José Ignacio Warnes: el general con el pecho roto y la causa encendida
José Ignacio Warnes, nacido en Buenos Aires en 1770, provenía de una familia acomodada del virreinato, pero eligió un camino contrario al de sus privilegios: la lucha por la libertad. Desde joven se involucró en la vida militar, integrando el Cuerpo de Blandengues de Montevideo, y combatiendo en las Invasiones Inglesas de 1806 y 1807. Con la Revolución de Mayo de 1810, se sumó al bando patriota, alentado por su amistad con Manuel Belgrano, quien lo consideraba de plena confianza y lo integró a su campaña.
Warnes participó en batallas fundamentales como Tucumán y Salta, y fue asignado al mando del Regimiento N.º 6. Belgrano le encomendó una misión decisiva: liberar Santa Cruz de la Sierra, una ciudad aislada y dominada por los realistas. Con pocos recursos pero con gran determinación, Warnes cruzó el Chaco Boreal y logró organizar una resistencia popular compuesta por esclavos liberados, indígenas y mestizos. Formó el Batallón de Pardos y Morenos, promovió la igualdad y decretó la libertad de los esclavos sin esperar órdenes. Gobernó con justicia, disciplina y coraje.
Sin respaldo real desde Buenos Aires, Warnes defendió Santa Cruz con convicción. En 1814 triunfó en la batalla de La Florida, derrotando al comandante realista Blanco. Pero su independencia política y militar lo enfrentó con las autoridades porteñas, que enviaron a Santiago Carrera a reemplazarlo. Carrera fue asesinado por el pueblo, que defendía a Warnes.
La situación se agravó cuando el apoyo militar disminuyó y otros líderes patriotas caían uno a uno. En 1816, tras recibir el Acta de la Independencia, Warnes enfrentó a las tropas del traidor cruceño Aguilera en la batalla de El Pari, librada el 21 de noviembre. A pesar de luchar con inferioridad numérica y recursos precarios, resistió con valentía. Murió en combate, destrozado por una bala de cañón. Su cabeza fue exhibida en una pica en la plaza pública. Sin embargo, su muerte no aplacó la resistencia: el pueblo de Santa Cruz continuó luchando en su nombre.
Años después, en 1825, Santa Cruz fue liberada y los restos de Warnes fueron enterrados con honores. Aguilera, el traidor, también fue ejecutado y su cabeza terminó como la de Warnes: en una pica, en un acto de justicia histórica.
Belgrano, profundamente dolido, escribió a la madre de Warnes destacando su heroísmo y calificándolo como un verdadero hijo de la patria. En Bolivia, Warnes es recordado como prócer: una ciudad y una provincia llevan su nombre. En Argentina, su memoria permanece relegada, reducida a una calle de repuestos en Buenos Aires. El reconocimiento oficial como general aún no ha sido formalizado.
Warnes representa a los héroes que pelearon en los márgenes, con barro en los pies y la patria en el corazón. Su legado no es solo el de un combatiente, sino el de un hombre que creyó en la libertad de los más olvidados. Su historia es un llamado a la memoria y a la justicia.
El “Abrazo de Maipú” entre José de San Martín y Bernardo O’Higgins, luego de la victoria e la batalla de Maipú.
La independencia de Chile: una gesta compartida con el Río de la Plata, y un posterior repliegue
La independencia de Chile, formalmente alcanzada en 1818, no fue un proceso puramente interno ni aislado del contexto regional. Muy por el contrario, fue parte de un esfuerzo conjunto en el marco más amplio de las guerras de independencia sudamericanas, y no podría haber tenido éxito sin la intervención decisiva de las fuerzas provenientes del Río de la Plata. Sin el Ejército de los Andes, organizado, financiado y conducido desde Mendoza por José de San Martín, es muy poco probable que los patriotas chilenos hubieran podido derrotar por sí solos al ejército realista.
El proceso independentista chileno se inicia en 1810, al igual que en otras regiones del continente, tras conocerse la noticia de que Napoleón había depuesto al rey español Fernando VII. En Santiago, una junta de gobierno reemplazó al gobernador realista y comenzó a implementar reformas, abriendo los puertos al libre comercio y desplazando a las autoridades coloniales. Sin embargo, esta primera etapa del proceso se vio empañada por profundos conflictos internos entre los sectores radicales, encabezados por José Miguel Carrera, y los moderados, liderados por Bernardo O’Higgins. Entre 1811 y 1814, esta lucha fratricida debilitó enormemente al movimiento patriota.
Los realistas aprovecharon esta división y, desde el Virreinato del Perú, lanzaron una ofensiva contundente. El punto culminante de esa reacción monárquica fue la batalla de Rancagua en octubre de 1814, donde las fuerzas patriotas fueron completamente derrotadas. Las tropas realistas retomaron Santiago y reinstauraron el control colonial. O’Higgins y otros patriotas chilenos se vieron obligados a cruzar los Andes y refugiarse en Mendoza, donde encontraron apoyo en el entonces gobernador de Cuyo, José de San Martín.
