domingo, 30 de abril de 2017
PGM: El inventor de gas venenoso que la pasó muy mal por ello
Para el químico judío que inventó armas químicas, las consecuencias fueron terribles
La lluvia con su esposa y su familia fue trágica
Josh O'Connor | Timeline
Un ataque de gas alemán contra los soldados durante la Primera Guerra Mundial. Fechado 1914. (Archivo de historia universal / UIG vía Getty Images)
La niebla de color verde amarillento fluía hacia las tropas argelinas francesas en sus trincheras. Pensando que era humo para enmascarar un asalto alemán, los oficiales ordenaron a los hombres que se pusieran de pie y prepararan sus armas. Pero cuando la cegadora nube verde se derramó en sus trincheras, se dieron cuenta de que algo estaba horriblemente equivocado.
"El cloro se chamuscó los ojos y quemó el revestimiento de sus bronquios, causando ceguera, tos, náuseas violentas, dolor de cabeza y dolor en el pecho", escribe el historiador Jonathan Tucker. "Cientos de soldados se derrumbaron en agonía, sus insignias de plata y hebillas de inmediato empañado negro verdoso por el gas corrosivo."
Los argelinos corrieron aterrorizados, llegando a las trincheras británicas poco antes de que la ola de gas llegara allí, también.
"Claramente algo terrible estaba pasando", escribió el soldado británico Anthony Hossak en su diario. "¿Qué era? Los oficiales y los oficiales del Estado Mayor también se quedaron mirando la escena, atónitos y aturdidos; Porque en la brisa del norte llegó un olor acre y nauseabundo que hizo cosquillas en la garganta y nos hizo brillar los ojos.
La noche del jueves 22 de abril de 1915, marcó el comienzo del capítulo más horrible de la Primera Guerra Mundial: la "Guerra de los Químicos". La Convención de La Haya, que Alemania había firmado, prohibía los agentes químicos en la batalla. Pero el tabú se había roto. Los químicos británicos, franceses y americanos rápidamente comenzaron a desarrollar armas de gas propias.
El producto químico utilizado por primera vez en Ypres era el gas de cloro, o fosgeno. Fue la creación de Fritz Haber, un químico judío alemán que se convertiría en el "padre de la guerra química". No hay ninguna figura más polémica o paradójica en la química.
Profesor Fritz Haber en Berlín en 1919. (Agencia de Prensa Tópica / Getty Images)
En 1908, Haber había descubierto un método para crear amoniaco en un laboratorio, para su uso como fertilizante. Fue un descubrimiento crucialmente importante. El fertilizante aumentó enormemente la producción de la cosecha, pero hasta ese punto el amoníaco solo podía ser cosechado de fuentes limitadas y de origen natural como las excretas de los pájaros. Haber ganaría el Premio Nobel de Química de 1918 por la síntesis de amoníaco, considerada como la innovación tecnológica más importante del siglo XX. Se salvó a miles de millones de personas de hambre y todavía ayuda a alimentar a una mitad estimada de la población mundial de hoy.
Pero el proceso también podría utilizarse para fabricar explosivos. Con el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914, Haber, un patriota ferviente, se puso un uniforme y se volvió a la investigación de armas para ayudar a los alemanes ganar.
Después de que los militares le pidieran que experimentara con gases lacrimógenos, Haber descubrió el fosgeno.
El general Erich von Falkenhayn, el principal comandante militar de Alemania, consideró el gas como "poco equívoco", pero ordenó su uso en Ypres con la esperanza de una victoria rápida .
Su subordinado en Ypres, el general Berthold von Deimling, escribió: «Debo confesar que la comisión de envenenamiento del enemigo, tal como uno envenena a las ratas, me golpeó como cualquier soldado sencillo: me repugnaba». Pero siguió a Falkenhayn No obstante. Haber supervisó la liberación del mismo fosgeno.
Después del ataque de gas, la esposa de Haber, Clara, estaba horrorizada. También fue una brillante química, la primera mujer en obtener un doctorado en química de la Universidad de Breslau. Pero después de casarse con Haber, la carrera de Clara fue ensillada con las responsabilidades de ama de casa y más tarde, madre. Ella trató de continuar su investigación y hablar compromisos, pero se enfadó al descubrir que el público pensaba que Haber había escrito sus discursos para ella. Clara también se resentía de los frecuentes viajes y charlatanería de Haber.
(L) Una sección microscópica de pulmón humano congestionada por envenenamiento por fosgeno. / (R) Clara Immerwahr era una opositora vocal de su trabajo de maridos. (Wikimedia)
Antimilitarista, Clara denunció públicamente a su marido por pervertir los ideales de la ciencia. Ella llamó a su investigación de gas venenoso "un signo de barbarie, corrompiendo la misma disciplina que debería traer nuevos conocimientos a la vida". Haber dijo en privado que sus declaraciones equivalían a traición.
Pocas noches después del ataque de Ypres, en la noche del 1 de mayo, Clara se enfrentó a Haber y discutieron amargamente. Después de la medianoche, Clara se acercó a la funda de su marido y retiró su revólver de servicio. Salió y se disparó en el corazón.
A la mañana siguiente, Haber partió hacia el frente oriental para supervisar la primera liberación de gas venenoso en las tropas rusas. Dejó atrás a su hijo, de sólo 13 años, que había descubierto el cadáver de su madre.
A pesar de los ataques públicos de Haber contra Clara, fue atormentado por su suicidio.
"Escucho en mi corazón las palabras que la pobre mujer dijo una vez", escribió en una carta poco después. "Veo su cabeza saliendo de órdenes y telegramas, y sufro."
Después de que los aliados aprendieron a defenderse contra el gas de cloro con máscaras y pañuelos empapados en soluciones, Haber desarrolló otro gas para eludir esas defensas. La mostaza de nitrógeno fue absorbida a través de la piel. Las máscaras eran inútiles, e incluso la ropa completa no protegía contra ella. Los síntomas pueden aparecer 10 o más horas después de la exposición. Y eran horribles. Incurables ampollas irrumpieron en la piel. Los soldados que inhalaron tardaron semanas en morir dolorosamente, tosiendo sangre. Con su olor ajo y palidez amarilla, el "gas mostaza" se hizo infame a las tropas como el "rey de los gases de guerra".
Soldados austriacos con máscaras de gas, atrincherados en el frente occidental. (Colección de Hulton-Deutsch / Corbis vía las imágenes de Getty)
Después de la guerra, Haber centró su investigación en los pesticidas. Pero cuando los nazis tomaron el poder en los años 30, el sentimiento antijudío creció. A principios de 1933, a Haber se le prohibió entrar en su laboratorio. El portero le dijo: "El judío Haber no está permitido aquí." Haber huyó del país. Murió en un ataque al corazón en 1934 en Suiza.
Pero su historia no terminó allí. Los químicos alemanes comenzaron a experimentar con uno de los pesticidas que Haber había desarrollado.
"De los legados de Haber, este fue el más amargo", afirma la BBC Chris Bowlby. "Para esta investigación se desarrolló más tarde en el proceso de Zyklon, utilizado por los nazis para asesinar a millones de personas en sus campos de exterminio, incluida su propia familia extensa".
En química, sin embargo, todo tiene una segunda vida. Haber tendría un tiro final en la redención.
Mientras la Segunda Guerra Mundial se alzaba, los investigadores de la escuela de medicina de Yale comenzaron a estudiar formas de combatir el gas mostaza. Se dieron cuenta de que sus víctimas tenían sorprendentemente bajos recuentos de glóbulos blancos y teorizaron que la mostaza nitrogenada mataba células blancas de sangre. Por cierto, los cánceres de glóbulos blancos están entre los más agresivos. Los médicos teorizaron que el asesino podría ser una cura.
Efectivamente, cuando inyectaron mostaza de nitrógeno en un hombre con linfoma avanzado, rápidamente y radicalmente redujo el tamaño de su cáncer. La mostaza de nitrógeno se convirtió en la base de la quimioterapia, y todavía se utiliza para combatir ciertos tipos de cáncer.
sábado, 29 de abril de 2017
SGM: El nazi (otro más) que vivió en Argentina y murió en Paraguay
La asombrosa historia del criminal nazi que acabó bajo el bisturí de estudiantes de medicina paraguayos
Eduard Roschmann, alias Federico Wegener, vivió en Argentina y murió en Paraguay después de una larga fuga y con un periodista pisándole los talones. El tercer capítulo de los nazis que se escondieron en Sudamérica, en la pluma y el recuerdo de Alfredo Serra
Por Alfredo Serra | Especial para Infobae
Eduard Roschmann, comandante del campo de concentración en la capital de Letonia y responsable de la muerte de 40.000 judíos, terminó en una morgue paraguaya como objeto de estudio de aprendices de medicina
"En los ómnibus que oficiaban como cámaras de gas, Roschmann había ordenado pintar en los vidrios las figuras de seres humanos sonriendo. El que los veía pensaba, tal vez, que era gente feliz camino a su weekend. Pero en ese mismo momento, morían asfixiados adentro". (Frederick Forsyth, testimonio de 1977)
De cuantos sucesos extraños me ha deparado mi oficio, éste es el mayor. En 1972, Forsyth escribió uno de sus grandes best-sellers: "Odessa", basado en la organización del mismo nombre que protegió a criminales nazis del derrotado Tercer Reich. Eligió como protagonista a Eduard Roschmann, un SS que huyó de Alemania sin dejar rastros.
La primera mitad del libro es real: una biografía del SS hasta su desaparición. La segunda, ficción: un periodista lo busca para vengarse porque Roschmann asesinó a su padre. Pero esa segunda parte -la real- es la que yo investigué hasta su muerte siguiendo cada uno de sus pasos. Completé lo que para Forsyth hubiera sido imposible…
Lo que sigue es la exacta verdad.
Eduard Roschmann también fue protagonista de la novela best seller “Odessa”, del británico Frederick Forsyth, y del film del mismo nombre
Casi todos los pasajeros que iban en el ómnibus sonreían. Casi todos. El único gesto hosco, huidizo, era el del hombre del asiento número 23 -izquierda, ventanilla-: un hombre gordo, de cara roja y espeso bigote negro. A las ocho en punto de la noche del 6 de julio de 1977, el ómnibus de la compañía La Internacional -gris, con los colores de la bandera paraguaya pintados a lo largo- salió de Buenos Aires rumbo a Puerto Falcón, a 15 kilómetros de Asunción del Paraguay.
Un cuarto de hora antes, el hombre había llegado en un taxi a la estación terminal, jadeante, y se había desplomado en su asiento. Vestía pantalón negro, saco sport gris muy grueso, camisa blanca, corbata azul, y un sombrero brilloso por el uso y algo echado hacia delante le tapaba la cara. Mientras aseguraba su equipaje, su compañero de asiento bajó la vista: el hombre, a pesar de su sombrero y de su severa ropa, llevaba zapatillas deportivas blancas. Más tarde, en la primera parada, cuando el hombre bajó para tomar un café, su compañero de asiento notó que rengueaba.
A lo largo del viaje, el hombre se mantuvo despierto. Mientras pudo se sumergió en las páginas de un libro escrito en alemán. Cuando el chofer apagó las luces, guardó el libro en uno de los bolsillos de su saco y se quedó inmóvil, con los ojos fijos en el vidrio, como si quisiera descifrar el paisaje borrado por la noche.
El ómnibus llegó a Puerto Falcón el 7 de julio a las tres de la tarde. Asunción gemía bajo 32 grados y 90 de humedad. Unas nubes oscuras con borde violeta estaban a punto de estallar en diluvio.
El hombre bajó del ómnibus y se mezcló entre la gente, en la ruidosa terminal Brújula: una confusa geografía en la esquina de Presidente Franco y Colón. Adormilado, entró a una de las casas de cambio y metió un billete de 100 dólares por el hueco abierto en el vidrio blindado de la ventanilla. El empleado le dio 11.300 guaraníes.
Eduard Roschmann, “el carnicero de Riga”, vivió en Olivos, Buenos Aires, con documentos argentinos a nombre de Federico Wegener
A las tres y veinte se sentó en una mesa de la Pez Mar, una antigua taberna, y pidió una gaseosa de cualquier marca, "pero bien helada", exigió. Le sirvieron Guaraná, y se la tomó de un golpe. Mientras pagaba le preguntó al mozo si conocía alguna pensión tranquila. El mozo anotó en una servilleta: "Señora Ríos, Iturbe 859".
A las cuatro de la tarde, Juana Echagüe de Ríos, flaca, morena, de 65 años, tomaba tereré en el ancho patio de su pensión de la calle Iturbe, sentada en un sillón de mimbre, cuando un taxi celeste frenó delante de la puerta. El hombre, con el pesado saco colgado del brazo, cruzó el angosto pasillo de entrada y saludó. Juana Echagüe lo miró de arriba abajo: un hábito que después de cuarenta años de oficio le bastaba para aprobar o rechazar al cliente.
-Necesito una pieza. ¿Tiene algo?
-Tengo.
-¿Cuál es el precio?
-Cuatrocientos guaraníes por día con pensión completa.
Aceptó sin mirar siquiera el lugar. Pagó diez días por adelantado. Puso su cédula de identidad en la rugosa mano de la mujer y se hundió en la pieza: un cuadrado de cinco por cinco pintado de rosa furioso, con puerta y ventana verdes, cinco camas de una plaza (una, coronada por un enorme mosquitero), dos roperos que conocieron tiempos mejores y una mesa cubierta por hule deshilachado, albergue de botellas de vino vacías, fruta, remedios y revistas deshojadas.
