sábado, 6 de junio de 2020

Masacre comunista: El aplastamiento de la Plaza Tiananmén minuto a minuto

La masacre de la Plaza Tiananmén, minuto a minuto: así fue la matanza que avergüenza al régimen chino

En la madrugada del 4 de junio de 1989, tropas del Ejército Popular de Liberación entraron con tanques a la icónica explanada y dispararon con rifles de asalto a la multitud que protestaba allí desde el 15 de abril para pedir reformas democráticas. Miles de estudiantes fueron asesinados
Infobae




Un hombre desafía a una columna de tanques, un día después de la masacre de la Plaza Tiananmén

Fue el último gran grito de libertad del pueblo chino y fue ahogado de la manera más brutal. El movimiento de protesta surgió de forma espontánea el 15 de abril de 1989, tras la muerte de Hu Yaobang, un ex secretario general del Partido Comunista de China que había intentado una serie de reformas que apuntaban a liberalizar el régimen. Culminó el 5 junio, con el heroico gesto del “hombre del tanque” como suspiro final, horas después de la masacre ejecutada contra la multitud reunida en la Plaza Tiananmén.


Eran tiempos de cambio en China y en todo el mundo comunista, que se estaba desmoronando. Pero la esperada transición hacia alguna forma de democracia se había visto súbitamente interrumpida en la República Popular dos años antes, cuando el ala dura del régimen comandado entonces por Deng Xiaoping desplazó a Hu y puso en el congelador muchas de sus iniciativas más audaces.

La noticia del fallecimiento del dirigente de 73 años, de un paro cardíaco, llevó a miles de personas, especialmente estudiantes universitarios, a reunirse en la icónica plaza de Beijing para recordarlo. Rápidamente, lo que había empezado como un homenaje se convirtió en un reclamo de libertad y democracia.




(Infografía de Marcelo Regalado)

Cientos de miles de personas empezaron a movilizarse todos los días en el centro de la capital china, siempre en torno a Tiananmén, donde los jóvenes montaron un campamento. El movimiento pasó a otra etapa el 13 de mayo, con el comienzo de una huelga de hambre, con la que esperaba forzar al Gobierno a aceptar sus demandas.

El Comité Central del Partido Comunista estaba cada vez más nervioso y sus dudas animaban a una sociedad civil más despierta que nunca. La imposibilidad de organizar en la plaza una ceremonia oficial para recibir a Mijaíl Gorbachov, el líder soviético, fue un punto de inflexión. Cinco días más tarde, el 20 de mayo, el régimen declaró el estado de sitio y envió a más de 200.000 soldados a Beijing.

Lejos de amedrentar a la población, la decisión causó indignación. Muchos más se sumaron y se instalaron barricadas en distintas calles de la ciudad, para evitar el avance de las tropas. Hasta ese momento, los militares tenían órdenes de no disparar. Con el correr de los días, crecía la expectativa de los manifestantes, que el 30 de mayo erigieron en el centro de la plaza la Estatua de la Democracia, realizada por estudiantes de arte. Veían al régimen impotente.

Sin embargo, el Comité Central aprobó el 2 de junio una ofensiva para terminar como fuera necesario con la “contrarrevolución”. Fue la orden que llevaría a la infame masacre. Así se sucedieron los hechos.


Un grupo de jóvenes sobre un tanque cerca de la Plaza Tiananmén

3 de junio: el comienzo

20:00: La televisión y la radio estatal comenzaron a advertir a la población de que debían quedarse en sus casas para liberar el paso de las tropas del Ejército de Liberación del Pueblo. Obviamente, el mensaje provocó el efecto contrario. Cientos de miles salieron a la calle y bloquearon con autobuses los principales accesos al centro de la ciudad.

22:00: El 38º Batallón del Ejército comenzó a disparar al aire sobre la avenida Chang’an, en un intento por dispersar a quienes les cortaban el paso. Como la estrategia no funcionó, empezaron a tirar directamente a los manifestantes. Era la primera vez que disparaban con munición real desde el comienzo de las protestas. Allí se produjeron las primeras muertes.

La brutalidad de la represión iría en aumento. En las siguientes barricadas que detuvieron su paso, los jefes militares ni se preocuparon por realizar advertencias. Directamente ordenaban abrir fuego con rifles automáticos contra civiles desarmados.


Algunos jóvenes resistieron el avance de los blindados con piedras, palos y bombas molotov (AP Photo/ Jeff Widener, File)

22:30: Cuando llegaron al complejo de apartamentos de Muxidi, donde vivían muchos estudiantes, los uniformados ya estaban completamente fuera de control. Al toparse con trolebuses prendidos fuego, dispuestos por los manifestantes para que no pudieran llegar a la plaza, ubicada a unos cinco kilómetros por la avenida Chang’an, empezaron a disparar a mansalva.

La masacre quedaría chica frente a la que se produciría horas más tarde, pero se estima que 36 personas fueron asesinadas. Muchas estaban en los edificios aledaños, que se convirtieron en blanco de los uniformados, aunque muchos de sus vecinos ni siquiera participaban de las protestas.


Los tanques arrollaron a muchos de los manifestantes que trataron de resistir (AP)

4 de junio: la carnicería

00:30: La Plaza Tiananmén estaba completamente a oscuras, hasta que una bengala iluminó el cielo y permitió divisar las primeras tropas. En pocos minutos, todos los flancos del epicentro de las protestas quedaron rodeados de tanques y vehículos blindados. Algunos jóvenes de los cientos de miles que aguardaban la llegada de los militares con la decisión de resistir empezaron a arrojar piedras y bombas molotov para frenar el avance de los soldados, que no dudaron en disparar a matar. Varios vehículos militares quedaron destruidos, pero la mayoría siguió avanzando.

01:30: Tras vencer la resistencia civil, los tanques entraron a la plaza por distintos rincones, aplastando a todos los que se les interponían. Los soldados empezaron a salir también del Gran Salón del Pueblo y del Museo Nacional, arrinconando al campamento. Las tropas establecieron luego un bloqueo, para evitar que otros grupos de manifestantes pudieran ingresar a asistir a los miles que habían quedado adentro.

“Los blindados abrieron fuego contra la multitud (…) antes de pasarles por encima”, escribió en un telegrama secreto enviado al día siguiente Alan Donald, embajador del Reino Unido en China. “Pasaron sobre los cuerpos varias veces, haciendo una especie de ‘papilla’, antes de que los restos fuesen recogidos por una excavadora. Restos incinerados y arrojados con un chorro de agua por las alcantarillas”, contó en el texto, que se hizo público recién en 2017.

“Cuatro estudiantes heridas que suplicaban por sus vidas recibieron golpes de bayoneta”, agregó el embajador. El desquicio de algunos soldados llegó al punto de ametrallar a las ambulancias militares que trataban de socorrer a los heridos, según el diplomático británico.


Un grupo de personas traslada a dos de los tantos heridos a un hospital (Foto AP/ Jeff Widener, Archivo)

04:00: Un tanque derribó la Estatua de la Democracia, un símbolo de que la protesta que había sacudido al país durante un mes y medio había sido pulverizada. Algunos líderes estudiantiles trataron de negociar con los jefes militares para que dejen salir a los sobrevivientes. La propuesta fue aceptada de palabra, aunque enfureció a los manifestantes más radicalizados, que querían seguir resistiendo.

04:30: Las negociaciones se interrumpieron. Algunos grupos de jóvenes marcharon por un corredor hacia el sureste de la plaza y lograron salir por allí, pero varios cayeron tras recibir disparos por la espalda. El Ejército Popular de Liberación había conseguido despejar la plaza a un costo humano incalculable.

