El poder del liderazgo en el campo de batalla: Lo que nos enseñan los capitanes de la Guerra de Secesión
EMcL
¿Qué hace que un grupo de soldados permanezca firme cuando todo a su alrededor se desmorona? ¿Qué impulsa a un hombre a mantenerse en su puesto cuando la opción más fácil es huir? Un estudio reciente sobre la Guerra Civil estadounidense arroja luz sobre estas preguntas con una respuesta clara: el liderazgo cercano y valiente.
Durante la Guerra Civil de Estados Unidos, más de dos millones de soldados sirvieron en el Ejército de la Unión. Sus vidas, sus decisiones y, en muchos casos, su supervivencia, dependían del liderazgo de una sola figura: su capitán. A diferencia de los altos mandos que trazaban estrategias desde la retaguardia, estos oficiales lideraban desde el frente, compartiendo la rutina, los peligros y la incertidumbre diaria con sus tropas.
Un nuevo trabajo de investigación intitulado “Frontline Leadership: Evidence from American Civil War Captains” (NBER) aporta significativamente al entendimiento de la conducta en el campo de batalla, con las siguientes contribuciones clave. Se analizó a fondo los registros de más de 2 millones de soldados y miles de capitanes, semana a semana, durante toda la guerra. ¿Qué descubrieron? Que los mejores capitanes —aquellos que inspiraban respeto, confianza y lealtad— lograban mantener unidas a sus unidades, incluso en las condiciones más adversas.
Se muestra que los capitanes de compañía (líderes de nivel inferior) jugaron un papel crucial en mantener la cohesión de grupo y prevenir la deserción, especialmente cuando no había incentivos contractuales o coercitivos fuertes.
La capacidad del líder para evitar deserciones fuera de
combate predice su efectividad durante el combate, revelando un
componente estable de “calidad de liderazgo”.
Cuando no había combates, los soldados podían desertar fácilmente, sin castigos severos. Sin embargo, los capitanes más capaces sabían cómo motivar, contener el desánimo y mantener el espíritu del grupo. Y en los días más duros —en medio del fuego enemigo, en batallas tan feroces como Gettysburg o Antietam— esas cualidades resultaban decisivas. Las unidades con buenos líderes desertaban mucho menos y resistían mejor.
Nota: El panel a muestra el mapa de batalla original de la Batalla de Iuka, Misisipi, el 19 de septiembre de 1862. Se muestran las posiciones de los regimientos de la Unión y la Confederación en dos fases de la batalla: a las 17:00 h (azul oscuro: Unión, rojo claro: Confederación) y a las 19:00 h (azul claro: Unión, rojo oscuro: Confederación). El panel b muestra la versión digitalizada del mapa. El panel c muestra los regimientos de la Unión y la Confederación en su ubicación a las 17:00 h, calcula las distancias a las unidades enemigas más cercanas desde el 12.º Regimiento de Wisconsin y marca la distancia mínima con una línea negra. Las demás distancias se muestran con líneas grises para visualizar cómo se calcula la distancia a la unidad enemiga más cercana. Los mapas de batalla se obtuvieron del Civil War Preservation Trust y fueron digitalizados por los autores mediante un algoritmo de reconocimiento de patrones en Python. Agradecemos al American Battlefield Trust (www.battlefields.org) su permiso por escrito para usar sus mapas y reimprimir el mapa de batalla original en el panel A.
Deserciones como medida de conducta
Las deserciones son utilizadas como una métrica directa de motivación y cohesión, fundamentales para la eficacia del combate.
Se encuentra que una mejora de una desviación estándar en la calidad del líder reduce la probabilidad de deserción individual en batalla en 1.6 puntos porcentuales, lo que equivale a una reducción de más del 40% frente a líderes de baja calidad.
Impacto en momentos críticos (batallas mayores)
Durante las batallas más sangrientas de la Guerra Civil, las compañías lideradas por capitanes de alta calidad mostraron tasas significativamente menores de deserción.
Este efecto no se debe a que estos líderes evitaran el peligro; de hecho, tenían mayores tasas de mortalidad, lo que respalda la hipótesis de “liderar con el ejemplo”.
Lo más sorprendente es que esos líderes no eran necesariamente los más ricos, ni los más educados, ni los más experimentados al comenzar la guerra. Tampoco fueron siempre promovidos oficialmente. Su autoridad nacía de otra parte: del ejemplo, de la cercanía, de su capacidad de guiar sin imponer, y de enfrentar el peligro junto a sus hombres. Muchos de ellos murieron en combate, precisamente por liderar desde la primera línea.
Implicaciones generales
El estudio ilustra que la conducta colectiva bajo presión depende más del liderazgo directo que de reglas o castigos formales,
y que este tipo de liderazgo tiene un impacto duradero tanto en el
rendimiento en batalla como en los ingresos económicos posteriores.
La historia de estos capitanes nos recuerda que, más allá de los uniformes y los rangos, el liderazgo real se gana con el ejemplo. Y que, tanto en la guerra como en la vida diaria, contar con alguien que inspire y guíe con integridad puede marcar toda la diferencia.
Una lección atemporal para padres, docentes, equipos deportivos… y también para soldados.
Otros tópicos tratados
Causalidad y robustez
Usan cambios cuasi-aleatorios de liderazgo (como muertes de capitanes en batalla) para identificar efectos causales.
Encuentran que la mejora en la calidad del liderazgo reduce las deserciones en el siguiente combate en alrededor del 7%.
Aprendizaje y adaptación
El liderazgo mejora con la experiencia: la calidad de los capitanes aumenta rápidamente en sus primeras semanas de servicio, con un efecto de aprendizaje significativo.
En resumen, el trabajo ofrece evidencia rigurosa y cuantitativa de que el liderazgo interpersonal y el ejemplo personal son determinantes claves de la conducta de los soldados en el campo de batalla. Este hallazgo tiene implicaciones tanto para contextos militares como para organizaciones civiles.
La “bestia negra” de Malvinas: la historia del militar argentino que todavía despierta terror en las islas
Douglas
Patrick Dowling, alias “El Inglés”, era un mayor del Ejército argentino
al que acusan de violar derechos humanos en los primeros días de la
guerra; dramáticos testimonios
Hay un militar argentino cuyo apellido todavía causa escalofríos en las islas Malvinas. A 40 años de la guerra,
su sola mención afecta a los hombres, mujeres y niños isleños que
lidiaron con él. Algunos aún sufren de estrés post traumático por sus
acciones, que remiten a las peores prácticas de la dictadura. Es la
“bestia negra” de las islas.
Ese militar figura en los legajos de la Conadep y
en al menos dos causas de lesa humanidad. Pasó a retiro en los primeros
años de la democracia y murió en 2000. Pero en las islas es como si no
hubiera muerto. Allí todavía se habla de él en presente. Acaso porque
muchas víctimas aún le temen. Como la niña a la que amenazó con un rifle en la cara.
O los hombres a los que simuló ejecutar. O aquellos a los que golpeó
hasta derribarlos. O al que subió a un helicóptero y le abrió la puerta
lateral, como en los “vuelos de la muerte”. O las mujeres a las que pregonó las bondades de encarar una “solución final”. Todo eso y más, en violación a la Convención de Ginebra.
