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lunes, 20 de enero de 2025

Chile: Los fusilamientos de la guardia de Allende

 

Pinochet: "A estos huevones me los fusilan a todos"

Miembros de la custodia de Allende fueron de los primeros fusilados por la represión que marcó los 17 años de dictadura.

La Nueva Tribuna

Junta militar de Pinochet

Javier M. González | @jgonzalezok |
Gabriela Máximo | @gab2301


Poco después del mediodía del 11 de septiembre de 1973, el Palacio presidencial de La Moneda ardía en llamas bajo el bombardeo aéreo de los militares golpistas, cuando un grupo de hombres abandonó el edificio y se rindió. Eran los integrantes del GAP -Grupo de Amigos del Presidente, encargados de la seguridad personal de Salvador Allende-, agentes de la Policía de Investigaciones (PDI) y algunos asesores que acompañaban al presidente chileno en las horas finales del ataque al Palacio. Los hombres fueron llevados al Regimiento Tacna, brutalmente torturados y dos días después enviados en camiones al campo militar de Peldehue, donde fueron sumariamente ejecutados. Simultáneamente, por todo Chile los militares llevaban a cabo una cacería implacable a los seguidores del gobierno socialista depuesto. Allende estaba muerto y centenares de sus partidarios morirían en los próximos días. El régimen militar que se instauraba en Chile por 17 años estaría marcado por la brutalidad y por la práctica de ejecuciones sumarias, teniendo a los GAP entre sus primeras víctimas.

El país estaba bajo estado de sitio. Millares de chilenos eran llevados a campos de prisioneros improvisados. Eran tantos que once estadios de fútbol fueron convertidos en prisión y centros de tortura. El bando número 1 de los militares decía que cualquier “acto de sabotaje” sería castigado “en la forma más drástica en el lugar mismo de los hechos”. Los comandantes y jefes de zona estaban autorizados a realizar consejos de guerra y aplicar la Ley de Fuga para justificar las ejecuciones.

Las embajadas extranjeras estaban llenas de perseguidos que intentaban obtener asilo político y escapar a la prisión y la muerte. Miles buscaron protección de diversos organismos internacionales y otros optaron por abandonar el país clandestinamente.

Cinco horas después del inicio del golpe, la Junta Militar emitió el bando número 10. Contenía los nombres de 92 integrantes del gobierno depuesto de la Unidad Popular que deberían presentarse al Ministerio de Defensa antes de las cuatro de la tarde. Luis Maira era uno de ellos. Durante 12 días, el ex coordinador del grupo parlamentario de la UP, entonces con 33 años, se escondió en Santiago, cambiando de dirección cada 24 horas, hasta conseguir asilo en la embajada de México. Allí estuvo por nueve meses con otros 200 chilenos, hasta conseguir partir al exilio.

Cincuenta años después Maira recordó, en declaraciones al diario chileno “La Tercera”, que decidió dejar el país al escuchar el duro pronunciamiento del comandante de la Fuerza Aérea, Gustavo Leigh, por cadena nacional. “Dijo que habían detenido a muchos extremistas, pero que se habían dado cuenta de que las listas no tenían las debidas prioridades, por lo que habían seleccionado a 13 personas, a los dirigentes principales a los que calificó de marxistas antipatriotas. [Deberían] detenerlos para interrogarlos, apremiarlos y castigarlos”, recordó Maira. “Me di cuenta de que ya no tendría muchas posibilidades de sobrevivir”, añadió.

El miedo imperaba en el país. Desde las primeras horas del nuevo régimen, los chilenos tenían noticias de torturas y muertos

El miedo imperaba en el país. Desde las primeras horas del nuevo régimen, los chilenos tenían noticias de torturas y muertos. Y también de delación de ciudadanos, que denunciaban a vecinos, colegas de trabajo, adversarios, que acababan detenidos y muchas veces muertos. Las universidades y los medios de comunicación fueron intervenidos. Se declaró la disolución de todas las organizaciones de trabajadores, campesinas, estudiantiles, culturales, gremiales y deportivas.

Por decreto, los registros electorales fueron quemados, por el motivo obvio de que estaba suspendida la democracia representativa por el voto. La represión era indiscriminada. Parte de la historia de este período está documentada en el impresionante Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, en Santiago, fundado en el 2010 para que no sea olvidada (MMDH - Museo de la Memoria y los Derechos Humanos).

Con la vuelta de la democracia, en marzo de 1990, fue creada la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, conocida como Comisión Rettig -por el nombre de su presidente, el jurista Raúl Rettig-, para investigar los crímenes cometidos por la dictadura contra los derechos humanos. Más tarde, otro grupo, la Comisión Valech -por el obispo Sergio Valech- dio continuidad a dicho trabajo.

En los 17 años de dictadura hubo 3.216 personas muertas: 2.129 ejecutadas, 1.087 desaparecidas

Según los informes Rettig (1991) y Valech (2003), ambos actualizados con el tiempo, en los 17 años de dictadura hubo 3.216 personas muertas: 2.129 ejecutadas, 1.087 desaparecidas. El 68,57 % de las detenciones reconocidas por la Comisión Valech ocurrieron entre el 11 de septiembre y el 31 de diciembre de 1973. El número de personas que sufrieron prisión política y/o torturas, fue de casi 40.000. A pesar de la concentración de víctimas en los primeros meses, la práctica de la prisión, tortura y ejecución contra los opositores fue mantenida durante muchos años.

La ejecución de los miembros de seguridad del presidente Allende el día 13 de septiembre de 1973 fue típica de lo que ocurriría en los años siguientes. El episodio fue reconstruido en detalle por Jorge Escalante, en el reportaje “Yo maté a los prisioneros de La Moneda”, publicado en 2002 en el diario “La Nación”. Uno de los periodistas chilenos que más investigó sobre el aparato represivo, Escalante consiguió entrevistar a uno de los militares que participó en la ejecución de los GAP, que relató lo ocurrido.

Después de que llegaron al regimiento Tacna, a poco más de un kilómetro del Palacio de la Moneda, los hombres fueron mantenidos boca abajo, tendidos en el suelo. Durante dos días fueron torturados. El general Pinochet en persona fue hasta el lugar. Uno de los presos, Pablo Zepeda Camilliere, consiguió escapar pues lo trasladaron por error al Estadio Chile. Zepeda, cuenta el periodista, asistió al siguiente diálogo entre Pinochet y el comandante del regimiento, Joaquín Ramirez Pineda.

Pinochet estuvo en el regimiento Tacna observando cómo torturaban a los GAP

Pinochet le pregunta quiénes son los prisioneros. “Estos son los escoltas de Allende, mi general, son los GAP y otros asesores”. Pinochet es directo en la respuesta: “A estos huevones me los fusilan a todos”. El relato coincide con lo que Escalante oyó del coronel Fernando Reveco Valenzuela. Según el coronel “Pinochet estuvo en el regimiento Tacna observando cómo torturaban a los GAP”.

El número de ejecutados en este episodio es incierto, pero de acuerdo con relatos de algunos militares fueron 27 los guardaespaldas, asesores y agentes presos después de rendirse en La Moneda. Todos menos Zepeda fueron llevados en un camión, atados de pies y manos, hasta el campo militar de Peldehue, en las afueras de Santiago. Al llegar al destino se les desataron los pies para que dieran los últimos pasos de su vida. Uno a uno, fueron ejecutados a tiros de ametralladora y lanzados directamente en un pozo seco y profundo, con las manos atadas.

Logo de la DINA.

Los militares volvieron al mismo pozo en 1978 para llevar a cabo otra operación. En aquel año fueron encontrados los cuerpos de 15 campesinos que habían sido presos por una patrulla de carabineros el 8 de octubre de 1973, en la comunidad rural de Isla de Maipo, sin que nunca más aparecieran. Sus restos mortales estaban dentro de unos hornos abandonados de una mina de cal de Lonquén. Era la primera prueba concreta de lo que todos en el país sabían, pero que los militares negaban descaradamente: que el gobierno ejecutaba opositores y que había detenidos-desaparecidos. Fue un doloroso descubrimiento para los familiares de decenas de desaparecidos: sus seres queridos, muy probablemente estaban también muertos.

Para los militares, el momento era de alerta. La aparición de nuevas víctimas de ejecuciones dejaría al régimen vulnerable a las presiones internas y de la comunidad internacional. La orden era hacer desaparecer todos los restos mortales escondidos clandestinamente en Chile. Fue así que, en diciembre de 1978, un vehículo militar se estacionó junto al pozo de Peldehue. Los soldados desenterraron lo que encontraron de los cuerpos de los GAP y otros asesores de Allende ejecutados cinco años antes. En sacos, fueron embarcados en helicópteros Puma y lanzados al mar, bien lejos de la costa en el Océano Pacífico. El procedimiento macabro se repitió en otras tumbas clandestinas por todo el país.