06:00: La masacre continuó tras la salida del sol. Enterados del horror que había acontecido durante la madrugada, miles de personas se dirigieron a la plaza. Algunos gritaban “¡Huelga general!”, pero otros eran familiares de quienes estaban acampando, que querían saber qué había pasado con sus seres queridos. Las tropas respondieron disparándoles a todos, para asegurarse de que nadie se acercara al perímetro. Las ráfagas de balas continuaron durante todo el día, hasta que ya nadie más se atrevió a aproximarse. La Plaza Tiananmén permaneció dos semanas ocupada por los militares y cerrada al público.

Como el régimen chino jamás hizo una autocrítica de lo ocurrido, 31 años después, sigue siendo una incógnita el número exacto de víctimas. La información “oficial” que difundieron los periódicos estatales fue que 200 civiles murieron, pero la Cruz Roja china calculó 2.700 a partir de un relevamiento entre los hospitales. “La estimación mínima de los civiles muertos es de 10.000”, sostuvo por su parte el embajador Donald en su telegrama.


Una joven herida de bala agoniza en los alrededores de la Plaza Tiananmén (AFP)

5 de junio: el hombre del tanque

Con la plaza despejada, Beijing nuevamente bajo su control y una ciudadanía aterrorizada, que nunca se recuperaría del todo del abuso sufrido, el Comité Central del Partido Comunista de China celebraba. Su dominio sobre el pueblo chino volvía a ser total.

No obstante, tendría que enfrentar un último acto de rebeldía, que se convertiría en un ícono increíblemente potente. Mientras empleados públicos levantaban los escombros y corrían los restos de las barricadas, un hombre de identidad desconocida, vestido con una camisa blanca y pantalón negro, y cargando dos bolsas del mercado en sus manos, se detuvo frente a una columna de tanques que avanzaba por la avenida Chang’an, a pocos metros de la plaza.

Inicialmente detuvo a los blindados mostrando la palma de su mano derecha, con la señal de “stop”. Luego, se trepó al frente del vehículo que encabezaba el convoy y trató de hablar con la tripulación, que debía mirarlo atónita. Después volvió al pavimento. Los tanques trataron de rodearlo, pero el hombre se fue moviendo para bloquearlos una y otra vez.


Algunas personas contemplan el saldo de destrucción la mañana posterior a la masacre (AFP)

La secuencia duró varios minutos, que fueron fotografiados y filmados por periodistas internacionales que la vieron desde la ventana de un hotel. Hasta que dos hombres se acercaron y se lo llevaron, permitiendo el paso de los blindados. Nunca más se volvió a saber de él, pero se transformó en una de las imágenes más reconocidas en el mundo de la resistencia civil ante la brutalidad de los regímenes autoritarios.

La revista Time lo incluyó en la lista de las 100 personalidades más importantes del siglo XX, identificándolo como “el rebelde desconocido”. La prensa británica le dio el nombre por el que se lo conoce hasta hoy, “el hombre del tanque”. Pero su verdadera identidad es un misterio.

The Sunday Express publicó ese mismo año que era un estudiante de 19 años llamado Wang Weilin y que había sido arrestado, pero nadie corroboró esa versión. Otros medios afirmaron que había sido enviado a un campo de trabajo y ejecutado. Pero el régimen nunca admitió siquiera saber quién era. En cualquier caso, el anonimato sirvió para agrandar aún más su figura, convirtiéndolo en un símbolo en estado puro.

viernes, 5 de junio de 2020

Entreguerra: Las guerras africanas de España e Italia

Guerras africanas 1919–1939

W&W



Justo cuando los africanos estaban dando sus primeros pasos tentativos hacia la nacionalidad y la independencia, España e Italia lanzaron lo que resultó ser las últimas guerras de conquista a gran escala en el continente, en Marruecos y Abisinia. Ambas naciones fueron impulsadas por la avaricia y las quejas históricas que alegaban que sus ambiciones imperiales legítimas habían sido frustradas o ignoradas por las grandes potencias. Los celos de derecha, los soldados profesionales, los hombres de dinero y los periodistas que presionaron a favor de la expansión imperial sintieron celos y orgullo herido, prometiendo que produciría prestigio y ganancias. En Italia, el imperialismo agresivo y un enamoramiento con las glorias del Imperio Romano fueron centrales en la ideología del Partido Fascista de Mussolini que arrebató el poder en 1922. Al igual que España, Italia era un país relativamente pobre con reservas de capital y recursos industriales limitados, deficiencias que eran ignorados o pasados ​​por alto por los entusiastas imperiales que argumentaron que a largo plazo las guerras imperiales se pagarían por sí mismas.



En 1900 España era una nación en eclipse. Durante los últimos cien años había sido ocupada por Napoleón y soportó guerras civiles periódicas por la sucesión real; entró en el siglo XX dividido por violentas tensiones sociales y políticas. La enfermedad de España quedó brutalmente expuesta en 1898, cuando fue derrotada por Estados Unidos en una guerra corta que terminó con la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, todo lo que quedaba de su vasto imperio del siglo XVI.

La vergüenza nacional se sintió más profundamente en los confines de una sociedad jerárquica donde la convicción se arraigó en que España solo podía redimirse y regenerarse mediante una aventura colonial en Marruecos. El apoyo a esta empresa fue muy apasionado entre los numerosos oficiales del ejército español (había uno por cada cuarenta y siete soldados), que encontraron aliados en el Rey Alfonso XIII, la Iglesia Católica profundamente conservadora y supersticiosa y conservadores en las clases medias y terratenientes. . El ejército tenía su propio periódico, El Ejército Español, que proclamaba que el imperio era el "derecho de nacimiento" de todos los españoles, y predijo que las "armas" ararían la tierra virgen para que la agricultura, la industria y la minería pudieran florecer en Marruecos.

Marruecos era el nuevo El Dorado de España. En 1904, España y Francia acordaron en secreto compartir Marruecos, y los franceses fueron los mejores en las regiones más fértiles. La porción de España era el litoral de la costa mediterránea y las inaccesibles montañas del Atlas del Rif, hogar de los bereberes ferozmente independientes. La guerra comenzó en 1909 y los jubilosos oficiales, incluido el joven Francisco Franco, esperaban medallas y ascensos, mientras que los inversores promocionaban las concesiones mineras y agrícolas. El optimismo se disolvió en el campo de batalla y, dentro de un año, el ejército español se vio empantanado en una guerra de guerrillas, tal como lo había hecho en Cuba cuarenta años antes. Los refuerzos fueron convocados apresuradamente, pero en julio de 1909 la movilización de reservistas desencadenó un levantamiento popular entre los trabajadores de Barcelona. Los ganadores de pan y sus familias no querían participar en la aventura marroquí y, en adelante, todos los partidos de izquierda se opusieron a una guerra que ofrecía a los trabajadores nada más que el reclutamiento y la muerte. Los reclutas resentidos tuvieron que ser reforzados por los gravámenes marroquíes (Regulares) y, en 1921, la siniestra Legión Extranjera Española (Tercio de Extranjeros), una banda de desesperados en su mayoría españoles cuyo lema era '¡Viva la Muerte!' Estos asalariados una vez aparecieron en un ceremonial Desfile público con cabezas, orejas y brazos bereberes clavados en sus bayonetas.

La resistencia fue más fuerte entre los bereberes del Atlas, quienes no solo defendieron su patria montañosa sino que crearon su propio estado, la República Rif, en septiembre de 1921. Su fundador y espíritu rector era un visionario carismático, Abd el-Krim, un jurista que había una vez trabajó para los españoles, pero creía que la libertad futura, la felicidad y la prosperidad de los bereberes solo podían lograrse mediante la creación de una nación moderna e independiente. Tenía su propia bandera, emitía billetes y, bajo la dirección de el-Krim, se embarcaba en un programa de regeneración social y económica que incluía esfuerzos para eliminar la esclavitud. El ejército riffiano estaba bien preparado para una guerra partisana. Sus soldados eran principalmente jinetes armados con rifles actualizados, apoyados por ametralladoras y artillería moderna. Los riffianos también tuvieron buena suerte, ya que fueron lanzados contra un ejército con líneas de comunicación tenues y dirigidos por torpes generales.


