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lunes, 20 de enero de 2025

Chile: Los fusilamientos de la guardia de Allende

 

Pinochet: "A estos huevones me los fusilan a todos"

Miembros de la custodia de Allende fueron de los primeros fusilados por la represión que marcó los 17 años de dictadura.

La Nueva Tribuna

Junta militar de Pinochet

Javier M. González | @jgonzalezok |
Gabriela Máximo | @gab2301


Poco después del mediodía del 11 de septiembre de 1973, el Palacio presidencial de La Moneda ardía en llamas bajo el bombardeo aéreo de los militares golpistas, cuando un grupo de hombres abandonó el edificio y se rindió. Eran los integrantes del GAP -Grupo de Amigos del Presidente, encargados de la seguridad personal de Salvador Allende-, agentes de la Policía de Investigaciones (PDI) y algunos asesores que acompañaban al presidente chileno en las horas finales del ataque al Palacio. Los hombres fueron llevados al Regimiento Tacna, brutalmente torturados y dos días después enviados en camiones al campo militar de Peldehue, donde fueron sumariamente ejecutados. Simultáneamente, por todo Chile los militares llevaban a cabo una cacería implacable a los seguidores del gobierno socialista depuesto. Allende estaba muerto y centenares de sus partidarios morirían en los próximos días. El régimen militar que se instauraba en Chile por 17 años estaría marcado por la brutalidad y por la práctica de ejecuciones sumarias, teniendo a los GAP entre sus primeras víctimas.

El país estaba bajo estado de sitio. Millares de chilenos eran llevados a campos de prisioneros improvisados. Eran tantos que once estadios de fútbol fueron convertidos en prisión y centros de tortura. El bando número 1 de los militares decía que cualquier “acto de sabotaje” sería castigado “en la forma más drástica en el lugar mismo de los hechos”. Los comandantes y jefes de zona estaban autorizados a realizar consejos de guerra y aplicar la Ley de Fuga para justificar las ejecuciones.

Las embajadas extranjeras estaban llenas de perseguidos que intentaban obtener asilo político y escapar a la prisión y la muerte. Miles buscaron protección de diversos organismos internacionales y otros optaron por abandonar el país clandestinamente.

Cinco horas después del inicio del golpe, la Junta Militar emitió el bando número 10. Contenía los nombres de 92 integrantes del gobierno depuesto de la Unidad Popular que deberían presentarse al Ministerio de Defensa antes de las cuatro de la tarde. Luis Maira era uno de ellos. Durante 12 días, el ex coordinador del grupo parlamentario de la UP, entonces con 33 años, se escondió en Santiago, cambiando de dirección cada 24 horas, hasta conseguir asilo en la embajada de México. Allí estuvo por nueve meses con otros 200 chilenos, hasta conseguir partir al exilio.

Cincuenta años después Maira recordó, en declaraciones al diario chileno “La Tercera”, que decidió dejar el país al escuchar el duro pronunciamiento del comandante de la Fuerza Aérea, Gustavo Leigh, por cadena nacional. “Dijo que habían detenido a muchos extremistas, pero que se habían dado cuenta de que las listas no tenían las debidas prioridades, por lo que habían seleccionado a 13 personas, a los dirigentes principales a los que calificó de marxistas antipatriotas. [Deberían] detenerlos para interrogarlos, apremiarlos y castigarlos”, recordó Maira. “Me di cuenta de que ya no tendría muchas posibilidades de sobrevivir”, añadió.

El miedo imperaba en el país. Desde las primeras horas del nuevo régimen, los chilenos tenían noticias de torturas y muertos

El miedo imperaba en el país. Desde las primeras horas del nuevo régimen, los chilenos tenían noticias de torturas y muertos. Y también de delación de ciudadanos, que denunciaban a vecinos, colegas de trabajo, adversarios, que acababan detenidos y muchas veces muertos. Las universidades y los medios de comunicación fueron intervenidos. Se declaró la disolución de todas las organizaciones de trabajadores, campesinas, estudiantiles, culturales, gremiales y deportivas.

Por decreto, los registros electorales fueron quemados, por el motivo obvio de que estaba suspendida la democracia representativa por el voto. La represión era indiscriminada. Parte de la historia de este período está documentada en el impresionante Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, en Santiago, fundado en el 2010 para que no sea olvidada (MMDH - Museo de la Memoria y los Derechos Humanos).

Con la vuelta de la democracia, en marzo de 1990, fue creada la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, conocida como Comisión Rettig -por el nombre de su presidente, el jurista Raúl Rettig-, para investigar los crímenes cometidos por la dictadura contra los derechos humanos. Más tarde, otro grupo, la Comisión Valech -por el obispo Sergio Valech- dio continuidad a dicho trabajo.

En los 17 años de dictadura hubo 3.216 personas muertas: 2.129 ejecutadas, 1.087 desaparecidas

Según los informes Rettig (1991) y Valech (2003), ambos actualizados con el tiempo, en los 17 años de dictadura hubo 3.216 personas muertas: 2.129 ejecutadas, 1.087 desaparecidas. El 68,57 % de las detenciones reconocidas por la Comisión Valech ocurrieron entre el 11 de septiembre y el 31 de diciembre de 1973. El número de personas que sufrieron prisión política y/o torturas, fue de casi 40.000. A pesar de la concentración de víctimas en los primeros meses, la práctica de la prisión, tortura y ejecución contra los opositores fue mantenida durante muchos años.

