Bernardo Gregorio de Las Heras, progenitor de Juan Gregorio, se destacó en los albores de la patria ya sea como militar o como un honesto comerciante
En una época donde las líneas entre el comercio y el servicio militar se entrelazaban con los destinos personales, Bernardo Gregorio de Las Heras emergió como una figura importante en aquellos territorios de ultramar del reino de España en Sudamérica.
Nacido en Belvis, Toledo, en 1749, la vida de Bernardo estuvo marcada por la dualidad entre las armas y el comercio. Era hijo de Francisco Plácido Gregorio y Catalina García de Las Heras.
Como muchos peninsulares, un día partió al lejano Río de la Plata, que por aquel tiempo se denominaba gobernación de Buenos Aires, para establecerse en la pequeña aldea.
Vínculo con la tierra rioplatense
Al poco tiempo de instalarse, Bernardo contrajo matrimonio con Rosalía de Lagacha y Rojas, oriunda de Buenos Aires, tejiendo así un vínculo indisoluble con la región del Río de la Plata.
El matrimonio tuvo varios hijos, pero solo uno se destacó, a quien bautizaron con el nombre de Juan Gualberto, quien vio la luz el 11 de julio de 1780 y que alcanzaría renombre como general del Ejército Libertador de tres países.
En aquellos momentos, como la mayoría de los españoles, Bernardo Gregorio de Las Heras, al igual que su padre, militó en la Tercera Orden de San Francisco, demostrando su devoción religiosa y su compromiso con los valores franciscanos.
Sin embargo, su vocación primera fue la de las armas, iniciando su carrera militar en 1769 en la Infantería de la gobernación rioplatense.
Tres años después, su destino lo llevó a la Caballería como portaestandarte, ascendiendo con rapidez. En 1776, se convirtió en teniente, y cinco años después, alcanzó el rango de ayudante mayor en el mismo regimiento, consolidando su reputación como un militar competente y dedicado.
Campañas militares y pruebas de liderazgo
En 1782, sus servicios fueron requeridos en la campaña contra los portugueses en la Banda Oriental, una región en constante conflicto. Tras esta expedición, recibió la comisión de trasladar prisioneros hasta Mendoza, una tarea que puso a prueba su liderazgo y capacidad organizativa.
En este periodo de su vida no solo evidenció su destreza militar, sino también su capacidad para manejar situaciones complejas y mantener el orden en circunstancias difíciles.
De las armas al comercio
La transición de la vida militar a la comercial no fue un camino sencillo, pero Bernardo Gregorio de Las Heras lo recorrió con igual destreza. Se desempeñó como comerciante en Buenos Aires y Córdoba, demostrando un conocimiento detallado del comercio porteño en una era donde el comercio era tan vital como volátil.
Se conoce que en 1799 estaba muy preocupado por el contrabando que ejercían algunos comerciantes inescrupulosos en Montevideo. Sus denuncias sobre prácticas ilícitas y su incansable lucha por la legalidad y el orden en el comercio son testimonio de su integridad y compromiso con la Justicia.
Pero Bernardo no solo intercedió en sus esfuerzos por combatir el contrabando, sino que también se preocupó ante las autoridades del creado virreinato de los importantes desafíos económicos y sociales de la época.
Sus escritos muestran a un hombre profundamente comprometido con la prosperidad de la región y con una visión clara de cómo debería ser gestionada la economía para el bien común.
Versatilidad y adaptabilidad
Además de sus actividades comerciales, Bernardo actuó como empleado judicial en 1790 y 1792, añadiendo otra faceta a su vida. Su capacidad para moverse entre distintos mundos -el militar, el mercantil y el judicial- habla de una versatilidad y adaptabilidad notables.
Esta experiencia judicial le proporcionó una perspectiva única sobre las leyes y regulaciones de su tiempo, permitiéndole entender mejor los mecanismos del poder y la Justicia.
Sus años posteriores los vivió en la tranquilidad de su hogar y neutral ante los hechos que surgieron en el Río de la Plata a partir de 1809, durante la época de los diferentes movimientos políticos y militares.
Falleció en Buenos Aires el 18 de mayo de 1813.
Un legado de perseverancia y servicio
La vida de Bernardo Gregorio de Las Heras es un reflejo de una era de cambios y desafíos, donde las fronteras entre distintas vocaciones eran permeables y la lealtad al rey y a la familia se manifestaba en múltiples formas.
Su legado, aunque quizá eclipsado por la fama de su hijo, es un recordatorio de la riqueza de las vidas de aquellos que forjaron el destino de estos territorios en los que actualmente vivimos.
Su historia es una narrativa de perseverancia, dedicación y servicio en un tiempo donde cada acción podía cambiar el curso de la historia.
Una huella en la historia del Río de la Plata
A través de sus múltiples roles como militar, comerciante y empleado judicial, Bernardo Gregorio de Las Heras dejó su impronta en la historia del Río de la Plata, aunque el tiempo se encargó de borrarla.
Sin embargo, su vida nos recuerda que detrás de cada gran figura histórica hay personas cuyas contribuciones, aunque menos conocidas, son igualmente esenciales para el tejido de nuestra historia compartida.
Su historia es un testimonio de la capacidad humana para adaptarse, liderar y servir en las circunstancias más variadas y desafiantes.
Imagen de portada: General Juan Gregorio de Las Heras, un patriota que honró el legado de su padre. (Web)
“Son
pocos los hombres que prestan suficiente atención a sus propios
pensamientos y son capaces de analizar cada motivo o acción. Entre
ellos, Timothy Dexter no era uno de ellos.”
Fue
un famoso empresario del siglo XVIII, que realizó una serie de
transacciones aparentemente descabelladas y, de algún modo, salió airoso
de cada una de ellas. Era un artesano del cuero pobre y sin educación
que, especulando fortuita (y estúpidamente) con el dólar continental, se
convirtió en uno de los hombres más ricos de Boston y que luego
presionó sin éxito para entrar en los círculos sociales de élite durante
décadas. Era, en sus propias palabras, un " liberal progresista clásico " y, a pesar de su pésima ortografía, también era un autor publicado y un filósofo autoproclamado.
Lord
Timothy Dexter era muchas cosas, pero no era un Lord: éste era un
título que se otorgó a sí mismo, con gran satisfacción personal.
Lo
más importante es que Lord Dexter fue uno de los primeros excéntricos
famosos de Estados Unidos, pero en los anales de la historia ha quedado
en gran medida olvidado. Esto es una tragedia. Aunque siempre anheló ser
aceptado, Lord Dexter se negó a transigir con sus extrañas costumbres;
al hacerlo, allanó el camino para todos los aspirantes a bichos raros
estadounidenses.
El nacimiento de una leyenda
A
finales de los meses de invierno de 1748, a varios kilómetros de
Boston, nació Timothy Dexter. Desde su nacimiento, se consideró una
leyenda —“Iba a ser un gran hombre”, escribió más tarde—, aunque al
principio el destino no estaba de su lado.
Dexter
provenía de una familia de trabajadores agrícolas que, en tiempos del
colonialismo británico, no contaban con una estabilidad económica muy
buena. Sin embargo, a los 16 años, Dexter consiguió un puesto de
aprendiz con un curtidor de Boston y empezó a trabajar para hacerse un
hueco como artesano. Aunque la profesión se consideraba generalmente de
“clase baja”, el sueldo era bueno: en la década de 1760, los profesores
de Dexter en Boston habían monopolizado el arte de fabricar “cuero
marroquí”, un material muy demandado por los amantes de la moda
colonial.
A
los 21 años, Dexter completó su aprendizaje y decidió emprender su
propio negocio, produciendo guantes de cuero y pantalones de piel de
alce. Aunque la situación en Boston se deterioró rápidamente (los
británicos impusieron en rápida sucesión “impuestos sin representación”,
los residentes se rebelaron con el Boston Tea Party
y el gobierno cerró los puertos de la ciudad), Dexter decidió quedarse
en la ciudad. Armado con nada más que un “bindle” (palo de vagabundo)
colgado al hombro, Dexter emigró a Charlestown, el epicentro del cuero
de Boston.
Fue
allí, gracias a su primer golpe de suerte, donde Dexter conoció (y
encantó) a Elizabeth Frothingham, la adinerada y recién viuda de uno de
sus antiguos socios del sector del cuero. Era una mujer trabajadora y
frugal que había obtenido "ganancias nada despreciables" como vendedora
ambulante de productos de puerta en puerta. Dexter, enamorado menos de
su naturaleza que de su valor en efectivo, aceptó su mano en matrimonio.