El hombre no abrió la valija. Colgó el sombrero en un clavo y se tiró en la cama. Sus cuatro compañeros dormían la siesta con los pies desnudos y la cara tapada con revistas. Cuando se despertaron los saludó apenas con un gesto. Los cuatro eran chinos y sólo hablaban chino. Esa noche, mientras devoraba un guiso de fideos en la mesa común, instalada en el patio, se enteró de que los chinos trabajaban como vendedores ambulantes.
En los días que siguieron, Juana Echagüe trató de arrancarle algunas confesiones. Inútil. Se estrelló contra un pétreo silencio. Pero, como una araña en su tela, la dueña de la pensión esperaba su oportunidad. "En algún momento –pensaba–, este hombre me contará su historia". Acaso con la complicidad de la noche, o el café, que tanto le gustaba.
Eduard Roschmann era austríaco y había nacido en 1908. Pero, según el documento argentino, se llamaba Federico Wegener, y era un checo nacido en junio de 1914 (Nazis en las sombras, Atlántida)
Pero el hombre no se rendía. Se levantaba al amanecer. Desayunaba -pan, manteca, dulce, mucho café- y volvía a la miserable pieza. No se levantaba de la cama ni siquiera cuando limpiaban. Respiraba con dificultad y se agitaba por nada. Leía revistas (siempre las mismas), y el libro escrito en alemán. No hablaba por teléfono ni recibía llamadas. Jamás le llegó una carta. Una vez, ella lo sorprendió mientras quemaba en el baño una de las revistas que guardaba debajo del colchón…
A la hora del almuerzo se sentaba, puntual, en la cabecera. Oía la charla de todos, pero no abría la boca. Comía con avidez. Casi con ferocidad. Con el último bocado volvía a la pieza. Salía otra vez para tomar la merienda y esperaba en la cama, alumbrado por una lámpara sin pantalla, las palmadas que anunciaban la comida de la noche. Aceptaba cualquier menú. Luego, vuelta a la cama. No intentaba hablar con los chinos ni los chinos se esforzaban por hablar con él. Vivían juntos. Los unía la promiscuidad. Pero no había entre ellos siquiera una precaria forma de comunicación.
El día número diez, la dueña de la pensión le preguntó a quemarropa qué hacía en Asunción. El hombre le dijo que había ido a visitar a una amiga alemana, pero que no podía encontrarla. Ella advirtió que mentía: nunca había salido de la pensión… Pero aprovechó la brecha para preguntarle algunas cosas más.
El hombre le dijo que nació en Checoslovaquia. Hablaba con fuerte acento alemán y no entendía bien el español. Había que repetirle frases, ya que preguntaba con muletillas: "¿Cómo dice? ¿Dice usted?". También reveló no tener familia y trabajar como empleado. Pero el undécimo día rompió la reclusión.
Salió a las cinco de la tarde y volvió tres horas después con un paquete en la mano. Un pantalón que compró en la casa Monarca, en pleno centro, y que pagó 1.500 guaraníes. Cuando la dueña estaba a punto de darse por vencida empezaron a suceder cosas extrañas.
El día decimoquinto, por la mañana, uno de los chinos abandonó la pensión. Una hora después ocupó la cama libre un uruguayo joven, de pobrísimo aspecto. Al otro día, cuando Juana asomó su cabeza para anunciar que el desayuno estaba servido descubrió que el uruguayo había desaparecido. En ese momento, su enigmático cliente salía del baño.
-Me robó. El uruguayo me robó cinco mil guaraníes y dos camisas.
-Ya mismo llamo a la policía.
-No, por favor. No llame a nadie. No importa.
Ella insistió. Y por primera vez, el hombre perdió la calma.
–¡La policía no! ¡La policía no! ¡Deje todo como está!
El terrible hacinamiento en los campos de concentración. Así dormían los prisioneros judíos del régimen nazi (Archivo)
Tres días más tarde empezó el final de la historia. La noche del 25 de julio comió con brutalidad. Después del postre -dos enormes pedazos de mamón en almíbar- rechazó el café, dijo que estaba muy fatigado y se acostó vestido. A las seis de la mañana del otro día, uno de los chinos se despertó sobresaltado por unos ronquidos.
Saltó de la cama. El hombre estaba violeta. Tenía los ojos abiertos, y su boca dejaba escapar algo parecido a la espuma. Los gritos del chino alertaron a toda la pensión.
Epifanio Ríos, hijo de la dueña, salió a la calle y llamó un taxi. Lo envolvieron en una frazada, lo metieron en el taxi y lo llevaron al Hospital de Clínicas, a unos tres kilómetros del centro. Félix Motta, uno de los médicos residentes, ordenó que lo internaran en la sala B de la primera cátedra de Clínica Médica: un rectángulo de quince por siete casi centenario y recién pintado de verde claro. Lo acostaron en la cama número 16, debajo de una repisa llena de flores de material plástico.
Motta, después de revisarlo, informó que estaba en coma. Sin embargo, no murió. Resistió ese día, el otro, el tercero. Los médicos le hicieron una traqueotomía.
El primer día de agosto se levantó de la cama. El 4 pidió permiso para volver a la pensión y sacar su equipaje. Tomó un taxi en la puerta del hospital, entró en la pensión, hizo su valija en cinco minutos y se despidió de la dueña.
-¿No va a volver?
-No sé. Pero me espera un tratamiento muy largo. No vale la pena que pierda un cliente por guardarme la pieza…
Al otro día, 5 de agosto, la enfermera Mirtha Rodríguez no lo encontró en su cama. Temprano, mezclado entre los otros enfermos y las visitas, bajó por la escalera (la sala B está en el primer piso), atravesó el enorme patio y salió a la calle. Volvió cinco horas después. Le preguntaron adónde había ido, pero se encerró en un terco silencio: como en sus días en la pensión.
El día 10 a las siete de la mañana, la misma enfermera se acercó a la cama 16 con el termómetro en la mano. El hombre tenía los ojos abiertos. El brazo derecho colgaba fuera de la cama. La sábana, retorcida, dejaba sus pies al descubierto. Pies mutilados. Un solo dedo en el derecho y cuatro en el izquierdo.
A Roschmann le faltaba un dedo del izquierdo y tres del derecho, amputados después de su fuga por la nieve tras el suicidio de Hitler (Nazis en las sombras, Atlántida)
Estaba muerto. Hora del final: 0.45. Causa: infarto de miocardio. Cerca de la medianoche del mismo día 10, uno de los secretarios de redacción del diario ABC Color revisaba las últimas pruebas de la edición. Sonó el teléfono. Una voz de una mujer dijo: "Esta mañana murió un hombre en el Hospital de Clínicas, Federico Wegener. Investiguen. Ese hombre es Eduard Roschmann, el criminal de guerra".
Una hora más tarde, la morgue del Hospital de Clínicas se iluminó con el resplandor de los flashes. Federico Wegener, el pensionista silencioso de la calle Iturbe, estaba sobre una gastada mesa de mármol. Su cara, su bigote, las cicatrices de su cuerpo, sus pies mutilados, eran pistas. Pero no definitivas.
Al amanecer del 11 de agosto, el comisario de la primera sección de Asunción revisó todos los papeles del muerto. Entre ellos, una libreta de enrolamiento argentina número 8209470 a nombre de Federico Wegener, nacido el 21 de junio de 1914 en Eger, Sudeti, Checoslovaquia. Y una cédula de identidad argentina, Policía Federal, número 7.550.943, del 9 de noviembre de 1967. Fecha de entrada a la Argentina: 2 de octubre de 1948.
"No es Roschmann. Alguien murió por él", dijo Simón Wiesenthal en su bunker: el Centro de Documentación Judía de Viena. Acababa de recibir un cable con la noticia de la muerte de Federico Wegener. Con esa misma frase empezó, dos horas más tarde, esta conversación telefónica con él.
-Insisto. No es Roschmann. Alguien murió por él. La organización es tan grande que puede disponer de cadáveres de reemplazo. Según mis informantes, Roschmann está en Bolivia.
-Pero hay muchas coincidencias, Wisenthal. Los dedos de los pies cortados, por ejemplo.
-Sí, lo leí en un cable. Eso me confunde. No tengo ese dato.
-Sin embargo, Forsyth asegura que sí. (Nota: un mes antes, el escritor le dijo a una enviada especial que Roschmann perdió los dedos de los pies por congelamiento. A fines del invierno de 1948, mientras lo llevaban detenido de Graz a Dacha, saltó del tren por la ventanilla del baño. Había mucha nieve, y caminó varios kilómetros hasta una población. Se le congelaron los pies. La gangrena obligó a un médico a cortarle los dedos).
-¿Qué archivos consultó Forsyth para lograr sacar esos datos?
-Los archivos británicos.
-Entonces es posible que sea Roschmann. Mi ficha sobre él no es demasiado completa.
Roschmann en la camilla de la morgue de Asunción, Paraguay. Murió en julio de 1977 de un ataque al corazón. Nadie sabía su nombre: era un NN (Nazis en las sombras, Atlántida)
Emilio Wolf es un fiambrero próspero. Su negocio, La Alemana número 1, está en la calle Yegros, centro de Asunción. Cuando vio la fotografía de Wegener en los diarios no pudo reprimir el grito: "Ese hombre es Roschmann! No puedo equivocarme. Si lo hubiera encontrado por la calle, yo mismo lo habría matado!
Ese mismo día lo entrevistó un periodista del ABC Color. Y veinticuatro horas después, siete balas se clavaron en el frente de la fiambrería. Crucé la calle -yo vivía en el hotel de enfrente-.
-¿Qué pasó?
-Lo que tenía que pasar. Ayer, después de la nota en el diario, recibí cuarenta amenazas de muerte. Pero no le tengo miedo ni a un batallón de nazis.
-¿Por qué está tan seguro de que el muerto es Roschmann?
-Estuve en siete campos de concentración. En tres estuvo Roschmann. Pasaron muchos años. Pero cuando alguien te da una paliza todos los días, no te olvidás de él aunque engorde, se quede pelado o se haga cirugía estética. La mirada de su fotografía es la misma del hombre que gozaba castigando a los prisioneros con un látigo de alambre.
Doce del mediodía del sábado 13 en Asunción. Estoy a punto de partir. Bajo la luz agónica de una lámpara, sobre una mesa de mármol, veo por última vez el cadáver de Federico Wegener o Eduardo Roschmann. Afuera, 160 estudiantes del primer curso de Anatomía ríen, hablan, cantan. Salgo. Uno de ellos me pregunta.
-¿Nadie reclamó el cadáver?
-Nadie.
-Qué bien.
-¿Por qué?
-Somos futuros médicos. Necesitamos cadáveres para estudiar, y no tenemos muchos. Podemos usar su cuerpo para las clases prácticas.
En 1944, ese hombre que está tapado con una lona verde sobre una mesa de mármol, mandó a la muerte a 80 mil judíos. Y ahora, mediodía del sábado, es apenas un despojo que espera el bisturí.
Su fuga duró 34 días: su infierno privado. No lo alcanzó el castigo: extradición, juicio, condena, horca. Caso cerrado. Me voy. Lo último que veo y oigo es un grupo de muchachos con guardapolvo blanco celebrando la llegada de un cadáver sin dueño. Como un acto de justicia. Como una sinfonía.
Eduard Roschmann, alias Federico Wegener, vivió en Argentina y murió en Paraguay después de una larga fuga y con un periodista pisándole los talones. El tercer capítulo de los nazis que se escondieron en Sudamérica, en la pluma y el recuerdo de Alfredo Serra
Por Alfredo Serra | Especial para Infobae
Eduard Roschmann, comandante del campo de concentración en la capital de Letonia y responsable de la muerte de 40.000 judíos, terminó en una morgue paraguaya como objeto de estudio de aprendices de medicina
"En los ómnibus que oficiaban como cámaras de gas, Roschmann había ordenado pintar en los vidrios las figuras de seres humanos sonriendo. El que los veía pensaba, tal vez, que era gente feliz camino a su weekend. Pero en ese mismo momento, morían asfixiados adentro". (Frederick Forsyth, testimonio de 1977)
De cuantos sucesos extraños me ha deparado mi oficio, éste es el mayor. En 1972, Forsyth escribió uno de sus grandes best-sellers: "Odessa", basado en la organización del mismo nombre que protegió a criminales nazis del derrotado Tercer Reich. Eligió como protagonista a Eduard Roschmann, un SS que huyó de Alemania sin dejar rastros.
La primera mitad del libro es real: una biografía del SS hasta su desaparición. La segunda, ficción: un periodista lo busca para vengarse porque Roschmann asesinó a su padre. Pero esa segunda parte -la real- es la que yo investigué hasta su muerte siguiendo cada uno de sus pasos. Completé lo que para Forsyth hubiera sido imposible…
Lo que sigue es la exacta verdad.
Eduard Roschmann también fue protagonista de la novela best seller “Odessa”, del británico Frederick Forsyth, y del film del mismo nombre
Casi todos los pasajeros que iban en el ómnibus sonreían. Casi todos. El único gesto hosco, huidizo, era el del hombre del asiento número 23 -izquierda, ventanilla-: un hombre gordo, de cara roja y espeso bigote negro. A las ocho en punto de la noche del 6 de julio de 1977, el ómnibus de la compañía La Internacional -gris, con los colores de la bandera paraguaya pintados a lo largo- salió de Buenos Aires rumbo a Puerto Falcón, a 15 kilómetros de Asunción del Paraguay.
Un cuarto de hora antes, el hombre había llegado en un taxi a la estación terminal, jadeante, y se había desplomado en su asiento. Vestía pantalón negro, saco sport gris muy grueso, camisa blanca, corbata azul, y un sombrero brilloso por el uso y algo echado hacia delante le tapaba la cara. Mientras aseguraba su equipaje, su compañero de asiento bajó la vista: el hombre, a pesar de su sombrero y de su severa ropa, llevaba zapatillas deportivas blancas. Más tarde, en la primera parada, cuando el hombre bajó para tomar un café, su compañero de asiento notó que rengueaba.