En marzo de 2001, once años después de la redemocratización, fueron realizadas nuevas pesquisas en el pozo de Peldehue por orden judicial. Los peritos encontraron quinientas piezas óseas, lo que permitió identificar a algunos de los ejecutados: tres miembros del GAP, un ingeniero, un sociólogo y un médico psiquiatra.

Manuel Contreras

Al comienzo de la dictadura, la violación sistemática de los derechos humanos fue ejecutada por medio de órganos estatales que ya existían: Fuerzas Armadas, Carabineros y Policía de Investigaciones. Pero pronto otras estructuras fueron creadas especialmente para este fin. En 1974 surgió la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), a cuyo comando estuvo el coronel Manuel Contreras, que respondía directamente a Pinochet. Todos los días Contreras iba a buscar al dictador a su casa y le acompañaba en coche hasta su despacho, momento en el que le informaba detalladamente de sus operaciones. Conocida por su brutalidad, la DINA persiguió de forma implacable a los izquierdistas que estaban en la clandestinidad. Un año después surgió el Comando Conjunto, una organización clandestina que dependía de la Fuerza Aérea y que actuó durante dos años.

En 1977 la DINA fue sustituida por la Central Nacional de Informaciones (CNI), que actuó hasta 1990. La disolución se produjo por presión de los EE.UU., cuando se constató que agentes del órgano estaban involucrados en el asesinato en Washington del excanciller chileno Orlando Letelier. El atentado ocurrió en septiembre de 1976 y en él murió también la americana Ronni Moffitt. Uno de los implicados en el asesinato fue el ciudadano estadunidense Michael Townley, reclutado como agente de la DINA. Townley fue también el asesino del general Carlos Prats, ministro de Defensa de Allende, que murió junto a su mujer en un atentado con bomba en Buenos Aires, en septiembre de 1974.

El rastro de sangre de la Caravana de la Muerte

Uno de los casos más emblemáticos de la barbarie de la dictadura fue conocido como La Caravana de la Muerte, en 1973. Pocos días después del golpe, Pinochet ordenó una operación de caza y eliminación de los partidarios de Allende en todas las regiones del país. El mando de la misión le fue entregado al general Sergio Arellano Stark, que debería revisar los procesos judiciales iniciados inmediatamente después del golpe contra partidarios de la Unidad Popular, y exigir el máximo castigo. El día 30 de septiembre, la comitiva partió al sur de Chile a bordo de un helicóptero militar Puma y recorrió la zona de Puerto Montt. Enseguida partió hacia el norte, entre Arica y La Serena. En cada ciudad en donde se posaba, el Puma de Arellano Stark dejaba un rastro de sangre. La misión concluyó el 22 de octubre. En menos de un mes, La Caravana de la Muerte ejecutó al menos a 72 personas.

En menos de un mes, La Caravana de la Muerte ejecutó al menos a 72 personas

La dinámica de esta operación fue revelada magistralmente por la periodista chilena Patricia Verdugo en su célebre libro Los Zarpazos del Puma, que años más tarde se convirtió en uno de los expedientes acusatorios más importantes sobre los crímenes cometidos por el general Augusto Pinochet y sus cómplices. Una de las muchas paradas de La Caravana de la Muerte fue en la ciudad de La Serena, según relata Patricia Verdugo:

“El helicóptero Puma llegó a La Serena el martes 16 de octubre de 1973, alrededor de las once de la mañana. El comandante del regimiento motorizado de Arica, teniente coronel Ariosto Lapostol Orrego, recibió al general Sergio Arellano en el aeropuerto local y fue notificado de la calidad extraordinaria que ostentaba: Delegado del Comandante en Jefe del Ejército y la Junta Militar de Gobierno (…) Dos jeeps militares con boinas negras se estacionaron frente al recinto carcelario como a las 13 horas y aumentó ostensiblemente la guardia militar frente a la puerta. Quince prisioneros fueron sacados rumbo al regimiento poco antes de las 14 horas. Su salida quedó registrada en el folio número 35 del Libro de Detenidos 1973. Y, como a las 16 horas, se escucharon fuertes y repetidas descargas de metralletas”. Los ejecutados eran todos jóvenes socialistas.

En 2015, el general en la reserva Joaquín Lagos Osorio, comandante militar de la región de Antofagasta en aquella época, haría un tenebroso relato a la fiscalía, aunque con una pequeña discrepancia en el número de presos: “La Comitiva del General Arellano había sacado del lugar de detención a 14 detenidos que estaban en proceso, los había llevado a la quebrada del ‘Way’ y los habían muerto a todos con ráfagas de metralletas y fusiles de repetición; después habían trasladados los cadáveres a la morgue del Hospital de Antofagasta y como ésta era pequeña y no cabían todos los cuerpos, la mayoría estaba afuera. Los cuerpos estaban despedazados, con más o menos 40 tiros cada uno y en estos momentos así permanecían al sol y a la vista de todos cuantos pasaban por ahí. Ordené que armaran sus cuerpos, los médicos militares y del hospital, y avisaran a los familiares y les hicieran entrega de los cuerpos, en la forma más digna y rápida posible”.

En aquel momento el general Arellano y su comitiva ya volaban a bordo del Puma en dirección a Copiapó, donde ejecutaron a otros 14 presos.

En junio de 2023, la Corte Suprema condenó a cuatro militares retirados por la muerte de 12 opositores en la ciudad de Valdivia, dentro de la operación de La Caravana de la Muerte. Entre ellos estuvo el general retirado Santiago Sinclair, de 92 años, que fue brazo derecho de Pinochet en la represión política. A pesar de la edad, cumplirá la pena en la cárcel. El general Arellano murió en 2016, con 94 años, sin pagar por sus crímenes. Llegó a ser condenado en 2008 a seis años de prisión, pero no cumplió su pena por sufrir de Alzheimer.

La periodista Patricia Verdugo vivió su propio drama familiar durante la dictadura. En 1976 su padre fue secuestrado y días después su cuerpo apareció flotando en el río Mapocho, que corta Santiago. El constructor civil Sergio Verdugo Herrera era jefe del Departamento de Abastecimientos de la Sociedad Constructora de Establecimientos Educacionales e investigaba un caso de corrupción en la empresa estatal. Para su desgracia, el caso involucraba a militares del nuevo régimen.

Verdugo es también autora de Quemados Vivos, sobre otro caso de gran repercusión. En 1986, cuatro años antes del fin de la dictadura, los chilenos osaban salir a las calles contra el régimen militar. En julio de aquel año, una protesta fue violentamente reprimida por agentes del Ejército en la comuna de Estación Central. Los militares actuaron de forma especialmente cruel contra dos jóvenes: la psicóloga Carmen Gloria Quintana y el fotógrafo Rodrigo Rojas de Negri, que fueron golpeados y tuvieron gran parte de su cuerpo quemado con el combustible que les arrojaron los propios carabineros. Rojas murió y Quintana sobrevivió con graves secuelas.

Un año antes, en marzo de 1985, otro episodio terrible conmovió al país: el Caso de los Degollados. Manuel Guerrero, José Manuel Parada y Santiago Nattino, militantes del entonces proscrito Partido Comunista, fueron secuestrados cuando andaban en diferentes lugares de la capital. Forzados a entrar en vehículos y llevados a un cuartel, fueron torturados y degollados. Sus cuerpos aparecieron cerca del aeropuerto internacional de Santiago.

Otra operación macabra ocurrió en junio de 1987, esta vez contra doce militantes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Nueve hombres y tres mujeres fueron asesinados por agentes de la Central Nacional de Informaciones con el objetivo de aniquilar la organización, que un año antes había realizado la fracasada tentativa de asesinato contra el general Augusto Pinochet. Se conoció como Operación Albania. Veinte años después, la Justicia condenó a cadena perpetua al ex director de la CNI, Hugo Salas Wenzel, por su participación en el crimen.

Tres meses después, la CNI detuvo a Manuel Sepúlveda Sánchez, Gonzalo Fuenzalida Navarrete, Julio Muños Otárola, Julián Peña Maltés y Alejandro Pinochet Arenas. Fueron acusados del secuestro de un coronel del Ejército. Llevados al cuartel Borgoño -el recinto operativo más importante de la CNI- fueron torturados y recibieron una inyección letal. Los cuerpos fueron amarrados con rieles de ferrocarril y un helicóptero del Ejército los arrojó al mar. Fueron considerados los últimos detenidos-desaparecidos de la dictadura. Pero no serían las últimas víctimas. El 27 de octubre de 1988, los dos máximos dirigentes del FPMR, los comandantes José Miguel y Tamara, fueron detenidos, torturados y sus cuerpos fueron arrojados al río Tinguiririca.

