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martes, 17 de diciembre de 2024

Guerra del Chaco: Boquerón

Boquerón, la tragedia de la sed




Camión utilizado en la Guerra del Chaco para el transporte de agua.

Si es verdad que allende los dominios de esta vida terrenal existe un infierno para los malvados, y si en ese infierno hay tormentos físicos, a buen seguro que el de la sed ha de estar reservado para los más grandes pecadores que mueren sin contrición. No hay tortura, física o moral que pueda igualar, o compararse siquiera, a la agonía horripilante del sediento. La falta de agua altera el cerebro con una suerte de locura agotadora, que entumece todas las inclinaciones nobles y buenas, destruye el dominio de sí mismo y convierte al hombre más reposado en una fiera, que ruge, brama y se enfurece ante la sola visión, real o imaginaria, de una gota de agua que humedezca la lengua. Quien haya visto un ser humano pereciendo de sed bien puede reclamar para sí el triste privilegio de haber presenciado la escena más dolorosa que ofrece el melodrama de la vida ingrata de las luchas, porque casi siempre se lleva las de perder. La sed no tiene siquiera ese amago de belleza exótica de los profundos dramas. Es tan sólo la más grosera manifestación de la humana miseria, fría y repelente como el espumarajo de muerte que arrojan los labios del sediento. No impresiona, sino que horroriza; no inspira lástima, sino que infunde pavor.

El espectro de la sed apareció desde el primer día de la batalla de Boquerón, en la Guerra del Chaco. Fuese por la escasez de los medios de transporte o a causa de aquella inexplicable falta de organización inicial de los paraguayos, fruto de su ingenuidad y producto de su excesiva fe en los procedimientos conciliatorios, lo cierto es que el precioso líquido llegó a faltar a los combatientes a poco de iniciadas las operaciones contra el reducto enemigo, en cuya conquista iba todo el prestigio de Paraguay.

Desde el primer momento, los Comandos Superiores y subordinados se sintieron inquietos; pronto esa inquietud se trocó en angustia, y la angustia en desesperación. Los hilos telefónicos vibraron sin cesar transmitiendo mensajes que eran otros tantos pedidos clamorosos. De Isla Poí, precaria base que sustentaba el orden de batalla paraguayo, se respondía asegurando que de allí partían los camiones-tanques dentro del plan prefijado y con ajuste a los horarios establecidos; se despacha –afirmaban desde allá- suficiente cantidad de agua para dar de beber seis litros diarios a cada soldado. La información, con ser alentadora, no podía satisfacer, y menos resolver el problema, calmando la angustia. No es que se pusiera en duda la diligencia de los órganos de retaguardia, a cuyo cargo estaba este importante, mejor dicho vital, servicio de abastecimiento, pero era el caso que el agua no llegaba, o llegaba en cantidad tan escasa que su distribución resultaba una tarea más que difícil, dolorosa. Solamente más tarde se habría de descifrar el misterio de los miles de litros de agua que se despachaban de Isla Poí para no llegar nunca a Boquerón: la llamada “recta” con sus 40 kilómetros de extensión, encerraba ese misterio. A lo largo de ese camino, que parece trazado sobre la plancheta de un topógrafo con escuadra y tiralíneas, se escalonaba el siempre inevitable apéndice de todo ejército que marcha o que combate, las obligadas cuentas que los preliminares de la batalla van desgranando, en grande o pequeña cantidad, hacia los portales entreabiertos del templo de Jano…

Mientras tanto, los primeros escalones comienzan a experimentar una escasez que va orillando una crisis peligrosa. Se producen escenas de horror. Hay compañías y batallones que no beben desde hace cuarenta y ocho horas. El fragor del combate y la altísima temperatura contribuyen a poner un sombrío telón de fondo a este episodio, único en su género, de la guerra chaqueña. El olor de la pólvora, ese olor irritante de la cordita en combustión, y el hedor de los cadáveres insepultos vician la atmósfera hasta provocar náuseas; el sol del Trópico, implacable y calcinante, quema con sus rayos despiadados la piel sudorosa y bronceada de los combatientes y hace reverberar la selva con los destellos de una inmensa quemazón. El polvo fino del desierto occidental se atraganta en los pulmones hasta convertir la respiración del hombre en mugido de bestia. Detrás de cada arbusto, de cada tronco de quebracho o de algarrobo, está un combatiente agazapado jadeante; de vez en cuando, levanta su fusil para hacer un disparo o introduce un nuevo cargador en el almacén de su arma; y en los intervalos de esta lucha tan intensamente personal, escarba la tierra con sus uñas para buscar un abrigo que proteja las partes más vulnerables del cuerpo contra los proyectiles enemigos, que pasan veloces con su silbido característico para incrustarse en el ramaje o cortar un gajo con ese golpe seco, inconfundible, que se asemeja al chasquido de una fusta. Los árboles, a fuerza de tantos impactos, van convirtiéndose en esqueletos, esqueletos que abren sus descarnados brazos en ese inmenso campo santo de bárbara desolación. No son ya ráfagas sino verdaderos vendavales de plomo. Y qué lejos estaban entonces de aquellas elaboradas trincheras, de aquellos sólidos parapetos, de aquellos cómodos “pagüiches” con cubrecabeza de quebracho que se conocieron más tarde, en Saavedra, en Nanawa, en Toledo!

En Boquerón sólo había el pecho del soldado! Y hallar un zapa-pico o una azuela era un presente de los dioses! Al poco tiempo, el ansia de beber se torna en delirio, y ese delirio en locura. Los soldados piden de beber y sus oficiales, hombres también pero más sujetos al dominio de sí mismos por esa esclavitud que impone el ejercicio de una severa auto-disciplina se muerden los labios y crispan los puños en un gesto de impotencia, incitándoles a no ceder, a esperar un poco más porque el socorro ha de venir pronto. Las caramañolas hace tiempo que están vacías y es inútil que, en el desahucio de una esperanza que nació muerta, los labios se apliquen al aluminio del recipiente, que ya nada contiene. El último vestigio de resistencia física va abandonando a los sedientos y la razón, que ya no razona, da en vagar sin rumbo en aquel páramo sin oasis del sufrimiento humano. Los hombres se tienden boca arriba, abandonan a ratos su fusil y así permanecen como extasiados, en actitud de pedir al cielo un remedio para sus males o un fin más cercano o menos doloroso; o de cara a la tierra, succionar el suelo en busca de una veta, que saben no está ni puede estar allí, o escarban con sus manos para dar con el hipotético “yby-á”, pulposo tubérculo con que los aborígenes suelen calmar la sed. Arroyitos de mi pueblo, arroyitos cristalinos de mi “valle”, rumorosos manantiales de mis “pagos”, clama la imaginación encabritada de cada sediento en un fantástico remolino mental, persiguiendo un imposible. Sus labios están amoratados y entreabiertos, dejando ver la lengua que, muy hinchada y de color azul subido, asoma entra las comisuras sombreadas de espuma amarillenta; el rostro, desfigurado por la mueca de una tortura indecible, algo tiene de aquella repulsiva expresión del Gwymplain de Victor Hugo; los ojos saltones, como queriendo fugarse de las órbitas para interrogar el por qué de tanto horror. Algunos, enloquecidos del todo por la más feroz de las locuras y con esa fuerza que adquieren los dementes en el paroxismo de la enajenación, se incorporan a duras penas y tratan de echar a correr hacia las líneas enemigas, porque alguien lo ha dicho, y muchos lo han repetido, que allí hay agua en abundancia, un extenso “pirizal” de cristalina y tentadora superficie, y hasta un molino de viento! Mirajes que sólo existieron en la imaginación de aquellos mártires! Se lucha dos días por la posesión de un “tajamar”; el solo anuncio de la proximidad del agua vale más que todas las arengas. A punta de bayoneta, con furia incontenible, realizando proezas de valor, gastando y desgastando las últimas reservas de energía física y moral, se llega al tajamar para encontrar que… tan solo es otro miserable embuste con visos de leyenda, de esos que, en forma misteriosa, suele engendrar la excitación turbulenta de una batalla. El “tajamar”, si es que eso ha sido alguna vez, esta seco.

