El método inglés para descifrar el código nazi de Enigma que adelantó el fin de la Segunda Guerra Mundial
El Reino Unido reunió a los mejores matemáticos y criptólogos en un lugar secreto. Al mando del equipo estaba Alan Turing, un genio que adelantó el uso actual de la inteligencia artificial. Londres nunca le perdonó su homosexualidad y se suicidó al comer una manzana empapada con cianuro. Fue indultado por la reina Isabel II. Y recibió un reconocimiento tardío por su aporte
Por Alberto Amato || Infobae

El
 centro militar de contrainteligencia instalado en Bletchley Park 
contaba también con una inteligencia superior: la de Alan Turing
Y
 por fin, el secreto dejó de serlo y nació otro aún más secreto. El 9 de
 julio de 1941, los británicos dieron por terminada una tarea titánica: habían completado la decodificación del sofisticado sistema de envíos de mensajes encriptados de la Alemania nazi,
 sistema al que los alemanes consideraban indestructible. Estaba cifrado
 en un aparato simplote, tipo armatoste, parecido, pero no igual, a una 
máquina de escribir, generalmente cubierto de ojos curiosos y manos 
aviesas por una caja de madera. A ese aparato los alemanes lo llamaron “Enigma”. Y los británicos lo desmontaron hasta la última tuerca.
Ese
 hallazgo, que fue decisivo en el resultado de la Segunda Guerra 
Mundial, sentó las bases de un nuevo secreto, más grande, basto y 
recóndito que el otro: nadie podía conocer lo que los británicos tenían 
en las manos. Y nadie más lo supo. Descifrar a “Enigma”, que tuvo 
siempre las características de un ser humano, nombre, nacionalidad, 
personalidad y talento, fue tarea de un gran equipo de criptólogos y matemáticos reunidos en Bletchley Park,
 una casona victoriana emplazada en un entorno rural, bucólico y 
discreto, vecino a la localidad de Milton Keynes, en el condado de 
Buckinghamshire, en el norte de Londres y a cuarenta y cinco minutos de 
tren de la capital británica.
La casa que fue central de inteligencia inglesa
Bletchley Park
 parecía un convento. O una universidad. A su modo, tal vez era las dos 
cosas. Pero, ¡qué convento y qué universidad! Hacían allí profesión de 
fe un equipo de centenares de científicos metidos de lleno en penetrar 
las entrañas secretas de las comunicaciones nazis, comprender el sentido
 de sus mensajes en clave y descifrar sus operaciones militares por 
venir, la evaluación nazi del curso de la guerra y hasta los caprichos e histerias de Adolf Hitler,
 un tipo que no había llegado a sargento y se había echado una guerra 
mundial al hombro, por sobre las cabezas de los estrategas y mariscales 
del otrora poderoso ejército imperial.
Fue
 gracias a haber descifrado “Enigma” que los británicos supieron, ya en 
1944, que el alto mando alemán se había tragado el anzuelo lanzado por 
los aliados y pensaban que de verdad la invasión a Europa iba a 
producirse por el paso de Calais, el tramo del Canal de la Mancha más 
estrecho entre Gran Bretaña y el continente, y no por donde en realidad 
se produjo, en las anchas, hostiles y casi inaccesibles costas de Normandía.
 Descifrar
 a “Enigma”, que tuvo siempre las características de un ser humano, 
nombre, nacionalidad, personalidad y talento, fue tarea de un gran 
equipo de criptólogos y matemáticos reunidos en Bletchley Park 
(Reuters/Alessia Pierdomenico)
Descifrar
 a “Enigma”, que tuvo siempre las características de un ser humano, 
nombre, nacionalidad, personalidad y talento, fue tarea de un gran 
equipo de criptólogos y matemáticos reunidos en Bletchley Park 
(Reuters/Alessia Pierdomenico)Bletchley Park
 era, en suma, una instalación militar discretísima que no exhibía su 
arma más poderosa, la inteligencia; trabajaban allí casi nueve mil 
personas, casi el setenta y cinco por ciento eran mujeres, y 
personalidades destacadísimas de las ciencias, como la matemática Ann Mitchell.
 Allí se diseñó la primera computadora destinada al descifrado de 
mensajes, Colossus, que fue también el primer dispositivo de cálculo 
electrónico y de alguna manera la madre de las notebook, tablets y lo 
que venga de hoy.
