sábado, 22 de enero de 2022

USA: La batalla del Monte Blair

Centenario de la Batalla del Monte Blair

Revista Militar
Autor: Vladimir Zyryanov




Este mes marca el centenario de la batalla de Mount Blair, cuando 20.000 mineros en el sur de Virginia Occidental con armas en sus manos lucharon contra el ejército privado de matones contratados por los propietarios de las minas de carbón. La feroz batalla duró del 25 de agosto al 2 de septiembre de 1921, cuando el ejército estadounidense, desplegado por el presidente Warren Harding, se apoderó de las minas de carbón, desarmando y arrestando a cientos de mineros.

Prehistoria de la batalla

La Batalla de Blair fue parte de una ola de luchas de la clase trabajadora en los Estados Unidos e internacionalmente que se inspiró en la Gran Revolución de Octubre de 1917 en Rusia.

En 1919, 350.000 trabajadores siderúrgicos participaron en la gran huelga del acero, 400.000 mineros del carbón se declararon en huelga en todo el país y 45.000 trabajadores participaron en una huelga general en Seattle.

La clase dominante estadounidense, temiendo su propio "octubre", respondió con una represión brutal. El fiscal general Mitchell Palmer llevó a cabo una serie de redadas en todo el país en las que más de 10.000 trabajadores extranjeros fueron detenidos por cargos de organización socialista, sindical y actividades contra la guerra.

Durante la Primera Guerra Mundial, el carbón del sur de Virginia Occidental tuvo una gran demanda, especialmente para el suministro de combustible de la Marina de los EE.UU. el presidente Woodrow Wilson eximió a los mineros del servicio militar obligatorio, pero insistió en que aumentaran la producción para la "guerra de la democracia".

Wilson puso a Samuel Gompers, director de la Federación Estadounidense del Trabajo, en el Consejo de Defensa Nacional. La Unión de Mineros Unidos apoyó plenamente la guerra, y cada copia de la revista United Miners incluía un cartel pidiendo más carbón.

A lo largo de la guerra, los magnates del carbón obtuvieron enormes beneficios del hecho de que los mineros trabajaban largas horas por una pequeña tarifa y estaban bajo la constante amenaza de explosiones de gas, colapso y accidentes mecánicos. Solo en 1918 murieron 2.580 mineros, incluidos 404 en Virginia Occidental.

Los mineros de Virginia Occidental también estaban bajo la capa de hierro de los magnates del carbón, así como de los jueces, las fuerzas policiales y los políticos que los controlaban.

Los mineros vivían en ciudades de la empresa, donde casi todo, desde sus chozas, que no tenían calefacción ni agua corriente, hasta las tiendas donde compraban sus mercancías, pertenecía a los propietarios de las minas.

Los propietarios de las minas pagaban salarios a los alguaciles del condado y a sus diputados para proteger su propiedad, cobrar el alquiler de los mineros y atacar a los mineros sindicales. Además, contrataron matones y espías de la Agencia de Detectives Baldwin Felts, cuyos agentes también prestaron juramento como agentes de la ley.

Cientos de guardias mineros y alguaciles patrullaban las carreteras y vagaban por las ciudades a pie y a caballo portando escopetas, rifles, pistolas, porras, en busca de organizadores sindicales y mineros sindicales.

Se prohibió a los mineros la libertad de expresión y reunión pública. Tampoco se les permitió reunirse en grupos de más de dos. El correo de los mineros fue escudriñado, leído y, a veces, censurado por los carteros de las tiendas de la empresa. Como medida adicional de protección, las empresas comenzaron a cercar sus ciudades con alambradas de púas alrededor de 1913-1914.

Los mineros se vieron obligados a firmar contratos que los obligaban a no afiliarse a diversas organizaciones laborales y sindicales, o incluso a negarse a "ayudar, alentar o aprobar" tal organización. Los trabajadores condenados por irregularidades o incluso sospechosos de simpatizar con el sindicato han sido despedidos y desalojados por la fuerza de los hogares de su empresa.

A pesar de los intentos de los magnates del carbón de dividir a los trabajadores en términos raciales y étnicos, los trabajadores de Virginia Occidental, compuestos en su mayoría por inmigrantes italianos y húngaros, apalaches y antiguos aparceros negros del sur, se manifestaron contra la clase capitalista.

Así lo demostró la huelga de Paint Creek - Cabine Creek de 1912-1913. La solidaridad entre negros y blancos, protestantes y católicos, mineros inmigrantes e indígenas fue inquebrantable.

La huelga de Paint Creek - Cabine Creek, que tuvo lugar al sureste de Charleston, fue un avance significativo. Los mineros libraron una batalla de 15 meses contra los matones de Baldwin-Felt, que construyeron un tren blindado para ametrallar las tiendas de campaña de los mineros en huelga desalojados.

Los mineros de base, dirigidos por el minero de Cayut Creek, Frank Keeney, de 24 años, sacaron la lucha de las manos de la dirección nacional conservadora de la organización sindical local y recurrieron al Partido Socialista para celebrar reuniones masivas y dar negociaciones.

Pronto, los magnates finalmente cedieron ante los mineros.

Sin embargo, tras la huelga, los propietarios de las minas de carbón estaban decididos a vengarse. Un magnate del condado de Logan expresó su preocupación de que los mineros quisieran "hacerse cargo de las minas ellos mismos ... En resumen, establecer un gobierno soviético".

Masacre en Matevan

En mayo de 1920, decenas de miles de mineros no sindicalizados de West Virginia que permanecieron en el trabajo durante la huelga nacional de 1919 se unieron a United Mine Workers, con la esperanza de unirse a la próxima huelga nacional. Cualquier minero que se descubrió que se había unido al UMWA fue despedido.

Una vez más, las empresas de carbón reclutaron a miembros de la agencia de detectives Baldwin-Felts, que envió a Lee y Albert Feltz, hermanos del fundador de la agencia, Thomas Felts, a supervisar personalmente los esfuerzos para "frenar" a los mineros. Los bandidos armados desalojaron inmediatamente a los trabajadores y sus familias de las viviendas de la empresa.

Los agentes se encontraron con la resistencia inmediata de los mineros y sus partidarios, incluido Syd Hatfield, ex jefe de policía y minero de Matevan, West Virginia, y el alcalde de la ciudad, Keybell Testerman. El 19 de mayo de 1920, Hatfield, Testerman y un grupo de mineros armados y autorizados localizaron a Felts y sus agentes para hacer cumplir una orden de arresto y detenerlos. En el enfrentamiento, Felts declaró que tenía una orden de arresto contra Hatfield.

Los testigos informaron que Testerman examinó la supuesta orden judicial y dijo: "Es una falsificación". Pero Albert Felts le disparó de inmediato. Hatfield y los mineros respondieron al fuego. Y cuando terminó el tiroteo, nueve de los 12 agentes de Baldwin-Felts estaban muertos, incluidos los dos hermanos Felt. Además del alcalde, murieron dos mineros.

El choque se conoció como la Masacre de Matevan.

Por orden de los propietarios de la mina, el gobierno estatal trajo a la policía estatal, destituyó a Hatfield de su cargo y lo arrestó. Las huelgas estallaron en las cuencas mineras del sur de Virginia Occidental en el ínterin antes del juicio de Hatfield.

En enero de 1921, un jurado comprensivo de Matevan absolvió a Hatfield y otras 15 personas por el asesinato de Albert Felts.

Después de que la legislatura estatal aprobó el reaccionario Jury Bill, que permitía a un juez elegir un jurado de otro distrito, se fijó una fecha diferente para el juicio.

El 1 de agosto de 1921, cuando Hatfield estaba a punto de ser juzgado, los agentes de Baldwin-Felts le tendieron una emboscada y lo mataron a él y a su amigo Ed Chambers en la entrada de la corte del condado de Mingo en Welch.

Ninguno de los asesinos ha comparecido nunca ante la justicia.

Marcha a la montaña Blair

La noticia del asesinato de Hatfield enfureció a los mineros.

Kenny y el tesorero del distrito 17 Fred Mooney esperaban que el gobernador Ephraim Morgan interviniera y aceptara un acuerdo para reconocer al sindicato y liberar a los mineros encarcelados en Mingo. En cambio, el gobernador lo rechazó rotundamente.

Los mineros, incluidos muchos veteranos de la huelga de Paint Creek-Cabin Creek, comenzaron a reunirse en grandes cantidades en los bastiones sindicales en los condados de Kanawa y Boone y realizaron grandes reuniones.

Se solicitó una marcha armada desde su ubicación a través del condado de Logan hasta el condado de Mingo para liberar a los mineros capturados y llevar ante la justicia a Don Chaffin, el "rey del reino de Logan". Los dueños de la mina le dieron a Chafin fondos virtualmente ilimitados para formar un ejército privado de 2.000 matones antisindicales fuertemente armados.

A medida que se difundió la información sobre la marcha, Chafin comenzó a fortalecer las defensas en el monte Blair, donde se enviaron ametralladoras, así como soldados con explosivos e incluso aviones que estaban planeados para lanzar granadas de gas y bombas sobre los mineros.

Las estimaciones exactas varían, pero al menos 10,000 mineros comenzaron su marcha el 20 de agosto, reclutando más trabajadores de otros distritos a medida que avanzaban. Estimaciones más altas indican que hasta 20.000 mineros tomaron las armas y participaron en los combates.

Lo que inspiró a los mineros a marchar fue el espíritu de solidaridad de clase, independientemente de su raza o nacionalidad. Marcharon con pañuelos rojos atados al cuello para distinguirse de los matones armados que les ataban pañuelos blancos en los brazos.