San Martín tenía un objetivo estratégico claro: liberar el Perú, centro neurálgico del poder realista en Sudamérica. Para llegar a Lima, comprendió que primero debía asegurar el control de Chile, que ofrecía una salida al Pacífico y una base de operaciones clave. Con ese fin, y con el aval del gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata, comenzó a preparar un ejército profesional y disciplinado en territorio cuyano. Este ejército, conocido como el Ejército de los Andes, estaba compuesto por soldados provenientes mayoritariamente del actual territorio argentino, además de exiliados chilenos.
Batalla de Maipú, pintada en 1837
En enero de 1817, alrededor de cinco mil hombres emprendieron la arriesgada travesía de los Andes, en una campaña que pasaría a la historia no solo por su audacia militar, sino también por su coordinación logística y su significado político. La victoria en la batalla de Chacabuco, el 12 de febrero de 1817, permitió la entrada triunfal de las tropas patriotas en Santiago. Aunque aún quedaban focos de resistencia realista, la ofensiva ya era irreversible.
San Martín rehusó asumir el poder político en Chile y lo dejó en manos de O’Higgins, quien fue nombrado Director Supremo. Mientras tanto, el Ejército de los Andes continuó preparándose para el enfrentamiento definitivo. Éste se produjo el 5 de abril de 1818 en la batalla de Maipú, donde las fuerzas patriotas vencieron rotundamente al ejército realista. La victoria aseguró la independencia de Chile. El “abrazo de Maipú” entre San Martín y O’Higgins se convirtió en un símbolo de unidad y fraternidad entre los pueblos del Río de la Plata y Chile.
Generales José de San Martín (izquierda) y Bernardo O’Higgins (derecha) durante el cruce de los Andes.
Es importante destacar que esta independencia no hubiera sido posible sin el accionar decisivo del Ejército de los Andes, formado y sostenido desde el territorio de las Provincias Unidas. No solo proveyeron la conducción militar y los soldados, sino también los recursos económicos, la logística, el armamento y el proyecto político que articulaba estas campañas en una estrategia continental.
Una vez consolidada su independencia, sin embargo, Chile adoptó una posición marcadamente más cauta —algunos dirían pasiva— frente a la continuación de la lucha por la libertad en el resto de Sudamérica. Si bien fue desde territorio chileno, y con el respaldo de su naciente marina comandada por el británico Lord Cochrane, que San Martín organizó la expedición al Perú, la colaboración de las autoridades chilenas fue limitada. Chile, concentrado en su organización interna y en consolidar su soberanía, no participó activamente con tropas ni recursos significativos en la campaña peruana.
Esto contrastó con el papel continuo que jugaron las Provincias Unidas del Río de la Plata, donde pese a sus propias divisiones internas, sectores importantes siguieron comprometidos con la causa de la independencia continental. El aislamiento relativo de Chile frente a esta lucha mayor se interpretó en algunos círculos como una forma de retraimiento, que marcó una diferencia sustancial respecto al espíritu integrador que había caracterizado los años de 1817 y 1818.
Batalla de Maipú
Desde el punto de vista militar, la batalla de Maipú fue un punto de inflexión. San Martín, al observar fallas en el despliegue de los realistas, anticipó la victoria. El combate comenzó a las 11 de la mañana, con un bombardeo de artillería patriota sobre el flanco izquierdo enemigo. La caballería al mando de Escalada capturó la artillería realista y la volvió contra ellos. Si bien el regimiento de Burgos logró infligir bajas significativas al ala izquierda patriota —formada en parte por esclavos liberados—, una carga decisiva de los granaderos de Hilarión de la Quintana quebró esa resistencia. Rodeados y superados, los realistas comenzaron a dispersarse. Muchos fueron abatidos durante la retirada.
El grueso de las fuerzas realistas quedó atrapado entre las unidades comandadas por Las Heras, Alvarado y Zapiola. El comandante realista Osorio huyó con un puñado de jinetes hacia Talcahuano. El resto del ejército realista fue aniquilado o capturado. En total, murieron alrededor de 2.000 soldados realistas y otros tantos fueron hechos prisioneros. Todo su parque de armas, artillería, pertrechos y suministros pasó a manos patriotas.
O’Higgins, herido aún de un combate anterior, llegó en los últimos momentos de la batalla y proclamó: “¡Gloria al salvador de Chile!”, en referencia a San Martín. Ese gesto fue un reconocimiento implícito de que la libertad de Chile había sido conquistada, en gran parte, por manos extranjeras, aunque hermanas en el proyecto emancipador.
En suma, la independencia chilena fue fruto de una gesta regional, no local. Sin la ayuda fundamental de las Provincias Unidas del Río de la Plata, difícilmente se habría conseguido. Sin embargo, tras su emancipación, Chile optó por un camino más introspectivo, contribuyendo solo de forma marginal a las campañas posteriores que culminarían con la independencia de Perú y el resto del continente.