El centro militar de contrainteligencia instalado en Bletchley Park contaba también con una inteligencia superior: la de Alan Turing,
 un chico brillante, con una historia mil veces contada que bien vale la
 pena repasar, que ya había creado en 1939 y con la guerra en curso, una
 máquina, “Bomber” capaz de desencriptar los mensajes del ejército 
alemán. “Bomber” era una versión mejorada de un dispositivo 
primario diseñado por el criptologista polaco Marian Rejewski, que se 
convirtió, juran los expertos, en la precursora de la computadora 
programable electrónica digital. Turing era matemático, filósofo, 
experto en lógica, criptógrafo, biólogo, teólogo, un pensador al que le 
debemos la ciencia de la computación, los fundamentos conceptuales del 
algoritmo y el esbozo de las líneas básicas de un pensamiento científico
 que se preguntaba si las máquinas pueden pensar.
Aquellos chicos, como Albert Einstein,
 veían cosas que todavía no podían probarse como efectivas porque no 
habían sido descubiertas, pero allí estaban, o porque la ciencia y la 
tecnología no habían hallado los mecanismos para demostrar aquellas 
teorías locas. Así como Einstein vio un universo palpable recién con los
 telescopios espaciales, cuando Turing, cinco años después de terminada 
la Segunda Guerra, se preguntó en Bletchley si las máquinas podían 
pensar, dio el primer paso a la hoy tan en boga inteligencia artificial,
 definición que acaso encierre un oxímoron.
Los mensajes secretos de los nazis
¿Qué era “Enigma”, el chirimbolo científico y técnico que los alemanes consideraban invencible?
 Era, en verdad, una genialidad de los técnicos de Hitler. Era una 
máquina encriptadora de mensajes, disfrazada de máquina de escribir 
común y silvestre, que presentaba una condición hasta entonces 
desconocida y no aplicada en el mundo de la criptología: exigía otra 
máquina igual que recibiera sus mensajes. Eso era lo nuevo. Tampoco era 
algo del otro mundo, salvo su complejo sistema de funcionamiento. Estaba
 basado en cinco cilindros rotadores, que variaban cada vez que se 
apretaba una tecla. De manera que la posibilidad de combinar la letra 
real del mensaje que la que mostraba “Enigma” era infinita. Sólo podía 
descifrar un mensaje quien, primero, tuviese otra máquina similar y, 
segundo, supiera cuál era la posición de los cilindros rotadores para 
recibir el mensaje real y no el galimatías que entregaba “Enigma”. Los 
alemanes lo complicaban todo un poquito más, porque cambiaban la 
posición de los cilindros al menos una vez al mes, previo aviso al 
receptor para que hiciese lo mismo con su máquina “Enigma”. Todo tenía 
algo simpático y juguetón. La máquina que enviaba de un lado mensajes 
encriptados era la única que podía, del otro lado, descifrarlos.
 Enigma
 era una máquina encriptadora de mensajes, disfrazada de máquina de 
escribir común y silvestre, que presentaba una condición hasta entonces 
desconocida y no aplicada en el mundo de la criptología: exigía otra 
máquina igual que recibiera sus mensajes (Reuters/Lukas Barth)
Enigma
 era una máquina encriptadora de mensajes, disfrazada de máquina de 
escribir común y silvestre, que presentaba una condición hasta entonces 
desconocida y no aplicada en el mundo de la criptología: exigía otra 
máquina igual que recibiera sus mensajes (Reuters/Lukas Barth)Turing
 empezó a trabajar para romper “Enigma” junto al servicio de 
inteligencia polaco que también intentaba descifrar el código alemán. La invasión de Hitler a Polonia, en septiembre de 1939, había dado inicio a la Segunda Guerra Mundial.
 El británico cambió el enfoque de la investigación polaca, mejoró en 
parte el sistema de descifrado y, junto a un grupo de criptoanalistas, 
llegó a desentrañar el enigma de “Enigma” apenas tres meses después de 
llegar a Bletchley Park. Un record. Usó el análisis matemático para 
determinar cuáles eran las posiciones más factibles en las que se podían
 ubicar los rotores. Era una jugada de difícil pronóstico, una botella 
al mar. Pero empezó a dar resultados sobre todo cuando una máquina 
“Enigma” alemana cayó en manos aliadas y fue destripada por los 
británicos.
Lo que faltaba en Bletchley Park
 era tiempo. El descifrado no siempre era del todo exacto, al menos no 
era infalible, y los mensajes en código de los alemanes eran miles. 