General Manuel Fernández Silvestre y Pantiga

La superioridad riffiana en el campo de batalla se demostró espectacularmente en julio de 1921, cuando España lanzó una ofensiva con 13,000 hombres diseñados para penetrar las estribaciones del Atlas y asegurar una victoria decisiva. Lo que siguió fue la derrota más catastrófica jamás sufrida por un ejército europeo en África, la Batalla de Anual. Los españoles fueron superados, atrapados y derrotados con una pérdida de más de 10,000 hombres en la lucha y la derrota resultante. Los oficiales huyeron en autos, los heridos fueron abandonados y torturados, y su comandante, el general Manuel Fernández Silvestre y Pantiga, se disparó. Las circunstancias de su muerte fueron irónicas, en la medida en que su porte viril y su bigote extenso, tupido y minuciosamente preparado se ajustaban tan bien al estereotipo europeo del héroe imperial victorioso. Una autopsia sobre la debacle anual reveló la excesiva confianza de Silvestre, su obsequioso deseo de satisfacer el deseo del rey Alfonso XIII de una victoria rápida, una logística destartalada, un colapso precipitado de la moral y las deserciones masivas de los Regulares marroquíes.

España respondió con más ofensivas fallidas, pero ahora las deficiencias de sus comandantes fueron compensadas por la última tecnología militar. Las bombas de gas fosgeno y mostaza lanzadas desde un avión pondrían de rodillas a los riffianos. Esta táctica fue fuertemente impulsada por Alfonso XIII, un borbón con todas las limitaciones mentales y prejuicios de sus antepasados. Juntos, sus generales lo persuadieron de que, si no se controlaba, la República del Rif provocaría "un levantamiento general del mundo musulmán a instancias de Moscú y la comunidad judía internacional". España ahora luchaba por salvar la civilización cristiana, tal como lo había hecho en la Edad Media cuando sus ejércitos habían expulsado a los moros de la península ibérica.

La tecnología para lo que ahora se llama armas de destrucción masiva tuvo que importarse. Científicos alemanes supervisaron la fabricación del gas venenoso en dos fábricas, una de las cuales, cerca de Madrid, se llamaba "La Fábrica Alfonso XIII". Se compraron más de 100 bombarderos a fabricantes británicos y franceses, incluido el enorme Farman F.60 Goliath. Para noviembre de 1923 se habían completado los preparativos, y un general esperaba que la ofensiva de gas exterminara a los miembros de la tribu Rif.

Entre 1923 y 1925, la fuerza aérea española golpeó ciudades y pueblos de Rif con 13,000 bombas llenas de gas fosgeno y mostaza, así como explosivos convencionales. Las víctimas sufrieron llagas, forúnculos, ceguera y quemaduras de piel y pulmones, el ganado fue asesinado y los cultivos y la vegetación se marchitaron. La contaminación residual persistió y fue una fuente de cánceres de estómago y garganta y daño genético.4 Los detalles de estas atrocidades permanecieron ocultos durante setenta años, y en 2007 el parlamento español se negó a reconocerlos o considerar una compensación. El gobierno marroquí hizo caso omiso de las revelaciones, por temor a que pudieran agravar las quejas de la minoría bereber descontenta.

Las armas convencionales en lugar de las químicas derribaron la República Rif. Las preocupantes señales de que la guerra de España en el Rif podría desestabilizar a Marruecos francés llevó a Francia al conflicto en 1925. Más de 100,000 tropas, tanques y aviones franceses se desplegaron junto a 80,000 españoles, y las fuerzas riffianas superadas en número fueron destruidas. Los camarógrafos de Newsreel (una novedad en los campos de batalla coloniales) filmaron al cautivo Abd el-Krim cuando comenzó la primera etapa de su viaje al exilio en Reunión en el Océano Índico. Fue transferido a Francia en 1947 y luego trasladado a El Cairo, donde murió en 1963, un venerado anciano estadista del nacionalismo del norte de África.

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España había ganado una colonia y, sin darse cuenta, un monstruo de Frankenstein, el Ejército de África (Cuerpo de Ejército Marroquí). Su cuadro de oficiales devotos y reaccionarios asumió el papel de los defensores del tradicionalismo en un país acosado por la turbulencia política después de la abdicación de Alfonso en 1931. Los políticos de derecha vieron a los africanistas (como se llamaba el cuerpo de oficiales) como cómplices ideológicos en su lucha para contener a los sindicatos, socialistas, comunistas y anarquistas. La guarnición marroquí se convirtió en una guardia pretoriana que podría desatarse en las clases trabajadoras si alguna vez se salían de control. Lo hicieron, en octubre de 1934, cuando la huelga de los mineros en Asturias despertó los temores de una inminente revolución roja. Se evitó mediante la aplicación del terror que se había utilizado recientemente para someter al Marruecos español. Aviones bombardearon centros de desafección y la Legión Extranjera y las tropas marroquíes fueron convocadas para restablecer el orden y asaltar la fortaleza de los huelguistas en Oviedo. Su captura y las posteriores operaciones de limpieza fueron marcadas por saqueos, violaciones y ejecuciones sumarias por parte de los Legionarios y Regulares. Franco (ahora general) presidió el terror. Al igual que sus compañeros africanistas, creía que era su deber sagrado rescatar a la vieja España de los terratenientes, los sacerdotes y las masas pasivas y obedientes de la depredación de los comunistas y anarquistas impíos.

La revolución roja pareció acercarse el día de Año Nuevo de 1936 con la aparición de un gobierno de coalición que se autodenominó el "Frente Popular". Se confirmó en el poder por un estrecho margen en una elección general poco después, y la extrema izquierda comenzó a clamar por reformas radicales y aumentos salariales. Huelgas, asesinatos y manifestaciones violentas proliferaron durante la primavera y principios del verano, la derecha tembló, adquirió armas y escuchó encubiertamente a los generales africanistas. Juntos idearon un golpe cuyo éxito dependió de los 40,000 soldados de la guarnición marroquí que constituían las dos quintas partes del ejército español.

El 17 de julio de 1936 África, en forma de unidades Legionarias y Regulares de Marruecos, invadió España. Fueron la punta de lanza de la sublevación nacionalista y pronto se vieron reforzados por contingentes que volaron por el Mediterráneo en aviones suministrados por Hitler. En combinación con las tropas locales anti-republicanas y los voluntarios de derecha, el ejército africano rápidamente aseguró una base de poder en gran parte del sudoeste y el norte de España. Desde el principio, los nacionalistas usaron sus tropas africanas para aterrorizar a los republicanos. Hablando en Radio Sevilla, el general Gonzalo Queipo de Llano advirtió a sus compatriotas y mujeres sobre la promiscuidad y la destreza sexual de sus soldados marroquíes a quienes, les aseguró a los oyentes, ya les habían prometido que elegirían a las mujeres de Madrid.

Las tropas coloniales cumplieron sus expectativas. Hubo violaciones masivas en todas partes por parte de Legionarios y Regulares, quienes también masacraron a civiles republicanos. Más tarde, George Orwell notó que los soldados marroquíes disfrutaban golpeando a otros prisioneros de guerra de la Brigada Internacional, pero desistieron una vez que sus víctimas emitieron alaridos exagerados de dolor. Uno se pregunta si su brutalidad fue el resultado de su odio reprimido a todos los hombres blancos en lugar de cualquier apego al fascismo o la España del hidalgo y el clérigo. Los líderes religiosos musulmanes en Marruecos habían respaldado el levantamiento, que se les vendió como una guerra contra el ateísmo. Cuando los Regulares marcharon a Sevilla, las mujeres piadosas les dieron talismanes del Sagrado Corazón, lo que debe haber sido desconcertante.