Autos contra Ana María Castellanos, “la más mala yerba o cizaña, capaz
de infestalo y perderlo todo”. Archivo General de la Nación, fondo
Secretaria de la Gobernación y Gobernación Intendencia. ID:
AR-AGN-SGGI01-1428
En marzo de 1780, el fuerte de Carmen de Patagones estaba llegando a su primer año de existencia, su construcción avanzaba lentamente después de una relocalización desde la margen sur a la norte del río Negro. Se iban completando los muros de su planta cuadrada, la estacada y los bastiones; en su interior se habían ubicado la vivienda del superintendente Francisco de Viedma, la capilla, los almacenes, el cuerpo de guardia y los calabozos. Por fuera del fuerte se diseñaron nueve manzanas para las casas de los pobladores que fueron convocados desde Galicia, Asturias y Castilla. Las primeras familias comenzaron a llegar en octubre de 1779 y se agregaron al contingente inicial de oficiales, tropa, peones y presidiarios. La documentación de los legajos de Costa Patagónica da cuenta, casi día por día, de los sucesos de esta empresa colonizadora española que se inició en un lugar tan alejado de los otros centros urbanos de la época, solo accesible por vía marítima. El superintendente se ocupaba tanto de las cuestiones civiles de gobierno como de las militares, desde la administración de justicia al abastecimiento de alimentos, herramientas y materiales, incluyendo las negociaciones con los caciques indígenas de la región. Con ellos, que rápidamente se convirtieron en proveedores indispensables, acordaba el intercambio de bayetas, aguardiente, harina y yerba por vacas y caballos. Suponemos que, además, decenas de interacciones personales o negociaciones de diverso tipo, de las que no han quedado registros, deben haber sucedido entre los pobladores y los “indios” y “chinas” que integraban las comitivas indígenas. En uno de esos encuentros, el poblador Juan Domingo Basiga dio muerte al Capitán Chiquito, pariente de unos de los caciques. Tres días después se inició una información sumaria porque Basiga había intentado fugarse del bergantín en el que estaba preso, en la boca del río. La prueba de ese intento eran unas cartas que le fueron enviadas, estimadas como “un asunto que debía considerarse con mucho sigilo” y dieron origen a otra “sumaria” que se formó a nombre de su autora, Ana María Castellanos.
Los legajos mencionados están repletos de cartas que van dando cuenta de los avatares del fuerte y de su población. Son piezas cortas, con un formato muy estandarizado en cuanto a la redacción y la distribución del escrito en el folio, en ellas los escribientes tienen gran protagonismo como productores de los textos. Judy Kalman ha señalado que la injerencia de esos intermediarios a menudo da lugar a escrituras en colaboración. En este contexto, la carta de Ana es disruptiva. Hay otras voces de mujeres en estos papeles, pero nunca una expresándose por sí misma. Ella escribe sin intermediarios, rompe con los cánones epistolares y el formato establecido, aunque se vale de la pluma y usa cuartillas, un “recado de escribir” que le tuvieron que prestar. Utiliza el lenguaje corriente para convencer a su amado de fugarse “por tierra”, le hace llegar nombres de quienes lo ayudarán, le indica un lugar de reunión, propone unirse a la fuga (“quiero ir contigo”), cansada de su marido, “este borracho”. Puede ser que exagerara los argumentos (“soy capaz de tirar la cabeza al agua”, “los indios me quieren matar”) que se mezclan con frases apasionadas (“no puedo descansar este corazón de suspirar”, “me falta la prenda en que yo me miro”), en algunos pasajes enlaza ambos recursos: “dicen que te van para ahorcar por dios te lo pido que no me dejes que quiero morir contigo”. De las declaraciones de Ana y de sus supuestos cómplices, aunque todos niegan y se contradicen, queda claro que el deseo de huir no era exclusivo de ella, que muchos deseaban escapar de los duros trabajos o de las penas por cumplir, aún a costa de enfrentar el peligro de internarse en territorio indígena por rutas inexistentes.
Al cerrar el expediente, Viedma concluye que “la fuga es ilusoria”, “dimanada de la pasión” que dominaba a Ana y ordena liberar a los detenidos. Parece un final feliz para el momento folletinesco que nos hizo descansar de la monotonía burocrática de estos papeles. Sin embargo, su última línea nos repone a los prejuicios que todavía hoy combatimos: recomienda recluir a Ana a la “casa de la Residencia” en Buenos Aires.
Publicado originalmente en 2021, en Inspiraciones: pensamientos desde archivos.
Primer daguerrotipo del Cabildo original, tomada en 1852. Aún conservaba el reloj español de 1763 y el escudo nacional en la fachada. Se puede notar la ubicación —relativamente cercana al Cabildo— de la Pirámide de Mayo, que hoy está desplazada hacia el centro de la Plaza de Mayo.
En el edificio conocido como Cabildo de Buenos Aires funcionó originalmente el Cabildo de la Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Nuestra Señora del Buen Ayre. Esta institución fue fundada por Juan de Garay en 1580, durante la segunda fundación de la ciudad. Tras la Revolución de Mayo de 1810, que derrocó al virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros y desencadenó la guerra por la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata, el cabildo se transformó en una Junta de Gobierno, que funcionó hasta su disolución en 1821 por orden del gobernador Martín Rodríguez.