Turing pensó que era imprescindible fabricar una máquina que acelerara 
el proceso de descifrado. Se puso a trabajar junto a Gordon Welchman, su colega de Cambridge, y juntos armaron una computadora, que ni era tal ni se conocía con ese nombre, a la que bautizaron “Bomber”.
 Resultó. “Bomber” empezó a construirse en serie en la primavera de 
1940, cuando la guerra llevaba apenas seis o siete meses de iniciada. En
 el verano de ese año, las “Bomber” descifraron los mensajes de la 
fuerza aérea alemana y fueron decisivas para anticipar los bombardeos a 
Londres durante la Batalla de Inglaterra, que se libró en los cielos 
británicos y llevaron al triunfo a la Royal Air Force por sobre la Lutwaffe de Herman Göring.
Las
 máquinas británicas diseñadas bajo el talento y la inventiva de Turing,
 fueron decisivas también para interceptar los mensajes de los temibles 
submarinos nazis que operaban en el Atlántico Norte y que torpedeaban 
los buques mercantes ingleses, cargados en Estados Unidos con material 
bélico durante los dos años de conflicto en los que ese país se mantuvo 
alejado, pero expectante y decidido, de la guerra en Europa.
Cuando
 los alemanes pusieron en funcionamiento una “Enigma” de ocho rotores, 
lo que aumentaba de manera exponencial las combinaciones de letras y 
palabras, en Bletchley Park reconstruyeron el sistema lanzado por los 
alemanes en base a una técnica estadística, desarrollada por Turing. Esa
 particular “ley de las probabilidades” permitía conocer la “identidad” de cada rotor de la Enigma encriptadora, lo que facilitaba el descifrado por parte de los británicos.
 "Código enigma" narra la historia de Alan Turing, el matemático que 
lideró un equipo de criptógrafos para descifrar un código nazi en la 
Segunda Guerra Mundial
En 1943 Turing era ya director del “Equipo del Barracón 8″ y
 consultor general para el área de criptoanálisis de Bletchley Park. 
Viajó a Estados Unidos, ya en la guerra desde diciembre de 1941, para 
compartir información con los analistas americanos. Turing se concentró 
entonces en otra máquina alemana, “Lorenz SZ40/42″ a la que los 
ingleses, para abreviar, llamaron “Tunny” y que conectaba a Adolf Hitler
 con el alto mando del ejército en Berlín y con los jefes de las fuerzas
 nazis en el frente europeo.
El origen de las computadoras
Los
 analistas británicos que también destriparon a “Tunny”, se inspiraron 
en la teoría estadística de Turing que había desentrañado a la “Enigma” 
de cinco y de ocho rotores: toda la información acumulada se usó para 
fabricar una de las primeras computadoras de la historia, “Colossus”,
 que descifró los códigos de Tunny de modo industrial. Turing y uno de 
sus especialistas, William “Bill” Tutte guardaban en secreto otro 
proyecto sutil y extraordinario: si “Tunny” había sido desentrañada, y 
la máquina conectaba a Hitler con el alto mando en Berlín y con los 
jefes militares del frente europeo, ¿sería posible descifrar el 
pensamiento de Hitler, adelantarse a sus decisiones, prever incluso sus 
reacciones? Tutte trabajó duro en eso.
De
 todos modos, la información interceptada por los británicos y 
compartida con sus aliados, permitió conocer por adelantado las 
decisiones estratégicas alemanas. En la posguerra, los jefes militares 
alemanes que sobrevivieron a los juicios de Núremberg, mostraron su 
sorpresa cuando supieron que sus comunicaciones más secretas habían sido
 interceptadas y descifradas durante todo el conflicto. Los cálculos, si
 bien todos post facto, aseguran que los logros de Turing acortaron la guerra al menos en dos años y evitaron centenares de miles de muertos.
Turing
 recibió la Orden del Imperio Británico por su servicio, pero en 
carácter secreto: su trabajo debía permanecer en el anonimato. Sus 
maquinarias, las tangibles y las que estaban en proceso de diseño, 
deberían ser destruidas al final de la guerra. Su contribución al 
desarrollo científico, también debía permanecer oculto y oscuro. De 
hecho, la verdadera “identidad” de Bletchley Park como 
instalación militar de investigación, contrainteligencia y espionaje 
recién fue revelada como tal en 1970, veinticinco años después de 
finalizada la Segunda Guerra.
