lunes, 13 de enero de 2014

Biografía: Richard Hillary (UK)

La última salida

Por Richard Hillary



Richard Hillary nació en Sydney, Australia, el 20 de Abril de 1919. Siendo un niño fue enviado a Inglaterra donde recibió su educación en colegios británicos. En 1938 se unió al Escuadrón Aéreo Universitario (sin haber culminado sus estudios en Oxford) y, luego de un tiempo de entrenamiento como piloto de combate, fue incorporado a la R.A.F. como miembro del Escuadrón 603. Combatió durante la Batalla de Inglaterra. El 3 de Septiembre de 1940, en pleno combate sobre la costa de Kent, su Spitfire fue alcanzado por las ráfagas de un Messerschmit Bf109. Su avión se incendió y, luego de algunas dificultades, Hillary logró saltar en paracaídas. Cayó sobre el Canal de donde fue rescatado por un bote de salvamento de Margate. De este enfrentamiento, Richard Hillary sufrió muy graves quemaduras en su cara y en sus manos, que precisaron varias intervenciones quirúrgicas de cirugía plástica. Fue durante su convalecencia que escribió el libro «The Last Enemy», donde relata sus experiencias durante la Batalla de Inglaterra.
Richard Hillary nunca recuperó completamente el pleno uso de sus manos, pero se las arregló para retornar al servicio activo realizando un entrenamiento en vuelos nocturnos, a pesar de no hallarse totalmente apto para el combate. El 8 de Enero de 1943, Hillary falleció (junto con su navegante) cuando su avión se estrelló en un vuelo nocturno, precisamente. Faltaban tres meses para que cumpliera 24 años.
El siguiente texto ha sido extraído de su libro «The Last Enemy» donde relata su vida como piloto, algunas de sus experiencias y, principalmente, su último combate.


«Escuadrilla para el sur. Un automóvil vendrá a recogerlo a las 8 hs. Firmado, DENHOLM». Aquella fue la noche en que la guerra empezó para nosotros.
En aquella época, los alemanes enviaban relativamente pocos bombarderos. Pretendían aniquilar nuestra aviación de caza y, desde el alba al crepúsculo, el cielo hormigueaba de Messerschmitt 109 y 110.
Media docena de los nuestros dormían siempre en el campo de aviación para estar dispuestos a replicar a un ataque de madrugada. Esto suponía la obligación de levantarse a las 4 de la mañana, a fin de que una hora más tarde nuestros aviones estuviesen listos, con el oxígeno, los visores y las municiones comprobados. Los primeros «boches» se presentaban, generalmente, a la hora del desayuno, y a partir de ese momento y casi sin interrupción, permanecíamos en el aire hasta las 8 de la noche. Comíamos cuando podíamos, las habichuelas, el jamón y los huevos que nos enviaban del comedor de oficiales. Aquella mañana escuchamos la voz del oficial de control de vuelo: -Escuadrilla 603. Despegue inmediato. Diríjanse a la base de la patrulla. Recibirán instrucciones en vuelo-
Inmediatamente echamos a correr hacia los aviones. Me encaramé a la carlinga del mío y tuve una sensación de vacío en la boca del estómago. Sabía que aquella mañana iba a matar por vez primera. No me pasó por la cabeza la idea de que yo mismo pudiera resultar muerto o herido. Más tarde, cuando empezamos a perder pilotos con cierta frecuencia, pensé en ello, pero nunca de un modo concreto y jamás durante el vuelo. Sabía que eso no me podía suceder. Trataba de imaginarme la cara del hombre que iba a derribar. ¿Sería joven? ¿Sería gordo? ¿Moriría pronunciando el nombre de su Führer o solitariamente, tomando conciencia de su individualidad en ese instante último? Nunca lo sabría. De una manera mecánica revisé mentalmente los mandos. Despegamos nuestros aviones uno tras otro.
Los encontramos a 5.500 metros: 20 Messerschmitt 109, de morro amarillo, a quince metros por encima de nosotros. Nosotros éramos ocho. Cuando bajaron en picada nos pusimos en línea de combate para hacerles frente. Brian Carbury, que mandaba nuestra sección, puso su aparato en picada y casi noté el gesto del guía de la escuadrilla alemana moviendo la palanca de mando para situar a Carbury en su campo de tiro. En ese mismo momento, éste tiró también fuertemente de su palanca, y con un brusco viraje ascendente hacia la izquierda nos colocó por encima de ellos. En estos dos segundos vitales los alemanes perdieron su ventaja. Vi cómo Brian disparaba una ráfaga sobre el avión que iba a la cabeza y cómo el aparato daba media vuelta de campana: ya era mío. Maquinalmente moví hacia la izquierda el pedal del timón para colocarme en ángulo recto, coloqué el botón de tiro en posición de «disparo» y le solté una ráfaga en abanico de cuatro segundos. Pasó exactamente por mi visor y vi las balas trazadoras de mis ocho ametralladoras haciendo blanco. Durante un segundo mi enemigo pareció quedar suspendido en el aire. Luego surgió una llama y cayó lejos de mi vista.
Durante los minutos que siguieron estuve demasiado atareado en preocuparme por mi seguridad personal como para pensar en nada; pero cuando nuestros adversarios interrumpieron el combate y recibimos la orden de regresar a la base, volví a pensar de nuevo en ello.
Ya había sucedido. Sentí primero la satisfacción de haber realizado debidamente una tarea que era el resultado lógico de varios meses de entrenamiento. También tenía la sensación de que todo estaba conforme con el orden natural de las cosas. El estaba muerto, yo estaba vivo, y si hubiese ocurrido lo contrario, todo hubiese estado, igualmente, dentro del orden. Comprendí entonces la gran suerte del piloto de caza. Desconoce las emociones, demasiado personales, del soldado a quien se le ordena cargar con la bayoneta calada, y también aquellas, demasiado peligrosas, del piloto de bombardero, que, noche tras noche, debe sentir ese placer infantil de romper cosas. Las emociones de un piloto de caza son las de un duelista: frías, precisas, impersonales. Tiene el privilegio de matar limpiamente. Porque cuando sólo se puede escoger entre dar o recibir la muerte, considero que esto se debe hacer con dignidad.
En el transcurso de esos meses de Agosto y Septiembre, nuestra inferioridad numérica fue tal que nos era prácticamente imposible efectuar un ataque en formación cerrada, salvo cuando teníamos la ventaja de la altura. Nos dispersábamos siempre al cabo de unos segundos, y el cielo ya no era más que un campo de batalla entrecruzado por las estelas de humo de los combates singulares. Regresábamos, pues, solitariamente a la base con intervalos de dos minutos. Al cabo de una hora, el tío George procedía a pasar lista para saber quién faltaba. A menudo, algún piloto telefoneaba diciendo que se había visto obligado a aterrizar en otro aeródromo o en el campo. Pero no todas las llamadas eran tan agradables. A veces un equipo de socorro comunicaba el número de un aparato derribado. El tío George lo anotaba y tachaba un nuevo nombre de la lista.
La dura lección de los dos primeros días nos hizo ser más prudentes. Decidimos no volver a dejarnos sorprender por el enemigo en posición más alta que la nuestra y volar siempre por parejas, a fin de que si uno se lanzaba en picada sobre un adversario, el otro permaneciese a unos 150 metros por encima de su compañero para protegerle de un ataque por la espalda.
A menudo los aparatos regresaban al aeródromo para volver a elevarse al momento; el tiempo preciso para que el personal de la base, que trabajaba con una rapidez admirable, los reaprovisionase de gasolina, oxígeno y municiones.
Muchas veces nos era difícil, bien por el sol, bien por la altura, descubrir a los aparatos enemigos. En lo que a mí respecta, el sol constituía un problema particular. Llevábamos gafas negras, pero yo nunca las utilicé, porque me causaban una sensación de claustrofobia. Las levantaba siempre sobre la frente antes del combate. Esta costumbre y la de no usar guantes me iban a costar caro.
En otra ocasión cometí la estupidez de volar solo sobre Francia. El cielo estaba completamente vacío, con la excepción de un Messerschmitt que regresaba a su base volando a gran altura. Hacía diez minutos que intentaba alcanzarlo, decidido a no dejarlo escapar. Pude colocarme, ¡por fin!, en buena posición, después de haber dejado atrás Calais, y estaba por abrir fuego, cuando percibí una escuadrilla de 12 Messerschmitt que se me venía por la derecha. Tuve mucho miedo, pero me dirigí inmediatamente hacia ellos y disparé contra su guía. Vi que sus balas trazadoras pasaban por debajo de mi avión y luego cómo se desprendía su cabina. Un instante después los había dejado atrás. No esperé a ver más y me lancé a toda velocidad hacia la costa inglesa, perseguido durante la mitad del trayecto por once aparatos alemanes. Aterricé más de una hora después que los demás, en el momento preciso en que el tío George terminaba de pasar lista.
Una mañana (estábamos en Hornchurch desde hacía casi una semana) fui despertado, ya tarde, por el ruido de los aviones evolucionando en el aeródromo. La cosa me irritó porque me dolía la cabeza.
Como había participado en todos los vuelos del día anterior, tenía la mañana libre y podía hacer lo que me apeteciese. Me vestí lentamente, me miré la lengua con toda calma ante el espejo y me dirigí al comedor de oficiales para almorzar. Llegué al campo alrededor del mediodía. El aire recalentado envolvía las cosas en un halo deformante, cuando empecé a cruzar la pista para dirigirme al lugar de estacionamiento de los aviones, que estaba al otro extremo del campo. No vi más que dos aviones en tierra y supuse que la escuadrilla había salido ya para cumplir alguna misión. Un camión me precedía.
Entonces fue cuando oí la voz, siempre impasible, del oficial de control de vuelo, anunciando: -Una gran formación de bombarderos enemigos se acerca a Hornchurch. Se ordena a todo el personal que no realice algún trabajo de urgencia que se ponga inmediatamente al abrigo-
Alcé los ojos. Todavía no se les veía. Tres Spitfire que acababan de posarse dieron media vuelta y pasaron a mi lado como una tromba para despegar con viento de popa. Nuestro camión, que seguía avanzando, había recorrido casi la mitad del camino; me pareció de pronto que estaba terriblemente lejos del área de estacionamiento.