En el mismo edificio también tuvo sede la Real Audiencia de Buenos Aires, el tribunal de apelación más importante del territorio, desde el 6 de abril de 1661 hasta el 23 de enero de 1812, cuando fue reemplazado por una Cámara de Apelaciones.
El 13 de septiembre de 1810, la Primera Junta creó la Biblioteca Pública de Buenos Aires, cuya primera sede —durante dos años— fue este edificio.
Sin embargo, la institución que ocupó el Cabildo por más tiempo fue la Cárcel de Buenos Aires, que funcionó allí desde 1608 hasta 1877, cuando se trasladaron los presos a la Penitenciaría Nacional de la calle Las Heras, hoy desaparecida.
Desde noviembre de 1939, el edificio funciona como museo.
Actualmente, la expresión “Cabildo de Buenos Aires” se refiere al edificio que albergó al antiguo ayuntamiento y que, tras diversas modificaciones estructurales, es hoy el Museo Histórico Nacional del Cabildo y de la Revolución de Mayo.
El edificio está ubicado en la calle Bolívar 65, en el solar originalmente asignado por Juan de Garay, justo frente a la Plaza de Mayo, el núcleo fundacional de la ciudad. Fue declarado monumento histórico nacional en 1933 y su aspecto actual se fijó tras las remodelaciones de 1940.
Speedwell. El naufragio de los piratas británicos que precedió a la fundación de Mar del Plata
En 1742, antes de la llegada de los jesuitas y la fundación del Puerto de la Laguna de los Padres, un grupo de marinos ingleses padeció mil desventuras hasta que fue capturado.
El 18 de septiembre de 1740 salió de Inglaterra una escuadra con seis embarcaciones a cargo del almirante George Anson rumbo al Pacífico. El objetivo era claro: saquear las colonias españolas de América del Sur.
El MS Wager integraba una escuadrilla de seis barcos que el Comodoro Anson había enviado el 18 de setiembre de 1740 a las colonias españolas del Pacífico, para apoderarse de sus riquezas.
El 14 de mayo de 1741, a causa de un temporal, una de las naves –la fragata Wager– se separó de la flota y naufragó en el Golfo de Penas dentro del archipiélago de Guayaneco, muy cerca de caleta Tortel (Chile). La situación de la tripulación no pudo ser más caótica y penosa, al punto de no poder evitar un motín. Luego de encallar en esa suerte de restinga frente a los desolados cantiles de aquella ribera, se trasladaron a una isla a doscientas millas de Chile. Del naufragio se salvaron los botes, todo el malotaje, armamentos, víveres, una campana de bronce y lo que tenían en cubierta.
La isla les sirvió de refugio. Utilizaron maderas para levantar unas viviendas muy precarias y se dedicaron por completo a reparar las embarcaciones. Por suerte, en el lugar había habitantes indígenas pacíficos que les proporcionaban alimentos. Fue entonces cuando se escuchó un disparo que inició el principio de sus desventuras. El capitán Cheap con su pistola humeante en la mano, le había disparado al oficial Cozens, quien sangraba profusamente por una herida en el pecho. Mientras Cozens se quejaba del dolor, el segundo capitán de la fragata, Pemberton, un sargento de brigada y el carpintero Cummius se juntaron para ponerse de acuerdo y desarmar al capitán Cheap.
Capitán David Cheap. Wikipedia
Por la noche, entre varios hombres encabezados por Pemberton, lograron desarmar y reducir a Cheap. Finalmente, se tomó la decisión de volver a Inglaterra. No había chances de reunirse con la escuadra de Anson: encontrarla en el Pacífico era como buscar una aguja en un pajar. Resolvieron entonces construir una embarcación pequeña con los restos de la fragata Wager, que solo alcanzaban para una balandra pequeña o, a lo sumo, una goleta.
Un largo regreso a casa
Al cabo de cinco meses, el carpintero Cummius armó, en un improvisado astillero, una goleta que bautizaron con el nombre de Speedwell. Fueron cinco interminables meses desprovistos de las más elementales normas de convivencia. Quien llevaba el mando de los trabajos, era el designado capitán Pemberton. Había dispuesto una guardia para mantener vigilado a Cheap y sus hombres. Algunos de ellos se dedicaban a la pesca y a la caza, el resto ayudaba a Cummius en la construcción de la nave y los que quedaban sin tareas, montaban guardia cuidando a Cheap.
El Wager quedó encallado el 14 de mayo de 1741 a 200 millas al sur de Chiloé.
Ese capitán había sido tan malvado en todo el viaje, que todos preferían estar a las órdenes de Pemberton. Cuando terminaron la goleta, se pasaron largas horas observándola. Se sentían dueños de ella, ya que la habían construido con sus propias manos. No pasó mucho tiempo hasta tener todo listo para partir. Pemberton no quería correr riesgos de un motín a bordo. Se decidió que el capitán Cheap y sus oficiales irían en la falúa y en el bote del Wager. El resto, navegarían a bordo de la Speedwell.
