La historiadora Luciana Sabina analiza la controversia que involucró a Domingo Sarmiento en torno a las tierras patagónicas y las pretensiones de Chile sobre ella.. Luciana Sabina || Memo
Exiliado en Chile, Sarmiento estuvo atento a la expedición
colonizadora que el país envió a la región de Magallanes en 1843,
fundando Fuerte Bulnes. Hacia 1848 aquella población se trasladó
algunos kilómetros, tomando el nombre de Punta Arenas. La ocupación se
basó en el principio jurídico res nullius (de nadie), aceptado universalmente en ese momento, según el cual cualquier nación podía apoderarse de espacios inhóspitos. Nos
guste o no, todo el territorio patagónico era considerado espacio
vacío, tierras en manos indígenas que nunca habían sido conquistadas por
los españoles, y debido a esto no pertenecían ni al Río de la Plata, ni
a Chile. Serían del primero que se estableciera.
Recién
cinco años más tarde Rosas, a través de la Cancillería, presentó a
Chile una protesta formal, alegando derechos argentinos sobre la zona. A
raíz de esto, el 11 de marzo de 1849 Sarmiento publicó en su periódico La Crónica un primer artículo al respecto, titulado "Cuestión Magallanes".
Allí defendió la postura chilena. Siendo justo y objetivo señaló que
desde 1585 nadie había establecido ocupación en la zona; que el acto de
soberanía hecho por Chile fue reiteradamente mencionado en la prensa y
en los mensajes presidenciales; a pesar de lo cual el Restaurador no se
manifestó. Rosas, guardando silencio durante años, había consentido el
avance trasandino y reclamaba algo sin mostrar títulos o antecedentes de
dominio. Además, agregó Sarmiento, se preocupaba por reclamar
territorios al extranjero mientras que el corazón de la Argentina era
tierra de malones y montoneras. Consecuentemente recomendó al Restaurador encargarse de poblar el Chaco, el Río Negro y las fronteras interprovinciales. En
otras palabras, recordó al gobierno de Buenos Aires que no podía con lo
que tenía y pretendía más, para también dejarlo en el rotundo abandono.
Por
entonces Francia e Inglaterra -en pleno despliegue imperialista- veían
en Hispanoamérica a un conjunto de naciones jóvenes padeciendo las
vicisitudes propias de toda infancia, e intentaron establecerse en la
zona. Los mapas británicos, galos, norteamericanos y alemanes de
entonces muestran a la Patagonia como res nullius, con lo cual podrían haberla ocupado tranquilamente. Urgía establecerse en la zona, y era Chile el único país con cierta estabilidad política y en condiciones de hacerlo. La ocupación de la boca del estrecho resultó sorpresiva para los europeos y tuvo un efecto disuasivo. Toda la Patagonia podría haber corrido la misma suerte que Malvinas.
En respuesta a la publicación sarmientina, Rosas hizo fundar en Mendoza un diario: La Ilustración Argentina. Bajo la dirección de Bernardo de Irigoyen, quien fue el primero en referirse como "traidor" a Sarmiento. Aunque para los rosistas cualquiera que pensara diferente era "traidor a la Patria".
El
Restaurador terminó elevando un pedido para extraditar al sanjuanino.
Expresando que Chile no podía seguir albergándolo porque turbaba la paz
entre ambas naciones, con lo cual había violado el derecho de asilo.
Los trasandinos no dieron lugar al pedido, alegando que allí existía
libertad de prensa.
Rosas jamás pudo demostrar que esa zona nos pertenecía porque efectivamente no nos pertenece. Pero el tema no terminó allí.
Tres décadas más tarde, durante
la presidencia de Sarmiento, los chilenos sufrieron de cierta fiebre
imperialista y reclamaron derechos de base risible sobre la Patagonia
argentina. Para esto esgrimieron artículos en la prensa chilena de
antaño, en los que don Domingo había derramado su tinta e ingenio. La
situación era compleja para el sanjuanino: la Guerra del Paraguay aún no
había concluido y los opositores -aprovechando la coyuntura- buscaron
despedazarlo. La palabra "traidor" volvió a lacerar al coloso cuyano.
Buscó entonces demostrar que jamás escribió a favor del dominio chileno sobre nuestro suelo. Para
eso encargó a Félix Frías -embajador en Chile- revisar cuidadosamente
los artículos cuestionados. El viejo diplomático concluyó que
efectivamente no existía ningún comentario referido a la Patagonia. En
todos, Sarmiento refería a de los derechos chilenos sobre la zona específica del estrecho de Magallanes. A pesar de esto, muchos siguen considerándolo un traidor que quiso entregar el sur.
Bonne, M. Carte du Chili depuis le Sud du Perou. 1780.
“Rata
del Desierto”. El rugbier argentino que fue tanquista en la Segunda
Guerra Mundial y enfrentó a las tropas del general Rommel
George
Albert Cameron, el argentino que como tanquista en la Segunda Guerra
Mundial en el ejército británico integró las tropas conocidas como
"ratas del desierto"Gza. Alejandro Prina
George
Albert Cameron nació en Buenos Aires, pero sus raíces anglosajonas lo
llevaron a enlistarse en el ejército británico, donde fue designado como
tripulante de tanques de guerra, un puesto en el que vivió todo tipo de
aventuras y penurias
Germán Wille || LA NACION
George Albert Cameron
nació en Buenos Aires en 1915. Creció y se crio junto a su familia en
la localidad de Hurlingham. Era egresado del colegio St. George de
Quilmes, donde también participó con gran desempeño en el equipo de
rugby de esa institución, el Old Georgians. Pero un día del año 1941,
cuando tenía 26 años, sintió el llamado de sus raíces anglosajonas y
marchó hacia Europa para enrolarse en el ejército británico y combatir
bajo esa bandera en la Segunda Guerra Mundial.
Si
bien fueron miles los argentinos que se embarcaron para participar en
la contienda bélica, lo que distingue la experiencia de Cameron es que
él luchó como tanquista. Y lo hizo en escenarios clave del conflicto
como el norte de África, donde llegó a enfrentar nada menos que a las
tropas del general Rommel.
Alejandro
Prina, estudioso de la Segunda Guerra Mundial investigó el recorrido
como soldado de este argentino y en diálogo con LA NACION cuenta los
riesgos, victorias y desventuras que vivió el exalumno del St. George durante sus sacrificados años dentro de un tanque de guerra.
El nombre de Cameron como soldado en la Segunda Guerra Mundial figura en el Hall of Honour del Colegio Saint George, de Quilmes Gza. Alejandro Prina
George Cameron integró el equipo de rugby de exalumnos del Colegio St. George, el Old GeorgiansGza. Alejandro Prina
“El llamado de la aventura”
–Alejandro,
vos que investigaste la historia de Cameron, ¿cómo es que un joven de
Hurlingham termina peleando como tanquista en la Segunda Guerra Mundial?
