viernes, 15 de diciembre de 2023

SGM: Los 8 días que Japón quiso continuar la guerra

Los ocho días en los que Japón quiso que la Segunda Guerra Mundial no terminara: el plan rebelde y la rendición grabada en una cinta

El 6 de agosto de 1945, con Hiroshima sepultada en el horror atómico, su población diezmada y sus edificios destruidos, Japón se negó a la rendición. Tardaría ocho días en aceptarla y 27 en firmarla. La historia de un proceso dramático, que incluyó la orden de un emperador no acatada, un intento de golpe de Estado y 700 bombarderos para sellar la paz

Por Alberto Amato || Infobae


Un soldado se rinde ante las tropas estadounidenses. Las rendiciones era un fenómeno muy excepcional, y por lo general los japoneses peleaban hasta la muerte (AP)

Pudo ser un desastre todavía mayor. Una hecatombe incalculable en vidas humanas que pudo terminar con la destrucción de Japón y de sus principales ciudades. Si no sucedió, fue por el temple de unos pocos líderes militares japoneses, por la firmeza del emperador Hirohito que mantuvo su decisión irremediable de rendirse a los aliados, decisión que definió con una frase inolvidable que rebosaba orgullo herido: “Ha llegado la hora de aceptar lo inaceptable”. Y si la devastación no fue mayor, también lo fue por cierta determinación de las fuerzas armadas de Estados Unidos, decididas a destruir al enemigo, convencidas de que la prolongación de la guerra costaría la vida de al menos un millón de sus hombres embarcados en el tramo final de la Segunda Guerra Mundial.

El 6 de agosto de 1945, con Hiroshima sepultada en el horror atómico, con su población diezmada y sus edificios destruidos, con la evidencia de una nueva arma, poderosa, inabarcable, desconocida y temida que causaba una devastación jamás imaginada, Japón se negó a la rendición. Lo haría por fin el 14 de agosto. Pero en esos ocho días dramáticos, los señores de la guerra japoneses pensaron en apartar al emperador, trasladarlo a un lugar remoto y seguro, derrocar al gobierno que impulsaba la paz, que era la rendición, y preparar una monumental batalla final entre lo que quedaba del ejército imperial y las tropas de Estados Unidos, forzadas a invadir la isla.

Por su parte, Estados Unidos estuvo dispuesto a enfrentar la intransigencia japonesa, su negativa a aceptar las condiciones de paz impuestas por Harry Truman, Winston Churchill y José Stalin en Potsdam, territorio de la Alemania vencida, con un fenomenal despliegue de mil bombarderos B-29 que serían enviados para destruir Tokio y lo que quedara en camino. No ocurrió por milagro. Incluso con la rendición ya aceptada y pactada, a firmarse el 2 de septiembre en el acorazado “Missouri” anclado en la bahía de Tokio, con las más altas autoridades americanas y británicas a bordo, entre ellas el general Douglas MacArhtur, jefe del ejército del Pacífico, y el almirante Chester Nimitz comandante de las fuerzas navales, los japoneses planearon un ataque suicida destinado a hundir al “Missouri” y todos sus ocupantes.

La que sigue es la historia no muy conocida de aquellos ocho días dramáticos que pudieron cambiar al mundo para siempre. Y para peor.

La bomba nuclear lanzada por Estados Unidos sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945 provocó 80 mil muertos en un solo segundo. Tres días después, otra bomba y otra ciudad japonesa destruida en un instante: Nagasaki (Getty Images)

Igual que Adolf Hitler, su compinche junto al italiano Benito Mussolini en aquella sociedad destinada a dominar al mundo, el emperador Hirohito también tenía un bunker en los sótanos del Palacio Imperial que era a la vez un refugio antiaéreo. Ese fue el escenario de reuniones de urgencia en un ambiente crispado: en la mañana de aquel 6 de agosto, Tokio había intentado comunicarse con la ciudad de Hiroshima sin éxito: nadie sabía por qué. La información llegaba de aquella ciudad fragmentada y confusa. Recién al día siguiente, el teniente general Torashiro Kawabe, subjefe del Estado Mayor Imperial, recibió un informe dramático, de una sola frase, que revelaba: “Toda la ciudad de Hiroshima ha quedado destruida en el acto por efecto de una sola bomba”.

A Kawabe le costó creer las posteriores versiones del suceso. En Hiroshima estaba acuartelado el Segundo Ejército Japonés que, en la mañana del 6 de agosto estaba desplegado en un vasto campo de adiestramiento y practicaba maniobras militares. En el segundo que siguió a la caída de la bomba, todo el Segundo Ejército se había evaporado en el aire. Los japoneses no ignoraban el poderío atómico. No estaban en condiciones de fabricar una bomba, pero contaban con un único físico nuclear de prestigio internacional, Yoshio Nishina a quien convocaron de urgencia al Estado Mayor y le revelaron lo poco que sabían a esas horas sobre qué había pasado en Hiroshima. Nishina, que después de Pearl Harbor había perdido todo contacto con sus colegas occidentales, no dudó un minuto: en Hiroshima había caído un artefacto nuclear. Trazó un retrato aproximado de los daños que podía haber provocado la bomba, que coincidían en todo con los escasos informes que tenía el Estado Mayor japonés y que no le habían sido revelados a Nishina.

Tres días después, el 9 de agosto, y antes de que saliera el sol en aquel imperio del Sol Naciente, llegó a Tokio otra noticia devastadora: Stalin había declarado la guerra a Japón. De inmediato se reunió el Consejo Supremo para la Conducción de la Guerra que ocupó buena parte de la mañana en intentar resolver qué hacer ante el nuevo y poderoso frente de guerra abierto por la URSS. Pero a las once y un minuto, otra noticia sacudió al comando militar japonés: una segunda bomba atómica había estallado en Nagasaki. El Consejo Supremo levantó la sesión y corrió al Palacio Imperial, donde el emperador Hirohito acababa de enviar un mensaje secreto al primer ministro Kantaro Suzuki, que sería una voz decisiva en favor de la paz en los días por venir, con una orden imperativa y urgente: que aceptara de inmediato la Declaración de Potsdam, lo que equivalía a la rendición incondicional de Japón.

En cualquier otro país del mundo, la orden del emperador hubiese bastado. En Japón, no. Había que evitar a Hirohito la humillación que implicaba la derrota; la estrategia, de difícil credibilidad, sugería que el emperador podía esfumarse del palacio para demostrar al mundo que, en realidad, la mayor parte de la guerra había transcurrido sin que él hubiera tenido mucho que ver. Era difícil que el mundo cayera en el engaño pero para los jefes militares eran vitales cuáles serían las condiciones de la rendición. Y, lo peor, no había un criterio único. En el tenso cónclave del Palacio Imperial, con sus manos en las empuñaduras engarzadas con piedras preciosas de sus espadas de samurái, los jefes militares se alzaron uno a uno para plantear sus exigencias: el ministro de guerra, general Korechika Anami, el jefe del Estado Mayor del Ejército, general Yoshijiro Umezu y el almirante Soemu Toyoda, jefe del Estado Mayor de la Armada, insistieron en imponerle a Washington que aceptara tres condiciones: que fuesen oficiales japoneses quienes desarmaran a las tropas vencidas, que los criminales de guerra fueran juzgados por tribunales japoneses y que se limitara de antemano cuáles territorios serían “ocupados” por el enemigo victorioso.