Douglas
Patrick Dowling es la “bestia negra” de Malvinas; algunos isleños aún
sufren de estrés post traumático por sus acciones, que remiten a las
peores prácticas de la dictaduraAlconada Mon, Hugo (Prosecretario de Redacción)
Si
terminar con los isleños fue su intención real, jamás se sabrá. Porque
ese militar duró apenas cuatro semanas en las islas. Un superior, mano
derecha del general Mario Benjamín Menéndez, ordenó su
regreso al continente, preocupado por sus acciones. Pero la sombra del
militar es, todavía hoy, un obstáculo en el diálogo. Decía llamarse
Patricio Dowling, ser descendiente de irlandeses y detestar todo lo
británico, aunque ese era uno de sus “nombres de guerra” en los centros
clandestinos de detención: “El inglés”.
Su verdadero nombre era Douglas Patrick Dowling y llegó a Stanley con
36 años y rango de mayor del Ejército, en las primeras horas del 2 de
abril, tres días antes de que la ciudad capital de las islas pasara a
denominarse Puerto Rivero y, luego, Puerto Argentino. Desembarcó como máximo responsable de la Policía Militar, aunque su misión real era otra: contraespionaje.
Es decir, detectar a los isleños que pudieran encarnar la resistencia o
pasarles información a las tropas británicas. Pronto quedó claro que
sabía quién era quién, según relatos coincidentes.
Douglas
Patrick Dowling figura en los legajos de la Conadep y en al menos dos
causas de lesa humanidad; pasó a retiro en los primeros años de la
democracia y murió en 2000Archivo
Esos testimonios, que LA NACION
recabó en las islas, ahondan en una faceta de la guerra que muchos
prefieren callar u ocultar. Como los relatos de los excombatientes que
afrontaron torturas físicas y psicológicas de un centenar de militares
–estaqueamientos y enterramientos incluidos- y reclaman que la Corte Suprema
tome una decisión. ¿Son delitos de lesa humanidad -y por tanto,
juzgables, como resolvió un Juzgado y una Cámara Federal- o son delitos
comunes y están prescriptos -como sostuvo la Casación Penal-? Ahora los
isleños aportan otra faceta de esas agresiones.
"Cruzaron
la calle, lo puso a papá de rodillas junto a la orilla, le dijo que
había una bala en el cargador y le gatilló varias veces en la cabeza,
para ver si se quebraba"
Nicholas Pitaluga
El ejemplo más brutal del accionar del mayor Dowling entre los isleños acaso fue contra una niña que tenía 12 años en 1982, Lisa Watson,
editora hoy del semanario local, Penguin News. Su padre, Neil, había
llamado a los argentinos para informarle que seis soldados británicos
que habían escapado durante el desembarco del 2 de abril estaban en su
casa, dispuestos a rendirse. Poco después, dos aviones Pucará
sobrevolaron su casa y tres helicópteros aterrizaron a su alrededor. Con
los marines ya esposados, Dowling pateó la puerta y obligó a los Watson
a pararse contra la pared. Pero la niña siguió sentada, a pesar de los
ruegos de sus padres y los gritos del militar, que le apuntó con el
rifle y amenazó reiteradas veces con dispararle. Hasta que se dio por
vencido. La niña no se movió del sofá.
Lisa Watson era una niña en 1982 cuando Dowling le apuntó con el rifle y amenazó reiteradas veces con dispararleArchivo
“Recuerdo
que Dowling tenía el casco puesto, pero es poco más lo que puedo
decirle. Todo pasó muy rápido, aunque me quedó la impresión de sus
facciones, que era buen mozo, muy limpio. Pero yo era una niña”, contó
Watson a LA NACION.
Los
testimonios coincidieron sobre ese punto. Los isleños describieron a
Dowling como alguien muy preocupado por su apariencia, siempre afeitado y
peinado, que hablaba inglés fluido y que siempre se movía con su
uniforme limpio y planchado, en línea con el testimonio de una de las
víctimas que pasaron por el centro clandestino de detención El Vesubio,
Hugo Luciani. Lo recordó como “un hombre de cultura, [...] de tener una
voz bien conformada, inclusive por su ropa, su calzado, era una persona
que demostraba tener algún estudio”.
Pronto,
se sumaron otros incidentes. Como el de Robin Pitaluga, quien murió un
par de años después. “Papá tenía un carácter fuerte y se resistía al
adoctrinamiento que querían imponer los argentinos. Una noche escuchó
por radio un mensaje que el almirante Sandy Woodward [máximo responsable
de la flota británica que iba hacia las islas] quería hacerle llegar a
Menéndez para que se rindiera. Así que mi papá se encargó de eso. Poco
después aparecieron los helicópteros”, relató Nicholas Pitaluga.
“Recuerdo que cuando se lo llevaban a papá, mamá les reclamó a los
gritos una constancia porque sabíamos lo que ocurría en la Argentina
cuando los militares se llevaban a alguien. Así que uno de los soldados
le extendió un recibo, como si papá fuera una mercancía”.
A
Robin Pitaluga, Dowling lo puso de rodillas junto a la orilla, le dijo
que había una bala en el cargador y le gatilló varias veces en la
cabeza, para ver si se quebrabaAlconada Mon, Hugo (Prosecretario de Redacción)
En
Puerto Argentino ocurrió lo peor. “Lo trasladaron a la Estación de
Policía en Stanley, donde Dowling lo tomó como un líder de los isleños. Así
que cruzaron la calle, lo puso de rodillas junto a la orilla, le dijo
que había una bala en el cargador y le gatilló varias veces en la
cabeza, para ver si se quebraba. Luego lo pusieron bajo arresto
domiciliario”, relató Nicholas, quien había estudiado el secundario en
Córdoba, donde una de sus maestras había desaparecido. El 2 de abril lo
sorprendió en Buenos Aires, cuando volvía de Nueva Zelanda, donde
cursaba la universidad. Nunca más volvió al continente, aunque sigue en
contacto con sus amigos.
“Algunos militares expresaban abiertamente su interés por ir más lejos -dijo Pitaluga, hijo, a LA NACION-.
Hablaban de una ‘solución final’. Pero otros respetaban el ‘código de
honor’ militar, así que prefiero pensar que las cosas pudieron ser mucho
peor para los isleños. De hecho, Dowling era como [Alfredo] Astiz. Ojalá ambos estuvieran en prisión”.
Como los “vuelos de la muerte”
Dowling actuaba con visos de espectacularidad. También recurrió a los helicópteros cuando buscó a otro isleño, Bill Luxton.
Doce buzos tácticos con ametralladoras y granadas bajaron de un Puma,
rodearon la casa y Dowling se llevó al isleño, a su esposa y a su hijo
adolescente a Puerto Argentino. En pleno vuelo temieron por sus vidas.
Ocurrió cuando les abrieron la puerta del helicóptero sobre el mar, algo
que les recordó a los “vuelos de la muerte” que ya eran conocidos fuera
de la Argentina.