 
Pero hay que contener a esa gente que pugna por acercarse a las líneas enemigas, hay que poner una camisa de fuerza a estos “locos”, a estos heroicos y sublimes locos que, en la inconciencia de su desvarío, no miden ni pueden medir las consecuencias de un acto tan irreflexible como estéril. La disciplina, esa majestad que reina y gobierna sobre el campo de batalla con la férula del más implacable rigorismo, y aún de crueldad, debe imponerse a la carne doliente y vencer al instinto. La sed es grande, pero el deber es más grande todavía! Y por eso, los oficiales, ahogando todo sentimiento de piedad, porque así lo requiere la lógica inflexible del deber, se ven obligados a golpear con el cabo de sus pistolas la cabeza de aquellos desdichados hasta hacerles perder el conocimiento y evitarles, de tal suerte, la humillación sin ventajas del cautiverio o la muerte aterradora y solitaria del que se atrevía en el desierto. Ese joven oficial, niño casi, que hace frente a las peripecias de la guerra con la escasa ciencia y experiencia de sus veinte años, también tiene sed; también su garganta, seca como el parche de un tambor, está ronca de dar voces de mando, de aliento, de consejo. Manda, implora y hasta ruega. Y en el ejercicio de sus funciones como conductor de hombres, perdido ya en el laberinto de su extenuado raciocinio, se ve por momentos compelido a recurrir a la piedad de una mentira o la acidez de una amenaza. Pero antes que nada, sobre todas las cosas, está su deber de razonar, de “mandar” siempre, aún en las peores circunstancias y en la más estrecha de las encrucijadas. Así le enseñaron un día en sus tiempos de cadete, diciéndole que el oficial paraguayo no depone nunca las armas ante ningún enemigo, y menos cuando ese enemigo aparece disfrazado con el ropaje de su propia flaqueza.

Mucho le han predicado entonces sobre la necesidad del saber dominarse a sí mismo antes de pretender dominar a los demás. Y a la memoria le viene aquella frase que es todo un mandamiento militar de legítimo corte espartano: “Ser soldado es no comer cuando se tiene hambre, no dormir cuando se tiene sueño, no beber cuando se tiene sed…”. Y ahora, mi Teniente, mi joven guía de hombres y de voluntades, es llegado el momento de demostrar a la faz de tus soldados que te miran y te juzgan, que no fueron vanas tantas enseñanzas, que no llegaste un día a los dinteles de la Escuela Militar a abrazar la profesión de las armas tan solo seducido por la ridícula vanidad de llevar un sable al cinto. Hora es de evidenciar ante este tribunal inexorable que las aptitudes de mando no están, como algunos simulan creer, en el dorado transitorio de las presillas sino en la reciedumbre del corazón y que, quien viste el uniforme militar, no como un hábito sacerdotal sino como una mera prenda decorativa, se engaña a sí mismo sin engañar a los demás. No basta la mímica del oficio, de fácil aprendizaje hasta para los más negados, hay que agregarle la vocación, la vocación honda y espiritualmente sentida. Sobradamente humano es que tu joven corazón se rebele y se desgarre ante el martirio de estos hombres que la nación ha puesto en tus manos para conducirlos a la victoria o a una muerte digna, pero … golpea, mi Teniente, golpea con furia hasta hacer saltar borbotones de sangre, porque es la Patria misma la que golpea por tus manos! Así salvas las vidas de tus soldados, bien que prolongándoles la agonía en un gesto paradójico, de difícil, casi imposible, comprensión para aquellos que contemplan la guerra desde la cómoda butaca del espectador.

La razón ha de imponerse, aunque como suele acontecer en no contadas ocasiones, se imponga apelando a la fuerza bruta como medio persuasivo, como recurso final. Un cadete, adolescente aún, se extravía en la selva en una desesperante búsqueda de agua y sólo es hallado tres días después, cuando ya en los estertores de la agonía, masticaba inconciente las raíces de una hierba venenosa. Los camilleros le conducen al Puesto de Socorro más próximo, sobre una perihuela improvisada; hay que sujetarle de pies y manos porque en la furia de su delirio arremete contra todo aquel que se pone a su alcance. El médico separa con trabajo sus mandíbulas con una cuchara de hojalata y, gota a gota, va vertiendo el agua vivificante en aquella boca, de cuyos labios sólo salen quejidos de moribundo. Más allá, un sargento de línea, magnífica estampa de zagal robusto, se abraza a una planta de cactus y roe desesperado las fibras de su tallo, sin reparar en las espinas que se clavan en su rostro, en sus manos, en su pecho desnudo, hasta convertirlo en un retrato vivo del evangélico Ecce Homo; ha perdido por completo la lucidez de su entendimiento, y en su desvarío, alterna sollozos con palabras incoherentes; errante el cerebro, de sus labios surge, sin embargo, una exclamación, un llamado de esos que sirven de plegaria al hombre en sus momentos de suprema orfandad: “¡Mamá… che Mamita!” Invocación estéril que llega al alma y cuyo eco se pierde en la lóbrega inmensidad de aquella tierra desolada. Uno de sus compañeros trata de levantarlo para humedecer sus labios con unas gotas de jugo de limón, pero sus miembros, fláccidos ya por la proximidad de la muerte, no responden, y sus ojos se cierran…, se cierran lenta y pesadamente, llevando a la eternidad la imagen de este “mejor bosquejo que pueda darse del juicio final”. En otro sector de la línea, un comandante de pelotón hace de un enorme tacho de cocina un mingitorio colectivo, teniendo antes cuidado de eximir de la contribución voluntaria a los que espontáneamente se declaran enfermos de cierto mal originado por el “dulce pecado”; hecha la recolección y luego de echarle un poco de yerba, se distribuye el líquido por cucharadas y todos beben con fruición el inmundo desperdicio del organismo humano. Un oficial de reserva se abre una vena del brazo izquierdo con una hoja de afeitar para beber su propia sangre, y cae desfallecido por la hemorragia que no puede contener. Soldadito paraguayo, soldadito heroico que sufriste sed en Boquerón, cuando la victoria final levante arcos triunfales al vencedor afortunado y al sobreviviente feliz, cuando el público asunceño aclame a los laureados de la fama, ¿se acordará alguien de ti? ¿O te sentarás, como Lázaro, a la puerta para recoger las migajas del festín? Soldadito de mi patria, cuando en los años por venir, apagada la novedad de esta contienda, vayas arrastrando los achaques de tu vejez por las calles de tu ciudad o de tu pueblo, en demanda de una limosna, tal como tu generación hizo con aquellos corazones de bronce de otra contienda, ya muy lejana y casi olvidada, ¿habrá una mano cristiana y cariñosa que te alargue un mendrugo de pan? Y si muy cerca ya de esa tangente que define el misterio de la vida y de la muerte, blancos los cabellos, enfermo el cuerpo y marchitas las ilusiones todas, te rehúsan todavía la última misericordia del que va a partir, diles, soldadito bueno de la Patria: “Por el amor de Dios, un vaso de agua, yo estuve en Boquerón…!”.
 

Las mulas de la artillería y los montados de los oficiales reciben como ración diaria de agua el contenido de un plato de los reglamentarios en el ejército, es decir, escasamente medio litro, y muchas veces, ni siquiera eso; las pobres bestias, víctimas mudas de este gran crimen, que es la guerra, y para las cuales esa miseración es como una cucharadita, caen extenuadas en las “picadas” y en los “cañadones” para allí aguardar la liberación por una muerte inevitable y espantosa, si antes una mano compasiva no pone término a su sufrimiento con un tiro de pistola a la altura de la testera. Enjambres de mariposas, de las que harto apropiadamente se denominan “cadavéricas” y que parecen llevar la imagen macabra de la Muerte en el blanco pardusco de sus alas diminutas, se posan sobre estas osamentas y envuelven los restos a manera de un sudario que se agita al viento al ritmo de un incesante aleteo.

En las Ambulancias Divisionarias, y Puestos de Curación, la falta de agua se hace sentir con más crueldad aún. Los instrumentos de metal bruñido se hunden en las carnes del herido sin previa ebullición, porque el agua disponible apenas da para hacer beber unos sorbos a los que, agotados y febriles, piden una gota, nada más que una gota. A sol y sombra están las largas hileras de camillas, cada una con su cargamento de dolor, con un pedazo de sangrante humanidad que espera paciente un poco de alivio y de consuelo. La tarea de los cirujanos se cumple en silencio y ordenadamente. La Cruz de Ginebra, sujeta a lo alto de un esbelto palo santo, parece acoger a estos pobres despojos con el abrazo abierto y amplio de una hermosa candad. En el tronar de la batalla, esta insignia universal es como un remanso de paz, que algo tiene de caricia en su elevado simbolismo, y algo también de brutal sarcasmo ante la incomprensible mentalidad humana, que destroza y destruye con la misma estudiada diligencia con que se trata de reparar después! Para los que sufren, y en la guerra son muchos si no todos, la visión de esa bandera de amor y de hermandad es como una venda color de rosa sobre sus ojos doloridos.