La conferencia de los tres grandes comienza en una sala del palacio de Potsdam, Alemania. El presidente Harry S. Truman está sentado de espaldas a la cámara, con asistentes a cada lado; el mariscal Joseph Stalin está sentado más a la derecha, mientras que el primer ministro Winston Churchill y su personal están a la izquierda (Getty Images)

Era un disparate. La guerra había sido crudelísima, sin cuartel, miles de tropas aliadas habían muerto en los campos de concentración del imperio y Estados Unidos no estaba dispuesto a hacer concesiones, mucho menos a aceptar condiciones. Eso fue lo que explicó el canciller japonés, Shigenoni Togo, que además, por si hiciera falta, les recordó a los orgullosos jefes militares que Japón había perdido la guerra y que la paz era una necesidad apremiante. Pero los tres mantuvieron su postura, que era la de los hombres a su mando. No sabían, y si lo sabían habían decidido ignorarlo, que en la conferencia de Potsdam Estados Unidos había propuesto abolir el cargo de emperador en Japón y juzgar a Hirohito como a un criminal de guerra. Gran Bretaña se había opuesto a una decisión tan drástica y había sugerido en cambio mantener la figura del emperador, vital para la cultura japonesa, acotado en sus funciones, e imponer en el país una especie de virreinato a cargo de los aliados. Triunfó el planteo británico y fue el general Douglas MacArthur el “virrey” de Japón que, incluso, dictó una nueva constitución para ese país.

Pero en la noche del 9 de agosto todo el porvenir quedaba lejos. Suzuki y Togo informaron al emperador sobre el planteo militar, y lograron que Hirohito convocara a una Asamblea Imperial en su refugio de palacio. Allí, desde las once y media de la noche y hasta entrada la madrugada del 10, Anami, Umezu y Toyoda confiaron por fin en detalle cuáles eran sus planes. Para ellos, dijeron, la guerra había sido hasta ese momento una serie de “indecisas escaramuzas” libradas en las islas bajo dominio japonés. Ese era otro disparate. El Mar de Japón, el Pacífico Sur, el Mar de Coral, entre otros mares de iguales aguas, habían sido testigos de enormes batallas navales; islas como las Salomon, Iwo Jima, Peleliu, Guam, Guadalcanal y Okinawa habían sido escenario de feroces batallas, sólo en Guadalcanal habían muerto más de treinta mil hombres. Todo aquel horror era calificado ahora como “escaramuzas” por las fuerzas armadas imperiales, para justificar su estrategia final. Ahora, dijeron los jefes militares japoneses, era el momento de “atraer a los norteamericanos a las costas patrias y aniquilarlos”: era el gran momento de la nación japonesa que sería asistida, como siempre, por el “viento divino”. El “viento divino”, decía la leyenda, había ayudado a los japoneses en su tenaz resistencia frente a la invasión de la dinastía mongol china de Kublai Khan, en 1281. La palabra japonesa para nombrar al viento divino era “kamikaze”, nombre que habían tomado los pilotos suicidas y la unidad que los agrupaba, y en manos de quienes el mando militar parecía confiar una parte del curso final de la guerra.

Suzuki pidió al emperador que zanjara la discusión. Era algo fuera de lo común: por tradición, el emperador sólo presidía estas reuniones y las bendecía con su augusta presencia. Pero esa madrugada Hirohito se levantó de su trono y dijo que no quedaba otra alternativa que concluir la guerra sin demora. Y abandonó el salón. La posición militar parecía derrotada.

En una reunión de gabinete celebrada a las tres de la mañana del 10 de agosto, el gobierno japonés aprobó por unanimidad enviar notas oficiales a Washington, Londres y Moscú en las que aceptaba la Declaración de Potsdam tal como la había planteado el presidente de Estados Unidos, Harry Truman que, a su pesar, dejaba en el trono a Hirohito. La noticia de la aceptación de la derrota no fue comunicada a los japoneses. Esa misma mañana, el general Anami, que era el oficial de mayor graduación del imperio, convocó a todos los oficiales de Tokio hasta el grado de teniente coronel, para informarles de la rendición. Confiaba en una rebelión y confiaba bien. En el gobierno, el primer ministro Suzuki esperaba un golpe de Estado. Y hacía bien en esperarlo.

El 13 de agosto, los aliados empezaron a dudar de las reales intenciones japonesas. Les habían exigido aceptar la rendición sin limitaciones, pero del otro lado sólo había silencio (Getty Images)

En Estados Unidos, Truman estudió entonces las posibles repercusiones políticas de las negociaciones de paz, en especial, la decisión de dejar a Hirohito en el trono, algo que la opinión pública americana no sabía. Lo analizó el sábado 11 de agosto junto al secretario de Guerra, Henry Stimson, el tipo que en Potsdam le había informado a Churchill que la bomba atómica había sido probada con éxito, junto al secretario de Estado, James Byrnes, al de defensa, James Forrestal y al jefe del Estado Mayor Conjunto de sus fuerzas armadas, almirante William Leahy: todos habían estado en Potsdam. Fue Byrnes quien escribió la respuesta aliada a Japón. La enviaron el 12 de agosto a través de Suiza. Sobre el emperador, el documento decía: “Desde el momento de la rendición, la autoridad del emperador y del gobierno japonés para gobernar el estado quedará sometida al comandante supremo de las potencias aliadas, que dará los pasos que considere oportunos para efectuar los términos de la rendición. (...) La forma de gobierno final que adopte Japón, de acuerdo con la Declaración de Potsdam, será establecida por la voluntad, expresada libremente, del pueblo japonés”.

Truman ordenó que continuaran las operaciones militares, incluyendo el bombardeo a Japón por parte de los B-29, hasta que los Aliados recibieran un documento oficial de la rendición japonesa. En Tokio, sin embargo, el primer ministro Suzuki sostuvo que se debía rechazar ese documento e insistir en una garantía más explícita para el sistema imperial. El general Anami, el más duro de los jefes militares, pidió además un imposible: que en Japón no hubiera ocupación de ningún tipo por parte de los Aliados.

El canciller Togo fue el más lúcido: le dijo al primer ministro Suzuki que no había esperanza alguna de obtener mejores condiciones para la capitulación. “Pienso que los términos son inapropiados, pero las bombas atómicas y la entrada de los soviéticos en la guerra son, en un sentido, regalos del cielo. De esta manera no tenemos que decir que tenemos que dejar la guerra por circunstancias nacionales”. Ese mismo día, Hirohito informó a la familia imperial de su decisión de rendirse.

El 13 de agosto el gabinete japonés debatió cómo responder a los Aliados: no adelantaron nada, las posiciones estaban en punto muerto y enfrentaban al gobierno civil con el poder militar. Por su parte, los aliados empezaron a dudar de las reales intenciones japonesas. Les habían exigido aceptar la rendición sin limitaciones, pero del otro lado sólo había silencio. Truman ordenó entonces que se reanudaran los ataques contra Japón “para convencer a los dirigentes japoneses de que vamos en serio y estamos decididos a hacerles aceptar nuestras propuestas de paz sin ninguna dilación”. La Tercera Flota de los Estados Unidos bombardeó la costa japonesa. Más de cuatrocientos bombarderos B-29 atacaron a Japón el 13 de agosto, y otros trescientos lo hicieron durante la noche. Los Aliados bombardearon también con papel: lanzaron miles de panfletos en el que afirmaban “nuestra alianza de tres países le presentó a vuestros líderes trece artículos de rendición para ponerle fin a esta guerra infructuosa. Esta propuesta fue ignorada por los líderes de vuestro ejército (…) Estados Unidos ha desarrollado una bomba atómica, algo que no ha hecho ninguna otra nación con anterioridad. Se ha determinado utilizar esta terrorífica bomba. Una bomba atómica tiene el poder destructivo de dos mil bombarderos B-29”.

