Walter Flegel, el hombre que durante siete días fue el jerarca nazi Martin Bormann
En
septiembre de 1960, Argentina estuvo pendiente de la detención de un
alemán de origen humilde al que se confundió con el hombre de máxima
confianza de Adolf Hitler El
perfil policial de Walter Flegel, alemán que residió en Argentina y
quien fue confundido por Martin Bormann, secretario de Adolf Hitler.Archivo de la Nación
Walter Wilhem Flegel, nacido en 1912 en Pagelinen, provincia de Insterburg, Prusia Oriental, trabajador temporario en un aserradero en Chile, preso por robo durante 11 años en la provincia argentina de Mendoza y finalmente empleado ejemplar en una empresa de Buenos Aires, fue entre el 23 y el 30 de septiembre de 1960 Martin Bormann, el hombre de máxima confianza de Adolf Hitler.
La historia de Flegel ocupó la atención de los argentinos cuando el mundo buscaba en todos los rincones posibles a los jerarcas nazis que habían huido de Alemania tras la caída del Tercer Reich. Un misterioso listado alertó de que ese alemán de ropas humildes no era otro que el mismísimo Bormann, desaparecido como un fantasma el 30 de abril de 1945 en el búnker del Führer y reaparecido decenas de veces en sitios tan distantes entre sí como Moscú, Ciudad del Cabo, Sídney o Bariloche, en la cordillera argentina. Bormann se ocultaba ahora en una pequeña casa de madera levantada con sus propias manos en Zárate, a 100 kilómetros de Buenos Aires, junto a su esposa y tres hijas pequeñas, a las que veía solo una vez por semana porque trabajaba como sereno en los galpones que Construcciones Claussen tenía en la capital.Ficha policial de la detención de Flegel, el 23 de septiembre de 1960.Archivo de la Nación
Flegel
fue famoso durante una semana, muy a su pesar, como atestiguan las más
de 100 páginas dedicadas a su detención que obran en los archivos de la
policía argentina sobre la cuestión nazi, desclasificados en 1992 y disponibles desde esta semana en internet
por iniciativa del Gobierno de Javier Milei. Entre los cientos de
documentos, destacan las fotos de un hombre flaco y rostro lleno de
huesos, que posa con una combinación de sorpresa y estupor ante la
cámara. El parte policial de aquel día describe a Flegel como un hombre
que “se expresa con fluidez y sin inhibiciones, revelando una mediana
cultura” y el “psiquismo de un hombre común”. “La hendidura palpebral
[la abertura del ojo] es pequeña, los ojos castaños con arco senil, la
nariz de dorso algo cóncava termina en punta recordando alejadamente un
pico de pato, es de tamaño mediano”, escribió el perito policial. Con un
poco de atención se percibe que a Flegel le falta el brazo derecho.
El
hombre que fue Bormann había llegado a Chile en 1930 “como tripulante
de un barco carguero de 10.000 toneladas” y se dedicó a “las tareas
rurales”. “Fue en esas funciones cuando en julio de 1931 la correa de
transmisión de un molino le arrancó el brazo derecho en su totalidad”,
dice el parte policial. Dadas las dificultades en Chile, Flegel cruzó la
cordillera de los Andes hacia Argentina, “haciéndolo a lomo de
caballo”, hasta la provincia de Mendoza. “Fue allí que su situación se
hizo insostenible, causa por la cual debió delinquir para subsistir. En
una oportunidad, en abril de 1932, pretendió hurtar un comercio y fue
descubierto por uno de los cuidadores, a quien lesionó usando el
revolver”, se lee en uno de los documentos desclasificados.
Doble página de un periódico argentino con la crónica de la liberación de Flegel, el 30 de septiembre de 1960.Archivo de la Nación
Flegel
estuvo preso hasta 1935 y, ya en libertad, “se robó un caballo”. “El
dueño lo atacó a rebencazos y Flegel se defendió con un revolver”.
Condenado a seis años de cárcel, salió en 1943. La vida de Flegel fue
desde entonces la de un nómade que se ganaba la vida como vendedor
ambulante hasta que, en 1944, Construcciones Claussen lo contrató como
sereno. Enviado por la compañía a Corrientes, en la frontera con Brasil y
Paraguay, Flegel conoció a Haydee Colinett, una adolescente de 16 años
con la que se casó en 1947 tras “haber obtenido el correspondiente
permiso de su padre”. En 1948, Flegel se instaló, finalmente, en Zárate,
en la casa donde 12 años después sería arrestado por dos policías de
civil. En su declaración, dijo a la policía que “solo se dedica al
trabajo, no concurriendo a reuniones, clubes, ni tampoco frecuenta la
amistad del vecindario ni con connacionales”.
La prensa
argentina se hizo un festín con el falso Bormann. Hoy sabemos que el
jerarca nazi llevaba 15 años muerto cuando Flegel cayó preso, pero
entonces su detención puso al Gobierno democrático de Arturo Frondizi
ante el ojo del mundo. Los mensajes diplomáticos enviados por Alemania a
Buenos Aires son evidencia del interés que despertó el caso. El sentido
común, sin embargo, obraba a favor del detenido: si bien su rostro
podía dar lugar a alguna confusión, “hubiese sido fácil para la policía
determinar que Flegel no era Bormann solo teniendo en cuenta que el
primero tiene 48 años y el segundo 60”, escribía en un editorial el
diario La Razón.
De Alemania llegaba el testimonio
de una hermana, mientras que la prensa sensacionalista israelí
aseguraba que no cabía la menor duda de que en Argentina habían atrapado
a Bormann. El diario La Razón revelaba desde Argentina, “con
base en fuentes que no dejan lugar a dudas”, que Bormann frecuentaba un
bar de la calle Lavalle 545 en la ciudad de Buenos Aires. “Allí, la
eminencia parda, el hombre en quien Hitler depositaba su confianza,
mientras apurada su bebida predilecta, la cerveza, entablaba
conversación con otros jerarcas del Tercer Reich, entre ellos Adolfo
Eichmann”. El testimonio de Eichmann, quien sí vivió en Argentina, era,
según la prensa, de donde había salido la pista para dar con Flegel, un
dato que el Gobierno de Israel se ocupó de desmentir.