Entre tanto, en la famosa “recta” los camiones tanques que han logrado sortear las acechanzas del largo trayecto, llegan para ser pronto asediados por multitudes incontenibles. Los conductores se defienden como pueden contra ese montón enloquecido y sin freno. En la estación de llegada de los vehículos se han congregado representantes de todas las unidades que se hallan en la línea, enviados allí por orden y recado de sus superiores. Estos son los menos. Los más son los desesperados, enloquecidos por el demonio de la sed, que se han alejado de sus puestos de combate para saciar sus ansias y anticiparse así a los demás; sólo un pensamiento los domina, y es beber, beber antes que otro, beber siempre. El sentimiento de camaradería está embotado; nadie piensa en su compañero, en el prójimo que, más paciente o más disciplinado, continúa en primera línea el asedio al fortín enemigo. El tormento de la sed horada el cerebro de estos infelices con el hierro candente del más refinado egoísmo.

Otros hay que aparecen llevando a cuestas, y ensartadas entre dos palos, todo un rosario de caramañolas ajenas, y se resignan a esperar la distribución para poder llevar algo a sus camaradas de la línea de fuego. Cientos de recipientes y de jarros de todo tamaño y especie se agitan en el aire, reclamando prioridad en la distribución que tarda en hacerse. El desbarajuste, engendrado por la impaciencia, toma cuerpo y avanza con el rugido amenazador de una tempestad, tempestad de apetitos inmoderados e inmoderables, que ahoga todo lo bueno, todo lo generoso con que el humano suele cubrir su primitiva complexión de irracional. Brilla el sable de un gendarme militar que, jinete en zaino de escuálida figura, intenta poner orden en aquel tumulto, pero es pronto arrancado de su cabalgadura y echado por tierra a manos de los que, con la furia de un mar embravecido, avanzan incontenibles sobre los vehículos. Suena un tiro, no se sabe de dónde, y la sangre dibuja una rúbrica sobre el tostado barrizal del camino. Los sedientos trepan a los camiones y allí, a golpe de puño o de yatagán, se disputan la primicia de un sorbo de agua que apague ese incendio diabólico que los devora por dentro. Y en su egoísmo, comprensible al fin porque no es lícito pedir que en esta copia legalizada de las torturas infernales lo racional domine a lo animal, no comprenden que sus camaradas, más sufridos o menos audaces que ellos, no recibirán nunca ni una gota de esa agua, si en su distribución no entra el orden y la disciplina. De pronto, alguien, criminal inconciente, dispara su fusil contra el tanque de agua hasta ahora tenazmente defendido; el líquido salta a chorros y el montón –ese montón de conciencias sin conciencia- se arroja con ímpetu sobre la cinta de agua, se apretuja, cede y retrocede, para terminar lamiendo la tierra en cuya superficie apenas ha quedado una tenue humedad de lo vertido en esta orgía del deseo. Hasta que la presencia de un Jefe, sereno pero resuelto, impone su autoridad para restablecer la disciplina.

Tales fueron las escenas diarias de Boquerón. Al cabo de dos semanas largas, alguna organización se hizo y el agua ya no faltó, si bien nunca fue abundante, como no podía serlo porque los factores adversos estaban fuera del alcance de la voluntad humana en aquel sitio y por aquellos tiempos. Aquel triunfo aparente de la indisciplina, o mejor expresado, aquel desborde de una enajenación circunstancial, cuyos sufrimientos físicos, llevados al límite de lo humanamente soportable, hicieron saltar los resortes de toda reflexión, constituye un fenómeno de simple explicación patológica, sin relación alguna con los valores intrínsecos de la moral y del coraje. Fue tan solo una congestión transitoria, y sólo Dios sabe cuan justificada, de las facultades humanas. Los cuadros de desenfreno que con pálido e inadecuado colorido se ha ensayado pintar, no oscurecen sino que iluminan la gloria de Paraguay. Porque… a pesar de todo, los paraguayos vencieron en Boquerón. ¡Vencer al enemigo fue duro! Pero vencer a la sed ¡eso fue portentoso!

En el transcurso de aquellos catorce días que duró la penosa odisea de la falta de agua, las líneas paraguayas se mantuvieron firmes, sin que se aflojara un solo eslabón de la cadena de hierro que aprisionaba a los sitiados, no se descuidó un solo resquicio del vigoroso asedio que iba ahogando la resistencia enemiga. Y muy justo y conveniente es que así se proclame para que se haga carne en la conciencia pública que la reconquista de Boquerón no se hizo con un simple despliegue de fuegos de bengala ante un pávido adversario, sino agotando hasta las raíces mismas la energía humana para vencer al invasor, que bien se defendía, y a la sed que puso lo mejor de su empeño en hacer añicos aquella admirable capacidad de resistencia de la tropa paraguaya y en dislocar las aptitudes de mando de sus oficiales, cuya falta de experiencia estuvo suplida con una voluntad indoblegable. No es cierto, pues, como afirma un cronista de la guerra y conocido escritor, que el ejército paraguayo en Boquerón fue una turba, es decir, una “muchedumbre desordenada y confusa”, a estar por la definición académica, algo así como una legión de “sans-culottes”, extraños a toda ciencia y a toda virtud militar. El grifo abierto de un lirismo, no siempre serenamente encausado, no excusa ni autoriza el libre empleo de ciertos términos que, a más de ser inapropiados, resultan agraviantes. Agraviantes para la memoria de los que se fueron y para la dignidad de los que sobreviven. No, en Boquerón los paraguayos vencieron con un gran ejército, improvisado, es verdad, y pleno de las tareas de la improvisación, máxime de aquellas realizadas bajo el fuego enemigo, pero un gran ejército, no una turba. Grande, si no por los medios materiales, por su espíritu, por su energía, por su unidad absoluta de pensamiento y de acción. Con las “turbas” se triunfa a veces, en las callejuelas del motín y se asaltan barricadas derrochando coraje y entusiasmo; pero sólo con un Ejército se gana una batalla.

En Boquerón vencieron la ciencia, el valor y la fuerza, vale decir, la trilogía que encierra el secreto del éxito en toda operación de guerra.

Fuente 

Bray, Arturo – Primicia de sangre – Ed. El Lector – Asunción, Paraguay (1987). 

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado. 

www.revisionistas.com.ar

viernes, 29 de marzo de 2024

Argentina: No, el primer "presidente" no fue boliviano

 

Mentiritas bolivianas: el primer presidente argentino




Bernardino Rivadavia, primer presidente argentino

Todos sabemos que los nacionalismos suelen exacerbar los ánimos y que en algunas ocasiones pueden llevar a situaciones extremas.
En América Latina rayan lo bizarro y por lo general, conducen a sus acólitos al delirio y el ridículo, de ahí dislates como nuestro “Argentina es la heredera del Virreinato del Río de la Plata”, “Ejército vencedor jamás vencido” que enarbolan los chilenos (solo basta mencionar Rancagua para desmentirlo) y “O mais grande do mundo” de nuestros hermanos brasileros.
Los bolivianos tienen también sus eslogans, uno de los cuales nos toca directamente ya que, según la creencia popular, el primer presidente argentino era oriundo de aquel país.
La primera vez que escuché eso fue en mi luna de miel, cuando después de recorrer Lima y atravesar Perú de una punta a la otra, ingresamos con mi esposa en territorio boliviano, pasando de Copacabana a La Paz y de ahí a Laja y la maravillosa Tiahuanaco.
A poco de llegar a Cochabamba, se nos ocurrió hacer un paseo por la ciudad y así fue como recalamos en un museo, donde un joven guía ofrecía sus servicios a un grupo de turistas.
Deseosos de conocer las tradiciones de tan maravilloso lugar, nos incorporamos al "tour" y recorrimos las instalaciones escuchando la interesante exposición. El paseo habría resultado perfecto de no ser porque, sobre el final, el mencionado experto cerró su itinerario con una frase que nos dejó en extremo confundidos.

-Porque entre los personajes históricos que nacieron en suelo boliviano – dijo el guía con absoluta seguridad - se encuentra el primer presidente argentino.

Con mi esposa nos miramos extrañados, pensando que habíamos escuchado mal.

-¿Dijo que el primer presidente argentino era boliviano? – pregunté por lo bajo.

Y cuando ella respondió afirmativamente, decidí intervenir.

-Disculpe señor - dije - somos de Buenos Aires. Me parece que se ha confundido. El primer presidente argentino no fue boliviano. Fue el porteño Bernardino Rivadavia.

El individuo pareció acusar el golpe pero no dijo nada. Solo frunció el ceño y siguió hablando con una señora que le había hecho una pregunta, como si no me hubiera escuchado. Por prudencia y para no hacerle pasar un mal momento, opté por callar y abandonamos el museo, para seguir recorriendo tan interesante ciudad.
Muchos años después, me encontraba en mi Buenos Aires natal, haciendo zapping con el control remoto, cuando di con uno de esos patéticos programas que dicen hacer periodismo de investigación pero que solo practican el sensacionalismo y la prensa amarilla, enviando a algún idiota a recorrer la noche porteña para mostrar su promiscuidad y sus bajezas a través de reportajes a gente drogada, borrachos, ladrones, cirujas, prostitutas e indigentes en general.