El emperador Hirohito se para frente a la ventana de su automóvil privado en la estación de tren de Momoyama antes de partir hacia el santuario ancestral en Unebi. Foto exclusiva del fotógrafo de Acme Tom Shafer. Esto es lo más cerca que se le ha permitido a un fotógrafo del Emperador

Hirohito se reunió entonces con los oficiales superiores del ejército y la armada y les pidió que se unieran a él para poner fin a la guerra. Pero Anami, Toyoda y Umezu insistieron en continuar la lucha. Hirohito dijo entonces: “He escuchado detenidamente todos los argumentos presentados en oposición a la opinión de que Japón debería aceptar la respuesta de los Aliados tal y como está y sin mayor clarificación o modificación, pero mis pensamientos no han sufrido ningún cambio (…) Para que el pueblo pueda conocer mi decisión, pido que preparen de inmediato un escrito imperial para que pueda retransmitirlo a la nación. Finalmente, apelo a cada uno de ustedes para que se esfuerce al máximo para que podamos enfrentarnos a los difíciles días que nos aguardan”. Alrededor de las once de la noche, el emperador grabó su mensaje, que fue entregado al chambelán de la corte, Yoshihiro Tokugawa, para que lo pusiera bajo llave hasta el momento de ser emitido.

Minutos después de aquella dramática conferencia del 13 al 14 de agosto en la Hirohito aceptó la rendición incondicional, un grupo de oficiales, con Anami a la cabeza, se reunió en un salón vecino. Todos eran conscientes de la inminencia de un golpe militar que desalojara a los civiles del poder, pusiera al emperador a salvo, o a resguardo, y que Japón continuara la lucha. Muchos de los complotados se habían unido en aquel salón del Palacio. Pero el general Kawabe, subjefe del estado Mayor, propuso que todos los oficiales reunidos allí firmaran un acuerdo para cumplir la orden del emperador: “El Ejército –decía el documento– actuará de acuerdo con la Decisión Imperial hasta el final”. Lo firmaron todos, incluido Anami. Una figura clave en lograr la firma de ese acuerdo fue el general Shizuichi Tanaka. Era un militar respetado, que había sido gobernador militar de Filipinas. En 1941 no había estado de acuerdo con el bombardeo a Pearl Harbor, pese que luego fue un fiel servidor del emperador. Ahora, en agosto de 1945, comandaba la Primera División de la Guardia Imperial. Era consciente de una rebelión que estaba a punto de estallar contra las órdenes del emperador; iba a ser comandada por el mayor Kenji Hatanaka a quien Tanaka había reprendido cuando se enteró de sus intenciones golpistas que estaban incluso por encima de las decisiones de la comandancia militar. Tanaka pensó que el anuncio de la firma de un acuerdo que respetaba la decisión del emperador firmado por parte de los más altos oficiales del Ejército, iba a disuadir a Hatanaka. No fue así. Tanaka se suicidó nueve días después.

Si algo tenía claro el mayor Hatanaka era que nada iba a disuadirlo. Por el contrario, pensó que si ocupaba el Palacio Imperial con sus tropas, el resto del ejército lo seguiría y se levantaría contra la rendición. Fue esa certeza la que lo mantuvo optimista y decidido para seguir con su plan, pese al poco apoyo de sus superiores, entre ellos el del propio general Anami, que también sabía del complot. A las dos de la mañana del 14 de agosto, Hatanaka tomó el Palacio casi en el mismo momento en el que Anami se hacía el harakiri en sus oficinas y dejaba un mensaje que decía: “Yo, con mi muerte, me disculpo ante el Emperador por el gran crimen”. No estaba claro a cuál crimen se refería Anami: si al de la derrota o al de la conspiración en marcha.

No fue la única sangre derramada esa noche. Hatanaka y sus hombres fueron al despacho del teniente general Takeshi Mori, uno de los comandantes de la Guardia Imperial, para pedirle que se uniera a la rebelión. Mori conversaba en ese momento con su cuñado, el teniente coronel Michinori Shiraishi. Ambos se negaron a plegarse al golpe por lo que Hatanaka asesinó a Mori y otro de los complotados mató también a Shiraishi. Los rebeldes desarmaron a la policía del Palacio y bloquearon las entradas: buscaban la cinta grabada con el discurso de la rendición. No pudieron dar con ella. Hallaron al chambelán Tokugawa, un hombre de absoluta fidelidad al emperador, y Hatanaka lo amenazó con destriparlo con su katana si no les revelaba el sitio dónde estaba atesorada la grabación. Tokugawa se jugó la vida, puso su mejor cara de inocente y dijo que no tenía idea de que existiera grabación alguna.

15 de agosto de 1945: imagen de cuerpo entero de prisioneros de guerra japoneses de pie en filas con la cabeza inclinada detrás de una cerca de alambre de púas en un campo de internamiento aliado durante la Segunda Guerra Mundial. Acababan de escuchar al emperador japonés Hirohito anunciar la rendición incondicional de Japón (US Navy/Getty Images)

La chambonada duró poco. Cerca de las tres y media de la mañana le informaron a Hatanaka que el Ejército del Distrito Oriental marchaba hacia el palacio para apresarlo. El plan rebelde se desmoronaba a pedazos. Hatanaka pidió entonces al jefe del Estado Mayor del Distrito Oriental, Tatsuhiko Takashima, que marchaba a capturarlo, que le diera diez minutos en directo por la cadena de radio NHK para que pudiera explicar al pueblo japonés cuáles eran sus intenciones. La cadena NHK era la encargada de transmitir el discurso de rendición de Hirohito y no las palabras del rebelde. El pedido de Hatanaka fue rechazado, pero el rebelde insistió. Fue a los estudios de la NHK y, pistola en mano, intentó conseguir diez minutos de aire. No se los dieron. Mientras, en el Palacio, el resto de los oficiales rebeldes se rendía a las tropas leales al emperador. A las ocho de la mañana, la rebelión estaba sofocada. Los rebeldes habían logrado tomar el palacio, pero habían fracasado en hallar la vital cinta grabada por el emperador.

Faltaba todavía un paso de comedia que terminaría en tragedia. Poco después de las ocho de la mañana del 15 de agosto, Hatanaka, montado en una moto, y el teniente coronel Jiro Shizaki, a lomos de un caballo, recorrieron las calles de Tokio y lanzaron panfletos que explicaban cuáles habían sido sus intenciones. Una hora antes de la emisión del discurso de Hirohito, programada para las once de la mañana, Hatanaka tomó su pistola, la apoyó sobre su frente y apretó el gatillo. Shizaki se hizo el harakiri. En el bolsillo del mayor Hatanaka hallaron un poema. Decía: “No me arrepiento de nada ahora que las nubes negras han desaparecido del reinado del Emperador”. Era un poco enigmático.

La firma de la rendición japonesa fue fijada para el 2 de septiembre de 1945 a bordo del acorazado “Missouri”, que llegó a la Bahía de Tokio el 28 de agosto junto con una flota en la que viajaba parte del ejército de ocupación. Para entonces, tropas japonesas de la Cuarta División de Infantería y una división de marinos se habían juramentado para aniquilar a las fuerzas de desembarco; los kamikazes que habían sobrevivido al fragor de la guerra y no habían alcanzado a despegar en sus vuelos finales, ubicaron sus aviones en la pista de despegue del Aeropuerto Atsugi y esperaron encerrados en sus cabinas: habían jurado por el honor de sus antepasados lanzarse en picada contra el “Missouri” hasta hundirlo y, con él, a la plana mayor de las fuerzas armadas de Estados Unidos y Gran Bretaña; los pilotos de otros aviones de combate, tan exaltados como los kamikazes, habían alistado sus aviones y sus bombas para lanzarlas en la Bahía antes de que se firmara la rendición.

Fueron horas frenéticas y cargadas de tensión. Nadie sabe cuál hubiese sido la reacción de Estados Unidos y Gran Bretaña de consumarse los planes japoneses de proseguir la guerra mientras se firmaba la rendición. Hirohito decidió enviar a los miembros de su familia a las diferentes guarniciones militares para asegurar que su promesa no sería rota. El príncipe Takamatsu, hermano menor de Hirohito, llegó agitado al Aeropuerto Atsugi con el tiempo justo para inducir a los kamikazes a que no despegaran. Fue un forcejeo tenso y febril, que se decidió en los últimos minutos.