Comenzaron su largo retorno siguiendo la línea de la costa hacia el sur. La goleta navegaba extraordinariamente bien, pero su línea de flotabilidad no era la indicada. Era demasiado peso el que movía, y si el mar se embravecía, corrían un serio riesgo de hundimiento. Pemberton lo sabía. Decidió volver hacia la orilla y dejar a doce hombres librados a su suerte.
Mar del Plata a la vista
La navegación diaria se hacía muy difícil. Las existencias de comida se habían terminado y se alimentaban muy mal. En esas condiciones, Pemberton decidió tocar tierra nuevamente y comenzaron a buscar un lugar adecuado para fondear el buque. Finalmente encontraron lo que estaban buscando. Era una costa extraña. Cuando se estaban acercando, podían divisarse con el catalejo gran cantidad de lobos marinos, caballos salvajes, perros cimarrones, cerdos montaraces o pecaríes, lo cual les llamó mucho la atención. Los hombres estaban famélicos, algunos se encontraban sin fuerzas ya. Cuando vieron tanta vida salvaje sin poder resistirse, se tiraron al agua para ser los primeros en cazar algo que llevarse a la boca. Uno se ahogó.
Los tripulantes del Speedwell llegaron a las costas de Mar del Plata en 1742 Ricardo Hogg. Colección César Gotta.
A esta altura ya estaban hartos de comer foca hedionda. De los 43 hombres que partieron de Puerto Deseado, solamente quince se encontraban en buenas condiciones para nadar, mientras que los otros se encontraban con claras muestras de desnutrición y cansancio. Los que siguieron nadando llegaron a la costa y pudieron conseguir alimento y agua. Podían considerarse salvados.
Era un 10 de enero de 1742, cuando la goleta Speedwell llegó a esas playas a una distancia relativamente corta de la costa y a una profundidad de ocho brazas se detuvieron y la denominaron “Bahía del Bajío” por haber coincidido la llegada con una bajamar. Los hombres que se encontraban en la goleta, desenrollaron la baderna para hacer una balsa improvisada que sirvió para desembarcar parte de los tripulantes. Llevaban, además, armas, municiones, implementos para pescar, cuchillos y hachas. El 12 de enero decidieron echar ancla frente a esas costas bravías.
Una vez obtenidas las provisiones, el grupo de tierra se dividió. Se asignó a cinco hombres la tarea de llevar algunos víveres a bordo del Speedwell. El resto, Guy Broadwater, Samuel Cooper, Benjamín Smith, John Duck, Joseph Clinch, John Andrews, John Allen e Isaac Morris, serían los encargados de buscar alimentos en tierra.
Abandonados a su suerte
Al pretender volver a la nave, no pudieron hacerlo por estar el viento al sudeste, temible por su violencia en esta costa. Y luego sucedió lo inconcebible. La goleta levó anclas, se alejó del fondeadero, y se perdió de vista. Era evidente que habían sido abandonados.
Ese golpe inesperado dejó a esos ocho sobrevivientes –los ocho primeros “turistas” de Mar del Plata– en una parte del mundo salvaje y desolada, fatigados, enfermos y desprovistos de víveres. El lugar habitado más cercano del que tenían noticias era Buenos Aires, a unas 300 millas al noroeste, pero estaban por el momento en muy pobre condición para emprender ese viaje.
Los ocho marinos abandonados en la costa marplatense improvisaron un refugio en las cavernas de la barranca costera.Ricardo Hogg. Colección César Gotta.
No tuvieron mas remedio que enfrentar la situación y construyeron un refugio al pie de la barranca, excavando una de las tantas cavernas naturales que había en el lugar, cuya formación de arcilla arenosa lo permitía. Para alimentarse, se dedicaron a la pesca y a cazar pecaríes. A pocos metros tenían un ojo de agua dulce.
Al comienzo de la primavera intentaron dos veces llegar a Buenos Aires para entregarse a las autoridades españolas y terminar así ese calvario. Mientras caminaban sin éxito –prácticamente sin un rumbo fijo– luego de haber recorrido un tercio del camino, retornaron desanimados por no conocer el terreno.
Una tarde, la desgracia ensombreció el razonable equilibrio que habían conseguido, pues al regresar de una de sus acostumbradas excursiones de caza por los alrededores, Isaac Morris y Duck se encontraron frente a un macabro hallazgo: tirados en el piso y sangrando copiosamente de sus gargantas se encontraban muertos Broadwater y Smith. ¡Estaban degollados! Clinch y Allen habían desaparecido... ¡Y la caverna había sido saqueada! Ante estas terribles circunstancias, Cooper, Duck, Andrews y Morris, se sintieron empujados a emprender el proyectado camino a Buenos Aires. Epílogo de una larga desventura
Al día siguiente prepararon las pocas cosas que les quedaban e iniciaron la marcha, seguidos de algunos perros y un par de chanchos. Pero siempre volvían al punto de partida. No estaban seguros de exponerse por la costa, teniendo en cuenta, además, que eran sólo cuatro. No podían protegerse de las amenazas, y así, a un año de haber llegado a esas costas, los náufragos fueron capturados por la tribu del cacique Cangapol quien, después de tenerlos prisioneros por un tiempo, los vendió como esclavos.