El 25 de agosto comenzaron las hostilidades con escaramuzas menores. A pesar de la significativa superioridad numérica, las fuerzas de Chafin excavaron en posiciones fortificadas que les permitieron disparar a los mineros desde arriba, desde la ladera de la montaña.

Los mineros, incluidos unos 2.000 veteranos de la Primera Guerra Mundial, operaban con disciplina militar. Para obtener suministros, los huelguistas allanaron las tiendas propiedad de la empresa sin escatimar ni pagar a los propietarios de las tiendas independientes.

Unos días después, se produjo un estancamiento en el que los mineros no pudieron avanzar más allá de las líneas de fuego de las ametralladoras, y el ejército de la compañía no pudo salir de sus posiciones defensivas para aplastar las posiciones de los mineros. Fue entonces cuando Chafin comenzó a utilizar aviones y, con su ayuda, arrojaron bombas sobre las posiciones de los mineros.

El Departamento de Guerra de Estados Unidos envió al general de brigada Harry Hill Bandholtz (quien se ganó su mandato al supervisar la represión de la resistencia colonial estadounidense en Filipinas) para reunirse con Kenny y Mooney. Les ordenó que dispersaran a los mineros y amenazó con rendir cuentas si no lo hacían.

En una reunión en Madison, Kenny les dijo a los mineros:

"Puedes luchar contra el gobierno de Virginia Occidental, pero juro por Dios que no puedes luchar contra el gobierno de Estados Unidos".

Los mineros desafiaron a Kenny y continuaron su marcha, encontrándose en un momento a solo seis kilómetros de la ciudad de Logan. Un magnate del carbón aterrorizado en la ciudad telegrafió a un congresista pidiéndole que se pusiera en contacto con el presidente Harding y

"Dígale que si no envía soldados a Logan antes de la medianoche de esta noche, la ciudad de Logan será atacada por un ejército de cuatro a ocho mil rojos y sufrirá grandes pérdidas de propiedad".
El 2 de septiembre, el presidente Harding (cuyo secretario del Tesoro Andrew Mellon poseía minas en los condados de Logan y Mingo) ordenó a 2.500 soldados federales y 14 bombarderos rescatar a los magnates del carbón y aplastar lo que sus funcionarios llamaron "guerra civil" y "rebelión armada".

A medida que se acercaban más y más fuerzas del ejército, los mineros al principio parecían dispuestos a continuar la lucha. Sin embargo, Bill Blizzard, el líder del UMWA que comandaba a los mineros, ordenó a los mineros que no dispararan a los soldados y comenzó a ayudar al ejército a desarmar a los trabajadores.

Los sentimientos de los mineros se mezclaron. Algunos creían que la intervención federal ayudaría a su causa y que serían una fuerza neutral para resolver el conflicto con los dueños de las minas.

Pero rápidamente se deshicieron de tales ilusiones.

Para el 4 de septiembre, muchos mineros lograron escapar regresando a casa. Otros fueron menos afortunados. Fueron objeto de arrestos masivos organizados por el ejército de los Estados Unidos. Un total de 985 mineros fueron detenidos.

El general Bandgolts rechazó las solicitudes de los mineros para realizar manifestaciones en áreas controladas por el gobierno federal y comenzó a censurar todos los informes de noticias que simpatizaban de alguna manera con los mineros.

La represión de los mineros será seguida por una escalada de represión y el virtual colapso del UMWA.

En Virginia Occidental, la membresía sindical ha caído de más de 50.000 a unos pocos.

A nivel nacional, la afiliación sindical se ha reducido de más de 600.000 a solo 100.000.

Lecciones de batalla

No había parte de la clase trabajadora estadounidense más beligerante y consciente de clase que los mineros del sur de Virginia Occidental.

Los mineros, como el resto de la clase trabajadora, sí lucharon contra el gobierno de Estados Unidos y el sistema capitalista que defendía. Y aquí la militancia espontánea de los trabajadores no fue suficiente. Lo que se necesitaba era un liderazgo político y revolucionario.

John L. Lewis, quien se desempeñó como presidente de la UMWA de 1921 a 1960, era un enemigo acérrimo del socialismo. Se opuso a la izquierda en el UMWA, que, allá por 1926, pidió la nacionalización de las minas de carbón y la creación de un partido para combatir el ataque a cientos de miles de puestos de trabajo por la mecanización. En 1927, Lewis había introducido la cláusula anticomunista en la constitución de la UMWA.

“El sindicalismo, a diferencia del comunismo”, declaró Lewis en 1937, “presupone una relación laboral; se basa en un sistema salarial y reconoce plena e incondicionalmente la institución de la propiedad privada y el derecho a las ganancias de las inversiones ".
Apelando a los empleadores para que reconozcan y cooperen con los sindicatos, continuó:

"Los trabajadores organizados de América, libres en sus vidas productivas, socios conscientes en la producción, asegurados en sus hogares y con un nivel de vida digno, demostrarán ser el mejor baluarte contra la invasión de doctrinas ajenas al gobierno".
El dominio de la burocracia laboral anticomunista en el movimiento obrero y su subordinación política de la clase trabajadora al gobierno de los Estados Unidos tuvo consecuencias desastrosas no solo para los mineros, sino para todos los trabajadores. 

viernes, 21 de enero de 2022

Hispania: Antiguas puntas de flecha disparan preguntas

Los cinco proyectiles que desvelan el uso más antiguo de artillería romana en Hispania

Las tropas de Escipión el Africano asediaron y arrasaron la ciudad íbera de Iliturgi (Mengíbar, Jaén) en 206 a.C. Un equipo del Instituto de Arqueología Ibérica de la UJA ha reconstruido el ataque.


En el año 206 a.C., las legiones de Publio Cornelio Escipión Africano asaltaron y arrasaron por completo el oppidum de Iliturgi, ubicado en el actual Cerro de la Muela (Mengíbar, Jaén). El asedio de esta ciudad fortificada, que ocupaba un lugar central en la geopolítica del mundo íbero, con una presencia muy destacada, se convirtió en uno de los grandes escenarios hispanos de la Segunda Guerra Púnica junto a otros emplazamientos como Castulo o Baecula. Además, esta batalla, según han desvelado las investigaciones arqueológicas, contempló un avance tecnológico decisivo en el desarrollo de la guerra en la Península Ibérica: el uso, por primera vez, de artillería por parte del ejército romano.

Durante la primera fase del conflicto, los iliturgitanos habían sido aliados de las tropas romanas y habían resistido dos asedios de los cartagineses. Sin embargo, tras la derrota itálica en 212 a.C. y la muerte en Ilorci de Cneo Escipión, tío de Escipión el Africano, la ciudad íbera se había cambiado de bando. Seis años después, el general romano, triunfante en sus campañas bélicas en Carthagonova (209 a.C.), Baecula (208 a.C.) e Ilipa (206 a.C.), decidió vengar la traición y la ejecución de sus camaradas que se habían refugiado en el oppidum.

Escipión planteó de forma minuciosa el asalto: dividió el ejército en dos cuerpos —uno bajo su mando y el otro a cargo del legado Lelio— para realizar ataques simultáneos en dos puntos distintos y poder sortear la potente muralla que defendía la plaza. Según narra Tito Livio, el general "mandó traer escalas y amenazó con subir él mismo", y a pesar de ser rechazados en varias ocasiones, los soldados romanos lograron penetrar en la ciudad, arrasarla y aniquilar a todos sus habitantes: "Nadie pensó en coger prisioneros (...); degollaron indiscriminadamente a los que tenían armas y a los que estaban desarmados, a las mujeres y a los hombres; en su airada crueldad llegaron a dar muerte a los niños de corta edad".

Localización y dibujo de puntas de proyectil de 'scorpio' ('pila catapultaria'). Instituto de Arqueología Ibérica. Universidad de Jaén

De Rocío Monasterio a Santiago Abascal y Lidia Bedman: los invitados a la boda de Ortega Smith y Paulina Sánchez del Río
Jesús Carmona
El secretario general de Vox ha contraído matrimonio este sábado 16 de octubre con la mexicana Paulina Sánchez del Río. La boda ha tenido lugar en el majestuoso monasterio San Juan de los Reyes, en Toledo, y ha reunido a los miembros más destacados del partido político, así como a familiares y amigo

Aunque las fuentes clásicas no hacen referencia a ello, probablemente una de las razones del éxito romano fue el uso de artillería. El relato completo del desarrollo de la batalla ha salido a la luz gracias a una investigación multidisciplinar de un equipo del Instituto de Arqueología Ibérica de la Universidad de Jaén, que ha identificado "la prueba arqueológica más antigua del empleo de artillería de torsión lanzadardos romana en la Península Ibérica" y "una de las más antiguas en el mundo romano". En concreto, se trata de cinco pila catapultaria, unos proyectiles con punta de hierro, cabeza piramidal alargada y enmangue de cubo para insertar el astil de madera, cuyo estudio se presenta en un artículo científico recién publicado en la revista SPAL, de la Universidad de Sevilla.

Estos proyectiles, según los investigadores, "se deben encuadrar cronológicamente en los años finales del siglo III a.C., tras la conquista de Carthagonova, donde el ejército romano, que todavía no las construía, o al menos no habitualmente, se abasteció de la maquinaria capaz de lanzar estos proyectiles, y en el contexto de un asedio a una ciudad". La publicación está firmada por Miguel Ángel Lechuga Chica y Juan Pedro Bellón, del Instituto de Arqueología Ibérica —el segundo dirige también el Proyecto ILIT·AURO, finalista del Premio Nacional de Arqueología y Paleontología de la Fundación Palarq—, Fernando Quesada Sanz (Universidad Autónoma de Madrid) y José Luis Pérez García (UJA).