La ejecución de los miembros de seguridad del presidente Allende el día 13 de septiembre de 1973 fue típica de lo que ocurriría en los años siguientes. El episodio fue reconstruido en detalle por Jorge Escalante, en el reportaje “Yo maté a los prisioneros de La Moneda”, publicado en 2002 en el diario “La Nación”. Uno de los periodistas chilenos que más investigó sobre el aparato represivo, Escalante consiguió entrevistar a uno de los militares que participó en la ejecución de los GAP, que relató lo ocurrido.

Después de que llegaron al regimiento Tacna, a poco más de un kilómetro del Palacio de la Moneda, los hombres fueron mantenidos boca abajo, tendidos en el suelo. Durante dos días fueron torturados. El general Pinochet en persona fue hasta el lugar. Uno de los presos, Pablo Zepeda Camilliere, consiguió escapar pues lo trasladaron por error al Estadio Chile. Zepeda, cuenta el periodista, asistió al siguiente diálogo entre Pinochet y el comandante del regimiento, Joaquín Ramirez Pineda.

Pinochet estuvo en el regimiento Tacna observando cómo torturaban a los GAP

Pinochet le pregunta quiénes son los prisioneros. “Estos son los escoltas de Allende, mi general, son los GAP y otros asesores”. Pinochet es directo en la respuesta: “A estos huevones me los fusilan a todos”. El relato coincide con lo que Escalante oyó del coronel Fernando Reveco Valenzuela. Según el coronel “Pinochet estuvo en el regimiento Tacna observando cómo torturaban a los GAP”.

El número de ejecutados en este episodio es incierto, pero de acuerdo con relatos de algunos militares fueron 27 los guardaespaldas, asesores y agentes presos después de rendirse en La Moneda. Todos menos Zepeda fueron llevados en un camión, atados de pies y manos, hasta el campo militar de Peldehue, en las afueras de Santiago. Al llegar al destino se les desataron los pies para que dieran los últimos pasos de su vida. Uno a uno, fueron ejecutados a tiros de ametralladora y lanzados directamente en un pozo seco y profundo, con las manos atadas.

Logo de la DINA.

Los militares volvieron al mismo pozo en 1978 para llevar a cabo otra operación. En aquel año fueron encontrados los cuerpos de 15 campesinos que habían sido presos por una patrulla de carabineros el 8 de octubre de 1973, en la comunidad rural de Isla de Maipo, sin que nunca más aparecieran. Sus restos mortales estaban dentro de unos hornos abandonados de una mina de cal de Lonquén. Era la primera prueba concreta de lo que todos en el país sabían, pero que los militares negaban descaradamente: que el gobierno ejecutaba opositores y que había detenidos-desaparecidos. Fue un doloroso descubrimiento para los familiares de decenas de desaparecidos: sus seres queridos, muy probablemente estaban también muertos.

Para los militares, el momento era de alerta. La aparición de nuevas víctimas de ejecuciones dejaría al régimen vulnerable a las presiones internas y de la comunidad internacional. La orden era hacer desaparecer todos los restos mortales escondidos clandestinamente en Chile. Fue así que, en diciembre de 1978, un vehículo militar se estacionó junto al pozo de Peldehue. Los soldados desenterraron lo que encontraron de los cuerpos de los GAP y otros asesores de Allende ejecutados cinco años antes. En sacos, fueron embarcados en helicópteros Puma y lanzados al mar, bien lejos de la costa en el Océano Pacífico. El procedimiento macabro se repitió en otras tumbas clandestinas por todo el país.

En marzo de 2001, once años después de la redemocratización, fueron realizadas nuevas pesquisas en el pozo de Peldehue por orden judicial. Los peritos encontraron quinientas piezas óseas, lo que permitió identificar a algunos de los ejecutados: tres miembros del GAP, un ingeniero, un sociólogo y un médico psiquiatra.

Manuel Contreras

Al comienzo de la dictadura, la violación sistemática de los derechos humanos fue ejecutada por medio de órganos estatales que ya existían: Fuerzas Armadas, Carabineros y Policía de Investigaciones. Pero pronto otras estructuras fueron creadas especialmente para este fin. En 1974 surgió la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), a cuyo comando estuvo el coronel Manuel Contreras, que respondía directamente a Pinochet. Todos los días Contreras iba a buscar al dictador a su casa y le acompañaba en coche hasta su despacho, momento en el que le informaba detalladamente de sus operaciones. Conocida por su brutalidad, la DINA persiguió de forma implacable a los izquierdistas que estaban en la clandestinidad. Un año después surgió el Comando Conjunto, una organización clandestina que dependía de la Fuerza Aérea y que actuó durante dos años.

En 1977 la DINA fue sustituida por la Central Nacional de Informaciones (CNI), que actuó hasta 1990. La disolución se produjo por presión de los EE.UU., cuando se constató que agentes del órgano estaban involucrados en el asesinato en Washington del excanciller chileno Orlando Letelier. El atentado ocurrió en septiembre de 1976 y en él murió también la americana Ronni Moffitt. Uno de los implicados en el asesinato fue el ciudadano estadunidense Michael Townley, reclutado como agente de la DINA. Townley fue también el asesino del general Carlos Prats, ministro de Defensa de Allende, que murió junto a su mujer en un atentado con bomba en Buenos Aires, en septiembre de 1974.

El rastro de sangre de la Caravana de la Muerte

Uno de los casos más emblemáticos de la barbarie de la dictadura fue conocido como La Caravana de la Muerte, en 1973. Pocos días después del golpe, Pinochet ordenó una operación de caza y eliminación de los partidarios de Allende en todas las regiones del país. El mando de la misión le fue entregado al general Sergio Arellano Stark, que debería revisar los procesos judiciales iniciados inmediatamente después del golpe contra partidarios de la Unidad Popular, y exigir el máximo castigo. El día 30 de septiembre, la comitiva partió al sur de Chile a bordo de un helicóptero militar Puma y recorrió la zona de Puerto Montt. Enseguida partió hacia el norte, entre Arica y La Serena. En cada ciudad en donde se posaba, el Puma de Arellano Stark dejaba un rastro de sangre. La misión concluyó el 22 de octubre. En menos de un mes, La Caravana de la Muerte ejecutó al menos a 72 personas.