Alcé otra vez los ojos y esta vez los vi: una docena de enormes insectos brillando al sol y avanzando rectos hacia nosotros. Al oír silbar las primeras bombas encogí instintivamente la cabeza en los hombros. Con el rabillo del ojo vi a los tres Spitfire. Durante un momento se colocaron en formación cerrada a unos seis metros de altitud; un momento después se separaron como disparados por una catapulta. El que iba a la cabeza dio una voltereta y cayó boca arriba, arrastrándose por la pista con un ruido parecido al de una tela al desgarrarse; el segundo rozó la pista con un ala y giró alrededor de su hélice; mientras que el de la izquierda salía despedido, sin alas, e iba a caer en el campo próximo. Recuerdo haber pensado tontamente: «Es el vuelo más corto que se ha hecho jamás.» Luego tuve la impresión de que me arrancaban los pies y se me llenó la boca de tierra, mientras que uno de mis camaradas, Bubble, desde la entrada del refugio, me gritaba como un loco:
-¡Corre, imbécil, corre!-
Corrí. Comprendiendo bruscamente lo expuesto de mi posición, recorrí la distancia que me separaba del refugio como un cohete y penetré en él, mientras el suelo saltaba otra vez, cubriéndome de cascotes, y yo me daba de cabeza contra el marco de la puerta. Me derrumbé sobre un montón de grava y me puse a frotarme el cráneo.
-¿Quién está ahí?- pregunté, tratando de ver en la oscuridad.
-Cardell, tres de nuestros mecánicos y yo (dijo Bubble), ¡y además tú, por la misericordia divina!-
Por el movimiento de sus labios vi que añadía otra cosa, pero como recrudecían los silbidos y las explosiones, no pude oírle. El refugio temblaba a cada estallido y el aire estaba lleno de polvo. Resistió, sin embargo. El estrépito se prolongó durante casi tres minutos y terminó de repente. Reinó un silencio mortal. Todo el mundo permaneció inmóvil. Ninguno de nosotros deseaba ser el primero en comprobar la devastación que debía haber afuera. Por fin Bubble exclamó:
-¡Qué suerte no ser civil! ¡En mi vida he pasado tanto miedo como en este refugio! ¡Viva la aviación!-
Esto desvaneció nuestra tensión y salimos. Las pistas habían sufrido enormes destrozos. Sólo se veían grandes agujeros y montones de tierra. Una bomba había caído cerca de mi Spitfire, cubriéndolo de arena y grava. Dije entonces a uno de los mecánicos que iban conmigo:
-¿Quiere hacer el favor de decirle al sargento Ross que me envíe un equipo de revisión?-
Hizo un gesto con la cabeza señalando a uno de los extremos del campo y respondió:
-Será mejor que yo mismo reúna el equipo. El sargento Ross no hará, probablemente, más revisiones-
Miré hacia donde había señalado y vi el camión grotescamente caído sobre un costado. Su techo había sido proyectado a una distancia de veinte metros.
Me encaramé a la carlinga de mi avión y, sintiendo un vacío en el estómago, comprobé rápidamente los mandos. Bubble asomó la cabeza y dijo:
-Vamos al comedor a ver qué ha pasado. Nuestros aparatos tendrán que aterrizar de todos modos en el campo de reserva-
Le seguí. Encontré a los pilotos de los tres Spitfire indemnes, con sólo unos rasguños, a pesar de haber sido ametrallados por los bombarderos. El barracón de las «operaciones» estaba intacto, igual que los hangares. En el comedor únicamente dos ventanas habían sido arrancadas.
El comandante de la base ordenó que todos los hombres y mujeres disponibles se pusieran a reparar el aeródromo; a las 4 hs. ya no se veía ni un agujero. Los sitios en donde habían quedado bombas sin explotar fueron balizados, y una doble hilera de banderines amarillo delimitó las pistas. A las 5 hs., nuestra escuadrilla, que había despegado del terreno de reserva a causa de una alarma, aterrizó sin incidentes en su base habitual.
En resumen: este bombardeo, sumamente preciso, efectuado a 3.600 metros de altura y durante el cual fueron lanzadas varias rociadas de bombas, sólo nos costó los cuatro muertos del camión y una maraña de cráteres, que pronto fueron rellenados. Nada demostraba mejor la inutilidad de las tentativas del enemigo para destruir nuestras bases avanzadas de caza.
Se me designó para tomar parte en la próxima salida. Para entonces ya estaba harto de descansar en tierra. Sonaron las 6 hs. y siguió pasando el tiempo. No se produjo ninguna alerta. Nos pusimos a jugar al póker y yo gané. Habíamos convenido que lo dejaríamos a las 7 hs. si no se nos había ordenado volar antes. Echaba continuamente miradas ansiosas al reloj de la pared. Nunca tengo mucha suerte con las cartas, pero cuando las agujas señalaron las 6,55 hs., empecé a creer realmente que mi suerte había cambiado. Exactamente en aquel momento, como por casualidad, se oyó la voz del jefe de control de vuelo:
-Escuadrilla 603. Despegue inmediato-
Corrimos precipitadamente hacia nuestros aviones; dos minutos después habíamos despegado y dimos dos vueltas sobre el campo para permitir que nuestros doce aparatos ordenasen su formación. Volamos en cuatro secciones de tres: Roja, a la cabeza; Azul, a la derecha; Verde, a la izquierda; y la última, protegiendo nuestra retaguardia sobre nosotros. Yo ocupaba el puesto número 2 de la sección Azul. Oímos aún la voz del jefe de control:
-¡Oiga! ¡Jefe Rojo!-
Siguieron las instrucciones de altura y ruta. Como siempre, volamos en dirección opuesta hasta alcanzar los 4.500 metros. Dimos entonces media vuelta, ascendiendo a todo gas para no estar en el sol, y alcanzar la altitud deseada.
Durante toda esta maniobra, Denholm, nuestro jefe de escuadrilla (el “tío George”), permaneció en comunicación con tierra. Debíamos interceptar el paso a una veintena de cazas enemigos, que volaban a 7.500 metros. Lancé una mirada a Peter y vi que sus labios se movían. Estaba cantando, como de costumbre. Lo hacía algunas veces sobre su aparato emisor, de suerte que una interpretación un tanto gangosa de «Night and Day» se mezclaba extrañamente con las instrucciones que nos llegaban desde tierra. En ese mismo momento oí en mis auriculares la voz de los alemanes que conversaban animadamente desde sus aparatos. Esto ocurría en algunas ocasiones, y cada vez nos daba la impresión de que estaban sobre nosotros, cuando la mayoría de las veces se encontraban aún bastante alejados. Puse mi aparato en «emisión» y empecé a gritar: -¡Métete la lengua en el c...!-, así como todas las demás invectivas de mi repertorio germánico. Con gran alegría oí replicarme a uno de ellos: -¡Cerdos ingleses!- ¡Les vamos a enseñar cómo se habla a los alemanes!- Tal vez no se me dé crédito, pero varios de mis camaradas lo oyeron también.
Miré hacia abajo. Bajo un cielo completamente despejado, la campiña inglesa, muy lejos bajo mis pies, se extendía hasta el infinito, ofreciendo al sol poniente, una extraordinaria sinfonía de tonos verdes y purpúreos.
Dirigí la mirada al altímetro. Estábamos a 8.400 metros. En aquel momento, Sheep gritó: -¡A ellos!-, y se deslizó lentamente, adelantándose al tío George, en dirección al enemigo:
-Perfecto. En línea de combate-
Me puse detrás de Peter y vi, a mi vez, a los alemanes a unos 600 metros debajo de nosotros. La situación, por una vez, era agradable; pero debían habernos descubierto ellos también, porque adoptaban una formación de defensa en círculo, uno tras otro, que es bastante difícil de forzar.
-¡Escalonados a la derecha!- ordenó la voz del tío George.
Nos desplegamos en abanico en la dirección indicada.
-¡Me lanzo en picada!-
Nos lanzamos en picada a todo gas, uno tras otro. Escogí un objetivo y puse el botón del disparador en «tiro». Cuando estuve a 300 metros de él, el alemán surgió en mi visor. A los 200 metros lancé una ráfaga de cuatro segundos y vi cómo las balas trazadoras penetraban en su morro. Luego efectué una recuperación tan brusca, tan brutal, que sentí que los ojos se me metían en el cráneo. Al iniciar un viraje ascendente pude comprobar que habíamos roto su formación. Varios aviones habían sido abatidos. Me figuré que yo había derribado alguno, pero aquella recuperación no me había permitido comprobarlo. A mi izquierda vi cómo John atacaba de frente a un Messerschmitt. Los dos aviones se lanzaban el uno contra el otro, y sus respectivas balas parecían hacer blanco. Luego, en el último momento, el alemán inició una subida y recibió los disparos en pleno vientre. Se puso boca arriba, surgieron unas llamaradas amarillas de su cabina y desapareció.
El cielo, que hasta entonces había estado lleno del tumulto de los aviones, quedó vacío de golpe, y todo fue silencio. Me di cuenta de mi fatiga. Tenía mucho calor. El sudor me chorreaba por el rostro. Pero no era el momento de enfrascarme en vanas reflexiones: no era prudente quedarse allí, volando solo.
Todavía me quedaban municiones. Decidido a no regresar a nuestra base sin haberlas utilizado debidamente, lancé una mirada a mi alrededor para tratar de ver a alguno de mis camaradas. Distinguí una formación de unos cuarenta Hurricane que patrullaba a 6.000 metros, por encima de Dungeness, a unos 1.500 metros de distancia. Me dirigí hacia ellos, considerando que si los alcanzaba estaría seguro. A unos 200 metros del aparato de cola miré hacia abajo y vi, a unos 1.500 metros, otra formación de 50 aparatos que volaban en la misma dirección. Era ésta una astucia habitual de los alemanes, la de escalonarse así a distintas alturas, y me alegré al ver que nosotros adoptábamos también la misma táctica. Pero de súbito tuve el convencimiento de que nosotros jamás hubiéramos podido juntar tantos aviones en un mismo punto. Miré con atención al aparato que iba siguiendo y distinguí con claridad la cruz gamada. Nadie parecía preocuparse de mi presencia. Tenía el sol a mi espalda. Se me presentaba una magnífica oportunidad. Me aproximé hasta 150 metros y lancé una ráfaga de tres segundos al aparato de cola. Se puso boca arriba y cayó en barrena. Como un estudiante que acaba de hacer una diablura, miré a mi alrededor: no hubo ninguna reacción. Tal vez podría haber repetido la cosa con el avión más próximo, pero tuve la sensación de que no debía tentar a la suerte. Di media vuelta de campana y puse proa a la base, donde me enteré, lleno de rabia, que mi camarada Raspberry se había apuntado tres aviones derribados, como de costumbre.