Doce
buzos tácticos con ametralladoras y granadas bajaron de un Puma,
rodearon la casa de Bill Luxton y se lo llevaron junto a su esposa y a
su hijo adolescente a Puerto ArgentinoArchivo
“Ya habíamos tenido un incidente previo, el 2 o 3 de abril, cuando me llevaron detenido a la Estación de Policía. ‘Si fuera por mí, les pegaría un tiro a todos ustedes. Y usted sería el primero’,
me dijo Dowling”, recordó Luxton, quien por entonces era funcionario en
las islas. “Después me advirtió que no me metiera en problemas.
‘Tenemos muy malos reportes sobre usted, ándese con cuidado’, y dijo que
tenía informes detallados sobre más de 600 de nosotros. No sé si sería
cierto, pero sí puedo decirle que sabía mucho sobre mí”.
"Me
llevaron a la Estación de Policía. ‘Si fuera por mí, les pegaría un
tiro a todos ustedes. Y usted sería el primero’, me dijo Dowling”"
Bill Luxton
Luxton no fue el único al que Dowling mencionó esos informes de inteligencia. “Sé todo de usted”, le previno a John Smith,
un marino mercante británico que llegó a las islas en 1958, se enamoró
de una isleña, Ileen, y se quedó. Hoy, octogenario, fue el primer
director del Museo local y autor de varios libros. Es considerado el
máximo historiador local. “Dowling tenía legajos de todos, con
precisiones sobre sus ideas políticas, afinidades y parentescos. Según
él, era el trabajo de diez años, con buena inteligencia”, relató Smith a
LA NACION, en su casa de las afueras de la ciudad.
Poco después, un conscripto comenzó a vigilar sus movimientos. Y con el
paso de los días terminó dándole de comer. “A diferencia de los
oficiales, los soldados pasaban hambre. En la zona oeste de la ciudad
desaparecieron todos los gatos, carnearon un caballo y varias ovejas”.
Dowling repitió su abordaje con un agente de la Policía local hasta el desembarco, Anton Livermore.
“Me relató mi vida. Cuál era mi familia, a qué colegio había ido, mis
trabajos previos. Yo había simulado que no hablaba español, pero él
sabía que había pasado dos años en la Argentina”, rememoró. Para más
precisiones, estudió parte del secundario en Bariloche y conoció de
primera mano cómo actuaba la dictadura. “No dudo que si Dowling hubiera estado más tiempo en las islas, no hubieran quedado muchos isleños”.
A
Anton Livermore, agente de la Policía local hasta el desembarco,
Dowling le relató su vida; tenía un trabajo de Inteligencia sobre muchos
isleñosImperial War Museums
El
propio Dowling se encargó de fomentar ese temor entre los isleños. En
ocasiones, de manera deliberada; en otras, sin saberlo. En el Upland
Goose, por entonces uno de los dos hoteles de Puerto Argentino, le
exigió al dueño, Desmond King, que le entregara la mitad de las
habitaciones y le diera de comer a él y a otros oficiales, “por las
buenas o por las malas”.
Fue durante
una de esas comidas en el Upland Goose que Dowling discutió con otros
oficiales argentinos la idea de implementar una “solución final” con los
isleños, mientras que las hijas del dueño, Anna y Alison King, servían
su mesa. Ambas habían estudiado el secundario en Montevideo y hablaban
español, lo que ocultaban. “Dijo que el problema éramos los isleños y
que sin nosotros, Londres no enviaría tropas. Así que lo mejor era
´exterminarnos’. Ese fue el verbo que usó”, sostuvo Alison. A su lado,
Anna, asintió.
Golpes e interrogatorios
Los
incidentes se sucedieron. Dowling recurrió a los helicópteros para ir a
San Carlos, donde hizo alinearse a hombres, mujeres con bebes en brazos
y niños frente a un galpón. Cuando el gerente de la granja, Allan
Miller, protestó por el maltrato, el militar lo golpeó hasta que el
isleño no pudo levantarse del piso. “Lo golpeó varias veces con
la culata de su rifle o fusil, y cuando estaba en el piso, se puso
detrás suyo, le apuntó a la espalda y empezó a interrogarlo”, detalló su hermano Tim, quien cuida del cementerio argentino en Darwin y del británico en San Carlos desde hace años.
"Decía
que sin nosotros Londres no iba a reaccionar. Lo escuchamos decir que
lo mejor era ‘exterminarnos’. Ese fue el verbo que usó"
Alison King
Dowling
encaró varios interrogatorios en la estación de Policía en Puerto
Argentino. Así lo hizo con un empleado de Obras Públicas, Philip Rozee, a
quien lo acusó de espionaje, mientras que sus subalternos lo cacheaban,
manoseaban e insultaban. Y también con el contralor del tráfico aéreo
en el aeropuerto local, Gerald Cheek. “Al final de la
‘conversación’, Dowling sacó una pistola y golpeó el escritorio,
exasperado por mis respuestas”, resumió. El primero fue deportado; el
segundo, trasladado a la isla Gran Malvina.
El periodista y fotógrafo Graham Bound, fundador del Penguin News, conoció algunos de los abusos de DowlingArchivo
Al
final, sin embargo, los métodos de Dowling resultaron contraproducentes
para los planes argentinos. Los isleños redoblaron su colaboración
clandestina con las tropas británicas, antes y después de su desembarco,
mientras que él fue reenviado al continente el 26 de abril, semanas
antes del desembarco británico en la bahía San Carlos. Así lo ordenó el
entonces secretario general de Menéndez, el vicecomodoro Carlos Bloomer Reeve,
quien conocía las islas y a los locales desde los años 70, cuando fue
uno de responsables de implementar en el terreno los “Acuerdos de
Comunicaciones”.
“Bloomer Reeve era
una buena persona y nos cuidó. Sin él, todo hubiera sido peor”, evaluó
el entonces director de la radio local, Patrick Watts.
Él también sufrió los métodos de Dowling y sus acólitos. “Cuando estaban
deteniendo a Cheek, que era mi vecino, para llevarlo a la estación,
protesté y terminé con una pistola en el estómago. Por suerte pasó un
capitán argentino que me conocía y me defendió”. Poco después, fue a
verlo a Bloomer Reeve.
-¿A dónde están enviando a toda la gente?
-¿Qué gente?- recuerda Watts que le respondió el oficial de la Fuerza Aérea.
-¿La van a desaparecer? ¿La van a tirar a la bahía como hacen en el Río de la Plata?
-No seas estúpido. Dame un minuto.
“Adelante
mío, Bloomer Reeve levantó el teléfono”, recordó Watts. “Luego cortó y
dijo una sola palabra: Dowling. Poco después, a Dowling lo trasladaron
al continente”.
Lesa humanidad
Dowling
estuvo asignado a las islas Malvinas hasta el 26 de abril, de acuerdo a
la copia de su legajo del Ejército Argentino que obra en el Tribunal Oral Federal de Santa Fe,
donde también se lo investigó por su participación en crímenes de lesa
humanidad como parte del Destacamento de Inteligencia 122 que actuó en
esa provincia. Dowling falleció, pero otro acusado en ese expediente, el
interventor de facto de la provincia José María González,
terminó condenado a prisión perpetua por homicidio doblemente
calificado en concurso real con privación ilegal de la libertad y
allanamiento ilegal de domicilio.