Pinochet

Como señaló Carlos Huneeus en su libro El Régimen de Pinochet, la dictadura “conservó el carácter de un Estado policial a lo largo de sus 17 años de vida, con un estricto control de la población y una sistemática persecución de las organizaciones opositoras”. Fue un gobierno que tuvo como característica adicional estar fuertemente centralizado en Pinochet, al punto de que éste se jactaba de que “no se movía una hoja en Chile” sin que él lo supiera.

Seis meses después del golpe, el periodista brasileño Eric Nepomuceno escribió un largo artículo sobre su encuentro secreto con integrantes de la resistencia chilena, publicado en la mítica revista argentina Crítica, que dirigía entonces Eduardo Galeano. Nepomuceno observó: “De todo lo que los militares hicieron por Chile después de septiembre, acaso su obra más perfecta sea la represión, el terror impuesto y grabado en la gente, ese extraño olor a miedo y muerte que hay en cada sitio”.

El cineasta Patricio Guzmán, que filmó el documental La Batalla de Chile -un raro registro audiovisual de los años de Allende-, tiene una visión semejante 50 años después: “El Golpe de Estado fue tan poderoso, tan devastador; el hecho de que hayan matado tres comités centrales del PC, dos del PS, el MIR fue exterminado, una cantera de jóvenes maravillosos, todos muertos y torturados en las condiciones más terribles, eso creó una sensación de ‘no te muevas, porque si no eres tú es tu hijo al que lo van a tomar preso’. Creo que ese trauma fue desproporcionado y feroz. No hay cosa peor que el terror”, dijo en declaraciones al diario chileno “The Clinic”.

OPERACIÓN CÓNDOR
Las dictaduras del Cono Sur llevaron a cabo una brutal represión que no conoció fronteras y que llevó a la coordinación de los servicios de seguridad de Chile, Brasil, Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia, que permitieron la detención, tortura, asesinato y desaparición de numerosos adversarios. El libro Los años del Cóndor, del periodista norteamericano John Dinges, sostiene que la primera reunión de fuerzas de seguridad y policiales que darían lugar al plan tuvo lugar en Buenos Aires a comienzos de 1974. Es decir, el plan comenzó a gestarse cuando en Argentina todavía no se había producido el golpe militar del 76. El nacimiento oficial del Cóndor se produjo a finales de noviembre de 1975, tras una reunión de representantes de las dictaduras de la región, que durante casi una semana debatieron los detalles en la Academia de Guerra, en Santiago.  

En base a documentos norteamericanos desclasificados, Dinges sostiene que el presidente argentino Juan Domingo Perón, que fallecería poco después, estaba preocupado con los informes de inteligencia sobre la existencia de la Junta Coordinadora Revolucionaria, integrada por Montoneros, MIR y Tupamaros, entre otros, y de una reunión cerca de Mendoza. Después de esa reunión en Argentina, que puede considerarse como anterior al Cóndor, hubo unas 120 víctimas que cayeron como resultado de esta inicial coordinación represiva. 

La coordinación comenzó cuando Chile invitó a agentes de inteligencia de los países vecinos, en particular de Brasil, Uruguay y Argentina, para llevar a cabo interrogatorios de los prisioneros que eran buscados en sus países.

En entrevista con el diario argentino “Clarín”, Dinges aseguró: “Perón aprobó medidas contra ellos, a quienes definía como extremistas marxistas”. Después del golpe del 76, Argentina fue el país más activo: el número de crímenes de Cóndor cometidos en dicho país fue de 469 detenidos, la mayoría desaparecidos, más 143 víctimas de nacionalidad argentina detenidos en otros países. Uruguay le sigue, con 294 víctimas de nacionalidad uruguaya, la gran mayoría detenidos en Argentina. Chile fue anfitrión de las dos primeras reuniones de la alianza Cóndor, pero en número de víctimas está en menor rango: 107 chilenos, la mayoría detenidos en Argentina y 52 crímenes cometidos contra extranjeros en Chile. Pero el Cóndor no solo actuó en los países vecinos, se documentaron operaciones en Europa, Estados Unidos (asesinato de Letelier) y en México.

Dinges sostiene que la CIA no participó ni en la creación ni en la ejecución de los operativos. Pero Estados Unidos fue cómplice, ya que conocía en detalle las operaciones y no actuó para evitar los crímenes.  

domingo, 28 de abril de 2024

Bahía Blanca: La lealtad y la sublevación en la Revolución Libertadora

Entre la sublevación y la lealtad: cómo se vivió en Bahía Blanca la caída del gobierno de Perón

Durante los cuatro días que duró la denominada "Revolución Libertadora", en septiembre de 1955, la ciudad tuvo una participación decisiva junto a Punta Alta. Combates, bombardeos y tensiones, en medio de una sociedad local partida en dos.





Archivo La Nueva.



Por Mariano Buren || La Nueva


 
Eran las 15.20 del viernes 16 de septiembre de 1955 cuando una voz de hombre interrumpió buena parte de las transmisiones radiales del país para exclamar: "¡Aquí Puerto Belgrano!".

El sobresalto que provocó aquella frase tomó igualmente por sorpresa a los hogares peronistas como a los antiperonistas: el "Comunicado número 1 del Comando de las Fuerzas de Marina de Guerra" le anunciaba "al pueblo de toda la República" que la Flota de Mar se había levantado "contra la siniestra tiranía" del presidente Juan Domingo Perón, en nombre de "la libertad, la justicia y la paz espiritual".

En ese mismo momento el entonces intendente de Bahía, el abogado y docente peronista Santiago Bergé Vila -que había asumido el 1 de mayo de ese año tras ganar las elecciones con el 60,67% de los votos- recibía en su despacho al capitán de corbeta Guillermo Castellanos Solá y a un grupo de oficiales, quienes le anunciaron solemnemente que ya no era más el jefe comunal.

Bergé Vila no se mostró sorprendido: desde hacía varias horas intuía que aquella podía ser su última jornada al frente del palacio de Alsina 65. Cerca de las 8.30 de la mañana de ese mismo viernes, mientras daba clase de matemática en la Escuela de Comercio, observó cómo un avión sobrevolaba el centro de la ciudad arrojando volantes con proclamas revolucionarias contra el Gobierno.




Intendente peronista Santiago Bergé Vila


“Me fui a la intendencia, decreté asueto escolar y llamé a la gobernación pero, en vez de darme información, me pidieron que organizara la resistencia. Pedí Policía y me mandaron un agente. El resto estaba custodiando las usinas. A la hora me enteré de que la Marina había tomado Punta Alta (...). La Infantería ya estaba a tres kilómetros de Bahía Blanca, para tomarla. Entonces liberé al personal y me quedé solo a esperarlos", recordaría años después en el segundo tomo de Historia del Peronismo, de Hugo Gambini.

Para ese momento, informaciones contradictorias circulaban con fuerza por la ciudad: algunos afirmaban que la revolución contra Perón había estallado también en las ciudades de Córdoba y Curuzú Cuatiá, e incluso se rumoreaba sobre un inminente bombardeo contra las destilerías de YPF en La Plata. En paralelo los medios oficiales aseguraban que se trataba de "algunos levantamientos aislados" y que "dichos focos" estaban "siendo controlados y reducidos por las fuerzas leales". Era difícil saber quién decía la verdad.

Una versión, luego confirmada, sostenía que tres camiones con soldados adeptos al Gobierno habían sido atacados por un escuadrón aéreo en inmediaciones de General Cerri.

Casi al mismo tiempo “varias patrullas fueron destacadas hacia los caminos de acceso”, “se allanaron los locales de la GGT y la CGE, donde se secuestró algún armamento” y dos camiones con tropas armadas quedaron apostados “de vigilancia en el barrio obrero Villa Mitre”, agrega Isidoro Ruiz Moreno en su detallada investigación La Revolución del 55.



Las tropas, frente al municipio


El principal temor de muchos vecinos era que se repitieran los gravísimos incidentes ocurridos tres meses antes, cuando manifestantes peronistas destrozaron parcialmente la Catedral, la Curia Eclesiástica, los templos de Santa Teresita y del Inmaculado Corazón de María, además de incendiar la redacción del diario radical Democracia, en respuesta al intento de golpe de Estado del 16 de junio. Aquella tarde la ciudad había sufrido una de las jornadas políticas más críticas de su historia.

El doctor en Historia José Marcilese (UNS-Conicet) explica que, tras unos primeros tiempos de relativa convivencia, la tensión entre peronistas y antiperonistas bahienses había aumentado significativamente a lo largo de esa década.

"El golpe se justificó bajo el concepto de 'La segunda tiranía', un término acuñado por la oposición, pero también por el propio peronismo: las persecuciones, el control de los medios, el manejo de los contenidos escolares, las modificaciones electorales y la discrecionalidad en el reparto de los empleos públicos, entre otras acciones, fueron deslegitimando al peronismo, que se manejaba con mucha torpeza en relación a la oposición, y alimentando a un antiperonismo que sabía que nunca le iba a poder ganar electoralmente", detalla.