Agosto iba acercándose a su fin, sin que el enemigo disminuyera su ofensiva. La escuadrilla no daba, sin embargo, la menor señal de fatiga, y por mi parte me sentía muy feliz. Esto era lo que había estado esperando durante cerca de un año y no me sentía decepcionado. Si algo experimentaba, era más bien una sensación de alivio. No nos quedaba tiempo para reflexionar, ya que cada día surgían nuevos combates. Como las emociones cotidianas eran más que suficientes, nadie pensaba en el porvenir. Al llegar la noche, nuestra mente se apagaba igual que una bombilla.
Despuntó gris y triste el alba del 3 de Septiembre. Una ligera brisa rizaba las aguas del estuario. El aeródromo de Hornchurch, a 20 kilómetros al este de Londres, estaba recubierto, como de costumbre, por una bruma amarillenta, que ponía una nota siniestra en las siluetas borrosas de nuestros Spitfire, distribuidos alrededor del campo.
Llegamos a la pista a las 8 hs. de la mañana. Durante la noche habían metido nuestros aviones en los hangares. Todo el material había quedado al otro extremo del campo. Yo estaba preocupado. Nos habían bombardeado días antes y, desgraciadamente, la nueva cabina instalada en mi aparato no corría por su ranura. Temía, teniendo en cuenta la reducción de personal y la falta de herramientas, que se quedase así, y en ese caso me sería imposible saltar a toda prisa del avión en un momento dado. Milagrosamente, el tío George apareció con tres hombres provistos de una gruesa lima y de grasa lubricante. El cabo ajustador y yo nos pusimos a toda prisa a trabajar en la recalcitrante cabina, turnándonos, limando y engrasando, engrasando y limando, hasta que al fin empezó a resbalar por la ranura, pero con lentitud desesperante. A las 10 de la mañana se disipó la bruma y apareció el sol, pero la cabina seguía atascándose en la mitad de su recorrido. A las diez y cuarto sucedió lo que estaba temiendo hacía una hora. Con su voz impasible, el jefe de control anunció en el altavoz:
-Escuadrilla 603, despeguen y diríjanse a la base de patrulla; recibirán nuevas instrucciones en vuelo. Escuadrilla 603, ¡despegue lo más rápidamente posible!-
Cuando oprimí la puesta en marcha y el motor empezó a zumbar, el cabo bajó del aparato y montó el dedo medio sobre el índice para desearme buena suerte.
El tío George y la sección que iba a la cabeza despegaron en medio de una nube de polvo; Brian Carbury me lanzó una mirada y puso sus dos pulgares hacia arriba. Hice un movimiento afirmativo con la cabeza y di gas a fin de despegar desde Hornchurch por última vez. Eramos solamente ocho en la escuadrilla. Pusimos proa al sudeste, tomando altura a todo gas y en línea recta. Hacia los 3.600 metros salimos de las nubes. El resplandor del sol me impedía ver el avión más próximo, incluso en los virajes. Miraba ansiosamente hacia adelante, pues el controlador nos había advertido que, por lo menos, unos cincuenta cazas enemigos se acercaban a gran altura. Nadie gritó cuando los divisamos, pues todos los vimos al mismo tiempo. Debían volar entre 150 y 300 metros más alto que nosotros y avanzaban como una nube de langostas. Me coloqué automáticamente en línea de combate. Un momento después estábamos en medio de ellos y cada uno tuvo que actuar por su cuenta. Durante los diez minutos siguientes hubo una verdadera barahúnda de aviones y balas trazadoras cruzándose en todas direcciones. Un Messerschmitt cayó envuelto en llamas a mi derecha; un Spitfire pasó como una tromba, dando media vuelta de campana. Hice un viraje, tratando desesperadamente de ganar altura, con mi aparato literalmente colgando de su hélice. En aquel momento, debajo de mí justamente y un poco a la izquierda, divisé el blanco ideal: un Messerschmitt que subía con el sol en la espalda. Me aproximé a menos de 200 metros y desde una posición levemente lateral le lancé una ráfaga de dos segundos; se desprendieron fragmentos de sus alas y empezó a salir un humo negro del motor, pero mi enemigo seguía volando. Como un loco y sin apartarme de él, le lancé una nueva rociada que duró tres segundos. Surgieron unas llamas rojas, el alemán entró en barrena y desapareció de mi vista. En ese mismo momento noté una explosión formidable, que me arrancó la palanca de las manos, mientras que todo mi avión se estremecía como un animal herido: un Messerschmitt me había acertado con sus ráfagas. Unos instantes después la carlinga era una hoguera. Instintivamente alcé los brazos para abrir la cabina. No se movió. Me arranqué las correas y conseguí entreabrirla, pero me costó algún tiempo, y cuando me dejé caer en mi asiento, buscando la palanca para poner el aparato boca abajo, el calor era tan intenso que me sentí desvanecer. Recuerdo un instante en que experimenté un dolor atroz. «¡Ya está!», pensé. Me llevé las manos a los ojos y perdí el conocimiento.
Cuando volví en mí estaba fuera del aparato y caía rápidamente. Tiré entonces de la anilla de mi paracaídas y una brusca sacudida frenó mi descenso. Al mirar hacia abajo vi completamente quemada la pierna izquierda de mi pantalón. Iba a caer en el mar y la costa inglesa estaba lejos. Al llegar a unos seis metros sobre el agua traté de soltarme del paracaídas, pero no lo conseguí, y entré en contacto con la superficie. Según me contaron más tarde, mi aparato entró en barrena a unos 7.500 metros de altura y yo había salido de él a los 3.000 metros, si haber recobrado el conocimiento. Esta explicación debía ser exacta, pues tenía una gran cortadura en la parte superior del cráneo, que debí hacerme al caer en el interior de la carlinga.
El agua no estaba muy fría y comprobé con satisfacción que mi chaleco salvavidas me sostenía en la superficie. Quise mirar mi reloj: había desaparecido. Entonces por vez primera noté que tenía quemaduras atroces en las manos; la piel, descolorida horriblemente hasta la muñeca, se me caía a jirones. El olor de la carne quemada me produjo una ligera náusea. Cerrando un ojo, pude ver que tenía los labios abultados como neumáticos. El correaje de mi paracaídas me causaba un dolor muy vivo en un costado, lo cual me hizo comprender que también tenía quemada la cadera izquierda. Hice un nuevo esfuerzo para soltarme del paracaídas, pero tuve que desistir por el vivísimo dolor que tenía en las manos. Me tumbé para hacer la plancha y reflexionar sobre mi situación; tenía las manos quemadas, la cara también, y, a juzgar por el dolor que me producía el sol, me parecía muy poco probable que desde la costa, a muchas millas de distancia, alguien me hubiera visto caer, y aún más improbable que viniera un barco en mi socorro. Calculé que podría mantenerme a flote unas cuatro horas con mi “Mae West”. Tal vez me había alegrado demasiado pronto de haber salido vivo del avión. Al cabo de media hora mis dientes castañeteaban, y para evitarlo me puse a canturrear una especie de canto monótono, interrumpido de vez en cuando por gritos pidiendo socorro. Es difícil imaginar un pasatiempo más inútil que el de pedir auxilio en pleno mar del Norte, con una gaviota solitaria por toda compañía; pero esto me proporcionó cierta melancólica satisfacción, ya que había escrito hacía algún tiempo un cuento donde el protagonista, al caerse de un barco, se comportaba exactamente de la misma manera. Por cierto, el cuento fue rechazado por el editor.
El agua me empezó a parecer más fría y noté con sorpresa que la cara seguía quemándome, a pesar de que el sol se había puesto. Quise mirarme las manos y, al no verlas, comprendí que estaba ciego. Iba a morir. Como en un sueño recuerdo haber oído gritar; la voz me parecía lejana y sin ninguna relación conmigo.
En aquel momento unos brazos caritativos me alzaron y me subieron sobre la borda, me liberaron del paracaídas y me metieron entre los labios hinchados una botella de cognac. Sentí una voz decir: -Muy bien, Joe. Es uno de los nuestros y todavía respira- Estaba salvado.
Debí mi salvación a la lancha de salvamento de Margate. Unos vigías, desde la costa, me habían visto caer y me estaban buscando desde hacía tres horas. Mis salvadores, mal informados, iban a emprender el regreso, cuando, por una ironía de la suerte, mi paracaídas les había señalado mi presencia. Estaban entonces a 15 millas de Margate.
Mientras estuve en el agua había permanecido en un estado semiinconsciente y no había sufrido mucho. Pero al recobrar el conocimiento por completo sentí un dolor tal que casi me puse a aullar. Aquellas buenas gentes me instalaron lo más confortablemente posible; colocaron una especie de tienda para proteger mi cara del sol y llamaron a un médico por radio. Me pareció que tardábamos una eternidad en llegar a tierra. Me colocaron en una ambulancia, que salió inmediatamente hacia el hospital. Conservé mi lucidez durante todo el tiempo, aunque no veía nada. Una vez en el hospital, tuvieron que cortar el uniforme para desnudarme; a requerimiento de una enfermera indiqué el nombre de mi más próximo pariente, y luego, con un inmenso alivio, sentí como una aguja hipodérmica se clavaba en mi brazo...