La fuente “inobjetable” resultó ser un médico italiano que había conocido a Bormann en Munich y contó a La Razón
que lo había visto en varias ocasiones en el bar de la calle Lavalle,
que vestía “elegante” y que “llevaba cubierta su artificial mano derecha
con un guante de cuero negro”. El periódico remataba el texto
lamentando que Argentina hubiese sido “refugio de nazis, amparados por
poderosos personajes”.
A falta de redes sociales, los
vecinos de Zárate se encargaban de dar alas a todo tipo de noticias
falsas. En un recuadro titulado Dudas, un enviado especial decía
que “algunos detalles oscuros” hacían pensar que Flegel, si bien no era
Bormann, “bien podía ser un individuo vinculado al régimen hitleriano”.
El periodista cita entonces al vecino Moisés Fridman: “La policía vino
el viernes a proteger a Flegel, que estaba cercado ya por comandos
israelíes. Estos conocían su paradero por la delación de Eichmann”. Un
tal H. García, martillero público, contó que en 1952 la esposa de Flegel
le dijo que su marido había pertenecido al acorazado Graf Spee y que
“por eso tenía prohibida la entrada al país”. El acorazado nazi Graf Spee fue hundido por su capitán en el Río de la Plata el 17 de diciembre de 1939, cuando Flegel ya llevaba casi una década en Argentina. Fotografías
del prontuario de Walter Flegel detenido por robo en Mendoza. Tenía 20
años y ya había perdido su brazo derecho en Chile.
“No
se tienen todavía las fechas dactiloscópicas de Bormann [llegarían
desde Alemania recién a finales de noviembre], pero puede ya
establecerse de forma concreta que Walter Flegel no es Martin Bormann”,
dijo el 30 de septiembre de 1960 el ministro de Interior, Alfredo
Vitolo. El argumento principal fue que Flegel llevaba en Argentina desde
1931. Comenzaron entonces las repercusiones políticas. En una editorial
fechada el 5 de octubre, el diario Argentiniesches Tageblatt,
editado en alemán en Buenos Aires, se preguntaba “por qué se ha cometido
la fanfarronada” de detener a Flegel. El periódico destacaba que la
captura se había basado en “una lista de 20 nombres de criminales de
guerra nazis residentes en Argentina” entregada al Gobierno. “Y Flegel
fue elegido conscientemente de entre esos 20 nombres por determinadas
personas que no tenían gana alguna de detener a verdaderos criminales de
guerra nazis”, se queja el periódico.
El 30 de
septiembre de 1960, Flegel quedó finalmente en libertad. Lo esperaban en
la puerta de la central de la Policía Federal “el ingeniero Claussen”,
que siempre había defendido la inocencia de su empleado, y decenas de
periodistas. Aturdido por las preguntas, Flegel contó que había conocido
a Hitler “durante una reunión en Allestein en 1927, pero después nada
más”; que solo hablaba “de mala manera” alemán y español; y que no
volvía a Alemania porque no tenía los medios para hacerlo. Al día
siguiente, el diario argentino El Mundo, ya desaparecido, cerraba
así su crónica de la jornada: “Ayer, Flegel, obrero modesto forjado en
el trabajo, volvió a su rutina de encargado de depósito en el edificio
de Alsina 465, de Claussen y Cia. Tal vez sea una rutina
desesperadamente monótona, pero la tranquilidad y el anonimato son a
veces dones inapreciables”.
Carabineros apuntan hacia el edificio del Seguro Obrero durante la masacre.
La Matanza del Seguro Obrero fue una masacre perpetrada en Santiago el 5 de septiembre de 1938 contra miembros del Movimiento Nacional-Socialista de Chile («nacistas») que intentaban llevar a cabo un golpe de Estado contra el gobierno de Arturo Alessandri y favorable al expresidente Carlos Ibáñez del Campo.
Propósito
Estos hechos fueron iniciados por un grupo de jóvenes pertenecientes al Movimiento Nacional-Socialista de Chile que intentó provocar un golpe de Estado contra el gobierno de Arturo Alessandri Palma para que Carlos Ibáñez del Campo se hiciese con el poder. El golpe fracasó y los nacistas ya rendidos fueron conducidos por la policía al edificio de la Caja del Seguro Obrero, apenas a unos pasos del Palacio de la Moneda, donde fueron masacrados.4 Este hecho conmovió a la opinión pública, volcando el desenlace de la elección presidencial de 1938 hacia el candidato del Frente Popular, Pedro Aguirre Cerda.
Antecedentes
Situación política previa
El Movimiento Nacional-Socialista de Chile (MNSCH), organización política fundada en Santiago el 5 de abril de 1932,5 había logrado un importante protagonismo público, obteniendo tres representantes en las elecciones parlamentarias de 1937.
Para las elecciones presidenciales de 1938, mientras las fuerzas de izquierda se agruparon en torno al Frente Popular del candidato del Partido Radical Pedro Aguirre Cerda, las de los nacistas lo hicieron en torno a la Alianza Popular Libertadora y el general Carlos Ibáñez del Campo.
Asimismo, los gobiernistas y la aristocracia liberal se conglomeraron alrededor del ministro de Economía Gustavo Ross Santa María, apodado por sus opositores como el «Ministro del Hambre» y «El Último Pirata del Pacífico». Era tal el esfuerzo del gobierno de Arturo Alessandri desplegado a favor de su candidato, que comenzó a cundir la desconfianza en los rivales de Ross; se temía que del intervencionismo se pasara directamente al fraude electoral para garantizar el continuismo del alessandrismo.
Consigna: «¡Chilenos, a la acción!»
El 4 de septiembre de 1938, las fuerzas del ibañismo realizaron la multitudinaria «Marcha de la Victoria» desde el Parque Cousiño hasta centro de Santiago, recordando el aniversario del movimiento militar del 4 de septiembre de 1924. En la ocasión, más de 10 000 nacistas de todo Chile desfilaron por las calles luciendo sus uniformes grises, bajo cientos de banderas chilenas y de la Patria Vieja, esta última cruzada por un doble rayo rojo ascendente, símbolo del movimiento nacista criollo. Se notaba ya en el ambiente el ánimo de algunos de los nacistas; un aire golpista inspiraba carteles con mensajes tales como «Mi general, estamos listos» en la marcha.