Zona de disparo

Iliturgi fue un oppidum íbero de casi dieciséis hectáreas, dispuesto en ladera, con una meseta superior fortificada a modo de acrópolis, que estuvo ocupado desde finales del siglo VI a.C. hasta finales del III a.C. Tras la destrucción del sitio, a partir de época republicana, se desarrolló una ciudad romana en el vecino Cerro Maquiz, en la orilla oriental del río Guadalbullón.

Tras un trabajo previo de teledetección y fotointerpretación para identificar la localización exacta del asentamiento, los investigadores realizaron una serie de prospecciones que confirmaron la existencia de un hábitat ibérico con un potente sistema defensivo. Entre 2016 y 2019 se llevaron a cabo unos trabajos de microprospección arqueológica superficial con detector de metales en torno a la meseta superior del cerro. En el exterior del perímetro fortificado se descubrió numeroso material relacionado con un episodio bélico, clasificado en tres grupos.

Restos de la muralla de Iliturgi (siglo III a.C.). Instituto de Arqueología Ibérica. Universidad de Jaén

En el apartado de la impedimenta destacan más de una treintena de clavi caligares, clavos del calzado de los legionarios, engarces de coraza, conteras de puñales o fragmentos de fíbulas de bronce y hierro. En el numerario se incluyen cuatro divisores de bronce hispano-cartagineses, cuatro monedas púnicas y dos romanas, con una cronología de finales del siglo III a.C. Pero lo más interesante es el material armamentístico: los arqueólogos han hallado regatones, restos de una jabalina (pilum) bien conservados, más de una veintena de glandes de plomo, puntas de flecha de diferentes tipologías y los pila catapultaria, un tipo de proyectil que hubo de ser disparado por lanzadardos ligeros de tipo scorpio.

Los cinco elementos se localizaron en la esquina suroccidental de la meseta del cerro, en un lote de tres y otro de dos separados entre sí unas decenas de metros, quizá el punto donde la defensa del oppidum era más débil. Ahí se concentró el mayor volumen de fuego romano. Justo enfrente, en una loma situada a unos 200 metros de distancia de la muralla y a una cota similar, los arqueólogos consideran que se ubicaron los scorpiones, las catapultas de torsión ligeras, para disparar los proyectiles.

Estos pila catapultaria, según los investigadores, constituyen la evidencia arqueológica más antigua, en el territorio peninsular, del empleo de maquinaria de artillería por parte del ejército romano. Los cartagineses la usaban desde varios años antes —los textos clásicos hacen referencia a su uso durante la toma de Sagunto por Aníbal en 219 a.C.—, pero la conquista de Carthagonova por Escipión el Africano en 209 a.C. supuso una revolución en este sentido. Un avance bélico que Roma descubrió al final de la Segunda Guerra Púnica y que sería crucial en el éxito de sus conquistas posteriores.

Próximamente se abrirá un Centro de Interpretación sobre las investigaciones en Iliturgi y la Segunda Guerra Púnica en Mengíbar (Jaén).

 

jueves, 20 de enero de 2022

Peronismo: El rol del fascista Raúl Apold

Raúl Apold, el constructor del relato peronista, un estratega mediático de asombrosa vigencia

El secretario de medios de Perón, eje central de El inventor del peronismo, es uno de los secretos mejor guardados de la historia reciente
La Nación


¿Quién es Apold? Es una pregunta que podría encontrar respuesta en redacciones y noticieros, en escuelas de periodismo, entre expertos de comunicación y en oficinas de prensa. Pero en rigor muy pocos escucharon el nombre del secretario de medios de Juan Domingo Perón en sus dos primeros gobiernos, a pesar de que por entonces se lo comparaba nada menos que con Joseph Goebbels, el repulsivo ministro de propaganda del régimen nazi.

Efectivamente, de Raúl Alejandro Juan Apold se sabe poco y nada. Es el secreto mejor guardado del peronismo, el elemento que lo explica todo, como La carta robada, del cuento de Edgar Allan Poe, que está a la vista de cualquiera, pero nadie puede ver.

Desde el aparato de comunicación del peronismo original, que él condujo desde antes de la victoria de Perón en las elecciones de 1946, instaló el mito de un 17 de octubre absolutamente escindido de la revolución del 43, rompiendo la imagen de "candidato oficialista" que era en realidad. Cuando se les señala a los viejos peronistas que el gobierno de Perón fue una continuidad de la revolucion del 43, contestan: "Obvio", como si todos lo supieran. La percepción es exactamente la contraria.

Apold ideó el "olvido" de las grandes figuras que ayudaron a Perón a llegar al poder, como el coronel y gobernador de la provincia de Buenos Aires Domingo Mercante, el autor de la legislación laboral José Figuerola, el creador de la "tercera posición" Atilio Bramuglia y el empresario que acercó a la burguesía, Miguel Miranda, por nombrar unos pocos. También nos convenció de que "Perón cumple y Evita dignifica", y hasta de que la joven mujer del líder había renunciado el 22 de agosto de 1951 en un Cabildo Popular, cuando lo cierto es que fue una gran puesta en escena realizada en la avenida 9 de Julio, para evitar la designación de un vicepresidente y, por lo tanto, una posible competencia en el futuro.

Los peronistas que lo conocieron siguen hablando de Apold en voz baja, como si un Gran Hermano estuviera escuchándolos. Y tampoco les gusta que alguien pregunte por él. Les recuerda la peor cara del peronismo en el gobierno, cuando tenían miedo de decir algo que podía no gustar al poder. Sólo se repite el relato que él construyó, con un talento notable.

Antes que Evita

Raúl Apold cuando empezaba a trabajarGentileza

Nadie sabía cuándo había muerto Apold, ni dónde, tampoco el país en el que se exilió. Lo insólito es que no se lo preguntaron nunca, como negando que alguna vez haya existido, al lado de Perón, un hombre que decidía todo lo que se publicaba en diarios y se emitía en radios, que producía las noticias convenientes y anulaba las que no lo eran; que distribuía créditos para el cine, papel para periódicos y revistas, elegía artistas y directores para películas y obras de teatro, y decidía quién trabajaba, quién no, y cuándo había llegado el momento de pasar a alguno a manos de la Policía Federal. Es que Apold también había creado una Dirección de Asuntos Especiales en su Subsecretaría, desde donde hacía inteligencia en las redacciones y que manejaba con funcionarios controlados por su amigo Roberto Pettinato, el duro director nacional de Institutos Penitenciarios del peronismo original, un hombre cuya buena imagen se encargó de construir el propio Apold.

Entonces, ¿quién era Apold? Al comienzo, un periodista como los de antes, que hizo la "universidad" en la redacción del diario La época -que dirigía José María Cantilo-, donde aprendió a escribir a máquina. Se hizo radical en la secundaria, que cursó en el Colegio La Salle. Con el golpe de 1930 empezó a acercarse al mundo del espectáculo y los cuarteles.

Al producirse la revolución del 4 de junio de 1943, Apold tenía 45 años y una exitosa carrera en los medios. Representaba a artistas, generaba producciones de cine y teatro, protegía los intereses de Argentina Sono Film como un lobbysta moderno, armaba campañas de bien público como la que promovía la aviación militar y la profesionalización de los pilotos, que era la vanguardia de la época. Mientras, seguía trabajando como periodista, ya en el exitoso diario El Mundo, de Editorial Haynes.

Apold había conocido a Perón antes de esa revolución, a través del general Ángel María Zuluaga, pionero de la aviación argentina. Es decir, llegó a Perón antes que Evita. Incluso es probable que haya sido representante de la actriz, que tenía 24 años en el 43. Ya en octubre de ese año participó en la asunción de Perón como jefe del Departamento de Trabajo.

Apold haya llegado a Perón antes que Eva es un dato crucial, porque el mito dice que fue la joven quien introdujo al candidato en el mundo de los medios, al punto de que ella sería la responsable del vínculo con Jaime Yankelevich y la campaña de Radio Belgrano. Pero no es cierto. Se trata de otro relato nacido del aparato de comunicación del peronismo original, que, de tan eficiente, es considerado verdad histórica tanto por peronistas como por no peronistas.

Sin Apold, los únicos privilegiados no serían los niños. Ni Evita, la abanderada de los humildes. Ni el amor entre Juan y Eva hubiera llegado hasta nuestros días sin las dudas que suelen provocar investigadores y periodistas, a través de esa foto que cruzó generaciones, en que el presidente contiene en un abrazo a su mujer enferma, semanas antes de su muerte.

Tampoco tendríamos la certeza de que Evita pasó a la posteridad a las 20.25, otro dato falso, que figuró en el comunicado de prensa más famoso de la historia argentina, redactado por el propio Apold.

Una sola versión

Raúl Apold cuando empezaba a trabajar

Esa formidable construcción de relato realizada desde el edificio de siete pisos ubicado en la Avenida de Mayo 760, donde trabajaban 1500 periodistas, dibujantes, diseñadores, fotógrafos, editores, locutores, los mejores profesionales de la época, corre con varias ventajas en relación con otros relatos que intentaron instalarse desde el poder.