En el legajo de Dowling consta que se retiró en 1986 con el grado de teniente coronel. A lo largo de su carrera militar, que comenzó en diciembre de 1964, acumuló múltiples apercibimientos y días de arresto. Pero
sus superiores lo definieron como “serio, subordinado, respetuoso y con
capacidad de mando”. Así no lo caracterizó Bloomer Reeve.
El número dos del general Menéndez falleció días atrás con el rango de brigadier. Pero antes confirmó que ordenó la remisión de Dowling al continente. Lo hizo ante el periodista y fotógrafo Graham Bound, fundador del Penguin News, quien conocía a oficial argentino de su anterior paso por las islas y lo entrevistó para el libro “Invasión 1982. La historia de los isleños”.
“Dowling
consideraba a todo isleño como un enemigo. Muchos otros oficiales
jóvenes pensaban lo mismo, pero no tenían poder. Este hombre, en cambio,
era el jefe de Policía. Él tenía ‘el’ poder”, afirmó, antes de relatar
que lo citó a su oficina, le ordenó ser “más cordial” con los locales, y
le recordó que tenía que obedecer las órdenes dadas por un superior,
aunque se las impartiera un oficial de la Fuerza Aérea. Pero Dowling
respondió con “hosquedad”, así que se reunió de apuro con Menéndez y le
pidió que apoyara su decisión de reenviarlo al continente. Tres días
después, Dowling se marchaba de Puerto Argentino, donde todavía lo
recuerdan -y temen- en tiempo presente.
El terror de los malones araucanos, Coronel Pedro Pablo Rosas y Belgrano, hijo del General Don Manuel Belgrano e hijo adoptivo del Brigadier General Don Juan Manuel De Rosas, nace en Santa Fe, el 29 de Julio de 1813
Pedro Pablo Rosas y Belgrano, nació cerca de Santa Fe, el 29 de julio de 1813, y era hijo natural del prócer nacional General Don Manuel Belgrano y María Josefa Ezcurra, luego adoptado por el caudillo federal y gobernador, Brigadier General Don Juan Manuel de Rosas y su esposa María de la Encarnación Ezcurra, y llegó a ser un distingudo oficial de caballería del Ejército Argentino, fogueado en cientos de combates contra los malones indígenas y en las luchas civiles de aquellas èpocas, alcanzando la jerarquía de coronel.
El general Don Manuel Belgrano tuvo algunos romances (a pesar de jamás haberse comprometido ni contraido enlace), entre los cuales dos tuvieron descendencia. La mamá de Pedro era María Josefa Ezcurra, una dama de buena posición social y económica, casada con su primo Juan Esteban de Ezcurra (originario de Pamplona, Navarra, España). Después de nueve años de matrimonio, sin hijos, era aquel un leal subdito de la Corona española, y disconforme con la Revolución de Mayo, decidió exiliarse en su patria, negándose María a acompañarlo; hombre de gran lealtad y firmes convicciones, prueba de ello es que aunque nunca la volvió a ver, Juan Esteban la nombraría su heredera.
María Josefa fue novia de Belgrano cuando tenía 16 años, desde 1802 a 1803. Sin embargo, su padre la casó con un primo proveniente de España. Cuando Belgrano fue nombrado general en jefe del Ejército Auxiliar del Perú (Ejército del Norte), luego de crear la Bandera Nacional en Rosario, María Josefa partió a su encuentro, producido en los primeros días de mayo de 1811 en San Salvador de Jujuy, luego de 45 días de viaje, permaneciendo a su lado durante tres meses allí y posteriormente en el Éxodo Jujeño, combate de Las Piedras y batalla de Tucumán. En octubre concibió un hijo en San Miguel de Tucumán, lugar donde residieron desde septiembre de 1812 a finales de enero de 1813, y que nacería en Santa Fe, en la estancia de unos amigos el 29 de julio de 1813.
Fue bautizado con el nombre de Pedro Pablo y anotado como huérfano en la catedral de Santa Fe; ignorándose si el niño alguna vez conoció a su padre. Al nacer, fue adoptado inmediatamente por su tía materna, Encarnación Ezcurra, a la sazón recién casada con el estanciero Don Juan Manuel de Rosas.
Desde entonces sería conocido como Pedro Pablo Rosas. En 1833, al cumplir los 20 años de edad, Pedro fue informado por Juan Manuel de Rosas de su verdadero origen, cumpliendo éste el expreso pedido de Don Manuel Belgrano. A partir de entonces, incorporó su apellido biológico, pasando a llamarse Pedro Pablo Rosas y Belgrano. Pedro Pablo tuvo una educación limitada en la capital, y muy joven pasó al campo y a la frontera con los indígenas.
En 1829 fue secretario privado de Rosas, durante su primer período como gobernador de Buenos Aires. Más tarde lo acompañó en ese mismo cargo en la Campaña al Desierto de 1833.
Al regresar, Rosas le regaló una estancia en el pueblo de Azul; durante el año 1837 ejerció como juez de paz de Azul y comandante del fuerte de San Serapio Mártir, con el grado de mayor. A fines de ese año pidió ser relevado y se dedicó a administrar su estancia. Era, además, el encargado de entregar los regalos y víveres a los caciques Painé, Pichún, Catriel e Ignacio Coliqueo. También tuvo alguna actuación reprimiendo las ramificaciones locales de la sublevación de los Libres del Sur en 1839.
Durante la década de 1840 fue nombrado comandante de Azul, que era el pueblo más importante del sur de la provincia en esa época, y oficialmente fue el encargado de las relaciones con los indígenas en todo el sur de la provincia. Se encargaba de lo que Rosas llamaba el "negocio pacífico", esto es, entregar a los indios "amigos" provisiones, alcohol y yerba mate a cambio de que los indígenas se mantuvieran en paz con las poblaciones de frontera y ayudaran a reprimir a los que las atacaran, o sea los genocidas araucanos procedentes de Chile. También llevaba adelante las relaciones diplomáticas y el correo entre los indios y el gobierno provincial.
A mediados de la década fue ascendido al grado de coronel, y llegó a ser un estanciero muy rico y con buenas relaciones, tanto con los estancieros y gauchos del sur de la provincia como con las distintas tribus.
Poco antes de la batalla de Caseros mantuvo varias reuniones con los caciques, a los que comprometió a unirse a sus fuerzas para defender el gobierno de Rosas, en caso de que el general Urquiza fuera derrotado y la guerra se extendiera al sur de la provincia.
Después de la caída de su padre adoptivo, siguió siendo el juez de paz de Azul, por orden directa de Urquiza. Mantuvo relaciones por carta con Manuelita Rosas, exiliada con su padre en Inglaterra. Por orden de Hilario Lagos, comandante de campaña, fue nombrado comandante del Regimiento de Caballería Número 11, con sede en Azul.