Y, efectivamente, algo se fraguaba; desde el día 2, se habían estado reuniendo en la casa de Óscar Jiménez Pinochet los jóvenes nacistas Orlando Latorre, Mario Pérez y Ricardo White, entre otros, para planificar un intento de alzamiento que debía tener lugar el 5, al día siguiente de la marcha y aprovechando la venida masiva de camaradas desde provincias para participar del acto. El jefe del movimiento chileno, Jorge González von Marées, esperaba que con el grupo de nacistas se comenzara a activar una progresión de alzamientos que llegarían hasta los supuestos elementos ibañistas de las Fuerzas Armadas, por efecto dominó, aprovechando también el gran descontento popular que reinaba hacia el gobierno.
Aunque los altos mandos de los cuarteles negaron conocer o participar de la asonada, se supo que los nacistas habían sido provistos con la ametralladora Thompson personal del general Ibáñez del Campo, apodada «el saxófono», que quedó confiada al exteniente de la Armada, el nacista Francisco Maldonado. El contacto (crucial) con jefes militares, casi todos ibañistas, fue por intermedio de Caupolicán Clavel Dinator, coronel en retiro de ejército, quien sirvió de enlace con los militares comprometidos en el golpe.
Los jóvenes mejor entrenados pertenecientes a las Tropas Nacistas de Asalto (TNA) barajaron la posibilidad de iniciar el alzamiento tomándose edificios institucionales, como el de la Caja de Ahorros del Ministerio de Hacienda o del diario La Nación, ambos en la Plaza de la Constitución; sin embargo, después de evaluar todas las posibilidades, llegaron a la conclusión de que solo ocuparían dos: la Casa Central de la Universidad de Chile en la Alameda, y la Torre del Seguro Obrero, colindante con La Moneda. Piquetes menores del tipo comando fueron dispuestos para que derribaran torres de alta tensión que abastecían Santiago y dinamitar las cañerías matrices del agua potable.
Para poner el plan en práctica, había una consigna a cuyo conjuro ningún nacista podía negarse según lo juramentado: «¡Chileno, a la acción!».
5 de septiembre de 1938
Toma del Seguro Obrero
El cabo 1.º de carabineros José Luis Salazar Aedo, asesinado durante la toma del edificio del Seguro Obrero.
El lunes 5 de septiembre de 1938 cerca del mediodía, treinta y dos jóvenes nacistas bajo el mando de Gerardo Gallmeyer Klotze (teniente de las TNA) se tomaron la Caja del Seguro Obrero.5 Los jóvenes comenzaron a cerrar la puerta del edificio, pero el mayordomo del edificio trató de impedirlo. Este inconveniente no previsto desató los acontecimientos. La dueña de un puesto de diarios escuchó el grito del mayordomo, dando aviso al cabo de carabineros José Luis Salazar Aedo que pasaba por el lugar. Al ver la situación y pensando que se trataba de un asalto, sacó su arma de servicio en gesto de intimidación, pero un nacista, al percatarse del gesto amenazador del carabinero, abrió fuego contra Salazar, quien herido de muerte, logró caminar hasta la vereda norte de Moneda, frente a la Intendencia, cayendo al suelo y despertando la alarma entre todos los presentes. Murió unos minutos más tarde, mientras era atendido y cuando la alerta pública ya se había desatado.
Los amotinados se parapetaron en los pisos superiores de la torre, armaron barricadas en las escaleras del séptimo piso y, bajo amenaza de armas, tomaron como rehenes a los funcionarios en el nivel 12, último piso de la torre. La poca cantidad de funcionarios se debía a que era la hora de colación. En posteriores declaraciones, estos trabajadores admitieron haber sido tratados con amabilidad por los insurrectos. Entre estos funcionarios había 14 mujeres. Otros miembros de los TNA se distribuyeron estratégicamente en otros pisos, observando los movimientos en el exterior de la torre. Julio César Villasiz se instaló en una ventana del décimo piso con un transmisor, con que se comunicaban por radio con Óscar Jiménez Pinochet.
Mientras esto ocurría en la torre, un pequeño grupo de nacistas no especificado llegó hasta las oficinas de transmisión de la Radio Hucke y, tomándose los equipos, arrebataron el micrófono al locutor para anunciar a todo Santiago: «¡Ha comenzado la revolución!». En esta toma hubo otra refriega con los empleados de la radio, que terminó en balazos, pero afortunadamente sin heridos ni víctimas de ningún lado.
La reacción del gobierno
El presidente Arturo Alessandri Palma, alertado por los disparos de la torre, observó desde La Moneda al carabinero Salazar Aedo caer herido por los disparos de los nacistas. «El león de Tarapacá», como se le conocía, estaba seguro de que se iniciaba «una revolución nacista, que era menester conjurar con rapidez y energía»,7 salió al exterior para obtener información de los testigos de los hechos.
Dentro del edificio de la Intendencia de Santiago, el presidente visiblemente alterado paseaba de un lado a otro. Al escuchar el comentario que ahí se hacía, exclamó «¡cómo se les ocurre que van a ser bandoleros; esos son los nacistas; esto tiene que tener ramificaciones!». Al ver que la rebelión no conseguía ser sofocada, Alessandri entró en un verdadero frenesí, pensando que venía un golpe de Estado. El presidente ordenó llamar al comandante en jefe del Ejército Óscar Novoa; al general director de Carabineros Humberto Arriagada, a la Escuela de Carabineros con todo su armamento; al jefe de la Guarnición Militar, y al jefe de Investigaciones.
Designó a Arriagada para que encabezara personalmente el operativo contra los nacistas desde La Moneda y la vecina Intendencia. El presidente le ordenó reducir a los dos grupos nacis antes de las 16 horas;5 de lo contrario, intervendría el ejército. El general Arriagada, irritado y comprometido por el presidente, temía que sus hombres no fueran capaces de cumplir la misión encomendada, exclamó molesto «Que no me hagan pasar vergüenza».
Sofocamiento
«Las ametralladoras de los carabineros rompen fuego contra los asaltantes de la Caja de Seguro». Fotografía de El Diario Ilustrado.
Pese a la gran cantidad de barricadas entre los pisos inferiores, los nacistas no consideraron el peligro por los francotiradores. Cerca de las 14:30, el nacista Gallmeyer se asomó por una de las ventanas del séptimo piso, como lo había hecho varias veces en el día para inspeccionar los alrededores, recibiendo de lleno un balazo en la cabeza. Gallmeyer fue el primer y único nacista muerto en combate en el Seguro Obrero. Su camarada médico, Marcos Magasich, se acercó al cuerpo del infortunado intentando ayudar, pero ya era tarde; no pudo hacer más que constatar su muerte y el cuerpo fue colocado en otra habitación. Ricardo White asumió el mando del grupo. Más tarde se dijo que este disparo había provenido del Palacio de Gobierno.