Es innegable que Perón estaba muy por encima de la media de la dirigencia argentina, y que fue una década de realizaciones que llegaron a los trabajadores, empujadas por la capacidad del país como proveedor de alimentos en tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Pero poco hubiera llegado hasta nuestro presente sin la fenomenal inversión en comunicación realizada desde el Estado, que supo librarse de las dudas que suelen provocar los medios independientes del poder político.

Efectivamente, si la primera versión de la historia (imprecisa, limitada, incluso interesada, pero siempre diversa) es la que aparece en los diarios, de nada sirven en la década peronista para confrontar el relato construido por Apold. Quien se toma el trabajo de ir a las hemerotecas, sólo encuentra la misma versión edulcorada de esos años perfectos y sin fisuras que bajaba de la Subsecretaría de Informaciones y Prensa. La enorme mayoría de los diarios estaba en manos del gobierno o de empresarios amigos, y los que no, debían autocensurarse para recibir el papel que distribuía la oficina de Apold.

Raanan Rein, académico de la Universidad de Tel Aviv, dice que el peronismo original empezó como "populismo reformista" y se fue transformando en "populismo autoritario". Y que, en ese proceso, invisibilizó a las "segundas líneas" imprescindibles en su construcción política. En mi visión, Apold fue la "segunda línea" que más aportó en esa transformación hacia el autoritarismo, invisibilizando a todos los demás y desplegando un relato difícil de contrastar con los sucesos reales, porque no puede leerse en los diarios y hay poquísima documentación fuera de esa formidable producción de relato.

Domesticar a los medios no adictos es una prioridad de los gobiernos autoritarios. Pero conseguir una sola versión del presente, ese sueño que cruza políticos -y políticas- de todos los tiempos y países, frente a las facilidades tecnológicas actuales suena más bien a quimera. Con la dictaduras es más sencillo. Matan o torturan al que escribe algo inconveniente, y listo. Con las democracias, aun las despóticas, es más complicado.

Los gobiernos autoritarios, no dictatoriales, están obligados a desplegar un gran talento creativo para ahogar la diversidad de voces, utilizando el acoso del Estado, aprobando legislación contraria a la libertad de expresión, censurando la publicidad de los privados. Las audiencias, sin embargo, aquí y en cualquier parte del mundo, elegirán mayoritariamente a los medios que no expresen al poder político y recurrirán a los periodistas independientes para echar luz sobre los problemas que el gobierno no resuelve. Es una verdad sencilla que, sobre todo, conocen los propios medios, que saben que cuando rompen el contrato con su público se caen en picada.

Silvia Mercado

 

miércoles, 19 de enero de 2022

Revolución Francesa: La ejecución de María Antonieta

María Antonieta en la guillotina: insultos, humillación y la tristeza por no poder despedirse de sus hijos

El 16 de octubre de 1793, era ejecutada por el gobierno revolucionario la reina, viuda de Luis XVI. Acusada de conspiradora, derrochadora y hasta incestuosa, su estilo frívolo de vida en la corte de Versalles la terminó condenando en tiempos en que el pueblo vivía hambre y privaciones

María Antonieta había nacido en Austria y a los 14 años se casó con el futuro rey de Francia.

Era la antecámara de la muerte. La Conciergerie, o Palais de la Cité, que en otros tiempos había sido residencia de los reyes de Francia, el gobierno revolucionario la había transformado en el centro de reclusión más importante de la ciudad.

En una celda sin ventilación, María Antonieta, reina a los 18 años, esa “perra austríaca” detestada por la corte, esperaba comparecer ante el tribunal para conocer el veredicto inevitable de muerte. La “sanguijuela de los franceses”, como también le decían, era vigilada constantemente a través de un biombo por guardia cárceles obscenos y borrachos que hacían lo imposible en denigrarla y humillarla.

María Antonieta Josefa Ana de Austria había nacido el 2 de noviembre de 1755. Era la hija consentida, a la que ningún capricho se le negaba, del emperador Francisco I y de María Teresa. Para los maestros de idioma y de música que acudían al Palacio de Schoenbrunn era un suplicio mantener la atención de esa niña que enseguida se aburría. Había una razón para esa educación. A sus 12 años, se la debía formar para ser futura reina de Francia.

El 16 de mayo de 1770 se casó en Versalles con Luis Augusto de Francia, Duque de Berry, futuro Luis XVI, al que le faltaban tres meses para cumplir los 16 años. Ella tenía 14.

En la celda, con 37 años, parecía una mujer de 60. De sus ojos azules y cabellera rubia, atributos de mujer espléndida que lograba captar la atención en reuniones y bailes en el jolgorio cortesano sin fin, ya nada quedaba. Ahora era una mujer avejentada, resignada, desesperada porque no le permitían ver a sus hijos. Despojada de su vida de lujos, una mesa, dos sillas y un catre era el único mobiliario de su encierro. Pasaba el tiempo leyendo “Los viajes del capitán Cook”, que le había alcanzado uno de sus carceleros.

El rey Luis XVI, esposo de María Antonieta. Fue coronado muy joven y sería una víctima más de los revolucionarios.

Los hijos habían demorado en llegar por una imposibilidad física del marido. Primero fue María Teresa, luego Luis José, que murió de tuberculosis a los 7 años; Luis Carlos sería el heredero de la dinastía y por último Sofía Beatriz, que falleció al año de nacer.

Ella frecuentaba diversas amistades, con las que pasaba el tiempo en bailes y en juegos. Se había hecho fama de frívola y derrochadora. Acusaban a la pareja real de estar alejada de la realidad, que cuando el pueblo pasaba hambre ella se empolvaba sus pelucas con harina. Lo cierto es que la pareja era consciente de que eran demasiado jóvenes para reinar.

Una estafa urdida por la condesa de La Motte para quedarse con un espléndido collar de diamantes, rubíes y esmeraldas –hecho para madame Du Barry, la favorita del rey Luis XV- alcanzó a salpicarla. Pero a pesar de que era inocente de esta maniobra y los culpables fueron condenados, no se terminarían de despejar las sospechas sobre ella.

Los reyes no dimensionaron la magnitud ni los alcances de la revolución que estalló el 14 de julio de 1789. Al quedar como meros instrumentos de los revolucionarios, planearon fugarse de París, en una iniciativa en la que María Antonieta habría tenido mucho que ver.

La noche del 20 de junio de 1791, siguiendo un plan elaborado por el conde Axel de Fersen, vestidos como una familia aristocrática rusa, huyeron de París por las Tullerías usando una puerta secreta. Pero al día siguiente, en Varennes, fueron descubiertos y encarcelados.

El rey terminó juzgado y guillotinado el 21 de enero de 1793, lo que marcó el comienzo del período más radical de la Revolución Francesa. María Antonieta y sus hijos fueron a prisión en el Temple, donde en los años de fiesta y frivolidad había residido el conde de Artois, hermano del rey.

Antiguamente un palacio real, los revolucionarios transformaron a La Conciergerie en la cárcel más grande de París. Alli estuvo encerrada María Antonieta.

Le habían permitido estar con su hijo Luis Carlos. Sus carceleros vivían en estado de alerta permanente. En la prisión había partidarios realistas, y temían una fuga. En febrero de 1793 hubo una tentativa de evasión; otra, la del 11 de julio casi culmina en éxito, pero con consecuencias nefastas para la mujer: la separaron de su hijo, al que pusieron en custodia del zapatero Antoine Simón, quien tuvo un trato cruel con la criatura. Cuando el niño era llevado, suplicó a sus captores: “¡Perdonen a mi madre!”. El 8 de agosto la trasladaron a La Conciergerie.

Allí esperaba el juicio: el 3 de octubre había sido acusada de conspirar e intrigar contra Francia, además de arruinar las finanzas del país. El 14 de octubre de 1793 comenzó el proceso que duraría tres días corridos. Hasta la acusaron de incesto y de incluir en perversiones sexuales a su hijo Luis Carlos.

Cuando a las cuatro de la mañana del 16 leyeron el veredicto del jurado de condena a muerte, le preguntaron si tenía algo que decir. Ella respondió con un simple movimiento de su cabeza.

La llevaron al patíbulo en una carreta, y soportó altiva los insultos y el griterío de una multitud que se había congregado para presenciar su ejecución.

Fue llevada a la sala fúnebre, donde los condenados esperaban el momento de partir al cadalso. Con una navaja le cortaron los cabellos y el verdugo Henri Sanson –el hijo de quien había ejecutado al rey- se quedó con un mechón.

Ella se las arregló para escribir una última carta, dirigida a su cuñada: “Es a vos, hermana mía, a quien yo escribo esta última vez. Acabo de ser condenada, no exactamente a una muerte vergonzosa, eso es para los criminales, sino que voy a reunirme con vuestro hermano. Inocente como él, yo espero mostrar la misma firmeza que él en sus últimos momentos. Estoy tranquila como se está cuando la conciencia no tiene nada que reprocharnos, tengo un profundo dolor por abandonar a mis pobres hijos, vos sabéis que yo no vivo más que para ellos, y vos, mi buena y tierna hermana, vos que por amistad habéis sacrificado todo por estar con nosotros, en qué posición os dejo!”

Luego de cerrar el sobre, la colmó de besos e indicó a quién debía ser entregada. Ella no pudo saber que nunca llegaría a su destinatario.

Se negó a confesarse con sacerdotes juramentados con la revolución ya que ninguno le inspiraba confianza. Se lamentó con el abate Girard: “Siento en el alma no poder recibir por vuestro conducto el perdón de Dios, a pesar de que le necesito muy mucho porque soy una humilde pecadora; voy recibir un glorioso sacramento”.