Cuando los republicanos finalmente fueron derrotados en la primavera de 1939, había 50,000 marroquíes y 9,000 legionarios luchando en el ejército nacionalista junto con contingentes alemanes e italianos. Aunque la necesidad lo obligó a concentrar sus energías en la reconstrucción nacional, Franco, ahora dictador de España, albergaba ambiciones imperiales. La caída de Francia en junio de 1940 ofreció cosechas ricas e inmediatamente ocupó el Tánger francés. Poco después, cuando conoció a Hitler, Franco nombró su precio por la cooperación con Alemania como Marruecos francés, Orán y, por supuesto, Gibraltar. El Führer estaba molesto por su temeridad y prevaricaba. La España fascista siguió siendo un neutral malévolo; a principios de 1941, las pequeñas colonias costeras españolas de Guinea y Fernando Po fueron fuentes de propaganda anti-británica y bases para agentes alemanes en África occidental.7 Los voluntarios españoles anticomunistas se unieron a las fuerzas nazis en Rusia.

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Las demandas de Franco habían sido modestas en comparación con las de Mussolini, para quien la rendición francesa fue una oportunidad enviada por el cielo para implementar sus planes a largo plazo para un vasto imperio italiano en África. En 1940 pidió a los alemanes bases de Córcega, Túnez, Djibuti y navales en Toulon, Ajaccio y Mers-el-Kebir en la costa argelina, y planeaba invadir el Sudán y la Somalilandia británica. Los vuelos de fantasía de Mussolini se extendieron hasta la anexión de Kenia, Egipto e incluso, en sus momentos más vertiginosos, Nigeria y Liberia.8 La respuesta de Hitler fue helada, porque en ese momento su Ministerio de Relaciones Exteriores estaba preparando un plan "para racionalizar el desarrollo colonial en beneficio de Europa'. Un imperio italiano ampliado no era parte de este plan.

El fascismo siempre había sido sobre la conquista. Como un joven inadaptado que vive rencorosamente al margen de la sociedad, Mussolini se había convencido de que "solo la sangre podía girar las ruedas manchadas de sangre de la historia". Este seguía siendo su credo: la violencia era un medio válido y deseable para que un gobierno se saliera con la suya en casa y en el extranjero. "¡Me importa un comino!", Fue el eslogan de los matones de Blackshirt de Mussolini, y lo aplaudió como "evidencia de un espíritu de lucha que acepta todos los riesgos". La violencia era esencial para que Italia alcanzara su lugar legítimo en el mundo y el imperio territorial que mantendría sus pretensiones. Sin embargo, el imperio proyectado de Mussolini no se trataba solo de acumular poder: prometió que, como su predecesor romano, brindaría iluminación a sus súbditos. Los italianos estaban preparados para esta noble tarea, ya que, como insistió el Duce, "es nuestro espíritu el que ha puesto a nuestra civilización en los caminos del mundo".

El cine informó a las masas de los ideales y logros de la nueva Roma. Una propaganda corta de 1937 titulada Scipione l’Africano mezcló glorias pasadas y presentes. Hubo imágenes de la reciente visita de Mussolini a Libia, donde se lo ve observando una espectacular representación de la victoria de Escipión sobre Cartago con elefantes y soldados italianos vestidos como legionarios romanos. Fue seguido por escenas de un simulacro de triunfo romano alternadas con disparos del nuevo César, Mussolini, inspeccionando a sus tropas. También hay imágenes de bebés y madres rodeados de niños como un recordatorio de la campaña de Duce para aumentar la tasa de natalidad, que, entre otras cosas, proporcionaría un millón de colonos para un imperio africano ampliado.

La misión civilizadora del fascismo fue retratada gráficamente en la secuencia de apertura de la película de propaganda de 1935 Ti Saluto, Vado en Abissinia, producida por el Instituto Colonial Fascista. Contra una banda sonora de música discordante, hay imágenes espeluznantes de esclavos encadenados, un bebé que llora mientras sus mejillas están marcadas con marcas tribales, un leproso, mujeres bailando, un ras (abuelo) abisinio en sus exóticos atuendos, el emperador Haile Selassie inspeccionando a caballo. soldados de infantería modernos y, para complacer a los cinéfilos, primeros planos de chicas desnudas bailando. La oscuridad y las imágenes grotescas dan paso a la luz con los primeros compases de la alegre canción popular del título de la película, y sigue una secuencia de soldados jóvenes y alegres en un kit tropical que abordan un buque de guerra en la primera etapa de su viaje para reclamar esta tierra ignorante para la civilización Los noticieros celebraron los triunfos del "progreso": uno mostró una aldea somalí ‘donde la maquinaria importada por nuestros agricultores ayuda a los nativos a cultivar el suelo fértil", y en otro rey Victor Emmanuel inspecciona hospitales y obras hidráulicas en Libia. En la prensa, los hackeos fascistas halagaron a Italia como "la madre de la civilización" y "la más inteligente de las naciones".

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El progreso requería un orden fascista. Un año después de la toma del poder de Mussolini en 1922, las operaciones comenzaron a asegurar completamente a Libia, en particular la región desértica del suroeste de Fezzan. El progreso fue lento, a pesar de los aviones, los vehículos blindados y los tanques, y en 1927 Italia, como España, buscó gas fosgeno y mostaza. Bajo el mando del mariscal Rodolfo Graziani, las fuerzas italianas presionaron tierra adentro a través del Sahara, llevaron a los rebeldes y sus familias a campos de internamiento y ahorcaron a los insurgentes capturados. La lucha se prolongó durante otros cuatro años y terminó con la captura, el juicio y la ejecución pública en 1931 del líder partidario capaz y audaz, Omar el-Mukhtar. Al igual que Abd el-Krim, se convirtió en un héroe para las generaciones posteriores de nacionalistas del norte de África: hay calles que llevan su nombre en El Cairo y Gaza.

Somalia también recibió una fuerte dosis de disciplina fascista. El gobierno indirecto fue abandonado, y los jefes de los clientes que habían controlado efectivamente un tercio de la colonia se pusieron en su lugar por una guerra librada entre 1923 y 1927. El proyecto de ley aumentó las deudas de Somalia, que se redujeron ligeramente por un programa de inversión en riego y efectivo cultivos, todos los cuales fueron subsidiados por Roma. Los italianos se vieron obligados a comprar plátanos somalíes, pero su consumo simplemente evitó la insolvencia. El flujo de inmigrantes fue decepcionantemente pequeño: en 1940 había 854 familias italianas labrando el suelo libio y 1.500 colonos en Somalia.

Habiendo apretado el control de Italia sobre Libia y Somalia, Mussolini recurrió a lo que fue, para todos los patriotas, el asunto inacabado de Abisinia, donde un ejército italiano había sufrido una infame derrota en Adwa en 1896. El fascismo restauraría el honor nacional y agregaría una colonia potencialmente rica. al nuevo Imperio Romano, que pronto sería ocupado por los colonos.

Conocido como Etiopía por su Emperador y sus súbditos, Abisinia era uno de los estados más grandes de África, cubría 472,000 millas cuadradas y había sido independiente por más de mil años. Fue gobernado por Haile Selassie, "León de Judá, Elegido de Dios, Rey de los Reyes de Etiopía", un benevolente absolutista que remontó su descendencia a Salomón y Sheba. Su autocracia contó con el apoyo espiritual de la Iglesia copta, que predicó las virtudes de la sumisión al Emperador y la aristocracia. Un noble, Ras Gugsa Wale, resumió la filosofía política de su casta: "Es mejor para Etiopía vivir de acuerdo con las antiguas costumbres de antaño y no le beneficiaría seguir la civilización europea".