A lo largo del viaje, el hombre se mantuvo despierto. Mientras pudo se sumergió en las páginas de un libro escrito en alemán. Cuando el chofer apagó las luces, guardó el libro en uno de los bolsillos de su saco y se quedó inmóvil, con los ojos fijos en el vidrio, como si quisiera descifrar el paisaje borrado por la noche.
El ómnibus llegó a Puerto Falcón el 7 de julio a las tres de la tarde. Asunción gemía bajo 32 grados y 90 de humedad. Unas nubes oscuras con borde violeta estaban a punto de estallar en diluvio.
El hombre bajó del ómnibus y se mezcló entre la gente, en la ruidosa terminal Brújula: una confusa geografía en la esquina de Presidente Franco y Colón. Adormilado, entró a una de las casas de cambio y metió un billete de 100 dólares por el hueco abierto en el vidrio blindado de la ventanilla. El empleado le dio 11.300 guaraníes.
Eduard Roschmann, “el carnicero de Riga”, vivió en Olivos, Buenos Aires, con documentos argentinos a nombre de Federico Wegener
A las tres y veinte se sentó en una mesa de la Pez Mar, una antigua taberna, y pidió una gaseosa de cualquier marca, "pero bien helada", exigió. Le sirvieron Guaraná, y se la tomó de un golpe. Mientras pagaba le preguntó al mozo si conocía alguna pensión tranquila. El mozo anotó en una servilleta: "Señora Ríos, Iturbe 859".
A las cuatro de la tarde, Juana Echagüe de Ríos, flaca, morena, de 65 años, tomaba tereré en el ancho patio de su pensión de la calle Iturbe, sentada en un sillón de mimbre, cuando un taxi celeste frenó delante de la puerta. El hombre, con el pesado saco colgado del brazo, cruzó el angosto pasillo de entrada y saludó. Juana Echagüe lo miró de arriba abajo: un hábito que después de cuarenta años de oficio le bastaba para aprobar o rechazar al cliente.
-Necesito una pieza. ¿Tiene algo?
-Tengo.
-¿Cuál es el precio?
-Cuatrocientos guaraníes por día con pensión completa.
Aceptó sin mirar siquiera el lugar. Pagó diez días por adelantado. Puso su cédula de identidad en la rugosa mano de la mujer y se hundió en la pieza: un cuadrado de cinco por cinco pintado de rosa furioso, con puerta y ventana verdes, cinco camas de una plaza (una, coronada por un enorme mosquitero), dos roperos que conocieron tiempos mejores y una mesa cubierta por hule deshilachado, albergue de botellas de vino vacías, fruta, remedios y revistas deshojadas.
El hombre no abrió la valija. Colgó el sombrero en un clavo y se tiró en la cama. Sus cuatro compañeros dormían la siesta con los pies desnudos y la cara tapada con revistas. Cuando se despertaron los saludó apenas con un gesto. Los cuatro eran chinos y sólo hablaban chino. Esa noche, mientras devoraba un guiso de fideos en la mesa común, instalada en el patio, se enteró de que los chinos trabajaban como vendedores ambulantes.
En los días que siguieron, Juana Echagüe trató de arrancarle algunas confesiones. Inútil. Se estrelló contra un pétreo silencio. Pero, como una araña en su tela, la dueña de la pensión esperaba su oportunidad. "En algún momento –pensaba–, este hombre me contará su historia". Acaso con la complicidad de la noche, o el café, que tanto le gustaba.
Eduard Roschmann era austríaco y había nacido en 1908. Pero, según el documento argentino, se llamaba Federico Wegener, y era un checo nacido en junio de 1914 (Nazis en las sombras, Atlántida)
Pero el hombre no se rendía. Se levantaba al amanecer. Desayunaba -pan, manteca, dulce, mucho café- y volvía a la miserable pieza. No se levantaba de la cama ni siquiera cuando limpiaban. Respiraba con dificultad y se agitaba por nada. Leía revistas (siempre las mismas), y el libro escrito en alemán. No hablaba por teléfono ni recibía llamadas. Jamás le llegó una carta. Una vez, ella lo sorprendió mientras quemaba en el baño una de las revistas que guardaba debajo del colchón…
A la hora del almuerzo se sentaba, puntual, en la cabecera. Oía la charla de todos, pero no abría la boca. Comía con avidez. Casi con ferocidad. Con el último bocado volvía a la pieza. Salía otra vez para tomar la merienda y esperaba en la cama, alumbrado por una lámpara sin pantalla, las palmadas que anunciaban la comida de la noche. Aceptaba cualquier menú. Luego, vuelta a la cama. No intentaba hablar con los chinos ni los chinos se esforzaban por hablar con él. Vivían juntos. Los unía la promiscuidad. Pero no había entre ellos siquiera una precaria forma de comunicación.
El día número diez, la dueña de la pensión le preguntó a quemarropa qué hacía en Asunción. El hombre le dijo que había ido a visitar a una amiga alemana, pero que no podía encontrarla. Ella advirtió que mentía: nunca había salido de la pensión… Pero aprovechó la brecha para preguntarle algunas cosas más.
El hombre le dijo que nació en Checoslovaquia. Hablaba con fuerte acento alemán y no entendía bien el español. Había que repetirle frases, ya que preguntaba con muletillas: "¿Cómo dice? ¿Dice usted?". También reveló no tener familia y trabajar como empleado. Pero el undécimo día rompió la reclusión.
Salió a las cinco de la tarde y volvió tres horas después con un paquete en la mano. Un pantalón que compró en la casa Monarca, en pleno centro, y que pagó 1.500 guaraníes. Cuando la dueña estaba a punto de darse por vencida empezaron a suceder cosas extrañas.
El día decimoquinto, por la mañana, uno de los chinos abandonó la pensión. Una hora después ocupó la cama libre un uruguayo joven, de pobrísimo aspecto. Al otro día, cuando Juana asomó su cabeza para anunciar que el desayuno estaba servido descubrió que el uruguayo había desaparecido. En ese momento, su enigmático cliente salía del baño.
-Me robó. El uruguayo me robó cinco mil guaraníes y dos camisas.
-Ya mismo llamo a la policía.
-No, por favor. No llame a nadie. No importa.
Ella insistió. Y por primera vez, el hombre perdió la calma.
–¡La policía no! ¡La policía no! ¡Deje todo como está!
El terrible hacinamiento en los campos de concentración. Así dormían los prisioneros judíos del régimen nazi (Archivo)
Tres días más tarde empezó el final de la historia. La noche del 25 de julio comió con brutalidad. Después del postre -dos enormes pedazos de mamón en almíbar- rechazó el café, dijo que estaba muy fatigado y se acostó vestido. A las seis de la mañana del otro día, uno de los chinos se despertó sobresaltado por unos ronquidos.
Saltó de la cama. El hombre estaba violeta. Tenía los ojos abiertos, y su boca dejaba escapar algo parecido a la espuma. Los gritos del chino alertaron a toda la pensión.
Epifanio Ríos, hijo de la dueña, salió a la calle y llamó un taxi. Lo envolvieron en una frazada, lo metieron en el taxi y lo llevaron al Hospital de Clínicas, a unos tres kilómetros del centro. Félix Motta, uno de los médicos residentes, ordenó que lo internaran en la sala B de la primera cátedra de Clínica Médica: un rectángulo de quince por siete casi centenario y recién pintado de verde claro. Lo acostaron en la cama número 16, debajo de una repisa llena de flores de material plástico.
Motta, después de revisarlo, informó que estaba en coma. Sin embargo, no murió. Resistió ese día, el otro, el tercero. Los médicos le hicieron una traqueotomía.
El primer día de agosto se levantó de la cama. El 4 pidió permiso para volver a la pensión y sacar su equipaje. Tomó un taxi en la puerta del hospital, entró en la pensión, hizo su valija en cinco minutos y se despidió de la dueña.
-¿No va a volver?
-No sé. Pero me espera un tratamiento muy largo. No vale la pena que pierda un cliente por guardarme la pieza…
Al otro día, 5 de agosto, la enfermera Mirtha Rodríguez no lo encontró en su cama. Temprano, mezclado entre los otros enfermos y las visitas, bajó por la escalera (la sala B está en el primer piso), atravesó el enorme patio y salió a la calle. Volvió cinco horas después. Le preguntaron adónde había ido, pero se encerró en un terco silencio: como en sus días en la pensión.
El día 10 a las siete de la mañana, la misma enfermera se acercó a la cama 16 con el termómetro en la mano. El hombre tenía los ojos abiertos. El brazo derecho colgaba fuera de la cama. La sábana, retorcida, dejaba sus pies al descubierto. Pies mutilados. Un solo dedo en el derecho y cuatro en el izquierdo.
A Roschmann le faltaba un dedo del izquierdo y tres del derecho, amputados después de su fuga por la nieve tras el suicidio de Hitler (Nazis en las sombras, Atlántida)
Estaba muerto. Hora del final: 0.45. Causa: infarto de miocardio. Cerca de la medianoche del mismo día 10, uno de los secretarios de redacción del diario ABC Color revisaba las últimas pruebas de la edición. Sonó el teléfono. Una voz de una mujer dijo: "Esta mañana murió un hombre en el Hospital de Clínicas, Federico Wegener. Investiguen. Ese hombre es Eduard Roschmann, el criminal de guerra".
Una hora más tarde, la morgue del Hospital de Clínicas se iluminó con el resplandor de los flashes. Federico Wegener, el pensionista silencioso de la calle Iturbe, estaba sobre una gastada mesa de mármol. Su cara, su bigote, las cicatrices de su cuerpo, sus pies mutilados, eran pistas. Pero no definitivas.
Al amanecer del 11 de agosto, el comisario de la primera sección de Asunción revisó todos los papeles del muerto. Entre ellos, una libreta de enrolamiento argentina número 8209470 a nombre de Federico Wegener, nacido el 21 de junio de 1914 en Eger, Sudeti, Checoslovaquia. Y una cédula de identidad argentina, Policía Federal, número 7.550.943, del 9 de noviembre de 1967. Fecha de entrada a la Argentina: 2 de octubre de 1948.
"No es Roschmann. Alguien murió por él", dijo Simón Wiesenthal en su bunker: el Centro de Documentación Judía de Viena. Acababa de recibir un cable con la noticia de la muerte de Federico Wegener. Con esa misma frase empezó, dos horas más tarde, esta conversación telefónica con él.
-Insisto. No es Roschmann. Alguien murió por él. La organización es tan grande que puede disponer de cadáveres de reemplazo. Según mis informantes, Roschmann está en Bolivia.
-Pero hay muchas coincidencias, Wisenthal. Los dedos de los pies cortados, por ejemplo.
-Sí, lo leí en un cable. Eso me confunde. No tengo ese dato.
-Sin embargo, Forsyth asegura que sí. (Nota: un mes antes, el escritor le dijo a una enviada especial que Roschmann perdió los dedos de los pies por congelamiento. A fines del invierno de 1948, mientras lo llevaban detenido de Graz a Dacha, saltó del tren por la ventanilla del baño. Había mucha nieve, y caminó varios kilómetros hasta una población. Se le congelaron los pies. La gangrena obligó a un médico a cortarle los dedos).
-¿Qué archivos consultó Forsyth para lograr sacar esos datos?
-Los archivos británicos.
-Entonces es posible que sea Roschmann. Mi ficha sobre él no es demasiado completa.
Roschmann en la camilla de la morgue de Asunción, Paraguay. Murió en julio de 1977 de un ataque al corazón. Nadie sabía su nombre: era un NN (Nazis en las sombras, Atlántida)
Emilio Wolf es un fiambrero próspero. Su negocio, La Alemana número 1, está en la calle Yegros, centro de Asunción. Cuando vio la fotografía de Wegener en los diarios no pudo reprimir el grito: "Ese hombre es Roschmann! No puedo equivocarme. Si lo hubiera encontrado por la calle, yo mismo lo habría matado!
Ese mismo día lo entrevistó un periodista del ABC Color. Y veinticuatro horas después, siete balas se clavaron en el frente de la fiambrería. Crucé la calle -yo vivía en el hotel de enfrente-.
-¿Qué pasó?
-Lo que tenía que pasar. Ayer, después de la nota en el diario, recibí cuarenta amenazas de muerte. Pero no le tengo miedo ni a un batallón de nazis.
-¿Por qué está tan seguro de que el muerto es Roschmann?
-Estuve en siete campos de concentración. En tres estuvo Roschmann. Pasaron muchos años. Pero cuando alguien te da una paliza todos los días, no te olvidás de él aunque engorde, se quede pelado o se haga cirugía estética. La mirada de su fotografía es la misma del hombre que gozaba castigando a los prisioneros con un látigo de alambre.
Doce del mediodía del sábado 13 en Asunción. Estoy a punto de partir. Bajo la luz agónica de una lámpara, sobre una mesa de mármol, veo por última vez el cadáver de Federico Wegener o Eduardo Roschmann. Afuera, 160 estudiantes del primer curso de Anatomía ríen, hablan, cantan. Salgo. Uno de ellos me pregunta.
-¿Nadie reclamó el cadáver?
-Nadie.
-Qué bien.
-¿Por qué?
-Somos futuros médicos. Necesitamos cadáveres para estudiar, y no tenemos muchos. Podemos usar su cuerpo para las clases prácticas.
En 1944, ese hombre que está tapado con una lona verde sobre una mesa de mármol, mandó a la muerte a 80 mil judíos. Y ahora, mediodía del sábado, es apenas un despojo que espera el bisturí.