A fines de noviembre de ese año de 1852 estaba en Buenos Aires cuando estalló la rebelión de Lagos, que pronto dominó gran parte del interior de la provincia y puso sitio a la ciudad de Buenos Aires. En la capital se supo que había grupos en el sur de la provincia que aún seguían obedeciendo al gobierno porteño, pero no tenían cohesión ni podían establecer contacto con la capital. Por eso el gobernador Manuel Pinto envió a Rosas con unos pocos acompañantes al puerto del Tuyú.
Apenas desembarcado, convocó a los indígenas para que cumplieran sus compromisos de un año antes, forzando bastante el sentido que debía habérsele dado. La noticia de la expedición de Rosas y Belgrano levantó los ánimos de los porteños, mientras que los federales se dedicaron a tratar de detenerlo antes de que reuniera demasiada gente a sus espaldas.
Rosas reunió los grupos dispersos y marchó hasta la localidad de Dolores, donde logró reunir unos 4.500 hombres, entre ellos algo más de 1.000 aborígenes. Pronto regresó hasta la costa del río Salado, a esperar una prometida expedición naval con armas y municiones, por lo que se instaló cerca de la desembocadura de este río. Pero los refuerzos y armas no llegaron nunca: los barcos en que debían ser transportados encallaron y naufragaron, y nadie avisó a Rosas y los suyos.
Allí estaban cuando aparecieron los federales, al mando del general Gregorio Paz; tan mal se había preparado, que tenía el río Salado a sus espaldas. Los indios formaban en un costado pero, antes de iniciarse la batalla, sus jefes conferenciaron con los caciques de las tropas auxiliares indígenas que formaban en el ejército federal y, de común acuerdo, todos abandonaron el campo de batalla.
Paz puso a sus fuerzas a órdenes del coronel Juan Francisco Olmos, mientras Rosas y Belgrano ponía los suyos a órdenes de Faustino Velazco. La batalla de San Gregorio fue una verdadera catástrofe para los unitarios: murieron casi 1.000 hombres, incluidos los coroneles Velazco y Acosta. Casi todos los oficiales fueron tomados prisioneros.
Tras esta victoria, Lagos reforzó el sitio de Buenos Aires, cerrando todas sus vinculaciones con el exterior, excepto por el Río de la Plata. Un consejo de guerra presidido por el coronel Isidro Quesada condenó a Rosas y Belgrano a muerte, a pesar de la defensa que de él hizo Antonino Reyes. Pero Lagos no quiso cumplir la orden y lo puso en libertad, quizá influido por una carta que Manuela Mónica Belgrano le entregara al general Lagos, pidiéndole por la vida de su hermano Pedro, "teniendo en cuenta su sangre". Además, Lagos conocía a Pedro como hijo adoptivo de Juan Manuel de Rosas, ya que ambos servían a las órdenes del Restaurador de las Leyes y las Instituciones.
Levantado el sitio a mediados de 1853, fue repuesto en su cargo al frente del Regimiento de Caballería número 11 y de comandante de Azul. Se le encargó que organizara un plan general de defensa de la frontera, encargo que se ignora si cumplió.
Pidió la baja por mala salud en febrero de 1855, en una época en que arreciaban los ataques contra los ex colaboradores de Rosas, y el gobierno decidió confiscar todos los bienes de éste y de sus hijos. Dado que, legalmente, Pedro era hijo de Rosas, perdió todos sus bienes, once estancias en total. También fue acusado de participar en las invasiones de los generales Jerónimo Costa y José María Flores. A fines de 1855 se marchó a Santa Fe, donde prestó servicios en la frontera.
En 1859, poco después de la batalla de Cepeda, el general Urquiza volvió a avanzar sobre Buenos Aires. Allí organizó la defensa el general Bartolomé Mitre, mientras los jefes de frontera trataban de defenderse de un posible avance hacia el sur. Urquiza nombró a Rosas y Belgrano comandante de armas del sur de la provincia y lo envió hacia esa zona.
Convenció al cacique general Calfucurá, que atacó al comandante Ignacio Rivas en Cruz de Guerra, pero este ataque fracasó. Enviado por Rosas y Belgrano, el coronel Federico Olivencia tomó la ciudad de Azul. Un comandante de apellido Linares se presentó frente a Tandil, que estaba indefensa por haber salido su comandante Benito Machado a enfrentar a Olivencia. De modo que los habitantes de Tandil le dejaron tomar la ciudad, a cambio de que los indígenas que venían con él quedaran afuera; pero éstos se sublevaron y saquearon la ciudad. Olivencia entró en conflictos con Rosas y Belgrano, de modo que lo abandonó y se pasó a las filas del general Flores. Machado regresó a Tandil, obligando a Linares a huir. Y los indígenas que habían llegado a Azul con Rosas y Belgrano también lo abandonaron. El coronel debió huir por "tierra de indios", llegando hasta Rosario. Después de la batalla de Pavón fue tomado prisionero en Rosario. A pesar de que algunos oficiales pidieron que fuera ejecutado, su vida fue respetada por orden de Mitre. Viendo que estaba ya muy enfermo, se lo dejó regresar a Buenos Aires, con orden expresa de no dejarlo acercar a Azul. Es así que, en medio del ostracismo (hay que resaltar que la lealtad y conducta de Pedro Pablo era la habitual de todos o casi todos los oficiales en aquellas épocas, de formación de identidad nacional), el hijo del General Don Manuel Belgrano, veterano de la Frontera y la Campaña del Desierto, veterano de la Guerra Civil y eficiente oficial del Ejército Argentino, el Coronel de Caballería Pedro Pablo Rosas y Belgrano, injustamente desposeído de todos sus bienes, falleció en la ciudad de Buenos Aires, a los 50 años de edad, el 27 septiembre de 1863.
Coronel de Caballería Pedro Pablo Rosas Y Belgrano
Fecha de nacimiento: 29 de julio de 1813, cerca de la ciudad de Santa Fe.
Muerte: 27 de septiembre de 1863 (a los 50 años), en Buenos Aires.
Lealtad: Partido Federal,
Estado de Buenos Aires
Hitos militares: Campañas al Desierto, Defensa de la Frontera, Batalla de San Gregorio.
Familia cercana:
Hijo biológico del general Manuel Belgrano y María Josefa de Ezcurra y Arguibel
Hijo adoptivo de Juan Manuel de Rosas y María Encarnación Josepha de Ezcurra y Arguibel
Marido de Angela Fernandez y Juana Rodriguez
Padre de Francisca Angela Rosas y Belgrano y Francisco Rosas y Belgrano Rodriguez
Hermano de Juan Bautista Ortiz de Rozas y Ezcurra; María Encarnación Ortiz de Rozas y Manuela Ortiz de Rozas Ezcurra
Medio hermano de Manuela Mónica Belgrano; Manuela Mónica del Sagrado Corazón Riva; Mercedes Rosas; Ángela Rosas; Ermilio Rosas y 4 otros.
Mientras un proyectil alemán estalla peligrosamente cerca, los firmes veteranos de la 4.ª División india continúan avanzando a través de un paisaje desértico.