Ascenso a la riqueza
En
el acomodado barrio de Charlestown, en Boston, Dexter se sintió
inmediatamente inadaptado. Sus nuevos vecinos —entre los que se
encontraban John Hancock (entonces gobernador de la Commonwealth) y
Thomas Russel (en aquel entonces uno de los hombres más ricos del país)—
eran la nobleza de Estados Unidos, muy versados en etiqueta y en
asuntos de negocios. Como era un hombre “humilde” y sin educación que se
había casado con una mujer adinerada, no era visto como un igual. Esto,
por supuesto, lo enfureció, y se propuso demostrar su decencia.
Después
de observar a sus pares, Dexter decidió que lo primero que haría sería
conseguir un puesto en un cargo público. Lo mejor que podía hacer un
hombre que había abandonado la escuela a los 8 años, Dexter presentó
docenas de peticiones al consejo de gobierno de la vecina Malden, MA,
hasta que (probablemente por completo agotamiento) crearon un puesto
para él: "Informante de ciervos". Bajo el título, Dexter tenía la
obligación de llevar un registro de las poblaciones de cervatillos de la
ciudad, aunque, como señalan los anales de los registros gubernamentales de Malden , "el último ciervo había desaparecido de los bosques de Malden diecinueve años antes".
Satisfecho
con su nuevo deber, Dexter se propuso multiplicar su riqueza y, como es
típico de Dexter, encontró una extraña forma de hacerlo.
Al
comienzo de la Guerra de la Independencia en 1775, el Congreso
Continental (creado por las 13 colonias para contrarrestar el dominio
británico) emitió la primera forma de papel moneda de Estados Unidos, el
dólar continental , cuyo valor oscilaba entre ⅙
de dólar y 80 dólares. Durante la revolución, la moneda se vio
gravemente socavada: aunque el Congreso emitió billetes por un valor de
unos 250 millones de dólares, los vendedores, que no confiaban en el
valor de la moneda, se negaron a aceptarla, a pesar de los numerosos
esfuerzos del Congreso por castigar a los comerciantes que no
participaban. Finalmente, el Congreso se vio obligado a imprimir más;
pronto, los billetes inundaron el mercado y su valor se depreció rápidamente :
“En
noviembre de 1776, se habían emitido 19 millones de dólares en moneda
continental y todavía se podían comprar bienes por valor de 1 dólar con 1
dólar en papel. En noviembre de 1778, se habían emitido 31 millones de
dólares y se necesitaban 6 dólares en papel para comprar la misma
cantidad. En noviembre de 1779, había 226 millones de dólares en
circulación y se necesitaban 40 dólares en papel para comprar 1 dólar en
bienes”.
“ No vale ni un dólar continental
” se convirtió en una frase común que se utilizaba para denotar la
absoluta falta de valor de un bien. Después de la guerra, los soldados,
que habían recibido su salario en billetes continentales, se quedaron en
la miseria y los vecinos ricos de Dexter, Hancock y Russel, se
encargaron de recomprar algunos de estos billetes “para aumentar la
confianza del público y hacer una buena acción”.
Un dólar continental de 55 dólares, emitido en 1779
Dexter,
siempre atento y deseoso de respeto, emuló a estos hombres al extremo.
Al darse cuenta de que los estadounidenses estaban dispuestos a
desprenderse de los billetes continentales, que ya no se fabricaban, a
cambio de cualquier cosa, Dexter juntó todos sus ahorros (y los de su
esposa) y compró grandes cantidades de billetes por fracciones de centavos
por cada dólar. Fue una decisión audaz e idiota: básicamente estaba
negociando todo su sustento con la posibilidad de que se restableciera
esta moneda, con pocas posibilidades de obtener beneficios.
Por
un milagroso golpe de suerte, su apuesta resultó fructífera. Cuando se
ratificó la Constitución de los Estados Unidos en la década de 1790, se
estipuló que los continentales podían canjearse por bonos del Tesoro al 1% de su valor nominal
, en gran medida a instancias de Alexander Hamilton. Como había
comprado cantidades masivas de esta moneda a una fracción de ese costo,
Dexter se hizo instantánea y astronómicamente rico.
Es
más, siguiendo el dudoso consejo de un vecino que le tenía antipatía,
Dexter también había comprado grandes cantidades de monedas europeas
(libras esterlinas, francos franceses), que ahora podía revender
obteniendo una buena ganancia.
Dexter
pensó que, con esta nueva riqueza, ganaría credibilidad entre sus
pares. Pero no fue así. Los repetidos esfuerzos de Dexter por entrar en
los círculos de élite de la alta sociedad se vieron frustrados, cada vez
más, por su retórica “grosera”, su carácter desagradable y su
incapacidad para mantener la boca cerrada en momentos inoportunos.
Finalmente,
Dexter concluyó que su rechazo se debía a la naturaleza aburrida de los
bostonianos y no a su propia excentricidad. Con una despedida frívola,
reunió a su esposa y a sus hijos y se trasladó al norte, a la ciudad
costera y mercantil de Newburyport, en Massachusetts.
Allí prosperó.
Una finca principesca
A finales del siglo XVIII, Newburyport era
una ciudad supuestamente idílica, un lugar donde “ricos y pobres se
mezclaban” y donde “la población no era tan numerosa como para ocultar a
ningún individuo, por extraño o humilde que fuera”. Aunque poseía solo
una de estas características, Timothy Dexter no perdió tiempo en
aprovechar su llegada.
Con
su nueva fortuna, Dexter compró una flota de barcos, un establo de
caballos de color crema brillante y un lujoso carruaje adornado con sus
iniciales. Luego, con gran estilo, erigió un “castillo principesco” con
vista al mar, un castillo que, cabe señalar, incluía los muebles más
lujosos del mercado, incluidos sus “dependientes dependencias espaciosas
y de buen gusto”.
Como relata un historiador
del siglo XIX , Dexter contrató entonces a los artistas “más
inteligentes y de buen gusto” de la arquitectura europea para tallar y
montar una serie de más de 40 estatuas gigantes de madera en su
propiedad, cada una de las cuales representaba a un gran personaje de la
tradición estadounidense:
“…
El propietario, sin gusto, en su afán de notoriedad, creó hileras de
columnas, de quince pies de altura por lo menos, sobre las cuales
colocar estatuas colosales talladas en madera. Directamente frente a la
puerta de la casa, sobre un arco romano de gran belleza y gusto, estaba
el general Washington con su atuendo militar. A su izquierda estaba
Jefferson; a su derecha, Adams. Sobre las columnas del jardín había
figuras de jefes indios, generales militares, filósofos, políticos,
estadistas… y las diosas de la Fama y la Libertad”.
Para
no quedar eclipsado, Dexter erigió una última estatua, una de él mismo.
Debajo de ella, pintó con orgullo una inscripción: “Soy el primero en Oriente, el primero en Occidente y el filósofo más grande del mundo occidental” , esto de un hombre que no había aportado nada al campo de la filosofía ni había leído jamás un solo libro sobre el tema.
Una representación de la propiedad de Dexter, completa con estatuas.
A
2.000 dólares cada una, las 40 estatuas le costaron a Dexter el doble
de lo que había pagado por toda su herencia, pero con ellas el paria
logró su objetivo final: atraer la atención del público. “Hizo que los
patanes se quedaran mirando”, escribe Samuel L. Knapp, “y le dio al dueño el mayor placer”.
Con
el tiempo, Dexter empezó a atraer la atención equivocada. Su propiedad
se convirtió en una vergüenza estética tan grande que su esposa pronto
abandonó el barco para irse a vivir a otro lugar del barrio; en su
ausencia, el hijo de Dexter, un muchacho malhumorado que, como su padre,
no disfrutaba de aprender, se mudó allí. En poco tiempo, la casa se
convirtió en una especie de “bagnio” (burdel): se sucedían largas noches
de bufonadas de borrachos, en las que las mujeres iban y venían, y los
elegantes interiores (incluidas las cortinas que alguna vez
pertenecieron a la reina de Francia) pronto se cubrieron de “manchas indecorosas, ofensivas a la vista y al olfato”.
El excéntrico emprendedor
Cuando
Dexter compró varios barcos grandes y anunció sus intenciones de
iniciar un negocio de comercio internacional, sus vecinos hartos
aprovecharon la oportunidad para ofrecerle horribles inversiones, con la
esperanza de que se arruinara y se viera obligado a mudarse.
Uno de estos vecinos recomendó a Dexter que vendiera ollas para calentar ( unas ollas de latón anchas y planas con mangos largos que se usaban para calentar camas en el siglo XVIII
) en las Indias Occidentales (un territorio colonial europeo conocido
por su clima cálido durante todo el año). El confiado Dexter compró nada
menos que 42.000
ollas, las distribuyó en nueve barcos de carga y se dispuso a
venderlas; sus acciones, al mismo tiempo, provocaron carcajadas
atronadoras de los comerciantes experimentados. Pero fue Dexter quien se
llevó la última risa: cuando llegó y no vio que necesitaba aparatos
para calentar, los rebautizó como cucharones y los vendió a los
propietarios de plantaciones de azúcar y melaza. La demanda fue tan
grande que cada propietario clamó por comprar al menos tres o cuatro;
Dexter aumentó el precio de las ollas en un 79% y regresó con una
fortuna aún mayor.