"Ademas hay que remarcar que se trataba de dos maneras completamente diferentes de mirar la realidad social: el peronismo modificaba jerarquías y afectaba intereses del statu quo, y las clases más acomodados no veían con buenos ojos el ascenso rápido de algunos sectores. El nuevo escenario era interpretado con desagrado", observa Marcilese.




Guillermo Castellanos Solá


Tras el desplazamiento de Bergé Vila como intendente, el denominado Comando Revolucionario del Sur tomó el control de la sede municipal y Castellanos Solá emitió una proclama por LU7 explicando los motivos del levantamiento e invitando a todos los vecinos a adherirse a la "Revolución Libertadora".

“Una gran parte de la población se volcó a las calles (…) y numerosos civiles ofrecieron espontáneamente su colaboración”, aseguró el capitán de Navío Jorge Perrén, uno de los jefes de la sublevación en Puerto Belgrano, según la investigación de Ruiz Moreno.

Sin embargo, no todo resultó tan pacífico: el Regimiento V de Infantería se mantuvo fiel al Gobierno, por lo que fue atacado durante varias horas por la Aviación de Marina hasta conseguir su rendición. De acuerdo con los datos del Archivo Nacional de la Memoria, en medio de esos enfrentamientos falleció el jornalero Tomás Pacheco, de 64 años.

En las primeras horas del sábado 17 de septiembre, la indefinición sobre la suerte del Golpe -especialmente en la Ciudad de Buenos Aires- forzó al interventor militar a decretar poco después un toque de queda a partir de las 11.30 del día siguiente para evitar posibles "alteraciones del orden".




Pero a diferencia de los combates que se desarrollaron en otras partes de la región, como en Sierra de la Ventana, Tornquist y Saavedra, durante los otros tres días que duró el derrocamiento casi no se registraron nuevos enfrentamientos en el casco urbano de Bahía.

Las multitudes que, por caso, habían acompañado las visitas de Perón, en febrero de 1946, y de Evita, en noviembre de 1948, quedaron silenciosas ante los grupos que avanzaban por la avenida Eva Perón (hoy Colón) arrancando los carteles enchapados con el nombre de la exprimera dama.

Del mismo modo, observaron impasibles cómo las caravanas de autos circulaban por las principales calles céntricas, tocando bocina y agitando banderas argentinas.

"No hubo reacción para defender a Perón y, de pronto, se notó ese odio contenido durante muchos años por los antiperonistas: hubo delaciones, despidos, cesantías, e incluso circularon grupos armados por la ciudad buscando a dirigentes y militantes peronistas para detenerlos", puntualiza Marcilese.

El martes 20 de septiembre las radios confirmaron finalmente la renuncia de Perón a la Presidencia, la asunción de una Junta Militar y el comienzo de otro capítulo político en el drama nacional.

martes, 6 de febrero de 2024

Organización Nacional: Caseros

Caseros




Un 3 de febrero de 1852 ocurría la Batalla de Caseros en el marco de las guerras civiles argentinas donde el Ejército Grande, liderado por el gobernador de Entre Ríos, Justo José de Urquiza, derrotaba a los ejércitos del gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas.

 
A partir de 1831, el sistema de organización estatal estuvo determinado por la llamada Confederación Argentina, una laxa unión de estados provinciales unidos por algunos pactos y tratados entre ellos. Desde 1835, el dominio real del país estuvo en manos del gobernador de la provincia de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, munido además de la “suma del poder público”, en que la legislatura porteña jugaba un papel moderador muy poco visible.



En 1839, y en mayor medida a partir de 1840, una cruel guerra civil sacudió al país, afectó a todas las provincias y costó miles de víctimas. Rosas logró vencer a sus enemigos, aseguró su predominio más que antes. Una campaña en el interior del Chacho Peñaloza y una larga rebelión de la provincia de Corrientes, que se reveló constantemente ante el poder centralista de Rosas logró afectar a las provincias de Santa Fe y Entre Ríos, pero también fueron derrotados en 1847. Desde entonces, la Confederación y la provincia de Buenos Aires gozaron de una relativa paz, aunque signada por la violencia de la Mazorca, la brutal represión de cualquier levantamiento ante Rosas y el exilio a los políticos contrarios a la política del gobernador.



Mientras que en la provincia de Entre Ríos, gobernaba el general Urquiza promoviendo el desarrollo económico al proteger la ganadería, facilitando la instalación de saladeros de carne vacuna, mejorando infraestructuras como caminos y puertos, e impulsando la instalación de molinos de agua. Además, fomentó pequeñas industrias y estableció un riguroso control fiscal, dando gran atención a la eficiencia de los funcionarios y empleados. Logró reducir el gasto público sin descuidar las funciones del estado y transparentó las finanzas mediante la publicación mensual de gastos e ingresos a través de la prensa.



Su principal enfoque fue la educación, expandiendo las escuelas primarias existentes y fundando nuevas escuelas secundarias públicas y modernas. La primera de estas instituciones fue la de Paraná, dirigida por Manuel Erausquin, y tras conflictos con el gobierno de esa ciudad, los profesores se trasladaron al Colegio Nacional de Concepción del Uruguay, otro proyecto de Urquiza, donde se educarían futuros presidentes de la Nación. En su gestión, se crearon periódicos, teatros, escuelas secundarias para mujeres y bibliotecas públicas. Urquiza atrajo a su provincia a emigrados ilustres, principalmente federales antirrosistas como Pedro Ferré, Manuel Leiva y Nicasio Oroño, pero también unitarios como Marcos Sastre, generando un ambiente más libre que en otras ciudades del país.



Este ambiente de libertad contrastaba significativamente con la situación en Buenos Aires, captando la atención de los exiliados antirrosistas. Personajes destacados como Domingo Faustino Sarmiento, Esteban Echeverría o el general José María Paz empezaron a vislumbrar en Urquiza al líder capaz de convocar un congreso constituyente y derrocar a Rosas. Para 1850, la provincia de Entre Ríos se destacaba como un bastión de las ideas más progresistas y liberales. Se había convertido en una de las provincias más prósperas de la Confederación. Atraía a inversores extranjeros y a los emigrados de otras provincias del país.



A pesar del asedio y la guerra en una sitiada Montevideo, Urquiza logró mantener abiertos los puertos de su provincia al comercio con esa ciudad, a pesar de que desde la perspectiva de Rosas esto era considerado contrabando. Sin embargo, debido a la necesidad de Rosas de contar con el apoyo de Urquiza, permitió esta actividad de facto.



El puerto de Montevideo era el principal puerto por el que la provincia de Entre Ríos podían ejercer el comercio con el resto del mundo, debido a que el puerto de Buenos Aires, controlado por Rosas, imponía a las provincias fuertes aranceles a la exportación. Por tal motivo, la provincia de Corrientes, que tenía puertos propios, había organizado cinco campañas militares contra Rosas entre 1839, la primera iniciando con la rebelión del gobernador Genaro Berón de Astrada, y 1852.



En el plano organizativo del país, Rosas sostenía que, dado que el país no estaba en paz, no era el momento adecuado para sancionar una constitución. Sin embargo, su política exterior mantenía un constante estado de conflicto, lo que llevó a acusaciones de mantener a la Confederación en guerra para postergar indefinidamente la sanción constitucional.



En 1850, cuando Montevideo estaba a punto de caer, el Imperio del Brasil decidió apoyar a la ciudad sitiada. Rosas respondió iniciando acciones bélicas contra el Imperio, lo que algunos opositores interpretaron como una estrategia para posponer la sanción de la Constitución. Urquiza compartió esta interpretación, aunque no mostró señales claras en ese sentido.

Rosas designó a Urquiza como comandante del ejército de operaciones contra Brasil, enviándole armamento y refuerzos, pero al mismo tiempo le exigió que suspendiera el comercio con Montevideo. Urquiza comenzó a contactar a emigrados de Montevideo y representantes del Imperio del Brasil, buscando apoyo financiero y la seguridad para enfrentar a Rosas, lo que le fue asegurado.

Urquiza interpretó que Rosas abría un nuevo frente para seguir postergando la organización constitucional; se puso en contacto con los enviados del gobierno de Montevideo y del Imperio, y reafirmó la alianza con el gobernador de la provincia de Corrientes, Benjamín Virasoro. La preocupación principal de ambos era la de liberar el comercio fluvial y ultramarino, pero también reclamaban su participación en los ingresos de la Aduana de Buenos Aires.