El Alamein, julio-noviembre de 1942
Más tarde esa noche, dos tenientes, escapando de la humedad del círculo de los VCO, merodearon las filas de tiendas de campaña del campamento Latifiya y encontraron una tubería en la que sentarse, o tal vez acostarse. Se acostaron. Las estrellas colgaban como candelabros, tan infinitamente variadas y brillantes que algunas parecían clavadas en lo alto de la tienda de la noche, y otras colgaban bajas, cargadas de resplandor. La cabeza de Bobby daba vueltas lentamente, y no podía cerrar los ojos, y las estrellas se derramaron sobre ellos.
En el desierto, dijo Wright, esta era la única vista de la que no se había cansado diez veces. En su primera noche en Ruweisat Ridge, pensó que Dios había quitado el techo viejo y puesto uno nuevo. El cielo tenía tres dimensiones aquí, lo cual era una misericordia, porque el desierto era condenadamente plano.
Eran ingenieros, entrenados para trabajar con inclinaciones, gradientes, peraltes, pero en el desierto occidental, casi el único lugar donde importaba el relieve vertical era allí arriba. Las estrellas lo sugirieron, y los hombres elaboraron sobre los contornos imaginarios. El lanzamiento y la caída de los proyectiles de artillería trazaron miles de colinas en el cielo; el largo vuelo de Spitfires y Stukas dibujó una estepa aérea. Los paracaidistas trotaron por suaves acantilados, balanceándose de lado de pendiente a pendiente opuesta. Los proyectiles antiaéreos que estallaban hacían palidecer la vegetación, e incluso los disparos de rifles, disparados por error o por desesperación, añadían los más finos trazos de lápiz al enloquecido paisaje conjurado. En la batalla nocturna era visible: bengalas Verey grababan los contornos luminosos, que brillaban en sus párpados cuando parpadeaba.
Principalmente no hubo batalla. Sólo el desierto, tan lamentablemente llano. Wright llegó a El Cairo con la noticia de que su formación, la 3.ª Brigada Motorizada India, había sido destruida en Gazala. En cambio, debía unirse a la 2.ª Compañía de Campo, apenas a media milla de la línea del frente. En Ruweisat Ridge, la lluvia había abierto las cortinas de neblina del desierto, y un largo rasguño azul de agua mediterránea había aparecido al norte, más allá de la llanura de guijarros. La infantería se asaba en sus trincheras, limpiando interminablemente la arena de sus armas y las moscas de sus orejas. Durante el día, un nómada distraído podría atravesar la zona delantera, llena de venas y costras por las trincheras y los sacos de arena, y apenas darse cuenta. Las cabezas marrones y los cascos solo surgían de la tierra como topos, viajaban bajo por el suelo y desaparecían de nuevo. Solo los ingenieros trabajaron todo el día,
Al anochecer, cuando la fiebre del cielo amainaba y los vientos frescos cruzaban el campamento, la vida surgió del suelo ampollado. Brillantes puntas de cigarrillos resplandecían contra el cielo índigo y la tierra gris, y los zapadores musulmanes se inclinaban en oración, con el trasero hacia el enemigo. Las latas de gasolina cortadas emitían ruidos de cencerro mientras se hervía el té. Las patrullas de infantería se deslizaron hasta la alambrada y los rifles ladraron cuando los francotiradores apuntaron a las siluetas, en los minutos previos a que fueran tragados por la oscuridad.
No fue hasta septiembre que se levantó la lúgubre paz y comenzó una batalla que deslumbraba la vista. Repitiendo Gazala, los Panzer golpearon el frente sur de El Alamein, luego se desviaron detrás de las líneas británicas, cortando un arco por debajo de Ruweisat Ridge. Desde arriba, Wright observaba los fuegos artificiales.
Si la hubiera marcado Wagner en lugar de las máquinas, habría parecido una guerra de ángeles. Hacia el sur, por encima de la principal ofensiva enemiga, los Fairey Albacores lanzaron bengalas de fósforo que iluminaron el desierto con un brillo eléctrico, iluminando los objetivos de los bombarderos Wellington. Por encima de su propio sector, la Luftwaffe hendió el cielo de luna llena con fuego trazador. Los aviones arrojaron cajas de bombas mariposa: artilugios delicados con carcasas con bisagras que se abrieron, liberando un par de alas que giraron en el flujo de aire y clavaron un eje en la bombeta para armarla. Al aterrizar, proyectaron patrones complejos en un terreno distante. Pulsantes bengalas escarlatas se arquearon sobre las líneas aliadas, y los reflectores se balancearon a través del espectáculo, largas patas de araña de luz que se agitaban y se aferraban a las figuras que descendían. Las estrellas ardían encima de todo.
"Una actuación emocionante", escribió el mayor en el diario de la unidad.
A la mañana siguiente tenían órdenes de moverse hacia el este de inmediato y colocar un campo minado para evitar que la fuerza Panzer avanzara más al norte. Los camiones de la compañía se adentraban en el desierto, cada uno cien metros detrás del otro, levantando un gran acantilado de polvo y arena.
Wright, encargado de recoger a los rezagados, conducía un jeep hasta la parte trasera. Sus limpiaparabrisas funcionaban sin parar para abrir una vista de la carretera. Girando para mirar por encima de su codo, Wright notó un auto del estado mayor estacionado justo al sur de su línea de marcha. No parecía pertenecer a la empresa, pero se desvió del camino hacia él. Se detuvo a una distancia reglamentaria y llamó a los hombres que estaban junto al vehículo y, al oír voces en inglés, se acercó.
El general Alexander inspecciona el 3/2 de Punjab .
El Humber tenía el capó levantado y un sargento de aspecto indefenso debajo, empujando un motor que eructaba vapor. Junto a las puertas había dos oficiales mayores, uno con un matamoscas y la boina del 11.º de Húsares, y el otro con una expresión pétrea y una gorra de visera con una banda roja.
¿Pasa algo, señor? llamó Wright.
—Claro que lo hay —espetó el primer oficial. '¿No crees que quiero parar aquí?'
Wright llevó su jeep hasta donde el coche del personal todavía chisporroteaba. La correa del ventilador no estaba.
Tendré que remolcarlo, señor. ¿Dónde tienes que ir?'
—El cuartel general del ejército, por supuesto —dijo el húsar impaciente. En Burg el Arab.
Wright asintió y fue a desenrollar el gancho de remolque de su jeep. Tal vez debería preguntar quiénes eran. Por supuesto que debería preguntar quiénes eran: era el protocolo para los encuentros en el desierto, donde cualquiera podía ser un infiltrado enemigo. Se volvió y espetó un saludo. —¿Le importa si le pido su documento de identidad, señor?
La mano del oficial mayor se deslizó hacia su bolsillo, pero el Hussar explotó. '¡No seas tonto, hombre! ¿No conoce al Comandante del Ejército?
Wright se aseguró de que su rostro permaneciera inexpresivo y solícito. El comandante del Octavo Ejército era el general Auchinleck, pero esto no se parecía a él. Alguien se había olvidado de decirle que "el Alca" había sido relevado de su mando. La noticia sería decepcionante para cualquier soldado indio, pero especialmente para la Brigada 161, que incluía el regimiento que el Auk había comandado personalmente una vez, el 1/1 de Punjab.
'¡Vaya!' dijo Wright, y saludó de nuevo.