Su fuga duró 34 días: su infierno privado. No lo alcanzó el castigo: extradición, juicio, condena, horca. Caso cerrado. Me voy. Lo último que veo y oigo es un grupo de muchachos con guardapolvo blanco celebrando la llegada de un cadáver sin dueño. Como un acto de justicia. Como una sinfonía.
viernes, 28 de abril de 2017
Conflictos americanos: La guerra de las 100 horas (parte 3)
La Guerra de las 100 Horas (Parte 3)
por Mario A. Overall | 20-Apr-04
Parte 1 | Parte 2 | Parte 3
4. Inicio de las Hostilidades (14 de Julio)
Increíblemente, casi todas las operaciones militares de la Guerra de las Cien Horas están envueltas en la polémica. El conflicto aún genera largas y encarnizadas discusiones, casi todas ellas sobre si realmente se produjo tal o cual bombardeo, o ésta o aquella misión. Para empeorar más las cosas para los historiadores que pretenden estudiar el conflicto, la tradicional fuente de información en éstos casos La Prensa local- no puede tomarse en cuenta, pues tanto en Honduras como en El Salvador, los medios de información estaban fungiendo como entes de propaganda.
En todo caso, para fines de este estudio nos basaremos en los escasos partes militares de ambos ejércitos y en documentos del departamento de estado de los Estados Unidos para tratar de esclarecer lo que realmente sucedió, tratando de ahondar un poco en las inconsistencias de manera que podamos dilucidar los hechos. También echaremos mano de los datos vertidos en largas discusiones sostenidas en el Foro del website de la Sociedad Histórica de la Aviación Latinoamericana (www.laahs.com) en las cuales participaron historiadores de las Fuerzas Aéreas de Honduras y El Salvador. Finalmente, también tomaremos información de varios libros que se publicaron al respecto, de donde trataremos de dejar fuera el patriotismo, la diatriba épica y los sentimientos nacionalistas, los cuales, a veces, nos hacen perder la perspectiva de los hechos. Con esa aclaración hecha, procederemos a analizar el primer día de la guerra: 14 de Julio de 1969.
El Alto Mando Salvadoreño había fijado el Día D de la campaña contra Honduras para el 14 de Julio de 1969. La acción inicial a ejecutarse estaría a cargo de la FAS y sería un bombardeo sobre el aeropuerto de Toncontín, en Tegucigalpa, sede del cuartel general de la FAH. Simultáneamente se lanzarían ataques aéreos a las poblaciones de Catacamas, San Pedro Sula, Valladolid, Nueva Ocotepeque, San Marcos Ocotepeque, Santa Rosa de Copán, Nacaome, Amapala, Quipure, Yoro, Guarita, Jinigual, La Labor y La Virtud. En la operación estarían involucrados todos los aviones de la FAS y catorce aviones civiles, los cuales también serían utilizados como bombarderos, pues se les había equipado con dispositivos - construidos por mecánicos de la FAS - que permitían lanzar morteros de 60 y 81mm.
A falta de aviones de bombardeo, se instalarían rieles de carga en el piso de los transportes C-47 Salvadoreños con el objeto de facilitar el lanzamiento de bombas por la puerta lateral, convirtiendo dichos aviones en bombarderos improvisados. Tal práctica se convertiría en algo común en ambas Fuerzas Aéreas durante la guerra, ya que como veremos más adelante, la FAH también utilizaría éste singular método.
Los aviones Salvadoreños empezaron a salir del aeropuerto internacional de Ilopango en San Salvador en donde se ubicaba el cuartel general de la Fuerza Aérea- antes de las 17:00 horas, de manera que pudieran atacar los blancos asignados aún con suficiente luz, y escapar protegidos por la obscuridad luego de haber efectuado la misión. La hora H estaba fijada para las 18:10, hora en que los primeros aviones deberían estar sobre sus blancos asignados.
El C-47 FAS-104 , tripulado por los mayores Jorge Domínguez y Fidel Fernández, apoyados por los sargentos Miguel Tónchez y Miguel Jiménez, llega a Toncontín con nueve minutos de retraso, y sin mayores preámbulos, empieza a lanzar su carga explosiva sobre el aeropuerto. Las bombas de 100 libras son deslizadas, una por una, sobre los rieles fijados al piso hasta la puerta de carga, en donde uno de los sargentos las empuja hacia el vacío. Se escuchan las primeras explosiones, al tiempo que las luces de Tegucigalpa se extinguen. Hay fuego antiaéreo tratando de derribar al C-47 que vuela a 8 mil pies, pero éste logra evadirlo en la obscuridad. Los escoltas del FAS-104, dos Cavalier Mustang armados con bombas, despegan de Ilopango minutos después de que el C-47 lo hiciera, sin embargo y por razones que se desconocen, no llegan hasta Toncontín, prefiriendo arrojar sus bombas en las aldeas de Jalteva, El Suyatal, y Guaimaca. Igual sucede con otro C-47 que, habiendo sido enviado a Toncontín, bombardea Catacamas.
En la base de La Mesa, San Pedro Sula, la noticia del ataque a Tegucigalpa se riega como pólvora. Los pilotos son alertados y poco después cuatro F4U y un T-28 despegan en busca de aviones Salvadoreños que pudieran estar aproximándose a la base. Sin embargo, la búsqueda, que se había extendido hasta las inmediaciones de la población del Cañaveral, resulta infructuosa. Por su parte, los cinco FG-1D Salvadoreños que tenían la misión de atacar La Mesa, inexplicablemente lanzan sus bombas sobre Santa Rosa de Copán y Nueva Ocotepeque, para luego regresar a territorio Salvadoreño. Por qué bombardean esos sitios es uno de los misterios más grandes de la guerra. Algunos historiadores especulan que los pilotos perdieron el rumbo hacia La Mesa, mientras que otros hablan de que había mal tiempo lo que les impidió continuar (No obstante los reportes Meteorológicos de la época dicen que el clima fue excelente durante todo el mes de Julio, al menos sobre las áreas de operaciones), y otros más dicen que los pilotos simplemente confundieron el blanco por errores de navegación y por el desconocimiento del terreno.
Mientras eso sucedía, el resto de aviones civiles Salvadoreños lograba atacar las posiciones que se les habían designado, pudiendo regresar a su país sin mayores consecuencias. Es de hacer notar que, salvo los Cavalier Mustang, todos los aviones Salvadoreños regresarían a los aeródromos de dispersión en lugar de hacerlo a Ilopango.
Poco antes del anochecer el alto mando de la FAS se entera que uno de los Cavalier Mustang, específicamente el TF-51D FAS-400 piloteado por el Capitán Benjamín Trabanino Santos, se ha visto forzado a aterrizar en el aeropuerto La Aurora, Guatemala, a causa de una supuesta emergencia. No se sabe a ciencia cierta cual era el blanco que el Capitán Trabanino debía atacar, pero de haber sido Nueva Ocotepeque, lo cual es improbable pues ningún Cavalier Mustang atacó ó fue visto en el sector ese día, no se puede explicar el motivo por el cual haya volado hasta la Ciudad de Guatemala, a casi 146 millas náuticas de distancia, para solventar la emergencia; máxime cuando le quedaba más cerca Ilopango, su base de operaciones. En todo caso, esto implicaba que el avión sería internado en Guatemala siguiendo los estatutos internacionales, y sería devuelto hasta el final de la guerra, dejando a la FAS con un avión y un piloto menos.
Como era de esperarse, el ataque de la aviación Salvadoreña toma completamente por sorpresa a los Hondureños. Salvo un reporte de avistamiento de dos Cavalier Mustang en dirección de Tegucigalpa, enviado tardíamente desde Marcala, la FAH no supo que los Salvadoreños iniciaban los ataques, y no fue sino hasta que se escucharon las explosiones de las bombas soltadas por el C-47 FAS-104 sobre Toncontín, que se tomaron las primeras medidas de defensa. Esto se debió básicamente a que a pesar de la situación imperante entre los dos países a finales de Junio y principios de Julio, el gobierno Hondureño nunca pensó que El Salvador se le viniese encima y por lo mismo no se había ordenado un estado de alerta, que en la FAH significaba despegar en menos 5 minutos.
Los F4Us y T-28s Hondureños tenían varios días de estar realizando patrullajes a lo largo de la frontera con El Salvador, pero para la tarde del 14 de Julio, los aviones ya estaban en tierra, y para empeorar las cosas, esa misma tarde el Comandante de la FAH, Coronel Enrique Soto Cano, había autorizado a sus pilotos para que fueran a sus casas a cambiarse de ropa y ver a sus familias después de varios días de ausencia.
En todo caso, luego del bombardeo del C-47 Salvadoreño a Toncontín, cuatro F4U Hondureños despegan en su búsqueda, pero la obscuridad les impide ubicarlo. Durante el regreso a la base, uno de los F4U por poco y se sale de la pista luego de aterrizar, mientras que otro resulta con daños en su hélice debido a que toca tierra bruscamente. Es de hacer notar que Toncontín, en esa época, no tenía luces en su pista, por lo que no estaban autorizadas las operaciones nocturnas.
Más tarde, luego de una inspección a la base y el aeropuerto de Toncontín, se determina que las bombas Salvadoreñas habían errado el blanco por completo, cayendo algunas en una montaña despoblada al Sur del aeropuerto, otras más en las inmediaciones de la colonia San José, cerca de Comayagüela, y las últimas en las cercanías de la colonia 15 de Septiembre. En resumen, no se reportaban daños materiales en el aeropuerto. Informes similares se reciben desde todas las áreas bombardeadas.
Al final de cuentas, el masivo ataque Salvadoreño ha tenido más valor psicológico que táctico, ya que a pesar de su excelente planificación, se dejan de lado los objetivos que cualquier otra arma aérea hubiera atacado, en éste caso en particular: la refinería de Puerto Cortés y las instalaciones de almacenamiento de combustible de aviación en Toncontín, esto sin mencionar el 40% de los aviones de la FAH estacionados en La Mesa, San Pedro Sula. Por increíble que parezca, las FAS había preferido atacar once poblaciones entre ellas tres aldeas- sin ningún valor estratégico ó táctico, donde se producen daños insignificantes que en el gran esquema de las cosas, son irrelevantes totalmente. Así mismo, no se comprende por qué el ataque sobre Toncontín fue tan débil y tan mal ejecutado.
Por su parte, el Ejército Salvadoreño entraba también en acción luego del ataque sorpresivo de la FAS a Honduras, de manera que el primer Teatro de Operaciones en activarse sería el de Oriente TOO- ubicado en la zona de El Amatillo, muy cerca del Golfo de Fonseca. La misión de las tropas que integraban el TOO era cruzar el río Goascorán y avanzar hasta tomar Nacaome, en el departamento Hondureño de Choluteca. Para el efecto, los batallones IV, V y XI, apoyados por piezas de artillería empiezan a atacar las posiciones del Agrupamiento Táctico Apolo 1 del Ejército de Honduras. Dicho agrupamiento estaba conformado por el Batallón de Infantería No. 11 La Trinidad y el Batallón 1 de Infantería, ambos distribuidos en las poblaciones de Amapala, San Lorenzo, Alianza, Goascorán, Aramecina y Caridad, con su centro de mando en Nacaome.
En contraste, las tropas Salvadoreñas en los Teatros de Operaciones Norte y de Chalatenango TON y TACH respectivamente- no atacarían ese día, pero si debían movilizarse a sus ubicaciones asignadas previo a avanzar hacia sus objetivos en Honduras, que en éste caso eran Nueva Ocotepeque la cual debÃ-a ser tomada por las tropas del TON y los territorios al norte de Chalatenango, que debían ser ocupados por el TOCH. Involucrados en estas operaciones estaban los batallones de Infantería I, VIII y la denominada Fuerza Expedicionaria de la Guardia Nacional.
Haciéndole frente a estas tropas Salvadoreñas, el Alto Mando Hondureño ubicaba el Batallón 10 de Infantería Coronel José Joaquín Rivera en Marcala, con sus unidades distribuidas en San Antonio del Norte, Mercedes de Oriente, San Sebastián Estancia y Sabanetas. Así mismo, otras columnas del Ejército Hondureño eran desplegadas a la Zona de Nueva Ocotepeque, en directa oposición a las tropas Salvadoreñas que conformaban el TON.
En Tegucigalpa, pasaría algún tiempo para que el Alto Mando Hondureño saliera de su estupor y organizara una retaliación luego del sorpresivo ataque aéreo. La autorización para atacar El Salvador vendría del presidente López Arellano a eso de las 23:00 horas. Trabajo le había costado al Coronel Enrique Soto Cano, comandante de la Fuerza Aérea, convencer al presidente y al Estado Mayor sobre la necesidad de devolver el golpe, pero tierra adentro, en el mismo corazón de El Salvador. Desde el punto de vista del Coronel Soto Cano, era de importancia capital el realizar ataques contundentes contra bases de la FAS y destruir sus aviones en tierra, esto con el fin de obtener desde el inicio la superioridad aérea. Así mismo, consideraba que se debían atacar y destruir los depósitos de combustible Salvadoreños y así limitar el accionar de su Ejército.
Por increíble que parezca, el presidente López Arellano y su Estado Mayor, integrado casi en su totalidad por oficiales de infantería, pensaban que sólo se trataba de una simple incursión aérea, y que por lo mismo no era merecedora de una respuesta Hondureña. Consideraban que al realizar ataques contundentes sobre El Salvador, la FAH podía comprometer sus recursos, que en todo caso, debían ser usados en darle apoyo a las tropas en los distintos frentes. También el Ministro de Relaciones Exteriores de Honduras, señor Virgilio Carias, aconsejaba no realizar el ataque aéreo a El Salvador, sugiriendo en cambio que sólo se limitaran a repeler una posible invasión dentro de territorio Hondureño, esto con el objetivo de solicitar por vía diplomática el cese de las hostilidades y buscar que la OEA declarara a El Salvador como el agresor.