Sin embargo, esa civilización estaba invadiendo Abisinia y continuaría haciéndolo. En 1917 se abrió el ferrocarril entre Djibuti francés y Addis Abeba; Entre otros bienes transportados se encontraban los envíos de armamento moderno para el ejército y la fuerza aérea embrionaria de Haile Selassie (tenía cuatro aviones en 1935), y empresarios europeos en busca de concesiones. El Emperador era un gobernante vacilante progresista que esperaba lograr un equilibrio entre la tradición y lo que él llamó "actos de civilización".

Las disputas fronterizas le dieron a Mussolini el pretexto para una guerra, pero primero tuvo que superar el obstáculo de la intervención externa orquestada por la Liga de las Naciones. Abisinia era un miembro de ese cuerpo que, en teoría, existía para evitar guerras a través del arbitraje y, nuevamente en teoría, tenía la autoridad de pedir a los miembros que impongan sanciones a los agresores. La Liga era un tigre de papel: no había logrado detener la toma japonesa de Manchuria en 1931, y las sanciones económicas contra Italia requerían la cooperación activa de las armadas británica y francesa. Esto no fue posible, ya que ninguna de las potencias tenía la voluntad de un bloqueo que pudiera escalar a una guerra contra Italia cuyo ejército, armada y fuerza aérea fueron sobreestimados por los servicios de inteligencia británicos y franceses. Además, ambos poderes se estaban volviendo cada vez más incómodos con las ambiciones territoriales de Hitler y esperaban, en vano, obtener la buena voluntad de Mussolini. Un intento anglo-francés de apaciguar a Mussolini ofreciéndole un trozo de Abisinia (el Pacto Hoare-Laval) no logró disuadirlo ni ganar su favor. Curiosamente, este recurso a la diplomacia cínica de la partición temprana de África provocó indignación en Gran Bretaña y Francia.

Ninguna de las naciones estaba preparada para estrangular el comercio marítimo de Italia para preservar la integridad abisinia, por lo que la apuesta de Mussolini dio sus frutos. Los combates comenzaron en octubre de 1935, con 100.000 tropas italianas respaldadas por tanques y bombarderos invadiendo desde Eritrea en el norte y Somalia en el sur. Enfrentados a ellos estaba el pequeño ejército profesional abisinio armado con ametralladoras y artillería y gravámenes tribales mucho más grandes criados por las rases y equipados con todo tipo de armas, desde lanzas y espadas hasta rifles modernos.

Anthony Mockler ha trazado de manera admirable el curso de la guerra, quien nos recuerda que, a pesar de la disparidad entre los equipos de los dos ejércitos, la conquista de Abisinia nunca fue el paso que los italianos habían esperado. En diciembre, una columna respaldada por diez tanques fue emboscada en el valle de Takazze. Uno, enviado en un reconocimiento, fue capturado por un guerrero que se escabulló detrás del vehículo, saltó sobre él y golpeó la torreta. Fue abierto y mató a la tripulación con su espada. Rodeados, los italianos intentaron reunirse alrededor de sus tanques y fueron invadidos. Otro equipo de tanques fue asesinado después de haber abierto su torreta; otros fueron volcados y prendieron fuego, y dos fueron capturados. Casi todas sus tripulaciones fueron asesinadas en la derrota que siguió y cincuenta ametralladoras capturadas. El comandante local, el mariscal Pietro Badoglio, fue sacudido por este revés y contraatacó con un avión que atacó a los abisinios con bombas de gas mostaza.

Al igual que en Marruecos, el gas (así como las bombas convencionales) compensaron el comando de deslizamiento y las tropas de pánico, aunque los italianos excusaron su uso como venganza por la decapitación en Daggahur de un piloto italiano capturado después de que acabara de bombardear y bombardear la ciudad. Se ofrecieron negaciones en lugar de excusas cuando se arrojaron bombas en hospitales marcados con cruces rojas.

Los intensos bombardeos aéreos y el gas cambiaron la guerra a favor de Italia. En mayo de 1936, Addis Abeba fue capturado y, poco después, Haile Selassie se exilió. Los delegados italianos lo abuchearon cuando se dirigió a la Liga de las Naciones en Ginebra, y los londinenses lo vitorearon cuando llegó a Waterloo. Permaneció en Inglaterra durante los siguientes cuatro años, a veces en Bath, donde su amabilidad y encanto fueron recordados por mucho tiempo. En Roma, se colocó una imagen del León de Judá en el monumento a los muertos de la guerra de 1896; Adwa había sido vengado. El bombardeo de Mussolini llegó a la ocasión con declaraciones de que Abisinia había sido "liberada" de su antiguo atraso y miserias. La libertad tomó formas extrañas, ya que el Duce decretó que en adelante era un crimen para los italianos convivir con mujeres nativas, lo que él consideraba una afrenta a la virilidad italiana, y prohibió a los italianos ser empleados por abisinios.

En Abisinia, los italianos asumieron el papel de la raza maestra con un gusto horrible. Se hicieron esfuerzos para exterminar a la élite intelectual abisinia, incluidos todos los maestros de primaria. En febrero de 1937, un intento de asesinar al virrey Graziani provocó un pogromo oficial en el que los abisinios fueron asesinados al azar en las calles. Camisetas negras armadas con dagas y gritos,, ¡Duce! ¡Duce! 'Abrió el camino. Los asesinatos se extendieron al campo después de que Graziani ordenó al Gobernador de Harar que "disparara a todos los rebeldes, a todos los notables, a los jefes" y a cualquiera "que se creyera culpable de mala fe o de ayudar a los rebeldes". Miles fueron asesinados durante los siguientes tres meses.

La subyugación de Abisinia resultó tan difícil como su conquista. Más de 200,000 soldados fueron desplegados en una guerra de guerrilla de pacificación. La nueva colonia de Italia se estaba convirtiendo en un lujo caro: entre 1936 y 1938 sus gastos militares totalizaron 26.500 millones de liras. En el caso de una guerra europea, este enorme ejército disuadiría una invasión anglo-francesa y, como esperaba Mussolini, invadiría Sudán, Djibuti y tal vez Kenia, mientras que las fuerzas con base en Libia atacaron Egipto. El virrey Graziani estaba seguro de que Gran Bretaña estaba ayudando secretamente a la resistencia abisinia y Mussolini estuvo de acuerdo, aunque se preguntó si el Comintern también podría haber estado involucrado.

En 1938, su propio servicio secreto estaba difundiendo propaganda anti-británica a Egipto y Palestina a través de Radio Bari. En abril de 1939, alarmados por el flujo de refuerzos a las guarniciones italianas en Libia y Abisinia, los británicos hicieron preparaciones secretas para operaciones encubiertas para fomentar levantamientos nativos en ambas colonias. Al mismo tiempo, las fiestas de jóvenes italianos, aparentemente en vacaciones de ciclismo, difundieron el mensaje fascista en Túnez y Marruecos, y los alumnos judíos fueron expulsados ​​de las escuelas italianas en Túnez, Rabat y Tánger. África ya se estaba enredando en los conflictos políticos de Europa.