–Cameron
nació en Buenos Aires, pero era hijo de un padre escocés y de una madre
neocelandesa. Su linaje se mezclaba en la Argentina con mates, asados y
amigos. Su papá, Alexander, había llegado a fines del 1800 y fue
administrador de estancias en Tierra del Fuego. De hecho, hoy una
localidad de esa isla se llama Villa Cameron como reconocimiento a su
tarea como pionero. A Albert y sus hermanos les inculcaron mucho la
cultura de sus antepasados.
–En ese sentido, también iba a un colegio que tenía que ver con sus raíces.
–Claro,
hizo la escuela en el St. George School de Quilmes y también allí
desarrolló su pasión por el rugby. Después de egresar, incluso, continuó
jugando en el equipo del colegio, el Old Georgians. Dicen que era muy
buen jugador y quizás hasta le hubiese gustado vivir del rugby, pero era
un deporte amateur.
George Albert Cameron con el uniforme de su regimiento de tanquistas del Royal Armoured Corps (RAC)Gza. Alejandro Prina
–¿Cómo fue que se sumó a la Guerra?
-En
1941, Cameron estaba hojeando el Buenos Aires Herald y leyó un anuncio
que cambiaría su vida: “El Reino Unido acepta voluntarios”, decía el
aviso en inglés. Entonces, sin darle muchas vueltas, se dirigió al
Consjeo de la Comunicad Británica -en Reconquista al 300- para completar
los papeles de enrolamiento.
–¿Qué lo motivó a unirse al ejército en una empresa que podría costarle la vida?
–Creo
que el llamado a la guerra en el Viejo Continente era sinónimo de
aventura, algo que lo atrajo a él como a otros tantos jóvenes de su
edad. También había un sentido patriótico. Por eso, semanas más tarde,
se embarcó en el Highland Monarch rumbo a Londres. Era un buque de
pasajeros, pero le habían sacado las comodidades para que entraran más
personas y se movía como los mil demonios. Las náuseas y los mareos eran
permanentes. No fue nada placentero el viaje. A lo que hay que sumarle
que estaba el temor de ser atacados por submarinos alemanes, que por esa
época andaban rondando el Atlántico. Finalmente, el 19 de noviembre de
1941 él arribó a las costas británicas.
Herido en el norte de África
–¿Cómo llegó a convertirse en tanquista?
–Recién
llegado al país, fue asignado al 61° Regimiento de Infantería ubicado
en Bovington, condado de Dorset, en Inglaterra. Si bien Cameron había
hecho ya el servicio militar en la Argentina, allí recibiría el
entrenamiento básico como soldado y unos meses más tarde lo trasladarían
al Regimiento 52° de Entrenamiento de Infantería Mecanizada, donde se
iba a convertir en tanquista o, como dicen coloquialmente, “Tankie”. En
su duro entrenamiento aprendió que ese puesto tiene como pilares la
camaradería y el trabajo en equipo. Además, en la ceremonia que
oficializó su ingreso al universo de los tanques, internalizó una frase
de oro: “Once a tankie, always a tankie”, es decir, una vez que sos tanquista, sos tanquista para toda la vida. Allí es asignado al Segundo Regimiento Real de Tanques, quienes son conocidos coloquialmente como “las ratas del desierto”.
Una
imagen de los tanques y uniformes que utilizaba el ejército británico,
la división "ratas del desierto", en el norte de África. Imperial War Museum
–¿Cuál es su primer destino como tanquista?
–A Cameron lo mandan al norte de África para enfrentar allí a los Afrika Korps, las
tropas de (Erwin) Rommel, el temible general alemán conocido como “el
zorro del desierto”. Las “ratas del desierto” no tenían tanques muy
buenos allá, eran tanques ligeros M3 Stuart, obsoletos
por el poco blindaje y su armamento. En una de las batallas en las que
participa en el norte de Egipto, creemos que en la segunda batalla del
Alamein -entre el 23 de octubre hasta el 11 de noviembre de 1942-,
Cameron cae herido.
–¿Qué pasó?
–Su
tanque fue impactado por artillería enemiga, un ataque que mata a la
tripulación del vehículo y a él lo lastiman muy feo en un brazo y la
cara. Lo sacan de ahí, él no sabe cómo ni cuánto tiempo pasó. Cuando se
recupera para volver al campo de batalla había terminado la guerra en el
norte de África y Rommel había sido derrotado.
–¿Quién más iba con él cuando estalló la bomba? ¿Cómo es la tripulación de un tanque?
–Depende
del tanque, pero suelen ser cuatro personas. El comandante, el
conductor, el radioperador y el artillero. Él era artillero. Estaba
cargando el cañón con una munición de 37 mm cuando fue la explosión que
lo dejó fuera de combate y acabó con la vida de sus camaradas. Eso es lo
poco que le contó el propio Cameron a su hijo.
Cameron enfrentó a los Afrika Korps de Erwin Rommel, el Zorro del Desierto, en el norte de África Archivo
George Cameron se muestra sonriente con su uniforme en la Segunda Guerra MundialGza. Alejandro Prina
Tras las huellas de Cameron
Alejandro Prina
es un apasionado investigador, divulgador y educador en temas de la
Segunda Guerra Mundial. Parte de sus indagaciones sobre hechos, combates
y personajes de ese momento histórico están volcadas en su cuenta de
Instagram segundaguerramundial_oficial, donde también integra en sus
posteos sus habilidades como diseñador gráfico. Además, él es Magíster
en Historia Militar recibido en el Iniseg (Instituto Internacional de
Estudios en Seguridad Global) y miembro del Grupo de Investigación de
Historia Militar de la misma entidad. “Lo que más me gusta de todo es la
investigación -dice-, me gusta descubrir estas historias pequeñas de la
guerra”.
Como hace cada vez que
intenta conocer la biografía de alguien que batalló en aquella
contienda, Prina se encarga de buscar las fuentes más directas. Para el
caso de George Albert Cameron, este investigador hurgó (siempre con permiso) en los archivos del St. George, donde corroboró, en el Hall of Honour de
ese colegio, la participación de este exalumno en la conflagración
mundial. Prina también pidió documentación en organismos oficiales
relacionados con las Fuerzas Armadas Británicas donde pudo hallar el
tracer (recorrido) de este soldado porteño (”aunque no siempre los datos
son exactos, especialmente al no tratarse de un oficial”, aclara) y las
hojas de ruta de los batallones que integró.
Alejandro
Prina es un estudioso y divulgador de hechos y personajes de la Segunda
Guerra Mundial y vuelca sus conocimientos en su cuenta de Instagram
@segundaguerramundial_oficialGza. Alejandro Prina
Además,
en este caso, el investigador contó con el inestimable aporte de los
familiares de Cameron, especialmente su hijo Ronald. Ellos suministraron
testimonios, fotografías y hasta le mostraron valiosas pertenencias del
soldado, como sus medallas de identificación, una cruz que cargaba
siempre con él que era de un compañero fallecido y hasta su uniforme.