El 1 de mayo de 1851, la legislatura entrerriana da a conocer un documento conocido como el “Pronunciamiento de Urquiza”, donde el gobernador se opone a Rosas aceptando su renuncia a ejercer las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina (que Rosas presentaba cada año, a sabiendas de que esta sería rechazada). El pronunciamiento de Urquiza consistió en la efectiva aceptación de la renuncia de Rosas por parte de la Provincia de Entre Ríos, que reasumía su capacidad de conducir su comercio y relaciones exteriores con otras naciones hasta tanto no se formalizara la constitución de una República.

El Pronunciamiento significó la ruptura definitiva de las relaciones entre Urquiza y Rosas y el comienzo de la guerra. Solo la provincia de Corrientes apoyaría a Urquiza, mientras que el resto lo repudiaron públicamente. Rosas no aceptaría la renuncia, y permaneció en el cargo. Urquiza se convertiría allí en el caudillo de los federales antirrosistas e iniciaba la lucha contra el centralismo de Buenos Aires.

Por último, reemplazó de los documentos el ya familiar “¡Mueran los salvajes unitarios!”, por la frase “¡Mueran los enemigos de la organización nacional!”. Unos pocos días más tarde, Corrientes imitó las leyes de Entre Ríos. En un breve período de tiempo, Urquiza movilizó 10 000 u 11 000 jinetes entrerrianos (lo que fue un gran esfuerzo para una provincia de 46 000 habitantes).

La prensa porteña reaccionó indignada por esta "traición"; todos los demás gobernadores de la Confederación Argentina lanzaron anatemas y amenazas públicas contra el Urquiza, tildándolo de loco, traidor y salvaje unitario. En los meses siguientes, la mayor parte de ellos hizo nombrar a Rosas "Jefe Supremo de la Nación", esto es, un presidente sin título de tal, ni Congreso que lo controlara. Pero ninguno se movió en su defensa.

A fines de mayo se firmó un tratado entre Entre Ríos, el gobierno de Montevideo y el Imperio del Brasil, que acordaba una alianza para expulsar al general Manuel Oribe del Uruguay, llamar a elecciones libres en todo ese país y, si Rosas declaraba la guerra a una de las partes, unirse para atacarlo. Como primer paso de su plan estratégico, Urquiza ingresó con los ejércitos correntinos al mando de José Antonio Virasoro y entrerrianos a territorio uruguayo en el mes de julio.

Entre Ríos invadió Uruguay en julio de 1851 pero no hubo guerra: Oribe quedó casi solo, defendido solo por las fuerzas porteñas, que no tenían instrucciones adecuadas sobre qué hacer. De modo que Urquiza y Oribe firmaron un pacto el 8 de octubre, por el que se levantaba el sitio de Montevideo. Oribe renunció y se alejó de la ciudad sin ser hostilizado; a cambio, el gobierno del país, incluida Montevideo, sería asumido por el general Garzón.

Desde entonces, las fuerzas comandadas por el general Justo José de Urquiza pasaron a llamarse Ejército Grande. Las tropas aliadas se componían de 27 000 hombres, en su mayoría correntinos, entrerrianos y exiliados argentinas pero también uruguayos y brasileños. Otros 10.000 hombres quedaron de reserva en Colonia del Sacramento (llamado Ejército Chico). Rosas en ese momento disponía de 25.000 hombres.

A fines de octubre, Urquiza estaba de vuelta en Entre Ríos. Tras reunir y adiestrar sus fuerzas en Gualeguaychú, Urquiza reunió las fuerzas provinciales en el campamento del Calá, y partió el 13 de diciembre al encuentro del Ejército Grande, el cual se concentró en Diamante, puerto de Punta Gorda. Desde allí, las tropas fueron cruzando el Paraná desde la víspera de Navidad hasta el día de Reyes de 1852. Las tropas de infantería y los pertrechos de artillería cruzaron en buques militares brasileños, mientras la caballería cruzó a nado.

Desembarcaron en Coronda, a mitad de camino entre Rosario y Santa Fe. El gobernador Echagüe abandonó con sus fuerzas la capital, para enfrentar al ejército enemigo y contactar al general Ángel Pacheco, que tenía su división en San Nicolás de los Arroyos. Pero las tropas santafesinas se sublevaron; de inmediato, Urquiza envió hacia allí a Domingo Crespo, que asumió como gobernador.

Las tropas rosarinas del general Mansilla se sublevaron y se pasaron a Urquiza, de modo que, con las pocas tropas que les quedaban, Echagüe, Pacheco y Mansilla debieron retroceder hacia el sur. La provincia de Santa Fe había sido tomada en forma tan pacífica como el Uruguay, y el general Juan Pablo López (hermano del difunto exgobernador y caudillo santafesino Estanislao López) se puso al mando de los santafesinos unidos al Ejército Grande.

Rosas nombró al general Ángel Pacheco jefe del ejército provincial, pero luego dio órdenes contradictorias a Hilario Lagos, sin informar al general. El gobernador se instaló en su campamento de Santos Lugares, dando órdenes burocráticas y sin decidir nada útil. Pacheco, cansado de un jefe que arruinaba sus esfuerzos, renunció al mando del ejército y se retiró a su estancia usando como pretexto el estar enfermo. De modo que Rosas asumió en persona el mando de su Ejército.



Al amanecer del 2 de febrero, Urquiza hizo leer a sus tropas la siguiente proclama:



La batalla duró seis horas y se desarrolló en la estancia de la familia Caseros, situada en las afueras de la ciudad de Buenos Aires, el campo de batalla se encuentra en los actuales terrenos del Colegio Militar de la Nación. Urquiza no dirigió la batalla y dejó que cada jefe de división hiciera lo que tenía pensando. Aún así, el Ejército Grande arrolló a las fuerzas comandadas por el general Juan Manuel de Rosas.



Cuando la batalla ya estaba por perderse, Rosas huyó a caballo para Buenos Aires, abandonando a sus hombres en el campo de batalla. Una vez en Buenos Aires, Rosas redactó su renuncia al cargo de Gobernador de Buenos Aires. Pocas horas después, protegido por el cónsul británico Robert Gore, Rosas se instaló en la embajada británica en Buenos Aires y al día siguiente se embarcó en la fragata Centaur rumbo al exilio en el Reino Unido, donde falleciera en 1877.

Recién quince días más tarde, el general Urquiza entró triunfante en Buenos Aires, durante un desfile y montando el caballo de Rosas, y nombró a Vicente López y Planes como gobernador de la provincia. Apenas llegada a Montevideo la noticia de Caseros, los emigrados retornaron a Buenos Aires y países vecinos, mientras los rosistas resistían perder su posición. Se formaron dos grupos políticos definidos: los federales o urquicistas, partidarios de la organización nacional bajo un poder federal y por otro lado, el Partido Liberal, heterogéneo, abogaba por la ruptura con la Confederación y se oponían a Urquiza, viéndolo como un caudillo que buscaba dominar la provincia, proponiendo incluso la secesión de Buenos Aires. De este segundo grupo participaron muchos antiguos rosistas.

Al llegar a Buenos Aires, Urquiza envió una misión para explicar su intención de restablecer el Pacto Federal y organizar constitucionalmente el país. Bernardo de Irigoyen logró que las provincias delegaran en Urquiza el manejo de relaciones exteriores y aceptaran el proyecto de organización nacional. El 6 de abril, representantes de Buenos Aires, Corrientes, Entre Ríos y Santa Fe firmaron el Protocolo de Palermo, restableciendo el Pacto Federal y confiando a Urquiza el manejo de relaciones exteriores, además de encargarle la convocatoria a un Congreso Constituyente.

Para agilizarlo, Urquiza invitó a los gobernadores a una reunión en San Nicolás de los Arroyos. El 31 de mayo se firmó el Acuerdo de San Nicolás, estableciendo la vigencia del Pacto Federal de 1831, la convocatoria a un congreso constituyente en Santa Fe y la creación del cargo de Director provisorio de la Confederación Argentina, ocupado por Urquiza.



Como Director Provisional de la Confederación Argentina convocó al Congreso Constituyente, prohibió la confiscación de bienes en toda la Nación, abolió la pena de muerte por delitos políticos y declaró que el producto de las aduanas exteriores era un ingreso de la Nación. Reconoció a nombre de la Confederación la independencia del Paraguay, que nunca había sido reconocida por Rosas. A continuación declaró libre la navegación de los ríos por dos decretos de agosto y octubre de 1852 y abrió las puertas argentinas al comercio internacional.

El 11 de septiembre de 1852 estalló un levantamiento militar con apoyo civil contra la autoridad de Urquiza y su delegado, que se embarcó hacia Entre Ríos; incluso los antiguos rosistas se unieron a la revolución. Restablecida, la Sala de Representantes desconoció al Congreso Constituyente, ordenó el regreso de los dos diputados porteños a la misma y reasumió el manejo de sus relaciones exteriores.