Conectó el auto del Comandante del Ejército y se fueron. La mirada de Wright se desvió hacia el espejo retrovisor para ver el rostro demacrado del hombre que dictaría el destino del Octavo Ejército. Era el general Bernard Montgomery, el segundo designado para reemplazar al Auk, después de que un Stuka alemán pusiera una bala en el pecho del general Gott mientras volaba a El Cairo. Montgomery tenía cierta antipatía por el ejército indio: tal vez porque no se había desmayado de Sandhurst lo suficientemente alto como para unirse a él.
Wright estaba pensando que requeriría una navegación ágil para llevar al general al cuartel general del ejército y aun así ubicar su convoy antes del anochecer. Decidió cruzar en línea recta siguiendo el rumbo de la brújula, lo que significaba salirse de la ruta principal del Ejército. Rápidamente encontró una pista estratégica, menos visible y utilizada por el transporte L-de-C para evadir la observación aérea, y se dirigió hacia ella. Era accidentado y cubierto de arena fina, pero los vehículos acoplados avanzaban bien. El ojo de Wright fue a su espejo de nuevo. La cadena de remolque desapareció en una nube de polvo. Él suspiró. Finalmente, depositó a un comandante del ejército con máscara beige y pulido con chorro de arena en Burg el Arab, y esperó las gracias, "que no llegaron".
Horas más tarde, cuando encontró a la compañía, también encontró esperando a un furioso capitán, que se negaba a creer una palabra de ello.
Cuando los deberes de Bobby lo tenían en la tienda del cuartel general, leía las páginas de papel cebolla del diario de la unidad, lo más rápido que podía. La historia de la batalla de septiembre se completó aquí. Cuando comenzó el trabajo de los zapadores en el nuevo campo de minas, el último empuje de Rommel ya se había agotado. Sin gasolina nuevamente, sus Panzer se detuvieron en medio de la lucha. Se vieron obligados a retirarse, y la oportunidad ofensiva ahora recaía en el Octavo Ejército, que estaba repleto de nuevas tropas, nuevos tanques estadounidenses, moral elevada y mucho combustible.
Las divisiones indias 4.ª y 5.ª intercambiaron lugares por última vez. El cansado quinto se amontonó en camiones para unirse a la enorme reserva que yacía en Irak; sólo la Brigada 161, con sus batallones todavía frescos, se quedó en Ruweisat Ridge. En el diario de la unidad, Bobby encontró las cartas que habían llegado a la empresa en octubre, anunciando por fin el 'Día D'. "Juntos atacaremos al enemigo por un "seis", directamente desde el norte de África", escribió Montgomery. 'Que cada oficial y hombre entre en la batalla con la determinación de cumplir con su deber mientras tenga aliento en su cuerpo. Y QUE NINGÚN HOMBRE SE RINDA MIENTRAS NO ESTÉ HERIDO Y PUEDA PELEAR.' El comandante de la 4ª División había añadido su propio mensaje: debían luchar hasta "el último hombre, el último proyectil, la última bomba, la última bayoneta".
Nunca llegó a eso, Wright reanudó su historia, mientras revisaban un registro de mantenimiento de herramientas con las tiendas naik esa noche, una vez que comenzó el ataque, las filas de Rommel se rompieron rápidamente. Hubo un día terrible en el que un bombardero Stuka arrojó una serie de bombas sobre sus líneas, casi matando a los oficiales en el camión comedor, pero guardando su furia para el personal de cocina. Encontraron al aguador, Maqbool, gritando a un muñón de carne que había sido su mano izquierda. Mohammed Sharif el masalchi, de sólo diecisiete años, fue volado en pedazos, 'destrozado de la cabeza a los pies'; Budhu Masi, el cocinero, fue destripado. Tenía veinte años y estaba sano. Tardó tres horas en morir.
Todavía la batalla avanzaba hacia el oeste de ellos, y su manta de ruido se levantó, luego se la llevó el rugido abierto del viento. El pelotón de Wright se encontró en un sector tranquilo junto a la pista de Qattara, limpiando las minas-S. Esos eran dispositivos antipersonal que saltaron por los aires y explotaron a la altura del pecho. Mientras despejaban un campo minado, los zapadores parecían los granjeros que habían sido muchos de ellos. Una apretada fila de hombres clavaron sus bayonetas en el suelo y palparon el borde de metal contra metal. Si no sentían nada, golpeaban una y otra vez, despejando medias lunas ante ellos, y avanzaban de esta manera, segando lentamente bajo la arena. La extraña agricultura del desierto. Un lado plantó semillas de acero y el otro lado las cosechó. Solo algunos vivieron su diseño natural, para elevarse repentinamente como una palma emplumada de aire y arena conmocionados.
Wright se sentó en una roca, observando a sus hombres labrar la arena. Un suboficial, Naik Taj Mohammed, se movía rápido: ya había despejado unos treinta. Pero luego: el ruido agudo, la minibomba suspendida en el aire. Wright sintió la explosión, el instante de la rendición total, todo se inclinó, seguido de largos y boquiabiertos segundos de comprensión. Vio al naik sentarse erguido, con el vientre colgando sobre su regazo como una lengua. Era malo pero sobreviviría; los alemanes construyeron las minas de esa manera, ya que un herido era una carga más pesada que un cadáver. Cuando la ambulancia se fue, se reanudó el trabajo.
Después, un jeep llegó hasta donde estaba Wright y fue saludado por el coronel John Blundell, el jefe de división de ingenieros reales. El teniente explicó cómo iban las cosas. 'Bien, bueno, súbete,' dijo el coronel. Pueden cuidar de sí mismos. Condujeron hacia el oeste hasta una pequeña depresión de arena blanda, interrumpida por grandes peñascos de piedra caliza, escandalosamente esculpidos por el viento granulado. Wright estaba contento de ser tan amistoso con el coronel, el CRE, y hablaron ociosamente sobre las noticias de la lucha. El Zorro del Desierto estaba perdiendo, por falta de lo único que valoraba incluso por encima del agua: gasolina. Esta vez, el Octavo Ejército podría explotar su ventaja hasta el final. Ambos hombres se sintieron ofendidos porque la 4ª División India, una de las tres divisiones aliadas en Egipto desde que comenzó la guerra del desierto, estaba siendo retenida en servicio de salvamento.
Tardó un momento en darse cuenta de que les estaban disparando. Su instinto fue agacharse detrás del salpicadero, pero el coronel pisó a fondo el acelerador y el jeep dio una sacudida hacia una de las rocas. Efectivamente, un soldado italiano salió de detrás con las manos detrás de la cabeza. ¿Sabes italiano? gritó el coronel, por encima del zumbido del motor. Wright no lo hizo.
El jeep se detuvo de golpe frente al italiano, y el coronel saltó y saltó directamente hacia él. En un instante, recogió el rifle del hombre y lo arrojó lo más lejos que pudo. Luego agarró al rezagado por los hombros y, en lugar de arrestarlo como prisionero de guerra, el coronel lo giró hacia el este, retrocedió tres pasos y le dio una patada en el trasero. El italiano se tumbó en la arena. El coronel lo arrastró para que se pusiera en pie, lo giró de nuevo hacia el este y le dio un empujón. El italiano salió corriendo hacia la reserva del Octavo Ejército.