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Fuera de Alemania e Italia, la opinión europea sobre la Guerra de Abisinia estaba fuertemente dividida: los antifascistas de todo tipo estaban en contra de Mussolini, mientras que los derechistas tendían a apoyarlo por motivos raciales. Sir Oswald Mosley, cuya Unión Británica de Fascistas fue secretamente suscrita por Mussolini, rechazó a Abisinia como un "conglomerado de tribus negro y bárbaro sin un solo principio cristiano". Lord Rothermere, propietario del Daily Mail, instó a sus lectores a respaldar a Italia y "la causa de la raza blanca", cuya derrota en Abisinia sería un ejemplo aterrador para africanos y asiáticos. Evelyn Waugh, quien fue comisionado por Rothermere para cubrir la guerra, le confió a un amigo sus esperanzas de que los abisinios fueran "gaseados".

Tales reacciones, y el desprecio moral de Gran Bretaña y Francia, conmocionaron a los africanos educados en África occidental. El episodio abisinio había empañado la noción de imperialismo benevolente apreciado en ambas naciones, y parecía tolerar las opiniones de los africanos como un pueblo primitivo, más allá de la humanidad y la civilización. En palabras de William Du Bois, un académico negro estadounidense y defensor de los derechos de los negros, la Guerra de Abisinia había destrozado la "fe en la justicia blanca" del hombre negro. Los negros de Harlem se habían ofrecido como voluntarios para luchar, pero el gobierno estadounidense les había negado las visas. Du Bois creía que sus instintos habían sido correctos, ya que en el futuro, "el único camino hacia la libertad y la igualdad es la fuerza, y la fuerza al máximo".

jueves, 4 de junio de 2020

Japón Medieval: Fortificaciones y fortalezas japonesas (1/2)

Fortificaciones y fortalezas japonesas 

Parte I || Parte II
W&W




Afortunadamente para la supervivencia económica de Japón, en las décadas posteriores, las estrategias defensivas, particularmente en campañas a gran escala, comenzaron a centrarse en atrincheramientos y fortificaciones, en lugar de en la evasión y el rechazo de la batalla. Es difícil evaluar si bushi percibió un problema y respondió directamente a él, o simplemente tropezó con una solución por otras razones. Independientemente de su génesis, sin embargo, en el evento, las nuevas tácticas ayudaron a prevenir recurrencias de devastación en el nivel del episodio de Tadatsune.



La primera campaña importante en la que las fortificaciones desempeñaron un papel importante parece haber sido la llamada Guerra de los Nueve Años de Minamoto Yoriyoshi contra Abe Yoritoki y sus hijos, que tuvo lugar entre 1055 y 1062. Este concurso tuvo lugar en Mutsu, en el noreste, un región donde los guerreros eran herederos de una tradición de tres siglos de establecer empalizadas como bases para controlar a la población local. La estrategia de Abe durante todo el conflicto se centró en encerrarse a sí mismos y a sus seguidores detrás de los baluartes y empalizadas, en un esfuerzo por sobrevivir a la paciencia y resolución de Yoriyoshi. Tales tácticas jugaron con el entusiasmo de las tropas de Yoriyoshi por regresar lo antes posible a sus propias tierras y asuntos. Como el teniente Kiyowara Takenori de Yoriyoshi le advirtió:

Nuestro ejército gubernamental está formado por mercenarios, y les falta comida. Quieren una pelea decisiva. Si los rebeldes defendieran sus fortalezas y se negaran a salir, estos mercenarios exhaustos nunca podrían mantener una ofensiva por mucho tiempo. Algunos desertarían; otros podrían atacarnos. Siempre he temido esto.

Si se cree en el Mutsuwaki, un relato literario casi contemporáneo de la guerra, los fuertes que tripuló Abe y las defensas que emplearon podrían ser elaborados:

En los lados norte y este de la empalizada había un gran pantano; los otros dos lados estaban protegidos por un río, cuyas orillas tenían más de tres metros de altura y eran tan inescrutables como un muro. Fue en tal sitio que se construyó la empalizada. Sobre la empalizada, los defensores se alzaban sobre torres, tripuladas por guerreros feroces. Entre la empalizada y el río, cavaron una zanja. En el fondo de la trinchera colocaron cuchillos volcados y sobre el suelo arrojaron caltrops. Los atacantes a distancia dispararon con oyumi; a los que se acercaron arrojaron piedras. Cuando, de manera intermitente, un atacante llegó a la base de la pared de la empalizada, lo escaldaron con agua hirviendo y luego blandieron espadas afiladas y lo mataron. Los guerreros en las torres se burlaron del ejército asediador a medida que se acercaba, pidiéndole que saliera y luchara. Docenas de sirvientas treparon por las torres para burlarse de los atacantes con canciones. . . .

Las tácticas de Yoriyoshi contra esta empalizada fueron igualmente elaboradas, y despiadadas también:

El ataque comenzó a la hora de la liebre [5: 00-7: 00 am] del día siguiente. El oyumi reunido disparó durante todo el día y la noche, las flechas y las piedras cayeron como lluvia. Pero la empalizada se defendió tenazmente y el ejército sitiante sacrificó a cientos de hombres sin tomarla. Al día siguiente, a la hora de las ovejas [1: 00-3: 00 pm], el comandante sitiador ordenó a sus tropas entrar en la aldea cercana, demoler las casas y apilar la madera en el foso seco alrededor de la empalizada. Además les dijo que cortaran paja y juncos y los apilaran a lo largo de las orillas del río. En consecuencia, mucho fue demolido y transportado, cortado y amontonado, hasta que finalmente las pilas se alzaron como una montaña. . . . El comandante tomó una antorcha y la arrojó sobre la pira. . . . De repente se levantó un viento feroz y el humo y las llamas parecieron saltar a la empalizada. Las flechas disparadas anteriormente por el ejército sitiante cubrían las paredes exteriores y las torres de la empalizada como los pelos de un impermeable. Ahora las llamas, arrastradas por el viento, saltaron a las plumas de estas flechas y las torres y edificios de la empalizada se incendiaron de inmediato. En la fortaleza, miles de hombres y mujeres lloraron y gritaron como con una sola voz. Los defensores se volvieron frenéticos; algunos se arrojan al abismo azul, otros pierden la cabeza a cuchillas desnudas.

Las fuerzas sitiadoras cruzaron el río y atacaron. En este momento, varios cientos de defensores se pusieron su armadura y blandieron sus espadas en un intento de romper el cerco. Como estaban seguros de la muerte y no pensaban en vivir, infligieron muchas bajas a las tropas sitiantes, hasta que [el comandante adjunto del ejército sitiador] ordenó a sus hombres que abrieran el cordón para dejar escapar a los defensores. Cuando los guerreros abrieron el cerco, los defensores rompieron inmediatamente hacia el exterior; No pelearon, sino que huyeron. Los sitiadores atacaron sus flancos y los mataron a todos. . . . En la empalizada, docenas de hermosas mujeres, todas vestidas de seda y damasco, adornadas minuciosamente en verde y oro, lloraron miserablemente en medio del humo. Cada uno de ellos fue arrastrado y entregado a los guerreros, quienes los violaron.

Las experiencias de Yoriyoshi con Abe pueden haberse convertido en la inspiración para el uso cada vez más extendido de fortificaciones en otras partes del país; sin embargo, las obras defensivas tan elaboradas o permanentes como las que ocuparon Yoritoki y sus hijos permanecieron fuera del noreste hasta el siglo XIV. La mayoría de las fortalezas del período Heian y Kamakura eran estructuras comparativamente simples erigidas para una sola batalla o campaña.

A diferencia de las casas del castillo, protegidas por fosos profundos, empalizadas de madera y movimientos de tierra, de los señores de la guerra de la era Sengoku, las antiguas residencias medievales de bushi apenas se distinguían de las de otras élites rurales, y solo diferían en tamaño y opulencia de las viviendas de los nobles en la capital .