25 de mayo de 1810. "¡El pueblo quiere saber de qué se trata!"

En esa oportunidad, el “periodista” en cuestión interrogaba a un boliviano borracho al que una patota le había propinado una terrible golpiza en la zona de Ciudadela. Entre las incongruencias que el individuo dijo, alcancé a escuchar algo parecido a: “¿Así nos tratan a los bolivianos cuando les dimos a su primer presidente?”.
“Esto es serio -pensé para mis adentros- es evidente que esta gente cree que nuestra primera autoridad fue uno de los suyos". Y como hay flotando en la red alguno que otro blog que así lo asegura, decidí escribir esta nota.
¿A que se refieren los bolivianos cuando dicen que nuestra primera autoridad patria nació en su país? Pues nada más y nada menos que a Cornelio Saavedra, presidente de la Primera Junta de Gobierno en 1810, primer jefe del Regimiento de Patricios, presidente de la Junta Grande, gran patriota y personaje amado por los argentinos.
Saavedra nació en Otuyo, corregimiento de Potosí, el 15 de septiembre de 1759 y a los siete años de edad pasó con su familia a Buenos Aires.



Cornelio Saavedra

¿Y porqué dicen en Bolivia que el bueno de don Cornelio fue el primer presidente argentino? Porque el 25 de mayo de 1810, el Cabildo Abierto celebrado en Buenos Aires lo designó para encabezar la célebre Primera Junta de la que nos hablan los manuales escolares y los libros de historia. Lo que omiten decir es que no se trató del primer gobierno patrio sino de un consejo que pretendía emular a las juntas de Sevilla y Cádiz, con el fin de regir los destinos del imperio español en esta parte del mundo, mientras la península ibérica permaneciese ocupada por el ejército de Napoleón.
Esa Primera Junta juró fidelidad al rey de España, reconociendo su soberanía y autoridad sobre estas tierras, razón por la cual, no se la puede considerar el primer gobierno argentino ya que, lo recalcamos, mantuvo su fidelidad al soberano y a la Metrópoli.
Pero todavía hay más ya que Saavedra ni siquiera fue el primer presidente de ese organismo sino el segundo, puesto que el 24 de mayo de 1810, el Cabildo nombró una junta de gobierno a cuyo frente puso al depuesto virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros, quien estuvo secundado por Juan José Paso como secretario y Juan M. Solá, José Santos Incháurregui y Juan José Castelli en calidad de vocales. Los cinco funcionarios llegaron a prestar juramento y tras ser reconocidos por los mandos militares, procedieron a redactar un Reglamento.
Como los criollos no querían saber nada con el antiguo virrey nombrado por la Junta de Sevilla (a la que pretendían emular), convocaron un nuevo cabildo abierto y exigieron su renuncia, que fue presentada al día siguiente, designándose entonces a las nuevas autoridades presididas por Saavedra.


Baltasar Hidalgo de Cisneros

El primer presidente argentino fue Bernardino Rivadavia (de ahí que al sillón de nuestros primeros mandatarios se lo designe como tal), aunque en realidad lo fue de las Provincias Unidas del Río de 
la Plata, una entidad que no comprendía la totalidad del territorio nacional, quien fue nombrado el 8 de febrero de 1826 y se mantuvo en esas funciones hasta el 27 de junio del año siguiente, cuando lo sucedió Vicente López y Planes, el autor de nuestro Himno patrio.
El general Justo José de Urquiza fue presidente de la Confederación Argentina entre el 5 de marzo de 1854 y el 5 de marzo de 1860, fecha en la que fue sucedido por Santiago Derqui. Pero por entonces, Buenos Aires era un estado aparte que no reconocía su autoridad y por consiguiente, el país se hallaba fragmentado.
El primer presidente de la Nación Argentina fue el general Bartolomé Mitre, que se hizo del poder después de imponerse sobre Urquiza en la batalla de Pavón, unificando nuestra tierra y dando comienzo a un nuevo ciclo de la historia nacional. Sus partidarios sostienen con vehemencia que fue el artífice del Proceso de Organización Nacional; sus detractores, que fue un genocida que martirizó a los pueblos y puso en práctica una política supremacista con la que intentó subyugar a las naciones vecinas y a las provincias del interior en beneficio de Buenos Aires.
Lo de Cornelio Saavedra como “primer presidente argentino” no es más que una expresión de deseo, una simple fábula inventada por nacionalistas bolivianos para elevar su ego, que no desmerece en absoluto su figura ni sus grandes iniciativas.



El Sillón Presidencial lleva el nombre de Bernardino Rivadavia






Gral. Justo José de Urquiza, primer presidente de la Confederación Argentina (1854-1860)




Bartolomé Mitre, primer presidente de la Nación (1862-1868)



domingo, 21 de enero de 2024

Guerra de la Independencia: El desastre de Huaqui

El desastre de Huaqui



La batalla de Huaqui o Guaqui, también conocida como la batalla del Desaguadero, la batalla de Yuraicoragua o el desastre de Huaqui fue un enfrentamiento militar ocurrido el 20 de junio de 1811, en las entradas norte y sur de la quebrada de Yuraicoragua, a 8 km al oeste del pueblo de Guaqui, intendencia de La Paz, en el que el Ejército Real del Perú venció al ejército de las provincias rioplatenses, autodenominado Ejército Auxiliar y Combinado del Perú, y que puso fin a la llamada primera expedición auxiliadora al Alto Perú, «sellando para siempre la escisión entre el Río de la Plata y el Alto Perú».



Batalla de Huaqui
Batalla de Guaqui
Guerra de la Independencia Argentina
Guerra de la Independencia de Bolivia
Parte de Guerras de independencia hispanoamericana
Teatro de operaciones de la batalla de Huaqui.


Fecha 20 de junio de 1811
(hace 212 años)
Lugar Guaqui, Partido de Pacajes, Intendencia de La Paz
Coordenadas 16°37′44″S 68°55′08″O
Resultado Victoria realistan. 1
Beligerantes
Virreinato del Perú: resistencia obediente al Consejo de Regencia de España e Indias Resistencia obediente a la Junta Grande de las Provincias Unidas del Río de la Plata
Comandantes
José Manuel de Goyeneche
• Francisco del Rivero
• Juan Ramírez Orozco
• Juan Pío Tristán
• Jerónimo Marrón de Lombera
Antonio González Balcarce
Juan José Castelli
• Juan José Viamonte
• Eustoquio Díaz Vélez
• José Bolaños
•Luciano Montes de Oca
Fuerzas en combate
Ejército Real
Total: 6000-8000
(incluyendo 4700 milicianos)
12 cañones
Ejército Auxiliar
Combinados del Perú
Total: 8000-18.000​
(incluyendo 5000-6000 regulares)
18 cañones
Bajas
Desconocidas, menores 1000 muertos, heridos y prisioneros6

Antecedentes

Dos hechos políticos de importancia se produjeron en el Alto Perú. El 14 de septiembre de 1810, Francisco del Rivero depuso al gobernador de Chuquisaca y se adhirió a la junta de Buenos Aires. Lo mismo ocurrió en Oruro el 6 de octubre. El 22 del mismo mes, ambas intendencias unieron sus fuerzas para cerrar por el norte toda ayuda que Goyeneche pudiera enviar a Nieto. El 27 de octubre de 1810, Balcarce fue rechazado por las fuerzas de José Córdoba y Rojas en el llamado Combate de Cotagaita que Castelli definió como "falso ataque". La vanguardia volvió a Tupiza y para acercarse más al ejército que avanzaba desde el sur se desplazó hacia Nazareno. Castelli envió doscientos hombres y dos cañones a marchas forzadas. El 7 de noviembre de 1810, reforzado con esas fuerzas que llegaron el día anterior, Balcarce logró derrotar a Córdoba y Rojas en la batalla de Suipacha, primer triunfo del Ejército Auxiliar del Perú. "Suipacha no fue más que un combate parcial entre dos pequeñas divisiones de vanguardia".​ Una semana después de Suipacha, el 14 de noviembre, las fuerzas combinadas de Chuquisaca y Oruro, al mando de Esteban Arze, derrotaron a la columna de Fermín Piérola en la planicie de Aroma. La acumulación de todos estos hechos pulverizó el dominio del virrey Abascal sobre el Alto Perú.