En
otro caso, un comerciante convenció maliciosamente a Dexter de que
había una gran demanda de carbón antracita en Newcastle. Sin que Dexter
lo supiera, ya existía allí una gran mina de carbón, lo que hacía inútil
cualquier envío del extranjero. Cuando Dexter llegó, la mina estaba,
milagrosamente, en huelga, y el carbón se compró con un margen
considerable. Una vez más, Dexter regresó victorioso, con "un [barril] y
medio de plata" (porque ¿qué clase de caballero distinguido no guardaba su plata en barriles?).
En
esa época, gracias a sus hazañas, Dexter empezó a adquirir un
conocimiento considerable de las técnicas comerciales. Al menos un biógrafo
del siglo XIX sostiene que, a partir de ese momento, sus acciones no
fueron actos de estupidez o ignorancia, sino más bien estrategias de
venta “bastante sensatas” de Dexter para engañar a sus escépticos. A
medida que su fortuna crecía, empezó a darse cuenta de que podía
simplemente preguntar qué bien escaseaba en el mercado, comprar todo lo
que pudiera, duplicar su precio y venderlo.
Con precisión, utilizó esta estrategia, aunque sus productos de elección eran a menudo increíblemente extraños.
En
cierta ocasión, Dexter viajó a Boston y compró una cantidad astronómica
de huesos de ballena, una cantidad tan grande que logró monopolizar por
completo el mercado de este artículo y pudo cobrar su propio precio. En
total, acumuló unas 340 toneladas de huesos de ballena, que luego vendió con un margen de beneficio del 75 % para utilizarlos en productos
como corsés de mujer, tirantes para cuellos, látigos para carruajes,
juguetes e incluso máquinas de escribir. Los huesos y barbas de ballena
tenían una demanda tan alta que hoy recordamos este material como el
"plástico del siglo XIX".
Corsés de ballena: furor en la moda femenina del siglo XVIII
“Descubrí que tenía mucha suerte con la especulación”, escribió
más tarde Dexter, casi analfabeto (sin duda, quería decir
“especulación”). “Los especuladores me invadían como perros del
demonio”.
Pero
Dexter tampoco tenía reparos en utilizar trucos sucios para vender sus
productos. Una vez se jactó de comprar biblias al por mayor a “un 12%
menos de la mitad del precio” o 41 centavos cada una, y luego vendió
21.000 unidades en las Indias Occidentales mediante manipulación. “ Envié un mensaje de texto diciendo que todos ellos debían tener una Biblia en cada familia o si no irían al infierno
”, escribió, sin prestar mucha atención a la ortografía. Luego les dijo
a sus posibles compradores que si querían arrepentirse para ir al
cielo, sus capitanes estaban listos y esperando con un suministro
completo.
En cuestión de semanas, Dexter había recaudado libros sagrados por un valor de 47.000 dólares.
Llámame 'Señor'
A
finales del siglo XVIII, Dexter se había consolidado como el excéntrico
por excelencia no solo de Newburyport, Massachusetts, sino de todos los
estados del Este. Las historias sobre su riqueza y sus travesuras
circulaban mucho más allá de su ciudad costera; aunque Dexter no creía
en la atención “mala”, la atraía en masa.
Anhelaba,
más que nunca, ser aceptado como un caballero noble y rico, pero sus
acciones levantaron un muro de piedra entre él y aquellos a quienes
imitaba. Para los aristócratas, Dexter apestaba a mal gusto y falta de
educación, y sus sospechas se vieron confirmadas por las payasadas del
hombre.
Dexter
solía repintar las inscripciones de sus estatuas (de vez en cuando,
disfrutaba mucho reescribiendo la historia). Una vez, un pintor
desafortunado escribió “Declaración de Independencia” debajo de la
estatua de Thomas Jefferson; Dexter le exigió que lo corrigiera a
“Constitución” (una atribución incorrecta). Cuando el pintor insistió en
que su propia inscripción era la correcta, Dexter sacó su rifle largo y
le disparó, fallando por poco. “Constitución”, repitió de nuevo, con un
tono solemne. Esta vez, su pintor le hizo caso.
Emulando
a sus vecinos ricos, compró una lujosa biblioteca de libros, pero nunca
se entregó a la lectura durante más de diez minutos seguidos; después
de enterarse de la pasión de la nobleza inglesa por las pinturas, ordenó
a un sirviente que reuniera una brillante colección y "no se dio
descanso hasta que comenzó una galería".
Mientras
buscaba el respeto de la clase alta, Dexter se rodeó de los personajes
más excéntricos y excéntricos que pudo encontrar, probablemente las
únicas personas dispuestas a hacerse amigas de él.
Entre
ellos se encontraba un tal John P., un hombre de familia respetable
que, tras ser rechazado como maestro de escuela, se convirtió en un
paria y abrió su propia escuela. Era un hombre de “contradicciones
perpetuas” que impartía estoicamente sabiduría “científica” a sus
alumnos sin ningún conocimiento o formación sobre el tema. Rápidamente
se convirtió en el mejor amigo y motivador de Dexter.
Entabló
una amistad similar con Madam Hooper, una rica viuda local convertida
en adivina que, entre otras cosas, le daba a Dexter consejos
astrológicos a cambio de té.
El
caso más famoso es el de Dexter, que, imitando al rey de Inglaterra,
contrató a su propio poeta laureado: un desventurado joven de 20 años
que había encontrado en el mercado vendiendo fletán en una carretilla.
Tras enterarse de que los grandes poetas italianos eran coronados con
muérdago, Dexter le preparó a su nuevo letrista una corona de perejil
(lo único que tenía en su jardín en ese momento) y lo obligó a escribir y
recitar poemas aduladores que elevaban su propia autoestima:
Sin
embargo, los poemas no satisfacían la necesidad de adulación de Dexter.
A menudo, recorría las calles de los pueblos vecinos y detenía a los
desconocidos para preguntarles si conocían al “hombre más grande del
Este”. Independientemente de la respuesta de su víctima, Dexter relataba
de forma dramática su propia historia fantasiosa y autocomplaciente.
Pronto
se declaró a sí mismo "Lord" e insistió en que sus guardias, sirvientes
y miembros de la tripulación se refirieran a él como tal. A esa altura,
acostumbrados a sus payasadas, no le hicieron preguntas: se convirtió
en Lord Timothy Dexter.
Pero
Dexter no era tonto: a pesar de toda la adulación forzada, todavía
podía sentir que sus compañeros no lo respetaban, y eso lo molestaba
mucho. Entonces, en un momento de “complejo de Dios”, Dexter decidió
fingir su propia muerte. Al hacerlo, esperaba ver qué pensaba realmente
el público sobre él.
Sus
preparativos comenzaron con una tumba, una habitación grandiosa y bien
ventilada que ocupaba todo el sótano de una elegante casa de verano.
Luego, el bromista contrató al mejor ebanista de Massachusetts para que
fabricara un ataúd con la mejor madera de caoba disponible, tan fina
que, una vez terminado, Dexter durmió en él durante varias semanas con
gran comodidad y satisfacción.
Una
vez que la logística de la prueba estaba lista, Dexter reclutó a
algunos de sus hombres de confianza para organizar un funeral simulado y
difundir pequeñas tarjetas con la noticia de su muerte entre la
comunidad. Su esposa y sus dos hijos fueron informados de la farsa y él
les exigió que “actuaran como corresponde”, es decir, que lloraran y
parecieran completamente angustiados por su partida.
El
día de la ceremonia acudieron unas 3.000 personas. Fue un gran
acontecimiento, en el que sólo se sirvieron los vinos más selectos y los
licores más exóticos. Desde debajo de una tabla de madera, Dexter
observó la escena con regocijo. Todo parecía ir sobre ruedas: su hijo
estaba “suficientemente borracho como para llorar sin mucho esfuerzo” y
su hija tenía la cabeza enterrada entre las manos. Entonces, en un
momento de pánico, Dexter vio a su esposa, sonriente y sin lágrimas.
Se
acercó a ella en secreto en la cocina y luego la “azotó” cruelmente por
su falta de esfuerzo, lo que provocó una gran conmoción. Cuando los
demás invitados entraron en la habitación, fueron recibidos por el
supuestamente muerto Dexter, que ahora lucía una sonrisa de oreja a
oreja. El idiota in fraganti procedió entonces a salir de juerga con sus
dolientes, como si todo el truco nunca hubiera sucedido.
“Un aprieto para los que saben”
Lord
Timothy Dexter sabía que para alcanzar su objetivo final —la
inmortalidad— tendría que seguir los pasos de todos los grandes hombres
que lo precedieron y publicar unas memorias.