Fuente: Gran Crónica de la Segunda Guerra Mundial.

domingo, 12 de enero de 2014

España: El desastre de Annual (1921)

Desastre de Annual


La batalla de Annual (episodio conocido en la historiografía española como Desastre de Annual) fue una grave derrota militar española ante los rifeños comandados por Abd el-Krim cerca de la localidad marroquí de Annual, el 22 de julio de 1921, que supuso una redefinición de la política colonial de España en la Guerra del Rif.
La crisis política que provocó esta derrota fue una de las más importantes de las muchas que socavaron los cimientos de la monarquía liberal de Alfonso XIII. Así, los problemas generados por Annual fueron causa directa del golpe de Estado y la dictadura de Miguel Primo de Rivera.


Cadáveres españoles en Monte Arruit. La foto fue tomada meses después del desastre, tras volver a recuperar las posiciones el ejército español.

Antecedentes

El 12 de febrero de 1920 el general Manuel Fernández Silvestre tomó posesión del cargo de Comandante General de Melilla. Con la idea de llegar hasta la bahía de Alhucemas, centro de operaciones de la tribus rifeñas más belicosas, en enero de 1921 empezó el avance para acabar con la escasa resistencia existente. La empresa era arriesgada, ya que los soldados españoles, en su mayoría procedentes de reclutas forzosas, estaban muy poco entrenados, mal pagados y alimentados, pésimamente armados (con fusiles y artillería pesados y anticuados) y peor calzados (abarcas y alpargatas), se desmoralizaban enseguida y tenían verdadero pavor a los rifeños. Había asimismo serios problemas de corrupción tanto a nivel de intendencia y oficialidad como entre la tropa, que vendía sus propios fusiles y municiones a los rifeños.[cita requerida]
Sin embargo, entre mayo de 1920 y junio de 1921 Silvestre protagonizó un espectacular progreso, rápido e incruento: avanzó 130 kilómetros sobre el Rif en un total de 24 operaciones, estableciendo 46 nuevas posiciones sin apenas sufrir bajas;1 ocupó Tafersit, adelantó el frente hasta el río Amekrán y obtuvo la sumisión de las cábilas de Beni Ulixek, Beni Said y Temsaman, llegando a acuerdos con sus cabecillas, ofreciéndoles dinero a cambio de su amistad. Todos en España creían que por fin se alcanzaría la bahía de Alhucemas y finalizaría la sangría de Marruecos.
Pero tal ilusión pronto se derrumbó de manera cruenta. Silvestre había cometido el error de no desarmar a las tribus rifeñas cuya lealtad había comprado y precisamente por esto, extendió mucho más de lo prudente sus líneas de abastecimiento. Las fuerzas de la comandancia de Melilla se distribuyeron entre nada menos que 144 puestos y pequeños fuertes o blocaos, a lo largo de 130 kilómetros de zona ocupada, con una parte de ellos dedicados, además, a tareas puramente burocráticas. Los blocaos se situaban siempre aprovechando los lugares altos, pero a pesar de que desde estas posiciones se podían dominar amplias zonas, normalmente no había agua, lo que obligaba a ir a por ella con reatas de mulas periódicamente, a veces a diario (conocidas entre los soldados como "aguadas"). La distancia entre estos emplazamientos era variable, de 20 a 40 kilómetros, según el terreno, y con fuerzas tan repartidas no era posible hacer frente de manera eficiente a un ataque del enemigo. Las condiciones de los soldados, ya de por sí malas, eran pésimas en los blocaos. Los suministros escaseaban, durante el día hacía mucho calor y por la noche mucho frío. Las ratas y los piojos eran habituales en fortificaciones y campamentos.
Así las cosas, en mayo de 1921, el grueso del ejército español estaba en el campamento base instalado en la localidad de Annual. Desde allí Silvestre esperaba realizar el avance final sobre Alhucemas. Entre Melilla y este campamento había tres plazas fuertes separadas unos 31 km entre sí, y en torno a él un anillo formado por otros pequeños fortines, cada uno con una guarnición que variaba entre 100 y 200 soldados. En la costa se habían ocupado las dos posiciones de Sidi Dris, cercana a la desembocadura del río Amekrán, y Afrau, algo más a retaguardia.
Hasta este punto apenas se había disparado un solo tiro, aunque se guardaban las distancias con las tribus hostiles, y en las pequeñas escaramuzas que se producían apenas sí hubo algunas bajas.


El preludio


La ocupación de Abarrán

A finales de mayo, una delegación de la cabila de los Tensamán convenció a Silvestre para que cruzara el río Amerkan y estableciera una posición en el monte Abarrán, en contra de las órdenes de su jefe, el Alto Comisario de España en Marruecos, general Berenguer.



Mapa con los combates entre españoles y tropas rifeñas en Marruecos que dieron como resultado el Desastre de Annual


Un contingente de 1.500 hombres, al mando del comandante Villar, llegó a la posición la mañana del 1 de junio de 1921, estableciendo una base fortificada. Al mando de la posición quedó el capitán Juan Salafranca Barrio, cuyas fuerzas consistían en la harka amiga de Tensamán, unos 200 policías indígenas y 50 soldados españoles, y Villar se volvió a Annual. Cuando los rifeños comenzaron el ataque a las 18:00, la harka de Tensamán se les unió, así como muchos de los policías rifeños. Los españoles sufrieron 141 bajas,2 incluyendo a todos los oficiales, a excepción del teniente de artillería Diego Flomesta Moya, al que los rifeños dejaron vivo para que arreglase los cañones y les enseñase a usarlos, negándose a ello, lo mismo que a ser curado de sus heridas, y a comer, por lo que murió de hambre en cautividad el 30 de junio.3

Defensa de Sidi Dris

Decidido por el éxito, Abd el-Krim dirigió entonces sus tropas contra la posición costera Sidi Dris, a la que llegó la madrugada del día siguiente, 2 de junio. Sidi Dris fue asaltada durante 24 horas, siendo rechazados por la defensa realizada por el comandante Julio Benítez Benítez, que tuvo 10 heridos (él mismo incluido), por 100 rifeños muertos.4

Abd el-Krim gana adeptos

A pesar del fracaso de Sidi Dris, la toma de Abarrán demostró a los rifeños la vulnerabilidad de los españoles. Abd el-Krim no dudó en exhibir los cañones y el material tomados, convenciendo a los rifeños que unidos podrían derrotar a Silvestre y obtener un gran botín, de modo que en pocos días los efectivos de su harka pasaron de 3.000 a 11.000 hombres.
Silvestre, creyendo que se trataban de acciones aisladas, no adoptó ninguna medida especial. Ocupó en respuesta Igueriben el 7 de junio de 1921, manteniendo de ese modo una posición adelantada entre Izumma y Yebbel Uddia, con la idea de defender el campamento de Annual por el lado sur. Después marchó a Melilla, para entrevistarse con su superior, el Alto Comisario Berenguer, y solicitarle refuerzos, municiones, víveres para la población y dinero para comprar a los rifeños antes de iniciar la ofensiva final.

La caída de Igueriben

El 17 de julio Abd el-Krim, antiguo funcionario de la Administración española en la Oficina de Asuntos Indígenas en Melilla, al mando de la cabila de los Beniurriagel (Ait Waryagar), y con el apoyo de las tribus cabileñas presuntamente aliadas de España, lanzó un ataque sobre todas las líneas españolas.
Igueriben, guarnecida por 350 hombres bajo el mando del comandante Benítez, el defensor de Sidi Dris, no tardó en quedar sitiada. El 17 de julio Abd el-Krim inició el asalto, y la posición cayó el 22 de julio. Durante cinco días, y a pesar del esfuerzo heroico de tres columnas de refuerzo,5 los españoles habían sido incapaces de auxiliar la posición de Igueriben, fracaso que hizo cundir la desmoralización entre las tropas de Annual.


Primeras informaciones del Desastre de Annual:
Entró el general (Silvestre) en Igueriben, y los rebeldes (que indudablemente vieron entrar el grupo y supusieron que se trataba de Silvestre) se lanzaron con premeditada táctica y con imponderable furia, logrando cercar. El general decidió la retirada, y con las fuerzas se retiró a Annual; pero bien pronto vio que el retroceso había sido inútil y que se imponía una retirada más completa de la primera línea.
Entonces lanzó mensajes radiofónicos a Tetuán y a Ceuta, que algún barco recogió y reexpidió a Madrid, declarando que se hallaba en situación desesperada y anunciando que, bajo su responsabilidad, ordenaba la evacuación de todas las posiciones avanzadas con la consigna de que las fuerzas se reunieran en el campamento de Dar-Drius. Se emprendió, pues, el repliegue general y, en su primera parte fue ordenado y, relativamente, con poco fuego; pero el enemigo, advertido del movimiento, se lanzó impetuosamente sobre algunas compañías peninsulares y sobre los grupos de Regulares. ¿Aguantaron todos estos con la debida cohesión? ¿Hubo vacilaciones o, lo que es peor, defecciones? Esto se aclarará en las informaciones. (...)
Terminaba el repliegue y el general Silvestre seguía en la posición Annual, cercada por los Beni Urriaguel. En persona fue ordenando el desfile de las últimas secciones. Parece que se le hicieron algunas indicaciones; pero se resistió a dejar aquel sitio.