El avance de las tropas del gobierno de Buenos Aires continuó hacia el norte del Alto Perú, hasta el límite con el Virreinato del Perú y ambos bandos se acercaron a una zona casi triangular cuyos vértices eran: Puente del Inca sobre el río Desaguadero, la localidad de Huaqui sobre el borde del lago Titicaca al este y la localidad de Jesús de Machaca al sureste. Este fue el teatro de operaciones donde tuvo lugar la batalla.

Orden de batalla

Orden de batalla
Ejército Real del Perú Ejército Auxiliar y Combinado del Perú





Con un total de 7500 hombres y 14 piezas de artillería:

  • Estado Mayor
  • Brigadier Juan Ramírez Orozco. Columna Sur (Pampa de Chiribaya) con 2500 hombres:
    • cuatro piezas de artillería
    • Batallón de Paruro (Martín de Indacoechea).
    • Batallón de Paucartambo (Pablo Astete y Garzón).
    • Batallón de milicias de Abancay (Luis Astete y Garzón).
    • Escuadrón de milicias de Dragones de Arequipa (Pedro Galtier Winthuysen).
  • Brigadier Pío Tristán. Columna Norte (Sierra de Vilavila) con 1000 hombres:
    • 2.º Batallón de línea del Cuzco (Fermín Piérola).
    • Batallón “Fernando VII”.
  • Brigadier José Manuel de Goyeneche. Columna Norte (Pampa de Azafranal) con 2500 hombres:
    • cuatro piezas de artillería
    • 1.º Batallón de línea del Cuzco (Francisco Picoaga).
    • 2.º Batallón de veterano Real de Lima (Antonio Suárez).
    • Batallón de milicias de Puno (Mariano Lechuga).
    • Escuadrón de milicias de Dragones de Tinta (Francisco de Paula González).
    • Escuadrón de Dragones de Chumbivilcas (Andrés Bornás).
    • Una compañía de Gastadores (ingenieros).
  • Coronel Jerónimo Marrón de Lombera.Fuerza de Reserva (Oeste del Puente del Inca) con 2000 hombres
    • seis piezas de artillería (calibres a Cuatro o Tres y medio)

Con un total de 6000 y 19 piezas de artillería:

  • Estado Mayor
  • Coronel Juan José Viamonte. Columna Sur (Pampa de Chiribaya):
    • seis piezas de artillería
    • Una compañía de Pardos.
    • Una compañía de Morenos.
    • Regimiento N.º 6 de la Infantería.
    • Escuadrón de Húsares de Buenos Aires.
  • Coronel Eustoquio Díaz Vélez. Columna Sur (Pampa de Chiribaya):
    • siete piezas de artillería
    • Compañía de Oruro
    • Compañía de Pardos de Córdoba
    • Compañía de Granaderos de Chuquisaca
    • Cuatro compañías de desmontado y otras cuatro de Dragones montados Ligeros de la Patria.
  • Coronel José Bolaños. Columna Norte (Pampa de Azafranal):
    • seis piezas de artillería
    • Regimiento N.º 8 de la Paz.
    • Regimiento N.º 7 de Cochabamba.
  • Teniente coronel Luciano Montes de Oca. Fuerza de Reserva (Pampa de Azafranal)
  • Brigadier Francisco del Rivero. Caballería Cochabambina (Pampa de Machaca) con 1800 hombres.9



Incidentes previos

El 11 de abril de 1811, una patrulla de la vanguardia del Ejército Auxiliar y Combinado, integrada por doce Húsares de La Paz, al mando del teniente Bernardo Vélez, recorría las cercanías del pueblo de Guaqui. Ahí se enteró de que un destacamento de exploración del Ejército Real del Perú se dirigía hacia ese lugar y planeó emboscarla en las afueras del pueblo. Al intentar hacerlo se encontró, sorpresivamente, con un destacamento que tenía unos 100 soldados bien montados y armados. Tras rechazar una intimación de rendición y antes de que esas fuerzas lo pudieran rodear, el teniente Vélez se abrió paso hacia Guaqui y se atrincheró en la iglesia del pueblo. Luego de un enfrentamiento de quince minutos la patrulla de José Manuel de Goyeneche se retiró hacia su base de partida llevándose dos prisioneros. Por orden de Castelli, Díaz Vélez envió un emisario con una nota de protesta y un pedido de devolución de los dos prisioneros. En la nota, Díaz Vélez otorgó un plazo de dos horas para que se retiraran todas las partidas de exploración que pudieran estar al este del río Desaguadero. La respuesta de Goyeneche fue negativa pero devolvió los prisioneros. Por su parte Díaz Vélez ordenó reforzar las avanzadas en la zona de Guaqui. El 23 de abril, desde el campamento de Laja, Castelli envió otro oficio a Goyeneche en el que, mencionando el incidente del 11 de abril , advirtió que había tomado medidas para que se respetaran los antiguos límites virreinales, no se interfirieran las operaciones del Ejército Auxiliar al este del río Desaguadero ni se mortificara a los pueblos de indios existentes en esa zona.

El 16 de mayo, mientras Francisco del Rivero avanzaba con el grueso del regimiento de Voluntarios de Caballería hacia su nueva base de operaciones en el pueblo de Jesús de Machaca, una parte de su vanguardia, al mando del capitán de artillería Cosme del Castillo, partió de esa localidad con una pequeña partida de 15 hombres. En el camino hacia el Azafranal se enteró de que una partida de Goyeneche recorría los pueblos de la zona. A unos 14 kilómetros más acá del Azafranal, sobre el río Desaguadero y por propia iniciativa la atacó ocasionándole varios heridos y muertos. Algunos se ahogaron al pretender escapar cruzando el río. Del Castillo no tuvo ninguna baja.

Puente del Inca. Plano levantado por orden de Goyeneche en 1811

Otra partida de 50 hombres, al mando del capitán José González, que había partido de Jesús de Machaca antes que Cosme del Castillo, avanzó unos 70 kilómetros con dirección oeste. Luego de cruzar el río Desaguadero, ya en territorio del Virreinato del Perú, González se enteró de que en el poblado de Pizacoma operaba una patrulla que Goyeneche había enviado para controlar los caminos que desde el suroeste conducían a Puente del Inca y Zepita. Esta patrulla estaba dispersa en tres sectores: unos 25 hombres se encontraban en Pizacoma, otra custodiaba los caballos que pastaban en los valles de la zona y la tercera estaba en el pueblo de Huacullani, a 32 kilómetros al norte de Pizacoma. El 17 de mayo, la caballería cochabambina cayó sorpresivamente sobre Pizacoma logrando capturar casi todas las armas, caballos y monturas, produciendo cuatro muertos y 41 prisioneros. Goyeneche reclamó en vano que devolvieran lo capturado aduciendo que ya regia el armisticio. Por su parte Díaz Vélez justificó la escaramuza diciendo que esas patrullas que salieron de Jesús de Machaca no estaban al tanto del armisticio pactado. Era cierto que Rivero operaba con autonomía y lejos de Castelli ubicado entonces en Laja. Goyeneche acusó a estas fuerzas de no tener “subordinación y disciplina”, de “tumultuarias”, que “ni atendían reclamaciones ni obedecían las órdenes del que las mandaba y dirigía”.

A principios de junio, ya en su cuartel de Huaqui, Castelli ordenó al teniente coronel Esteban Hernández, que con 50 Dragones de la Patria, ubique un puesto de vigilancia adelantado en la pampa de Chiribaya, a unos 5 km hacia el oeste de la salida sur de la quebrada de Yuraicoragua, y a unos 10 km antes de llegar al Puente del Inca. La cercanía de esa vanguardia y, sobre todo, la ambigua redacción del armisticio le permitió a Goyeneche interpretar esa presencia como una violación del tratado por parte de Castelli, por lo que envió una columna de 500 hombres, al mando de Picoaga, con la misión de desalojarla. El 6 de junio de 1811, el capitán Eustoquio Moldes, al mando de 20 soldados, mientras patrullaba la zona, capturó un desertor que le informó el avance de Picoaga. Pese a la advertencia, la pequeña patrulla de Moldes fue localizada y sufrió un ataque esa misma noche. Esta escaramuza nocturna, en medio del frío y la oscuridad, a la que se sumaron las fuerzas de Hernández, terminó con muertos, heridos y prisioneros y la retirada de ambos contendientes que se adjudicaron la victoria. Castelli comunicó al gobierno el incidente doce días después, es decir, al día siguiente de haber recibido la respuesta negativa del Cabildo de Lima a un arreglo pacífico y tras una junta de guerra en la que se decidió iniciar las operaciones militares contra Goyeneche. En el mismo oficio, Castelli informó al gobierno que consideraba que el armisticio estaba roto.

La batalla

Juan José Castelli.