Sin embargo, los familiares del excombatiente argentino aclararon que
tenían “baches” en relación al itinerario y actuación de Albert,
básicamente porque “él no quería hablar de la guerra”.
Las penurias del desierto... y después, la jungla
–Más allá de los combates en el norte de África, sería también difícil pasar los días en esos espacios desérticos
–Terrible.
Las noches eran frías y los días de un calor abrasador, que era un
enemigo constante. Las tormentas de arena, además, eran regulares y lo
más difícil era enfrentar la escasez de agua, no solo para tomar sino
también para asearse. Si bien Cameron no hablaba mucho de la guerra, una
de sus hijas recuerda que Daddy -así lo llamaban- contaba que en el
desierto no se veía un solo insecto, pero cuando había heridas abiertas,
o se llagaba la piel por la sequedad del ambiente, aparecían moscas por
todas partes. Comer también era difícil porque venían nubes de moscas y
si una mosca te toca la comida te podías agarrar disentería, que
causaba fiebres, diarreas y vómitos.
Una foto de Cameron en su estadía en la India.Gza. Alejandro Prina
George
Cameron falleció en 1973, pero su familia conserva su uniforme de la
Segunda Guerra y otros objetos de gran valor histórico y sentimental. Gza. Alejna
–Y el calor dentro del tanque sería tremendo, ¿no?
–Sí,
irónicamente para él y sus compañeros el mejor refugio durante la
batalla era el más caluroso y pequeño. Imaginate además ahí adentro el
olor a pólvora, aceite quemado, nafta y transpiración que se llegaba a
concentrar.
–Dijiste que
cuando Cameron se recuperó de las heridas la guerra en el norte de
África había terminado... ¿Hacia dónde se fueron después las ratas del
desierto?
–Meses
después, Cameron y su regimiento parten en convoy cruzando el Canal de
Suez con rumbo a Malasia, pero los desvían y llegan finalmente a la
ciudad de Rangún, en Burma (actual Myanmar). Allí arribaron con el
objetivo de frenar el avance de los japoneses, enemigos de los aliados,
que querían hacerse de los pozos de petróleo de ese país. Otra vez las
condiciones climáticas y el terreno fueron un enemigo silencioso para
los tanquistas. La jungla densa, la humedad, los pantanos, lugares donde
los tanques se atoraban, tenían fallas mecánicas. En cambio, los
japoneses se adaptaban al terreno de manera alucinante. Como dato
anecdótico, al llegar a Burma, las ratas del desierto se transformaron
en las “green rats” (ratas verdes).
–¿Y cómo se dio la contienda en Burma?
–El
avance japonés fue avasallador. Los hicieron pelota. Era como una
guerra de guerrillas, no era a campo abierto. Solían atacar por la noche
con una variedad de armas. Tenían desde bombas adhesivas, que era una
mina magnetizada que se pegaba al blindaje del tanque, hasta las bombas Tich,
que era una bola de vidrio o cerámica que se rompía al impactar contra
el tanque y despedía un líquido tóxico que se gasificaba y mataba a los
que estaban en el interior del vehículo. En casos extremos, también
hacían ataques suicidas: el soldado japonés se sentaban en un hoyo de la
carretera sosteniendo una bomba, esperando a que pasara un tanque.
Las
medallas de identificación que lelvaba consigo George Cameron en la
Segunda Guerra Mundial, junto a la cruz de un compañero fallecidoGza. Alejandro Prina
Una foto de las "green rats" con la medalla que representa a los tanquistas británicos arriba y los logos de esa compañía abajoGza. Alejandro Prina
La retirada hacia la India
–¿Cómo terminó?
-Después
de tres meses de lucha agotadora y ya viéndose superados por el enemigo
las green rats debieron emprender la retirada. En un momento se vieron
obligados a abandonar los tanques, porque tenían que cruzar numerosos
ríos. Su objetivo ahora era alcanzar la frontera de la India, con los
japoneses pisándoles los talones. Cada soldado llevaba todo el armamento
que podía cargar. Hicieron un recorrido de 140 kilómetros hasta llegar a
la India. El mal tiempo los ayudó esta vez, ya que cuando andaban por
colinas y montañas, las nubes bajas los ocultaron de la Fuerza Aérea
Japonesa. En el camino volvieron a sufrir disentería y malaria. En este
caso, George también cayó enfermo. Una vez arribados a la India,
diezmados y exhaustos, las tropas se instalaron allí para recuperar
fuerzas.
–¿Qué pasó después?
–Poco
más tarde, George y su regimiento fueron enviados a campamentos aliados
en Irak, después a Siria, Palestina y finalmente Egipto para
reequiparse y realizar ejercicios y entrenamientos con los nuevos
suministros y armamentos que fueron recibiendo, entre ellos el famoso
tanque norteamericano Sherman y también los Stuart.
–Se preparaban para su próximo objetivo. ¿Cuál era?
-Italia. Desde Alejandría, en Egipto, el Segundo Regimiento Real de Tanques se
embarca hacia Taranto (hoy, Tarento), en el sur italiano, donde
llegaron el 4 de mayo de 1944. Las tropas de los tanquistas avanzan
hacia el norte, conquistando pueblo por pueblo del poder alemán con el
objetivo final de liberar Roma. El 3 de septiembre de ese año, George y
su unidad llegaron al pequeño pueblo de Tavoletto, que formaba parte de
la famosa línea Gótica Alemana, una de las barreras defensivas que iba
de una costa a la otra de Italia que trazaron los alemanes para frenar
el avance aliado. En este combate, Cameron es herido por una explosión
de mortero, pero no debió haber sido muy grave, porque el 6 de ese mismo
mes vuelve a estar presente en otra batalla, la de Gemmano.
Italia y el fin de la guerra
–¿En todos lo pueblos que mencionás estaban los nazis?
–Sí,
generalmente eran paracaidistas de tropas muy especializadas y tropas
de montaña que los mandaban y los tipos tenían la misión de defender esa
línea Gótica. En Gemmano los alemanes tenían la ventaja de que estaban
esperando a los aliados en un lugar estratégico de altura y los aliados
subestimaron la situación y dijeron que no había nadie, cuando los
esperaban unos 4500 alemanes súper entrenados. En esta cruenta batalla,
también conocida como “mini Montecassino” o “la Montecassino del
Adriático”, George volvió a ser herido. Pero no algo grave. El 9 de
septiembre, finalmente, el pueblo es recuperado por los aliados.
Las
tropas de Cameron, aquí un parte con su logo característico, celebraron
la rendición de los alemanes en la ciudad italiana de PaduaGza. Alejandro Prina
Las medallas que recibió George Cameron por su participación en distintas contiendas y escenarios de la Segunda Guerra MundialGza. Alejandro P
–¿Cómo siguió la guerra para Cameron?
–Siguieron
avanzando hacia el norte. En mayo de 1945, cuando los alemanes se
rinden, George y su unidad están en la ciudad de Padua. Ahí es donde se
termina la guerra para él.