Así fue como terminó la Segunda Guerra Mundial. Al día siguiente, el New York Times lo celebró con un comentario noticioso. Afirmó que era la primera vez desde el 1 de septiembre de 1939 que no había comunicados bélicos en ninguna parte del mundo.


miércoles, 13 de diciembre de 2023

Argentina: La inmigración británica

 

Inmigrantes británicos. Mucho más que ferrocarriles: la huella que dejaron los ingleses en nuestro país

Alumnos del Barker College frente al Barker Memorial Hall, Lomas de Zamora. 1924.Archivo Colegio Barker.

Las relaciones del Reino Unido con el Río de la Plata comenzaron en el siglo XVIII amparadas en un intenso vínculo comercial. Una vez instalados aquí, los ingleses fundaron colegios, clubes, empresas, y dejaron su huella en nuestro país.

Bruno Cariglino

Claro está que la inmigración británica en la Argentina no fue tan numerosa como la de otros orígenes, pero fue probablemente esta una de las comunidades más influyentes, y es por esta razón que nos ha dejado un legado innegable, que merece ser conocido y valorado.

Según Bartolomé Mitre, no hubo ningún acontecimiento trascendental en la epopeya patria en el que no haya intervenido, como actor o testigo, algún británico. Y si bien a veces pareciera ser este un tema tabú, sobre todo después de la Guerra de Malvinas, existe una extensa bibliografía al respecto. El solo repaso de una lista de nuestros líderes históricos nos permite distinguir, entre ellos, a numerosos argentinos descendientes de británicos, como Pueyrredon, Lavalle, Pellegrini, Farrell, Perón, Alfonsín, e incluso el revolucionario Ernesto “Che” Guevara. En el ámbito de la cultura, podemos encontrar a Jorge Luis Borges, Alberto Williams, María Elena Walsh o Gustavo Cerati, entre otros. También a intelectuales como Eduardo Wilde o Belisario Roldán, a científicos como el perito Francisco P. Moreno y a destacados médicos como Juan Pedro Garrahan y Cecilia Grierson.

Segunda estación de Temperley, construida en 1888.Archivo General de la Nación. INV: 45679

Pero por sobre todo no debemos olvidar, como rescata Maxine Hanon –importante investigadora de la historia de esta comunidad–, el rol de anónimos inmigrantes británicos que, con no más que su inteligencia y laboriosidad, hicieron su aporte a nuestra nación influyendo en nuestros hábitos, como maestros, sastres, carpinteros, constructores, ovejeros y otros.

En la colonia

Aunque el sistema económico colonial español era, en teoría, hermético y no permitía el comercio con otras naciones ni la radicación de extranjeros, a partir del siglo XVIII algunas autorizaciones excepcionales de ingreso de profesionales y artesanos británicos a los que se consideraba útiles, y a las que se sumó el negocio del contrabando, posibilitaron el comienzo de una relación entre estas tierras y Gran Bretaña que cobraría un creciente protagonismo en años posteriores.

Está claro que fue el comercio el principal motor de este incipiente vínculo. En rigor, la búsqueda por parte de Gran Bretaña de nuevos mercados donde vender los productos de su Revolución Industrial (que resultaban imposibles de ingresar en la Europa dominada por Napoleón) motivó las Invasiones Inglesas a Buenos Aires en 1806 y 1807 y también la toma de Montevideo. Si bien es sabido que esos intentos fracasaron, envalentonaron a los criollos en la búsqueda de su emancipación al descubrir que podían defenderse sin la ayuda de España, a la vez que los impulsaron a considerar ideas como la libertad y el comercio libre que exitosamente les dejó la propaganda británica.

Estancia Adela, Chascomús. ca. 1870.James Niven. Colección Carlos Niven. Gentileza Ediciones de la Antorcha.

Pero las invasiones no solo dejaron propaganda: por un lado, quedaron en estas tierras una buena cantidad de británicos que, primero como prisioneros, permanecieron aquí, donde entablaron una excelente relación con los criollos. Algunos se establecieron en el interior, y al respecto debemos hacer una mención especial a un grupo de ellos que ayudó a conformar las milicias de británicos residentes en Cuyo que acompañaron a San Martín, conocidas con el nombre de Cazadores Ingleses.

Por otro lado, debemos tener en cuenta otro aspecto que no es menor, y es que, tras la toma de Montevideo, los británicos lograron inundar su mercado de productos manufacturados que no tardaron en infiltrarse en Buenos Aires, y despertaron el apetito de los porteños. Esto contribuyó a que en los años siguientes se afianzara –tras algunas idas y vueltas y gracias a la existencia de permisos transitorios y al contrabando– el ingreso de mercaderías británicas al puerto porteño y la radicación de comerciantes de dicho origen, los que se agruparon en el por entonces llamado Comité de Comerciantes Británicos.

Mrs Evans, directora de enfermeras del Hospital Británico.Archiva General del a Nación. AR-AGN-AGAS01-DDF-RG-2266-114658

A partir de la Revolución de Mayo

A partir de 1810, las restricciones coloniales cesaron y el comercio entre nuestras tierras y Gran Bretaña comenzó a crecer con otra fuerza. El mencionado Comité de Comerciantes Británicos se convirtió en la British Commercial Rooms, la primera institución británico-argentina, que abrió en 1815 una biblioteca –la British Subscription Library– y hacia 1821 una estafeta postal propia, y que décadas más tarde devendría en la creación del Club de Residentes Extranjeros. Hacia 1817 ya dominaba el comercio exterior de nuestro país. Para tener una cabal idea de la creciente importancia de la relación comercial entre ambos países, vale mencionar que entre 1821 y 1823 arribaron a Buenos Aires el doble de barcos mercantes con bandera británica que de cualquier otro origen.

Mientras se acentuaba la radicación de comerciantes de dicha nacionalidad en nuestro país, en las islas británicas se iba corriendo rápidamente la voz y pronto comenzaron a llegar carpinteros, herreros, sastres, relojeros, periodistas, médicos, maestros, e incluso militares y marinos, que en poco tiempo predominaron en la joven Armada argentina.

Atuendo típico escocés en un desfile. 1931.Archivo General de la Nación . DDF-RG-2991-145753

En 1824 sucedieron dos hechos trascendentales en la historia de la comunidad argentino-británica: se estableció en Buenos Aires el primer cónsul oficial del Gobierno británico, Woodbine Parish, con el auspicio del ministro de Asuntos Exteriores George Canning, y tras la derrota de las tropas españolas en Ayacucho, la corona británica reconoció formalmente la independencia de los nuevos estados sudamericanos.

Se completan estos importantes sucesos en 1825 con la firma del tratado de amistad, comercio y navegación entre Argentina y Gran Bretaña, que dejó asentado el reconocimiento de nuestra independencia, estableció definitivamente la libertad de culto en nuestro país –permitiendo a los inmigrantes construir sus templos y cementerios–, les otorgó a los residentes derechos y garantías con los que antes no contaban, e impulsó diversos proyectos de inmigración, comercio, minería y agricultura que venían gestándose desde tiempo antes.

Tras la toma de Montevideo, los británicos lograron inundar su mercado de productos manufacturados que no tardaron en infiltrarse en Buenos Aires, y despertaron el apetito de los porteños.