Después de acampar durante abril y mayo en Laja para reorganizar sus cuadros, incorporar soldados y adiestrarse, el ahora Ejército Auxiliar y Combinado del Perú avanzó hacia el río Desaguadero, llegando a Huaqui a principios de junio de 1811. Díaz Vélez fue ascendido a coronel graduado el 28 de mayo de 1811.

El 18 de junio, mientras aun regía el armisticio que Castelli había firmado con José Manuel de Goyeneche y que probablemente ninguno de los dos pensaba cumplir, Viamonte inició la marcha de aproximación de su división hacia Puente del Inca, sobre el nacimiento del río Desaguadero. Partiendo de Huaqui, su división cruzó de norte a sur la quebrada de Yuraicoragua y estableció su campamento en la salida sur de la misma, donde comienza el llano que da a la pampa de Machaca hacia el este y Chiribaya al oeste. Al día siguiente, la división de Díaz Vélez recorrió el mismo itinerario y llegó al atardecer sumándose a la división de Viamonte. Así, en la noche del 19 de junio, víspera de la batalla, las fuerzas de Castelli estaban dispersas en un amplio abanico: dos divisiones seguían en Huaqui, otras dos divisiones estaban a 10 kilómetros de distancia, en la salida sur de la angosta quebrada de Yuraicoragua y un tercer grupo, la división de caballería al mando de Francisco del Rivero, estaba en el pueblo de Jesús de Machaca, a 18 kilómetros al sureste de las tropas de Viamonte y Díaz Vélez y distante 29 kilómetros de las fuerzas de Castelli. Las unificadas fuerzas de Goyeneche estaban peligrosamente ubicadas a solo 15 kilómetros del campamento de Viamonte.

Combates en el sur de la quebrada

Al amanecer del día 20, patrullas de seguridad que operaban en la pampa de Chiribaya, llegaron al campamento con la noticia de que a menos de 5 o 6 km avanzaban tropas de infantería, caballería y artillería. Era el ala derecha de Goyeneche al mando de Juan Ramírez Orozco. Díaz Vélez comprendió inmediatamente que toda la planificación del ataque al Desaguadero había quedado obsoleta. Pese a recibir la orden urgente de Viamonte de que su división saliera a contener a Ramírez, Díaz Vélez se dirigió personalmente al puesto de mando de su jefe, «para obviar equivocaciones», proponiendo el inmediato repliegue de las dos divisiones hacia Huaqui y reunirse con González Balcarce ya que no estaba previsto combatir separadamente. Viamonte le respondió que esa propuesta era propia de un cobarde, que el que mandaba era él y que solo debía obedecer. Pese a la extemporánea y violenta respuesta, en la que se notaba la mala relación entre ambos, Díaz Vélez no dijo nada y se retiró para hacerse cargo de su unidad. Viamonte negaría más tarde estas palabras pero los testigos presentes las confirmaron en el juicio, separada y textualmente.

Con una incomprensible demora de 24 horas y con el enemigo a la vista, Viamonte envió al capitán Miguel Araoz con 300 hombres «escogidos» para que ocupara el estratégico cerro ubicado sobre el lado oeste de la salida de la quebrada de Yuraicoragua.

Desde ese cerro se dominaba ampliamente el camino que venía desde el Puente del Inca rumbo a Jesús de Machaca y era ideal para ubicar allí la artillería e impedir el avance enemigo proveniente del Desaguadero por el lado sur del Vilavila. También dominaba el campamento instalado abajo, en la salida sur de la quebrada, y la línea de batalla secundaria integrada por el 2.º batallón del regimiento N.º 6, al mando de Matías Balbastro. Este batallón debía contener un posible ataque desde el norte, proveniente de Huaqui, sobre la derecha de la línea principal que Viamonte y Díaz Vélez habían formado en la pampa de Chiribaya.


Zona sur quebrada Yuraicoragua. Disposición inicial. Color rojo: Ejército Real del Perú. Color Azul: Ejército Auxiliar y Combinado del Perú

Primera fase: Para cumplir la misión de separar a las divisiones de Viamonte y Díaz Vélez de las fuerzas de Castelli-Balcarce, ubicadas al otro lado de la quebrada, Ramírez tenía que ocupar indefectiblemente ese cerro. A tal efecto ordenó a sus guerrillas avanzadas que lo atacaran mientras el grueso de sus fuerzas se dirigían a ocupar su base. En la marcha de aproximación por la pampa de Chiribaya tuvo que soportar durante dos kilómetros el fuego impune de la artillería y fusilería que descargaba Araoz desde la cima hasta que pudo llegar a unos cerros de menor altura que le sirvieron de protección. Por ese punto sus fuerzas salieron a la pampa donde se reorganizaron en escalones para iniciar el combate por el dominio del cerro. Viamonte comprendió que toda la batalla se centraría en sostener esa posición y sus alrededores. Reforzó así las fuerzas de Araoz enviando sucesivas compañías que sacó del primer batallón del regimiento N.º 6 y reforzó la artillería adicionando una culebrina de mayor calibre y un obús. La lucha en ese sector, por el tipo de terreno, fue caótica.


Situación 10:00 horas: 1 y 2)
Ataque de Ramírez y su vanguardia; 3-5) Araoz sostiene su posición y recibe ayuda de Viamonte; 4) Díaz Vélez ataca a Ramírez; 6-7) Balbastro adelanta 4 compañías

Segunda fase: Con la aparición de Ramírez en la pampa a 500 metros del cerro, Viamonte ordenó a Díaz Vélez que se hiciera cargo de todo el combate por el dominio del cerro y sus alrededores. Así, a las dos horas de iniciada la batalla, Díaz Vélez, con los granaderos de Chuquisaca y una compañía de dragones a pie, con un obús y una culebrina de a 4, entró en acción contra las fuerzas de Ramírez. Según Viamonte, se desarrolló entonces «la más formidable acción» que haya conocido.16​ Después de dos horas de combate, pasado el mediodía, la infantería de Ramírez pareció flaquear y su caballería comenzó a retirarse. Díaz Vélez ordenó que la caballería del ejército auxiliar, superior en número a la de Ramírez, entrara en acción. Así se hizo pero, lamentablemente, esas fuerzas se dispersaron en acciones secundarias y no tuvieron ningún peso en la batalla. Entonces Díaz Vélez pidió refuerzos a Viamonte para acelerar el colapso del enemigo. La negativa de este daría lugar a que tanto Díaz Vélez como otros oficiales lo responsabilizaran a posteriori por el resultado de la batalla. La realidad era que, en ese momento, lo que quedaba del regimiento N.º 6 de Viamonte sumando el resto de la división de Díaz Vélez que no habían entrado en combate, se habían reducido a solo 300 hombres. Era la única reserva disponible que tenía Viamonte para hacer frente, por un lado, al combate todavía indeciso que conducía Díaz Vélez y, por el otro, a una nueva columna enemiga que apareció desde el norte marchando por la quebrada y las alturas occidentales de la misma rumbo al cerro y a la línea secundaria defendida por el batallón N.º 2 de Balbastro, que para entonces, ya estaba reducido a la mitad por una desafortunada decisión táctica de avanzar cuatro compañías hacia el centro de la quebrada.

Tercera fase: Para Viamonte, la presencia de estas fuerzas que venían del norte era una señal inquietante de lo que podía estar sucediendo al otro lado de la quebrada y cuya evolución desconocía por completo. Esta columna estaba al mando del mayor general Juan Pío de Tristán, primo de Goyeneche, y eran las mejores tropas del Real Ejército del Perú: el batallón de Puno, el Real de Lima, y una compañía de zapadores. Habían realizado una marcha de aproximación difícil, subiendo y bajando cerros a través de la cadena del Vilavila, sin perder la orientación ni agotarse en el esfuerzo. Cuando atacaron desde una posición más elevada por el lado derecho del cerro, la sorpresa y el aumento de bajas quebró la resistencia de los guerrilleros de Araoz que comenzaron a retroceder en completo desorden. Al bajar a la quebrada arrastraron consigo a las fuerzas de Balbastro que tampoco estaban en condiciones de sostener la posición si el enemigo dominaba las alturas. Lo mismo sucedió con las fuerzas de Díaz Vélez que también retrocedieron desordenadamente. Ante esta favorable situación, Ramírez ordenó la persecución del enemigo.