–¿Entonces regresa a la Argentina?
–En
1946, ya nuevamente en Londres le dan de baja en el ejército con el
grado de Sargento y el tanquista argentino regresa a su país.
Una
postal del pueblo de Tavoleto en tiempos de la Segunda Guerra Mundial,
uno de los lugares donde Cameron combatió y terminó heridoGza. Alejandro Prina
Una postal actual del pueblo de Tavoleto, donde se ve que poco ha cambiado a lo largo de los añosGza. Alejandro Prina
–¿Qué fue de su vida en la Argentina?
–En
1948 se casó, un año después tuvo a su primera hija, trabajó un tiempo
en el London Bank y después en la empresa Alpargatas. Vivió
alternativamente en Hurlingham, en el Palomar y se estableció dos veces
en Montevideo, Uruguay. Una vez en 1953 y luego en el año 1970, por su
trabajo relacionado a una compañía de seguros británica. En la capital
de Uruguay vuelve a retomar su pasión por el rugby. Juega en el Club
Trouville de esa ciudad, equipo en el que, en 1954, obtuvo los tres
lauros posibles en una misma temporada.
No hablaba de la guerra
–¿Hablaba de la guerra con su familia?
–No,
no quería comentar nada. Tiraba esas anécdotas medio simplonas como las
moscas del desierto, pero no hablaba. Lo que sí, te puedo contar una
anécdota. Decían que George no faltaba nunca al trabajo. Nunca. Un día
vuelve la hija del colegio y le dice: “Silencio que está Daddy en el
living. No pases, está tranquilo”. Entonces ella se asoma y lo ve a su
papá con una bolsa de hielo en la cara, con gesto de dolor. Después se
enteran que él tenía muchos dolores, va al médico y le encuentran muchas
esquils de metal producto de la explosión del tanque que le habían
quedado en el paladar y el maxilar, y tuvieron que operarlo y sacarle
todo. Muchos años después.
George Cameron y su familia luego de la guerra. Gza. Alejandro Prina
Una
caricatura del equipo del Club Troville, de Montevideo, campeón de la
liga uruguaya; Cameron aparece rodeado por un círculo verdeGza. Alejandro Prina
George Albert Cameron falleció en 1973. En diálogo con Alejandro Prina, Ronnie,
uno de los cuatro hijos del extanquista recuerda cuando su padre le
regaló una guinda de cuero roja con la que solían practicar rugby
juntos. Y también rememoró los días festivos en que su padre lo llevaba
ver desfiles de bandas de gaitas escocesas.
–Alejandro,
¿Qué te queda a vos cada vez que recuperás o descubrís una de estas
historias como la de Cameron, que desde la Argentina llegó combatir
contra las tropas del mismísimo Rommel?
–Lo
que me queda y el objetivo de lo que hago es que estas personas no
queden en el olvido. Quiero investigar a esta gente para rescatarla de
olvido. Sobre todo como en el caso de George, que deja un legado de
valentía y un ejemplo de los sacrificios realizados por aquellos que
sirvieron durante el mayor conflicto bélico de la historia.
Bernardo Gregorio de Las Heras, progenitor de Juan Gregorio, se destacó en los albores de la patria ya sea como militar o como un honesto comerciante
En una época donde las líneas entre el comercio y el servicio militar se entrelazaban con los destinos personales, Bernardo Gregorio de Las Heras emergió como una figura importante en aquellos territorios de ultramar del reino de España en Sudamérica.
Nacido en Belvis, Toledo, en 1749, la vida de Bernardo estuvo marcada por la dualidad entre las armas y el comercio. Era hijo de Francisco Plácido Gregorio y Catalina García de Las Heras.
Como muchos peninsulares, un día partió al lejano Río de la Plata, que por aquel tiempo se denominaba gobernación de Buenos Aires, para establecerse en la pequeña aldea.
Vínculo con la tierra rioplatense
Al poco tiempo de instalarse, Bernardo contrajo matrimonio con Rosalía de Lagacha y Rojas, oriunda de Buenos Aires, tejiendo así un vínculo indisoluble con la región del Río de la Plata.
El matrimonio tuvo varios hijos, pero solo uno se destacó, a quien bautizaron con el nombre de Juan Gualberto, quien vio la luz el 11 de julio de 1780 y que alcanzaría renombre como general del Ejército Libertador de tres países.
En aquellos momentos, como la mayoría de los españoles, Bernardo Gregorio de Las Heras, al igual que su padre, militó en la Tercera Orden de San Francisco, demostrando su devoción religiosa y su compromiso con los valores franciscanos.
Sin embargo, su vocación primera fue la de las armas, iniciando su carrera militar en 1769 en la Infantería de la gobernación rioplatense.
Tres años después, su destino lo llevó a la Caballería como portaestandarte, ascendiendo con rapidez. En 1776, se convirtió en teniente, y cinco años después, alcanzó el rango de ayudante mayor en el mismo regimiento, consolidando su reputación como un militar competente y dedicado.
Campañas militares y pruebas de liderazgo
En 1782, sus servicios fueron requeridos en la campaña contra los portugueses en la Banda Oriental, una región en constante conflicto. Tras esta expedición, recibió la comisión de trasladar prisioneros hasta Mendoza, una tarea que puso a prueba su liderazgo y capacidad organizativa.
En este periodo de su vida no solo evidenció su destreza militar, sino también su capacidad para manejar situaciones complejas y mantener el orden en circunstancias difíciles.
De las armas al comercio
La transición de la vida militar a la comercial no fue un camino sencillo, pero Bernardo Gregorio de Las Heras lo recorrió con igual destreza. Se desempeñó como comerciante en Buenos Aires y Córdoba, demostrando un conocimiento detallado del comercio porteño en una era donde el comercio era tan vital como volátil.
Se conoce que en 1799 estaba muy preocupado por el contrabando que ejercían algunos comerciantes inescrupulosos en Montevideo. Sus denuncias sobre prácticas ilícitas y su incansable lucha por la legalidad y el orden en el comercio son testimonio de su integridad y compromiso con la Justicia.
Pero Bernardo no solo intercedió en sus esfuerzos por combatir el contrabando, sino que también se preocupó ante las autoridades del creado virreinato de los importantes desafíos económicos y sociales de la época.
Sus escritos muestran a un hombre profundamente comprometido con la prosperidad de la región y con una visión clara de cómo debería ser gestionada la economía para el bien común.
Versatilidad y adaptabilidad
Además de sus actividades comerciales, Bernardo actuó como empleado judicial en 1790 y 1792, añadiendo otra faceta a su vida. Su capacidad para moverse entre distintos mundos -el militar, el mercantil y el judicial- habla de una versatilidad y adaptabilidad notables.
Esta experiencia judicial le proporcionó una perspectiva única sobre las leyes y regulaciones de su tiempo, permitiéndole entender mejor los mecanismos del poder y la Justicia.