De hecho, el mismo Coronel Soto Cano, en declaraciones hechas durante una entrevista que le realizara el personal del Museo del Aire de Honduras recientemente, confiesa que llegó al extremo de discutir -en voz alta- con el Presidente y el Alto Mando, sobre la conveniencia de realizar los ataques estratégicos dentro de El Salvador para detener cualquier posible invasión.
Fuente: Fuerzas Militares Dominicanas
por Mario A. Overall | 20-Apr-04
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4. Inicio de las Hostilidades (14 de Julio)
Increíblemente, casi todas las operaciones militares de la Guerra de las Cien Horas están envueltas en la polémica. El conflicto aún genera largas y encarnizadas discusiones, casi todas ellas sobre si realmente se produjo tal o cual bombardeo, o ésta o aquella misión. Para empeorar más las cosas para los historiadores que pretenden estudiar el conflicto, la tradicional fuente de información en éstos casos La Prensa local- no puede tomarse en cuenta, pues tanto en Honduras como en El Salvador, los medios de información estaban fungiendo como entes de propaganda.
En todo caso, para fines de este estudio nos basaremos en los escasos partes militares de ambos ejércitos y en documentos del departamento de estado de los Estados Unidos para tratar de esclarecer lo que realmente sucedió, tratando de ahondar un poco en las inconsistencias de manera que podamos dilucidar los hechos. También echaremos mano de los datos vertidos en largas discusiones sostenidas en el Foro del website de la Sociedad Histórica de la Aviación Latinoamericana (www.laahs.com) en las cuales participaron historiadores de las Fuerzas Aéreas de Honduras y El Salvador. Finalmente, también tomaremos información de varios libros que se publicaron al respecto, de donde trataremos de dejar fuera el patriotismo, la diatriba épica y los sentimientos nacionalistas, los cuales, a veces, nos hacen perder la perspectiva de los hechos. Con esa aclaración hecha, procederemos a analizar el primer día de la guerra: 14 de Julio de 1969.
El Alto Mando Salvadoreño había fijado el Día D de la campaña contra Honduras para el 14 de Julio de 1969. La acción inicial a ejecutarse estaría a cargo de la FAS y sería un bombardeo sobre el aeropuerto de Toncontín, en Tegucigalpa, sede del cuartel general de la FAH. Simultáneamente se lanzarían ataques aéreos a las poblaciones de Catacamas, San Pedro Sula, Valladolid, Nueva Ocotepeque, San Marcos Ocotepeque, Santa Rosa de Copán, Nacaome, Amapala, Quipure, Yoro, Guarita, Jinigual, La Labor y La Virtud. En la operación estarían involucrados todos los aviones de la FAS y catorce aviones civiles, los cuales también serían utilizados como bombarderos, pues se les había equipado con dispositivos - construidos por mecánicos de la FAS - que permitían lanzar morteros de 60 y 81mm.
A falta de aviones de bombardeo, se instalarían rieles de carga en el piso de los transportes C-47 Salvadoreños con el objeto de facilitar el lanzamiento de bombas por la puerta lateral, convirtiendo dichos aviones en bombarderos improvisados. Tal práctica se convertiría en algo común en ambas Fuerzas Aéreas durante la guerra, ya que como veremos más adelante, la FAH también utilizaría éste singular método.
Los aviones Salvadoreños empezaron a salir del aeropuerto internacional de Ilopango en San Salvador en donde se ubicaba el cuartel general de la Fuerza Aérea- antes de las 17:00 horas, de manera que pudieran atacar los blancos asignados aún con suficiente luz, y escapar protegidos por la obscuridad luego de haber efectuado la misión. La hora H estaba fijada para las 18:10, hora en que los primeros aviones deberían estar sobre sus blancos asignados.
El C-47 FAS-104 , tripulado por los mayores Jorge Domínguez y Fidel Fernández, apoyados por los sargentos Miguel Tónchez y Miguel Jiménez, llega a Toncontín con nueve minutos de retraso, y sin mayores preámbulos, empieza a lanzar su carga explosiva sobre el aeropuerto. Las bombas de 100 libras son deslizadas, una por una, sobre los rieles fijados al piso hasta la puerta de carga, en donde uno de los sargentos las empuja hacia el vacío. Se escuchan las primeras explosiones, al tiempo que las luces de Tegucigalpa se extinguen. Hay fuego antiaéreo tratando de derribar al C-47 que vuela a 8 mil pies, pero éste logra evadirlo en la obscuridad. Los escoltas del FAS-104, dos Cavalier Mustang armados con bombas, despegan de Ilopango minutos después de que el C-47 lo hiciera, sin embargo y por razones que se desconocen, no llegan hasta Toncontín, prefiriendo arrojar sus bombas en las aldeas de Jalteva, El Suyatal, y Guaimaca. Igual sucede con otro C-47 que, habiendo sido enviado a Toncontín, bombardea Catacamas.
En la base de La Mesa, San Pedro Sula, la noticia del ataque a Tegucigalpa se riega como pólvora. Los pilotos son alertados y poco después cuatro F4U y un T-28 despegan en busca de aviones Salvadoreños que pudieran estar aproximándose a la base. Sin embargo, la búsqueda, que se había extendido hasta las inmediaciones de la población del Cañaveral, resulta infructuosa. Por su parte, los cinco FG-1D Salvadoreños que tenían la misión de atacar La Mesa, inexplicablemente lanzan sus bombas sobre Santa Rosa de Copán y Nueva Ocotepeque, para luego regresar a territorio Salvadoreño. Por qué bombardean esos sitios es uno de los misterios más grandes de la guerra. Algunos historiadores especulan que los pilotos perdieron el rumbo hacia La Mesa, mientras que otros hablan de que había mal tiempo lo que les impidió continuar (No obstante los reportes Meteorológicos de la época dicen que el clima fue excelente durante todo el mes de Julio, al menos sobre las áreas de operaciones), y otros más dicen que los pilotos simplemente confundieron el blanco por errores de navegación y por el desconocimiento del terreno.
Mientras eso sucedía, el resto de aviones civiles Salvadoreños lograba atacar las posiciones que se les habían designado, pudiendo regresar a su país sin mayores consecuencias. Es de hacer notar que, salvo los Cavalier Mustang, todos los aviones Salvadoreños regresarían a los aeródromos de dispersión en lugar de hacerlo a Ilopango.
Poco antes del anochecer el alto mando de la FAS se entera que uno de los Cavalier Mustang, específicamente el TF-51D FAS-400 piloteado por el Capitán Benjamín Trabanino Santos, se ha visto forzado a aterrizar en el aeropuerto La Aurora, Guatemala, a causa de una supuesta emergencia. No se sabe a ciencia cierta cual era el blanco que el Capitán Trabanino debía atacar, pero de haber sido Nueva Ocotepeque, lo cual es improbable pues ningún Cavalier Mustang atacó ó fue visto en el sector ese día, no se puede explicar el motivo por el cual haya volado hasta la Ciudad de Guatemala, a casi 146 millas náuticas de distancia, para solventar la emergencia; máxime cuando le quedaba más cerca Ilopango, su base de operaciones. En todo caso, esto implicaba que el avión sería internado en Guatemala siguiendo los estatutos internacionales, y sería devuelto hasta el final de la guerra, dejando a la FAS con un avión y un piloto menos.
Como era de esperarse, el ataque de la aviación Salvadoreña toma completamente por sorpresa a los Hondureños. Salvo un reporte de avistamiento de dos Cavalier Mustang en dirección de Tegucigalpa, enviado tardíamente desde Marcala, la FAH no supo que los Salvadoreños iniciaban los ataques, y no fue sino hasta que se escucharon las explosiones de las bombas soltadas por el C-47 FAS-104 sobre Toncontín, que se tomaron las primeras medidas de defensa. Esto se debió básicamente a que a pesar de la situación imperante entre los dos países a finales de Junio y principios de Julio, el gobierno Hondureño nunca pensó que El Salvador se le viniese encima y por lo mismo no se había ordenado un estado de alerta, que en la FAH significaba despegar en menos 5 minutos.
Los F4Us y T-28s Hondureños tenían varios días de estar realizando patrullajes a lo largo de la frontera con El Salvador, pero para la tarde del 14 de Julio, los aviones ya estaban en tierra, y para empeorar las cosas, esa misma tarde el Comandante de la FAH, Coronel Enrique Soto Cano, había autorizado a sus pilotos para que fueran a sus casas a cambiarse de ropa y ver a sus familias después de varios días de ausencia.
En todo caso, luego del bombardeo del C-47 Salvadoreño a Toncontín, cuatro F4U Hondureños despegan en su búsqueda, pero la obscuridad les impide ubicarlo. Durante el regreso a la base, uno de los F4U por poco y se sale de la pista luego de aterrizar, mientras que otro resulta con daños en su hélice debido a que toca tierra bruscamente. Es de hacer notar que Toncontín, en esa época, no tenía luces en su pista, por lo que no estaban autorizadas las operaciones nocturnas.
Más tarde, luego de una inspección a la base y el aeropuerto de Toncontín, se determina que las bombas Salvadoreñas habían errado el blanco por completo, cayendo algunas en una montaña despoblada al Sur del aeropuerto, otras más en las inmediaciones de la colonia San José, cerca de Comayagüela, y las últimas en las cercanías de la colonia 15 de Septiembre. En resumen, no se reportaban daños materiales en el aeropuerto. Informes similares se reciben desde todas las áreas bombardeadas.
Al final de cuentas, el masivo ataque Salvadoreño ha tenido más valor psicológico que táctico, ya que a pesar de su excelente planificación, se dejan de lado los objetivos que cualquier otra arma aérea hubiera atacado, en éste caso en particular: la refinería de Puerto Cortés y las instalaciones de almacenamiento de combustible de aviación en Toncontín, esto sin mencionar el 40% de los aviones de la FAH estacionados en La Mesa, San Pedro Sula. Por increíble que parezca, las FAS había preferido atacar once poblaciones entre ellas tres aldeas- sin ningún valor estratégico ó táctico, donde se producen daños insignificantes que en el gran esquema de las cosas, son irrelevantes totalmente. Así mismo, no se comprende por qué el ataque sobre Toncontín fue tan débil y tan mal ejecutado.
Por su parte, el Ejército Salvadoreño entraba también en acción luego del ataque sorpresivo de la FAS a Honduras, de manera que el primer Teatro de Operaciones en activarse sería el de Oriente TOO- ubicado en la zona de El Amatillo, muy cerca del Golfo de Fonseca. La misión de las tropas que integraban el TOO era cruzar el río Goascorán y avanzar hasta tomar Nacaome, en el departamento Hondureño de Choluteca. Para el efecto, los batallones IV, V y XI, apoyados por piezas de artillería empiezan a atacar las posiciones del Agrupamiento Táctico Apolo 1 del Ejército de Honduras. Dicho agrupamiento estaba conformado por el Batallón de Infantería No. 11 La Trinidad y el Batallón 1 de Infantería, ambos distribuidos en las poblaciones de Amapala, San Lorenzo, Alianza, Goascorán, Aramecina y Caridad, con su centro de mando en Nacaome.
En contraste, las tropas Salvadoreñas en los Teatros de Operaciones Norte y de Chalatenango TON y TACH respectivamente- no atacarían ese día, pero si debían movilizarse a sus ubicaciones asignadas previo a avanzar hacia sus objetivos en Honduras, que en éste caso eran Nueva Ocotepeque la cual debÃ-a ser tomada por las tropas del TON y los territorios al norte de Chalatenango, que debían ser ocupados por el TOCH. Involucrados en estas operaciones estaban los batallones de Infantería I, VIII y la denominada Fuerza Expedicionaria de la Guardia Nacional.
Haciéndole frente a estas tropas Salvadoreñas, el Alto Mando Hondureño ubicaba el Batallón 10 de Infantería Coronel José Joaquín Rivera en Marcala, con sus unidades distribuidas en San Antonio del Norte, Mercedes de Oriente, San Sebastián Estancia y Sabanetas. Así mismo, otras columnas del Ejército Hondureño eran desplegadas a la Zona de Nueva Ocotepeque, en directa oposición a las tropas Salvadoreñas que conformaban el TON.
En Tegucigalpa, pasaría algún tiempo para que el Alto Mando Hondureño saliera de su estupor y organizara una retaliación luego del sorpresivo ataque aéreo. La autorización para atacar El Salvador vendría del presidente López Arellano a eso de las 23:00 horas. Trabajo le había costado al Coronel Enrique Soto Cano, comandante de la Fuerza Aérea, convencer al presidente y al Estado Mayor sobre la necesidad de devolver el golpe, pero tierra adentro, en el mismo corazón de El Salvador. Desde el punto de vista del Coronel Soto Cano, era de importancia capital el realizar ataques contundentes contra bases de la FAS y destruir sus aviones en tierra, esto con el fin de obtener desde el inicio la superioridad aérea. Así mismo, consideraba que se debían atacar y destruir los depósitos de combustible Salvadoreños y así limitar el accionar de su Ejército.
Por increíble que parezca, el presidente López Arellano y su Estado Mayor, integrado casi en su totalidad por oficiales de infantería, pensaban que sólo se trataba de una simple incursión aérea, y que por lo mismo no era merecedora de una respuesta Hondureña. Consideraban que al realizar ataques contundentes sobre El Salvador, la FAH podía comprometer sus recursos, que en todo caso, debían ser usados en darle apoyo a las tropas en los distintos frentes. También el Ministro de Relaciones Exteriores de Honduras, señor Virgilio Carias, aconsejaba no realizar el ataque aéreo a El Salvador, sugiriendo en cambio que sólo se limitaran a repeler una posible invasión dentro de territorio Hondureño, esto con el objetivo de solicitar por vía diplomática el cese de las hostilidades y buscar que la OEA declarara a El Salvador como el agresor.