A
pesar de su total falta de conocimientos (o de interés) por la
escritura y la caligrafía, se propuso componer una obra que superara en
ingenio a Shakespeare y rivalizara con la erudición de Milton. Su título
provisional (que, por supuesto, no tenía ningún sentido): “Un encurtido
para los que saben, o verdades sencillas con un vestido sencillo”. El
libro tenía terribles errores ortográficos y carecía por completo de
puntuación (no había puntos, comas, guiones ni punto y coma); era
simplemente un revoltijo de textos casi incomprensibles.
Aunque
es probable que sus errores gramaticales fueran resultado de la falta
de educación de Dexter, es probable que exagerara sus errores para
burlarse de quienes lo excluían. “Desconfiaba de cualquiera que tuviera
educación universitaria y le gustaba restregárselo en la cara”, afirma el historiador literario Paul Collins. “Decía: ‘Yo también tengo dinero para publicar libros y puedo hacer lo que quiera’”.
He
aquí, por ejemplo, la primera página de “A Pickle…”, en la que Dexter
se proclama “el primer Lord en los Estados Unidos de América” (nótese la
falta de ortografía de “George Washington” a pesar de su idolatría por
el hombre):
Dexter
se dio cuenta de que la mayoría de los nobles de Inglaterra no vendían
sus libros, sino que los regalaban para aumentar el número de lectores;
él hizo lo mismo y se puso de pie al costado del camino para repartir
ejemplares a los transeúntes. Con el tiempo, su obra maestra fue
apreciada, si no por su mérito, al menos por su naturaleza de absoluta
rareza.
La
demanda fue tan alta que se imprimió una segunda edición. Esta vez, a
instancias de su editor, Dexter incluyó una página entera de signos de
puntuación al final, con una instrucción sencilla para el lector:
“Ponles sal y pimienta a tu gusto”.
Casi
un siglo después, Dexter siguió recibiendo elogios entusiastas, aunque
no casi satíricos, por su trabajo. En una copia de 1890 de The Atlantic Monthly , el autor Oliver Wendell Holmes relata sus pensamientos sobre la capacidad literaria de Dexter:
“Me
temo que el señor Whitman y el señor Emerson deben ceder el derecho de
declarar la independencia literaria estadounidense a Lord Timothy
Dexter, quien no sólo enseñó a sus compatriotas que no necesitan ir al
Herald’s College para obtener sus títulos nobiliarios, sino también que
tenían perfecta libertad para disipar sus ideas a su antojo y escribir
sin preocuparse por ningún tipo de puntuación.”
Dexter
se había propuesto “mostrar a la humanidad un ejemplo de genio
universal difícilmente igualable en la historia del intelecto humano” y,
de una forma u otra, lo había logrado.
Todos los grandes hombres mueren
El
26 de octubre de 1806, apenas unos años después de publicar su libro,
Lord Timothy Dexter falleció silenciosamente, esta vez, de verdad.
"Es
un trabajo duro ser un Lord", escribió una vez, y su vida no fue una
excepción: había bebido grandes cantidades de vino y licor, había
contraído varias enfermedades debido a sus extensos viajes y, en más de
una ocasión, había jugado su vida en aventuras temerarias.
En
los últimos días de su vida, Dexter trató de expiar sus errores e
intentó enmendar sus pecados mediante la generosidad de su testamento:
su patrimonio se dividió en partes iguales entre sus hijos, su esposa y
sus amigos, y nadie quedó insatisfecho. Después de que un fuerte
vendaval derribara la mayoría de sus estatuas de madera en 1815, se
vendieron en subasta. Una vez que Dexter las compró por 2.000 dólares
cada una, alcanzaron sumas desorbitadas: entre 50 centavos y 5 dólares.
En
un último acto de la sociedad para excluir a Dexter de sus asuntos, la
Junta de Salud de Newburyport rechazó su solicitud de ser enterrado en
la tumba que había preparado años antes, con el argumento de que no era
higiénica. En cambio, el Señor fue enterrado en un pintoresco cementerio
en las colinas, donde el pasto de trigo rápidamente envolvió su lápida.
***
Hoy
en día, los pocos que conocen a Lord Dexter tienen opiniones divididas
sobre él: algunos lo llaman “grotesco e idiota”, mientras que otros lo
elevan a la categoría de “genio”. En el Dictionary of American Biography
, una colección de “grandes hombres”, el autor Francis Drake aclara que
Dexter era un hombre que “carecía de ese tipo de prudencia que tan
frecuentemente oculta las malas cualidades y resalta las buenas”.
Aun
así, parece haber algo honorable en el absoluto desprecio de Dexter por
la normalidad: aunque buscó incesantemente el reconocimiento de la
clase alta, nunca dejó de hacer las cosas a su extraña manera.
“Dexter tenía un estilo propio que no deseaba copiar ni permitir que se copiara”, escribió
el biógrafo Samuel Knapp, unas décadas después de su muerte. “En
resumen, era una excepción viviente a todas las reglas generales y una
contradicción viviente a todas las máximas de la sabiduría humana”.
Nació en Buenos Aires, el 18 de diciembre de 1822, y era descendiente de una vieja familia porteña. Su apellido vasco de iri “villa” y goien, “extremidad”, “altura”, “en la parte superior”, se escribe con i inicial y no con y, pues es la grafía que consideran correcta los más autorizados especialistas. Fueron sus padres Fermín Francisco de Irigoyen, y María Loreto de Bustamante. Hizo sus estudios en la ciudad natal, y desde temprano reveló condiciones intelectuales excepcionales.
En 1843, a los 21 años, se graduó de doctor en jurisprudencia en la Universidad de Buenos Aires, con una tesis titulada Disertación sobre la necesidad de reformar el actual sistema legislativo, siendo una de las primeras iniciativas encaminadas a sustituir la legislación española que todavía se aplicaba en el país. Poco después, practicó en el estudio del doctor Lorenzo Torres, uno de los más acreditados de la ciudad, e ingresó en la Academia de Jurisprudencia, de la cual llegó a ser prosecretario, por elección de sus miembros.
Comenzó la carrera diplomática con un cargo de oficial en la legación argentina en Santiago de Chile. Llevaba como misión principal la de promover negociaciones sobre las cuestiones de límites existentes entre ambos países, en la zona del estrecho de Magallanes, puntos debatidos sin llegar a ningún resultado concreto. Sin embargo, prestó importantes servicios, y desempeñó con corrección y eficacia sus funciones jurídicas y diplomáticas. Diversos testimonios de aquel entonces afirman que en Chile, el joven funcionario alternó intensa y cordialmente con los exiliados argentinos, muchos de los cuales le tuvieron un gran aprecio.
En 1846, al ser retirada la Legación Argentina, pasó a Mendoza donde tuvo una prolongada permanencia, contribuyendo espontáneamente a la defensa de la ciudad durante el gobierno de Alejandro Mallea. Prestó importantes servicios al detener el avance de la montonera rebelde, y su actitud mereció que el pueblo de Mendoza le tributara su aprecio y gratitud, despidiéndolo con un elocuente discurso Guillermo Rawson. Una resolución legislativa del 23 de marzo de 1850, lo declaró “ciudadano mendocino con los goces y preeminencias de natural del país, conforme a nuestras leyes provinciales”. Antes de su retiro, el gobernador Mallea le encargó la redacción de un informe sobre la reforma de la provincia, en sus diferentes ramas de gobierno, principalmente, de carácter administrativo y legislativo, que produjo resultados beneficiosos para las instituciones locales. Esos trabajos le señalaron como firme candidato para reemplazar al gobernador Mallea, siendo lanzada su candidatura en tal sentido, pero regresó a Buenos Aires como lo había solicitado.
En 1851, fue encargado de recopilar los antecedentes históricos sobre los cuales se basaría la defensa de los derechos argentinos respecto del estrecho de Magallanes, y de las reglas que debían utilizarse para regir la navegación en sus aguas, en concordancia con el Derecho Internacional. Asimismo, estudió los problemas pendientes con la Santa Sede sobre el derecho de patronato, y se le comisionó para efectuar el arreglo de una reclamación extranjera entablada por los herederos del ciudadano estadounidense Halsey. Pero estas tareas delicadas, fueron superadas porque su figura sobresalía como la de un ciudadano de relieve y de opinión influyente.
Derrocado Juan Manuel de Rosas, Urquiza lejos de desechar sus servicios le encomendó, el 28 de febrero de 1852, la misión de recorrer las provincias del interior del país, para llevar su mensaje e invitar a los reacios gobernadores y caudillos a contribuir a la organización nacional. A su capacidad y esfuerzo se debieron las primeras negociaciones que condujeron al Acuerdo de San Nicolás, antecedente fundamental de la Constitución de 1853.