En menos de un mes, La Caravana de la Muerte ejecutó al menos a 72 personas

La dinámica de esta operación fue revelada magistralmente por la periodista chilena Patricia Verdugo en su célebre libro Los Zarpazos del Puma, que años más tarde se convirtió en uno de los expedientes acusatorios más importantes sobre los crímenes cometidos por el general Augusto Pinochet y sus cómplices. Una de las muchas paradas de La Caravana de la Muerte fue en la ciudad de La Serena, según relata Patricia Verdugo:

“El helicóptero Puma llegó a La Serena el martes 16 de octubre de 1973, alrededor de las once de la mañana. El comandante del regimiento motorizado de Arica, teniente coronel Ariosto Lapostol Orrego, recibió al general Sergio Arellano en el aeropuerto local y fue notificado de la calidad extraordinaria que ostentaba: Delegado del Comandante en Jefe del Ejército y la Junta Militar de Gobierno (…) Dos jeeps militares con boinas negras se estacionaron frente al recinto carcelario como a las 13 horas y aumentó ostensiblemente la guardia militar frente a la puerta. Quince prisioneros fueron sacados rumbo al regimiento poco antes de las 14 horas. Su salida quedó registrada en el folio número 35 del Libro de Detenidos 1973. Y, como a las 16 horas, se escucharon fuertes y repetidas descargas de metralletas”. Los ejecutados eran todos jóvenes socialistas.

En 2015, el general en la reserva Joaquín Lagos Osorio, comandante militar de la región de Antofagasta en aquella época, haría un tenebroso relato a la fiscalía, aunque con una pequeña discrepancia en el número de presos: “La Comitiva del General Arellano había sacado del lugar de detención a 14 detenidos que estaban en proceso, los había llevado a la quebrada del ‘Way’ y los habían muerto a todos con ráfagas de metralletas y fusiles de repetición; después habían trasladados los cadáveres a la morgue del Hospital de Antofagasta y como ésta era pequeña y no cabían todos los cuerpos, la mayoría estaba afuera. Los cuerpos estaban despedazados, con más o menos 40 tiros cada uno y en estos momentos así permanecían al sol y a la vista de todos cuantos pasaban por ahí. Ordené que armaran sus cuerpos, los médicos militares y del hospital, y avisaran a los familiares y les hicieran entrega de los cuerpos, en la forma más digna y rápida posible”.

En aquel momento el general Arellano y su comitiva ya volaban a bordo del Puma en dirección a Copiapó, donde ejecutaron a otros 14 presos.

En junio de 2023, la Corte Suprema condenó a cuatro militares retirados por la muerte de 12 opositores en la ciudad de Valdivia, dentro de la operación de La Caravana de la Muerte. Entre ellos estuvo el general retirado Santiago Sinclair, de 92 años, que fue brazo derecho de Pinochet en la represión política. A pesar de la edad, cumplirá la pena en la cárcel. El general Arellano murió en 2016, con 94 años, sin pagar por sus crímenes. Llegó a ser condenado en 2008 a seis años de prisión, pero no cumplió su pena por sufrir de Alzheimer.

La periodista Patricia Verdugo vivió su propio drama familiar durante la dictadura. En 1976 su padre fue secuestrado y días después su cuerpo apareció flotando en el río Mapocho, que corta Santiago. El constructor civil Sergio Verdugo Herrera era jefe del Departamento de Abastecimientos de la Sociedad Constructora de Establecimientos Educacionales e investigaba un caso de corrupción en la empresa estatal. Para su desgracia, el caso involucraba a militares del nuevo régimen.

Verdugo es también autora de Quemados Vivos, sobre otro caso de gran repercusión. En 1986, cuatro años antes del fin de la dictadura, los chilenos osaban salir a las calles contra el régimen militar. En julio de aquel año, una protesta fue violentamente reprimida por agentes del Ejército en la comuna de Estación Central. Los militares actuaron de forma especialmente cruel contra dos jóvenes: la psicóloga Carmen Gloria Quintana y el fotógrafo Rodrigo Rojas de Negri, que fueron golpeados y tuvieron gran parte de su cuerpo quemado con el combustible que les arrojaron los propios carabineros. Rojas murió y Quintana sobrevivió con graves secuelas.

Un año antes, en marzo de 1985, otro episodio terrible conmovió al país: el Caso de los Degollados. Manuel Guerrero, José Manuel Parada y Santiago Nattino, militantes del entonces proscrito Partido Comunista, fueron secuestrados cuando andaban en diferentes lugares de la capital. Forzados a entrar en vehículos y llevados a un cuartel, fueron torturados y degollados. Sus cuerpos aparecieron cerca del aeropuerto internacional de Santiago.

Otra operación macabra ocurrió en junio de 1987, esta vez contra doce militantes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Nueve hombres y tres mujeres fueron asesinados por agentes de la Central Nacional de Informaciones con el objetivo de aniquilar la organización, que un año antes había realizado la fracasada tentativa de asesinato contra el general Augusto Pinochet. Se conoció como Operación Albania. Veinte años después, la Justicia condenó a cadena perpetua al ex director de la CNI, Hugo Salas Wenzel, por su participación en el crimen.