Es así como, en este contexto, entre 1825 y 1826 se sucedió la primera y única inmigración organizada de británicos en la Argentina, que se conforma de los proyectos de colonias agrícolas de Beaumont en Entre Ríos y San Pedro, los inmigrantes llegados en los barcos de la Agricultural Company of the River Plate, la colonia agrícola de Santa Catalina-Monte Grande en Lomas de Zamora­ –proyectada por los hermanos John y William Parish Robertson–, los emprendimientos mineros de la Famatina Mining Company y la River Plate Mining Association, y numerosos inmigrantes y aventureros que vinieron por su cuenta, a los que se sumaron los profesionales contratados por el Gobierno argentino para la realización de obras públicas.

De los proyectos de colonias agrícolas, el único que prosperó varios años fue el de Santa Catalina-Monte Grande, al cual se incorporaron luego muchos inmigrantes de los proyectos que habían fracasado, y el resto se estableció en Buenos Aires, en algunas estancias de dueños británicos, e incluso otros se embarcaron en la escuadra del almirante Brown.

"Torre de los Ingleses". Proyectada por el Arq Ambrose Macdonald Poynter y construida por Gardom y Hopkins. Fue el regalo que la Comunidad Británica le hizo a la Argentina en el Centenario.Gentileza Marcelo Caradonna. FACBA

La colonia de Santa Catalina estaba formada no solo por granjeros –entre los que se encontraba William Grierson, abuelo de la primera médica argentina Cecilia Grierson–, sino también por el arquitecto y pintor Richard Adams –reconocido posteriormente por obras como la Iglesia Anglicana St. Johnʼs y la demolida Iglesia Presbiteriana de San Andrés y por sus pinturas de Buenos Aires–, el prestigioso botánico y paisajista John Tweedie –quien proyectó en este sitio el primer bosque implantado del país, cercó potreros productivos con talas nativos y, posteriormente, se convirtió en un explorador y difusor a nivel mundial de la flora nativa argentina–, un médico, una institutriz, herreros, carpinteros, albañiles y personas de otros oficios. La mayoría de los colonos provenían de Escocia (por eso se construyó allí la primera capilla presbiteriana del país), pero vale aclarar que el arquitecto y los trabajadores de la construcción eran londinenses.

La importancia del comercio fue tanta que, en 1889, la Argentina absorbió entre el 40 y el 50% de sus inversiones fuera del Reino Unido, por lo que se convirtió en el país no anglófono más vinculado económica y financieramente con Gran Bretaña.

Esta colonia se dispersó hacia 1830 y la mayoría de sus miembros se establecieron en Buenos Aires, Lomas de Zamora, Quilmes (actual Florencio Varela), el antiguo Monte Chingolo (hoy cercanías de Ministro Rivadavia), San Vicente y Chascomús. La mayoría de ellos se convirtieron en prósperos estancieros. Pero Santa Catalina, la primera colonia agraria y de inmigrantes de la Argentina, fue un hito en la historia del agro nacional por los adelantos tecnológicos que incorporó. Allí se produjo, por ejemplo, la primera manteca en panes del país. Probablemente por estos antecedentes, el sitio fue elegido en 1868 por la Sociedad Rural Argentina y el Gobierno de la Provincia de Buenos Aires para instalar la primera institución de enseñanza agraria de la Argentina, donde años después se recibieron los primeros ingenieros agrónomos y veterinarios del país. Por todos estos motivos, las 700 hectáreas aún rurales de Santa Catalina en pleno conurbano bonaerense se declararon Lugar Histórico Nacional.

Las instituciones y la consolidación de la comunidad

Entre 1820 y 1830, ya existían en Buenos Aires diversas entidades educativas, religiosas, deportivas, de salud, bancarias y periodísticas de la comunidad argentino-británica, que fueron predecesoras de muchas de las que todavía existen.

Ya en 1821 se había instalado el pequeño cementerio protestante del Socorro, el cual fue reemplazado en 1833 por el de Victoria (actual Plaza 1º de Mayo), que a finales de siglo fue desmantelado al cederse una sección de Chacarita para cementerio protestante.v

Con motivo de la visita de lso príncipes Eduardo y Jorge, en 1931, el ACA colocó una gran pacarta dándoels la bienvenida sobre la calle Florida.Archivo General de la Nación. AR-AGN-AGAS01-DDF-RG-68-10072

En cuanto a las iglesias, en 1825 abrió la primera capilla anglicana –reemplazada en 1831 por la actual St. Johnʼs–; en 1829, la presbiteriana escocesa –St. Andrewʼs se inauguró en 1835–, y en 1842, la metodista, relacionada con la comunidad norteamericana.

Gracias a la tarea del educador y pastor bautista escocés James Thompson, llegado en 1818 para difundir el sistema lancasteriano de enseñanza pública, y posteriormente de John Armstrong, en 1825 se concreta la fundación de la Sociedad Bíblica Argentina. Pero recién a finales de siglo, el rol en la educación argentina de otro británico, el pastor y filántropo inglés William C. Morris, tendrá un nivel diferente de reconocimiento por su destacable labor.

En 1826 se fundaron la Buenos Ayres British and Foreign Society, el British Packet, and Argentine News (primer medio de prensa de la colectividad, que más tarde sería seguido por The Standard y Buenos Aires Herald) y el Buenos Aires Race Club. En 1827 fue el turno de la British Friendly Society –luego Hospital Británico, fundado en 1844– y de la British Philanthropic Society, que devino en el siglo XX en The League of the Empire y The British Society in the Argentine Republic. Algunas de estas instituciones son las antecesoras del actual ABCC (Consejo de la Comunidad Argentino Británica).

Iglesia Presbiteriana Escocesa de San Andrés. Estaba en Piedras 55. Fue demolida cuando se iniciaron las obras de la Avenida de Mayo.Samuel Rimathé. Colección César Gotta.

En la década de 1830 se fundaron el Buenos Aires Cricket Club (pionero en el deporte argentino), la Union Subscription Library and Reading Room, el Committee of British Merchants, el Permanent Committee of British Subjects, la Escuela Escocesa San Andrés, la British Episcopal School y la Escuela de Primeras Letras de la Iglesia Metodista. Paralelamente, Charles Darwin recorría extensamente el país, tomando nota y dando difusión no solo a la naturaleza argentina, sino también a diferentes aspectos de la vida local.

La primera logia masónica inglesa de la Argentina, llamada Excelsior, se consagró en 1853 y fue más tarde seguida por otras, algunas de las cuales siguen existiendo. Dos años después se comenzó la construcción de la Aduana de Taylor, parte de cuyas ruinas hoy integran el Museo del Bicentenario, proyecto del arquitecto inglés Edward Taylor, quien había llegado en 1825 y se había sumado a la colonia Santa Catalina.

Además de los ferrocarriles, los ingleses hicieron inversiones en puertos; en compañías de tranvías, de electricidad, gas, aguas corrientes; en frigoríficos; en actividades industriales, agropecuarias, forestales, comerciales, financieras, aseguradoras y de importación.

Para cerrar el tema institucional, no debemos olvidar mencionar a aquellas entidades nacionales que si bien no fueron creadas para agrupar a personas de la comunidad británica, contaron con ellas entre sus miembros relevantes o fundadores, por ejemplo, el Banco de la Provincia de Buenos Aires, el primero de Hispanoamérica, fundado en 1822 como Banco de Descuentos; la Sociedad El Camoatí (primera Bolsa de Comercio de Buenos Aires, en 1846); la Sociedad Rural Argentina (1866), o la Sociedad Argentina Protectora de Animales (1879).

Décadas de apogeo

Hacia mediados del siglo XIX, las nuevas tecnologías habían permitido en Gran Bretaña la producción de bienes que debían ser ubicados en el extranjero, a la vez que surgía allí cada vez más la necesidad de importar materias primas que la Argentina podía proveer.