El investigador Alberto E. Flugel junto al autor de la nota, Pablo Junco, en la Reducción de Nuestra Sra. del Pilar de Puelches. Gentileza Pablo Junco
Fueron pasando de mano en mano hasta que todos se perdieron de vista. John Duck, que era de raza negra, terminó vendido como esclavo cerca de Córdoba en manos de un acaudalado del norte de Buenos Aires. Cooper, Andrews y Morris años después fueron rescatados por un buque negrero inglés que pasó por Buenos Aires, llamado Grey y más tarde destinados a trabajos forzados en el buque inglés Asia, que estaba en el puerto de Montevideo. Morris pudo embarcar hacia Londres el 28 de abril de 1746, previo paso por Montevideo.
Siete meses más tarde de esta aventura, unos padres jesuitas decidieron instalarse muy cerca de esas tierras y fundar una orden a la que llamarían Nuestra Señora del Pilar de Puelches, lo que más tarde sería el Puerto de Laguna de los Padres, y finalmente Mar del Plata. Pero esa es otra historia…
La increíble historia del Batallón de Buenos Ayres del Ejercito de Galicia
La primera invasión inglesa a la ciudad de Buenos Aires en 1806 encontró muy poca oposición; las defensas porteñas fueron sobrepasadas rápidamente y apenas tres días después del desembarco, las tropas británicas hacían flamear su bandera triunfalmente. Dos meses más tarde, los criollos al mando de Santiago de Liñiers avanzaron hacia el viejo parque de artillería y derrotaron al destacamento rival. Desde allí siguieron combatiendo hacia la Plaza Mayor, de donde expulsan a los ingleses y logran recuperar el control de la ciudad.
Luego de la Reconquista, el Virreinato del Río de la Plata volvió a enviar tropas a la Banda Oriental del Uruguay para fortalecer las defensas en caso de otro ataque inglés, que sucedió rápidamente.
A principios de 1807, iniciando la Segunda Invasión, pero esta vez con mayor armamento, los británicos bombardearon Montevideo varios días y tomaron la ciudad. Los oficiales de mayor rango fueron capturados y ante la negativa a ser intercambiados por presos ingleses, los enviaron a Londres para ser encarcelados.
La guerra continuó en tierras argentinas, pero la resistencia del pueblo local hacia una nueva invasión y las milicias mejor organizadas lograron vencer al enemigo invasor. En este contexto es donde sobresale la actuación de la tropa del “Tercio de Gallegos”, un grupo de soldados voluntarios nacidos en Galicia que ejecutó las acciones más gloriosas de la batalla, como lo explica Manuel Mera en su excelente artículo “Galegos na defensa de Bos Aires”.
Tras la rendición definitiva del general Whitelocke ambos bandos acuerdan devolverse recíprocamente a sus prisioneros. Luego de varios meses en prisión, los oficiales rioplatenses capturados en Montevideo recuperaron su libertad. Pero en vez de devolverlos al sitio donde los secuestraron, fueron conducidos en buques desde Plymouth a diversos puertos de la península ibérica: Así comenzaba a gestarse un sorprendente “intercambio de favores”.
Las tropas liberadas habían quedado dispersas en distintas zonas del norte de España, principalmente en Galicia y Asturias. No tenían ni ropa; así consta en un comunicado firmado en Oviedo el 4 de febrero de 1808 que reza “Debido a la falta de fondos para adquirir vestuarios, se ha visto en la necesidad de tomar 18 camisas de los despojos que aún quedaban del Regimiento de Nobles, ya que es voluntad del Rey que se vistan estos soldados”.
Mientras esperaban el regreso a su patria, con mucho esfuerzo lograron reunirse todos en La Coruña, cuando el 2 de mayo de 1808 el pueblo se levanta contra Napoleón. Las provincias comienzan a gobernar en nombre del Rey y forman unidades militares propias para la Guerra de la Independencia. Es entonces cuando la Junta Gubernativa de Galicia crea el “Ejército de Galicia” y convoca a las tropas liberadas, ya que en ese momento hubiera sido imposible transportar un regimiento desde América debido al mencionado bloqueo.
Los casi mil soldados veteranos provenientes de nueve unidades del Virreinato del Río de la Plata que habían sido tomados prisioneros por el ejército británico durante la conquista de Montevideo, se unieron a la infantería del Ejército de Galicia recibiendo el nombre de “Batallón de Buenos Aires”. Si bien en el grupo había integrantes de Uruguay y Paraguay, el nombre del batallón abrazaba el recuerdo de la tierra de donde provenían la gran mayoría de ellos.
También llamados “Colorados de Buenos Aires”, por utilizar uniformes ingleses de guerras anteriores (tomados en 1782 al capturar una fragata que llevaba vestimenta para tres regimientos en Gibraltar), se incorporaron bajo las órdenes del General Blake, destacándose por su experiencia en momentos en que España tenía disponible muy pocos soldados, ya que la mayor parte del ejército formal permaneció en el exterior durante las guerras napoleónicas.