Tres meses después, la CNI detuvo a Manuel Sepúlveda Sánchez, Gonzalo Fuenzalida Navarrete, Julio Muños Otárola, Julián Peña Maltés y Alejandro Pinochet Arenas. Fueron acusados del secuestro de un coronel del Ejército. Llevados al cuartel Borgoño -el recinto operativo más importante de la CNI- fueron torturados y recibieron una inyección letal. Los cuerpos fueron amarrados con rieles de ferrocarril y un helicóptero del Ejército los arrojó al mar. Fueron considerados los últimos detenidos-desaparecidos de la dictadura. Pero no serían las últimas víctimas. El 27 de octubre de 1988, los dos máximos dirigentes del FPMR, los comandantes José Miguel y Tamara, fueron detenidos, torturados y sus cuerpos fueron arrojados al río Tinguiririca.

Pinochet

Como señaló Carlos Huneeus en su libro El Régimen de Pinochet, la dictadura “conservó el carácter de un Estado policial a lo largo de sus 17 años de vida, con un estricto control de la población y una sistemática persecución de las organizaciones opositoras”. Fue un gobierno que tuvo como característica adicional estar fuertemente centralizado en Pinochet, al punto de que éste se jactaba de que “no se movía una hoja en Chile” sin que él lo supiera.

Seis meses después del golpe, el periodista brasileño Eric Nepomuceno escribió un largo artículo sobre su encuentro secreto con integrantes de la resistencia chilena, publicado en la mítica revista argentina Crítica, que dirigía entonces Eduardo Galeano. Nepomuceno observó: “De todo lo que los militares hicieron por Chile después de septiembre, acaso su obra más perfecta sea la represión, el terror impuesto y grabado en la gente, ese extraño olor a miedo y muerte que hay en cada sitio”.

El cineasta Patricio Guzmán, que filmó el documental La Batalla de Chile -un raro registro audiovisual de los años de Allende-, tiene una visión semejante 50 años después: “El Golpe de Estado fue tan poderoso, tan devastador; el hecho de que hayan matado tres comités centrales del PC, dos del PS, el MIR fue exterminado, una cantera de jóvenes maravillosos, todos muertos y torturados en las condiciones más terribles, eso creó una sensación de ‘no te muevas, porque si no eres tú es tu hijo al que lo van a tomar preso’. Creo que ese trauma fue desproporcionado y feroz. No hay cosa peor que el terror”, dijo en declaraciones al diario chileno “The Clinic”.

OPERACIÓN CÓNDOR
Las dictaduras del Cono Sur llevaron a cabo una brutal represión que no conoció fronteras y que llevó a la coordinación de los servicios de seguridad de Chile, Brasil, Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia, que permitieron la detención, tortura, asesinato y desaparición de numerosos adversarios. El libro Los años del Cóndor, del periodista norteamericano John Dinges, sostiene que la primera reunión de fuerzas de seguridad y policiales que darían lugar al plan tuvo lugar en Buenos Aires a comienzos de 1974. Es decir, el plan comenzó a gestarse cuando en Argentina todavía no se había producido el golpe militar del 76. El nacimiento oficial del Cóndor se produjo a finales de noviembre de 1975, tras una reunión de representantes de las dictaduras de la región, que durante casi una semana debatieron los detalles en la Academia de Guerra, en Santiago.  

En base a documentos norteamericanos desclasificados, Dinges sostiene que el presidente argentino Juan Domingo Perón, que fallecería poco después, estaba preocupado con los informes de inteligencia sobre la existencia de la Junta Coordinadora Revolucionaria, integrada por Montoneros, MIR y Tupamaros, entre otros, y de una reunión cerca de Mendoza. Después de esa reunión en Argentina, que puede considerarse como anterior al Cóndor, hubo unas 120 víctimas que cayeron como resultado de esta inicial coordinación represiva. 

La coordinación comenzó cuando Chile invitó a agentes de inteligencia de los países vecinos, en particular de Brasil, Uruguay y Argentina, para llevar a cabo interrogatorios de los prisioneros que eran buscados en sus países.

En entrevista con el diario argentino “Clarín”, Dinges aseguró: “Perón aprobó medidas contra ellos, a quienes definía como extremistas marxistas”. Después del golpe del 76, Argentina fue el país más activo: el número de crímenes de Cóndor cometidos en dicho país fue de 469 detenidos, la mayoría desaparecidos, más 143 víctimas de nacionalidad argentina detenidos en otros países. Uruguay le sigue, con 294 víctimas de nacionalidad uruguaya, la gran mayoría detenidos en Argentina. Chile fue anfitrión de las dos primeras reuniones de la alianza Cóndor, pero en número de víctimas está en menor rango: 107 chilenos, la mayoría detenidos en Argentina y 52 crímenes cometidos contra extranjeros en Chile. Pero el Cóndor no solo actuó en los países vecinos, se documentaron operaciones en Europa, Estados Unidos (asesinato de Letelier) y en México.

Dinges sostiene que la CIA no participó ni en la creación ni en la ejecución de los operativos. Pero Estados Unidos fue cómplice, ya que conocía en detalle las operaciones y no actuó para evitar los crímenes.  

jueves, 28 de noviembre de 2024

GCE: El asalto al Cuartel de la Montaña

El asalto al cuartel de la Montaña




Fue el 20 de Julio de 1936, tenía lugar el asalto al Cuartel d la Montaña; se cometerían las primeras atrocidades de la guerra

Aquí los protagonistas de estos trágicos sucesos en los q se vulneraron los Tratados internacionales (Convenio Ginebra) sobre el trato de prisioneros.