 De
 todos modos, la información interceptada por los británicos y 
compartida con sus aliados, permitió conocer por adelantado las 
decisiones estratégicas alemanas (Grosby)
De
 todos modos, la información interceptada por los británicos y 
compartida con sus aliados, permitió conocer por adelantado las 
decisiones estratégicas alemanas (Grosby)El hombre que adelantó el fin de la guerra
Turing siguió adelante con sus investigaciones envuelto en cierto ostracismo.
 La rígida, e hipócrita, moral inglesa lo había desterrado en casa 
propia: era homosexual y si bien no hacía gala de su condición, no se 
sentía inclinado hacia la abstención. Había nacido en Londres hace 
ciento once años, el 23 de junio de 1912, en Maida Vale, un distrito 
residencial del oeste de la ciudad. Hoy recuerda ese nacimiento una 
placa azul enclavada en el exterior de la casa, que recién fue 
descubierta en 2012, en el centenario del nacimiento de Turing y como 
parte de los tardíos homenajes a su vida infortunada.
Los
 padres, de viaje constante entre Gran Bretaña y la India, lo 
entregaron, a él y a su hermano mayor, a manos de un militar retirado 
del ejército y de su mujer, ambos amigos íntimos de los Turing, que 
querían que sus chicos se criaran en Inglaterra. Alan mostró enseguida 
quién era y que quería ser: aprendió a leer solo en tres semanas y 
desarrolló un interés sólido por los números y los rompecabezas. Estudió
 en la preparatoria Hazelhurst, fue un alumno brillante, y a los trece 
años ingresó en el internado de Sherborne, en Dorset. Su primer día de 
clases estuvo signado por una gran huelga general en toda Inglaterra. 
Así que Alan subió a su bicicleta y recorrió los noventa y seis 
kilómetros que separaban Southampton del internado: hizo noche en una 
posada y su pequeña hazaña fue reflejada por la prensa local. Ganó en 
Sherborne todos los premios matemáticos que tuvo a mano, realizó por su 
cuenta experimentos químicos y se ganó también el recelo de sus maestros
 por su irrefrenable independencia y su joven ambición: llegó a resolver problemas matemáticos muy avanzados, sin haber estudiado cálculo elemental.
A los diecisiete años se enamoró de un chico de su edad, Christopher Morcon,
 compañero de estudios en el internado y compinche en los estudios 
científicos. Fue su primer amor y la primera persona en creer a fondo en
 sus ideas; Christopher lo invitó a conocer a su madre, una artista, en 
lo que debió ser para la época la relación amorosa entre dos 
adolescentes más tolerada de Gran Bretaña, donde la homosexualidad era 
ilegal. El 13 de febrero de 1930, apenas egresados de Sherborne. 
Christopher murió víctima de la tuberculosis bovina, contraída 
probablemente por beber leche de una vaca infectada. Su muerte quebró la
 fe religiosa de Turing, se convirtió en un ateo obsesionado por 
comprender la naturaleza de la conciencia, su estructura y sus orígenes.
 Reforzó su rechazo a la estructura educativa británica, centrada en los
 clásicos, y se volcó de lleno al estudio de la ciencia y de las 
matemáticas. Estudió en el King’s College de la Universidad de Cambridge,
 que era la meca del conocimiento científico y todo un logro para un 
chico de diecinueve años. Allí Turing desarrolló sus investigaciones 
matemáticas y diseñó lo que pasó a la historia como “Máquina Turing” 
capaz de determinar funciones matemáticas y que contenía el embrión 
lógico de las futuras computadoras.
En
 1935 era ya profesor del King’s College y viajó por dos años a Estados 
Unidos, para escribir su tesis doctoral en Princeton, donde trabajaba y 
enseñaba Einstein. Con la Segunda Guerra en las puertas de Europa, 
Turing regresó a Cambridge para estudiar filosofía de las matemáticas. Y
 un día después del estallido de la guerra, fueron a buscarlo para 
meterlo de cabeza en el servicio de espionaje y para que descifrara los 
mensajes alemanes.
 Una estatua de Turing en Manchester, Reino Unido (Christopher Furlong/Getty Images)
Una estatua de Turing en Manchester, Reino Unido (Christopher Furlong/Getty Images)Después
 del conflicto mundial, condenado al anonimato por los secretos de 
guerra, y al desarraigo y la exclusión por su sexualidad, Turing igual amplió su investigación y construyó varias computadoras electrónicas programables,
 un paso gigantesco para una época que todavía no había desarrollado a 
pleno el transistor. Creó incluso lo que se conoce hoy como el “Test de 
Turing”, basado en un viejo juego que reúne a tres personas: un 
interrogador, más un hombre y una mujer: el interrogador está separado 
de sus interlocutores y sólo puede comunicarse con ellos a través de un 
lenguaje que todos entienden. El objetivo es que el interrogador 
descubra quién es el hombre y quién la mujer, mientras que el objetivo 
de los otros dos jugadores es convencerlo de que son la mujer.