Sus años posteriores los vivió en la tranquilidad de su hogar y neutral ante los hechos que surgieron en el Río de la Plata a partir de 1809, durante la época de los diferentes movimientos políticos y militares.
Falleció en Buenos Aires el 18 de mayo de 1813.
Un legado de perseverancia y servicio
La vida de Bernardo Gregorio de Las Heras es un reflejo de una era de cambios y desafíos, donde las fronteras entre distintas vocaciones eran permeables y la lealtad al rey y a la familia se manifestaba en múltiples formas.
Su legado, aunque quizá eclipsado por la fama de su hijo, es un recordatorio de la riqueza de las vidas de aquellos que forjaron el destino de estos territorios en los que actualmente vivimos.
Su historia es una narrativa de perseverancia, dedicación y servicio en un tiempo donde cada acción podía cambiar el curso de la historia.
Una huella en la historia del Río de la Plata
A través de sus múltiples roles como militar, comerciante y empleado judicial, Bernardo Gregorio de Las Heras dejó su impronta en la historia del Río de la Plata, aunque el tiempo se encargó de borrarla.
Sin embargo, su vida nos recuerda que detrás de cada gran figura histórica hay personas cuyas contribuciones, aunque menos conocidas, son igualmente esenciales para el tejido de nuestra historia compartida.
Su historia es un testimonio de la capacidad humana para adaptarse, liderar y servir en las circunstancias más variadas y desafiantes.
Imagen de portada: General Juan Gregorio de Las Heras, un patriota que honró el legado de su padre. (Web)
“Son
pocos los hombres que prestan suficiente atención a sus propios
pensamientos y son capaces de analizar cada motivo o acción. Entre
ellos, Timothy Dexter no era uno de ellos.”
Fue
un famoso empresario del siglo XVIII, que realizó una serie de
transacciones aparentemente descabelladas y, de algún modo, salió airoso
de cada una de ellas. Era un artesano del cuero pobre y sin educación
que, especulando fortuita (y estúpidamente) con el dólar continental, se
convirtió en uno de los hombres más ricos de Boston y que luego
presionó sin éxito para entrar en los círculos sociales de élite durante
décadas. Era, en sus propias palabras, un " liberal progresista clásico " y, a pesar de su pésima ortografía, también era un autor publicado y un filósofo autoproclamado.
Lord
Timothy Dexter era muchas cosas, pero no era un Lord: éste era un
título que se otorgó a sí mismo, con gran satisfacción personal.
Lo
más importante es que Lord Dexter fue uno de los primeros excéntricos
famosos de Estados Unidos, pero en los anales de la historia ha quedado
en gran medida olvidado. Esto es una tragedia. Aunque siempre anheló ser
aceptado, Lord Dexter se negó a transigir con sus extrañas costumbres;
al hacerlo, allanó el camino para todos los aspirantes a bichos raros
estadounidenses.
El nacimiento de una leyenda
A
finales de los meses de invierno de 1748, a varios kilómetros de
Boston, nació Timothy Dexter. Desde su nacimiento, se consideró una
leyenda —“Iba a ser un gran hombre”, escribió más tarde—, aunque al
principio el destino no estaba de su lado.
Dexter
provenía de una familia de trabajadores agrícolas que, en tiempos del
colonialismo británico, no contaban con una estabilidad económica muy
buena. Sin embargo, a los 16 años, Dexter consiguió un puesto de
aprendiz con un curtidor de Boston y empezó a trabajar para hacerse un
hueco como artesano. Aunque la profesión se consideraba generalmente de
“clase baja”, el sueldo era bueno: en la década de 1760, los profesores
de Dexter en Boston habían monopolizado el arte de fabricar “cuero
marroquí”, un material muy demandado por los amantes de la moda
colonial.
A
los 21 años, Dexter completó su aprendizaje y decidió emprender su
propio negocio, produciendo guantes de cuero y pantalones de piel de
alce. Aunque la situación en Boston se deterioró rápidamente (los
británicos impusieron en rápida sucesión “impuestos sin representación”,
los residentes se rebelaron con el Boston Tea Party
y el gobierno cerró los puertos de la ciudad), Dexter decidió quedarse
en la ciudad. Armado con nada más que un “bindle” (palo de vagabundo)
colgado al hombro, Dexter emigró a Charlestown, el epicentro del cuero
de Boston.
Fue
allí, gracias a su primer golpe de suerte, donde Dexter conoció (y
encantó) a Elizabeth Frothingham, la adinerada y recién viuda de uno de
sus antiguos socios del sector del cuero. Era una mujer trabajadora y
frugal que había obtenido "ganancias nada despreciables" como vendedora
ambulante de productos de puerta en puerta. Dexter, enamorado menos de
su naturaleza que de su valor en efectivo, aceptó su mano en matrimonio.
Ascenso a la riqueza
En
el acomodado barrio de Charlestown, en Boston, Dexter se sintió
inmediatamente inadaptado. Sus nuevos vecinos —entre los que se
encontraban John Hancock (entonces gobernador de la Commonwealth) y
Thomas Russel (en aquel entonces uno de los hombres más ricos del país)—
eran la nobleza de Estados Unidos, muy versados en etiqueta y en
asuntos de negocios. Como era un hombre “humilde” y sin educación que se
había casado con una mujer adinerada, no era visto como un igual. Esto,
por supuesto, lo enfureció, y se propuso demostrar su decencia.
Después
de observar a sus pares, Dexter decidió que lo primero que haría sería
conseguir un puesto en un cargo público. Lo mejor que podía hacer un
hombre que había abandonado la escuela a los 8 años, Dexter presentó
docenas de peticiones al consejo de gobierno de la vecina Malden, MA,
hasta que (probablemente por completo agotamiento) crearon un puesto
para él: "Informante de ciervos". Bajo el título, Dexter tenía la
obligación de llevar un registro de las poblaciones de cervatillos de la
ciudad, aunque, como señalan los anales de los registros gubernamentales de Malden , "el último ciervo había desaparecido de los bosques de Malden diecinueve años antes".
Satisfecho
con su nuevo deber, Dexter se propuso multiplicar su riqueza y, como es
típico de Dexter, encontró una extraña forma de hacerlo.
Al
comienzo de la Guerra de la Independencia en 1775, el Congreso
Continental (creado por las 13 colonias para contrarrestar el dominio
británico) emitió la primera forma de papel moneda de Estados Unidos, el
dólar continental , cuyo valor oscilaba entre ⅙
de dólar y 80 dólares. Durante la revolución, la moneda se vio
gravemente socavada: aunque el Congreso emitió billetes por un valor de
unos 250 millones de dólares, los vendedores, que no confiaban en el
valor de la moneda, se negaron a aceptarla, a pesar de los numerosos
esfuerzos del Congreso por castigar a los comerciantes que no
participaban. Finalmente, el Congreso se vio obligado a imprimir más;
pronto, los billetes inundaron el mercado y su valor se depreció rápidamente :
“En
noviembre de 1776, se habían emitido 19 millones de dólares en moneda
continental y todavía se podían comprar bienes por valor de 1 dólar con 1
dólar en papel. En noviembre de 1778, se habían emitido 31 millones de
dólares y se necesitaban 6 dólares en papel para comprar la misma
cantidad. En noviembre de 1779, había 226 millones de dólares en
circulación y se necesitaban 40 dólares en papel para comprar 1 dólar en
bienes”.