De hecho, el mismo Coronel Soto Cano, en declaraciones hechas durante una entrevista que le realizara el personal del Museo del Aire de Honduras recientemente, confiesa que llegó al extremo de discutir -en voz alta- con el Presidente y el Alto Mando, sobre la conveniencia de realizar los ataques estratégicos dentro de El Salvador para detener cualquier posible invasión.
Fuente: Fuerzas Militares Dominicanas
jueves, 27 de abril de 2017
SGM: La red Gehlen (Parte 1)
La Red Gehlen
(Primera Parte)
«La esencia de los servicios secretos, aparte de la obligación de conocer el máximo de los hechos, consiste en saber discernir las tendencias históricas pasadas y prever su evolución futura.»
Reinhardt Gehlen
Reinhardt Gehlen
Berna: Enero de 1972. Una lluvia helada me acoge al bajar del avión que me trae de París. Al dirigirme al centro de la capital helvética, intento imaginarme cómo va a desarrollarse mi entrevista con este hombre que, veintiocho años después de la caída del Reich, ha aceptado finalmente hablar... Retrocedo mentalmente en el tiempo. Pienso en ese notorio mes de Mayo de 1945. ¿Cuál fue la reacción de Erich Sauber, el hombre que vengo a ver, al enterarse de la muerte de su Führer y de la rendición de su país? ¿Qué va a revelarme sobre la desaparición de los fieles servidores del régimen nazi, sobre los falsos suicidas y sobre la caza de los criminales de guerra organizada por los aliados, sobre la «extraordinaria reconversión» de algunos de ellos? Es la primera vez que voy a encontrarme con Erich Sauber, este antiguo adjunto de Walter Schellenberg.
Walter Schellenberg
Estrechamente ligado a todos los contactos que se establecieron entre ciertos jefes nazis y los aliados durante los últimos meses de la guerra, Sauber participó especialmente en las primeras conversaciones con los servicios secretos suizos y, por medio de ellos, con el norteamericano Allen Welsh Dulles, por ese entonces, jefe de la O.S.S. (Office of Strategic Services - Oficina de Servicios Estratégicos), en Berna, Suiza.
Allen Welsh Dulles
Schellenberg, jefe de los servicios de contraespionaje del R.S.H.A. (Reichssicherheitshauptamt – Oficina Central de Seguridad del Reich), quería proteger sus relaciones con la Abwehr, servicio de contraespionaje que reportaba directamente al O.K.W. (Oberkommando der Wehrmacht - Estado Mayor de las Fuerzas Armadas), dirigido durante mucho tiempo por el almirante Wilhelm Walter Canaris.
Almirante Canaris
Erich Sauber ha sido, también, testigo de las horas críticas de la Abwehr y de la caída de Canaris. El sucesor de Canaris, después de la guerra, Reinhardt Gehlen, no le es desconocido. Se ha encontrado con él a menudo, mucho antes de que ocupara sus altas funciones para los aliados y para el gobierno de Bonn. Gehlen ha sido siempre un funcionario brillante y eficaz. Se mantenía a la sombra de Canaris y esperaba su suerte. El nombre de Gehlen aparece a menudo en la correspondencia que he intercambiado con Erich Sauber a lo largo de estos últimos meses. Sauber no me ha ocultado la fascinación que ejercía sobre él, en la época, el joven coronel. Su testimonio es uno de los más sinceros y también de los más sorprendentes que he oído, durante esta encuesta, sobre una de las redes de inteligencia nazi: la Red Gehlen.
Erich Sauber empieza su narración. Habla muy lentamente, sopesando cada palabra. Intenta acordarse con exactitud de lo que pasó hace casi treinta años. «Hace tanto tiempo», me dice a lo largo de la conversación. Le pregunto si conocía bien a Reinhardt Gehlen. –Si usted quiere decir con eso: «¿Era usted amigo de Gehlen?», puedo contestarle sin vacilar: no. Y nadie, que yo sepa, en mi medio de contraespionaje, puede enorgullecerse de haberlo sido. Era muy frío. Las relaciones con él se limitaban a las cuestiones estrictas del servicio. Me intimidaba mucho y estaba deslumbrado por su brillante capacidad de síntesis. Con él ningún problema era insuperable. En esa época yo trabajaba en el fichero central del Amt VI (seguridad exterior) del R.S.H.A. Gehlen dependía de la Abwehr, es decir, de los servicios de información del estado mayor general. Por eso estaba directamente a las órdenes del almirante Canaris. Las tensiones entre el R.S.H.A. y la Abwehr, entre Canaris y Himmler, creaban una competencia cerrada entre los agentes de ambas organizaciones. Himmler se volvía loco de rabia cada vez que la Abwehr lograba una operación exitosa. El habría deseado que los dos servicios se fusionaran y se pusieran bajo su dirección, ¡por supuesto! Nos prohibía todo contacto con los colaboradores de Canaris. Yo tenía algunos amigos que trabajaban en la Abwehr. Me acuerdo de una historia que estuvo a punto de provocar mi traslado al frente ruso. Conocía desde hacía tiempo a un oficial superior de la Abwehr. Una noche nos reunimos en un restaurante berlinés para cenar. De repente, reconocí en una mesa vecina a uno de los «soplones» de Heydrich, el teniente de Himmler. Dos días más tarde fui convocado al despacho del Reichsführer. Recorría la habitación completamente encolerizado. ¡Me hizo sufrir un interrogatorio en regla sobre mis relaciones con este oficial y terminó acusándome de develar secretos del servicio! Le cito este ejemplo para demostrarle hasta qué punto eran tensas las relaciones entre los dos servicios. En 1944, después del atentado del 20 de Julio contra Hitler, Himmler, con razón o sin ella, pensó que podría sacar partido de la situación. El almirante Canaris fue, de este modo, una de las víctimas de la gran purga que diezmó al estado mayor alemán, fue incluso acusado falsamente de colaboración con el enemigo. Ya sabe usted lo que le ocurrió a Canaris. Después de su destitución, su servicio fue reorganizado y más tarde integrado al R.S.H.A. Himmler triunfaba. Mi despacho, el Amt VI, absorbió al servicio de información de la Abwehr. Entonces veía más a menudo a Reinhardt Gehlen. Tenía cuarenta y dos años. Era coronel responsable del F.H.O (Fremde Heere Ost – Armadas Extranjeras del Este), el servicio de espionaje y contraespionaje dirigido contra la Unión Soviética-
-A partir del momento en que la derrota de Alemania parecía inminente, la actitud de Gehlen debió cambiar sin duda- le pregunto.
Reinhardt Gehlen
-Gehlen había previsto indudablemente esta eventualidad –responde Erich Sauber-. Gehlen había sido siempre de un anticomunismo virulento. Todas sus acciones contra la Unión Soviética eran cuidadosamente preparadas. Daba siempre la impresión de que estaba saldando una antigua cuenta con los rusos. El odio de Gehlen contra este régimen era muy profundo. Un día me confió que estaba convencido de que íbamos a perder la guerra. Me sorprendió mucho que Gehlen me participara su pesimismo de esta manera. «Estoy al corriente de todos los trámites iniciados por nuestros dirigentes para salvar el pellejo –insistió Gehlen-. ¿Por qué el Reichsführer S.S. Himmler se ve tan a menudo con el conde Bernadotte? ¿Sabe usted que Kaltenbrunner se sirve del Sturmbannführer Wilhem Höttl como mediador con los norteamericanos, y que nuestro Reichsmarschall Hermann Goering busca el modo de entrar en contacto con los ingleses? No creo decirle nada nuevo, ¿no es verdad Sauber? Usted es sin duda una de las personas mejor informadas dentro de este servicio. Y usted ha participado de conversaciones con los suizos con conocimiento y por indicación de Schellenberg». Gehlen no ignoraba nada de las tentativas hechas por nuestros dirigentes para ponerse en contacto con los norteamericanos y los ingleses. Me pregunto cómo podía estar tan bien informado de todos estos tratos secretos. Yo no había hablado a nadie de mi misión y estaba seguro que Schellenberg tampoco. A finales de Febrero –continúa Sauber- Gehlen había enviado al teniente coronel Gerhard Wessel, que en aquella época era responsable de una de las secciones del F.H.O., a Bad Reichenhall con una parte de los archivos. Había instalado allí un despacho que fue incluso adherido al cuartel general del grupo de ejércitos del Sur. Supongo que los documentos importantes no se encontraban en Bad Reichenhall, pero este despacho era una buena tapadera. Así Gehlen tenía las manos libres para poder esconder sus expedientes en otra parte-
Bad Reichenhall
Sauber se detiene unos instantes; después me confía las confidencias que le ha hecho Gehlen sobre la manera como él preveía la posguerra.
-A partir del mes de Abril –continúa Sauber-, nuestros servicios estaban completamente desorganizados. Las órdenes y contraórdenes se sucedían a un ritmo infernal. La última vez que he visto a Gehlen fue durante la primera semana de Abril: «Dentro de poco seremos detenidos por los aliados –me dijo-. ¿Ha pensado ya usted en lo que puede ocurrirnos entonces, Sauber? Yo, sí. Quiero una rendición honorable y tengo un instrumento formidable que ofrecerles. Es absolutamente necesario que me entregue a los americanos. Tengo un plan dispuesto para la posguerra. Sauber, si tiene problemas con los aliados, piense en mí. Quizá podría ayudarle». –No sabía bien lo que quería decir. ¿Cuál era este plan? El instrumento era evidentemente su servicio de información sobre la U.R.S.S. y comprendía que esto pudiera interesar enormemente a los norteamericanos. ¿Pero esto era lo que él llamaba una «rendición honorable»? ¡Vender sus servicios a los norteamericanos! Sobre todo no veía de qué modo podría ayudarme. Antes de salir de mi despacho dijo: «Intente de todos modos evitar a los rusos, Sauber. ¡Podría arriesgarme a no volver a verle!» Tres días después supe que Gehlen había sido relevado del mando del F.H.O. y había sido jubilado. Era el 10 de Abril-
En realidad, el viejo corso que es Reinhardt Gehlen no ha esperado al 10 de Abril para comenzar su plan de repliegue. «Lo más tarde a mediados de 1944 –refiere el historiador alemán Jürgen Thorwald-, Gehlen ha comenzado a reunir los informes, actas, estudios y archivos sobre la Unión Soviética en sus expedientes particulares y a ocultarlos en distintos lugares de los Alpes bávaros. De este modo, los archivos del servicio F.H.O. no pueden ser destruidos nunca». El 4 de Abril de 1945 tiene lugar en Bad Elster, en Sajonia, la última puesta a punto entre Gehlen y dos de sus ayudantes, Wessel y Baun.
Bad Elster
La cita ha sido concertada en el Kurhous Hotel. Los tres hombres se registran con nombres falsos. Las bases de la futura organización alemana de espionaje se van a establecer en una modesta habitación de hotel. De este modo, Wessel se encargará, junto con Gehlen, de asegurar el personal y los archivos del F.H.O. en la Alpenfestung (la Fortaleza Alpina).
Alpenfestung
Allí esperarán la llegada de los norteamericanos. Baun debe continuar ocupándose de los grupos Walli (nombre en código de los oficiales de información encargados de la «recuperación» de los prisioneros rusos y de la instalación de antenas de radio en la U.R.S.S., cuyos operadores eran desertores de la armada soviética), que él había dirigido sucesivamente para la Abwehr y para el R.S.H.A. Baun propone a Gehlen cortar temporalmente el contacto con los hombres de la armada Vlassov (general de la armada soviética, hecho prisionero por los alemanes en Mayo de 1942), que trabajaban en Moscú y en los estados mayores militares soviéticos. Gehlen le pide dar las órdenes para que todos los agentes diseminados en Silesia y entre el Oder y el Elba recorran los Alpes bávaros. En los días siguientes a esta conferencia secreta, reina una intensa actividad en los servicios de Gehlen. Se queman toneladas de papel, todos los documentos importantes son pasados a microfilmes en triple ejemplar y después colocados en cajas de hierro. Una de las series es enviada a Naumburgo en Turingia, y ocultada en casa de unos amigos de la familia Gehlen. Wessel vuelve a su despacho en Bad Reichenhall y Baun se instala en Baden. El 10 de Abril, el jefe del servicio F.H.O. dicta las últimas instrucciones a sus subordinados. Algunos reciben simplemente la orden de rendirse en el frente Oeste y de hacerse tranquilamente prisioneros de los americanos. A sus colaboradores más próximos les recomienda no decir nada, una vez hechos prisioneros. Al mismo tiempo, el servicio se valía de una particular «hecatombe». Comunicaciones de «fallecimientos» legan a los domicilios de algunos agentes de Gehlen, anunciando a sus familias que han muerto «por el Führer, el pueblo y la patria». Un complejo sistema de pistas es puesto a punto por Gehlen para poder tomar contacto con sus colaboradores prisioneros o «muertos». Establece un código especial de palabras y mensajes cifrados. Wessel se convierte en «W», Gehlen ofrece una «X», a Baun se le denomina «Y». Termina así la ejecución de la primera fase de su plan.