Terminada con éxito su misión, a su regreso, cuando el director provisional de la Confederación había disuelto la Legislatura, formó parte durante poco tiempo, del Consejo de Estado, nombrado por Urquiza en 1852. Tuvo influencia personal en el gabinete, y entre otras importantes resoluciones, propuso la abolición de la pena de muerte por delitos políticos y la confiscación de bienes por cualquier clase de delito. Luego declinó su candidatura a diputado, y la secretaría del Congreso Constituyente próximo a reunirse, que le ofreciera Urquiza, retirándose transitoriamente de la vida pública.
Al producirse la revolución del 1º de diciembre de 1852, encabezada por el general Hilario Lagos, pasó a Montevideo donde residió por algún tiempo. Se mantuvo alejado de la política hasta 1856, dedicado a negocios particulares de carácter comercial en campos y haciendas. Abrazó con éxito el ejercicio de su profesión y su bufete se convirtió en uno de los primeros de Buenos Aires. Fue abogado y consejero de una parte principal del comercio nacional y extranjero. Tuvo a su cargo una brillante defensa en una causa que trataba de la confiscación de unos armamentos dirigidos al Paraguay y de seis cargamentos de yerba mate salidos de aquella república después de la declaración de guerra de 1865.
En 1860, fue elegido convencional de la Asamblea convocada por la provincia de Buenos Aires para estudiar la reforma de la Constitución Nacional. Su mediación en los debates que se suscitaron entonces, revelaron su talento de hombre de elocuencia excepcional. Al año siguiente, declinó un ministerio nacional que le ofreció el presidente Derqui, como en 1866, la legación de Chile que quiso confiarle el presidente en ejercicio, doctor Marcos Paz. Entonces fue llamado a integrar como vocal la Junta de Crédito Público Nacional, en cuyo organismo desarrolló durante dos años una labor fecunda.
En 1869, a propuesta del Senado se le designó fiscal del Superior Tribunal de Justicia, puesto que rechazó por razones de índole privada. Poco después, debió ocupar las funciones de conjuez de la Corte Suprema para dirimir la divergencia planteada entre sus miembros sobre si las provincias debían comparecer ante la misma, decidiendo por la afirmativa.
Hacia 1870, Sarmiento lo designó procurador del Tesoro Nacional, y en su administración fue vicepresidente de la Exposición Nacional realizada en Córdoba. En ese mismo año, fue elegido diputado a la Legislatura de Buenos Aires, en la que tomó parte en las más importantes cuestiones debatidas, destacándose especialmente, en la discusión entablada con motivo del proyecto de ley suprimiendo la pena de muerte,.
Fue también vicepresidente del Crédito Público. En 1872, se le eligió senador por Buenos Aires, siendo nombrado poco después vicepresidente de ese alto cuerpo. Actuó además, como miembro de la Convención reformadora encargada de revisar la Constitución bonaerense. Integró la comisión redactora del sistema municipal, pronunciando en la Cámara magistrales discursos, que acentuaron su prestigio de parlamentario avezado.
Monumento al Dr. Bernardo de Irigoyen, Plaza Rodríguez Peña, Buenos Aires
Ocupó una banca en el Congreso de la Nación en 1873, y participó de los debates que dieron lugar la ley electoral. En ese año, fue miembro del Consejo de Instrucción Pública provincial. En 1874, rechazó el ofrecimiento que le hizo el doctor Nicolás Avellaneda de la cartera del Ministerio de Relaciones Exteriores, lo mismo que la Legación en Río de Janeiro, retirándose de la política. Al año siguiente, la Cámara de Diputados lo eligió por unanimidad de votos, su presidente, y entonces fue, cuando cediendo a la insistencia de hombres como Leandro N. Alem, Nicolás Avellaneda, Adolfo Alsina, Carlos Pellegrini y Aristóbulo del Valle, aceptó el cargo de ministro de Relaciones Exteriores, en momentos en que el país atravesaba por una situación delicada respecto de varios países limítrofes.
Bernardo de Irigoyen supo imponerse a las dificultades, justificando plenamente la elección que había recaído en su persona. En 1876, hubo de actuar en un conflicto suscitado por la intervención que el gobierno de Santa Fe tomó contra la sucursal local del Banco de Londres. En esa oportunidad, fue receptor de una amenaza inaudita que provino del abogado del Banco de Londres, Manuel Quintana, quien le previno en nombre de su Majestad Británica, que para hacer respetar los derechos del banco una cañonera inglesa había salido hacia Rosario. Aunque esto haya sido no más que un grave exceso emotivo, ya que la amenaza no se concretó ante la altiva protesta de Irigoyen, lo importante fue la doctrina que esbozó en su trabajo: La Soberanía nacional y la protección diplomática de las acciones al portador, el cambio de cartas que se produjo entre él y el encargado de negocios inglés. A la presentación de éste, en el sentido de que el gobierno nacional debía intervenir ante la provincia a los fines de que cesara en su accionar sobre el Banco, el canciller argentino respondió negativamente sosteniendo que las sociedades anónimas carecían de nacionalidad, y no les correspondía, en modo alguno, la protección diplomática. En ese año, negoció con éxito los tratados de paz y límites con el Paraguay y el Brasil, que resolvieron múltiples cuestiones emergentes de la terminación de la guerra de la Triple Alianza. Inició también las negociaciones con Chile por las cuestiones de límites que se hallaban pendientes por aquel Estado y después de largas y difíciles gestiones, logró sentar las bases de un tratado preliminar de los plenipotenciarios que fue firmado en Buenos Aires, el 18 de enero de 1878, por Diego Barros Arana y Rufino de Elizalde.
Al reorganizare el gobierno en 1877, el doctor Irigoyen ocupó el ministerio del Interior, desenvolviendo una política constructiva en beneficio del país. Cuando abandonó ese alto cargo, fue elegido vicepresidente en 1878, del Comité Patriótico, organizado para sostener los derechos de la República en la cuestión de límites con Chile. Con tal motivo, presidió una gran conferencia pública efectuada en el Teatro Colón, el 25 de mayo de 1879.
Al verse la posibilidad de producirse un gran conflicto en 1880, con el Uruguay, el presidente Avellaneda, lo designó ministro plenipotenciario y enviado extraordinario ante el gobierno de Montevideo, logrando pleno éxito en sus gestiones. En ese mismo año, no quiso aceptar la candidatura que le fue ofrecida para la Presidencia de la República. Nuevamente fue ministro de Relaciones Exteriores y Culto, en el gobierno del general Roca, y a su talento diplomático se debió que se conjurase un conflicto armado con Chile, por cuestiones limítrofes. En 1881, llevó a feliz término la vieja cuestión con ese país, al firmarse el tratado fundamental de límites sobre las bases que propusiera cinco años antes. Expuso con brillo y resonancia los principios del Derecho público americano que actualmente han sido reconocidos por la doctrina uniformemente. Resuelta la cuestión chilena, en 1882, el presidente Roca lo nombró ministro del Interior, en cuyo cargo realizó obras de interés público.
En 1885, se decidió finalmente a dejarse proclamar candidato popular a la primera magistratura del país, Renunció como ministro, y se dedicó enteramente a la campaña electoral por el Partido Autonomista. El general Roca impuso en las elecciones a su candidato, el doctor Miguel Juárez Celman. Irigoyen entonces, se retiró de toda actividad pública, en 1886.
Se lo consideraba definitivamente alejado de la vida pública, cuando resultó que el viejo estadista compartía los ideales de la nueva generación revolucionaria. En 1889, prestó su apoyo moral a la organización de la Unión Cívica.
Estuvo en la rebelión de 1890, y después de la caída de Juárez Celman perteneció a la junta consultiva de la Unión Cívica. En 1891, la convención de este movimiento político, reunida en Rosario, proclamó la fórmula presidencial Mitre-Irigoyen, para el período 1892-1898. Pero el general Mitre llegó a una transacción con el general Roca, y entonces –frente al cisma producido dentro del movimiento cívico- Irigoyen se declaró contra la política de los acuerdo, y pasó a las filas del naciente radicalismo.
En 1892, la Convención de la Unión Cívica Radical que acababa de separarse de la Unión Cívica, votó su candidatura a la Presidencia de la República por aquel partido. Al año siguiente, el presidente Sáenz Peña lo desterró a Montevideo.
Representó a la nueva fracción en el Senado de la Nación, y en 1894, desde su banca de senador interpeló al ministro del Interior, doctor Quintana, con un discurso magnífico por su estilo y de alta significación por su trascendencia nacional. Tratábase en aquel entonces, de la imposición del estado de sitio en ciertas partes del territorio argentino, así como la intervención federal en algunas provincias, medidas arbitrarias de acuerdo con el sentir del estadista. La interpelación dio por resultado la crisis de gabinete, formulando la minuta de amnistía, que provocó la renuncia del presidente Sáenz Peña.