En un primer momento, Urquiza ocupó San Nicolás de los Arroyos, decidido a volver a Buenos Aires. Pero allí tuvo conocimiento que el apoyo con que contaba la revolución era mayor que el esperado, y que incluso los federales se habían plegado a ella, de modo que regresó a Entre Ríos. A partir de ese momento, el llamado Estado de Buenos Aires se manejó como un país independiente de la Confederación. Tras un breve interinato del general Manuel Pinto, en octubre fue nombrado gobernador Valentín Alsina.




lunes, 13 de noviembre de 2023

Nazismo: Hitler consolida su poder y avizora el horror

El día que Hitler terminó de consolidar su poder y anticipó el horror nazi que se avecinaba en Europa

El 14 de julio de 1933, el Führer prohibió la creación de nuevos partidos políticos. Ese fue la última puntada con la que acalló a todos sus opositores. Su palabra se convirtió en ley. Cómo fueron esos 6 meses en los que el líder nazi asumió el control del Estado. Qué decía la ley que lo determinó

Por Matías Bauso || Infobae






Apenas dos artículos. El primero establecía que el Partido Nazi era el único partido que podía funcionar en Alemania. El segundo fijaba las penas –de hasta tres años de prisión- para los que fundaran nuevas organizaciones políticas o intentaran reavivar las que ya habían sido prohibidas (Corbis via Getty Images)

El 14 de julio de 1933, 90 años atrás, el Partido Nazi quedaba establecido por como el único partido legal de Alemania.

Una ley mínima en su forma. Casi como si su autor quisiera demostrar el desdén hacia el instrumento. Una redacción marcial pero perezosa. No se necesitaba más. Apenas dos artículos. El primero establecía que el Partido Nazi era el único partido que podía funcionar en Alemania. El segundo fijaba las penas –de hasta tres años de prisión- para los que fundaran nuevas organizaciones políticas o intentaran reavivar las que ya habían sido prohibidas.

La ley venía a reconocer una realidad (y a impedir futuras molestias): tres semanas antes se habían prohibido las actividades de todos los partidos políticos que no fueran el oficial.

Sin embargo para entender cómo pudo suceder esto hay que ir más atrás. Pero no es necesario retroceder demasiado: Hitler se apropió del poder en muy poco tiempo, con unos pocos movimientos enérgicos aprovechó la debilidad de von Hindenburg, la perplejidad de sus oponentes y la pasividad y anuencia del pueblo alemán.


En esos primeros meses de 1933 cambió la historia de Occidente para siempre. Hitler no sólo llegó al poder, sino que eliminó a sus rivales y opositores y destruyó la división de poderes
(Getty Images)

El incendio del Reichstag el 27 de febrero de 1933, le dio la oportunidad de aplicar medidas de excepción. Ente ellas abolió al Partido Comunista y persiguió a sus miembros y dirigentes a los que señalaron (falsamente) como los responsables. No se quedó allí, presentó ante el parlamento una ley llamada de Habilitación Especial. Este nuevo instrumento le conferiría plenos poderes, dejaría al Parlamento convertido en algo ornamental. La Constitución de Weimar requería mayorías especiales para que una ley de ese tipo saliera. Los dos tercios de los legisladores debían aprobarla. Ese no iba a ser un obstáculo para Hitler y sus hombres a los que la llegada al poder les terminó de desbocar sus ambiciones. No querían que hubiera nadie más que ellos. Al otro, al distinto, al que pensaba diferente, había que eliminarlo. Esa lógica (y el poder que la sociedad alemana le permitió irrogarse y hasta le cedió) terminó en la peor tragedia del Siglo XX.

El resto fue retorcer algunas cuestiones reglamentarias, presionar y extorsionar a algunos de los parlamentarios, comprar a otros y dejar a los socialdemócratas expresar su descontento en franca minoría, como si les dieran una última posibilidad de quejarse en público, como si fuera la salida a empujones de la escena. La Ley Habilitante tenía un nombre oficial más pretencioso (y visto a la distancia, delirante): Ley para el Remedio de las Necesidades del Pueblo y del Reich. ¿Cuál era ese remedio? Darle todo el poder a Hitler. Que los tres poderes se fundieran en él, convertirlo en máximo autoridad y en la única palabra. En la fuente de legitimidad de cada norma. La palabra de Hitler era la Ley Suprema.

La norma tenía cinco artículos y su redacción técnica y algo enrevesada podía confundir. Para que eso no sucediera, para que se entendiera de manera cabal su alcance, Joseph Goebbels dijo al día siguiente: “La voluntad del Führer ha quedado establecida totalmente, los votos ya no importan más. Sólo el Führer decide”. Y después agregó en un rapto infrecuente de sinceridad, quizá vulnerable a la sorpresa agradable (para él): “Esto ha sucedido mucho más rápido de lo que imaginábamos”.

Y así era. El ascenso había sido meteórico y fruto no sólo de la persistencia y ambición de Hitler, de su falta de escrúpulos, sino también de circunstancias confusas, de un tiempo inestable, que Hitler hizo jugar a su favor con su voracidad implacable e impúdica.

Durante una década, Hitler había intentado acceder al poder. Parecía que nunca iba a conseguirlo. Pero todo cambió el 30 de enero de 1933

En esos primeros meses de 1933 cambió la historia de Occidente para siempre. Hitler no sólo llegó al poder, sino que eliminó a sus rivales y opositores, destruyó la división de poderes, su palabra fue la instancia superior del estado y terminó prohibiendo toda actividad política. La República de Weimar ya no existía más. El nazismo comenzaba su periodo de dominio y destrucción.

En menos de seis meses, Hitler había tomado el control. En Alemania, durante los brindis de Año Nuevo de 1933, nadie hubiera podido prever el estado de situación que presentaría el poder en su país para mitad de ese año.

Durante una década, Hitler había intentado acceder al poder. Parecía que nunca iba a conseguirlo. Pero todo cambió el 30 de enero de 1933.

Esa noche Berlín se llenó de gente. Marchaban con aire marcial pero en el filo del desborde. Vociferaban y cantaban. Llevaban antorchas que blandían en el aire y encendían la oscuridad. Algunos estaban de negro, otros de uniforme. Estaban celebrando la llegada al poder de su líder. Hitler miraba a la muchedumbre autoiluminada desde un balcón. Se lo veía satisfecho y feliz. Y decidido. Pero no sólo se trataba de festejos. Esa masa era un aviso del futuro. Era la manifestación que profetizaba la llegada del autoritarismo y del horror. De lo que le esperaba a los alemanes que no pensaran como ellos y al resto del mundo.

En 1925 fue nombrado presidente Paul von Hindenburg (en la foto a la derecha de Hitler), un héroe del conflicto bélico, alguien respetado por la población y por el resto de la clase política, casi la única esperanza (Getty Images)

A veces los grandes movimientos históricos, aquellos que van a alterar la vida de millones de personas, que van a marcar las décadas porvenir, no son fruto de una gran preparación, de un movimiento estratégico brillante y del cálculo sofisticado. En ocasiones lo que más influye es la inconcebible ambición personal de uno o dos, la vejez de otro, las cuestiones personales, el egoísmo, el azar, y hasta un mal cálculo: subestimar al demente, creer que esa locura lo hace débil, en vez de fortalecerlo.

Después de la Primera Guerra Mundial y del Tratado de Versalles, Alemania debió atravesar la derrota, la escasez y la humillación. Esto tuvo altos costos humanos, económicos y morales. De a poco el país pareció salir del pozo. En 1925 fue nombrado presidente Paul von Hindenburg, un héroe del conflicto bélico, alguien respetado por la población y por el resto de la clase política, casi la única esperanza.

Por su parte, Hitler encabezó en 1923 un intento de golpe de estado fallido. Fue detenido y condenado a prisión. Lo que para otro hubiera significado el ocaso de su carrera política, para él constituyó un trampolín. El poco tiempo que pasó en prisión lo utilizó para escribir (y dictar) Mi Lucha.

En 1925 fue amnistiado. A partir de ese momento intentó acercarse al poder. El Partido Nazi era una fracción minoritaria del electorado. Muy minoritaria. En las elecciones legislativas de 1928 consiguió sólo 12 escaños, obtuvo 800.000 votos. Pero al año siguiente todo cambiaría. El Crack del 29 arrasó a la clase trabajadora alemana, como a la de otras partes del mundo. La crisis económica fue feroz. En pocos meses el desempleo se convirtió en una pandemia. Millones de desocupados tratando de subsistir, de conseguir de alguna manera el alimento diario para su familia. Ante ese panorama, la clase política tradicional quedó desautorizada. Los que ganaron espacio fueron los que encarnaron los discursos radicalizados, los extremos del arco político, los que prometían medidas enérgicas, cambios abruptos y que encontraban enemigos tangibles a los que apuntaban y deseaban destruir: el Partido Nazi y el Partido Comunista. Las dos propuestas multiplicaron por veinte sus votos previos.