Los integrantes del Batallón Buenos Aires además fueron elegidos para formar diversas unidades de combate, principalmente en el Escuadrón de Dragones del General y el Regimiento de Infantería de Mondoñedo. También fueron incorporados al célebre Regimiento “El Inmemorial del Rey”: Desde el 8 de junio de 1808 hasta 1811, se enfrentaron a los ejércitos napoleónicos en más de una docena de batallas por todo el noroeste español.
En el asedio de Astorga se da una de las grandes paradojas de esta historia: Los integrantes del Batallón de Buenos Aires, que habían sido prisioneros de los ingleses, fueron los encargados de defender la retirada de sus ex captores, que enfermos y agotados huyeron a Inglaterra desde el puerto de La Coruña. Una de las tantas acciones heroicas que los llevó a recibir media docena de distinciones, entre ellas la de “Beneméritos de la Patria”.
Luego de muchas bajas e incorporados en otros regimientos, varios miembros del Batallón aún permanecían a fines de 1810 formando parte del Ejército de Galicia, asentados en las bases de Puebla de Trives, La Coruña y Ferrol, que incluyó una nueva campaña hacia las costas cantábricas. Un año después, por los procesos de independencia de las colonias, España desmovilizó el Batallón Buenos Aires definitivamente, siendo la primera y única tropa española de América que luchó en suelo europeo.
Poco más de 20 soldados lograron volver al Río de la Plata, donde varios de ellos volvieron a destacarse. A Argentina regresaron, entre los más reconocidos, José Rondeau y Antonio Balcarce, que llegaron a ocupar los máximos cargos nacionales; ambos fueron elegidos Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata con un año de diferencia. Y a Paraguay retornó Fulgencio Yegros, quien fue el primer presidente de su país.
Hombres de Argentina, Uruguay y Paraguay, unidos para enfrentar a un invasor pirata colonialista. (como lo fueron durante toda su historia).
Bernardo Gregorio de Las Heras, progenitor de Juan Gregorio, se destacó en los albores de la patria ya sea como militar o como un honesto comerciante
En una época donde las líneas entre el comercio y el servicio militar se entrelazaban con los destinos personales, Bernardo Gregorio de Las Heras emergió como una figura importante en aquellos territorios de ultramar del reino de España en Sudamérica.
Nacido en Belvis, Toledo, en 1749, la vida de Bernardo estuvo marcada por la dualidad entre las armas y el comercio. Era hijo de Francisco Plácido Gregorio y Catalina García de Las Heras.
Como muchos peninsulares, un día partió al lejano Río de la Plata, que por aquel tiempo se denominaba gobernación de Buenos Aires, para establecerse en la pequeña aldea.
Vínculo con la tierra rioplatense
Al poco tiempo de instalarse, Bernardo contrajo matrimonio con Rosalía de Lagacha y Rojas, oriunda de Buenos Aires, tejiendo así un vínculo indisoluble con la región del Río de la Plata.
El matrimonio tuvo varios hijos, pero solo uno se destacó, a quien bautizaron con el nombre de Juan Gualberto, quien vio la luz el 11 de julio de 1780 y que alcanzaría renombre como general del Ejército Libertador de tres países.
En aquellos momentos, como la mayoría de los españoles, Bernardo Gregorio de Las Heras, al igual que su padre, militó en la Tercera Orden de San Francisco, demostrando su devoción religiosa y su compromiso con los valores franciscanos.
Sin embargo, su vocación primera fue la de las armas, iniciando su carrera militar en 1769 en la Infantería de la gobernación rioplatense.
Tres años después, su destino lo llevó a la Caballería como portaestandarte, ascendiendo con rapidez. En 1776, se convirtió en teniente, y cinco años después, alcanzó el rango de ayudante mayor en el mismo regimiento, consolidando su reputación como un militar competente y dedicado.
Campañas militares y pruebas de liderazgo
En 1782, sus servicios fueron requeridos en la campaña contra los portugueses en la Banda Oriental, una región en constante conflicto. Tras esta expedición, recibió la comisión de trasladar prisioneros hasta Mendoza, una tarea que puso a prueba su liderazgo y capacidad organizativa.
En este periodo de su vida no solo evidenció su destreza militar, sino también su capacidad para manejar situaciones complejas y mantener el orden en circunstancias difíciles.
De las armas al comercio
La transición de la vida militar a la comercial no fue un camino sencillo, pero Bernardo Gregorio de Las Heras lo recorrió con igual destreza. Se desempeñó como comerciante en Buenos Aires y Córdoba, demostrando un conocimiento detallado del comercio porteño en una era donde el comercio era tan vital como volátil.
Se conoce que en 1799 estaba muy preocupado por el contrabando que ejercían algunos comerciantes inescrupulosos en Montevideo. Sus denuncias sobre prácticas ilícitas y su incansable lucha por la legalidad y el orden en el comercio son testimonio de su integridad y compromiso con la Justicia.
Pero Bernardo no solo intercedió en sus esfuerzos por combatir el contrabando, sino que también se preocupó ante las autoridades del creado virreinato de los importantes desafíos económicos y sociales de la época.