Desempeñó la senaduría hasta 1898, en que resultó electo gobernador de la provincia de Buenos Aires, cuyos destinos rigió hasta 1902, y su gestión mereció general aprobación. En 1899, formo parte de la Junta de Notables, argentinos y chilenos, nombrada para solucionar las diferencias sobrevinientes.
Al término de su período de gobierno, en 1902, fue elegido senador nacional por la provincia de Buenos Aires, tomando parte en los principales debates. Se recuerda aquél donde interpeló al entonces ministro de Relaciones Exteriores y Culto, doctor Manuel Augusto Montes de Oca, en cuya ocasión no se supo qué admirar más, si la sabiduría o su experiencia, o el respeto y la pericia con que el joven canciller, cincuenta años menor, contestó a su eminente antagonista Retuvo la banca senatorial hasta el momento de su muerte.
En su larga vida recibió distinciones de importancia, como la de académico titular y luego honorario de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, académico honorario de la Facultad de Filosofía y Letras, miembro honorario de la Academia Internacional de Ciencias Industriales, de Madrid, y de otras instituciones científicas y sociales. Fue Caballero Gran Cruz de la Real Orden Española de Isabel la Católica; Gran Cruz de la Orden Imperial de la Rosa, del Brasil; y Gran Cruz de la Orden del Santo Sepulcro.
La desaparición del ilustre estadista ocurrió en Buenos Aires, el 27 de diciembre de 1906, a los 84 años de edad, ocasionando su deceso un verdadero luto nacional. Se había casado con Carmen de Olascoaga.
El diario “La Prensa” estampó en sus columnas que “La República acaba de perder a uno de sus hijos más eminentes, a uno de sus ciudadanos más virtuosos, a uno de sus servidores más leales”. Otro prestigioso periódico, “La Nación”, dijo que “Don Bernardo de Irigoyen fue uno de los grandes señores de la República”, y en otra oportunidad, agregó que fue “el señorial representante de la cultura porteña, el carácter más blando, más suave y más accesible de nuestro escenario político”.
Los poderes públicos de la Nación y de las provincias le decretaron los más altos honores. En el acto del sepelio hablaron para despedir sus restos, el ministro del Interior, doctor Manuel A. Montes de Oca, en nombre del gobierno Nacional; el ministro de Gobierno de la provincia de Buenos Aires, doctor Emilio Carranza; el presidente del Senado, Benito Villanueva; el doctor Adolfo Saldías, por la Cámara de Diputados; el ministro de Instrucción Pública, doctor Federico Pinedo, y el doctor Francisco A. Barroetaveña.
El Congreso de la Nación sancionó la erección de su monumento en nuestra ciudad, como gran ciudadano de la República, siendo inaugurado en la esquina de Callao y Paraguay, en la plaza Rodríguez Peña, el 27 de diciembre de 1933, obra del escultor Mariano Beulliure. En ese acto pronunciaron discursos, los doctores Vicente C. Gallo, Mariano de Vedia y Mitre y Leopoldo Melo. Una calle de la ciudad y una escuela llevan su nombre.
Bernardo de Irigoyen fue una figura representativa y consular en los tiempos de la organización nacional, y durante las décadas que le siguieron. Su larga y activa vida abarcó diversas etapas dentro de la historia argentina, en todas las cuales desempeñó un papel de hombre de confianza y de consejo, de intermediario hábil y de negociador de dones sobresalientes. Mantuvo siempre una limpia línea de conducta personal y un concepto elevado de sus funciones como servidor del Estado y como ciudadano.
Acerca de su personalidad pronunciaron juicios altamente elogiosos hombres de ideas y tendencias tan encontradas como Urquiza, Sarmiento, Rawson, Pellegrini, Avellaneda y Roca. Era de estatura mediana, de semblante pálido, ojos serenos, labios delgados, y en su cara lucían patillas de gentilhombre inglés.
Escribió alrededor de cuarenta trabajos, entre defensas, informes, discursos, etc., que se publicaron en forma de folletos y libros. En otro orden sobresalen, un breve ensayo sobre Recuerdo del general San Martín, en el “Archivo Americano” (1951), reproducido después en “La Revista de Buenos Aires” (1863); Recuerdos de don Bernardo Monteagudo; Delfín Gallo, Apuntes Biográficos (1890); Colonización e Inmigración en la República (1891). En uno de sus escritos utilizó el seudónimo de “Unos Argentinos”.
Fuente
Amadeo, Octavio R. – Vidas Argentinas – Buenos Aires (1957). Cutolo, Vicente Osvaldo – Nuevo Diccionario Biográfico Argentino, Buenos Aires (1971). De Vedia y Mitre, Mariano – Bernardo de Irigoyen – La Nación, diciembre (1933). Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado. Gómez, Antonio F. – Notas biográficas del Dr. Bernardo de Irigoyen, Epoca de Rosas – Buenos Aires (1907). Portal www.revisionistas.com.ar
Colin McIntyre, fallecido a los 85 años, fue el primer editor del servicio de teletexto de la BBC, Ceefax. Cuando los ingenieros de la BBC inventaron un sistema mediante el cual se podía ocultar texto en líneas sobrantes de una señal de televisión, McIntyre dio vida a la idea proporcionando información sobre noticias, clima, viajes, deportes, precios de acciones, guías de programas y demás. Lo que, según sus palabras, comenzó como "una operación de hilo y lacre" se desarrolló de tal manera que atrajo a 22 millones de espectadores por semana y estableció el estándar para los servicios de teletexto en todo el mundo. Ceefax sigue siendo popular en las zonas restantes de Gran Bretaña que aún no han cambiado a la recepción de televisión digital.
McIntyre nació en Buenos Aires, Argentina, donde su padre, que había emigrado de Escocia, dirigía una fábrica de algodón. Fue educado en St George's College en Quilmes y dejó Argentina para ir al Reino Unido a los 18 años para unirse al esfuerzo de la Segunda Guerra Mundial, comisionado en el antiguo regimiento de su padre, la Guardia Negra. No participó en ninguna acción de guerra, pero sirvió con los Lovat Scouts en Grecia en 1946 y con la 6.ª División Aerotransportada en Palestina. Durante este período escribió poesía y algunos de sus poemas fueron publicados en antologías. Cuando dejó el ejército, estudió inglés en la Universidad de Harvard, donde conoció a su futura esposa, Field.
En 1952 McIntyre se unió a la BBC y fue uno de los subeditores jefe más jóvenes de la sala de redacción del Servicio Mundial. Ascendió hasta convertirse en corresponsal de la BBC en la ONU en 1956, cubriendo las crisis de Suez y Hungría. En 1965 se convirtió en director de publicidad de la televisión de la BBC y luego en ejecutivo de promociones de programas, antes de lanzar Ceefax en 1974.
McIntyre trabajó solo al principio, escribiendo y actualizando sólo 24 páginas. Su filosofía era que Ceefax no debería sólo atender al adicto a las noticias, sino que debería adaptarse al "espectador que no consulta sus piscinas hasta el martes, al hombre que quiere información sobre vías navegables o al cinéfilo que quiere los detalles de una lista de reparto". Investigó todos los aspectos del nuevo medio: uso del color, tamaño de fuente, presentación y diseño. Le apasionaba el diseño y lo veía como una parte integral de la comunicación misma.
A sus numerosos visitantes describiría Ceefax como una "radio impresa" o "una bicicleta en la era tecnológica". Luego, su personal la apodó "bicicleta impresa". Sus colegas recuerdan que no era demasiado respetuoso con la burocracia de la BBC. Insistió en reclutar desde afuera y a aquellos cuyo éxito en la entrevista se retrasaba mientras eran examinados por seguridad, les escribía: "Tienes el trabajo, siempre que no seas miembro de las Juventudes Hitlerianas".
Cuando se jubiló anticipadamente en 1982, contaba con 20 empleados. Se fue para escribir Monumentos de guerra: cómo leer un monumento a los caídos (1990), seguido de La Segunda Guerra Mundial en el mar (1990). Había sido un miembro activo del Partido Laborista desde una edad temprana, aunque desertó al SDP y a los demócratas liberales en la década de 1980 antes de regresar al Partido Laborista en 1993. Fundó la Capilla Ceefax del Sindicato Nacional de Periodistas.
A McIntyre le sobreviven Field, sus hijas Wayne, Mithra y Miranda, su hijo Angus, siete nietos y un bisnieto.