“Si, el martirio”, respondió el sacerdote.

Cuando el cura de la prisión le preguntó si deseaba que la acompañase, respondió: “Como usted quiera”.

Se quitó su vestido de luto y se lo cambió por uno sencillo de color blanco, una pañoleta del mismo color; una cinta negra que se ató en la frente señalaba su condición de viuda.

Le pidió perdón al verdugo por pisarle el pie, ella se arrodilló y la cuchilla no demoró en caer. Como era costumbre, su ejecutor mostró la cabeza a la muchedumbre.

A las 11 de la mañana fueron a buscarla. Ella ofreció sus manos y se las ataron a la espalda. Caminando tranquilamente subió a un miserable carro que la llevaría hasta el lugar de ejecución. Una multitud se había apropiado de azoteas, balcones, árboles y calles para verla pasar, insultarla al grito de “muera la austríaca”, en medio de vivas a la República. A lo largo del trayecto, soldados armados mantenían a raya a la gente. Cada ejecución era todo un espectáculo, en el que pululaban vendedores callejeros, comediantes que se burlaban de la condenada y curiosos.

Le costó mantenerse sentada por el bamboleo de la carreta, tirada por un solo caballo, y el viento hizo que sus cabellos fueran como flotando y sus ojos se tornasen rojizos por el frío. “Por lo demás, la muy bribona se mantuvo hasta el final audaz e insolente”, escribieron en un diario al día siguiente.

Desde la terraza del café La Régence en la calle Saint-Honoré, el artista Jacques-Louis David hizo un dibujo de ella. David, amigo de Robespierre, usó su arte para denunciar la injusticia social durante el reinado de Luis XVI.

A la entrada de la Plaza de la Revolución –hoy Plaza de la Concordia- diez mil personas esperaban la ejecución. Vio a un costado las Tullerías y en otro, el cadalso.

Al pie de la escalera, le pidió perdón al verdugo por pisarle el pie. Giró su mirada hacia la torre del Temple, donde estaban encerrados sus hijos, de quienes no le permitieron despedirse. “Adiós, queridos hijos, voy a reunirme con vuestro padre”, dijo.

Sola se arrodilló y el verdugo la empujó hasta que su cuello quedase sobre la báscula. La cuchilla se liberó, la cabeza saltó lejos de su cuerpo y el verdugo, tomándola de los pelos, dio una vuelta por el cadalso, exhibiéndola a la multitud.

Eran las 12 y cuarto. Los restos fueron llevados en una carretilla, con la cabeza entre las piernas, al cementerio de la Magdalena.

Alguien, en la fosa común donde fueron arrojados los cuerpos de la pareja real, plantó dos árboles para poder ubicarlos. Con el regreso de los borbones al poder, desenterraron lo poco que la cal no había desintegrado y, junto a muchos monarcas franceses, esos restos descansan en la catedral de Saint Denis, al norte de París.

 

martes, 18 de enero de 2022

España Imperial: Lepanto y el rol de los Tercios vs Jenízaros

Tercios españoles vs jenízaros otomanos: lucha a muerte entre los soldados más letales de Lepanto

Miguel del Rey y Carlos Canales, autores de ‘Gloria imperial’, analizan en ABC el sistema de combate de turcos y cristianos en 1571, en pleno Imperio español

Dos eran las potencias que dominaban el mar Mediterráneo, centro neurálgico de la política de la época hasta la mágica jornada de la batalla de Lepanto, en el siglo XV: españoles y otomanos (o viceversa, según prefieran ustedes). La realidad es que, a pesar de las sustanciales diferencias que existían entre estas sociedades, ambas se hallaban en el cenit de su poder y estaban, por tanto, condenadas a enfrentarse por la supremacía militar, política y religiosa en la puerta trasera de la vieja Europa. Ya lo señaló el destacado obispo Mota en 1520: «[Carlos V] quiere emprender la empresa contra los infieles enemigos de nuestra santa fe Católica […] y que la Cristiandad esté en paz».

Puede que discursos  como los de Mota y las misivas airadas entre jerarcas fueran el día a día del entramado político; de eso no hay duda. Pero, llegado el momento, los ‘dimes y diretes’ se saldaban en el campo de batalla. Y para solventar la lid tocaba disponer de un ejército entrenado como mínimo, y experimentado en lo deseable. A un lado, los otomanos tenían «una fuerza militar impresionante». Y al otro, el Imperio español contaba con una combinación de unidades revolucionarias para la época y armamento puntero. Así lo afirman, al menos, Miguel del Rey y Carlos Canales en su nuevo ensayo histórico ‘Gloria imperial. La jornada de Lepanto’ (editado por Edaf este 2021).

Con todo, la obra no abarca solo los pormenores de ambos contingentes, sino que se zambulle de lleno en la jornada de Lepanto. En un año en el que celebramos el 450 aniversario de la lid, librada en 1571, Del Rey y Canales desgranan desde las causas que motivaron «la batalla decisiva para la cristiandad», hasta las consecuencias que tuvo para los dos imperios. «Queremos dar cuenta de las importantes razones económicas del enfrentamiento, la voluble posición veneciana y la estudiada política de Francia, fruto de una estrategia muy determinada para extender su poder por Europa», señalan. La clave, insisten, es desvelar cómo la flota más poderosa del mundo (la otomana) cayó ante el poder cristiano. Y vaya si lo logran.

Apisonadora turca

De los dos contendientes, el Imperio otomano es todavía el más desconocido. El tiempo y los tópicos han difuminado su valía, pero la realidad es que, como bien explica Canales a ABC, era una máquina engrasada a la perfección capaz de enfrentarse y vencer a cualquier potencia de la época. «El ejército turco era el más poderoso del mundo en el siglo XVI, disponía de una administración muy bien organizada, de dinero sobrado, de reclutas de calidad en un alto número y de tropas excelentemente entrenadas y equipadas», desvela a este diario. Lo mismo sucedía con su flota, formada por reconocidos marinos. 


Migeul del Rey (izquierda) y Carlos Canales (derecha)

Según recogen ambos en la obra, el ejército del Imperio otomano (llamado ‘kapi-kulu’ o ‘esclavos de la Puerta’) era una fuerza militar multicultural en la que se reunían soldados de una decena de etnias, aunque el núcleo de sus tropas lo formaban los turcos.

El grueso de los combatientes del Imperio otomano eran los ‘jenízaros’ (de ‘yeniseri’, ‘nuevas tropas’). La unidad fue creada en el siglo XIV y, en sus momentos de máximo esplendor, contaban con un total de 200.000 integrantes. «Se seleccionaban de niños entre los ocho y los catorce años reclutados en los territorios cristianos de los Balcanes a través del llamado ‘devshirmeh’, un impuesto humano por el que se obtenían las mejores tropas del imperio otomano», afirma Canales a ABC. El pequeño era convertido al islam, educado en la obediencia ciega al sultán y entrenado en el noble arte del combate.

Al principio, «se cogía a los niños sin ningún tipo de examen previo», pero, con el paso de los años, «se empezó a hacer un verdadero examen de los pequeños y se los destinaba a funciones diferentes según sus capacidades».

La preparación, en palabras de los autores, era durísima y su disciplina estricta, orientada a la formación del cuerpo y el espíritu. Los más fuertes eran educados hasta los 24 o 25 años en escuelas específicas, donde aprendían a leer, escribir y artes clásicas. Huelga decir que eran letales en combate y estaban a la altura de cualquier soldado cristiano gracias a su arco o arcabuz, su hacha y su sable ligero. «Fueron la unidad turca más efectiva en Lepanto desde el punto de vista militar. Muy bien entrenados y armados, eran unos combatientes formidables», desvela el propio Canales a este diario. Aunque en la batalla de 1571 contaban con una lacra: las pérdidas sufridas en los conflictos previos.

Tampoco era extraño que los oficiales turcos capturasen a niños en los pueblos que atravesaban. Estos reclutas, conocidos como los ‘gulams’, debían mantenerse junto a sus nuevos amos y deberles gratitud de por vida. Con el tiempo, de hecho, llegaron a copar el aparato militar del ejército.


Jeníozaros turcos, armados con mosquete - ABC

En la época de la batalla de Lepanto, el arma a distancia predilecta del Imperio otomano seguía siendo el arco. «Las galeras turcas contaban con decenas de arqueros –los ‘sipahis’, ‘akincis’, y ‘azaps’– que empleaban el arco compuesto, un arma típica de las estepas de Asia Central», añaden los autores en su obra. En la práctica podían disparar una lluvia de flechas muy ligeras sobre sus enemigos. Algo terrorífico. Sin embargo, las armaduras cristianas limitaron mucho la efectividad turca. Para colmo, el escaso equipo que portaban en batalla estos musulmanes les convertía en un blanco perfecto una vez que se llegaba al baile de los aceros.

Dentro de las tropas, afirman Canales y Del Rey, los ‘sipahis’ eran una suerte de caballeros medievales que se encargaban, además, de mantener el orden interior de un ejército que, ya entonces, recibía salario. Los ‘akincis’, por su parte, eran jinetes de caballería irregular. Por último, los ‘azaps’ se correspondían con un «cuerpo asalariado que se reclutaba entre el campesinado de Anatolia para servir de infantería de marina y que, en la época de Lepanto, eran el núcleo principal de tropas que defendías las fortalezas de las fronteras».