Benito Mussolini y Adolf Hitler, durante una visita del italiano a Berlín antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial

El comunismo llegó a tener el 30% del electorado. Eso explica por qué tiempo después, Hitler lo eligió como el primer blanco. Sabía que de fracasar, el voluble electorado se inclinaría por la opción opuesta, que ya se había mostrado cautelosa. Los dirigentes comunistas fueron perseguidos y encarcelados, la organización prohibida. Pero a los pocos meses, los nazis se dieron cuenta que eso no alcanzaba dado que los votantes que habían votado a los comunistas podían inclinarse por otras propuestas, alguien podía usufructuar ese descontento. Fue allí que Hitler decidió prohibir todos los partidos políticos.

El partido nazi fue que más votos sacó en las elecciones legislativas 1932. Llegó al 37% de los votos. Sin embargo no pudo alcanzar la mayoría necesaria para formar gobierno. Y en la elección presidencial fue vencido en segunda vuelta por Hindenburg, que ya anciano con 83 años, no pudo, según deseaba, retirarse: le pidieron que se presentara porque era el único capaz de frenar a Hitler.

Hitler y Goebbels pusieron en marcha un nuevo sistema proselitista. Subidos a lo que producía esa oratoria histérica y siempre asertiva, que eludía los giros formales con los que los políticos se solían expresar y ahondando en las heridas, en las llagas, de la desesperante situación económica no sólo utilizaron panfletos y carteles con sus propuestas e invectivas contra los oponentes. Hitler, gracias al novedoso esquema diseñado por Goebbels, llegó hasta cada gran ciudad y distrito importante alemán. Con un avión viajaba a las poblaciones y entraba en contacto directo con el electorado. Era el único que lo hacía.

El historiador Henry Ashby Turner en su libro A Treinta Días del Poder narra cómo fueron los movimientos, las negociaciones y hasta los equívocos que pusieron a Hitler frente a la cancillería a principios de 1933. Y aclara que Hitler no tomó el poder, en el sentido de haber forzado las instituciones, sino que le fueron abiertas las puertas del gobierno. Y él aprovechó la ocasión.

Los gobiernos alemanes eran muy inestables. Nadie conseguía los apoyos legislativos necesarios y la situación económica atroz añadía incertidumbre. Había elecciones cada pocos meses y los gobernantes duraban muy poco en el poder. Esa insatisfacción fue aprovechada por Hitler que era muy mal mirado por el resto de la clase política.

El historiador Henry Ashby Turner en su libro A Treinta Días del Poder narra cómo fueron los movimientos, las negociaciones y hasta los equívocos que pusieron a Hitler frente a la cancillería a principios de 1933 (Getty Images)

Tejió algunas alianzas, hizo promesas que no pensaba cumplir, presionó a von Hindenburg y aceptó tener en su primer gabinete sólo dos ministros de su confianza, en carteras no demasiado relevantes. Comprendió que ese era el precio para acceder a lo más alto. Pero también sabía que si no modificaba varias situaciones, sino construía poder y eliminaba a los enemigos y a las amenazas que lo rodeaban (casi lo acosaban), su paso por la primera magistratura sería efímero.

Le había costado llegar hasta ahí y estaba dispuesto a todo para hacerlo. La prohibición de los partidos políticos fue el último paso.

Sus rivales lo subestimaron. Alguien pensó que con lo grave que era la situación del país, Hitler serviría como fusible, que al permitirle llegar al poder lo neutralizaban para siempre porque fracasaría con mucha velocidad. Esa subestimación, al muy poco tiempo, se reveló como un erro colosal.

Tal vez la primera señal pasó desapercibida y fue la misma noche del 30 de enero cuando fue nombrado Canciller. Los partidarios nazis salieron a festejar a las calles. Marcharon con antorchas, celebrando y hasta atemorizando al resto. Ese fue el primer aviso de que lo que vendría sería diferente a lo que se había vivido hasta el momento. Los gobiernos que lo antecedieron no habían provocado ese entusiasmo.

En los meses siguientes Hitler les demostró el error que habían cometido. Aquellas promesas de campaña, que hablaban de grandeza, de recuperar el territorio perdido en la guerra anterior, de limpieza racial, de regresar a lo germánico y que se referían a la eliminación de lo distinto, estaba dispuesto a cumplirlas. El incendio al Reichstag, la Noche de los Cuchillos Largos, la Ley Habilitante, la eliminación y proscripción de los opositores, las medidas antisemitas, el desarrollo de las fuerzas paramilitares y su incorporación a la estructura formal del estado, las leyes arbitrarias que sólo estaban destinadas a darle más poder.

En seis meses, Hitler ya estaba asentado en el poder y el Tercer Reich y la matanza atroz se habían puesto en marcha.

miércoles, 26 de abril de 2023

Revolución Libertadora: Lonardi, el héroe que dirigió la liberación

La intimidad de la Revolución Libertadora: el jefe que duró 50 días en el poder y la duda de Perón antes del exilio

El viaje a Córdoba en ómnibus del general Lonardi con 14 pesos en el bolsillo para empezar la “revolución”. El plan para dar el golpe. Las internas militares. La pregunta de Juan Domingo Perón antes de viajar a Paraguay. Los diálogos de los generales y la decisión de Pedro Aramburu de quedarse con el poder
Por Juan Bautista Tata Yofre  ||  Infobae




En Córdoba los generales Lagos, Lonardi y Videla Balaguer

A las 17 horas del 13 de septiembre de 1955, un desconocido ciudadano, herido por un cáncer que no podía detener (y del que no hablaba), con 14 pesos en su bolsillo y portando un maletín que contenía su viejo uniforme de general de la Nación, se subía al ómnibus que lo trasladaría a la provincia de Córdoba.

Poco antes de partir, el general retirado Eduardo Ernesto Lonardi había conversado con el coronel Eduardo Señorans y éste le había sugerido postergar unos días el movimiento “para poder coordinar las pocas unidades que podían sumarse en el litoral”. Lonardi respondió que no era posible y que ya habían sido dadas las órdenes para el 16. En la estación de Once recibió las últimas novedades que le ofreció el mayor Juan Francisco Guevara.

Todo estaba enmarcado en la incerteza: solo contaba con la determinación de la Marina y un grupo de oficiales que lo esperaban en Córdoba. Su yerno le ofreció dinero y Lonardi agradeció diciendo: “Catorce pesos me alcanzan para llegar a Córdoba. Allí, si la revolución fracasa no necesitaré dinero, y si triunfa no lo precisaré para mi regreso.”

Cuando se anunció la partida y el pasaje subía al transporte, Guevara le sugirió un santo y seña para poder sortear los retenes revolucionarios. La consiga era “Dios es justo”.

El jueves 14, Lonardi llegó a Córdoba. Con el paso de las horas, dentro de la mayor discreción, el futuro jefe de la revolución mantendría otras reuniones con oficiales de varias guarniciones y recibiría informes. Para todos tenía la misma instrucción: “Hay que proceder, para asegurar el éxito inicial, con la máxima brutalidad.”

Instrucciones de Lonardi al mayor Guevara

El viernes 15, Lonardi, después de almorzar, se trasladó a una casa en la localidad de Arguello, detrás de la Escuela de Artillería, a esperar la Hora O. Este día, cumplía 59 años. A la una de la madrugada en punto, Lonardi, Ossorio Arana, otros oficiales y algunos civiles detuvieron al director de la Escuela de Artillería, coronel Juan Bautista Turconi. A las tres de la madrugada el disparo de una bengala roja marcó el inicio del combate contra la Escuela de Infantería. Había comenzado el levantamiento castrense contra Perón.

El mediodía del mismo 16, aparecía en escena la poderosa Flota de Mar, sublevada en Puerto Madryn, la Escuela Naval y la Flota de Ríos en la que constituiría el almirante Isaac Rojas la comandancia de la Marina de Guerra en Operaciones. El sábado 17, comenzó el levantamiento del II Ejército en San Luís y al mismo tiempo se unían a Lonardi aviadores de la Fuerza Aérea con sus máquinas Avro Lincoln.

El domingo 18, Isaac Rojas trasladó su comando al crucero 17 de Octubre y ya había ordenado “el bloqueo de todos los puertos argentinos”, según el comunicado de la Marina de Guerra. El lunes 19 se bombardeó la destilería de Mar del Plata y luego se intimó al gobierno a rendirse bajo la amenaza de bombardear la destilería de La Plata y objetivos militares de la Capital Federal.

La respuesta del gobierno llegó a las 13, cuando el Ministro de Guerra leyó por radio un mensaje de Juan Domingo Perón al Ejército instando a una tregua para poner fin a las hostilidades: “El Ejército puede hacerse cargo de la situación, del orden, del gobierno, para buscar la pacificación de los argentinos antes que sea demasiado tarde, empleando para ello la forma más adecuada y ecuánime.” Acto seguido, el general Franklin Lucero constituyó una Junta Militar para entenderse con los rebeldes.