A las 15 horas, una hora antes de lo convenido, llegaron tropas del ejército del regimiento Buin. Los jóvenes nacistas, al verlos, rompieron en gritos de alborozo creyendo que eran tropas pro-ibañistas que venían en su apoyo, pero los soldados reforzaron a la policía, tomando posiciones y disparando sobre el edificio. Ricardo White gritó: «Hemos sido traicionados. Estamos perdidos... ¡Chilenos, a la acción! ¡Moriremos por nuestra causa! ¡Viva Chile! ¡Viva el Movimiento Nacional Socialista!».
Mientras los nacistas intentaban resistir, y continuaban con el fuego contra los carabineros, éstos fueron lentamente abriéndose paso a través de los primeros pisos, y obligándolos a retroceder.
Toma de la sede central de la Universidad de Chile
Tropas del regimiento Tacna apuntan con artillería el edificio de la Universidad de Chile.
Simultáneamente a los hechos en la Caja del Seguro Obrero, treinta y dos jóvenes tomaban rápidamente la casa central de la Universidad de Chile. Este grupo fue dirigido por Mario Pérez, seguido de César Parada y Francisco Maldonado. Les acompañaron y asistieron de cerca Enrique Magasich, Enrique Herrera Jarpa y Alberto Montes. Tomaron de rehén al rector Juvenal Hernández Jaque y a otros empleados que sesionaban en la Junta del Estadio Nacional (complejo deportivo que estaba a punto de ser inaugurado); el rector fue llevado por Parada y otros siete u ocho nazis desde la Sala del Consejo de la Casa Central hasta un lugar seguro para él y para su secretaria. Todos los demás funcionarios, incluyendo los presentes en la reunión, fueron expulsados hasta la calle Alameda, seguidos del tronar de las pesadas puertas que se cerraron herméticamente a sus espaldas.
Los rehenes liberados de la Universidad informaron de los hechos a Carabineros, quienes rodearon el edificio. Cerca de las 13 horas comenzó un tiroteo que hirió a dos oficiales: el teniente Rubén MacPherson había sido alcanzado en ambas piernas, mientras que el capitán del Grupo de Instrucción, Dagoberto Collins, fue herido en el tórax por un proyectil. Ambos fueron llevados a la asistencia pública.
Por órdenes de Alessandri, tropas del regimiento Tacna apostaron artillería frente a la Universidad, haciendo dos cargas contra la puerta de esta, en donde murieron cuatro jóvenes, quedando otros tres gravemente heridos y a quienes se les dio muerte sumaria después de haberse rendido.6 Por la puerta destrozada, ingresaron carabineros y soldados. Los amotinados se rindieron luego de una breve resistencia. Después de ser retenidos una hora dentro del edificio, los rendidos fueron conducidos por la calle con las manos en alto, en dirección a la Caja del Seguro Obrero, que se encontraba a pocas cuadras del lugar. La columna desfiló ante el público y la prensa, quienes gritaron pidiendo misericordia por los detenidos.
Entre los nacistas que conducía Carabineros iba Félix Maragaño, de la ciudad de Osorno, acompañado por otros de los mayores del grupo, como Guillermo Cuello, que sostenía un pañuelo blanco con el que se había atendido una herida. También saldría al exterior Jesús Ballesteros, un candidato a diputado del Movimiento, seguido del resto de los rebeldes. Entre ellos estaba uno de los más jóvenes de todos, Jorge Jaraquemada, de 18 años, que lucía un profundo corte en la cabeza del cual sangraba profusamente.
La calma comenzó a restaurarse relativamente y los muchachos empezaron a salir en fila cerca de las 14:40 horas. El rector de la casa de estudios, Juvenal Hernández, asomó ileso a la calle, junto a su secretaria, luego del cautiverio.
Los detenidos de la Universidad comenzaron a ser obligados a marchar en fila en un extraño ir y venir por las calles del sector. Al pasar por la puerta de Morandé 80, el general Arriagada, al ver a los rendidos exclamó: «¡A estos carajos me los matan a todos!».
Termina la resistencia
Marcha de los nacistas rendidos en la Universidad al Edificio del Seguro Obrero. Carabineros escolta a los nacistas rendidos.
Los jóvenes marcharon fuertemente custodiados junto al edificio del Seguro Obrero, una vez más, para intentar persuadirlos de deponer definitivamente el combate. Mientras, estos continúan atrincherados y detonando explosivos de bajo poder por el eje de la escalera. Las balas siguen en el vaivén, pero la resistencia es cada vez menor.
Al ver que la estrategia de pasear a los muchachos no había terminado con el ánimo de los revoltosos, y cuando estos ya habían pasado por el cruce de Morandé con Agustinas, se dio la orden de devolverlos y meterlos a todos dentro del mismo edificio donde permanecían los demás.
Dentro del edificio son revisados nuevamente y se les hizo subir al quinto piso, quedando fuera dos Carabineros realizando guardia.
En un intento por frenar a los alzados, en calidad de mediador, fue enviado por los uniformados a los pisos superiores el nacista detenido en la universidad, Humberto Yuric, joven estudiante de leyes de 22 años. Subió dos veces a parlamentar. Sin embargo, Yuric no regresó y se unió a los cerca de 25 rebeldes que aún quedaban arriba.5 Los uniformados intentan negociar la rendición otra vez, y envían ahora a Guillermo Cuello como ultimátum, pero con la falsa promesa de que nadie saldría lastimado.
Eran pasadas las 16:30 horas. White bajó la mirada, y tras dar un vistazo alrededor, a sus jóvenes camaradas que arriesgaban la vida en tal locura, comprendió que era el fin del intento revolucionario. Arrojó su arma al suelo y declaró en voz alta al resto, con un visible gesto de agotamiento: «No hay nada que hacer. Tendremos que rendirnos. No hemos tenido suerte».
Cuello, White y Yuric bajaron hasta donde los uniformados para condicionar la rendición de acuerdo a las promesas. La toma del Seguro Obrero había terminado.