Cuarta fase: Por puro azar, los soldados que huían en desorden no se dirigieron hacia las tropas de la reserva al mando de Viamonte ubicadas en la pampa sino que pasaron lejos, por su derecha, rumbo a Jesús de Machaca. Esta reserva, descansada y en perfecto orden, pudo así rechazar con un violento fuego de fusilería a las tropas que venían en persecución, ya agotadas por tantas horas de marcha y combate. Ramírez suspendió la maniobra sin saber que enfrentaba a solo 300 soldados y un cañón y se dedicó a saquear el abandonado campamento del ejército auxiliar. Díaz Vélez y Araoz, adelantándose a las fuerzas que huían, lograron contenerlas y reorganizar a gran parte de estas. Se formó así una nueva línea a dos kilómetros de la posición inicial, detrás de las fuerzas de Viamonte. Cuando este ordenó a su vez la retirada de la reserva para que salieran del alcance del fuego enemigo que provenía del cerro, estas comenzaron a desorganizarse pero terminaron contenidas por esta segunda línea en formación. Hasta ese momento y teniendo en cuenta la sorpresa inicial, la situación no era tan grave. De unos 2100 soldados iniciales quedaban en la línea 1500, faltaban 600 de los cuales había que descontar 60 bajas por lo que eran 540, en su gran mayoría desertores, los que habían huido hacia Jesús de Machaca o se habían dispersado en los cerros aledaños. Pero lo más sorprendente y decisivo fue la conducta de una gran proporción de oficiales (capitanes, tenientes y subtenientes) que habían huido, algunos incluso antes de entrar en combate, y que pertenecían a las mejores unidades del ejército auxiliar.

Quinta fase: Mientras las tropas del ejército auxiliar se reorganizaban y descansaban en esta nueva línea de combate frente a un enemigo en actitud expectante, tuvieron que presenciar cómo el campamento era saqueado por el enemigo: municiones, carpas, mochilas, efectos personales y, especialmente, abrigos y comida. Antes del mediodía Viamonte había intentado infructuosamente localizar a Francisco del Rivero y su caballería que habían salido de Jesús de Machaca al amanecer rumbo al puente construido sobre el río Desaguadero, es decir, a no más de 10–11 km de la quebrada de Yuraicoragua. Rivero apareció recién a las cuatro, cuando caía la tarde. La relación entre Rivero y los jefes del ejército auxiliar nunca fueron buenas y resultó inexplicable que habiendo escuchado desde las primeras horas del día el accionar de la fusilería y cañones en la salida de la quebrada, no dedujera que el ataque sorpresivo de Goyeneche en ese lugar había reducido a nada el objetivo que tenía que alcanzar en el plan de Castelli. La presencia tardía de Rivero y sus 1500 hombres no alteró la situación. Con prudencia, Ramírez no comprometió sus fuerzas en la pampa. Sencillamente las subió a los cerros donde la caballería no tenía ninguna capacidad ofensiva.

Combates en el centro de la quebrada


Plano ilustración de la batalla en Torrente, 1830, tomo I, p=186 con partes borradas, deficiencias topográficas y errores disposición de tropas

Ni bien el 2.º batallón del regimiento n.º 6 ocupó su posición mirando hacia el norte de la quebrada de Yuraicoragua para contener un posible ataque desde esa dirección, su comandante, el sargento mayor Matías Balbastro, envió patrullas adelantadas de observación que debían avanzar hasta unirse a una compañía de pardos y morenos que estaba posicionada desde la noche anterior en un cerro ubicado en la mitad de la quebrada. Balbastro envió además al capitán Eustoquio Moldes, con 26 dragones montados, que debían superar esa posición y avanzar hasta la entrada norte de la quebrada, es decir, hasta el lugar donde se abre a la pampa de Azafranal. Cuando Moldes llegó a su objetivo pudo constatar que ya las fuerzas enemigas al mando de Goyeneche, unos 2000 hombres, estaban avanzando por el camino Puente del Inca-Huaqui y que, paralelamente, otras fuerzas estaban subiendo a los cerros que dominaban la entrada occidental de la quebrada enviando guerrillas hacia el sur, es decir, contra la compañía de pardos y morenos. Significativamente Moldes, en su declaración del 19 de diciembre de 1811, en la Causa del Desaguadero, no mencionó haber visto a las fuerzas de González Balcarce que debían estar ubicadas a la derecha de su punto de observación. Después de avisar a Balbastro estas novedades se retiró del lugar ante el peligro de quedar aislado. Moldes no volvió por la quebrada ya que omitió en su declaración haberse cruzado con las cuatro compañías que avanzaban por ella rumbo al norte. Moldes perdió todo contacto con sus jefes y desapareció hasta las cinco y media de la tarde cuando se unió a lo que quedaba de las fuerzas de Viamonte y Díaz Vélez en momentos en que, desde su nueva posición, estos disponían la retirada hacia Jesús de Machaca.17​ Enterado Viamonte de lo que ocurría en la entrada norte de la quebrada tuvo que decidir si enfrentar a las fuerzas enemigas que se dirigían hacia el sur o replegar a Balbastro para reforzar el ataque en curso contra Ramírez. Tomó una decisión intermedia: ordenó a Balbastro que enviara la mitad de sus fuerzas, cuatro compañías o sea unos 400 hombres, más dos cañones, hacia el centro de la quebrada. El teniente coronel José León Domínguez, objetó diciendo que esas fuerzas eran muy escasas frente a las fuerzas que los informes había estimado en unos 1500 hombres y sugería que mejor era atacar con todo el batallón o, en su defecto, quedarse en el lugar en actitud defensiva. Balbastro respondió que esa era la orden de Viamonte. Estas cuatro compañías avanzaron lentamente en formación por la quebrada arrastrando los cañones cuando ya la compañía de pardos y morenos, que debía protegerlos desde los cerros de la izquierda, había sido desalojada. Casi de inmediato se enfrentaron con fuerzas que la cuadruplicaban en número, mejor posicionadas y que las atacaban de frente y por la izquierda. Se trataba del batallón de Puno y la compañía de zapadores de Tristán y una parte de las fuerzas del Real de Lima que luego giraría hacia el noreste para atacar el flanco izquierdo de Bolaños. Estas fuerzas prácticamente desintegraron a esas cuatro compañías. Los sobrevivientes se dispersaron trepando los cerros del lado este, porque las fuerzas enemigas, adelantándose por los cerros del lado oeste, ya habían cortado la quebrada más al sur aislándolos de Balbastro. De las cuatro compañías, solo la 5.ª pudo unirse a su jefe y continuar combatiendo, dos se dispersaron hacia Jesús de Machaca y Viacha y la 6.ª, al mando del capitán Bernardino Paz, se dirigió accidentalmente al norte, hacia el lugar donde Castelli, Balcarce y Bolaños estaban formando su línea defensiva. Este breve y desastroso combate, que tendrá importantes consecuencias ulteriores en el desarrollo de la batalla, no suele figurar en la historiografía sobre la batalla de Huaqui.

Combates en el norte de la quebrada

El combate en la zona norte de la quebrada de Yuraicoragua fue considerado de dos maneras: los contemporáneos de la batalla entendieron que era el principal porque en ella participaron los jefes de los dos ejércitos. En cambio, los posteriores historiadores argentinos tendieron a restarle importancia porque en ella participaron mayoritariamente tropas del Alto Perú.

José Manuel de Goyeneche.

La división al mando de Bolaños, formada por los regimientos N.º 8 de infantería de Patricios de La Paz y el N.º 7 de infantería de Cochabamba, debía avanzar desde Huaqui hacia la entrada norte de la quebrada de Yuraicoragua y de allí atacar, por la pampa de Azafranal, las posiciones de Goyeneche en el Puente del Inca. El capitán Alejandro Heredia, custodiaba la quebrada con un fuerte destacamento de dragones y su misión era de seguridad adelantada. Colaboraba en esa tarea de vigilancia un observador ubicado en la torre de la iglesia de Huaqui provisto de un catalejo. El 20 de junio, a las 07:00 horas, el capitán Heredia escuchó disparos provenientes de la salida sur de la quebrada e inmediatamente envió un mensajero hacia Huaqui, distante 8 km. En su frente, hacia el oeste, una densa bruma cubría la pampa de Azafranal. A las 07:30, saliendo de la nada, aparecieron las fuerzas principales de Goyeneche que avanzaban con dirección a Huaqui. En su marcha de aproximación este había ido destacando guerrillas cada vez más importantes sobre las cimas del Vilavila.