En este contexto, se dio en nuestro país la llegada del ferrocarril en 1857 y la posterior apertura de los diversos ramales en las décadas siguientes, a lo que se sumaron inversiones de capitales británicos en puertos; en compañías de tranvías, de electricidad, gas, aguas corrientes; en frigoríficos; en actividades industriales, agropecuarias, forestales, comerciales, financieras, aseguradoras y de importación (de maquinarias agrícolas y materiales de construcción, por ejemplo), entre otros rubros fundamentales para esta etapa de la historia argentina.

Alumnado del Temperley British School (actual colegio William Shakespeare), fundado en 1922. Foto ca. 1930.Gentileza Colegio William Shakespeare

De esta forma se consolidaba aquello que se venía gestando desde las décadas anteriores, y a partir de 1880 nuestro país se convertía en el país no anglófono más vinculado económica y financieramente con Gran Bretaña. Para dar una idea de esto, podríamos mencionar que, en 1889, la Argentina absorbió entre el 40 y el 50% de las inversiones británicas hechas fuera del Reino Unido, mientras se transformaba en su mayor proveedor de materias primas, incluso por sobre sus propias colonias.

Lomas de Zamora y Quilmes fueron los enclaves preferidos de la comunidad. Entre 1865 y 1925 fundaron allí tres iglesias protestantes, un cementerio, varias logias e industrias, tres colegios, y cinco clubes deportivos y un club social que siguen en funcionamiento.

Así se dio una nueva oleada inmigratoria desde las islas británicas hacia nuestro país. En esta ocasión fue principalmente de obreros especializados, técnicos y profesionales, a la vez que, de la mano del ferrocarril, se expandían las actividades de la comunidad argentino-británica hacia los suburbios de Buenos Aires y el interior del país. Y donde los nuevos inmigrantes se afincaban, se fundaban nuevas instituciones religiosas, educativas, deportivas y sociales, muchas de las cuales todavía subsisten y son bien reconocidas. A modo de ejemplo podríamos mencionar el caso de Lomas de Zamora, que por entonces era el suburbio de Buenos Aires favorito de la comunidad, seguido por Quilmes. Entre 1865 y 1925 la comunidad fundó allí tres iglesias protestantes, un cementerio, varias logias, varias industrias, tres colegios, cinco clubes deportivos y un club social que siguen en pleno funcionamiento, más un anexo del Hospital Británico, varias instituciones que cerraron o se transformaron con los años y hasta un partido político municipal. En menor medida, esto se repitió en otros suburbios, ciudades y pueblos, como Flores, Belgrano, Rosario, Bahía Blanca, Río Gallegos, etcétera. Y de la mano de estos inmigrantes y de sus instituciones, se generaron importantes cambios en los modos de vida y en los paisajes de estos sitios, que terminaron asimilándose con los criollos.

La influencia británica en el desarrollo de la Patagonia

Debemos hacer dos menciones importantes sobre la inmigración británica en la Patagonia por el legado significativo que han tenido en su cultura y economía. La primera se refiere a la colonia galesa establecida en la provincia de Chubut. La segunda mención es sobre los emprendimientos ovejeros de inmigrantes británicos en Santa Cruz y Tierra del Fuego, que dejaron su huella en la cultura local, en la arquitectura y en la gastronomía. Una figura fundamental fue Thomas Bridges, quien se instaló junto a su grupo en convivencia con los pueblos originarios de Tierra del Fuego en 1871, e izó la bandera argentina en 1884 al fundar el Gobierno argentino la ciudad de Ushuaia, un hecho clave en momentos en que no estaban claros los límites con Chile. Su hijo, Lucas Bridges, relata en el libro El último confín de la Tierra la vida de su familia con los onas y los yámanas, y cómo fue que pasaron de ser misioneros a consolidados ovejeros. Su estancia Harberton (declarada Monumento Histórico Nacional) no fue la única de su tipo, y la introducción de las ovejas por parte de estos emprendedores colonos británicos en este sector del país, además del coraje y la perseverancia de los pastores y esquiladores escoceses que llegaron para trabajar en ellas, transformó la economía y la cultura patagónicas.

El legado británico en la cultura argentina actual

Las marcas del aporte británico en nuestro país se encuentran sin mucho escarbar en nombres de sitios, en la arquitectura y en los paisajes urbanos y rurales argentinos, así como en instituciones y costumbres que son parte de nuestra vida cotidiana, incluidos los clubes deportivos y los colegios, estos últimos, probablemente, los mayores responsables de que la Argentina sea el país de América Latina con mejor nivel de inglés.

Banco Británico de la América del Sud, en la esquina de Reconquista y Bartolmé Mitre. Había allí otras dos entidades del mismo origien: el Banco de Londres y Brasil y el de Londres y América del Sur.Archivo General de la Nación

El concepto de “paisaje cultural”, cada vez más en boga, nos puede hacer pensar en aquellos entornos moldeados por el ferrocarril, con sus suburbios residenciales a la inglesa en las afueras de Buenos Aires, sus chalets con jardines arbolados, sus clubes, colegios, iglesias, y costumbres; también las colonias y los talleres ferroviarios. Las estancias patagónicas, con sus nombres ingleses, su arquitectura, sus jardines, sus ovejas. También varias estancias de la llanura pampeana, como la del Espartillar y Adela, en Chascomús, o La Caledonia en Cañuelas, donde se dice que se inventó el dulce de leche. Su nombre es tan escocés como el de su propietario, John Miller, uno de los tantos británicos que hicieron aportes cruciales al progreso del agro nacional, empezando por el desarrollo de la industria láctea y la agricultura en Santa Catalina.

Si bien la inmigración británica no fue tan numerosa, su presencia ha dejado una huella en el paisaje cultural: las estancias patagónicas con sus nombres ingleses y sus ovejas, las estaciones de ferrocarril, los chalets con jardines cuidados, los clubes y los colegios son parte de él.

Y si hay algo que los argentinos hemos sabido sostener con pasión y profesionalismo es la excelencia en los deportes, la gran mayoría fueron introducidos en nuestro país por los inmigrantes británicos: el fútbol (inevitable mencionar las figuras de Alexander Watson Hutton y los hermanos Thomas y James Hogg), el rugby, el hockey, el tenis, el polo, el yachting, el turf, el cricket, el golf... Entre los históricos clubes argentinos fundados por británicos, podemos mencionar el Buenos Aires Lawn Tennis, Alumni Athletic, Belgrano Athletic, Lomas Athletic, Quilmes Athletic, Banfield, Hurlingham, Newellʼs Old Boys, Buenos Aires Rowing, Tigre Boat, Gazcón Lawn Tennis, y muchos más, sin enumerar todos los relacionados con los ferrocarriles y con las asociaciones como la AFA.

Partido de criquet en Puerto Madero. 1929.Archivo General dela Nación. AR-AGN-AGAS01-DDF-RG-1459-151484

Es necesario nombrar también a los ingenieros y arquitectos que construyeron los edificios e infraestructura de las ciudades donde vivimos: Bateman, Bevans, Adams, Taylor, Bassett-Smith, Chambers, Merry, Conder, Farmer, Follett, Medhurst-Thomas, Smith, Collcutt, y tantos otros, sin contar a descendientes de británicos, como Arnoldo Jacobs o Amancio Williams. Todos ellos ayudaron a enriquecer nuestro patrimonio cultural actual y a conformar el ambiente de sitios que nos identifican como argentinos y que son tan diversos como la Av. de Mayo y la Av. Alvear en Buenos Aires, ciudades como Rosario o Mar del Plata, suburbios como Lomas de Zamora, Quilmes, San Isidro o Hurlingham, colonias ferroviarias como las de Remedios de Escalada en Buenos Aires o Darwin y Río Colorado en Río Negro, y hasta enclaves remotos como el antiguo Hotel Puente del Inca en Mendoza.