La caída de Annual

Tras estos sucesos se concentró alrededor del campamento gran cantidad de fuerzas rifeñas, mientras que la moral del ejército español caía por los suelos. Al comenzar el asedio de Igueriben había unos 3.100 hombres presentes en Annual. Al cabo de dos días se incorporaron 1.000 más, y dos días después llegaron otros 900 de refuerzo. Así pues, el 22 de julio Annual acogía a unos 5.000 hombres (3.000 españoles y 2.000 indígenas), con una fuerza de combate de 3 batallones y 18 compañías de infantería, 3 escuadrones de caballería y 5 baterías de artillería. Sobre ellos iban a lanzarse unos 18.000 rifeños6 bajo el mando de Abd el-Krim, armados con fusiles[7] y espingardas.


El empresario Horacio Echevarrieta y el líder rifeño Abd el-Krim, durante la reunión que mantuvieron ambos en 1923.

El campamento de Annual disponía de víveres para cuatro días y municiones para un día de combate, pero carecía de reservas de agua. El general Silvestre, consciente de la imposibilidad de defender la posición, acordó con sus oficiales la evacuación del campamento. Sin embargo, a las 3:45 del día 22 llegó un mensaje de radio del Alto Comisario Berenguer, prometiendo la llegada de refuerzos desde Tetuán. Una hora más tarde el general Silvestre comunicó de nuevo a Berenguer y al Ministro de la Guerra, Luis Marichalar y Monreal, su desesperada situación y su decisión de tomar urgentes determinaciones.
Al rayar el alba tuvo lugar una segunda reunión de oficiales, en la que Silvestre dudó entre la evacuación inmediata y la espera de la llegada de refuerzos. Las dudas se despejaron cuando se tuvieron noticias del avance de tres columnas rifeñas de unos 2.000 hombres cada una. Ante esta información, el general ordenó evacuar, anunciando su intención de replegarse a los fuertes de Ben Tieb y Dar-Drius, posición esta última, que reunía las características para albergar gran cantidad de tropa y con el abastecimiento de agua muy fácil.
La retirada comenzó a las 11:00 horas: había dos convoyes, uno para retirar los mulos con la impedimenta, y otro para el grueso de la tropa, los heridos y el armamento pesado. Pero para entonces las alturas del norte, que dominaban los caminos de huida ya habían sido tomadas por los rifeños. La gran mayoría de los policías indígenas que las defendían se pasaron al enemigo, matando a sus oficiales españoles.8 De modo que cuando las tropas españolas abandonaron el campamento, comenzaron a recibir disparos. En ese momento comenzó el caos: los dos convoyes de evacuación se mezclaron sin ningún tipo de orden de hombres, mulos y material. En medio de la confusión, los oficiales perdieron el control de la situación. Sin nadie que cubriera su retirada, los hombres trataron de ponerse a cubierto de las balas corriendo hacia delante. Los carros, el material y los heridos comenzaron a ser abandonados; muchos oficiales escaparon ajenos a su deber, y la retirada ordenada no tardó en convertirse en una desbandada general bajo el fuego de los rifeños.



Oficiales liberados tras las gestiones de Echevarrieta: De i. a d. Col. Araujo, General Navarro, TCol. Manuel López Gómez, TCol. Eduardo Pérez Ortiz y Cte. de Cab. José Gómez Zaragoza.

Algunos oficiales y unidades mantuvieron la calma y lograron ponerse a salvo con un número de bajas relativamente pequeño; pero, en su inmensa mayoría, los soldados salieron a la carrera y en completo desorden. El desastre pudo haber sido mayor si los Regulares al mando del comandante Llamas no hubiesen resistido en las alturas del sur. Ello dio tiempo a los huidos para pasar por el angosto paso de Izumar, evitando así una muerte segura a manos de los rifeños. Los Regulares se replegaron por escalones, retrocediendo monte a través en paralelo a la carretera, sin mezclarse con la riada de soldados en fuga. Silvestre, que aún estaba en el campamento cuando comenzó el desastre, murió en circunstancias no esclarecidas, y sus restos nunca fueron encontrados. Mientras una versión dice que, al ver el desastre, fue a su tienda de campaña y se voló la cabeza, otra versión dice que fue abatido a tiros por los rifeños junto con el coronel Manella y varios oficiales que trataban de defenderse. Una última versión cuenta que sus impropias últimas palabras, dirigidas a sus hombres en estampida, fueron: ¡Huid, huid, que viene el coco...!9
En las cuatro horas aproximadas que duró el desastre murió un total aproximado de 2.500 españoles, a los que hay que sumar los ocupantes, 1.500 en total, de las posiciones de Talilit, Dar Buymeyan, Intermedias B y C, Izumar, Yebel Uddia, Mehayast, Axdir Asus, Tuguntz, Yemaa de Nador, Halaun y Morabo de Sidi Mohamed, todos muertos. Quedaron 492 prisioneros españoles de los que sobrevivieron 326. Algunos de ellos fueron liberados al comienzo de la misión de rescate llevada a cabo, entre otros, por los miembros de la Delegación de Asuntos Indígenas Gustavo de Sostoa y Luis de la Corte Lujan; los demás cautivos fueron liberados finalmente el 27 de enero de 1923, tras las negociaciones llevadas a cabo con Abd el-Krim por parte de Horacio Echevarrieta, a cambio de 80.000 duros de plata.


Carga del río Igan, por Augusto Ferrer-Dalmau.

El asedio de Monte Arruit

Las pocas fuerzas que pudieron salir vivas, bajo el mando del general Navarro, segundo jefe de la Comandancia de Melilla, retrocedieron hasta Dar Drius, posición bien fortificada y con agua disponible. Sin voluntad de resistencia, creyendo que todo estaba perdido, se replegaron hacia Barbel y Tistuin. En la marcha, al llegar al río Igan, se produjo una nueva huida de oficiales, seguida de la estampida de sus tropas. En medio de aquella desbandada, el Regimiento de "Cazadores de Alcántara", 14 de Caballería, mandado por el teniente coronel Fernando Primo de Rivera y Orbaneja, hermano del futuro dictador, trató de proteger la retirada enfrentándose a las oleadas de indígenas primero con sus ametralladoras y después con sucesivas cargas de caballería. Su sacrificio fue enorme, pues de los 691 jinetes que lo componían, 471 murieron, lo que supuso un 80 por ciento de bajas. Pero gracias a su acción muchos soldados que huían tuvieron tiempo de ponerse a salvo.9 10 El teniente coronel Primo de Rivera recibió a título individual la Cruz Laureada de San Fernando, la máxima condecoración militar española, y en 2012 el Consejo de Ministros concedió la Laureada Colectiva al Regimiento,11 siendo entregada por Juan Carlos I de España el 1 de octubre de 2012.12
Finalmente, tras seis días de agotadora marcha, alcanzaron el campamento de Monte Arruit, una posición más difícil de defender pero más fácil de socorrer que Dar-Drius. Aquí, los 3.017 hombres de Navarro intentarían recomponerse, pero pronto Monte Arruit fue también cercado, y cortados sus suministros. El 2 de agosto cayó Nador, siendo su guarnición la única que, tras rendirse, fue respetada por los rifeños. Con la caída de esta plaza quedó sentenciado el destino tanto de Monte Arruit como de Zeluán, asediada desde el 24 de julio. Ésta se rindió el 3 de agosto, siendo los supervivientes asesinados, y los oficiales, el capitán Carrasco y el teniente Fernández, quemados vivos.13
Navarro desistió de intentar una huida desesperada hacia Melilla, negándose a abandonar a sus heridos. Al agotamiento físico había que sumar la desmoralización de la tropa, en algunos momentos al borde de la insurrección, y la carencia de agua (sólo tenían los bloques de hielo que dos aviones dejaban caer sobre la posición). El 31 de julio una granada destrozó el brazo de Primo de Rivera, que fue operado sin anestesia, y murió el 5 de agosto por causa de la gangrena. Vistas las condiciones, el general Berenguer, Alto Comisario de España en el protectorado, autorizó la rendición formal el 9 de agosto, a pesar de que ese día llegó de la Península un refuerzo de 25.000 soldados. Se pactó con los rifeños la entrega de las armas a cambio de respetar la vida de los soldados. Una vez aceptadas las condiciones por los hombres de Abd el-Krim, los españoles salieron de la posición y amontonaron sus armas. Los heridos y enfermos comenzaron a alinearse en la puerta del fuerte, preparándose para la evacuación. Pero cuando se dio la orden de partir, los rifeños atacaron a los indefensos españoles, degollando a casi todos. Sobrevivieron 60 hombres de los 3.000 que se refugiaron allí, y salvó la vida el general Navarro de casualidad. Los cadáveres fueron recogidos y enterrados en los cementerios de Monte Arruit, Zeluán y Melilla por los Hermanos de La Salle, quienes, además, instalaron en su colegio (situado en el Cerro de Santiago) un hospital que permitió a Cruz Roja curar y atender a los soldados heridos.14


Cadáveres encontrados en Annual

Resultados

Pronto corrió la noticia de la victoria rifeña, y tanto las cabilas como parte de las fuerzas marroquíes al servicio de España se sumaron a la guerra santa proclamada por Abd el-Krim.15 Ninguna ayuda llegó desde Melilla, situada a unos 40 km, y así las pocas unidades que aún conservaban la disciplina se vieron obligadas a retirarse bajo el constante acoso enemigo hasta Melilla. Se produjo así una espantosa retirada en la que los rifeños asesinaron y torturaron a los heridos, enfermos y a la población civil dejada atrás.[cita requerida] Las guarniciones de las posiciones murieron tras duros combates. Lograron escapar vivos los defensores de Afrau, rescatados por la Armada y el destacamento de Metalsa, que logró llegar a las posiciones francesas de Hassi Ouzenga tras perder dos terceras partes de sus efectivos. En Dar Quebdana, el comandante pactó la rendición, pero en cuanto ésta tuvo lugar él y sus hombres fueron descuartizados.
Tan terrible derrota se saldó, según el expediente Picasso, con 13.363 muertos (10.973 españoles y 2.390 indígenas), por sólo 1.000 rifeños. No obstante, las cifras seguramente fueron inferiores, ya que los registros eran a menudo hinchados para cobrar más soldadas y recibir más suministros. El comandante Caballero Poveda16 calculó el total de bajas españolas en 7.875 hombres. Indalecio Prieto calculó en 8.668 los españoles muertos o desaparecidos en octubre de 1921. Por último, Juan Tomás Palma Romero17 estimó en 8.180 los muertos o desaparecidos. En todo caso, había tantos cadáveres que se decía que, del segundo día en adelante los buitres sólo comían de comandante para arriba. A las pérdidas humanas se añadieron las de material militar (20.000 fusiles, 400 ametralladoras, 129 cañones, aparte de municiones y pertrechos) y la destrucción de las infraestructuras (líneas férreas y telegráficas, hospitales, escuelas, cultivos, etc.) construidas con el dinero y el esfuerzo español a lo largo de 12 años.