Destacar como protagonista, en primer lugar, al Teniente de Asalto Máximo Moreno, uno de los que salieron de la Sección de Pontejos en la madrugada del 12 al 13 de Julio para asesinar a Calvo Sotelo.




En la imagen, se le puede ver arengando a las masas para iniciar el asalto al Cuartel de la Montaña.
Permanecía en libertad pese a las evidencias de su participación  en el asesinato de Calvo Sotelo y el intento de los otros 2 líderes de las derechas; Gil Robles y José Antonio Goicoechea.



El Teniente Máximo Moreno eludió toda responsabilidad en el asesinato de Calvo Sotelo "ocultándose" en la Dirección General de Seguridad, órgano dependiente del Ministerio de la Gobernación (Interior).

Otros protagonistas del crimen lo harían en domicilios particulares de diputados del PSOE (Margarita Nelken e Indalecio Prieto entre ellos).

Es decir, encontró "cobijo" en dependencias ministeriales, de las que era titular el Gobierno del Frente Popular.
Desde allí eludiría la acción de la Justicia durante 7 días, hasta ese 20 de Julio, fecha en la que saldría para dirigir a los milicianos, ya armados, al asalto del Cuartel de la Montaña de Madrid..



Aquel 20 de Julio, muchas de las Milicias Socialistas y Comunistas ya estaban armadas; estas habían permanecido ocultas en los miles de arsenales que habían destinado para el golpe de Estado de Octubre de 1934 (algunos de ellos, encontrados en los domicilios de diputados del PSOE). Esto, no lo afirmo yo, lo reconocía el líder y promotor del golpe, Largo Caballero. En este recorte, del libro de Clara Campoamor; "La Revolución española vista por una republicana",se recoge un testimonio de enorme valor del líder socialista: "Sería un poco exagerado afirmar que el Gobierno armó a las organizaciones obreras; ya lo estaban. A pesar de los registros efectuados tras la revolución de Octubre de 1934, muchas armas habían quedado en manos de los obreros sublevados. La decisión del Gobierno se limitaba a legalizar la situación"..



A pesar de los numerosos registros efectuados tras la revolución de Octubre de 1934, muchas armas habían quedado en manos de los "obreros sublevados".

Esto es sumamente revelador; Largo Caballero reconocía públicamente que los milicianos socialistas nunca habían dejado de estar armados, los trágicos sucesos de la Primavera dramática de aquel 1936 tuvieron como protagonistas a muchos de estos milicianos, muchos de ellos, convertidos en agentes del orden y la seguridad del Gobierno del Frente Popular..



Largo Caballero, La Pasionaria, los propios milicianos frentepopulistas y tantos otros, hicieron bandera política de la presunta represión con la que las autoridades republicanas intentaron hacer valer la legalidad y el orden.

Ahora, meses después, con aquellos que se habían acuartelado para defender la causa de los sublevados, no dudaban en ejercer, no sólo una violenta represión, sino iniciar un brutal ejercicio de eliminación sistemática de los que allí, previamente, ya se habían rendido y depuesto las armas.

Casi 2 años estuvieron exigiendo responsabilidades por la represión en Asturias, ahora, a las primeras de cambio, pasaban "a cuchillo" a más de 200 prisioneros sin ningún tipo de miramiento.



Esto pone de manifiesto otro de los mantras defendidos por la historiografía tradicional; no, el Gobierno de Giral no armó a los milicianos, ya estaban armados, y con estas armas se asesinó indiscriminadamente, con esas armas se asesinaría a muchos inocentes en las terribles Chekas frentepopulistas y en manos de estas nuevas "autoridades"




Otro de los que jugaría un papel destacado en los sucesos del 20 de Julio sería el "Comandante" del V Regimiento del PCE, Enrique Castro (imagen, arengando a los milicianos para tomar el Cuartel).

Él mismo relataría, años después, las brutalidades ejercidas contra los que se rindieron:

"Matar... matar, seguir matando, hasta que el cansancio impida matar más. Después... después construir el socialismo".


Así, de esta forma, pasaron a cuchillo y bayoneta a más de 130 prisioneros que, previamente, aguardaban en el patio del Cuartel tras su rendición (imagen)..



Los milicianos, las masas frentepopulistas armadas también por el Gobierno Giral, eran así "dirigidas" por elementos subalternos del Gobierno del Frente Popular muchos de ellos, inmersos en todo tipo de causas con delitos de sangre y que la amnistía del 21 de Febrero de 1936, los había exonerado




Los relatos sobre la masacre son muchos, no se respetaron los Tratados Internacionales (Convenio de Ginebra) respecto al justo y debido trato a los prisioneros, al revés, se les agolpaba contra las paredes del Cuartel donde eran acuchillados a bayonetazos, otros eran lanzados desde las ventanas más altas.

Enrique Castro (imagen), Jefe de estas Milicias comunistas, fue protagonista (como muchos de ellos) en el Golpe de Octubre de 1934.
Según relata en sus Memorias (se arrepintió de todo ello tras su exilio en Moscú..), el 14 de Abril de 1931 llegaría a afirmar:

"Hoy necesitaríamos 100 muertos para que la cosa empezara bien"; lo decía el día el mismo día en que se proclamaba la II República.


Otro de los que participó activamente en el asedio del Cuartel de la Montaña sería Agustín Vivero (imagen), escritor y periodista que, ese mismo día, 20 de Julio de 1936, sería nombrado por las autoridades frentepopulistas nuevo director del ABC republicano.



Agustín Vívero será el responsable de las execrables y sacrílegas imágenes que, en los siguientes días, se publicarían, en un diario como el ABC, con momias de monjas expuestas fuera de Conventos e Iglesias ante el aparente regocijo de milicianos.