Los dos regimientos de infantería que iban a enfrentar a las fuerzas de Goyeneche en el sector norte de la quebrada tenían serios problemas. La mayoría de los oficiales del regimiento N.º 8 de La Paz ya habían combatido y habían sido derrotados en esa zona por Goyeneche, en 1809. Sabían de la capacidad de las fuerzas peruanas y de sus represalias. Pero el actual regimiento paceño era de reciente formación, heterogéneo y del cual se sacaban permanentemente soldados para otras unidades. Tenía un alto porcentaje de deserción por la proximidad con la zona donde los soldados habían sido reclutados. Sus oficiales, pese a su experiencia y voluntad, sabían de estas debilidades y tenían serias dudas sobre el resultado de la operación que se estaba proyectando. Su comandante, el experimentado sargento mayor paceño Clemente Diez de Medina, el que mejor conocía la topografía del teatro de operaciones, fue el que se animó, en la reunión final del 17 de junio, a apoyar a Montes de Oca argumentando que no era conveniente atacar a Goyeneche por la posición ventajosa que ocupaba y los 7000 hombres que tenía. Muchos pensaban lo mismo pero callaron para no aparecer como cobardes. La respuesta tajante de Castelli fue que la reunión era para ver la mejor forma de atacar, no para discutir si se atacaba o no, decisión que ya estaba tomada. El 12 de junio, ocho días antes de la batalla, el veterano José Bonifacio Bolaños había sido nombrado comandante de la división formada por los regimientos N.º 7 y N.º 8. Desde ese día y hasta el 19 junio intentó interiorizarse del estado operativo mediante ejercicios intensos para elevar la falta de pericia militar y el animo de oficiales y soldados. Sin embargo, tal fue su consternación ante la evaluación que pidió 400 hombres del regimiento N.º 6, el mejor del Ejército Auxiliar, para crear un núcleo fuerte dentro del regimiento N.º 8, lo que no pudo conseguir. Así, teniendo "cada día [...] menos esperanza de que [su división] fuera capaz de batir al enemigo" se acercó la fecha del sorpresivo ataque de Goyeneche.22​ El día anterior, Bolaños recorrió lo que sería presumiblemente el campo de batalla hasta llegar casi a las avanzadas de Goyeneche. No vio nada anormal salvo una lejana polvareda que le hizo suponer que el enemigo estaba juntando los caballos, hecho que informó a sus superiores.

A las siete de la mañana, la llegada de noticias que envió Viamonte desde el sur produjo una sorpresa total en el campamento de Huaqui. Para una división que estaba tan cerca del enemigo y que debía marchar al frente ese mismo día esto no era normal.23​ Bolaños intentó formar a sus regimientos en la plaza para arengarlos antes de iniciar la batalla pero en ese momento llegó la orden de Balcarce de que debían salir inmediatamente hacia la entrada de la quebrada de Yuraicoragua antes de que lo ocupara el enemigo. La artillería, con las mulas de tiro todavía dispersas, tuvo que ser arrastrada hacia el frente por lanceros que fueron desarmados para tal fin.

Los dos regimientos emprendieron la marcha de aproximación a paso vivo y en total desorden. En la confusión algunos oficiales bisoños desaparecieron abandonando a sus tropas. Cansados, después de más de una hora de marcha forzada recorriendo siete kilómetros y sin conservar sus formaciones, los soldados fueron ocupando sus posiciones. Al comenzar la batalla solo estaban la mitad de los 1500 a 2000 soldados. Pese a todo, el lugar donde se desplegaron ofrecía buenas ventajas topográficas. Frente a la línea de avance de Goyeneche se levantaba una elevación que en forma de suave muralla se extendía en forma perpendicular al lago Titicaca y las serranías del Vilavila cerrando la pampa de Azafranal y el camino hacia Huaqui. El único punto débil estaba hacia el sur, donde comenzaban los cerros del Vilavila, que si eran ocupados por el enemigo le permitiría atacar de flanco y amenazar la retaguardia. Balcarce no tomó ninguna medida al respecto.

A las 9 de la mañana, viendo el despliegue enemigo y teniendo en cuenta el fuerte combate que se desarrollaba en el sur de la quebrada, Goyeneche tomó una decisión fundamental. Dividió sus fuerzas en dos columnas. La de la derecha, al mando de su primo Juan Pío de Tristán, compuesta por las mejores tropas, el Real de Lima, el batallón de Puno, una compañía de zapadores y un cañón debían subir al Vilavila y sumarse a las guerrillas que ya operaban en los cerros. Tenía un doble objetivo, en primer lugar, flanquear desde las alturas a las fuerzas de Viamonte y Díaz Vélez al sur de la quebrada y, en segundo lugar, atacar desde los cerros el ala izquierda de las fuerzas de Balcarce. Con esta maniobra, Goyeneche cambió el eje principal de la batalla, lo llevó desde la pampa de Azafranal a los cerros del Vilavila.

El primer objetivo tuvo sus primeros frutos cuando sorprendió y desintegró, en plena quebrada, a los cuatro batallones que Balbastro había enviado cumpliendo órdenes de Viamonte. El problema principal que enfrentó la columna de Pío Tristán fue vencer las dificultades topográficas del Vilavila: no perder la orientación y superar el esfuerzo de subir y bajar cerros manteniendo la rapidez en la ejecución táctica. Por el otro extremo de su línea de ataque, Goyeneche envió al regimiento de Cuzco para que atacara en una pequeña franja de terreno entre la ventajosa posición ocupada por el enemigo y el lago Titicaca. En el centro, tres compañías tenían como objetivo un ataque de demostración para aferrar al enemigo.

Los problemas en las fuerzas de Bolaños comenzaron en su ala izquierda debido a una sucesión de hechos de diverso origen:

  • La sorpresiva aparición por el Vilavila de las tropas de Bernardino Paz que venían huyendo de la derrota en la quebrada de Yuraicoragua y que a los gritos decían que toda la división estaba muerta o prisionera o que habían sido cortados.
  • Detrás de estas fuerzas aparecieron las primeras guerrillas de Pio Tristán que produjeron algunas bajas.
  • Solo había pasado media hora de combate cuando cesó el fuego de la artillería debido a la descompostura de los cañones. Esto afectó a la infantería que se sintió desprotegida frente al enemigo. Cuando Bolaños quiso enviar dos cañones en reemplazo ya no pudo conseguir quien lo hiciera ni los protegiera.
  • Los soldados, pálidos y casi paralizados, comenzaron a esconderse entre las piedras o ponían pretextos para no disparar. Resultaron inútiles las órdenes, ruegos y amenazas para que cumplieran las órdenes. El terror había quebrado la cadena de mandos.

Bastó entonces que un reducido número de soldados corriera hacia la retaguardia para que todos, contagiados por el pánico, hicieron lo mismo, abandonando armas, equipos y hasta sacándose el uniforme.

"[...] cuando llegué a la cima del cerro miro con dolor huyendo toda mi línea que constaba de 1200 hombres puestos en vergonzosa fuga". José Bonifacio Bolaños en (Bolaños, 1912, p. 79)

A mediodía, y salvo un pequeño grupo de exsoldados de Nieto que se pasaron al enemigo, el resto había huido en tropel hacia Huaqui. En el camino se mezclaron con las débiles fuerzas de reserva al mando de Montes de Oca que avanzaban hacia el frente con cuatro cañones y las desorganizaron completamente. Esa reserva abandonó la artillería y también se dispersó hacia Huaqui.

Castelli y Balcarce, que observaban lo que sucedía desde un cerro ubicado a la izquierda, enviaron a los oficiales que los acompañaban para intentar detenerlos. Al quedar solos temieron ser capturados por las guerrillas del Real de Lima que se estaban aproximando y decidieron retirarse, no hacia Huaqui sino hacia el sur, para unirse a Viamonte o Rivero en Jesús de Machaca. Así terminó la batalla en el lado norte de la entrada a la quebrada de Yuraicoragua.

Consecuencias

Mientras tanto en el Virreinato del Perú, el mismo 20 de junio de 1811 estalló la revolución que había sido convenientemente preparada. El caudillo tacneño Francisco Antonio de Zela previamente se había puesto de acuerdo con Castelli conviniendo que mientras él llevaría la revolución a Tacna el ejército rioplatense avanzaría hacia el Perú para iniciar la campaña para independizarlo de la corona española.​ Pero la derrota de Huaqui dio por tierra cualquier movimiento revolucionario planeado en el virreinato peruano.

La gran impresión que causó en la Junta Grande de Buenos Aires esta derrota militar —por la pérdida de todo el armamento— obligó a que su Presidente, el general Cornelio Saavedra, se dirigiera a las provincias del norte a fin de recomponer la situación. Pero esta debilidad fue utilizada por el grupo revolucionario afín a Mariano Moreno para destituirlo del mando y desterralo creando el Primer Triunvirato.

Tanto el comandante en jefe político, Castelli, como el comandante militar, González Balcarce, fueran relevados y juzgados. Lo mismo le sucedió al coronel Viamonte, acusado de no involucrar a los 1500 efectivos a su mando en la contienda.

Otra consecuencia fue que se pactase una tregua con Montevideo, por el temor del gobierno de Buenos Aires a verse atacado en dos frentes al mismo tiempo.

La derrota de los rioplatenses en Huaqui fue de tal magnitud que a la pérdida momentánea de las provincias del Alto Perú se añadió la debilidad que se instaló en el norte que quedó expuesto a una posible invasión de las fuerzas realistas.