¿Cómo puedo esta implacable maquinaria ser aplastada por los cristianos en Lepanto? Según explica Del Rey, por varias causas, aunque la principal fue que contaban con mejores navegantes que militares. «El problema es que, en Lepanto, los otomanos dependieron en exceso del apoyo de la infantería embarcada en las galeras de sus territorios de las costas de Levante, como Siria, Líbano o Egipto, y de los reinos y estados vasallos berberiscos del norte de África, excelentes marinos, pero con unas tropas de calidad menor por su armamento y organización», desvela en autor en declaraciones a este diario.

Por su parte, y aunque está de acuerdo, Canales apunta que la armada turca gozó también de grandes militares que demostraron su valía en Lepanto. «Si lo vemos desde el punto de vista táctico y naval el mejor comandante de la flota turca fue Uluch Ali, que con sus naves berberiscas logró engañar a Andrea Doria, si bien Álvaro Bazán logró taponar la brecha que se había creado», sentencia. Lo que no tenían, en cambio, era a los hoy populares Tercios españoles y a Don Juan de Austria.

Imperio español y Santa Liga

A pesar de que la Santa Liga estaba formada por varias naciones –España, Venecia y los Estados Pontificios–, la naturaleza cristiana de sus integrantes hizo que tuvieran muchas similitudes a nivel militar. Los soldados más destacables fueron, sin duda, los soldados de los Tercios españoles; unidades que ya habían demostrado su valía durante cuarenta años de luchas y que, en palabras de Canales y Del Rey, jamás habían sido vencidos en una batalla en campo abierto. Felipe II ordenó, para ser más concretos, el embarque de unas 40 compañías procedentes de cuatro Tercios diferentes, los mandados por Lope de Figueroa, Pedro de Padilla, Diego Enríquez y Miguel de Moncada.

Lo cierto es que poco hay que señalar del sistema de combate de los Tercios que no se haya dicho ya. Armados en tierra con picas, arcabuces y mosquetes, sus formaciones se convertían en un verdadero bosque de acero imposible de atravesar para el enemigo. Y sobre los bajeles de la Santa Liga, no eran menos letales. «La batalla de Lepanto la decidió la infantería española embarcada, que, gracias a la decisión de Juan de Austria, había sido repartida entre todas las naves de la flota cristiana, lo que permitió que contasen con más hombres de guerra experimentados en cada galera que los musulmanes», desvelan.

Por su parte, Del Rey especifica que, si bien se suele asociar esta unidad a las picas, en Lepanto es necesario ser algo más específico. «Lo correcto no es hablar solo de piqueros, dado que la infantería española combinaba de forma práctica y eficaz el uso de armas de fuego (mosquetes y arcabuces) con armas blancas, como picas y alabardas. Esta combinación funcionaba tanto en tierra como en el mar, si bien, es posible que las picas utilizadas en las galeras fueran algo más cortas que las que se empleaban y utilizaban en las batallas a campo abierto», desvela. En todo caso, suscribe que entregaron la victoria en bandeja a Felipe II.

Cervantes en Lepanto - Augusto Ferrer-Dalmau

El sistema era sencillo. Los piqueros solo dejaban dos opciones al enemigo (caer al agua y ahogarse o ser empalado), los arcabuces y mosquetes barrían las cubiertas y las alabardas daban la puntilla. Con todo, cada nación tenía sus filias y sus fobias con respecto al armamento que portaban sus soldados. Un ejemplo claro de ello fueron los venecianos, que recelaban todavía del arcabuz y preferían utilizar la ballesta como principal arma ofensiva a distancia. Cosas de la tradición. «Para el combate cerrado a corta distancia preferían la alabarda», desvelan los autores en ‘Gloria imperial. La jornada de Lepanto’.

En las galeras de la Santa Liga también era habitual ver a soldados equipados con rodela, un pequeño escudo cada vez más menos utilizado en campo abierto. «Era muy apreciada por los espadachines en los abordajes, especialmente por los infantes españoles», explican en su obra. Tampoco era raro distinguir por decenas a los llamados ‘aventureros’, muchos de ellos hidalgos que, «movidos por su ambición y deseo de notoriedad», se lanzaban a la lid. «Se equipaban con yelmos, plumas distintivas de su rango y calzas largas; sin coderas ni protectores de brazo para aligerar su peso en caso de caída al agua», finalizan. Hubo unos 2.000.

Por último, y además de otras tantas unidades (algunas de ellas, tan destacadas como los mercenarios alemanes), requieren una mención especial los monjes guerreros de San Juan. «Entrenados desde niños por y para la guerra, eran lo más parecido que había en Europa a los samuráis», desvelan Del Rey y Canales. Colaboraron con tres galeras en la batalla de Lepanto y los historiadores coinciden en que combatieron hasta el último hombre. A la postre, y sabedor de su buen hacer en el campo de batalla, el sultán Solimán los definió con desdén como «esa singular banda de monjes, piratas, sanadores y guerreros». Su objetivo era exterminarlos, pues, para él, suponían un escollo difícil de superar por su fervor religioso.


lunes, 17 de enero de 2022

Peronismo, propaganda y persecución: Discépolo y la comunicación fascista

La tragedia de Discépolo

El genial autor de 'Cambalache' se transformó durante el primer peronismo en un artista militante que falseaba datos y basureaba opositores.
Por Fernando Iglesias  ||  Seúl




 

En estos tiempos de descrédito y confusión, una de las polémicas políticas decisivas se refiere a si el kirchnerismo constituye una anomalía o una expresión genuina de la tradición peronista. De la respuesta que se dé a este interrogante dependen muchas cosas; entre ellas, la decisiva cuestión de hacia dónde debería ampliarse el espacio de Juntos por el Cambio y las alianzas necesarias para un posible futuro gobierno de coalición. La polémica es larga, tiene muchos matices y no es posible saldarla tomando un solo aspecto, el cultural, ni mucho menos argumentando alrededor de una historia de vida. Pero lo sucedido con uno de los grandes poetas populares del siglo XX argentino, Enrique Santos Discépolo, no deja de tener significación. Glosando la remanida frase que Marx toma de Hegel: los actuales Coco Silys y Alejandro Dolinas no son más que una repetición farsesca de Discépolo y su tragedia, su tristísimo modelo original.

Nacido en un hogar humilde pero con alto nivel cultural, Discépolo anticipó todos y cada uno de los gestos, ideas, modismos y trayectorias que hoy identificamos con la cultura kirchnerista. Con excepción del talento, que a él le sobraba y a sus imitadores no. Como muchos “artistas populares”, según la denominación K, Discépolo llegó a la fama encarnando una posición hipercrítica, contracultural y antisistema, para terminar formando parte de un aparato propagandístico organizado y financiado desde el Estado por un gobierno de tendencias totalitarias, que se creía el representante único de la Patria y el Pueblo. Como dicta la tradición peronista desde el famoso “Braden o Perón”, Discépolo no creía que las demás corrientes políticas argentinas fueran otra cosa que representantes de poderes foráneos, cuya llegada al gobierno debía ser impedida de cualquier manera ya que su victoria electoral no se trataba de alternancia democrática sino de una repudiable conspiración organizada desde el exterior.

Por lo tanto, consideraba su deber basurear a los críticos del gobierno peronista. Para hacerlo no escatimó esfuerzos ni le molestó someterse a censura previa. Su contratante era el creador de la leyenda peronista, Raúl Apold (subsecretario de Prensa y Difusión, imaginativamente descripto por Silvia Mercado como “el inventor del peronismo”), que controlaba y modificaba sus escritos antes de que Discépolo pudiera leerlos al aire en su programa de Radio Nacional. Como pasó con muchos artistas kirchneristas, también, las mejores obras de Discépolo –”Chorra” y “Malevaje” (1928), “Yira, yira” (1929), “Cambalache” (1934), “Uno” (1943), “Canción desesperada” (1944)– son anteriores a su vuelco político, como si la cercanía del poder y la fanatización militante hubiesen agotado sus fuentes de inspiración.

Como pasó con muchos artistas kirchneristas, las mejores obras de Discépolo son anteriores a su vuelco político.

Como los artistas K, tampoco Discépolo se dedicó a reivindicar aquello en lo que creía sino que se aplicó concienzudamente a denigrar a sus opositores y contradictores. Muy especialmente a los pertenecientes a la repudiable clase media. Para ello construyó un personaje que hoy catalogarían como “odiador serial” y “aspiracional” al que llamó Mordisquito. El Mordisquito de Discépolo concentró y resumió los motes despectivos de contrera, cipayo, garca y gorila que el peronismo usaría sistemáticamente para hablar del Otro, que es la Patria. Por su inepcia y su mezquindad, inventada por su propio creador, Mordisquito nos recuerda hoy vagamente a los chetos, runners, surfers, entrepreneurs y demás sujetos sobre los cuales la dirigencia K y las bases militantes kirchneristas atizan el resentimiento social.

Amparado y protegido por un peronismo entre cuyos logros culturales se anotaban películas como Argentina de fiesta y Eva Perón inmortal, horribles subproductos del INCAA de aquellos tiempos; y mimado por un gobierno que le puso Ciudad Eva Perón a La Plata, Provincia Presidente Perón al Chaco y Provincia Eva Perón a La Pampa y construyó Ciudad Evita usando el perfil de la Líder espiritual de la Nación a pocos kilómetros de Ezeiza, para que su rostro pudiera ser admirado desde las alturas; Discépolo formó parte de una invención decisiva de Apold en el medio de propaganda por excelencia de aquellos años: la radio. La idea, la conocemos bien: un programa radial que servía para compactar el frente interno y unificar consignas en las filas del movimiento nacional y popular. Se llamaba Pienso y digo lo que pienso y era un 678 de la primera hora, que propagaba las ideas de la Patria y el Pueblo –es decir: del peronismo– en la voz de artistas populares como Luis Sandrini, Lola Membrives y Tita Merello. 