La masacre
Cadáveres de los jóvenes nacistas chilenos asesinados en la Masacre del Seguro Obrero.
Ya desarmados, los golpistas capturados fueron puestos contra la pared del sexto piso, todos con las manos en alto. Un pelotón de armas comenzó a apuntarles al cuerpo desde ese momento. El nerviosismo y la angustia cundieron más aún entre todos, pues podían percibir que el ambiente no parecía ser el de una rendición que terminara pacíficamente.
En el primer piso, los jefes policiales recibieron instrucciones superiores claras: «la orden es que no baje ninguno». El coronel Roberto González, quien tenía la misión de desalojar el edificio, recibió un papel doblado diciéndole «De orden de mi General y del Gobierno, HAY QUE LIQUIDARLOS A TODOS». González se negó a cumplir la orden y se dirigió a la Intendencia, donde intercedió con el intendente Bustamante, quien lo derivó al general Arriagada, quien respondió «¿Cómo se te ocurre pedir perdón para esos que han muerto carabineros?». Ante la insistencia de González, el general indicó que hablaría con el presidente, pero la gestión no prosperó.
Alrededor de las 17:30, los jóvenes estaban entre el sexto y el quinto piso. Algunos, presintiendo su destino, comenzaron a cantar el himno de combate de las Tropas de Asalto. En un momento, una ráfaga de rifles cayó sobre todos los rendidos, de cuyos cuerpos brotó un río de sangre que escurrió escaleras abajo. Fueron repasados y despojados de sus pertenencias de valor.
Los rendidos de la universidad fueron sacados de la oficina donde se encontraban, ordenándoles bajar un piso. Alberto Cabello, funcionario del Seguro, en la confusión fue encerrado junto con los rendidos de la Universidad. Se identificó ante un oficial, que le respondió con un golpe de cacha en la cabeza y un «Tú eres de los mismos. Pero baja si podís». Cabello había bajado dos escalones cuando fue asesinado por Alberto Droguet Raud.
Para ocultar la masacre, los cuerpos fueron arrastrados al borde de la escalera para dar la impresión de haber sido muertos en combate o por los disparos hechos desde fuera del edificio. O que se habían baleado entre sí, cuando se usó a los rendidos de la Universidad como parapetos de los policías.
De los 63 nacistas chilenos que protagonizaron el fallido golpe del 5 de septiembre de 1938, solo sobrevivieron cuatro: Hernández, Montes, Pizarro y Vargas. Todos los demás fueron asesinados. Sus cadáveres fueron sacados del edificio del Seguro Obrero a las 4 de la mañana y trasladados al Instituto Médico Legal. Desde allí fueron rescatados por sus compañeros y familiares, a quienes se les prohibió velarlos. Solo podían llevarlos directamente desde la morgue al cementerio. Entre quienes asistieron al reconocimiento de muertos y posteriores funerales, se encontraba el poeta Gonzalo Rojas, amigo del nacista Francisco Parada.
Repercusiones y consecuencias
Titular de La Nación después de la masacre. Titular de El Diario Ilustrado informando la entrega de Jorge González von Marées a Carabineros.
El mismo 5 de septiembre, Carlos Ibáñez del Campo se presentó en la Escuela de Aplicación de Infantería del Ejército, donde quedó detenido. El fracaso del putsch obligó a Ibáñez a bajar su candidatura poco antes de las elecciones y apoyar públicamente la de Aguirre Cerda; más tarde partió nuevamente al exilio.
Al día siguiente, Jorge González von Marées y Óscar Jiménez Pinochet se entregaron a las autoridades. El ministro en visita Arcadio Erbetta dictó sentencia el 23 de octubre de 1938: daba por comprobados los delitos de rebelión y conspiración contra el gobierno y el asesinato del carabinero Salazar. Condenaba a veinte años de reclusión mayor a González von Marées, a quince años a Jiménez Pinochet y a penas menores a otros procesados. Ibáñez del Campo fue absuelto.
El desprestigio del gobierno de Arturo Alessandri Palma por la matanza, así como el apoyo que entregaron los ibañistas y nacistas al Frente Popular, fueron determinantes en la victoria del candidato Pedro Aguirre Cerda, quien ganó por una estrecha diferencia de 4111 votos. El 24 de diciembre de 1938, ya como presidente, Pedro Aguirre Cerda indultó a González von Marées, a Jiménez y a otros condenados. El general Arriagada fue llamado a retiro.
La comisión de la Cámara de Diputados que investigó el caso constató la compra del silencio de la tropa, los ascensos de otros y el intento de Alessandri de influenciar al magistrado Erbetta.8 Además, concluyó que la orden de matar a los jóvenes nacistas provino de una autoridad superior impartida por el general Arriagada o el presidente Alessandri. A pesar de las pruebas, la mayoría derechista de la Cámara rechazó el informe.
El fiscal militar Ernesto Banderas Cañas condenó por el asesinato de los jóvenes nacistas a Arriagada, González Cifuentes y Pezoa a 80 años de presidio mayor, y a Droguett a presidio perpetuo.58 Finalmente, la Corte de Apelaciones sobreseyó definitivamente a Ibáñez del Campo y a los nacistas procesados. El 10 de julio de 1940, Aguirre Cerda decretó el indulto para los condenados por la justicia militar por la matanza.
Quizás la consecuencia más importante fue el fin del nacismo como movimiento político en Chile.
Responsabilidades
A
la fecha aún no está claro quién fue el responsable de la orden de
matar a los elementos golpistas. Sin embargo, tácitamente la
responsabilidad es gubernamental, ya que las fuerzas armadas están
sujetas al ejecutivo.
Existen algunas versiones que aseguran que escucharon fuera del
despacho presidencial a un iracundo Arturo Alessandri Palma diciendo:
«Mátenlos a todos» y así lo transmitió al general Arriagada. Existen
también versiones que sindican que el propio presidente Alessandri
habría tratado de encubrir las muertes haciendo creer que los nacistas
se habían matado entre sí, lo cual finalmente no era verdad.
Curiosamente, el mismo día que se dio a conocer esa versión, El Diario Ilustrado colocó un aviso informando que la semana siguiente se exhibiría en el Cine Central la película de Danielle Darrieux llamada Escándalo matrimonial, quizá como una estrategia para distraer la atención del público.