El desastre de Annual provocó una terrible crisis política. El gobierno de Allendesalazar se vio obligado a dimitir, y en agosto de 1921, el rey Alfonso XIII encarga a Antonio Maura formar un gobierno de concentración nacional del que formaron parte todos los grupos políticos. Este gobierno estuvo dividido entre quienes deseaban una intervención más decidida en Marruecos y los partidarios del abandono. Llegó a decir Indalecio Prieto en las Cortes:
Estamos en el periodo más agudo de la decadencia española. La campaña de África es el fracaso total, absoluto, sin atenuantes, del ejército español.
El ministro de la Guerra ordenó al general Juan Picasso elaborar un informe conocido como Expediente Picasso, en el que, a pesar de diversas acciones obstructivas, se señalaban múltiples errores militares, calificando de negligente la actuación de los generales Berenguer (Alto Comisario) y Navarro (2º Jefe de la Comandancia General de Melilla) y de temeraria la del general Silvestre.
Quedaban desestimados los testimonios infundados de que el Rey había animado, con el telegrama: "Olé los hombres", la penetración irresponsable de Silvestre hasta puntos alejados de Melilla sin contar con una defensa adecuada en la retaguardia.
Pero la crisis política continuaba. El gobierno de Maura cayó en marzo de 1922 y tras él los gobiernos de Sánchez Guerra y García Prieto. Antes de que el informe Picasso se debatiera en el Pleno de las Cortes, el general Miguel Primo de Rivera dio un Golpe de Estado el 13 de septiembre de 1923, decidido a poner fin a la deriva política.
Con respecto al Rif, Abd el-Krim extendió su dominio por todo el protectorado español, creando la República del Rif, que llegó en 1924 a la cumbre de su poder. Sin embargo, su éxito y sus ataques al Marruecos francés determinaron el giro de la política de Primo de Rivera, hasta entonces pasiva y de contención, frente al problema del Rif. España se entendió con Francia para hacer frente común a los rifeños y pasó a la ofensiva. Con el éxito rotundo del Desembarco de Alhucemas, en 1925, Primo de Rivera obtuvo una posición fuerte que le permitió pacificar la zona en menos de un año y restituir la autoridad española en el Protectorado.

Referencias

  1. Un total de 10 muertos y 60 heridos
  2. 25 muertos o desaparecidos (6 oficiales, 18 soldados españoles y 1 soldado indígena) 59 heridos (24 soldados españoles y 35 soldados indígenas) y 76 desertores o desaparecidos indígenas.
  3. Por todo ello se le concedió a título póstumo la Laureada por Real Orden de 23 de junio de 1923.
  4. SHM. Historia de las Campañas de Marruecos. Tomo III. Madrid, 1981. Pp. 409-410
  5. sufrieron 31 muertos y 129 heridos,
  6. Caballero Poveda, Fernando. La Campaña del 21 en cifras reales (I) y (II), en: revista "Ejército", Nº 522 y 523. Madrid, 1984.
  7. Unos 8.000, de los que 3.450 serían Mauser.
  8. Ibidem.
  9. Losada p.417
  10. [1], [2], [3] y [4]
  11. «Concedida la Cruz Laureada de San Fernando al Regimiento Alcántara» (en español). Ministerio de Defensa de España (1 de junio de 2012). Consultado el 4 de junio de 2012.
  12. «El Rey otorga la máxima condecoración a los héroes olvidados de Annual» (en español). Libertad Digital (1 de octubre de 2012). Consultado el 1 de octubre de 2012.
  13. Expediente Picasso, p. 271 y ss.
  14. InfoMelilla.com: "La Salle de Melilla camina a su primer siglo al servicio de los escolares" (14 de marzo de 2011)
  15. Con el alzamiento contra España de las cabilas de Beni Uleixec, Gueznaia, Beni Said y M'talza, casi todo el territorio oriental del Protectorado quedó en manos rifeñas.
  16. La Campaña del 21 en cifras reales (I) y (II). Revista "Ejército". Nº 522 y 523. Madrid, 1984.
  17. Annual 1921. 80 años del Desastre. Almena, Madrid, 2001. Pp. 169-171.

Bibliografía


  • Leguineche Bollar, Manuel (1996). Annual 1921: el desastre de España en el Rif. Madrid: Ed. Alfaguara. ISBN 84-204-8235-8.
  • Palma Moreno, Juan T. (2001). Annual 1921 : 80 años del desastre. Madrid: Almena Ediciones. ISBN 84-930713-9-0.
  • Carrasco García, Antonio (1999). Annual 1921 Las imágenes del desastre. Madrid: Almena Ediciones. ISBN 84-96170-20-9.
  • Francisco, Luis Miguel (2005). Annual 1921, crónica de un desastre.
  • La Porte Fernández-Alfaro, Pablo (2003). El desastre de Annual y la crisis de la Restauración en España (1921-1923). Alcalá de henares, UCM. Disponible online en: [5] (22'28 Mb), [6] (13'53 Mb) y [7] (22'72 Mb).
  • Silva, Lorenzo (2001). Del Rif a Yebala. Viaje al sueño y la pesadilla de Marruecos.
  • Sender, Ramón J. (1930). Imán. Editorial Destino. ISBN 84-233-3344-2.
  • Eduardo Pérez Ortiz (2010). 18 Meses de cautiverio. De Annual a Monte-Arruit. Crónica de un testigo.. Editorial Interfolio. Colección Leer y Viajar Clásico ISBN 978-84-936950-9-5.
  • Losada, Juan C. (2006). Batallas Decisivas de la Historia de España. Punto de Lectura. ISBN 84-663-6845-0.


Wikipedia

sábado, 11 de enero de 2014

Argentina: Parish y Rosas

Rosas y uno 
Por Rolando Hanglin | Para LA NACION 

Esta columna no debería pertenecer a la serie de los "pensamientos" sino, más bien, a la de las "confesiones". Cuando uno llega a cierta edad, tiende a decir su verdad profunda, por lo menos hasta donde la conoce, ya sin ánimo de impresionar a nadie. Es hora de mostrarse. 

Fui educado en la línea "San Martín-Rosas-Perón". Mi madre, la profesora de Historia Salomé Unia, contaba los acontecimientos argentinos desde 1810 como una atrayente novela, y en esa trama había tres héroes, todos generales del Ejército: San Martín, Rosas y Perón. Mi padre Roddy (más completo: Rowland Ruddock Hanglin) era anglo-argentino. Para algunos sonará raro, pero mi padre fue fervoroso peronista y, con el correr de los años, se hizo partidario de Arturo Frondizi. 

Estas son las ideas que uno ha mamado y que forman el pavimento de su propia mentalidad. Por aquel entonces, Rosas era sinónimo de anti-británico, y conviene recordar que, hasta los años 30-40, toda la política argentina estaba marcada por dicho tema. Desde 1770 en adelante, los ingleses tuvieron una intervención muy intensa en Argentina, Chile, Uruguay y Brasil. No hablemos ya de la India, Pakistan, Africa. El "anticolonialismo" fue una bandera de las naciones postergadas, en la primera mitad del Siglo XX. Después de la caída de Perón, en 1955, empezó a hablarse del imperialismo yanqui. Ya Perón había construido su gran movimiento social demonizando al influyente embajador americano en Buenos Aires, Mr. Spruille Braden. El slogan victorioso fue "Braden o Perón", y con esa consigna el coronel venció a todos los partidos políticos sumados, desde el conservador hasta el comunista. A partir de los años 60, en Argentina se entendió que el Reino Unido había pasado a la historia, y que el presente estaba dividido en dos mitades: el área USA y el dominio URSS. 

Por eso, los militares argentinos creyeron que "el viejo león apolillado" no reaccionaría si le quitábamos las Malvinas de un manotazo, y lo intentaron. Lo que siguió fue una cruel lección sobre las realidades de la vida. 

De todos modos: cuando yo tenía diez años (hace 55) todavía se juzgaba a Rosas como antibritánico, a primera vista, y la vuelta de Obligado se veía como una batalla heroica contra la prepotencia de Londres. 