Imágenes que, por cierto, darían la vuelta al mundo y que tantas críticas internacionales suscitaron contra el régimen republicano (luego vendrían los terribles  problemas de éste para recabar ayudas internacionales en el conflicto)..



Estos fueron algunos de los protagonistas del asalto al Cuartel de la Montaña, muchos de ellos, elementos subalternos del Gobierno del Frente Popular que, dada la extrema crueldad con la que se emplearon, nada bueno hacia presagiar en un trágico conflicto entre españoles que se alargaría casi 3 años.


viernes, 11 de octubre de 2024

Revolución Libertadora: Rebelión militar del fascista del Valle

Ni una maldita rebelión militar puede organizar un peroncho


Argentina en la Memoria
@OldArg1810






El 9 de junio de 1956 tuvo lugar el levantamiento del general Juan José Valle, y otros militares y civiles que participaban en la resistencia peronista, contra el gobierno de la Revolución Libertadora, presidido por el general Pedro Eugenio Aramburu.




Al adoptar sus duras políticas antiperonistas, el gobierno debió tomar en cuenta la posibilidad de la violencia contrarrevolucionaria. Sobre todo en razón de las medidas punitivas que adoptaba contra aquellos a quienes consideraba beneficiarios inmorales del "régimen peronista". La detención de personalidades prominentes, la investigación de personas y compañías presuntamente involucradas en ganancias ilícitas, y las amplias purgas que afectaron a personas que ocupaban cargos sindicales y militares contribuyó a formar un grupo de individuos descontentos.


No era sino lógico esperar que algunos de ellos, en especial los que tenían formación militar, apelaran a la acción directa para hostigar al gobierno o para derribarlo. Aunque los incidentes por sabotajes hechos por obreros fueron comunes en los meses que siguieron a la asunción de Aramburu, fue sólo en marzo de 1956, como consecuencia de los decretos que habían declarado ilegal al Partido Peronista, prohibido el uso público de símbolos peronistas y otras descalificaciones políticas, cuando empezaron las confabulaciones.



Un factor que contribuyó a ello, aunque en última instancia condujo a error, pudo ser la decisión del gobierno, anunciada en febrero, de eliminar del código de justicia militar la pena de muerte para los promotores de rebeliones militares. Este castigo, que había sido promulgado por el Congreso controlado por el Partido Peronista, y que representaba los intereses de Perón, después del intento golpista de septiembre de 1951, encabezada por el general Menéndez, se eliminaba del código militar sobre la base de que “es violatorio de nuestras tradiciones constitucionales que han suprimido para siempre la pena de muerte por causas políticas”. Los hechos probarían que esta declaración era prematura.



La figura prominente en los intentos de conspiración contra Aramburu fue el general (RE) Juan José Valle, que se había retirado voluntariamente tras la caída de Perón y de participar activamente en la Junta Militar de oficiales leales que consiguió la renuncia de Perón y entregó el gobierno al general Eduardo Lonardi en septiembre de 1955.



Valle trató de atraer a otros oficiales descontentos con las medidas del gobierno. Uno de los que optó por unirse a él fue el general Miguel Iñiguez, profesional que gozaba de gran reputación y que aún estaba en servicio activo, aunque revistaba en disponibilidad, a la espera de los resultados de una investigación de su conducta como comandante de las fuerzas leales en la zona de Córdoba, en septiembre de 1955. Iñiguez no había intervenido en política antes de la caída de Perón, pero con profunda vocación nacionalista, el general Iñiguez se unió al general Valle en la reacción contra la política del gobierno de Aramburu.



A fines de marzo de 1956, Iñiguez consintió en actuar como jefe de estado mayor de la revolución, pero pocos días después fue arrestado, denunciado por un delator. Mantenido bajo arresto durante los cinco meses subsiguientes, pudo escapar al destino que esperaba a sus compañeros.


La conspiración de Valle fue, en esencia, un movimiento militar que trató de sacar partido del resentimiento de muchos oficiales y suboficiales en retiro así como de la intranquilidad reinante entre el personal en servicio activo. Aunque contaba con la cooperación de muchos civiles peronistas y con el apoyo de elementos de la clase trabajadora, el movimiento no logró la aprobación personal de Juan Domingo Perón, por ese entonces exiliado en Panamá.


El degenerado sexual y su banda

En sus etapas preliminares, el movimiento trató de atraer a oficiales nacionalistas descontentos con Aramburu que habían tenido roles claves durante el intento golpista de junio de 1955, en el golpe de Estado a Perón en septiembre de 1955 y durante el gobierno de Lonardi, como los generales Justo Bengoa y Juan José Uranga, que acababan de retirarse; pero el evidente desacuerdo acerca de quien asumiría el poder tras el triunfo, terminó con la participación de ellos. Finalmente, los generales Juan José Valle y Raúl Tanco asumieron la conducción de lo que denominaron “Movimiento de Recuperación Nacional” y ellos, en vez de Perón cuyo nombre no apareció en la proclama preparada para el 9 de junio, esperaban ser sus beneficiarios directos.






El plan disponía que grupos comandos de militares, en su mayor parte suboficiales y civiles coparán unidades del Ejército en varias ciudades y guarniciones, se apropiaran de medios de comunicación y distribuyeran armas entre quienes respondieran a la proclama del levantamiento.



Este incluía diversos ataques terroristas a edificios públicos, a funcionarios nacionales y provinciales, a locales de los partidos políticos relacionados a la Revolución Libertadora, y a las redacciones de diversos diarios del país. También había una extensa lista de militares y dirigentes políticos, simpatizantes del gobierno, que serían secuestrados y fusilados por el Movimiento de Recuperación Nacional, cuyos domicilios fueron marcados con cruces rojas en esas horas.