Los guerreros Heian, Kamakura y Nambokucho construyeron sus hogares en terreno llano, generalmente en puntos relativamente altos en o muy cerca de las tierras bajas aluviales de los ríos, e inmediatamente adyacentes a arrozales y otros campos agrícolas. Las casas principales, los establos y otros edificios clave estaban rodeados de zanjas llenas de agua y setos o cercas, y se accede a ellos a través de puertas de madera o techo de paja. Sin embargo, ninguna de estas características parece haber sido diseñada para la conveniencia militar.

Las zanjas eran estrechas y poco profundas (menos de un metro de ancho y 30 cm de profundidad) y áreas cerradas de 150 por 150 metros o más, presentando una línea prácticamente larga para defenderse con el pequeño número de hombres normalmente disponibles para los primeros terratenientes medievales. Parecen, por lo tanto, haber servido principalmente como componentes de los trabajos de riego, utilizados para calentar agua y como protección contra las sequías. Del mismo modo, las cercas representadas en obras de arte medievales son bajas, de un metro más o menos de altura, y están construidas de madera, paja o vegetación natural, lo que las hace más adecuadas para controlar a los animales errantes que para evitar a los guerreros merodeadores. Los estudios arqueológicos cuidadosos indican que los fosos más profundos y los movimientos de tierra no aparecieron alrededor de las casas de los guerreros hasta el siglo XIV, y no se extendieron hasta el siglo XV.

Los términos "shiro" o "jokaku" (generalmente traducidos como "castillo" en contextos medievales posteriores) aparecen con frecuencia en diarios, crónicas, documentos y relatos literarios de la guerra de finales del siglo XII y XIII, pero solo en situaciones de guerra y casi siempre en referencia a las fortificaciones de campo, erigidas para una batalla en particular. Estos petos pretendían ser temporales, y eran rudimentarios en comparación con los castillos del período medieval posterior, pero no siempre eran de pequeña escala. Algunos, como las famosas obras de defensa de Taira erigidas en 1184 en Ichinotani, cerca de Naniwa, en la frontera de Harima, en la provincia de Settsu, podrían ser bastante impresionantes:

La entrada a Ichinotani era estrecha; El interior era amplio. Al sur estaba el mar; al norte había montañas: altos acantilados como una pantalla plegable. Parecía ni siquiera un pequeño espacio a través del cual pudieran pasar caballos u hombres. Realmente era una fortaleza monumental. Se desplegaron pancartas rojas en números desconocidos, que volaron hacia el cielo en el viento primaveral como llamas saltando. . . . El enemigo seguramente perdería su espíritu cuando mirara esto.

Desde los acantilados de las montañas hasta las aguas poco profundas del mar, habían apilado grandes rocas, y sobre estos troncos apilados y gruesos, encima de los cuales colocaron dos hileras de escudos y erigieron torres dobles, con estrechas aberturas a través de las cuales disparar. Los guerreros estaban parados con arcos y flechas listos. Debajo de esto, cubrieron la parte superior de las rocas con cercas de maleza. Vassals y sus subordinados esperaron, agarrando rastrillos de garra de oso y hoces de mango largo, listos para atacar cuando se les diera la palabra. Detrás de las paredes había innumerables caballos ensillados en veinte o treinta filas. . . . En las aguas poco profundas del mar hacia el sur había grandes botes listos para ser remos instantáneamente y dirigirse a las aguas más profundas, donde flotaban decenas de miles de barcos, como gansos salvajes esparcidos por el cielo. En las tierras altas prepararon rocas y troncos para rodar sobre los atacantes. En el terreno bajo cavaron trincheras y plantaron estacas afiladas.

Estas descripciones, extraídas de relatos literarios posteriores de la Guerra de Gempei, sin duda incorporan una exageración considerable, pero sin embargo ofrecen pistas importantes sobre la naturaleza de las fortificaciones de finales del siglo XII. Dos puntos, en particular, merecen especial atención. Primero, los preparativos para la batalla incluían disposiciones para escapar: "innumerables caballos ensillados en veinte o treinta filas" y "grandes botes listos para ser remos instantáneamente", para transportar tropas a "decenas de miles de barcos" que esperan en aguas más profundas. Además de las obras defensivas. Y segundo, tan formidable como era Ichinotani, no era un recinto completo ni fortificado en todas las direcciones. De hecho, la derrota de Taira allí fue provocada, en parte, por el ataque de Minamoto Yoshitsune desde las colinas detrás de él. Tácticas similares también decidieron otras batallas clave de la época.




El “jokaku” tardío de Heian y principios de Kamakura eran líneas defensivas, no castillos o fortalezas destinadas a proporcionar refugio seguro a largo plazo para los ejércitos instalados dentro. Muchos eran simplemente barricadas erigidas a través de carreteras importantes o pasos de montaña. Otros fueron modificaciones transitorias en tiempos de guerra en templos, santuarios o residencias de guerreros. Su propósito, en cualquier caso, era concentrar campañas y batallas: ralentizar los avances del enemigo, frustrar las tácticas de asalto, controlar la selección del campo de batalla, restringir la maniobra de caballería y mejorar la capacidad de los soldados de a pie (que podrían ser reclutados en un número mucho mayor) para competir con jinetes expertos. Y eran prescindibles, además de convenientes; nunca fueron sitios de asedios sostenidos o, por elección, de heroicas posiciones finales. La planificación de contingencia normalmente preveía la retirada y el restablecimiento de nuevas líneas defensivas en otros lugares.

Los rollos de imágenes indican que la mayoría de las características de defensa catalogadas en las descripciones de Ichinotani se desplegaron comúnmente a fines del siglo XIII, y la mayoría aparecen en descripciones de otras fortificaciones de la era de la guerra de Gempei en Heike monogatari y sus textos hermanos. Curiosamente, sin embargo, algunos de los dispositivos más simples - barricadas de cepillo (sakamogi) y paredes de escudo (kaidate) - no pueden ser corroborados en fuentes más confiables para la década de 1180.

Los muros de los escudos eran exactamente lo que el nombre implica: hileras de escudos de pie erigidos detrás o encima de otras obras de defensa. Los escudos permanentes se habían utilizado como fortificaciones de campo portátiles desde la era ritsuryo, y también fueron desplegados como contrafuertes por ejércitos sitiadores. Los Kaidate también se usaban en barcos, para convertir lo que de otro modo eran barcos pesqueros en buques de guerra.

Sakamogi (literalmente, "madera apilada") parece haber sido esencialmente pilas o setos de ramas espinosas colocadas frente a la empalizada defensiva principal. Sirvieron como una aplicación de lo que a veces se llama "el principio de la cortina": una barrera de luz diseñada para romper el impulso de una carga enemiga, disipar su poder de choque y mantener al enemigo bajo fuego antes de que pueda ejercer fuerza contra las paredes principales. . Las cercas de este tipo eran arquitectónicamente simples, pero extremadamente efectivas para la tarea: Martin Brice señala que, durante la Primera Guerra Mundial, los cerramientos de espinas, llamados boma o zareba, construidos por los Masai de Tanzania y Kenia resultaron difíciles de cruzar, y como ¡Resistente al bombardeo de alto explosivo, como alambre de púas!

Las cercas espinosas de Masai representaban la aplicación en tiempo de guerra de un dispositivo que normalmente se usa para contener y proteger al ganado. El sakamogi japonés puede haber tenido orígenes similares. Tal adaptación militar de una tecnología desarrollada para el control de animales era totalmente apropiada para los primeros guerreros medievales, cuya principal preocupación era restringir el movimiento de los jinetes enemigos. Sin embargo, las cortinas de matorrales son vulnerables al fuego, que, como hemos visto, era un arma favorita de los primeros bushi.

miércoles, 3 de junio de 2020

JMdR: La medicina en los 1840s

La Medicina en tiempos de Rosas

Revisionistas




La Medicina en tiempos de Rosas

La tradición liberal argentina, mentalmente colonizada por el iluminismo, cargó todas las cuentas que pudo sobre los hombros de don Juan Manuel, quizá, y aun sin quizá, la más salada de esas cuentas sea la concerniente a la cultura, cargo sin tope, que también pasó tiempo después, con grandes infamados del Olimpo político nacional.