John Wright observó cómo el soldado caía por la arena. Su figura se hizo más pequeña y perdió detalle, pero en el suelo plano y despejado permaneció visible durante mucho tiempo, corriendo de este a este mientras su ejército corría hacia el oeste. Muy pronto, sospechaba Wright, él estaría haciendo lo mismo.
Como líder de Alemania, Hitler transformó el cuerpo de oficiales. Trajo sangre fresca al ejército. También creó problemas, algunos de los cuales finalmente condujeron a la debilidad y la violencia.
Antes de Hitler: Trabajando en Versalles
Antes de que Hitler subiera al poder en 1933, el ejército alemán quedó confinado por el tratado de Versalles. El acuerdo, implementado al final de la Primera Guerra Mundial, limitó severamente al ejército alemán. El personal general fue abolido, y el Colegio de Personal cerrado. El ejército estaba limitado a 100.000 hombres en total, y menos tropas significaba menos oficiales. En resumen, Versalles limitó severamente al cuerpo de oficiales.
Una élite accidental
Al hacerlo, los Aliados pretendían debilitar y limitar el grupo de talentos de comando disponibles para los alemanes. En su lugar, fomentaron una élite.
En la limitada economía de la Alemania posterior a la Segunda Guerra Mundial, los empleos seguros eran escasos. El asentamiento de Versalles declaró que los que servían en el ejército tenían que hacerlo durante doce años, una medida destinada a impedir que Alemania creara reservas de soldados entrenados. Hizo soldiering uno de los trabajos más estables. En lugar de ser relegados a trabajar en un ejército disminuido, hombres calificados y educados se sintieron atraídos por él.
El Reichstag estableció un alto estándar para aquellos que solicitan convertirse en oficiales. Como resultado, los mejores y más brillantes de los solicitantes obtuvieron los puestos disponibles limitados.
La fortaleza de la tradición
Muchos de los que se unían al cuerpo de oficiales provinieron de las clases altas. Tenían la educación y las conexiones para entrar y estaban motivados por un fuerte sentido de tradición patriótica.
Esto llevó a un cuerpo de oficiales que era conservador y tradicionalista. Hindenburg, uno de sus representantes más famosos, se detuvo para saludar el asiento vacío del Kaiser largamente destronado en su manera de ver a Hitler tomar el poder.
La cultura fue reforzada por la falta de oportunidades para la promoción o para que los jóvenes se unieran. En 1933, la edad promedio de un coronel alemán era 56.
Expansión
El rearme era una característica clave de la agenda de Hitler. Al tomar el poder, aumentó enormemente el tamaño del ejército, pasando de 7 a 21 divisiones. Se añadieron la artillería, los tanques y la Luftwaffe. En sólo seis años, entre el reclutamiento alemán y la absorción del ejército austríaco, él trajo al ejército hasta 103 divisiones.
Esto llevó a un gran aumento en el reclutamiento de oficiales. La cultura del cuerpo de oficiales se transformó.
Transformación
Los nuevos reclutas tendían a ser muy diferentes de los que habían venido antes. En lugar de los aristócratas que vivían en el campo, provenían de las masas urbanas. Muchos eran miembros del partido nazi y productos de la Juventud Hitleriana. Enérgicos e ideológicamente impulsados, buscaban el cambio sobre la tradición. Abrieron nuevos caminos de lucha y nuevas actitudes hacia la sociedad.
Favorecidos por el establishment político, subieron a través de las filas.
Hitler había hecho que el cuerpo de oficiales fuera mucho más grande, más joven y más dinámico; pero llegó a un precio.
Divisiones
Grandes divisiones surgieron dentro del ejército.
Los nuevos oficiales vieron a la vieja guardia como demasiado conservadora y fuera de contacto con la guerra moderna. Políticamente, los dos grupos también estaban en desacuerdo. Mientras que la elite tradicional alemana trabajaba con los nazis, no era una alianza cómoda. Valoraban la estabilidad y la seguridad y despreciaban a las masas a las que Hitler apelaba.
Las divisiones deliberadas significaron que la coordinación dentro del ejército empeoró. Hitler desarrolló personal militar separado, incluido el suyo propio. El SS emergió como una fuerza militar, distinta del ejército pero compartiendo sus deberes. Haciéndose la conexión clave entre ellos, Hitler controlaba a sus subordinados a través de una estrategia de división y conquista que obstaculizaba la cooperación.
Eliminando la Independencia
Aparte de la expansión y la división, el otro cambio más importante de Hitler fue privar a los militares de su independencia. El Ministerio de Guerra fue abolido en 1938, reemplazado por el propio grupo de Comando Supremo de Hitler (OKW). Él substituyó al jefe conservador de los militares y tomó eventual la posición del comandante en jefe él mismo.
Fue un enfoque que permitió a Hitler supervisar a los oficiales más de cerca y mantenerlos siguiendo su agenda. Sin embargo, al privarlos de la independencia, redujo su capacidad de iniciativa.
Sentimientos de enfermos alrededor de OKW
No es de sorprender que las restricciones a su independencia crearan resentimiento de muchos oficiales, especialmente la vieja guardia. OKW, la voz de Hitler, se convirtió en un objetivo principal del resentimiento.
No ayudó a que los principales oficiales del OKW fueran todos retirados del ejército. Alemania era principalmente una potencia terrestre, por lo que era natural que el ejército proporcionara muchos comandantes de alto rango. Sin embargo, sin incluir la marina de guerra creado resentimiento. Los comandantes de acorazados y submarinos arriesgaron sus vidas luchando contra los Aliados en el Atlántico. Sabían que su perspectiva y preocupaciones eran secundarias a las de sus compañeros de tierra.
Falta de disentimiento
Además de eliminar la independencia de la acción, Hitler ahogó la libertad de expresión. Las voces disidentes fueron fuertemente desalentadas por un régimen que dependía de la intimidación para mantener su dominio. Hitler raramente respondía bien a cualquiera que no estuviera de acuerdo con él.
Algunos oficiales trataron de decirle al Fuhrer cuando pensaban que estaba equivocado. Heinz Guderian lo hizo repetidamente y fue despedido por ello. No era el único.
El antiguo cuerpo de oficiales había sido conformista por la cultura, pero al menos había habido el potencial de expresar opiniones diferentes. Antes de la Primera Guerra Mundial, había desarrollado algunos de los más avanzados y articulados pensamiento sobre la guerra moderna. Bajo Hitler, sólo había la línea del partido y no disentir.
Debilidad y Revuelta
El resultado fue un cuerpo de oficiales que carecía de la independencia para corregir los errores de su líder y la fuerza del carácter para oponerse a él. Un núcleo de talentosos tradicionalistas se sentaba en oposición a una masa más grande, más motivada, pero menos dotada de hombres modernos.
Bajo Hitler, el cuerpo de oficiales alemanes ganó nuevos talentos, ideas y energía. También aumentó el resentimiento y las limitaciones que lo debilitaron y finalmente condujo a los intentos de los oficiales resentidos de asesinar a Hitler.