• Colin Ian McIntyre, editor, nacido el 27 de enero de 1927; murió el 17 de mayo de 2012
Rey de Suecia, 1697-1718. “León del Norte”. Sucedió a su padre, Carlos XI, dos meses antes de cumplir 15 años. Desde su más tierna infancia, estuvo fascinado por todo lo militar, de una manera que le recordaba a su béte noir de toda la vida, Pedro I. La temprana muerte de su padre guerrero alentó a los enemigos de Suecia a subestimar al nuevo niño-rey y tratar de tomar medidas políticas y ventaja militar de su inexperiencia. Impetuoso y testarudo, Carlos XII heredó un ejército sueco magníficamente profesional, aunque no había librado una batalla desde su victoria en la Guerra de Escania (1674-1679). Lideró esta fuerza contra un ataque coordinado danés, polaco y ruso que inició la Gran Guerra del Norte (1700-1721). Se benefició enormemente de las sabias decisiones de retener a los generales de su padre, sobre todo Karl Gustaf Rehnsköld, y ampliar el ejército de 65.000 a unos 75.000 hombres. Rápidamente derrotó a los daneses en 1700 al desafiar un desembarco en la isla de Zelanda que amenazaba a Copenhague. Inmediatamente se volvió y humilló a los rusos y a su zar en Narva (19 y 30 de noviembre de 1700). A partir de entonces, giró hacia el sur, hacia Polonia, en contra del vehemente consejo de sus principales asesores, la mayoría de los cuales decían que debería acabar primero con Pedro y Rusia y que también temían lo que pensaban que era el mayor poder de la Commonwealth polaca. En cambio, Carlos depuso al rey polaco, Augusto II, y nombró a su propio candidato, Estanislao I, en el trono.
A lo largo de este primer período, sus instintos como guerrero en la gran tradición de la Casa de Vasa amplificaron el profesionalismo central del Ejército que heredó. Por muy bueno que fuera el ejército, se trataba de un monarca joven que amaba demasiado la guerra para un estado pequeño con una economía y una base poblacional incapaz de sostener el conflicto durante el tiempo necesario para cumplir sus ambiciones extremas. Carlos era un rey inusualmente puritano, incluso para un pueblo protestante tan espartano como los suecos del siglo XVIII. Desdeñaba el alcohol, por ejemplo, en profundo contraste con el libertinaje regular y perverso que permitía su gran enemigo Pedro de Rusia. Karl también se negó a usar la peluca obligatoria de caballero y prefirió vestir con un uniforme azul sencillo que renunciaba al encaje u otras decoraciones. Su vestimenta no era ninguna afectación. Era un tipo de uniforme práctico nacido de un hábito y una preferencia que reflejaba su único interés real en la vida adulta: hacer la guerra.
Carlos XII sólo era feliz montado y en campaña para defender o expandir el Imperio sueco. Después de abandonar Estocolmo al comienzo de la Gran Guerra del Norte en 1700, pasó los siguientes y últimos 18 años de su vida en una campaña u otra. Por lo general, lideraba desde el frente, un hecho muy elogiado por su valentía y ampliamente criticado como imprudente. Su comportamiento compulsivo de guerrero parecía alejandrino a los admiradores de entonces y de entonces, pero no se parecía al de ningún otro monarca europeo contemporáneo. La mayoría de sus pares soberanos y reyes y barones menores estaban ocupados construyendo cómodos palacios de Versalles en miniatura en una emulación barroca de Luis XIV, o estaban ellos mismos en guerra con el "Grande Monarque". Una explicación de sus tácticas es que funcionaron, al menos hasta que dejaron de hacerlo. Más fundamentalmente, surgieron de una cultura militar sueca agresiva y de larga data de “gå på” (“¡A ellos!”). Este enfoque de la guerra permitió a las fuerzas suecas derrotar repetidamente a ejércitos rusos, polacos y sajones mucho más grandes. Las tácticas suecas enfatizaron las sorprendentes cargas de caballería e infantería. Estos últimos a menudo se hacían con Karl o sus comandantes exhortando a los hombres a no disparar sus mosquetes sino a usar sus bayonetas, espadas y picas.
Una de las principales razones del extraño comportamiento de Karl en los niveles operativo y estratégico es que estaba obsesionado con las personalidades de sus enemigos, primero Augusto y más tarde Pedro, contra quienes enfureció, conspiró e hizo la guerra sin la debida consideración de otros factores importantes. Le habría venido bien, por ejemplo, estudiar la política polaca y lituana. En lugar de ello, incapaz de comprender la dinámica interna de sus enemigos, intervino en la caótica guerra civil entre Polonia y Lituania y cometió el grave error de apoyar a la detestada facción Sapiehas. Si hubiera estudiado geopolítica y gran estrategia, tal vez no habría esperado para atacar a Pedro en Moscú, proporcionando a ese inteligente zar los años vitales que necesitaba para recuperarse de Narva, reformar el ejército ruso y fortalecer su Armada y su nueva capital. Pero Carlos no haría las paces en Polonia a menos que Augusto fuera expulsado para siempre de esa tierra. Esto abrió la puerta a Peter para hacer una alianza con la szlachta lituana en la retaguardia estratégica de Karl una vez que Augustus ya no pudo defenderlos de las depredaciones y contribuciones suecas. Carlos tampoco pudo decidirse a hacer las paces con Rusia mientras todavía estaba gobernada por Pedro, ni negarse a sí mismo la tentación de invadir y castigar al zar.
Lleno de un odio personal hacia Pedro que Marlborough notó cuando conoció al rey sueco, Karl invadió Rusia en 1708. Estuvo a punto de capturar a Pedro, pero luego Karl giró hacia el sur por segunda vez y finalmente marchó hasta Ucrania en busca de sus aliados cosacos. así como comida y forraje para sus hombres hambrientos. En junio de 1709 fue herido en un pie y pronto quedó postrado con fiebre alta. Incapaz de montar ni montar, lo transportaron en camilla. Al carecer de armas, suministros o suficientes hombres, decidió atacar el campamento ruso en Poltava (27 de junio/8 de julio de 1709). Como resultado, perdió todo su ejército y, con el tiempo, su imperio. Dejó en los campos de Poltava 10.000 muertos y 14.000 más que fueron hechos prisioneros mientras su guardia personal lo llevaba al exilio forzoso.
Su aceptación inicial por parte de la Sublime Puerta finalmente se convirtió en un suave encarcelamiento en manos otomanas. Mientras estuvo en su campamento dentro de las fronteras otomanas, fue efectivamente un prisionero de las relaciones ruso-otomanas. Permaneció allí durante varios años, acampado a lo largo del río Dniéster, rogando al sultán que abriera un frente sur contra Rusia, mientras los numerosos enemigos de Pedro y Carlos en el norte atacaban los huesos cada vez más expuestos del Imperio sueco. Desesperado por cualquier esperanza o beneficio estratégico al permanecer más tiempo en el sur, y abalanzado sobre el sultán y hecho prisionero por él en 1714, a Karl finalmente se le permitió regresar al norte por una corte otomana cansada de sus intrigas y más cautelosa con las de Pedro. Viajó por tierra a través de Europa del Este para llegar finalmente a la Pomerania sueca. Para llegar allí, se vio obligado a viajar a través de Austria y Alemania, disfrazado con una peluca y un bigote postizo. Llegó justo a tiempo para defender Straslund del asalto, pero sólo hasta que se vio obligado a abandonar la fortaleza en diciembre de 1715.
Karl regresó a Suecia en el nuevo año, tocando su suelo por primera vez desde 1702. Formó un nuevo ejército, que incluía a muchos niños, con los restos de los recursos suecos. No se trataba de la misma fuerza profesional con la que había invadido Polonia, reprimido Sajonia y atacado Rusia. Dejando a un lado a esos enemigos más poderosos, Karl reanudó la campaña contra los daneses en Noruega. También estuvo involucrado en luchas con Hannover, Prusia y Sajonia. Atacó Noruega en 1717 y nuevamente en 1718. Sus ambiciones no se vieron empañadas por sus fracasos anteriores y sus años de exilio. Algo así como un berserker estratégico y táctico, contempló un plan para desplazar a los Estuardo del trono escocés como una forma indirecta de llegar a sus enemigos en Hannover, que ahora también reinaban en Gran Bretaña. Con sólo 36 años, fue asesinado el 30 de noviembre y 11 de diciembre de 1718, mientras miraba por encima de las murallas para observar a los zapadores cavar en zigzag hacia las obras danesas en el asedio de Fredrikshald (Fredriksten) en Noruega. La herida mortal fue provocada por una bala de mosquete que le atravesó la cabeza. No se sabe si la bala fatal fue disparada por un enemigo o si fue disparada de manera inepta por uno de los propios hombres de Karl.
Las guerras de Carlos XII, y especialmente su imprudente y obstinadamente perseguida invasión de Rusia y Ucrania, representaron una extralimitación imperial extraordinaria que paralizó a Suecia como gran potencia, y aseguró que perdiera su imperio báltico y sufriera una caída permanente de las filas de los las grandes potencias. Ninguno de esos hechos impidió que creciera un mito marcial en torno al supuesto virtuosismo de Karl en el campo de batalla que en ciertos aspectos sobrevive hoy. Es mejor adoptar una visión más equilibrada y estar de acuerdo en que, en ocasiones, Karl mostró verdadera brillantez táctica, como durante sus grandes campañas ofensivas de 1702-1706, pero también reconocer que Karl carecía de visión operativa y estratégica, y que su arrogancia y su Los odios personales insaciados finalmente dieron origen al desastre militar.