Se trata ahora de salvaguardar al estado mayor del F.H.O., los archivos y a su propio jefe. Desde hace varias semanas, Gehlen ha escogido su lugar de refugio. En un principio, ha pensado que llegar al reducto alpino sería empeorar las cosas. Pero se ha dado cuenta en seguida de que la campaña de intoxicación llevada a cabo por los servicios de propaganda de Goebbels y el R.S.H.A., iba a ayudarle considerablemente. Porque, al hacer pasar el reducto alpino por una fortaleza inexpugnable, Goebbels va a transformar la estrategia militar norteamericana. Esta falsa noticia es, además, confirmada por los rusos, que piensan de este modo desviar de Berlín a las fuerzas norteamericanas. Estas van a dar máxima prioridad al reducto alpino. De este modo, Gehlen, al refugiarse en esta región, tiene garantizado el caer en sus manos. Todo el estado mayor del F.H.O. inicia entonces el largo trayecto que debe llevarle al refugio secreto. Para más seguridad, los oficiales se dividen en tres grupos y deciden llegar separadamente a la Alpenfestung. Gehlen y su familia forman parte del primer grupo y llevan con ellos los archivos que han ido a buscar a Naumburgo. El viaje se efectúa en condiciones deplorables: las carreteras están sobrecargadas de convoyes militares y de columnas de refugiados que huyen ante el avance del Ejército Rojo, y los bombardeos son continuos. El grupo, de hecho, corre un peligro muchos más grave, el de ser detenido por las patrullas S.S. En efecto, unos días antes, Hitler ha nombrado al almirante Doenitz como comandante en jefe de la zona norte, y ha ordenado a todos los oficiales que abandonan Berlín que se dirijan con sus hombres a Flensburg, donde se encuentra el cuartel general de Doenitz. Esta orden se aplica, naturalmente, también al estado mayor del F.H.O. Si Gehlen y sus hombres son detenidos en la carretera que lleva al Sur, les será difícil dar una explicación aceptable, y se arriesgan a ser fusilados por deserción.
«En las orillas del Lena –refiere Gehlen en sus Memorias- dos camiones escaparon milagrosamente a una incursión aérea y más tarde, por la noche, fueron detenidos en Hof por elementos de las S.S., que los obligaron a entrar en un caserón: los S.S. deseaban examinar sus documentos. Este incidente exponía a los hombres a un peligro más grande que los bombardeos. Afortunadamente, los dos conductores, de los cuales uno era hijo de mi colaborador el mayor Baun, encontraron una verja sin el cerrojo por la que ellos pudieron escapar con los vehículos. Dejaron a mi familia en casa de unos amigos cerca de Cham y siguieron su camino hacia el Sur, hasta Bad Reichenhall, donde estaba replegado la mayor parte de mi servicio».
Aquí, Wessel y algunos de sus oficiales se dispusieron a ayudar a Gehlen a ocultar las cajas. Decide distribuirlas en tres partes: una es depositada en Reit-in-Winkel, al sur del lago Chiem; la segunda en Wildermohalm, cerca de Kufstein; y la última se oculta en las montañas junto al pequeño pueblo de Valepp. Se da la orden de dispersión a Miesbach. Es preciso evitar a toda costa llamar la atención, porque Miesbach y sus alrededores, están llenos de oficiales nazis y S.S. Gehlen juzga preferible no permanecer personalmente en este lugar. Da la orden a treinta y ocho de sus oficiales de buscar un alojamiento cerca de ella y esperar su aviso. Sus hombres se dispersan por los pueblos vecinos: Achliersee, Fischhausen y Losefsthal.
Acompañado de nueve de sus más fieles colaboradores, entre los que se encuentran tres jóvenes secretarias, Gehlen abandona Miesbach con los documentos ultrasecretos del F.H.O. Todos los hombres van vestidos como auténticos montañeses. Las cajas son llevadas en carretillas a lo largo de los senderos forestales. El ascenso les lleva varias horas. Finalmente, a la salida del bosque, llegan ante una gran explanada de nieve. En medio de una pendiente poco acentuada, Gehlen y sus compañeros descubren un pequeño chalet. El paraje lleva un nombre siniestro: Elendsalm, el «Pasto de la Miseria». Al anochecer, los hombres entierran profundamente las cajas en el límite del bosque. Gehlen está satisfecho. Tiene en su poder documentos de tal importancia que puede enfrentarse tranquilamente con el porvenir.
«Para el éxito de nuestro plan –dice Gehlen en sus Memorias- era indispensable no dejarnos atrapar demasiado pronto. Una parte de nuestro grupo se iba todas las mañanas, al amanecer, a lo alto de la montaña, mientras que las tres chicas y dos de mis oficiales heridos se quedaban abajo resguardando el chalet. Escalábamos generalmente hasta la cresta del Auer y montábamos allí la tienda, en terreno cubierto parcialmente por los árboles. Pasábamos la jornada contemplando el paisaje y observando los primeros signos de vegetación que surgían poco a poco de la nieve. Al atardecer bajábamos y, antes de llegar al refugio, nos asegurábamos que nuestros compañeros habían colgado el mantel en un alambre para indicarnos que no había peligro». Gehlen teme mucho más las acciones de los grupos S.S. que a las tropas regulares aliadas. El 28 de Abril escucha por la radio que el Ejército Rojo ha entrado en Berlín. Al día siguiente se entera por uno de sus oficiales de reserva, Weck, que los americanos están en Munich y que han abierto las puertas del campo de concentración de Dachau. El 1º de Mayo la radio anuncia la muerte del Führer. Gehlen está cada vez más nervioso. Los S.S. rondan las montañas. «Weck no había permanecido inactivo –cuenta-. Gracias al Servicio de Aguas y Bosques de la región, había conseguido la llave de un refugio casi inaccesible, cerca de la cumbre del Maroldschneid.
Era la tercera semana de Mayo. Consideré que había llegado el momento de pasar a la acción, de bajar al valle y de entregarse a la unidad americana más próxima. Los padres de uno de mis colaboradores, el mayor Schoeller, vivían en Fischausen, a orillas del Schliersee. Nos propuso pasar en su casa las vacaciones de Semana Santa, antes de entregarnos a los norteamericanos. No queríamos ser capturados: deseábamos entregarnos voluntariamente, y esto es lo que hicimos».
En la mañana del 19 de Mayo, Gehlen y cuatro de sus oficiales bajan al valle. El día anterior, por la noche, han descosido las insignias de su graduación, se han quitado sus pantalones con franjas rojas –distintivo exclusivo de los oficiales del estado mayor general- y se han vestido con uniformes ordinarios de combate, de tal forma que ya no se distinguen de los miembros del ejército alemán que se repliegan hacia el Este. Tres días más tarde se entregan a los americanos. En una Alemania en plena derrota, Gehlen, con un orden perfecto, ha llevado a cabo su plan hasta el final.
Reinhardt Gehlen ha dejado una parte de su equipo en el «Pasto de la Miseria» para recibir los mensajes de radio de los otros miembros del servicio. Ahora que su jefe ya no está con ellos, la vigilancia alrededor del chalet puede relajarse. Los oficiales del F.H.O. no desconfían de los montañeses, y menos aún de los pastores que ven pasar de vez en cuando. Uno de ellos, sin embargo, va a denunciarles. Rudi Kreidl sospecha mucho, en efecto, de esos hombres que le han dicho un día que son investigadores científicos. Los ha visto enterrar uniformes e insignias nazis. No le gustan nada los nazis. Mutilado de guerra, no perdona a Hitler el haber llevado a Alemania a un conflicto tan largo y tan mortífero.
(Primera Parte)
«La esencia de los servicios secretos, aparte de la obligación de conocer el máximo de los hechos, consiste en saber discernir las tendencias históricas pasadas y prever su evolución futura.»
Reinhardt Gehlen
Reinhardt Gehlen
Berna: Enero de 1972. Una lluvia helada me acoge al bajar del avión que me trae de París. Al dirigirme al centro de la capital helvética, intento imaginarme cómo va a desarrollarse mi entrevista con este hombre que, veintiocho años después de la caída del Reich, ha aceptado finalmente hablar... Retrocedo mentalmente en el tiempo. Pienso en ese notorio mes de Mayo de 1945. ¿Cuál fue la reacción de Erich Sauber, el hombre que vengo a ver, al enterarse de la muerte de su Führer y de la rendición de su país? ¿Qué va a revelarme sobre la desaparición de los fieles servidores del régimen nazi, sobre los falsos suicidas y sobre la caza de los criminales de guerra organizada por los aliados, sobre la «extraordinaria reconversión» de algunos de ellos? Es la primera vez que voy a encontrarme con Erich Sauber, este antiguo adjunto de Walter Schellenberg.
Walter Schellenberg
Estrechamente ligado a todos los contactos que se establecieron entre ciertos jefes nazis y los aliados durante los últimos meses de la guerra, Sauber participó especialmente en las primeras conversaciones con los servicios secretos suizos y, por medio de ellos, con el norteamericano Allen Welsh Dulles, por ese entonces, jefe de la O.S.S. (Office of Strategic Services - Oficina de Servicios Estratégicos), en Berna, Suiza.
Allen Welsh Dulles
Schellenberg, jefe de los servicios de contraespionaje del R.S.H.A. (Reichssicherheitshauptamt – Oficina Central de Seguridad del Reich), quería proteger sus relaciones con la Abwehr, servicio de contraespionaje que reportaba directamente al O.K.W. (Oberkommando der Wehrmacht - Estado Mayor de las Fuerzas Armadas), dirigido durante mucho tiempo por el almirante Wilhelm Walter Canaris.
Almirante Canaris
Erich Sauber ha sido, también, testigo de las horas críticas de la Abwehr y de la caída de Canaris. El sucesor de Canaris, después de la guerra, Reinhardt Gehlen, no le es desconocido. Se ha encontrado con él a menudo, mucho antes de que ocupara sus altas funciones para los aliados y para el gobierno de Bonn. Gehlen ha sido siempre un funcionario brillante y eficaz. Se mantenía a la sombra de Canaris y esperaba su suerte. El nombre de Gehlen aparece a menudo en la correspondencia que he intercambiado con Erich Sauber a lo largo de estos últimos meses. Sauber no me ha ocultado la fascinación que ejercía sobre él, en la época, el joven coronel. Su testimonio es uno de los más sinceros y también de los más sorprendentes que he oído, durante esta encuesta, sobre una de las redes de inteligencia nazi: la Red Gehlen.
Erich Sauber empieza su narración. Habla muy lentamente, sopesando cada palabra. Intenta acordarse con exactitud de lo que pasó hace casi treinta años. «Hace tanto tiempo», me dice a lo largo de la conversación. Le pregunto si conocía bien a Reinhardt Gehlen. –Si usted quiere decir con eso: «¿Era usted amigo de Gehlen?», puedo contestarle sin vacilar: no. Y nadie, que yo sepa, en mi medio de contraespionaje, puede enorgullecerse de haberlo sido. Era muy frío. Las relaciones con él se limitaban a las cuestiones estrictas del servicio. Me intimidaba mucho y estaba deslumbrado por su brillante capacidad de síntesis. Con él ningún problema era insuperable. En esa época yo trabajaba en el fichero central del Amt VI (seguridad exterior) del R.S.H.A. Gehlen dependía de la Abwehr, es decir, de los servicios de información del estado mayor general. Por eso estaba directamente a las órdenes del almirante Canaris. Las tensiones entre el R.S.H.A. y la Abwehr, entre Canaris y Himmler, creaban una competencia cerrada entre los agentes de ambas organizaciones. Himmler se volvía loco de rabia cada vez que la Abwehr lograba una operación exitosa. El habría deseado que los dos servicios se fusionaran y se pusieran bajo su dirección, ¡por supuesto! Nos prohibía todo contacto con los colaboradores de Canaris. Yo tenía algunos amigos que trabajaban en la Abwehr. Me acuerdo de una historia que estuvo a punto de provocar mi traslado al frente ruso. Conocía desde hacía tiempo a un oficial superior de la Abwehr. Una noche nos reunimos en un restaurante berlinés para cenar. De repente, reconocí en una mesa vecina a uno de los «soplones» de Heydrich, el teniente de Himmler. Dos días más tarde fui convocado al despacho del Reichsführer. Recorría la habitación completamente encolerizado. ¡Me hizo sufrir un interrogatorio en regla sobre mis relaciones con este oficial y terminó acusándome de develar secretos del servicio! Le cito este ejemplo para demostrarle hasta qué punto eran tensas las relaciones entre los dos servicios. En 1944, después del atentado del 20 de Julio contra Hitler, Himmler, con razón o sin ella, pensó que podría sacar partido de la situación. El almirante Canaris fue, de este modo, una de las víctimas de la gran purga que diezmó al estado mayor alemán, fue incluso acusado falsamente de colaboración con el enemigo. Ya sabe usted lo que le ocurrió a Canaris. Después de su destitución, su servicio fue reorganizado y más tarde integrado al R.S.H.A. Himmler triunfaba. Mi despacho, el Amt VI, absorbió al servicio de información de la Abwehr. Entonces veía más a menudo a Reinhardt Gehlen. Tenía cuarenta y dos años. Era coronel responsable del F.H.O (Fremde Heere Ost – Armadas Extranjeras del Este), el servicio de espionaje y contraespionaje dirigido contra la Unión Soviética-
-A partir del momento en que la derrota de Alemania parecía inminente, la actitud de Gehlen debió cambiar sin duda- le pregunto.