Por otro lado, las acusaciones contra Alessandri están cimentadas
en especulaciones y muy pocas pruebas palpables; lo cierto es que no
existe una historia oficial en relación con este tema que es y seguirá
siendo una fuerte pugna entre historiadores.
Testimonios
Placa que recuerda a los asesinados en la Matanza del Seguro Obrero.
Muchos fueron los asesinados ese día: obreros, oficinistas, abogados, padres de familia, estudiantes. Entre ellos estaba Bruno Brüning Schwarzenberg, un joven de 27 años y estudiante de contabilidad de la Universidad Católica. Lo que sucedió con él fue relatado por un carabinero que estaba haciendo guardia:
Montaba guardia junto a los cadáveres. De pronto,
vi que uno de los cuerpos se movía. Era un mozo rubio, muy blanco, de
ojos azules muy claros. Yo le dije que no se moviera. Un oficial me
reprendió: ¿Acaso tratas de salvar a ese?. Hizo fuego contra el herido,
quien cayó sobre un costado y, mirando fijamente al oficial, con esos
ojos tan claros, exclamó: "¡Muero contento por la Patria!".
Pese al gran número de historias acontecidas ese día, sin duda alguna
la más reconocida fue la de Pedro Molleda Ortega de 19 años, quien,
mientras los carabineros remataban a los heridos, se levantó gritando
«¡Viva Chile!», a lo que un oficial respondió disparándole a quemarropa.
Pese a estar herido, desafiante, Molleda volvió a levantarse y gritó
con fuerza:
¡No importa, camaradas. Nuestra sangre salvará a Chile!.6
Entonces el oficial hostigado lo atacó a sablazos hasta dejarlo hecho
pedazos. Aún hoy, esta frase es la punta de lanza entre los seguidores
del nacionalsocialismo chileno y de otras facciones nacionalistas en
Chile.
El día que Hitler terminó de consolidar su poder y anticipó el horror nazi que se avecinaba en Europa
El 14 de julio de 1933, el Führer prohibió la creación de nuevos partidos políticos. Ese fue la última puntada con la que acalló a todos sus opositores. Su palabra se convirtió en ley. Cómo fueron esos 6 meses en los que el líder nazi asumió el control del Estado. Qué decía la ley que lo determinó
Por Matías Bauso || Infobae
Apenas dos artículos. El primero establecía que el Partido Nazi era el único partido que podía funcionar en Alemania. El segundo fijaba las penas –de hasta tres años de prisión- para los que fundaran nuevas organizaciones políticas o intentaran reavivar las que ya habían sido prohibidas(Corbis via Getty Images)
El 14 de julio de 1933, 90 años atrás, el Partido Nazi quedaba establecido por como el único partido legal de Alemania.
Una
ley mínima en su forma. Casi como si su autor quisiera demostrar el
desdén hacia el instrumento. Una redacción marcial pero perezosa. No se
necesitaba más. Apenas dos artículos. El primero establecía que el
Partido Nazi era el único partido que podía funcionar en Alemania. El
segundo fijaba las penas –de hasta tres años de prisión- para los que
fundaran nuevas organizaciones políticas o intentaran reavivar las que
ya habían sido prohibidas.
La ley venía a reconocer una realidad (y a impedir futuras molestias): tres semanas antes se habían prohibido las actividades de todos los partidos políticos que no fueran el oficial.
Sin embargo para entender cómo pudo suceder esto hay que ir más atrás. Pero no es necesario retroceder demasiado: Hitler se apropió
del poder en muy poco tiempo, con unos pocos movimientos enérgicos
aprovechó la debilidad de von Hindenburg, la perplejidad de sus
oponentes y la pasividad y anuencia del pueblo alemán.
En
esos primeros meses de 1933 cambió la historia de Occidente para
siempre. Hitler no sólo llegó al poder, sino que eliminó a sus rivales y
opositores y destruyó la división de poderes(Getty Images)
El incendio del Reichstag
el 27 de febrero de 1933, le dio la oportunidad de aplicar medidas de
excepción. Ente ellas abolió al Partido Comunista y persiguió a sus
miembros y dirigentes a los que señalaron (falsamente) como los
responsables. No se quedó allí, presentó ante el parlamento una ley
llamada de Habilitación Especial. Este nuevo instrumento le conferiría
plenos poderes, dejaría al Parlamento convertido en algo ornamental. La
Constitución de Weimar requería mayorías especiales para que una ley de
ese tipo saliera. Los dos tercios de los legisladores debían aprobarla.
Ese no iba a ser un obstáculo para Hitler y sus hombres a los que la
llegada al poder les terminó de desbocar sus ambiciones. No querían que
hubiera nadie más que ellos. Al otro, al distinto, al que pensaba
diferente, había que eliminarlo. Esa lógica (y el poder que la sociedad
alemana le permitió irrogarse y hasta le cedió) terminó en la peor
tragedia del Siglo XX.
El
resto fue retorcer algunas cuestiones reglamentarias, presionar y
extorsionar a algunos de los parlamentarios, comprar a otros y dejar a
los socialdemócratas expresar su descontento en franca minoría, como si
les dieran una última posibilidad de quejarse en público, como si fuera
la salida a empujones de la escena. La Ley Habilitante tenía un nombre
oficial más pretencioso (y visto a la distancia, delirante): Ley para el Remedio de las Necesidades del Pueblo y del Reich.
¿Cuál era ese remedio? Darle todo el poder a Hitler. Que los tres
poderes se fundieran en él, convertirlo en máximo autoridad y en la
única palabra. En la fuente de legitimidad de cada norma. La palabra de Hitler era la Ley Suprema.
La
norma tenía cinco artículos y su redacción técnica y algo enrevesada
podía confundir. Para que eso no sucediera, para que se entendiera de
manera cabal su alcance, Joseph Goebbels dijo al día siguiente: “La
voluntad del Führer ha quedado establecida totalmente, los votos ya no
importan más. Sólo el Führer decide”. Y después agregó en un
rapto infrecuente de sinceridad, quizá vulnerable a la sorpresa
agradable (para él): “Esto ha sucedido mucho más rápido de lo que
imaginábamos”.
Y
así era. El ascenso había sido meteórico y fruto no sólo de la
persistencia y ambición de Hitler, de su falta de escrúpulos, sino
también de circunstancias confusas, de un tiempo inestable, que Hitler
hizo jugar a su favor con su voracidad implacable e impúdica.