ALEGRE, DICHARACHERO, MUJERIEGO, AVENTURERO, MASÓN Y REPUBLICANO: LA VIDA DEL HERMANO DE FRANCISCO FRANCO
Ramón Franco tenía naturaleza rebelde: se vestía como árabe y hasta leía el Corán para escándalo de todos. Fue el protagonista excluyente de la hazaña del Plus Ultra, el primer avión que cubrió el trayecto entre España y la Argentina. Por Omar Lopez Mato – TN.com.ar Ramón Franco (2 de febrero de 1896 - 28 de octubre de 1938) tenía poco en común con su hermano, el generalisimo Francisco Franco Bahamonde. La gesta del Plus Ultra, la proeza aeronáutica de unir España con Buenos Aires, le había ganado un prestigio internacional a este piloto gallego nacido en Ferrol. Desde su infancia, Ramón era dueño de un carácter extrovertido, jovial y rebelde, muy parecido al de su padre, don Nicolás Franco Salgado-Araújo, intendente general de la Armada Española. Su madre, Pilar Bahamonde, una mujer severa y religiosa deseaba que el menor de sus hijos abrazara los hábitos, aunque finalmente Ramón optó por seguir la carrera de las armas, como sus hermanos Francisco y Nicolás (este último también llegó a general). Con el grado de teniente, Ramón fue destinado a servir en el Protectorado de Marruecos, donde se destacó por su don de mando y su coraje, casi tanto como su hermano Francisco, quien en esos años de guerras coloniales se ganó el apodo de “caudillo”.
Ramón Franco, el Chacal
La aviación era por entonces una actividad lindante con el suicidio pero entusiasmaba al joven Ramón. En 1920, fue destinado a la aviación militar y obtuvo su título de piloto. Su actuación durante la guerra del Rif le granjeó el aprecio de sus compañeros y subalternos, quienes lo apodaron “el chacal”. Intervino en más de 120 misiones sobre territorio enemigo. En esos días contrajo nupcias con Carmen Díaz Guisasola, una joven de muy buena familia de solo 19 años. Era costumbre entonces que los oficiales del ejército le pidiesen permiso al rey para casarse, trámite que Ramón obvió con la reprobación de sus superiores, del dictador Primo de Rivera y, desde ya, de su hermano Francisco. Ramón no dejaba pasar cada oportunidad para importunar a sus superiores, circunstancia que afianzó su fama de rebelde. Se vestía como árabe y hasta leía el Corán para escándalo de todos. Por entonces gestó una idea que se había inspirado en el vuelo a través del Atlántico Norte por Charles Lindbergh. ¿Por qué no hacer lo mismo uniendo España con América como lo había hecho Colón?
El proyecto Plus Ultra
Después de la dramática derrota en la batalla de Annual, se necesitaba una rápida rehabilitación del orgullo español y, a tal fin, Ramón Franco presentó este proyecto que fue acogido con entusiasmo por las autoridades, incluido Primo de Rivera y el mismísimo monarca. Para esta aventura, contaron con un hidroavión, el Dornier Wal, llamado “Plus Ultra”, una nave de origen italiano recientemente adquirida por la Armada española. Ramón Franco viajó acompañado por su amigo Julio Ruiz de Alda, el teniente de navío Juan Manuel Durán (quien no realizó el cruce del Atlántico) y el leal sargento mecánico Pablo Rada, hombre de confianza que había asistido al comandante Franco en muchísimas misiones y hasta lo ayudaría a escaparse de prisión diez años más tarde cuando la conspiración republicana de Cuatro Vientos… pero nos estamos adelantando. El Plus Ultra despegó del Puerto de Palos, como lo hiciera Colón casi cinco siglos antes. Su primera escala fue en Las Palmas de Gran Canaria, siguiendo a las islas de Cabo Verde y de Fernando Noronha, Pernambuco (Brasil), Río de Janeiro, Montevideo y finalmente Buenos Aires, donde fueron recibidos como héroes el 10 de febrero de 1926, después de haber recorrido 10.270 kilómetros en 51 horas de vuelo que le demandó 20 días de viaje. Este evento fue recordado con una estatua por iniciativa del presidente Marcelo T de Alvear, quien encomendó al escultor Agustín Riganelli una obra inspirada en la figura de Ícaro, que actualmente se ve sobre la Costanera porteña. El 5 de abril, los tripulantes fueron recibidos por Alfonso XIII, quien los condecoró en medio de una algarabía generalizada.
Ramón Franco, el proyecto Numancia y el héroe que se convirtió en rebelde
No contento en haberse convertido en un héroe nacional por esta proeza, propuso un vuelo alrededor del mundo como lo había hecho Elcano. Rápidamente se dio cabida a este proyecto llamado “Numancia” que terminó en un estrepitoso fracaso. El hidroavión cayó al mar y, para colmo, los tripulantes fueron rescatados por una nave británica. Llevado a España, Franco fue reprendido por las autoridades españolas pero este criticó duramente el apoyo insuficiente del gobierno. Primo de Rivera y el rey no aceptaron la postura de Franco y fue expulsado del ejército. Despechado, Ramón escribió un libro titulado “Águilas y Garras” que fue secuestrado por la policía antes de que pudiese repartirse. El héroe se transformó en rebelde y adhirió al movimiento republicano y a la masonería, además de evitar todo contacto con su hermano, quien quiso advertirle sobre los peligros del nuevo camino político que había abrazado. En una carta que le envió a Francisco, le advirtió: “Seguiré haciendo lo que quiero, que es lo que dicte mi conciencia, menos aristocrática y más ciudadana que la tuya”. Esta actitud beligerante le costó varias veces la prisión, especialmente cuando sublevó la base aérea de Cuatro Vientos (acompañado por Ignacio Hidalgo Cisneros, bisnieto del último virrey del Río de la Plata) y hasta llegó a amenazar con bombardear al Palacio Real, aunque finalmente solo arrojó panfletos antifalangistas. Fue en esos años que su esposa se enteró que Ramón tenía otra familia en Barcelona. Él lo negó, pero aprovechó la nueva ley de divorcio instaurada por la República. La separación de Ramón fue un escándalo –o mejor dicho, un escándalo más con el que el benjamín de la familia cada tanto disrumpía a la pacata familia Franco Bahamonde–. Su hermana Pilar lo acusó públicamente de masón (que lo era). Lo cierto es que Ramón se casó en segundas nupcias civilmente con Engracia Moreno Casado, con quien ya tenía una hija. Mientras actuaba como diputado republicano, dijo de su hermano: “Francisco por ambición sería capaz de asesinar a nuestra madre y por presunción mataría a nuestro padre”. Todo hacía pensar que Ramón, ante la sublevación militar contra la República iniciada por Francisco Franco, defendería al legítimo gobierno… pero, para sorpresa de todos, volvió de Washington dónde se desempeñaba como agregado aeronáutico y se unió al bando rebelde. ¿Por qué este giro copernicano en sus inclinaciones políticas? ¿Tanto pesaron los vínculos familiares? Pues algunos han expuesto la idea que el fusilamiento de su amigo y compañero de aventuras aeronáuticas, Julio Ruiz de Alda, en los confusos episodios de la Cárcel Modelo de Madrid pesaron sobre el espíritu de Ramón para adherir a la causa falangista. Pasó a desempeñarse como piloto del ejército rebelde, a pesar de la desconfianza que creaban sus antiguas inclinaciones republicanas entre los militantes sublevados. Consultado por un periodista sobre su “pasado comunista”, Ramón contestó: “A mí lo único que me interesa es que se salve España”. Ramón Franco falleció en 1938 al caer su avión cuando se disponía a bombardear Barcelona. Su muerte dio lugar a las más diversas versiones conspirativas que incluían el sabotaje de su nave. Su hermana Pilar estaba convencida que Ramón había sido víctima de los masones. “Su carácter”, comentó su amigo José Antonio Silva en un una biografía que le dedicara a Ramón después de su fallecimiento, “a medio camino entre el loco y el iluminado, entre el héroe y el ruin, condensaba las dos Españas que se batían a muerte. En ninguna de las dos, podía tener acomodo y la muerte se lo llevó para que fuera leyenda antes que olvido”.
Ramón Franco, el otro Franco, pasó a la historia envuelto en los velos del misterio. Su hermano Francisco no acudió al velorio ni a su entierro en el Pabellón de Aviadores en el cementerio de Palmas de Mallorca. Colaboración del Lic. Roberto Martínez, Vicepresidente 2do del Instituto Nacional Newberiano. Coloreado IA, Suboficial Principal GNA, Gerardo Miguel Gimenez, Instituto Nacional Newberiano, Prosecretario.