La contracara de este sistema de tintes goebbelianos era la excomulgación de los artistas que no eran peronistas ni aceptaban someterse a los carnets partidarios y los crespones de luto obligatorios. Muchos de ellos tuvieron que abandonar el país porque no conseguían trabajo. No se trataba de comparsas sino de figuras estelares como Libertad Lamarque, Berta Singerman, Arturo García Buhr, Delia Garcés, María Rosa Gallo, Fernando Lamas, Luisa Vehil, Pedro Quartucci y Niní Marshall, quien tuvo el honor de ser insultada en persona y cancelada de la programación radial por la propia Evita, en la Casa Rosada y delante de testigos. Para los músicos, en cambio, el peronismo prefería la cárcel. No hablo de repudiables y oligárquicos directores de orquestas sinfónicas sino de compañeros de ruta del campo popular como el comunista Osvaldo Pugliese, asiduo visitante de cárceles y comisarías peronistas; y Atahualpa Yupanqui, el payador perseguido, a quien poco antes de que se exiliara en París la Sección Especial (policía secreta) le rompió la mano para que no pudiera seguir tocando la guitarra, circunstancia que el astuto Yupanqui evitó por ser coherentemente comunista… y zurdo. 


‘678’ en 1951

Pocas demostraciones más concluyentes de que el relato kirchnerista es el último capítulo de la leyenda peronista que el programa Pienso y digo lo que pienso y la participación de Discépolo. Un día antes de las elecciones presidenciales de 1951, Discépolo se refirió a Ricardo Balbín y Arturo Frondizi, candidatos de la fórmula opositora, con frases de desprecio y acusaciones que recuerdan perfectamente a las que se usan hoy contra dirigentes de la oposición. Aquel día, en Pienso y digo lo que pienso, por Radio Nacional, Discépolo le dijo a Balbín:

Yo no lo inventé a Perón ni a Eva Perón, la milagrosa. Ellos nacieron como una reacción a tus malos gobiernos. Yo no lo inventé a Perón ni a Eva Perón ni a su doctrina. Los trajo, en su defensa, un pueblo a quien vos y los tuyos habían enterrado en un largo camino de miseria (…) Esa es la verdad. A Perón lo trajo el fraude, la injusticia y el dolor de un pueblo que se ahogaba en harina blanca y una vez tuvo que inventar un pan radical de harina negra para no morirse de hambre. Lo trajo esta lucha salvaje de gobernar creando miseria, los trajo la ausencia total de leyes sociales que estuvieran en consonancia con la época. Los trajo tu tremendo desprecio por las clases pobres a las que masacraste, desde Santa Cruz hasta lo de Vasena (…) Yo no lo inventé a Perón ni a Eva Perón. ¡Vos los creaste! Con tu intolerancia. Con tu crueldad. Con la misma crueldad del candidato a presidente que mataba peones en su ingenio porque le pisaban un poco fuerte las piedritas del camino a la hora de la siesta (…) Mirá, si vos hubieras estado en la Semana Trágica como yo y como tantos, en Cochabamba y Barcalá, y hubieras visto morir primero a aquellos cinco, luego a cientos, y hubieras visto masacrar judíos por una ‘gloriosa’ institución que nos llenó de vergüenza, no hubieras formado nunca más parte de ese partido que integrás por amor propio y quizá por ignorancia de tantos hechos delictuosos que son los que empezaron a preparar la llegada de Perón y Eva Perón (…) Gracias te doy por él y por ella, por la Patria que los esperaba para iniciar su verdadera marcha hacia el porvenir que se merece. 

Si esto no es la base de un discurso kirchnerista, es difícil decir qué es. Desde la pretensión de haber llegado al poder en un “país incendiado” o “tierra arrasada” hasta el delirio fundacional (“la Patria que los esperaba para iniciar su verdadera marcha hacia el porvenir”), pasando por la descalificación de la oposición (“vos y los tuyos los habían enterrado en un largo camino de miseria”) y el endiosamiento mesiánico (“Eva Perón, la milagrosa”), todo en Discépolo es kirchnerismo antes del kirchnerismo. Además, Discépolo anticipa aquí un argumento muy usado todavía en la propia oposición al populismo: la idea de que el populismo no es responsabilidad de los populistas sino de sus antecesores, quienes con su insensibilidad permitieron su surgimiento. Para imponer semejante autoflagelación son necesarias acusaciones y distorsiones de hechos históricos que al final retratan mejor a los populistas que a sus adversarios. En el panfleto de Discépolo hay varias. Mirémoslas de cerca una por una.

Para empezar, la leyenda invocada por Discépolo, fuertemente impresa en el imaginario argentino, de que al peronismo le tocó asumir en un país devastado (argumento retomado en 2003 y 2019 por el kirchnerismo), es falsa. Tras superar la crisis del ‘29, de 1933 a 1945 la economía argentina creció a un promedio anual del 4%, apenas inferior al 4,1% que registraría entre 1946 y 1955. Y la industria lo hizo aún mejor, creciendo a un promedio anual de 5,7%, superior al 4,9% del primer período peronista. Nada nuevo. Lejos de ser un país agrario preindustrial, la participación de la industria en el PBI argentino había crecido desde el 15% en 1933 al 19% en 1945; una proporción que a pesar de la exacción impositiva al campo (otra política kirchnerista anticipada por el primer Perón) sólo creció hasta el 20,3% entre 1946 y 1955 del primer peronismo, supuesto responsable de la industrialización. En otra similitud notable con el kirchnerismo, la economía del peronismo original también se sustentó en los commodities: los términos de intercambio comercial tuvieron a fines de la Segunda Guerra Mundial la mayor suba del siglo, alcanzando 150,7 puntos en 1948, con lo que superaron el máximo de 1908 (146,3) y registraron un récord que duraría 64 años, hasta 2012 (167,6). De ahí surgieron los famosos “días más felices” de 1946-1949, repetidos por los K en 2003-2009.

En 1945, la situación de los trabajadores argentinos era mejor que en la mayor parte de Europa, de la que seguían llegándonos millones de inmigrantes.

¿Beneficios para unos pocos, como sugiere Discépolo? ¿Datos macroeconómicos sin correlato social? En 1945, la situación de los trabajadores argentinos era mejor que en la mayor parte de Europa, de la que seguían llegándonos millones de inmigrantes. El pueblo “enterrado en un largo camino de miseria”, según Discépolo, era el más rico de América Latina y disponía, por lejos, de la mejor legislación social. De ninguna manera era cierta la idea que impusieron: el “antes no había nada”, la “ausencia total de leyes sociales”, etc. En realidad, el 17 de octubre y el apoyo obrero a Perón no fueron el fruto de un retroceso sino del crecimiento cuantitativo y cualitativo de la clase trabajadora gracias a un proceso industrializador que antecedió al peronismo, cuyos protagonistas reclamaban, con toda justicia, más participación y derechos. Perón encarnó esas aspiraciones populares. Que las haya cumplido o no es la verdadera discusión. 

Lo que está fuera de discusión son los resultados de creer que en Argentina, un país naturalmente rico y condenado al éxito, el problema de la pobreza era sólo un tema de redistribución. Según el Maddison Project, el principal equipo de historia económica, en 1946 Argentina era el octavo país más rico del mundo, su PBI per cápita (de 7.436 dólares) era el más alto de América Latina, casi cuadruplicaba el de Brasil y más que duplicaba el de México. Nuestro PBI por habitante era el doble que el de los países latinos pobres de Europa, como Italia y España, y superior al del país latino más rico, Francia, cuya producción por habitante era 6.142 dólares. Setenta años después, en 2015, Argentina ocupaba el 56º lugar en el ranking mundial de riqueza, su PBI por habitante (US$19.502) ya no era el mayor de América Latina (en Chile era de US$21.589), y tanto México como Brasil casi la habían casi alcanzado.

¿Ausencia total de leyes sociales? Sin que ningún peronista me haya refutado con datos, he demostrado en varios libros que ninguna de las principales leyes sociales de la Argentina fueron sancionadas originalmente durante un gobierno democrático peronista, que sus mejoras fueron ampliaciones de derechos existentes, casi todas aplicadas por la dictadura en 1945. Y que, además, fueron menores a las alcanzadas en esa misma época por países latinoamericanos y europeos.

También esto es kirchnerismo: un día, cuando conviene, Yrigoyen es un monstruoso represor. Al otro, parte de la línea histórica San Martín, Yrigoyen, Perón.

Decir, como dicen Discépolo y el peronismo entero, que el propósito de los anteriores gobiernos radicales era “gobernar creando miseria” fue kirchnerismo antes del kirchnerismo. En ese discurso, además, Discépolo les contestaba a Balbín y Frondizi. De manera que su referencia a La Patagonia Rebelde y la Semana Trágica (“las clases pobres a las que masacraste, desde Santa Cruz hasta lo de Vasena”) implicaba directamente a Hipólito Yrigoyen. También esto es kirchnerismo: un día, cuando conviene, Yrigoyen es un monstruoso represor. Al otro, parte de la línea histórica San Martín, Yrigoyen, Perón. Este procedimiento peronista-discepoliano recuerda claramente el aplicado por el kirchnerismo con Alfonsín, a quien un día no se le reconocía ni el Juicio a las Juntas (“Vengo a pedir perdón de parte del Estado nacional por la vergüenza de haber callado durante 20 años de democracia tantas atrocidades”, sostuvo Néstor Kirchner en 2003 frente a la ESMA) y al otro se lo homenajeaba como “padre de la democracia”, según el capricho y la necesidad electoral K. 