Campeonato de tenis femenino. Lawn Tennis Club. 1910.Archivo General de la Nación. AGN-AGAS01-DDF-RG-INV 37436


sábado, 9 de diciembre de 2023

Biografía: Cnel. Pedro Pablo Rosas y Belgrano, terror de los malones

El terror de los malones




El terror de los malones araucanos, Coronel Pedro Pablo Rosas y Belgrano, hijo del General Don Manuel Belgrano e hijo adoptivo del Brigadier General Don Juan Manuel De Rosas, nace en Santa Fe, el 29 de Julio de 1813



Pedro Pablo Rosas y Belgrano, nació cerca de Santa Fe, el 29 de julio de 1813, y era hijo natural del prócer nacional General Don Manuel Belgrano y María Josefa Ezcurra, luego adoptado por el caudillo federal y gobernador, Brigadier General Don Juan Manuel de Rosas y su esposa María de la Encarnación Ezcurra, y llegó a ser un distingudo oficial de caballería del Ejército Argentino, fogueado en cientos de combates contra los malones indígenas y en las luchas civiles de aquellas èpocas, alcanzando la jerarquía de coronel.

El general Don Manuel Belgrano tuvo algunos romances (a pesar de jamás haberse comprometido ni contraido enlace), entre los cuales dos tuvieron descendencia. La mamá de Pedro era María Josefa Ezcurra, una dama de buena posición social y económica, casada con su primo Juan Esteban de Ezcurra (originario de Pamplona, Navarra, España). Después de nueve años de matrimonio, sin hijos, era aquel un leal subdito de la Corona española, y disconforme con la Revolución de Mayo, decidió exiliarse en su patria, negándose María a acompañarlo; hombre de gran lealtad y firmes convicciones, prueba de ello es que aunque nunca la volvió a ver, Juan Esteban la nombraría su heredera.

María Josefa fue novia de Belgrano cuando tenía 16 años, desde 1802 a 1803. Sin embargo, su padre la casó con un primo proveniente de España. Cuando Belgrano fue nombrado general en jefe del Ejército Auxiliar del Perú (Ejército del Norte), luego de crear la Bandera Nacional en Rosario, María Josefa partió a su encuentro, producido en los primeros días de mayo de 1811 en San Salvador de Jujuy, luego de 45 días de viaje, permaneciendo a su lado durante tres meses allí y posteriormente en el Éxodo Jujeño, combate de Las Piedras y batalla de Tucumán. En octubre concibió un hijo en San Miguel de Tucumán, lugar donde residieron desde septiembre de 1812 a finales de enero de 1813, y que nacería en Santa Fe, en la estancia de unos amigos el 29 de julio de 1813.



Fue bautizado con el nombre de Pedro Pablo y anotado como huérfano en la catedral de Santa Fe; ignorándose si el niño alguna vez conoció a su padre. Al nacer, fue adoptado inmediatamente por su tía materna, Encarnación Ezcurra, a la sazón recién casada con el estanciero Don Juan Manuel de Rosas.

Desde entonces sería conocido como Pedro Pablo Rosas. En 1833, al cumplir los 20 años de edad, Pedro fue informado por Juan Manuel de Rosas de su verdadero origen, cumpliendo éste el expreso pedido de Don Manuel Belgrano. A partir de entonces, incorporó su apellido biológico, pasando a llamarse Pedro Pablo Rosas y Belgrano. Pedro Pablo tuvo una educación limitada en la capital, y muy joven pasó al campo y a la frontera con los indígenas.

En 1829 fue secretario privado de Rosas, durante su primer período como gobernador de Buenos Aires. Más tarde lo acompañó en ese mismo cargo en la Campaña al Desierto de 1833.



Al regresar, Rosas le regaló una estancia en el pueblo de Azul; durante el año 1837 ejerció como juez de paz de Azul y comandante del fuerte de San Serapio Mártir, con el grado de mayor. A fines de ese año pidió ser relevado y se dedicó a administrar su estancia. Era, además, el encargado de entregar los regalos y víveres a los caciques Painé, Pichún, Catriel e Ignacio Coliqueo. También tuvo alguna actuación reprimiendo las ramificaciones locales de la sublevación de los Libres del Sur en 1839.



Durante la década de 1840 fue nombrado comandante de Azul, que era el pueblo más importante del sur de la provincia en esa época, y oficialmente fue el encargado de las relaciones con los indígenas en todo el sur de la provincia. Se encargaba de lo que Rosas llamaba el "negocio pacífico", esto es, entregar a los indios "amigos" provisiones, alcohol y yerba mate a cambio de que los indígenas se mantuvieran en paz con las poblaciones de frontera y ayudaran a reprimir a los que las atacaran, o sea los genocidas araucanos procedentes de Chile. También llevaba adelante las relaciones diplomáticas y el correo entre los indios y el gobierno provincial.


A mediados de la década fue ascendido al grado de coronel, y llegó a ser un estanciero muy rico y con buenas relaciones, tanto con los estancieros y gauchos del sur de la provincia como con las distintas tribus.



Poco antes de la batalla de Caseros mantuvo varias reuniones con los caciques, a los que comprometió a unirse a sus fuerzas para defender el gobierno de Rosas, en caso de que el general Urquiza fuera derrotado y la guerra se extendiera al sur de la provincia.

Después de la caída de su padre adoptivo, siguió siendo el juez de paz de Azul, por orden directa de Urquiza. Mantuvo relaciones por carta con Manuelita Rosas, exiliada con su padre en Inglaterra. Por orden de Hilario Lagos, comandante de campaña, fue nombrado comandante del Regimiento de Caballería Número 11, con sede en Azul.

A fines de noviembre de ese año de 1852 estaba en Buenos Aires cuando estalló la rebelión de Lagos, que pronto dominó gran parte del interior de la provincia y puso sitio a la ciudad de Buenos Aires. En la capital se supo que había grupos en el sur de la provincia que aún seguían obedeciendo al gobierno porteño, pero no tenían cohesión ni podían establecer contacto con la capital. Por eso el gobernador Manuel Pinto envió a Rosas con unos pocos acompañantes al puerto del Tuyú.



Apenas desembarcado, convocó a los indígenas para que cumplieran sus compromisos de un año antes, forzando bastante el sentido que debía habérsele dado. La noticia de la expedición de Rosas y Belgrano levantó los ánimos de los porteños, mientras que los federales se dedicaron a tratar de detenerlo antes de que reuniera demasiada gente a sus espaldas.

Rosas reunió los grupos dispersos y marchó hasta la localidad de Dolores, donde logró reunir unos 4.500 hombres, entre ellos algo más de 1.000 aborígenes. Pronto regresó hasta la costa del río Salado, a esperar una prometida expedición naval con armas y municiones, por lo que se instaló cerca de la desembocadura de este río. Pero los refuerzos y armas no llegaron nunca: los barcos en que debían ser transportados encallaron y naufragaron, y nadie avisó a Rosas y los suyos.

Allí estaban cuando aparecieron los federales, al mando del general Gregorio Paz; tan mal se había preparado, que tenía el río Salado a sus espaldas. Los indios formaban en un costado pero, antes de iniciarse la batalla, sus jefes conferenciaron con los caciques de las tropas auxiliares indígenas que formaban en el ejército federal y, de común acuerdo, todos abandonaron el campo de batalla.

Paz puso a sus fuerzas a órdenes del coronel Juan Francisco Olmos, mientras Rosas y Belgrano ponía los suyos a órdenes de Faustino Velazco. La batalla de San Gregorio fue una verdadera catástrofe para los unitarios: murieron casi 1.000 hombres, incluidos los coroneles Velazco y Acosta. Casi todos los oficiales fueron tomados prisioneros.