Reinhardt Gehlen
-Gehlen había previsto indudablemente esta eventualidad –responde Erich Sauber-. Gehlen había sido siempre de un anticomunismo virulento. Todas sus acciones contra la Unión Soviética eran cuidadosamente preparadas. Daba siempre la impresión de que estaba saldando una antigua cuenta con los rusos. El odio de Gehlen contra este régimen era muy profundo. Un día me confió que estaba convencido de que íbamos a perder la guerra. Me sorprendió mucho que Gehlen me participara su pesimismo de esta manera. «Estoy al corriente de todos los trámites iniciados por nuestros dirigentes para salvar el pellejo –insistió Gehlen-. ¿Por qué el Reichsführer S.S. Himmler se ve tan a menudo con el conde Bernadotte? ¿Sabe usted que Kaltenbrunner se sirve del Sturmbannführer Wilhem Höttl como mediador con los norteamericanos, y que nuestro Reichsmarschall Hermann Goering busca el modo de entrar en contacto con los ingleses? No creo decirle nada nuevo, ¿no es verdad Sauber? Usted es sin duda una de las personas mejor informadas dentro de este servicio. Y usted ha participado de conversaciones con los suizos con conocimiento y por indicación de Schellenberg». Gehlen no ignoraba nada de las tentativas hechas por nuestros dirigentes para ponerse en contacto con los norteamericanos y los ingleses. Me pregunto cómo podía estar tan bien informado de todos estos tratos secretos. Yo no había hablado a nadie de mi misión y estaba seguro que Schellenberg tampoco. A finales de Febrero –continúa Sauber- Gehlen había enviado al teniente coronel Gerhard Wessel, que en aquella época era responsable de una de las secciones del F.H.O., a Bad Reichenhall con una parte de los archivos. Había instalado allí un despacho que fue incluso adherido al cuartel general del grupo de ejércitos del Sur. Supongo que los documentos importantes no se encontraban en Bad Reichenhall, pero este despacho era una buena tapadera. Así Gehlen tenía las manos libres para poder esconder sus expedientes en otra parte-
Bad Reichenhall
Sauber se detiene unos instantes; después me confía las confidencias que le ha hecho Gehlen sobre la manera como él preveía la posguerra.
-A partir del mes de Abril –continúa Sauber-, nuestros servicios estaban completamente desorganizados. Las órdenes y contraórdenes se sucedían a un ritmo infernal. La última vez que he visto a Gehlen fue durante la primera semana de Abril: «Dentro de poco seremos detenidos por los aliados –me dijo-. ¿Ha pensado ya usted en lo que puede ocurrirnos entonces, Sauber? Yo, sí. Quiero una rendición honorable y tengo un instrumento formidable que ofrecerles. Es absolutamente necesario que me entregue a los americanos. Tengo un plan dispuesto para la posguerra. Sauber, si tiene problemas con los aliados, piense en mí. Quizá podría ayudarle». –No sabía bien lo que quería decir. ¿Cuál era este plan? El instrumento era evidentemente su servicio de información sobre la U.R.S.S. y comprendía que esto pudiera interesar enormemente a los norteamericanos. ¿Pero esto era lo que él llamaba una «rendición honorable»? ¡Vender sus servicios a los norteamericanos! Sobre todo no veía de qué modo podría ayudarme. Antes de salir de mi despacho dijo: «Intente de todos modos evitar a los rusos, Sauber. ¡Podría arriesgarme a no volver a verle!» Tres días después supe que Gehlen había sido relevado del mando del F.H.O. y había sido jubilado. Era el 10 de Abril-
En realidad, el viejo corso que es Reinhardt Gehlen no ha esperado al 10 de Abril para comenzar su plan de repliegue. «Lo más tarde a mediados de 1944 –refiere el historiador alemán Jürgen Thorwald-, Gehlen ha comenzado a reunir los informes, actas, estudios y archivos sobre la Unión Soviética en sus expedientes particulares y a ocultarlos en distintos lugares de los Alpes bávaros. De este modo, los archivos del servicio F.H.O. no pueden ser destruidos nunca». El 4 de Abril de 1945 tiene lugar en Bad Elster, en Sajonia, la última puesta a punto entre Gehlen y dos de sus ayudantes, Wessel y Baun.
Bad Elster
La cita ha sido concertada en el Kurhous Hotel. Los tres hombres se registran con nombres falsos. Las bases de la futura organización alemana de espionaje se van a establecer en una modesta habitación de hotel. De este modo, Wessel se encargará, junto con Gehlen, de asegurar el personal y los archivos del F.H.O. en la Alpenfestung (la Fortaleza Alpina).
Alpenfestung
Allí esperarán la llegada de los norteamericanos. Baun debe continuar ocupándose de los grupos Walli (nombre en código de los oficiales de información encargados de la «recuperación» de los prisioneros rusos y de la instalación de antenas de radio en la U.R.S.S., cuyos operadores eran desertores de la armada soviética), que él había dirigido sucesivamente para la Abwehr y para el R.S.H.A. Baun propone a Gehlen cortar temporalmente el contacto con los hombres de la armada Vlassov (general de la armada soviética, hecho prisionero por los alemanes en Mayo de 1942), que trabajaban en Moscú y en los estados mayores militares soviéticos. Gehlen le pide dar las órdenes para que todos los agentes diseminados en Silesia y entre el Oder y el Elba recorran los Alpes bávaros. En los días siguientes a esta conferencia secreta, reina una intensa actividad en los servicios de Gehlen. Se queman toneladas de papel, todos los documentos importantes son pasados a microfilmes en triple ejemplar y después colocados en cajas de hierro. Una de las series es enviada a Naumburgo en Turingia, y ocultada en casa de unos amigos de la familia Gehlen. Wessel vuelve a su despacho en Bad Reichenhall y Baun se instala en Baden. El 10 de Abril, el jefe del servicio F.H.O. dicta las últimas instrucciones a sus subordinados. Algunos reciben simplemente la orden de rendirse en el frente Oeste y de hacerse tranquilamente prisioneros de los americanos. A sus colaboradores más próximos les recomienda no decir nada, una vez hechos prisioneros. Al mismo tiempo, el servicio se valía de una particular «hecatombe». Comunicaciones de «fallecimientos» legan a los domicilios de algunos agentes de Gehlen, anunciando a sus familias que han muerto «por el Führer, el pueblo y la patria». Un complejo sistema de pistas es puesto a punto por Gehlen para poder tomar contacto con sus colaboradores prisioneros o «muertos». Establece un código especial de palabras y mensajes cifrados. Wessel se convierte en «W», Gehlen ofrece una «X», a Baun se le denomina «Y». Termina así la ejecución de la primera fase de su plan.
Se trata ahora de salvaguardar al estado mayor del F.H.O., los archivos y a su propio jefe. Desde hace varias semanas, Gehlen ha escogido su lugar de refugio. En un principio, ha pensado que llegar al reducto alpino sería empeorar las cosas. Pero se ha dado cuenta en seguida de que la campaña de intoxicación llevada a cabo por los servicios de propaganda de Goebbels y el R.S.H.A., iba a ayudarle considerablemente. Porque, al hacer pasar el reducto alpino por una fortaleza inexpugnable, Goebbels va a transformar la estrategia militar norteamericana. Esta falsa noticia es, además, confirmada por los rusos, que piensan de este modo desviar de Berlín a las fuerzas norteamericanas. Estas van a dar máxima prioridad al reducto alpino. De este modo, Gehlen, al refugiarse en esta región, tiene garantizado el caer en sus manos. Todo el estado mayor del F.H.O. inicia entonces el largo trayecto que debe llevarle al refugio secreto. Para más seguridad, los oficiales se dividen en tres grupos y deciden llegar separadamente a la Alpenfestung. Gehlen y su familia forman parte del primer grupo y llevan con ellos los archivos que han ido a buscar a Naumburgo. El viaje se efectúa en condiciones deplorables: las carreteras están sobrecargadas de convoyes militares y de columnas de refugiados que huyen ante el avance del Ejército Rojo, y los bombardeos son continuos. El grupo, de hecho, corre un peligro muchos más grave, el de ser detenido por las patrullas S.S. En efecto, unos días antes, Hitler ha nombrado al almirante Doenitz como comandante en jefe de la zona norte, y ha ordenado a todos los oficiales que abandonan Berlín que se dirijan con sus hombres a Flensburg, donde se encuentra el cuartel general de Doenitz. Esta orden se aplica, naturalmente, también al estado mayor del F.H.O. Si Gehlen y sus hombres son detenidos en la carretera que lleva al Sur, les será difícil dar una explicación aceptable, y se arriesgan a ser fusilados por deserción.
«En las orillas del Lena –refiere Gehlen en sus Memorias- dos camiones escaparon milagrosamente a una incursión aérea y más tarde, por la noche, fueron detenidos en Hof por elementos de las S.S., que los obligaron a entrar en un caserón: los S.S. deseaban examinar sus documentos. Este incidente exponía a los hombres a un peligro más grande que los bombardeos. Afortunadamente, los dos conductores, de los cuales uno era hijo de mi colaborador el mayor Baun, encontraron una verja sin el cerrojo por la que ellos pudieron escapar con los vehículos. Dejaron a mi familia en casa de unos amigos cerca de Cham y siguieron su camino hacia el Sur, hasta Bad Reichenhall, donde estaba replegado la mayor parte de mi servicio».
Aquí, Wessel y algunos de sus oficiales se dispusieron a ayudar a Gehlen a ocultar las cajas. Decide distribuirlas en tres partes: una es depositada en Reit-in-Winkel, al sur del lago Chiem; la segunda en Wildermohalm, cerca de Kufstein; y la última se oculta en las montañas junto al pequeño pueblo de Valepp. Se da la orden de dispersión a Miesbach. Es preciso evitar a toda costa llamar la atención, porque Miesbach y sus alrededores, están llenos de oficiales nazis y S.S. Gehlen juzga preferible no permanecer personalmente en este lugar. Da la orden a treinta y ocho de sus oficiales de buscar un alojamiento cerca de ella y esperar su aviso. Sus hombres se dispersan por los pueblos vecinos: Achliersee, Fischhausen y Losefsthal.
Acompañado de nueve de sus más fieles colaboradores, entre los que se encuentran tres jóvenes secretarias, Gehlen abandona Miesbach con los documentos ultrasecretos del F.H.O. Todos los hombres van vestidos como auténticos montañeses. Las cajas son llevadas en carretillas a lo largo de los senderos forestales. El ascenso les lleva varias horas. Finalmente, a la salida del bosque, llegan ante una gran explanada de nieve. En medio de una pendiente poco acentuada, Gehlen y sus compañeros descubren un pequeño chalet. El paraje lleva un nombre siniestro: Elendsalm, el «Pasto de la Miseria». Al anochecer, los hombres entierran profundamente las cajas en el límite del bosque. Gehlen está satisfecho. Tiene en su poder documentos de tal importancia que puede enfrentarse tranquilamente con el porvenir.
«Para el éxito de nuestro plan –dice Gehlen en sus Memorias- era indispensable no dejarnos atrapar demasiado pronto. Una parte de nuestro grupo se iba todas las mañanas, al amanecer, a lo alto de la montaña, mientras que las tres chicas y dos de mis oficiales heridos se quedaban abajo resguardando el chalet. Escalábamos generalmente hasta la cresta del Auer y montábamos allí la tienda, en terreno cubierto parcialmente por los árboles. Pasábamos la jornada contemplando el paisaje y observando los primeros signos de vegetación que surgían poco a poco de la nieve. Al atardecer bajábamos y, antes de llegar al refugio, nos asegurábamos que nuestros compañeros habían colgado el mantel en un alambre para indicarnos que no había peligro». Gehlen teme mucho más las acciones de los grupos S.S. que a las tropas regulares aliadas. El 28 de Abril escucha por la radio que el Ejército Rojo ha entrado en Berlín. Al día siguiente se entera por uno de sus oficiales de reserva, Weck, que los americanos están en Munich y que han abierto las puertas del campo de concentración de Dachau. El 1º de Mayo la radio anuncia la muerte del Führer. Gehlen está cada vez más nervioso. Los S.S. rondan las montañas. «Weck no había permanecido inactivo –cuenta-. Gracias al Servicio de Aguas y Bosques de la región, había conseguido la llave de un refugio casi inaccesible, cerca de la cumbre del Maroldschneid.
Era la tercera semana de Mayo. Consideré que había llegado el momento de pasar a la acción, de bajar al valle y de entregarse a la unidad americana más próxima. Los padres de uno de mis colaboradores, el mayor Schoeller, vivían en Fischausen, a orillas del Schliersee. Nos propuso pasar en su casa las vacaciones de Semana Santa, antes de entregarnos a los norteamericanos. No queríamos ser capturados: deseábamos entregarnos voluntariamente, y esto es lo que hicimos».
En la mañana del 19 de Mayo, Gehlen y cuatro de sus oficiales bajan al valle. El día anterior, por la noche, han descosido las insignias de su graduación, se han quitado sus pantalones con franjas rojas –distintivo exclusivo de los oficiales del estado mayor general- y se han vestido con uniformes ordinarios de combate, de tal forma que ya no se distinguen de los miembros del ejército alemán que se repliegan hacia el Este. Tres días más tarde se entregan a los americanos. En una Alemania en plena derrota, Gehlen, con un orden perfecto, ha llevado a cabo su plan hasta el final.
Reinhardt Gehlen ha dejado una parte de su equipo en el «Pasto de la Miseria» para recibir los mensajes de radio de los otros miembros del servicio. Ahora que su jefe ya no está con ellos, la vigilancia alrededor del chalet puede relajarse. Los oficiales del F.H.O. no desconfían de los montañeses, y menos aún de los pastores que ven pasar de vez en cuando. Uno de ellos, sin embargo, va a denunciarles. Rudi Kreidl sospecha mucho, en efecto, de esos hombres que le han dicho un día que son investigadores científicos. Los ha visto enterrar uniformes e insignias nazis. No le gustan nada los nazis. Mutilado de guerra, no perdona a Hitler el haber llevado a Alemania a un conflicto tan largo y tan mortífero.
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