Uno de ellos fue el que ocupaban el dirigente socialista Américo Ghioldi y la profesora Delfina Varela Domínguez de Ghioldi, en la calle Ambrosetti 84, en pleno barrio de Caballito. Otros domicilios que fueron marcados con las cruces rojas fueron los de Pedro Aramburu, Isaac Rojas, de los familiares del fallecido Eduardo Lonardi, Arturo Frondizi, del monseñor Manuel Tato, Alfredo Palacios, entre otros.






El gobierno tenía conocimiento desde hacía poco tiempo que se preparaba una conspiración, aunque no sabía con precisión su alcance ni su fecha. A principios de junio, varios indicios, entre ellos la aparición de cruces pintadas, hicieron pensar que el levantamiento era inminente. Por este motivo, antes que el presidente Aramburu saliera de Buenos Aires entre compañía de los ministros de Ejército y de Marina para una visita programa a las ciudades de Santa Fe y Rosario, se resolvió firmar decretos sin fecha y dejarlos en manos del vicepresidente Rojas para poder proclamar la ley marcial, si las circunstancias lo exigían.





El 8 de junio la policía detuvo a cientos de militares gremiales peronistas para desalentar la participación obrera en masa en los movimientos planeados. Los rebeldes iniciaron el levantamiento entre las 23 y la medianoche del sábado 9 de junio, logrando el control del Regimiento 7 de Infantería con asiento en La Plata, y la posesión temporaria de radioemisoras en varias ciudades del interior. En Santa Rosa, provincia de La Pampa, los rebeldes coparon rápidamente el cuartel general del distrito militar, el departamento de policía, y el centro de la ciudad. En la Capital Federal, los oficiales leales, alertados horas antes del inminente golpe, pudieron frustrar en poco tiempo el intento de copar la Escuela de Mecánica del Ejército, y su adyacente arsenal, los regimientos de Palermo, y la Escuela de Suboficiales de Campo de Mayo.




Sólo en La Plata los rebeldes pudieron sacar partido de su triunfo inicial, con la ayuda del grupo civil, para lanzar un ataque contra el cuartel general de la policía provincial y el de la Segunda División de Infantería. Allí, sin embargo, con refuerzos del Ejército y la Marina que acudieron en apoyo de la Policía, se obligó a los rebeldes a retirarse de las instalaciones del regimiento donde, tras los ataques de aviones de la Fuerza Aérea y la Marina, se rindieron a las 9 de la mañana del 10. Los ataques aéreos sobre Santa Rosa, capital de La Pampa, también terminaron en la rendición o la dispersión de los rebeldes, más o menos a la misma hora, por lo tanto la rebelión terminó siendo un fracaso.





El general Pedro Eugenio Aramburu, de regreso en Buenos Aires tras su breve visita a Santa Fe y Rosario, dio un discurso a través de la Cadena Nacional, en el que hablaba sobre los hechos que transcurrieron durante la madrugada del 9 de junio.




La insurrección del 9 de junio fue aplastada con una dureza que no tenía precedentes en los últimos años de la historia argentina. Por primera vez en el siglo XX un gobierno ordenó ejecuciones al reprimir un intento de rebelión. Según las disposiciones de la ley marcial, proclamada poco después de los primeros ataques rebeldes, el gobierno decretó que cualquier persona que perturbara el orden, con armas o sin ellas, sería sometida a juicio sumario. Durante los tres días siguientes, veintisiete personas enfrentaron los escuadrones de fusilamiento.




Durante la noche del 9 al 10 de junio, cuando fueron ejecutados nueve civiles y dos oficiales, los rebeldes aún dominaban un sector de La Plata y no podía descontarse la posibilidad de levantamientos obreros en el Gran Buenos Aires y otros lugares. Esas primeras ejecuciones fueron, según el gobierno, una reacción de emergencia para atemorizar y evitar que la rebelión se transformara en guerra civil. Esto explicaría la rapidez del gobierno para autorizar y hacer públicas las ejecuciones, rapidez que se demostró en la falta de toda clase de juicio previo, en la inclusión, en los que enfrentaron los escuadrones de fusilamiento, de hombres que habían sido capturados antes de proclamarse la ley marcial, y en las confusiones de los comunicados durante la noche del 9 al 10 de junio.




Durante esa noche se comenzaron a exagerar el número de civiles rebeldes fusilados e informaban erróneamente sobre la identidad de los oficiales ejecutados, para inferir miedo en los rebeldes y que no salieran a las calles a intentar participar del movimiento.



En la tarde del 10, tuvo lugar una manifestación multitudinaria en la Plaza de Mayo, que dio lugar a escenas de júbilo y alivio, a medida que multitudes antiperonistas acudían a la Plaza de Mayo para saludar al presidente Aramburu y al vicepresidente Rojas, y pedir castigos para los rebeldes nacionalistas/peronistas.



Allí, el almirante Isaac F. Rojas dio un discurso desde el balcón de la Casa Rosada:



Escenas semejantes, aunque con los papeles invertidos, habían ocurrido en el pasado, cuando muchedumbres peronistas exigieron venganza contra los rebeldes en septiembre de 1951 y junio de 1955. Sólo que esta vez el gobierno prestó más atención que Perón al clamor de sangre. Tras este acto en Plaza de Mayo, el vicepresidente Rojas, la Junta Consultiva Militar en pleno, Aramburu y los tres ministros militares, tomaron la funesta decisión sobre fusilar a los prisioneros que habían participado de la revolución en contra del gobierno.





