, cerca de Lugo y su padre, José García Santamarina y Varela, oriundo del pueblo de Padrón en la región de Santiago, también de familia noble. Su abuelo, Joaquín Santamarina, había ejercido improtantes cargos oficiales como delegado de las rentas reales de Orense, como Caballero de la Real Orden de San Hermenegildo y Juez de la Villa de Vigo. Su abuela paterna había sido Teresa Varela Rubio y Saavedra. Entonces, cómo es que el hijo de está respetada familia española termina huérfano en la América del Sur es lo que se resume en los siguientes párrafos.

José Santamarina y Varela, su padre, era un militar de carrera y llegó a ser Gentil hombre de la Cámara y Capitán General de la Guardia de Corps del Rey Fernando VII, cargo honorífico para el que tenía ser noble por los cuatro costados para integrar esas filas reales, asegura Yúyu Guzmán en la obra ya mencionada. Sin embargo, tantos honores no impidieron la infidelidad y el derroche. La vida cortesana comprometió su carrera y la fortuna de su esposa, por lo que al verse arruinado, decidió suicidarse en 1833. Eso no es todo. 

En una nota redactada hace más de medio siglo por Marcos Estrada se describe ese fatídico desenlace con lujos de detalles y que el propio Ramón vió con sus propios ojos. Después de pedirle perdón por sus faltas, José se disparó un tiro en la sien con una pistola y cayó muerto a los pies de este joven de tan solo seis años. Muy poco tiempo después moría de pena su madre y Ramón junto a su hermana Dolores pasan primero por el cuidado de diversos familiares hasta terminar en un asilo. Allí, un sacerdote identifica el potencial del joven y lo ayuda a escapar y embarcarse a la Argentina. 

Ramón Sanamatina llegó al país en 1840 siendo un adolscente de 13 años que primero trabajó en el puerto para luego ocuparse de algunas tareas en un café en el Mercado Viejo. Lo cierto, es que siempre, según Marcos Estrada, en una plaza frente a ese café paraban las carretas que hacían la travesía por los desiertos del país y es posible que desde ese puesto el joven Ramón conociera a los carreteros que iban y venían de Buenos Aires al lejano Tandil. No sé sabe con exactitud la fecha en que el joven Ramón Santamarina llegó a Tandil, pero seguramente lo hizo en carreta entre 1842 y 1846. Pronto, se enroló en el trabajo rural como peón de José Ramón Gómez, en la estancia San Ciriaco, hasta que después de ponerse al corriente de los trabajos rurales, adquirió su primera carreta que se transformó en flota y devino, con los años, en casas de ramos generales y estancias.  

Uki Deane de Álzaga, el chozno más popular de Ramón Santamarina

Hay una casi absoluta certeza que cuando, en 1872, Ramón Santamarina adquirió 4 leguas cuadradas en la región conocida como “De la Tinta”, en el actual partido de Juárez, en las últimas estribaciones del sistema de Tandilia hacia el sur, jamás imaginó que sus dominios quedarían reflejados en una red social como Instagram, a través de la popularidad que alcanzó uno de sus choznos: Disque Dee Deane "III" más conocido como @ukideane  

Tanto loma negra en Olavarría, como de la tinta en Juárez se refieren al tono más oscuro de algunos cerros que contienen cemento, la piedra de donde se obtiene este material de construcción. Ese campo que llegó a reunir alrededor de 10.000 hectáreas se llamó San José y lo heredó el hijo menor de Ramón llamado Jorge. Éste, nacido en 1891, se casó con María Elena Alvear, con quien tuvo dos hijos: Emilio Jorge y Helena Teresa, la abuela de Uki. 

El casco de “San José” se levantó sobre suelo elevado y pedregoso al punto tal que se dice que para hacer la plantación tuvieron que abrir hoyos, para poner los árboles, con dinamita. También se dice que Alfredo Fortabat, otrora dueño de Loma Negra, era muy amigo de Jorge Santamarina y le insistía para que le vendiera la parte serrana de la estancia. El interés de Fortabat residía en que sabía que esas sierras de Barker tenían componentes de las canteras de calizas que se explotan para abastecer su industria cementera. Finalmente, Santamarina cedió y vendió un fragmento de la estancia que, hoy, de todos modos conserva unas 9770 hectáreas en manos de tres nietos de Jorge: Mónica, Marcelo y Helena de Álzaga Santamarina. La primera no es otra que la ex presentadora televisiva de la mano primero de Antonio Gasalla y luego con su propio magazine “Hielo y Limón”, Mónica de Álzaga, madre del también popular influencer y emprendedor Uki Deane.

De hecho, el propio influencer pasó parte de la cuarentena estricta por la pandemia del Covid-19 en está estancia bonaerense adquirida por quien fuera su tatarabuelo hace 150 años.