“ No vale ni un dólar continental
” se convirtió en una frase común que se utilizaba para denotar la
absoluta falta de valor de un bien. Después de la guerra, los soldados,
que habían recibido su salario en billetes continentales, se quedaron en
la miseria y los vecinos ricos de Dexter, Hancock y Russel, se
encargaron de recomprar algunos de estos billetes “para aumentar la
confianza del público y hacer una buena acción”.
Un dólar continental de 55 dólares, emitido en 1779
Dexter,
siempre atento y deseoso de respeto, emuló a estos hombres al extremo.
Al darse cuenta de que los estadounidenses estaban dispuestos a
desprenderse de los billetes continentales, que ya no se fabricaban, a
cambio de cualquier cosa, Dexter juntó todos sus ahorros (y los de su
esposa) y compró grandes cantidades de billetes por fracciones de centavos
por cada dólar. Fue una decisión audaz e idiota: básicamente estaba
negociando todo su sustento con la posibilidad de que se restableciera
esta moneda, con pocas posibilidades de obtener beneficios.
Por
un milagroso golpe de suerte, su apuesta resultó fructífera. Cuando se
ratificó la Constitución de los Estados Unidos en la década de 1790, se
estipuló que los continentales podían canjearse por bonos del Tesoro al 1% de su valor nominal
, en gran medida a instancias de Alexander Hamilton. Como había
comprado cantidades masivas de esta moneda a una fracción de ese costo,
Dexter se hizo instantánea y astronómicamente rico.
Es
más, siguiendo el dudoso consejo de un vecino que le tenía antipatía,
Dexter también había comprado grandes cantidades de monedas europeas
(libras esterlinas, francos franceses), que ahora podía revender
obteniendo una buena ganancia.
Dexter
pensó que, con esta nueva riqueza, ganaría credibilidad entre sus
pares. Pero no fue así. Los repetidos esfuerzos de Dexter por entrar en
los círculos de élite de la alta sociedad se vieron frustrados, cada vez
más, por su retórica “grosera”, su carácter desagradable y su
incapacidad para mantener la boca cerrada en momentos inoportunos.
Finalmente,
Dexter concluyó que su rechazo se debía a la naturaleza aburrida de los
bostonianos y no a su propia excentricidad. Con una despedida frívola,
reunió a su esposa y a sus hijos y se trasladó al norte, a la ciudad
costera y mercantil de Newburyport, en Massachusetts.
Allí prosperó.
Una finca principesca
A finales del siglo XVIII, Newburyport era
una ciudad supuestamente idílica, un lugar donde “ricos y pobres se
mezclaban” y donde “la población no era tan numerosa como para ocultar a
ningún individuo, por extraño o humilde que fuera”. Aunque poseía solo
una de estas características, Timothy Dexter no perdió tiempo en
aprovechar su llegada.
Con
su nueva fortuna, Dexter compró una flota de barcos, un establo de
caballos de color crema brillante y un lujoso carruaje adornado con sus
iniciales. Luego, con gran estilo, erigió un “castillo principesco” con
vista al mar, un castillo que, cabe señalar, incluía los muebles más
lujosos del mercado, incluidos sus “dependientes dependencias espaciosas
y de buen gusto”.
Como relata un historiador
del siglo XIX , Dexter contrató entonces a los artistas “más
inteligentes y de buen gusto” de la arquitectura europea para tallar y
montar una serie de más de 40 estatuas gigantes de madera en su
propiedad, cada una de las cuales representaba a un gran personaje de la
tradición estadounidense:
“…
El propietario, sin gusto, en su afán de notoriedad, creó hileras de
columnas, de quince pies de altura por lo menos, sobre las cuales
colocar estatuas colosales talladas en madera. Directamente frente a la
puerta de la casa, sobre un arco romano de gran belleza y gusto, estaba
el general Washington con su atuendo militar. A su izquierda estaba
Jefferson; a su derecha, Adams. Sobre las columnas del jardín había
figuras de jefes indios, generales militares, filósofos, políticos,
estadistas… y las diosas de la Fama y la Libertad”.
Para
no quedar eclipsado, Dexter erigió una última estatua, una de él mismo.
Debajo de ella, pintó con orgullo una inscripción: “Soy el primero en Oriente, el primero en Occidente y el filósofo más grande del mundo occidental” , esto de un hombre que no había aportado nada al campo de la filosofía ni había leído jamás un solo libro sobre el tema.
Una representación de la propiedad de Dexter, completa con estatuas.
A
2.000 dólares cada una, las 40 estatuas le costaron a Dexter el doble
de lo que había pagado por toda su herencia, pero con ellas el paria
logró su objetivo final: atraer la atención del público. “Hizo que los
patanes se quedaran mirando”, escribe Samuel L. Knapp, “y le dio al dueño el mayor placer”.
Con
el tiempo, Dexter empezó a atraer la atención equivocada. Su propiedad
se convirtió en una vergüenza estética tan grande que su esposa pronto
abandonó el barco para irse a vivir a otro lugar del barrio; en su
ausencia, el hijo de Dexter, un muchacho malhumorado que, como su padre,
no disfrutaba de aprender, se mudó allí. En poco tiempo, la casa se
convirtió en una especie de “bagnio” (burdel): se sucedían largas noches
de bufonadas de borrachos, en las que las mujeres iban y venían, y los
elegantes interiores (incluidas las cortinas que alguna vez
pertenecieron a la reina de Francia) pronto se cubrieron de “manchas indecorosas, ofensivas a la vista y al olfato”.
El excéntrico emprendedor
Cuando
Dexter compró varios barcos grandes y anunció sus intenciones de
iniciar un negocio de comercio internacional, sus vecinos hartos
aprovecharon la oportunidad para ofrecerle horribles inversiones, con la
esperanza de que se arruinara y se viera obligado a mudarse.
Uno de estos vecinos recomendó a Dexter que vendiera ollas para calentar ( unas ollas de latón anchas y planas con mangos largos que se usaban para calentar camas en el siglo XVIII
) en las Indias Occidentales (un territorio colonial europeo conocido
por su clima cálido durante todo el año). El confiado Dexter compró nada
menos que 42.000
ollas, las distribuyó en nueve barcos de carga y se dispuso a
venderlas; sus acciones, al mismo tiempo, provocaron carcajadas
atronadoras de los comerciantes experimentados. Pero fue Dexter quien se
llevó la última risa: cuando llegó y no vio que necesitaba aparatos
para calentar, los rebautizó como cucharones y los vendió a los
propietarios de plantaciones de azúcar y melaza. La demanda fue tan
grande que cada propietario clamó por comprar al menos tres o cuatro;
Dexter aumentó el precio de las ollas en un 79% y regresó con una
fortuna aún mayor.