Con los anglo-argentinos ocurre algo raro. Somos muchísimos, y muy variados: los chacareros de origen irlandés, los galeses de la Patagonia desde Arnold hasta Johnston, los escoceses de la Provincia de Buenos Aires, los ingleses que se adueñaron del comercio de la Capital a partir de 1806. Los de Temperley, los de Hurlingham, los de Belgrano, los de Luján, los de Lomas, los de Río Gallegos, los de Rawson, etc. Pero los intelectuales o dirigentes que se han hecho notar pertenecen a la izquierda, al nacionalismo, al peronismo o a la poesía independiente. Digamos: no tienen nada de probritánicos. Podemos contar a John William Cooke, William Patrick Kelly, Mario "Pacho" O´Donnell, Rodolfo J. Walsh, Rodolfo Fogwill, María Elena Walsh, y hasta Peter Campbell ("Peidro Canbél") que llegó con las invasiones inglesas y se quedó a vivir en las pampas, convirtiéndose en un gaucho colorado de bota de potro, coleta y dos aritos. Porque, señores, los gauchos usaban arito. No uno, sino dos. Casi estamos tentados de mencionar a Guillermo Brown y a Raúl Alfonsín Foulkes. La historia de nuestro país está llena de ingleses y anglos. Sin embargo, casi ninguno de ellos fue "pro-británico", en sus ideas y proclamas. Más bien, lo contrario. 

Cuando cursé mi secundario en el Colegio Nacional de Buenos Aires, los grandes referentes eran Domingo Faustino Sarmiento, Amadeo Jacques, Florencio Varela, Salvador María del Carril, Bernardino Rivadavia, Mariano Moreno, Manuel Belgrano. Todos liberales europeístas. Me sentía un poco incómodo frente a mi condiscípulo de primer año, "Charly" Ortiz de Rosas, rubio y de ojos celestes como el Restaurador. Rosas estaba descripto, en la historia oficial de aquellos días, como un Monstruo en su Orgía de Sangre. 

Cabe acotar que, en estas circunstancias, uno comprende que la línea San Martín-Rosas-Perón no existe como continuidad de personas afines, ni tampoco la línea Mayo-Caseros (1810-1852) sino que todo está mezclado, de manera que no es posible formar una guerra entre Buenos y Malos. 

El lector de temas históricos siente el impulso de investigar. Conocer, descubrir, entender. Naturalmente, es imposible investigar si uno tiene resuelta la sentencia desde el comienzo. Si ya conocés el resultado: ¿Para qué averiguar más? 

Yo también tuve 20 años. En aquella época, creía que lo mejor que podía pasarle a nuestro país era elegir presidente a don Arturo Jauretche. Fundador de FORJA, crítico de los alvearistas y rebelde ante los chupamedias de Perón, fue eyectado del peronismo en 1950. Permaneció como referente de los revisionistas y los nacional-populares con arraigo en la provincia de Buenos Aires, el territorio propio de Rosas. Más adelante, lo substituyó en la moda intelectual don Jorge Abelardo Ramos, un gran escritor de temas históricos y políticos. Y hoy parece estar de actualidad (otra vez) el Sr. Jauretche, mi favorito de los 20 años, cuando no había elecciones en nuestro país. Jauretche nunca tuvo la menor chance de subir al poder. No anduvo ni cerca. 

Cuando uno se encuentra con las cosas raras de la vida y la historia, entiende que debe empezar a estudiar. Porque todo, absolutamente todo, está en los libros. Y nada, absolutamente nada, hay en los foros de internet, más que insultos, exclamaciones, orgasmos de 4 letras y frases sueltas. 

Buscando, buscando, buscando, me encontré con el libro del señor Raed. 

¿ROSAS, CONDECORANDO AL EMBAJADOR INGLES? 

En mi adolescencia, lo normal era atribuirle al brigadier general Juan Manuel de Rosas la condición de caudillo bonaerense, jefe de los estancieros y dictador absoluto de la Nación, con el rótulo formal de gobernador de Buenos Aires, entre los años 1830 y 1852. Nos enseñaron que fue derrocado por Justo José de Urquiza en la batalla de Caseros, que luego se exilió en Inglaterra, y punto. Fue un nacionalista cabal, católico, patriota, duro con los indios y -sobre todo- enemigo de los ingleses. Hoy día lo reivindican todos los nacionalistas, de izquierda y de derecha. 

Al cabo de los años, uno se encuentra con el libro de José Raed: "Rosas y el cónsul general Inglés, las condecoraciones". ¿Qué condecoraciones? ¿Para los piratas que nos robaron las Malvinas? 

Mr. Parish

Y bien: hubo condecoraciones, no una sino tres. 

El condecorado fue Mr. Woodbine Parish, nacido en Londres el 14 de septiembre de 1786, hijo de Mr. Woodbine Parish y de Mrs. Elizabeth Headley. Este hombre perteneció al servicio exterior británico, revistando en Paris, Sicilia y Nápoles. Colaboró también con Mr. Thomas Maitland, quien -para los lectores que hemos seguido las publicaciones de Rodolfo Terragno y Juan Baustista Sejean- ostenta un nombre familiar, ya que presentó a la Corona Británica un plan estratégico destinado a conquistar Buenos Aires, luego Santiago de Chile, invadiendo después Lima por el Pacífico, y así arrebatar a los españoles el corazón monárquico de Hispanoamérica. ¡Exactamente lo que hizo San Martín! Ya estaba escrito y planeado por los ingleses antes del año 1800. 

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Toda nuestra historia huele a tweed, a puerto, a cuero, a foot-ball, a scotch-whisky. 

Seguramente, Mr. Parish prestó servicios discretos pero importantes a la Confederación Argentina que conducía Rosas. Estoy seguro de que el Restaurador no les regaló nada a los ingleses, y también estoy seguro de que lo recibieron con toda cordialidad en Southampton, porque el amor con amor se paga. Más que eso, no sé. 

Existen otros vasos comunicantes entre San Martín y Rosas. El Libertador mantuvo una cálida correspondencia con el Restaurador de las Leyes (es decir, el hombre del Orden) y le legó su famoso sable corvo, hoy custodiado por los Granaderos. En todos estos vasos intervienen los ingleses. 

El Sr. Woodbine Parish, cónsul general del Reino Británico en el Río de la Plata, recibió de Rosas, a través de su canciller don Felipe Arana: la condición de ciudadano honorario de la Confederación Argentina, el título de coronel de Caballería de la misma y el derecho a utilizar la bandera argentina, sus colores y escarapelas, en el escudo de armas de su familia. 

Todo esto: ¿A cambio de qué favores? 

Repito, no sabemos. Pero, Inglaterra nos había arrebatado las Islas Malvinas en una operación pirata, que aún pervive y, tal como van las cosas, puede durar un par de siglos más. Por otra parte, si los porteños no nos hicimos problemas al perder el Uruguay, el Paraguay, el Alto Perú, y hoy discutimos al general Roca porque cometió el atropello de salvar la Patagonia para nosotros... ¿Estamos tan dolidos por la pérdida de las Malvinas, cuando sólo hemos retenido el 40 por ciento del Virreinato del Río de la Plata? ¿O fingimos un patriotismo ensangrentado cuando las grandes derrotas nos resbalaron sobre la piel? ¿Somos patriotas o bufones? Y no se trata de que esos territorios fueran "propiedad" de Buenos Aires, sino de la integridad de una gran nación hispana-sudamericana equivalente al Brasil, cuya capital podía estar en Montevideo, La Paz o Río Cuarto. 

Rosas, después de la gesta de Obligado y los enfrentamientos con Francia e Inglaterra, fue derrocado por los unitarios y sus amigos (liberales europeístas) en 1852. Como él mismo lo testimonia, tenía todo organizado para subir -si Caseros resultaba adverso- a una chalupa inglesa y abandonar Buenos Aires, con destino a Londres. Con la ayuda del cónsul británico, Mr. William Gore, así lo hizo con sus 17 cajones de archivo y sus enormes baúles. En Inglaterra fue recibido con honores (una salva de 21 cañonazos en el puerto de Southampton, para escándalo de "The Times", que censuró a las numerosas personalidades de la nobleza y el funcionariado que acudieron a estrechar la mano del general Rosas, una mano "manchada de sangre") y luego administró su propia chacra inglesa durante 25 años. Había gobernado la provincia con mano de hierro, por 20 años. Manejó su "farm", cerca de Southampton, hasta su muerte, antes de cumplir 84. 

Su último amigo, en aquellos tristes años de exilio, fue el Sr. Justo José de Urquiza. El mismo que lo había depuesto, y que lamentó en sus cartas el "maldito día" en que se le ocurrió voltear a don Juan Manuel. 

PROGRAMA DE ESTUDIOS 

Estas noticias concernientes al Sr. Parish nos dejan estupefactos. Porque, además, los sobrinos del cónsul, señores John y William Parish Robertson, vivieron en estas tierras desde 1806 hasta 1830, y presenciaron toda la época de Rosas. Más aún: el señor Parish Robertson fue testigo privilegiado de la batalla de San Lorenzo (única librada por San Martín en nuestro territorio) y terminó comprando un campo en esa localidad, que finalmente... vendió a ¡los socios de Rosas, la familia Terrero! 

Dice, en su libro sobre Rosas-Parish, el Sr. Raed: "El obsequio efectuado por Rosas es de una gravedad sin precedentes que ningún otro gobernante, por obsecuente que fuera con alguna potencia extranjera, llegó a hacer como expresión de servilismo... 

Rosas estuvo íntimamente ligado a los intereses ingleses, mercantiles y comerciales, representando los objetivos de su clase, ganadera y terrateniente de la provincia de Buenos Aires, a veces coincidiendo con el Litoral...Las fuerzas de la revolución necesitaban imperiosamente el apoyo internacional de Inglaterra. Pero eso no significaba ponerse de rodillas". 

Agregamos algunos detalles: Rosas no participó de la revolución de mayo. Su ídolo y protector personal fue el virrey Santiago de Liniers, un monárquico francés, partidario del Ancien Régime, fusilado por orden de Moreno y/o Monteagudo. Juan Manuel se arrimó a Buenos Aires hacia 1820, para restaurar el orden, la ley, el respeto por la propiedad, la religión y la familia. 