Durante
una década, Hitler había intentado acceder al poder. Parecía que nunca
iba a conseguirlo. Pero todo cambió el 30 de enero de 1933
En esos primeros meses de 1933
cambió la historia de Occidente para siempre. Hitler no sólo llegó al
poder, sino que eliminó a sus rivales y opositores, destruyó la división
de poderes, su palabra fue la instancia superior del estado y terminó
prohibiendo toda actividad política. La República de Weimar ya no
existía más. El nazismo comenzaba su periodo de dominio y destrucción.
En
menos de seis meses, Hitler había tomado el control. En Alemania,
durante los brindis de Año Nuevo de 1933, nadie hubiera podido prever el
estado de situación que presentaría el poder en su país para mitad de
ese año.
Durante una década, Hitler había intentado acceder al poder. Parecía que nunca iba a conseguirlo. Pero todo cambió el 30 de enero de 1933.
Esa
noche Berlín se llenó de gente. Marchaban con aire marcial pero en el
filo del desborde. Vociferaban y cantaban. Llevaban antorchas que
blandían en el aire y encendían la oscuridad. Algunos estaban de negro,
otros de uniforme. Estaban celebrando la llegada al poder de su líder.
Hitler miraba a la muchedumbre autoiluminada desde un balcón. Se lo veía
satisfecho y feliz. Y decidido. Pero no sólo se trataba de festejos.
Esa masa era un aviso del futuro. Era la manifestación que profetizaba
la llegada del autoritarismo y del horror. De lo que le esperaba a los alemanes que no pensaran como ellos y al resto del mundo.
En
1925 fue nombrado presidente Paul von Hindenburg (en la foto a la
derecha de Hitler), un héroe del conflicto bélico, alguien respetado por
la población y por el resto de la clase política, casi la única
esperanza(Getty Images)
A
veces los grandes movimientos históricos, aquellos que van a alterar la
vida de millones de personas, que van a marcar las décadas porvenir, no
son fruto de una gran preparación, de un movimiento estratégico
brillante y del cálculo sofisticado. En ocasiones lo que más influye es
la inconcebible ambición personal de uno o dos, la vejez de otro, las
cuestiones personales, el egoísmo, el azar, y hasta un mal cálculo:
subestimar al demente, creer que esa locura lo hace débil, en vez de
fortalecerlo.
Después de la Primera Guerra Mundial y del Tratado de Versalles,
Alemania debió atravesar la derrota, la escasez y la humillación. Esto
tuvo altos costos humanos, económicos y morales. De a poco el país
pareció salir del pozo. En 1925 fue nombrado presidente Paul von Hindenburg,
un héroe del conflicto bélico, alguien respetado por la población y por
el resto de la clase política, casi la única esperanza.
Por
su parte, Hitler encabezó en 1923 un intento de golpe de estado
fallido. Fue detenido y condenado a prisión. Lo que para otro hubiera
significado el ocaso de su carrera política, para él constituyó un
trampolín. El poco tiempo que pasó en prisión lo utilizó para escribir (y dictar) Mi Lucha.
En 1925 fue amnistiado. A partir de ese momento intentó acercarse al poder. El Partido Nazi
era una fracción minoritaria del electorado. Muy minoritaria. En las
elecciones legislativas de 1928 consiguió sólo 12 escaños, obtuvo
800.000 votos. Pero al año siguiente todo cambiaría. El Crack del 29
arrasó a la clase trabajadora alemana, como a la de otras partes del
mundo. La crisis económica fue feroz. En pocos meses el desempleo se
convirtió en una pandemia. Millones de desocupados tratando de
subsistir, de conseguir de alguna manera el alimento diario para su
familia. Ante ese panorama, la clase política tradicional quedó
desautorizada. Los que ganaron espacio fueron los que encarnaron los
discursos radicalizados, los extremos del arco político, los que
prometían medidas enérgicas, cambios abruptos y que encontraban enemigos
tangibles a los que apuntaban y deseaban destruir: el Partido Nazi y el Partido Comunista. Las dos propuestas multiplicaron por veinte sus votos previos.
Benito Mussolini y Adolf Hitler, durante una visita del italiano a Berlín antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial
El
comunismo llegó a tener el 30% del electorado. Eso explica por qué
tiempo después, Hitler lo eligió como el primer blanco. Sabía que de
fracasar, el voluble electorado se inclinaría por la opción opuesta, que
ya se había mostrado cautelosa. Los dirigentes comunistas fueron
perseguidos y encarcelados, la organización prohibida. Pero a los pocos
meses, los nazis se dieron cuenta que eso no alcanzaba dado que los
votantes que habían votado a los comunistas podían inclinarse por otras
propuestas, alguien podía usufructuar ese descontento. Fue allí que Hitler decidió prohibir todos los partidos políticos.
El
partido nazi fue que más votos sacó en las elecciones legislativas
1932. Llegó al 37% de los votos. Sin embargo no pudo alcanzar la mayoría
necesaria para formar gobierno. Y en la elección presidencial fue
vencido en segunda vuelta por Hindenburg, que ya anciano con 83 años, no
pudo, según deseaba, retirarse: le pidieron que se presentara porque
era el único capaz de frenar a Hitler.
Hitler y Goebbels
pusieron en marcha un nuevo sistema proselitista. Subidos a lo que
producía esa oratoria histérica y siempre asertiva, que eludía los giros
formales con los que los políticos se solían expresar y ahondando en
las heridas, en las llagas, de la desesperante situación económica no
sólo utilizaron panfletos y carteles con sus propuestas e invectivas
contra los oponentes. Hitler, gracias al novedoso esquema diseñado por
Goebbels, llegó hasta cada gran ciudad y distrito importante alemán. Con
un avión viajaba a las poblaciones y entraba en contacto directo con el
electorado. Era el único que lo hacía.
El historiador Henry Ashby Turner en su libro A Treinta Días del Poder
narra cómo fueron los movimientos, las negociaciones y hasta los
equívocos que pusieron a Hitler frente a la cancillería a principios de
1933. Y aclara que Hitler no tomó el poder, en el sentido de haber
forzado las instituciones, sino que le fueron abiertas las puertas del
gobierno. Y él aprovechó la ocasión.