En
otro caso, un comerciante convenció maliciosamente a Dexter de que
había una gran demanda de carbón antracita en Newcastle. Sin que Dexter
lo supiera, ya existía allí una gran mina de carbón, lo que hacía inútil
cualquier envío del extranjero. Cuando Dexter llegó, la mina estaba,
milagrosamente, en huelga, y el carbón se compró con un margen
considerable. Una vez más, Dexter regresó victorioso, con "un [barril] y
medio de plata" (porque ¿qué clase de caballero distinguido no guardaba su plata en barriles?).
En
esa época, gracias a sus hazañas, Dexter empezó a adquirir un
conocimiento considerable de las técnicas comerciales. Al menos un biógrafo
del siglo XIX sostiene que, a partir de ese momento, sus acciones no
fueron actos de estupidez o ignorancia, sino más bien estrategias de
venta “bastante sensatas” de Dexter para engañar a sus escépticos. A
medida que su fortuna crecía, empezó a darse cuenta de que podía
simplemente preguntar qué bien escaseaba en el mercado, comprar todo lo
que pudiera, duplicar su precio y venderlo.
Con precisión, utilizó esta estrategia, aunque sus productos de elección eran a menudo increíblemente extraños.
En
cierta ocasión, Dexter viajó a Boston y compró una cantidad astronómica
de huesos de ballena, una cantidad tan grande que logró monopolizar por
completo el mercado de este artículo y pudo cobrar su propio precio. En
total, acumuló unas 340 toneladas de huesos de ballena, que luego vendió con un margen de beneficio del 75 % para utilizarlos en productos
como corsés de mujer, tirantes para cuellos, látigos para carruajes,
juguetes e incluso máquinas de escribir. Los huesos y barbas de ballena
tenían una demanda tan alta que hoy recordamos este material como el
"plástico del siglo XIX".
Corsés de ballena: furor en la moda femenina del siglo XVIII
“Descubrí que tenía mucha suerte con la especulación”, escribió
más tarde Dexter, casi analfabeto (sin duda, quería decir
“especulación”). “Los especuladores me invadían como perros del
demonio”.
Pero
Dexter tampoco tenía reparos en utilizar trucos sucios para vender sus
productos. Una vez se jactó de comprar biblias al por mayor a “un 12%
menos de la mitad del precio” o 41 centavos cada una, y luego vendió
21.000 unidades en las Indias Occidentales mediante manipulación. “ Envié un mensaje de texto diciendo que todos ellos debían tener una Biblia en cada familia o si no irían al infierno
”, escribió, sin prestar mucha atención a la ortografía. Luego les dijo
a sus posibles compradores que si querían arrepentirse para ir al
cielo, sus capitanes estaban listos y esperando con un suministro
completo.
En cuestión de semanas, Dexter había recaudado libros sagrados por un valor de 47.000 dólares.
Llámame 'Señor'
A
finales del siglo XVIII, Dexter se había consolidado como el excéntrico
por excelencia no solo de Newburyport, Massachusetts, sino de todos los
estados del Este. Las historias sobre su riqueza y sus travesuras
circulaban mucho más allá de su ciudad costera; aunque Dexter no creía
en la atención “mala”, la atraía en masa.
Anhelaba,
más que nunca, ser aceptado como un caballero noble y rico, pero sus
acciones levantaron un muro de piedra entre él y aquellos a quienes
imitaba. Para los aristócratas, Dexter apestaba a mal gusto y falta de
educación, y sus sospechas se vieron confirmadas por las payasadas del
hombre.
Dexter
solía repintar las inscripciones de sus estatuas (de vez en cuando,
disfrutaba mucho reescribiendo la historia). Una vez, un pintor
desafortunado escribió “Declaración de Independencia” debajo de la
estatua de Thomas Jefferson; Dexter le exigió que lo corrigiera a
“Constitución” (una atribución incorrecta). Cuando el pintor insistió en
que su propia inscripción era la correcta, Dexter sacó su rifle largo y
le disparó, fallando por poco. “Constitución”, repitió de nuevo, con un
tono solemne. Esta vez, su pintor le hizo caso.
Emulando
a sus vecinos ricos, compró una lujosa biblioteca de libros, pero nunca
se entregó a la lectura durante más de diez minutos seguidos; después
de enterarse de la pasión de la nobleza inglesa por las pinturas, ordenó
a un sirviente que reuniera una brillante colección y "no se dio
descanso hasta que comenzó una galería".
Mientras
buscaba el respeto de la clase alta, Dexter se rodeó de los personajes
más excéntricos y excéntricos que pudo encontrar, probablemente las
únicas personas dispuestas a hacerse amigas de él.
Entre
ellos se encontraba un tal John P., un hombre de familia respetable
que, tras ser rechazado como maestro de escuela, se convirtió en un
paria y abrió su propia escuela. Era un hombre de “contradicciones
perpetuas” que impartía estoicamente sabiduría “científica” a sus
alumnos sin ningún conocimiento o formación sobre el tema. Rápidamente
se convirtió en el mejor amigo y motivador de Dexter.
Entabló
una amistad similar con Madam Hooper, una rica viuda local convertida
en adivina que, entre otras cosas, le daba a Dexter consejos
astrológicos a cambio de té.
El
caso más famoso es el de Dexter, que, imitando al rey de Inglaterra,
contrató a su propio poeta laureado: un desventurado joven de 20 años
que había encontrado en el mercado vendiendo fletán en una carretilla.
Tras enterarse de que los grandes poetas italianos eran coronados con
muérdago, Dexter le preparó a su nuevo letrista una corona de perejil
(lo único que tenía en su jardín en ese momento) y lo obligó a escribir y
recitar poemas aduladores que elevaban su propia autoestima:
Sin
embargo, los poemas no satisfacían la necesidad de adulación de Dexter.
A menudo, recorría las calles de los pueblos vecinos y detenía a los
desconocidos para preguntarles si conocían al “hombre más grande del
Este”. Independientemente de la respuesta de su víctima, Dexter relataba
de forma dramática su propia historia fantasiosa y autocomplaciente.
Pronto
se declaró a sí mismo "Lord" e insistió en que sus guardias, sirvientes
y miembros de la tripulación se refirieran a él como tal. A esa altura,
acostumbrados a sus payasadas, no le hicieron preguntas: se convirtió
en Lord Timothy Dexter.
Pero
Dexter no era tonto: a pesar de toda la adulación forzada, todavía
podía sentir que sus compañeros no lo respetaban, y eso lo molestaba
mucho. Entonces, en un momento de “complejo de Dios”, Dexter decidió
fingir su propia muerte. Al hacerlo, esperaba ver qué pensaba realmente
el público sobre él.