Contra el consejo de algunos políticos civiles, entre ellos algunos miembros de la Junta Consultiva, que instaron a terminar con las ejecuciones, inclusive una delegación formada por Américo Ghioldi y otros miembros de la Junta Consultiva que fueron a la Casa de Gobierno, para solicitar clemencia y que se pusiera fin a las ejecuciones e intentos de algunos generales que se oponían a las ejecuciones llamando a Arturo Frondizi para que presionara sobre las autoridades, y por más que oficiales que integraban las cortes marciales recomendaron que los rebeldes fueran sometidos a la justicia militar ordinaria, los miembros del gobierno de facto resolvieron seguir aplicando los castigos previstos en la ley marcial.




Al tomar esa decisión, se persuadían a sí mismos de que daban un ejemplo que aumentaría la autoridad del gobierno y desalentaría futuros intentos de rebelión, previniendo así la perdida de más vidas. No se sabe si la Junta Militar, en la reunión del 10 de junio, tomo en cuenta el hecho de que la mayoría de los ya ejecutados eran civiles y que si se suspendían las ejecuciones los jefes militares sufrirían castigos más leves que esos civiles. Lo cierto es que la Junta Militar rechazó la sugerencia del comandante de Campo de Mayo, coronel Lorio, en el sentido de limitar las ejecuciones pendientes a la de uno o dos oficiales de menor jerarquía.



El almirante Rojas se opuso enérgicamente a hacer excepción con los oficiales de mayor antigüedad por considerar que eso era una violación a la ética que la “historia” no perdonaría; prefería suspender todas las ejecuciones a tomar cualquier medida que permitiera a los jefes militares escapar el castigo impuesto a quienes los habían seguido. En última instancia, la Junta Militar asumió la responsabilidad directa de ordenar la ejecución, en los dos días subsiguientes, de nueve oficiales y siete suboficiales.




El 12 de junio, Manrique fue a buscar a Valle, con el convencimiento que los fusilamientos se interrumpirían, y lo llevó al Regimiento de Palermo, donde lo interrogaron y lo condenaron a muerte. Aramburu estaba convencido de hacerlo y decía que "si después que hemos fusilados a suboficiales y a civiles le perdonamos la vida al máximo responsable, a un general de la Nación que es jefe del movimiento, estamos creando un antecedente terrible; va a parecer que la ley no es pareja para todos y que entre amigos o jerarquías parecidas no ocurre nada; se consolidará la idea de que la ley se aplica sólo a los infelices".




A las ocho de la noche les avisaron a los familiares de Valle que sería ejecutado a las 10. Su hija fue a pedirle al monseñor Manuel Tato, deportado a Roma en junio de 1955 durante los conflictos entre Perón y la Iglesia Católica y que era apuntado por el movimiento de Valle, que hiciera algo. Tato habló con el Nuncio Apostólico, quien telegrafió al Papa para que le pidiera clemencia a Aramburu. Pero el pedido fue denegado. Valle se despidió de su hija y le entregó unas cartas, incluso una dirigida a Aramburu en la que decía "Usted tendrá la satisfacción de haberme asesinado (...) Conservo toda mi serenidad ante la muerte. Nuestro fracaso material es un gran triunfo moral (...) Como cristiano, me presento ante Dios, que murió ajusticiado, perdonando a mis asesinos".



Poco después, varios marinos lo llevaron a un patio interno y allí lo fusilaron. Momentos después del fusilamiento de Valle, el gobierno suspendió la aplicación de la ley marcial, cediendo a la presión cada vez mayor de civiles y militares que reclamaban el fin de las ejecuciones.



Los partidos políticos agrupados en la Junta Consultiva Nacional apoyaron al gobierno frente a la sublevación. Hubo una reunión secreta de la Junta Consultiva, el 10 de junio, en la que todos dijeron que estaban de acuerdo con lo que se decidiera y lo que se resolvió fue un apoyo al gobierno. No hubo nada relacionado a las ejecuciones. Solamente Frondizi le reclamó a Aramburu, al día siguiente y a título personal, que no se fusilara a civiles.




Américo Ghioldi, que había buscado parar los fusilamientos, escribió un articulo para el diario La Vanguardia en el que desarrollo una justificación de estos, luego de enterarse que el levantamiento del general Valle buscaba el propio fusilamiento del dirigente socialista, diciendo: "Se acabó la leche de la clemencia. Ahora todos saben que nadie intentará, sin riesgo de vida, alterar el orden porque es impedir la vuelta a la democracia. Parece que en materia política, los argentinos necesitan aprender que la letra con sangre entra".




Juan Domingo Perón, en carta a John William Cooke desde su exilio, fue muy critico del levantamiento de Valle y culpa a varios de los integrantes del intento de revolución de haberlo traicionado durante los acontecimientos de septiembre de 1955, diciendo: "El golpe militar frustrado es una consecuencia lógica de la falta de prudencia que caracteriza a los militares. Ellos están apresurados, nosotros no tenemos por qué estarlo. Esos mismos militares que hoy se sienten azotados por la injusticia y la arbitrariedad de la canalla dictactorial no tenían la misma decisión el 16 de septiembre, cuando los vi titubear ante toda orden y toda medida de represión a sus camaradas que hoy los pasan por las armas (...) Si yo no me hubiera dado cuenta de la traición y hubiera permanecido en Buenos Aires, ellos mismos me habrían asesinado, aunque solo fuera para hacer méritos con los vencedores".



Los primeros que fomentarían el recuerdo de "los mártires del 9 de junio" serían los distintos grupos neoperonistas, como la Unión Popular de Juan Atilio Bramuglia, que harían campaña en 1958 contra la orden de Perón de votar por Arturo Frondizi en las elecciones presidenciales de ese año.