La nota de Perón era ambigua, confusa, y no estaba claro que constituía una renuncia (que debería haber sido presentada al Congreso de la Nación). Desde Córdoba, Lonardi le escribió a Lucero: “En nombre de los Jefes de las Fuerzas Armadas de la revolución triunfante comunico al Señor Ministro que es condición previa para aceptar (una) tregua la inmediata renuncia de su cargo del Señor Presidente de la Nación.” Perón, durante una reunión con la Junta Militar –llevada a cabo en la residencia de la avenida Libertador, a las 22 horas- había intentado reafirmar su autoridad. Negó que su nota fuera una renuncia y les dijo a los generales que ellos se ocuparan de lo militar porque “para las cuestiones políticas estoy yo, no se preocupen”. Horas más tarde, el general Ángel Manni le dijo por teléfono que se aceptaba su renuncia y le dio un consejo: “Ponga distancia cuanto antes”.

La Plaza de Mayo el 23 de septiembre de 1955

El 20 los diarios anunciaban que Perón había renunciado. El mismo día por la noche, Lonardi, urgido por la situación, decretó que asumía “el Gobierno Provisional de la República con las facultades establecidas en la Constitución vigente y con el título de Presidente Provisional de la Nación”. Entre su viaje a Córdoba y su asunción como Presidente Provisional de la Nación solo habían transcurrido siete días. Aquello que debía durar varios meses apenas se prolongó una semana. El gobierno de Perón se cayó cual castillo de arena al menor empellón.

Ahora, el ex Presidente de la Nación preparaba su largo viaje al exilio. Él pensaba que no duraría mucho su permanencia en el exterior pero lo cierto es que hubo de esperar casi dos décadas. No le creyó a Raúl Bustos Fierro cuando éste le dijo que el largo exilio sería “de imprevisible duración”.

Perón: -Largo, bueno, ¿cuánto de largo?

Bustos Fierro: -Largo de años mi General, muchos años, acaso para nosotros de toda la vida. Sólo Dios sabe si algún día veremos nuevamente la tierra natal.

El viernes 23, miles de argentinos salieron a las calles a vitorear a Lonardi y Rojas. El jefe de la revolución aterrizó en Aeroparque y junto con los generales Justo León Bengoa y Julio Lagos se desplazaron hasta la Plaza de Mayo, donde eran esperados por decenas de miles de ciudadanos. Durante el trayecto hacia la Casa de Gobierno, Lonardi le ofreció a Bengoa el cargo de Ministro de Ejército y le dijo: “Quiero que lo designe comandante en Jefe del Ejército al general Lagos aquí presente y jefe del Estado Mayor al general Pedro Eugenio Aramburu”.

El jefe triunfante ignoraba por cierto un intercambio de palabras de horas antes entre Bengoa y Aramburu. Resulta que Bengoa se había hecho cargo de la Policía Federal y, en calidad de tal, mandó buscar a un grupo de militares que habían fracasado en el noreste y se mantenían cercanos a Paso de los Libres durante los enfrentamientos castrenses. Uno de esos oficiales era Aramburu.

Entre otros, el general Bengoa, Rojas y el general Uranga el 23 de septiembre

Según relató Bengoa en la intimidad, el 23 a la madrugada, le comentó que iba a recibir a Lonardi en Aeroparque y le pidió que lo acompañara. “Yo no voy a ir”, le dijo Aramburu y agregó: “¿Quién es Lonardi? ¿Por qué está mandando y tomando medidas, quién le ha dicho que sea el Presidente de la República?”. Bengoa, sin alterarse, le comentó que no podía haber discusión al respecto porque “es el vencedor en este momento; a algunos les ha ido mal, como le ha ido a usted a pesar de que ha actuado, le tocó a Lonardi bailar con la más fea y ha tenido éxito. ¿Cómo no va a ir usted? Me parece que no es lo que corresponde.”

Aramburu le dijo: “Acá somos varios generales los que hemos actuado, además en todo caso cuando venga Lonardi nos juntamos en una mesa en la Casa de Gobierno y ahí entramos a discutir qué es lo que hay que hacer y cómo se arreglan las cosas y en última instancia quién se va a hacer cargo de esto.” Bengoa volvió a responderle, diciendo que el tema “está liquidado, acá hay una cabeza que las circunstancias han impuesto, por mérito propio incluso, de manera que yo creo que esto que usted plantea no corresponde”. Finalmente, Aramburu aceptó ir al Aeroparque y Bengoa lo lleva en su automóvil.

Al momento de asumir como Presidente Provisional, Lonardi leyó un discurso a la multitud volviendo a repetir la consigna de Justo José de Urquiza tras la batalla de Caseros (1852): “Ni vencedores ni vencidos”. Su primer decreto presidencial fue designar al contralmirante Isaac Francisco y Rojas como vicepresidente de la Nación.

Cuando el general Eduardo Lonardi se hizo cargo del poder la propia revolución que él había llevado a la victoria se instaló en la Casa Rosada corroída por el germen de las contradicciones que no la dejaría aposentarse en el poder. Si, el jefe revolucionario imaginaba noventa días de combates para derrocar a Juan Domingo Perón, él, apenas, se mantuvo cincuenta días en la Presidencia de la Nación. Las propias pasiones desatadas antes y después del 23 de septiembre lo tumbaron.

El ex dictador en Paraguay, el 5 de octubre de 1955, foto de la agencia UP. Del archivo personal de Juan Domingo Perón.

El mismo día que asumió, durante un almuerzo que se sirvió en el crucero ARA General Belgrano, la esposa de Lonardi escucho decir al general Pedro Eugenio Aramburu: “Ésta ha sido una revolución sin Jefe”.

Mercedes Villada Achával se lo comentó más tarde a su marido, mereciendo como toda respuesta que Aramburu se expresaba así porque no había podido vislumbrar “el éxito de un movimiento que él podía haber encabezado”. Para algunos de los nuevos funcionarios o colaboradores, Lonardi tendría que limitarse a tomar el poder y después se decidiría quién iba a encabezar el gobierno de facto. Esta concepción solo conducía a Montevideo 1053, el domicilio de Aramburu.

Tras las designaciones en el gabinete ministerial y de asesores presidenciales, el almirante Teodoro Hartung fue quien mejor expresó la profundidad de la división entre quienes declamaban “ni vencedores ni vencidos” y los que habían llegado para hacer una “revolución”. El Ministro de Marina anotó en su diario: “Tanto Mario Amadeo como los hermanos Villada Achával, el mismo Lonardi y los nazis infiltrados en el gobierno respiraron satisfechos cuando supieron que Perón estaba a salvo en Paraguay. Con esta operación empezaron las diferencias de criterio en la conducción política del gobierno. Pronto se vio claramente que los nacionalistas, no pensaban romper la estructura totalitaria creada por Perón, sino utilizarla cambiando las cabezas dirigentes, pero siguiendo la línea dictatorial impuesta.”

Tapa del diario La Razón cuando cayó el gobierno peronista.

La opinión del alto jefe naval fue escrita el 3 de octubre de 1955, el mismo día que Perón viajo a Paraguay. El 5 de octubre, mientras el canciller Mario Amadeo se ocupaba de los asuntos con el exterior, desconocía que ese mismo día, a las 11 de la mañana, avanzaban hacia el despacho presidencial del general Lonardi los dirigentes conservadores Rodolfo Corominas Segura, Adolfo A. Vicchi, Eduardo Augusto García y Vicente Solano Lima.

Cuenta Eduardo A. García, en su libro “Yo fui testigo”, que cuando entraban al despacho observó a Vicente Solano Lima que “se detenía en la puerta”. Entonces le preguntó:

-¿Qué le pasa? El Presidente espera…

-No sé para qué vengo a esta entrevista. Esto no durará ni dos meses, contesto Lima.

La Nación fue otro de los diarios que le dieron una amplia cobertura al movimiento revolucionario.

El 9 de noviembre era relevado el Ministro de Guerra, general Justo León Bengoa (lo reemplazo Arturo Osorio Arana); Juan Carlos Goyeneche (Secretario de Prensa) había sido detenido y la Junta Consultiva Nacional, más la Corte Suprema de Justicia de la Nación, condicionaban a Lonardi con sus renuncias.

A las 10 de la mañana del domingo 13, los ministros militares llegaron a la residencia de Olivos y Osorio Arana, su compañero en la Escuela de Artillería, le exigió su dimisión:

-Señor General: debo manifestarle, en nombre de las Fuerzas Armadas, que ha perdido su confianza y exigen su renuncia. Otorgan solo cinco minutos para presentarla.”

Lonardi se negó a presentar una carta de renuncia escrita.

Esa tarde asumía como presidente de facto Pedro Eugenio Aramburu.