En otras palabras: fue un caudillo español, precursor de Francisco Franco y del General Perón, que también fueron admiradores de Mussolini. 

¿Hay que enojarse? No, hay que estudiar un poco más. 

Si el lector encuentra que nuestra historia, según estas breves líneas que escribe un simple periodista, historiador aficionado si se quiere, está llena de paradojas, hasta el punto de que todo parece una cadena de mentiras e imposturas...le recuerdo que la Revolución Libertadora de 1955, como primera medida, prohibió que se pronunciara el nombre de Juan Perón. No sus ideas, no su historia, no su movimiento. No: su nombre. Surgieron así mil maneras de nombrarlo: "el tirano prófugo, el dictador depuesto, el canalla, el líder, el que te dije, el macho, el jefe, Pocho". 

En fin. Si esto es una revolución "libertadora", yo soy el Papa de Roma.

viernes, 10 de enero de 2014

PGM: Uniformes de los pilotos alemanes

Uniformes de la Fuerza Aérea Alemana en la Primera Guerra Mundial

 
Uniformes de la Fuerza Aérea Alemana en la Primera Guerra Mundial. Observador Aéreo a la izquierda y piloto a la derecha 


De arriba a abajo a la izquierda: El Tempranero Pusher fue uno de los primero aviones armados. Se le podía instalar una ametralladora pequeña en su frontal. El Albatros fue uno de los mejores aviones de guerra de la I Guerra Mundial. El D.F.W. biplano era utilizado como observador durante 1914-1915. Después fue utilizado como avión de entrenamiento. 

De arriba a abajo a la derecha: Oficial de la Fuerza Aérea en 1913. Cuerpo de Vuelo de 1917. 




De arriba a abajo y de derecha a izquierda: Uniformes de Oficiales de vuelo en 1914. Uniformes de Oficiales de Vuelo en 1917. Voluntarios de las mejores familias de Alemania. Mayor del Servicio aéreo en 1906. Oficiales Pilotos en el comienzo de la I Guerra Mundial en 1914. Escuadrón de acorazados alemanes con su zeppelin guardian. 



Arriba: Pilotos de guerra preparándose para volar en sus triplanos Focker en 1916
Abajo: Observadores alemanes en la I Guerra Mundial. Tenían que soportar un intenso frío y resistir las explosiones de las hojas de la hélice.

jueves, 9 de enero de 2014

Terrorismo: La mente de un enfermo


10 frases del Che Guevara (no tan grandiosas)

“Tengo que confesarte, papá, que en ese momento descubrí que realmente me gusta matar.”





Ernesto Guevara de la Serna, más conocido por su apodo, Che Guevara, nació en Rosario, Argentina en 1928, de padre de ascendencia irlandesa Ernesto Guevara Lynch y madre argentina Celia de la Serna.
El Che, quien fue una figura clave en la revolución cubana, y asimismo, luchó para incitar revoluciones comunistas en varios países de América del Sur, ha sido durante mucho tiempo el ídolo de los adolescentes de izquierda y estudiantes universitarios de Occidente, debido a la popularidad de algunas frases memorables en contra del consumismo en sus obras.
Irónicamente, su famoso retrato, que representa la cara vuelta hacia arriba adornada con la boina de un guerrillero comunista, se ha convertido en una de las fotografías más famosas y ampliamente comercializadas en la historia, apareciendo en todo tipo de productos, desde camisetas y jarros de café hasta banderas y carteles en las oficinas de campaña de Obama.
Sin embargo, el Che no es un inocente combatiente de la libertad. Apodado como “el Carnicero de la Cabaña”, el Che es reconocido por haber ordenado la ejecución de cientos de personas que se sospechaba que eran traidores a la ideología comunista. Disparaba con frecuencia a sus comandantes y soldados sin juicio, y en muchas ocasiones era, precisamente, él mismo quien realizaba las ejecuciones.
Después de apoderarse de Cuba con éxito, Guevara procedió a ordenar el encarcelamiento de homosexuales, del mismo modo, solicitó la ejecución de todos los disidentes políticos, restringió con suma dureza la prensa independiente, trató de prohibir el rock and roll y condujo a la economía cubana a la quiebra.
En su juventud, fue conocido incluso por muchos de sus amigos por ser un irremediable racista, y rara vez se bañaba, debido a su asma. En respuesta a la popularidad completamente inmerecida del Che entre los jóvenes anti-sistema en el Reino Unido y en todo el mundo, muchas organizaciones han comenzado a poner carteles con ciertas citas del guerrillero, titulados: “¿Quién dijo esto: el Che o Hitler?” Invariablemente, todas las citas, seleccionadas por su brutalidad, son de Guevara.
Siguiendo esa línea, aquí están diez de las citas más repugnantes del ‘luchador por la libertad favorito de todos los estudiantes universitarios, el comandante Che Guevara:
1. “Los jóvenes deben abstenerse de cuestionamientos ingratos de los  mandatos gubernamentales. En su lugar, tienen que dedicarse a estudiar, trabajar y al servicio militar.”
2. “¡Los jóvenes deben aprender a pensar y actuar como una masa. Es criminal pensar como individuos!”
3. Durante la crisis cubana de los misiles en octubre de 1962, el Che apoyó a Fidel en la confrontación nuclear con Estados Unidos. Se decepcionó cuando Khrushchev decidió retirar los misiles, ante la amenaza de una guerra nuclear (ver las Memorias de Nikita Khrushchev). Él le dijo al reportero británico Sam Russell del periódico socialista Daily Worker que “si los misiles hubiesen permanecido (en Cuba), los hubiésemos utilizado contra el mismo corazón de los Estados Unidos incluyendo a Nueva York. Nunca debemos establecer la coexistencia pacífica. En esta lucha a muerte entre dos sistemas tenemos que llegar a la victoria final. Debemos andar por el sendero de la liberación incluso si cuesta millones de víctimas atómicas.”
4. “Hay que acabar con todos los periódicos. Una revolución no se puede lograr con la libertad de prensa.”
5. “Para enviar hombres al pelotón de fusilamiento, la prueba judicial es innecesaria. Estos procedimientos son un detalle burgués arcaico. ¡Esta es una revolución! Y un revolucionario debe convertirse en una fría máquina de matar motivado por odio puro.”
6. “¡El odio es el elemento central de nuestra lucha! El odio tan violento que impulsa al ser humano más allá de sus limitaciones naturales, convirtiéndolo en una máquina de matar violenta y de sangre fría. Nuestros soldados tienen que ser así.”
7. El racismo de Che se hace evidente en estos comentarios en su diario de viaje: “Los negros, esos magníficos ejemplares de la raza africana que han mantenido su pureza racial gracias al poco apego que le tienen al baño, han visto invadidos sus reales por un nuevo ejemplar de esclavo: el portugués.  El desprecio y la pobreza los une en la lucha cotidiana, pero el diferente modo de encarar la vida los separa completamente.”
8. Y continúa …el negro indolente y soñador, se gasta sus pesitos en cualquier frivolidad o en ‘pegar unos palos’ (emborracharse), el europeo tiene una tradición de trabajo y de ahorro que lo persigue hasta este rincón de América y lo impulsa a progresar, aún independientemente de sus propias aspiraciones individuales.” En la película “Diarios de Motocicletas” omitieron esta observación incómoda del diario del Che.
9. El 18 de febrero de 1957 el guía campesino Eutimio Guerra, acusado de pasar información al enemigo, es enjuiciado por los rebeldes y condenado a muerte. A la hora de la ejecución, sus compañeros no se deciden a pasarlo por las armas, y es cuando el Che se adelanta, extrae su pistola matando de un disparo en la sien a Eutimio, describiendo el acto en su diario de la Sierra Maestra: “…acabé el problema dándole en la sien derecha un tiro de pistola [calibre] 32, con orificio de salida en el temporal derecho. Boqueó un rato y quedó muerto. Al proceder a requisarle las pertenencias no podía sacarle el reloj amarrado con una cadena al cinturón, entonces él me dijo con una voz sin temblar muy lejos del miedo: ‘Arráncala, chico, total…’ Eso hice y sus pertenencias pasaron a mi poder.” Posteriormente Che escribirá en su Diario: “…ejecutar a un ser humano es algo feo, pero ejemplarizante. De ahora en adelante aquí nadie me volverá a decir el saca muelas de la guerrilla.”
10. En una carta a su padre refiriéndose a dicha ejecución escribe: “Tengo que confesarte, papá, que en ese momento descubrí que realmente me gusta matar.”


miércoles, 8 de enero de 2014

Guerra franco-prusiana: Batalla de Amiens (1870)

Batalla de Amiens (1870)



La batalla de Amiens tuvo lugar el 27 de noviembre de 1870 entre un ejército francés y otro prusiano, acabando el combate con una clara victoria de estos últimos durante la Guerra franco-prusiana.

Los franceses, dirigidos por el general Faure lucharon contra los prusianos bajo Edwin Freiherr von Manteuffel en Amiens, Francia. Después de haber capitulado en Metz, los franceses se vieron obligados a abandonar la ciudad de Amiens. Más de 1.383 soldados franceses resultaron muertos y heridos, y alrededor de 1.000 fueron declarados como desaparecidos. Los alemanes perdieron 1.216 soldados y 76 oficiales.
Batalla de Amiens
Guerra franco-prusiana
Fecha27 de noviembre de 1870
LugarAmiensFrancia
ResultadoVictoria prusiana
Beligerantes
Flag of Prussia (1803).gif Reino de PrusiaBandera de Francia Francia
Comandantes
Edwin Freiherr von Manteuffel,
August Karl von Goeben
Jean Joseph Faure
Fuerzas en combate
30.00025.500
Bajas
1.216 soldados
76 oficiales
1.383 soldados muertos o heridos
1.000 desaparecidos


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