Los
gobiernos alemanes eran muy inestables. Nadie conseguía los apoyos
legislativos necesarios y la situación económica atroz añadía
incertidumbre. Había elecciones cada pocos meses y los gobernantes
duraban muy poco en el poder. Esa insatisfacción fue aprovechada por Hitler que era muy mal mirado por el resto de la clase política.
El
historiador Henry Ashby Turner en su libro A Treinta Días del Poder
narra cómo fueron los movimientos, las negociaciones y hasta los
equívocos que pusieron a Hitler frente a la cancillería a principios de
1933(Getty Images)
Tejió
algunas alianzas, hizo promesas que no pensaba cumplir, presionó a von
Hindenburg y aceptó tener en su primer gabinete sólo dos ministros de su
confianza, en carteras no demasiado relevantes. Comprendió que ese era
el precio para acceder a lo más alto. Pero también sabía que si no
modificaba varias situaciones, sino construía poder y eliminaba a los
enemigos y a las amenazas que lo rodeaban (casi lo acosaban), su paso
por la primera magistratura sería efímero.
Le había costado llegar hasta ahí y estaba dispuesto a todo para hacerlo. La prohibición de los partidos políticos fue el último paso.
Sus
rivales lo subestimaron. Alguien pensó que con lo grave que era la
situación del país, Hitler serviría como fusible, que al permitirle
llegar al poder lo neutralizaban para siempre porque fracasaría con
mucha velocidad. Esa subestimación, al muy poco tiempo, se reveló como
un erro colosal.
Tal
vez la primera señal pasó desapercibida y fue la misma noche del 30 de
enero cuando fue nombrado Canciller. Los partidarios nazis salieron a
festejar a las calles. Marcharon con antorchas, celebrando y hasta
atemorizando al resto. Ese fue el primer aviso de que lo que vendría
sería diferente a lo que se había vivido hasta el momento. Los gobiernos
que lo antecedieron no habían provocado ese entusiasmo.
En
los meses siguientes Hitler les demostró el error que habían cometido.
Aquellas promesas de campaña, que hablaban de grandeza, de recuperar el
territorio perdido en la guerra anterior, de limpieza racial, de
regresar a lo germánico y que se referían a la eliminación de lo
distinto, estaba dispuesto a cumplirlas. El incendio al Reichstag, la Noche de los Cuchillos Largos,
la Ley Habilitante, la eliminación y proscripción de los opositores,
las medidas antisemitas, el desarrollo de las fuerzas paramilitares y su
incorporación a la estructura formal del estado, las leyes arbitrarias
que sólo estaban destinadas a darle más poder.
En seis meses, Hitler ya estaba asentado en el poder y el Tercer Reich y la matanza atroz se habían puesto en marcha.
Istvan Reiner, un niño de 4 años, posa para un retrato. Fue asesinado poco después de que se tomara esta foto en el campo de concentración de Auschwitz.
No se sabe mucho sobre Reiner, excepto que fue enviado con su abuela a Auschwitz poco después de que se tomara esta fotografía y fue gaseado en la cámara de gas.
Las mujeres y los niños solían ser gaseados al llegar al campamento. A los hombres a veces se les evitaba realizar trabajos físicos, como trabajos industriales, mineros o agrícolas. Las víctimas fueron conducidas a cámaras de gas y se les dijo que se iban a duchar. En cambio, se despojó a la gente de sus ropas y artículos y se metió en habitaciones donde se liberó gas venenoso, matando a todos los que estaban dentro. Luego, los cuerpos fueron incinerados y, a veces, las cenizas se usaron como fertilizante para cultivos consumidos por humanos.
Reiner es solo un ejemplo de los cientos de miles de niños que fueron asesinados durante este tiempo de la historia.
El fracaso del intento de golpe de los nazis en 1923 hizo que los nazis se dieran cuenta de que la fuerza no siempre era la mejor solución. El fracaso enseñó a los nazis que la participación masiva era necesaria para lograr sus objetivos. Esta participación requería una base legal para garantizar que el público cooperara con los nazis como un deber cívico .
Hitler puso en práctica esta lección tan pronto como se convirtió en Canciller . Primero, convenció con éxito al presidente Paul von Hindenburg para que firmara el Decreto del Incendio del Reichstag después del incidente del incendio del Reichstag
a fines de febrero de 1933, que esencialmente suspendió la Constitución
y la mayoría de las libertades civiles en el país, lo que le dio a los
nazis rienda suelta para eliminar a sus oponentes políticos. Después de la muerte de Hindenburg en 1934, Hitler hizo que el Reichstag aprobara la Ley Habilitante,
que no solo fusionó las oficinas del presidente y el canciller en una
sola oficina, sino que también otorgó al canciller el poder de hacer
leyes sin la aprobación del Reichstag. Este
nuevo poder significó que los nazis ahora podían convertir libremente
sus ideologías políticas en políticas nacionales sin preocuparse por los
obstáculos de la legislación existente.
En
la práctica, sin embargo, Hitler utilizó principalmente este poder para
asegurar el control personal sobre las fuerzas armadas, particularmente
durante el curso de la guerra. Logró
esto mediante la emisión de instrucciones ejecutivas llamadas
"Directrices del Führer", que eran absolutamente vinculantes y debían
seguirse al pie de la letra sin cuestionamientos. Las Directivas reemplazaron todas las demás leyes del país, incluida la Constitución. Sin
embargo, no deben confundirse con las Órdenes del Führer, emitidas al
final de la guerra, que eran más precisas y de bajo nivel, y podían ser
escritas u orales. Eran tan vinculantes como las directivas más generales. [1]
Instrucciones para operaciones de invierno en el Ártico
Instrucciones
para el Alto Mando del Ejército, Noruega, la marina y la fuerza aérea
para operaciones de invierno en y alrededor del norte de Noruega,
Finlandia y las regiones árticas soviéticas.
Instrucciones para una acción intensificada contra el bandolerismo en el Este
47
28 de diciembre de 1942
Describe
la cadena de mando para el sureste del Mediterráneo y las estrategias
defensivas para un posible ataque aliado en los Balcanes y las islas
circundantes.
48
26 de julio de 1943
Medidas de mando y defensa en el sureste
49
julio de 1943
Se cree que es un plan de contingencia para apoderarse de las posiciones italianas en caso de que se retiren de la guerra.
¿No sobreviviste?
50
28 de septiembre de 1943
Sobre los preparativos para la retirada del 20º Ejército de Montaña al norte de Finlandia y el norte de Noruega