En cuanto a los crímenes de la Semana Trágica, la cosa adquiere ribetes delirantes. Fue Perón, y no Balbín ni Frondizi, quien formaba parte de aquel ejército represor, como encargado del Arsenal de Guerra Esteban de Luca, que proveía de armamento y municiones a los que disparaban contra los obreros de Talleres Vasena. Acaso haya sido también parte de los pelotones fusiladores, al menos, según el testimonio de algunos críticos, como el mayor Vicente Aloé. La “gloriosa institución que nos llenó de vergüenza” señalada por Discépolo es, además, la Liga Patriótica, un grupo fascista dedicado a perseguir judíos y dirigentes obreros de relevante actuación en la Semana Trágica. Según refiere Tomás Eloy Martínez, Perón habló de la Liga Patriótica en estos términos: “Mi antiguo profesor Manuel Carlés, apoyado por el vicealmirante Domecq García, fundó la Liga Patriótica Argentina, en la que se inscribieron muchos jóvenes católicos y nacionalistas. Disponían de una tropa de choque cuya misión principal era poner en vereda a los agitadores extranjeros. A veces usaban métodos violentos, pero eran bienintencionados” . Violentos pero bienintencionados, dice Perón. Luisito D’Elía está feliz.

En cuanto al “candidato a presidente que mataba peones en su ingenio porque le pisaban un poco fuerte las piedritas del camino a la hora de la siesta”, la referencia es, indudablemente, a Robustiano Patrón Costas, un empresario conservador que había llegado a la gobernación de Salta, la presidencia del Senado y la precandidatura a presidente de la Nación en las elecciones de 1943. Es sabido que Perón frustró su acceso a la presidencia con el golpe de Estado del que sería vicepresidente, ministro de Guerra y secretario de Trabajo y Previsión. Cristina Kirchner reivindicaría aquel golpe (que no fue golpe, como todos los golpes de los que participó el peronismo), mencionando ante la Asamblea Legislativa de 2011 “el ADN militar peronista” gestado en aquella epopeya en la cual el Ejército Argentino “terminó con el fraude patriótico” por el método peronista de empeorar las cosas: es decir, a través de un golpe militar. 

Discépolo debería, además, haberse informado mejor. Para la época de su acusación, a Patrón Costas hacía tiempo que la Historia lo había reconciliado con Perón.

Discépolo debería, además, haberse informado mejor. Para la época de su acusación, a Patrón Costas hacía tiempo que la Historia lo había reconciliado con Perón. En 1947, cientos de familias pilagá, que regresaban de su trabajo en el ingenio El Tabacal, de Patrón Costas, se reunieron en el paraje Rincón La Bomba (Formosa), a pasos del Escuadrón 18 de Gendarmería Nacional. Los pilagá decían que habían sido estafados por Patrón Costas, quien les habría pagado la mitad de lo prometido. El gobierno de Perón les envió víveres, pero los pilagá sufrieron intoxicaciones y decenas de ellos murieron. Después, dada su “actitud de franco alzamiento (…) irreductible e intransigente”, según el informe de Gendarmería Nacional, se intentó desalojarlos. Finalmente, Gendarmería Nacional abrió fuego con ametralladoras de pie y terminó exterminando a los sobrevivientes para eliminar testigos. Así murieron al menos 500 miembros de los famosos “pueblos originarios”. Durante el primer gobierno de Perón. Pero gracias al sesgo peronista no hubo películas que denunciaran la masacre ni los compañeros mencionan hoy a Perón como continuador de Roca. Es más: casi nadie recuerda el hecho. El sesgo peronista de la información argentina en todo su esplendor. 

Finalmente, la frase sobre “el dolor de un pueblo que una vez tuvo que inventar un pan radical de harina negra para no morirse de hambre” se volvería rápidamente en contra de Discépolo. Recuperada la producción agropecuaria mundial después de la Guerra, vueltos los precios a la normalidad y vaciadas en tres años reservas del Banco Central, se terminaron los días más felices, que existieron pero duraron solamente tres años, entre 1946 y 1949. El peronismo se enfrentó entonces a los problemas de toda economía populista: inflación, recesión y “restricción externa”; es decir: falta de dólares en la economía de un país que –por primera vez– exportaba menos de lo que importaba. Así que hubo que ahorrar toda la harina blanca que fuese posible para conseguir los dólares necesarios. En 1952, por idea del Cafiero primigenio, se hizo pan de harina de mijo negra para proveer la mesa de los argentinos. Muy pronto se aplicaría la misma receta en otro mercado y el país de las vacas tendría su primera veda cárnica. El cepo avant la lettre, aplicado a la alimentación. 


Cambalache meritocrático

Discépolo moriría poco después de esta filípica, a los 50 años, de un infarto que la leyenda peronista adjudicó al maltrato sufrido por parte de cipayos y contreras, argumento recientemente repetido por el kirchnerismo con Héctor Timerman y Hugo Chávez. Cierto es que el repudio en sus años finales había sido fuerte. La clase media, a la que pertenecía y a la que había ridiculizado con su Mordisquito por estar preocupada por “la falta de té de Ceylan”, dejó de concurrir a sus obras de teatro. Su talento de compositor parecía haber quedado atrás. Sus antiguos amigos, perseguidos por el régimen, se cruzaban de vereda para no saludarlo. La grieta: otra contribución original del peronismo continuada hoy por el kirchnerismo a la división del país.

Sin embargo, en una carambola llamativa, quedaría como su obra maestra un tango, “Cambalache”, que leído en los términos de hoy no puede sino comprenderse en términos de reivindicación de esa meritocracia y esa cultura del esfuerzo de las que el peronismo abomina hoy. En él, un Discépolo indignado se lamenta: “Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador. ¡Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor! No hay aplazaos ni escalafón, los inmorales nos han igualado. Si uno vive en la impostura y otro roba en su ambición, da lo mismo que sea cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón”. 

¿Qué diría de la política educativa kirchnerista el Discépolo de “no hay aplazaos ni escalafón… Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor”? ¿Qué opinaría de Hotesur y los cuadernos de Centeno el Discépolo de “los inmorales nos han igualado”, el de “¡cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón!”? ¿Qué le parecerían los piquetes al que se lamentaba de que “el que no llora, no mama”? ¿Qué opinaría del zaffaronismo el que se flagelaba porque en Argentina “el que no afana es un gil”? ¿Qué pensaría de la CTEP de Grabois, el Movimiento Evita y el Vatayon Militante aquel Discépolo de “es lo mismo el que labura noche y día como un buey que el que vive de los otros, que el que mata o el que cura, o está fuera de la ley”?

Una vara ética altísima para la sociedad a la que se pertenece y otra bajísima para el Líder, Evita la milagrosa y su corte de santos y apóstoles.

Discépolo: el dedo levantado, la admonición condenatoria y la pretendida superioridad moral. Una vara ética altísima para la sociedad a la que se pertenece y otra bajísima para el Líder, Evita la milagrosa y su corte de santos y apóstoles. Todo en la personalidad y la obra de Discépolo nos recuerda el tipo del fanático religioso que desprecia por sus imperfecciones al ser humano y que, en su búsqueda de absolutos, no encuentra una vía hacia la mejora de la sociedad abierta sino más bien propone su reemplazo por un sistema totalitario en el que el Estado desempeñe la función moral. La tentación del bien, como la describió una de sus víctimas y de sus mejores críticos, Tzvetan Todorov, cuya sabiduría provenía de las persecuciones del estalinismo. En Discépolo, el momento de su obra mejor coincide además con el periodo de la desesperación cultural de entreguerras, caracterizado por un pesimismo cósmico acerca del ser humano y un escepticismo radical sobre el progreso, y en particular, sobre los dos grandes sistemas modernos: el político-democrático y el económico-capitalista. Con toda su genialidad, en “Cambalache” se adivinan ya varias de las claves del pensamiento antimodernista que unificarían por décadas a la Iglesia católica y el peronismo: los personajes positivos son miembros de la curia o militares mientras que los negativos son siempre civiles. Al cura se le contrapone un colchonero; al santo (Don Bosco), un estafador (Stavisky) y una prostituta (la Mignon); a los héroes militares (Napoleón y San Martín), un mafioso (Don Chicho) y un boxeador (Carnera). Finalmente, las convicciones morales son destruidas por el progreso tecnológico, de manera que se ve llorar la Biblia junto a un calefón. 

Del pesimismo cultural al nihilismo moral y la condena de la partidocracia y el parlamentarismo, la descalificación del dinero como estiércol del Diablo y la reivindicación acrítica de sistemas totalitarios como el fascismo y el comunismo había sólo un paso, que los intelectuales europeos de entreguerras dieron en masa. Discépolo, su versión argentinísima, también lo dio, apenas el régimen peronista le ofreció reconocimiento y un lugar bajo el sol. Sólo que aquí, la inexistencia de conflictos sociales, raciales y bélicos de las colosales dimensiones europeas, la resistencia de la oposición y la sociedad civil, y el carácter farsesco del peronismo respecto del fascismo y del kirchnerismo respecto del estalinismo, generaron un sistema mucho menos destructivo pero más estable y perdurable: el cambalache K, un cambalache peronista cuyos estertores kirchneristas se prolongan hasta hoy.