Sus
preparativos comenzaron con una tumba, una habitación grandiosa y bien
ventilada que ocupaba todo el sótano de una elegante casa de verano.
Luego, el bromista contrató al mejor ebanista de Massachusetts para que
fabricara un ataúd con la mejor madera de caoba disponible, tan fina
que, una vez terminado, Dexter durmió en él durante varias semanas con
gran comodidad y satisfacción.
Una
vez que la logística de la prueba estaba lista, Dexter reclutó a
algunos de sus hombres de confianza para organizar un funeral simulado y
difundir pequeñas tarjetas con la noticia de su muerte entre la
comunidad. Su esposa y sus dos hijos fueron informados de la farsa y él
les exigió que “actuaran como corresponde”, es decir, que lloraran y
parecieran completamente angustiados por su partida.
El
día de la ceremonia acudieron unas 3.000 personas. Fue un gran
acontecimiento, en el que sólo se sirvieron los vinos más selectos y los
licores más exóticos. Desde debajo de una tabla de madera, Dexter
observó la escena con regocijo. Todo parecía ir sobre ruedas: su hijo
estaba “suficientemente borracho como para llorar sin mucho esfuerzo” y
su hija tenía la cabeza enterrada entre las manos. Entonces, en un
momento de pánico, Dexter vio a su esposa, sonriente y sin lágrimas.
Se
acercó a ella en secreto en la cocina y luego la “azotó” cruelmente por
su falta de esfuerzo, lo que provocó una gran conmoción. Cuando los
demás invitados entraron en la habitación, fueron recibidos por el
supuestamente muerto Dexter, que ahora lucía una sonrisa de oreja a
oreja. El idiota in fraganti procedió entonces a salir de juerga con sus
dolientes, como si todo el truco nunca hubiera sucedido.
“Un aprieto para los que saben”
Lord
Timothy Dexter sabía que para alcanzar su objetivo final —la
inmortalidad— tendría que seguir los pasos de todos los grandes hombres
que lo precedieron y publicar unas memorias.
A
pesar de su total falta de conocimientos (o de interés) por la
escritura y la caligrafía, se propuso componer una obra que superara en
ingenio a Shakespeare y rivalizara con la erudición de Milton. Su título
provisional (que, por supuesto, no tenía ningún sentido): “Un encurtido
para los que saben, o verdades sencillas con un vestido sencillo”. El
libro tenía terribles errores ortográficos y carecía por completo de
puntuación (no había puntos, comas, guiones ni punto y coma); era
simplemente un revoltijo de textos casi incomprensibles.
Aunque
es probable que sus errores gramaticales fueran resultado de la falta
de educación de Dexter, es probable que exagerara sus errores para
burlarse de quienes lo excluían. “Desconfiaba de cualquiera que tuviera
educación universitaria y le gustaba restregárselo en la cara”, afirma el historiador literario Paul Collins. “Decía: ‘Yo también tengo dinero para publicar libros y puedo hacer lo que quiera’”.
He
aquí, por ejemplo, la primera página de “A Pickle…”, en la que Dexter
se proclama “el primer Lord en los Estados Unidos de América” (nótese la
falta de ortografía de “George Washington” a pesar de su idolatría por
el hombre):
Dexter
se dio cuenta de que la mayoría de los nobles de Inglaterra no vendían
sus libros, sino que los regalaban para aumentar el número de lectores;
él hizo lo mismo y se puso de pie al costado del camino para repartir
ejemplares a los transeúntes. Con el tiempo, su obra maestra fue
apreciada, si no por su mérito, al menos por su naturaleza de absoluta
rareza.
La
demanda fue tan alta que se imprimió una segunda edición. Esta vez, a
instancias de su editor, Dexter incluyó una página entera de signos de
puntuación al final, con una instrucción sencilla para el lector:
“Ponles sal y pimienta a tu gusto”.
Casi
un siglo después, Dexter siguió recibiendo elogios entusiastas, aunque
no casi satíricos, por su trabajo. En una copia de 1890 de The Atlantic Monthly , el autor Oliver Wendell Holmes relata sus pensamientos sobre la capacidad literaria de Dexter:
“Me
temo que el señor Whitman y el señor Emerson deben ceder el derecho de
declarar la independencia literaria estadounidense a Lord Timothy
Dexter, quien no sólo enseñó a sus compatriotas que no necesitan ir al
Herald’s College para obtener sus títulos nobiliarios, sino también que
tenían perfecta libertad para disipar sus ideas a su antojo y escribir
sin preocuparse por ningún tipo de puntuación.”
Dexter
se había propuesto “mostrar a la humanidad un ejemplo de genio
universal difícilmente igualable en la historia del intelecto humano” y,
de una forma u otra, lo había logrado.
Todos los grandes hombres mueren
El
26 de octubre de 1806, apenas unos años después de publicar su libro,
Lord Timothy Dexter falleció silenciosamente, esta vez, de verdad.
"Es
un trabajo duro ser un Lord", escribió una vez, y su vida no fue una
excepción: había bebido grandes cantidades de vino y licor, había
contraído varias enfermedades debido a sus extensos viajes y, en más de
una ocasión, había jugado su vida en aventuras temerarias.
En
los últimos días de su vida, Dexter trató de expiar sus errores e
intentó enmendar sus pecados mediante la generosidad de su testamento:
su patrimonio se dividió en partes iguales entre sus hijos, su esposa y
sus amigos, y nadie quedó insatisfecho. Después de que un fuerte
vendaval derribara la mayoría de sus estatuas de madera en 1815, se
vendieron en subasta. Una vez que Dexter las compró por 2.000 dólares
cada una, alcanzaron sumas desorbitadas: entre 50 centavos y 5 dólares.
En
un último acto de la sociedad para excluir a Dexter de sus asuntos, la
Junta de Salud de Newburyport rechazó su solicitud de ser enterrado en
la tumba que había preparado años antes, con el argumento de que no era
higiénica. En cambio, el Señor fue enterrado en un pintoresco cementerio
en las colinas, donde el pasto de trigo rápidamente envolvió su lápida.
***
Hoy
en día, los pocos que conocen a Lord Dexter tienen opiniones divididas
sobre él: algunos lo llaman “grotesco e idiota”, mientras que otros lo
elevan a la categoría de “genio”. En el Dictionary of American Biography
, una colección de “grandes hombres”, el autor Francis Drake aclara que
Dexter era un hombre que “carecía de ese tipo de prudencia que tan
frecuentemente oculta las malas cualidades y resalta las buenas”.
Aun
así, parece haber algo honorable en el absoluto desprecio de Dexter por
la normalidad: aunque buscó incesantemente el reconocimiento de la
clase alta, nunca dejó de hacer las cosas a su extraña manera.
“Dexter tenía un estilo propio que no deseaba copiar ni permitir que se copiara”, escribió
el biógrafo Samuel Knapp, unas décadas después de su muerte. “En
resumen, era una excepción viviente a todas las reglas generales y una
contradicción viviente a todas las máximas de la sabiduría humana”.