Tras esta victoria, Lagos reforzó el sitio de Buenos Aires, cerrando todas sus vinculaciones con el exterior, excepto por el Río de la Plata. Un consejo de guerra presidido por el coronel Isidro Quesada condenó a Rosas y Belgrano a muerte, a pesar de la defensa que de él hizo Antonino Reyes. Pero Lagos no quiso cumplir la orden y lo puso en libertad, quizá influido por una carta que Manuela Mónica Belgrano le entregara al general Lagos, pidiéndole por la vida de su hermano Pedro, "teniendo en cuenta su sangre". Además, Lagos conocía a Pedro como hijo adoptivo de Juan Manuel de Rosas, ya que ambos servían a las órdenes del Restaurador de las Leyes y las Instituciones.

Levantado el sitio a mediados de 1853, fue repuesto en su cargo al frente del Regimiento de Caballería número 11 y de comandante de Azul. Se le encargó que organizara un plan general de defensa de la frontera, encargo que se ignora si cumplió.

Pidió la baja por mala salud en febrero de 1855, en una época en que arreciaban los ataques contra los ex colaboradores de Rosas, y el gobierno decidió confiscar todos los bienes de éste y de sus hijos. Dado que, legalmente, Pedro era hijo de Rosas, perdió todos sus bienes, once estancias en total. También fue acusado de participar en las invasiones de los generales Jerónimo Costa y José María Flores. A fines de 1855 se marchó a Santa Fe, donde prestó servicios en la frontera.



En 1859, poco después de la batalla de Cepeda, el general Urquiza volvió a avanzar sobre Buenos Aires. Allí organizó la defensa el general Bartolomé Mitre, mientras los jefes de frontera trataban de defenderse de un posible avance hacia el sur. Urquiza nombró a Rosas y Belgrano comandante de armas del sur de la provincia y lo envió hacia esa zona.

Convenció al cacique general Calfucurá, que atacó al comandante Ignacio Rivas en Cruz de Guerra, pero este ataque fracasó. Enviado por Rosas y Belgrano, el coronel Federico Olivencia tomó la ciudad de Azul. Un comandante de apellido Linares se presentó frente a Tandil, que estaba indefensa por haber salido su comandante Benito Machado a enfrentar a Olivencia. De modo que los habitantes de Tandil le dejaron tomar la ciudad, a cambio de que los indígenas que venían con él quedaran afuera; pero éstos se sublevaron y saquearon la ciudad.
  Olivencia entró en conflictos con Rosas y Belgrano, de modo que lo abandonó y se pasó a las filas del general Flores. Machado regresó a Tandil, obligando a Linares a huir. Y los indígenas que habían llegado a Azul con Rosas y Belgrano también lo abandonaron. El coronel debió huir por "tierra de indios", llegando hasta Rosario.
  Después de la batalla de Pavón fue tomado prisionero en Rosario. A pesar de que algunos oficiales pidieron que fuera ejecutado, su vida fue respetada por orden de Mitre. Viendo que estaba ya muy enfermo, se lo dejó regresar a Buenos Aires, con orden expresa de no dejarlo acercar a Azul.
  Es así que, en medio del ostracismo (hay que resaltar que la lealtad y conducta de Pedro Pablo era la habitual de todos o casi todos los oficiales en aquellas épocas, de formación de identidad nacional), el hijo del General Don Manuel Belgrano, veterano de la Frontera y la Campaña del Desierto, veterano de la Guerra Civil y eficiente oficial del Ejército Argentino, el Coronel de Caballería Pedro Pablo Rosas y Belgrano, injustamente desposeído de todos sus bienes, falleció en la ciudad de Buenos Aires, a los 50 años de edad, el 27 septiembre de 1863.

Coronel de Caballería Pedro Pablo Rosas Y Belgrano

  • Fecha de nacimiento: 29 de julio de 1813, cerca de la ciudad de Santa Fe.
  • Muerte: 27 de septiembre de 1863 (a los 50 años), en Buenos Aires.
  • Lealtad: Partido Federal,
  • Estado de Buenos Aires
  • Hitos militares: Campañas al Desierto, Defensa de la Frontera, Batalla de San Gregorio.
  • Familia cercana:
  • Hijo biológico del general Manuel Belgrano y María Josefa de Ezcurra y Arguibel
  • Hijo adoptivo de Juan Manuel de Rosas y María Encarnación Josepha de Ezcurra y Arguibel
  • Marido de Angela Fernandez y Juana Rodriguez
  • Padre de Francisca Angela Rosas y Belgrano y Francisco Rosas y Belgrano Rodriguez
  • Hermano de Juan Bautista Ortiz de Rozas y Ezcurra; María Encarnación Ortiz de Rozas y Manuela Ortiz de Rozas Ezcurra
  • Medio hermano de Manuela Mónica Belgrano; Manuela Mónica del Sagrado Corazón Riva; Mercedes Rosas; Ángela Rosas; Ermilio Rosas y 4 otros.

viernes, 8 de diciembre de 2023

EA: Alabarderos

Alabarderos en el Ejército Argentino

Juegos de Historia






Con motivo de una inquietud del Prof. Marcelo Molina, amigazo y destacado coleccionista, referida a  
la conocida estampa de un sargento de Pardos y Morenos en 1810 portando una alabarda dio comienzo una búsqueda para encontrar algún sustento a una ilustración que me parecía algo fantasiosa.
Existe una lámina que pertenece a la tercera serie sobre uniformes históricos del pintor, dibujante e ilustrador español Francisco Fortuny, quien nació en Barcelona en 1865 y murió en Buenos Aires en 1942. También existen dos estampas de Eleodoro Ergasto Marenco  pintor argentino que nació en Buenos Aires el 13 de julio de 1914 y falleció  el 17 de junio de 1996.



Así fue que me dediqué a navegar por Internet y a preguntar a los hombres sabios pero no pude encontrar nada sustentable salvo que Fortuny era un estudioso de los uniformes patrios y que seguramente, si él había dibujado un alabardero en 1810, no había dudas que había tenido a la vista la documentación que sustentaba su ilustración. Con respecto a Marenco, de indudable genio como pintor, tiene la contra de ser continuador de los errores de Udaondo sobre los uniformes de la guerra contra el Brasil y que el Ejército multiplicara ad infinitum publicando laminas en 1967 y vistiendo a los artilleros de Iriarte con un uniforme que nunca existió. Esto hace que, en principio, Marenco no sea del todo confiable a la hora de considerarlo con fuente de información uniformológica. Nótese, entre otras, la discrepancia en los alamares del pecho y en el tipo y color del cuello en ambas láminas de Marenco.


Mi búsqueda resultó infructuosa, sobre todo por lo limitado de mi tiempo y de las fuentes a mi alcance
Pero finalmente pude dar con una documentación proveniente del Archivo General de la Nación en los Partes Oficiales y Documentos relativos a Guerra de la Independencia Argentina y que reproduzco a continuación.





Posteriormente encontré una mención en el libro Los Cuerpos Militares en la Historia Argentina del Prof. Luqui Lagleyze donde se puede leer con respecto al tercer regimiento en llevar el Nro 7 que:" Los sargentos portaban alabardas de asta forrada y borlas..." sin detallar el color del forro y ni de las borlas.
He querido participar a la afición este hallazgo que considero singular y sorprendente: dotar a los suboficiales de alabardas.

Tal disposición no parece haber estado presente en los cuerpos de Voluntarios Urbanos formados con motivo de la segunda invasión inglesa, no obstante he encontrado esta vistosa estampa que muestra a una sección de fusileros y granaderos de Patricios formada en orden cerrado, lista para hacer fuego, con un suboficial portando una alabarda, pero me parece que son notorios algunos errores uniformológicos como mostrar a la tropa con faldones y al tambor con los colores del uniforme 
sin trocar. Por lo cual esto me conduce a pensar, tal vez equivocadamente, que el autor no estaba muy versado en estos temas.


Agradeceré a quien tenga información que corrobore o contradiga lo expuesto aquí y tenga a bien compartirla en este blog.