Sus escritos muestran a un hombre profundamente comprometido con la prosperidad de la región y con una visión clara de cómo debería ser gestionada la economía para el bien común.
Versatilidad y adaptabilidad
Además de sus actividades comerciales, Bernardo actuó como empleado judicial en 1790 y 1792, añadiendo otra faceta a su vida. Su capacidad para moverse entre distintos mundos -el militar, el mercantil y el judicial- habla de una versatilidad y adaptabilidad notables.
Esta experiencia judicial le proporcionó una perspectiva única sobre las leyes y regulaciones de su tiempo, permitiéndole entender mejor los mecanismos del poder y la Justicia.
Sus años posteriores los vivió en la tranquilidad de su hogar y neutral ante los hechos que surgieron en el Río de la Plata a partir de 1809, durante la época de los diferentes movimientos políticos y militares.
Falleció en Buenos Aires el 18 de mayo de 1813.
Un legado de perseverancia y servicio
La vida de Bernardo Gregorio de Las Heras es un reflejo de una era de cambios y desafíos, donde las fronteras entre distintas vocaciones eran permeables y la lealtad al rey y a la familia se manifestaba en múltiples formas.
Su legado, aunque quizá eclipsado por la fama de su hijo, es un recordatorio de la riqueza de las vidas de aquellos que forjaron el destino de estos territorios en los que actualmente vivimos.
Su historia es una narrativa de perseverancia, dedicación y servicio en un tiempo donde cada acción podía cambiar el curso de la historia.
Una huella en la historia del Río de la Plata
A través de sus múltiples roles como militar, comerciante y empleado judicial, Bernardo Gregorio de Las Heras dejó su impronta en la historia del Río de la Plata, aunque el tiempo se encargó de borrarla.
Sin embargo, su vida nos recuerda que detrás de cada gran figura histórica hay personas cuyas contribuciones, aunque menos conocidas, son igualmente esenciales para el tejido de nuestra historia compartida.
Su historia es un testimonio de la capacidad humana para adaptarse, liderar y servir en las circunstancias más variadas y desafiantes.
Imagen de portada: General Juan Gregorio de Las Heras, un patriota que honró el legado de su padre. (Web)
El Cabildo de Buenos Aires y sus transformaciones 🇦🇷
El Archivo General de la Nación Argentina conserva múltiples registros históricos del Cabildo de Buenos Aires. Entre estos, los registros fotográficos de la evolución arquitectónica del Cabildo (del Fondo Documental Acervo Gráfico Audiovisual y Sonoro), pero también conservamos en soporte escrito, tanto de su Archivo como sus Actas, las que nos cuentan los eventos de gobierno ocurridos entre principios del siglo XVII y 1821.
Se cumplen hoy 217 años de aquél día en que la unión de los pueblos del Río de la Plata permitió expulsar de Buenos Aires a los invasores ingleses. Lejos de terminar aquél día, la invasión inglesa no hacía más que comenzar. Los barcos invasores pasarían a bloquear el puerto de Montevideo y luego, gracias a los refuerzos que iban recibiendo, capturaron Maldonado (octubre de 1806), Montevideo (febrero de 1807) y Colonia (marzo de 1807) antes de intentar nuevamente la captura de Buenos Aires (julio de 1807). Durante un siglo y medio, esta fecha fue recordada y conmemorada en nuestro país, y hasta llegó a ser feriado nacional, antes de que la dictadura de 1955 la barriera del calendario festivo. Luego, con el correr de los años, se la fue quitando también de las efemérides escolares,hasta ser prácticamente ignorada en nuestros días. Sin embargo, el relato “nacional”, acotado a los límites del país actual, nos impidió conocer la historia completa y reconocernos como un mismo pueblo argentinos y uruguayos, como un solo protagonista en aquellas jornadas, partes de un todo común. Nos perdemos la oportunidad de que haya un día al año (¡aunque más no sea un día al año!), en el que en las escuelas de Argentina se realicen actos conmemorativos con la presencia de la bandera uruguaya y en las escuelas uruguayas se realicen actos similares con la presencia de la bandera argentina. Y esto no es poco para pueblos que necesitan, cada vez con más urgencia, unirse y fundirse en uno solo, como lo necesitan todos los pueblos de Nuestra América. Al reconstruir la historia de la Gran Invasión Inglesa de 1806 y 1807, veremos nítidamente que los pueblos del Plata tienen una historia común, desarrollada a partir de un espacio unificador y de una identidad compartida. Los relatos históricos surgidos tras la conformación de las repúblicas cercenadas del siglo XIX desdibujaron el verdadero contenido de estos acontecimientos, que fueron manipulados y fragmentados para construir una narrativa “nacional” (es decir, localista, de patria chica), segregada y descontextualizada. Se podría pensar que en su momento este tipo de relatos estaba justificado por necesidades casi estratégicas de conformación del Estado, pero, en nuestros días, superar esta etapa de la interpretación histórica es crecer como pueblos, madurar, salir del yo para ingresar en el nosotros.