En 1950, en un artículo publicado en “Computing machinery and intelligence”,
 Turing cambió a los interrogados de su “Test de Turing” por una 
computadora. También cambió los objetivos del juego: ahora había que 
reconocer a la máquina. Su tesis decía: “Una computadora puede ser 
llamada inteligente, si logra engañar a una persona haciéndole creer que
 es un ser humano”. Se trataba entonces de una persona que hablaba con 
una computadora, ubicada en otra habitación, mediante un sistema de 
chat. Si la persona no podía determinar si hablaba con un humano o con 
una máquina, la computadora debía considerarse inteligente.
El “jueguito” de Turing sentó las bases de la inteligencia artificial.
 Una forma inversa de su tesis se usa mucho en Internet. Es el test 
“Captcha”, diseñado para determinar si un usuario es un humano o es otra
 computadora. Cuando una página pide a cualquier usuario que demuestre 
“No soy un robot”, ése es Turing, que todavía derrama talento.
En
 1952, Turing tenía cuarenta años, enfrentó las normas y las normas lo 
destruyeron. Uno de sus amantes, Arnold Murray, ayudó a un cómplice a 
entrar en la casa del científico para robarle. Turing hizo la denuncia 
en la policía y reconoció su homosexualidad. En lugar de perseguir y 
juzgar a los delincuentes, las autoridades procesaron a Turing por “indecencia grave y perversión sexual”,
 los mismos cargos que, medio siglo antes, habían llevado a la cárcel y 
al destierro a Oscar Wilde. Turing hizo un acto de fe de aquel proceso: 
convencido de que no tenía ni de qué, ni por qué defenderse, no ejerció 
ninguna medida en su amparo y fue condenado a prisión.

el
 24 de diciembre de 2013, la reina Isabel II lo indultó de todo tipo de 
culpa. Entonces llegaron los homenajes, las estatuas, las calles y los 
institutos con su nombre, y su imagen en los billetes de cincuenta 
libras (Reuters/Joe Giddens)Le dieron entonces la opción de someterse a una castración química, mediante un tratamiento hormonal de reducción de la libido. Turing optó por someterse a inyecciones de estrógenos. El
 tratamiento duró un año y le provocó cambios físicos terribles como la 
aparición de pechos femeninos, obesidad y disfunción sexual. Con todo, 
no perdió su sarcasmo. En una carta a su amigo Norman Routledge, Turing 
escribió una reflexión, un falso silogismo, sobre el rechazo social que 
provoca la homosexualidad y el desafío intelectual que supone demostrar 
la posibilidad de que existan computadoras inteligentes. Estaba 
preocupado, además, por que los ataques a su persona pudieran 
entorpecer, u oscurecer sus razonamientos sobre la inteligencia 
artificial. El silogismo decía: “Turing cree que las máquinas piensan. Turing se acuesta con hombres. Por lo tanto, las máquinas no piensan”.
En 2009, el gobierno británico en manos de Gordon Brown
 pidió disculpas por el trato dado a Turing durante sus últimos años de 
vida. Pero todavía en 2012, el primer ministro David Cameron negó el 
indulto a Turing y adujo que la homosexualidad era un delito en aquellos
 años en los que fue condenado. Por fin, el 24 de diciembre de 2013, la reina Isabel II
 lo indultó de todo tipo de culpa. Entonces llegaron los homenajes, las 
estatuas, las calles y los institutos con su nombre, y su imagen en los 
billetes de cincuenta libras.
Era
 tarde. Vencido por la amargura, con su enorme obra científica 
inconclusa, sin saber todavía lo que su genio podía aportar al 
desarrollo del conocimiento, el 7 de junio de 1954, veintitrés días 
antes de cumplir cuarenta y dos años, Turing ya había dicho basta. Lo 
hizo con un toque de humor corrosivo, la señal acre e incisiva que 
implicaba también una advertencia al mundo que estaba por dejar.
Primero,
 eligió una manzana, símbolo bíblico del pecado, de lo prohibido, de lo 
que no se debe, de paraísos perdidos, de tentación y culpa. Luego, roció la manzana con cianuro y le dio un mordisco.