Para esa tradición liberal, oficializada todavía en textos y manuales didácticos por la escuela estatal, Rosas es igual a barbarie, todo dicho en nombre del despotismo ilustrado. Y, por supuesto, en la barbarie no pueden existir ni el arte ni las letras ni la Universidad, esa institución consagrada universalmente como sinónimo de civilización. La novela tiene ribetes de ostensible ridiculez.

Un manual universitario que fue tradicional (el de Eliseo Cantón) afirma que “en esos tiempos sombríos sólo podían residir en Buenos Aires los cerebros poco luminosos o los espíritus resignados a vegetar en las penumbras”.

Alberto Parcos, hombre liberal para las sentencias, dijo hace años en un libro editado por la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de La Plata: “La Universidad (rosista) se convierte en expresión casi nominal; disminuyen al mínimo las promociones médicas; galenos afamados, escapando a la persecución y a la muerte, ganan la vía del destierro y, estos factores aunados, tornan imposible, aún deseándola, la cruzada contra el auge del curanderismo”. ¡Pobre Palcos! Seguramente no tuvo tiempo de estudiar en serio historia argentina: ni siquiera de leer el volumen de 804 páginas del antirrosista Marcial R. Candioti, titulado Biografía doctoral de la Universidad de Buenos Aires, en que aparece reflejada la actividad principal de nuestra Universidad en tiempos del Restaurador.

Las promociones médicas no disminuyen en cantidad y calidad, sino que se acrecientan; y la medicina en general registra progresos que sólo pudieron quedar ocultos en razón de haber sido llevados al fondo de la caverna liberal. En vez de escapar, galenos afamados vinieron al país, desde Europa y desde los Estados Unidos, y aquí revalidaron sus títulos académicos ante el Tribunal de Medicina: mesa examinadora en la que figuraban distinguidos maestros como Francisco de Paula Almeyra, Matías Rivero, Juan José Fontana, Eugenio Pérez y Tomás Coquet, este último como perito en odontología.

Uno de esos galenos afamados, el norteamericano Jacobo M. Tewksbury (quien revalidó su título de profesor de Medicina, Cirugía y Partos en 1844), aplicó por primera vez en nuestro país el éter como anestésico general, a fines de agosto de 1847, es decir, a menos de un año de que el doctor Warren, de Massachusetts, lo utilizara como tal en el mundo (octubre de 1846).

Entre mediados de 1844 y fines de 1847, revalidaron sus títulos en la Universidad de Buenos Aires los profesores de Medicina y Cirugía, Santiago Bottini, Gabriel Sonnet, Pedro Clarke, Mauricio Hertz y Enrique G, Kenedy, aparte del nombrado Tewksbury; los doctores en farmacia Carlos B. Coster, Enrique Godfrey y Carlos Malvigne, y los dentistas Adolfo L. Alker, Carlos Franze y Andrés L. de Cádiz.

Durante ese mismo período hubo un buen número de promociones médicas, que los investigadores vamos paulatinamente determinando con precisión, puesto que no existe una fuente documental única para lograr tal cometido. Avanzando sobre el valioso trabajo realizado por Dardo Corvalán Mendilaharsu, Marcial R. Candioti y Andrés Ivern (y sobre mis propias búsquedas), voy a consignar en este artículo una nómina parcial de médicos examinados y aprobados por el Tribunal de Medicina, a la que quiero también calificar de provisional.

Año 1844. Guillermo Rawson, Benito Bárcena, Estanislao Díaz, Manuel Arias y Vicente Arias, en Medicina y Cirugía. Luis Gómez, Venancio Acosta, Miguel Rojas, Manuel Porcel de Peralta, Manuel Láinez, Domingo Fernández, Justiniano Posse y Ramón Basavilbaso, en Medicina, Cirugía y Partos.

Año 1845. Gervasio Baz y Domingo Eugenio Navarro, en Medicina y Cirugía. Justo Meza y Robles, Juan B. Arengo, Juan José Camelino, Francisco Baraja, Mariano Erézcano, Isidro Bergueyre, Manuel Garayo y Mauricio Garrido, en Medicina, Cirugía y Partos.

Año 1846. Antonio Egea y Martínez, en Medicina y Cirugía. Luis María Drago, Mariano J. González, Sinforoso Amoedo, Ricardo Lowe, Pablo Santillán, José Quintana y Toribio Ayerza, en Medicina, Cirugía y Partos.

Año 1847. José Gaffarot, Mateo J. Luque, Germán Vega, Nicanor Molinas, Modestino Pizarro, José Lucena, Manuel Cuestas, Claudio Mejía, José María Real y Manuel Pereda, en Medicina, Cirugía y Partos. José Sánchez, Manuel Insiarte y Adolfo E. Peralta, en Medicina y Cirugía. Una mujer, María P. Abadie, fue examinada y aprobada en Partos.

Como curiosidad, digamos que entre mediados de 1844 y fines de 1847 fueron examinados y aprobados por el Tribunal de Medicina como profesores de Feblotomía, esto es, sangradores, Leandro Díaz, Hilario Diana, Juan Medeiros, Joaquín Demetri, Gregorio Aravena, Narciso Aravena, José María Ortiz, Pedro Fraga, Andrés Devoto, Juan P. Cascaravilla, Juan Echepareborda, Luis Viajor, Antonio Conti, Justo Pastor Muñoz y Pedro Perruquino. El flebotomista Juan Echepareborda fue autorizado en 1846 a ejercer la profesión de dentista.

Las dentaduras de los porteños no estuvieron desatendidas por falta de profesionales, en los tiempos del Restaurador. Tomás Coquet, con consultorio en la calle 25 de Mayo 24; Guillermo L. Tenker, cirujano dentista que atendió primero en 25 de Mayo 40 y después en Cangallo 31; y Adolfo L. Alker, quien atendía en Representantes 15, ofrecían a sus pacientes los últimos materiales recibidos del extranjero.

Agreguemos, ayudados por Perogrullo, que no les faltaron enfermos a esos doctores, argentinos y extranjeros, de que nos estamos ocupando. Y algunos de sus enfermos, los más famosos, aparecen en la documentación de la época. Así, en mayo de 1847, al excusarse ante el gobierno rosista por no haber podido asistir a las celebraciones del 25 de Mayo, el coronel Ciriaco Cuitiño expresa que “su enfermedad habitual con mucho sentimiento le imposibilita hacerlo”. Nicolás Descalzi, el astrónomo y matemático, alegaba no haber concurrido “por la fractura de una pierna que hace tiempo adolece”. Y el coronel Andrés Parra (uno de los “innombrables” para el liberalismo), se justificaba “en razón de hallarse atacado de una enfermedad crónica e inveterada hace largo tiempo”.

En noviembre, con motivo de la fiesta del patrono San Martín (el francés a quien Rosas no quería, según la leyenda unitaria), nuevamente se registraron los justificativos por ausencia obligada en las ceremonias oficiales. Martiniano Chilavert, el mártir de Caseros, decía estar “convaleciente de una enfermedad”; y el teniente coronel Francisco Crespo, héroe de la Vuelta de Obligado, alegaba andar “atacado de los nervios”. ¡Tenía motivos, ciertamente, para no estar cabal en su salud!

Una terminante expresión del genio nativo alumbraba el campo médico de la Federación: el doctor Francisco Javier Muñiz, descubridor de la vacuna en bovinos de Luján, y cuyo trabajo sobre la escarlatina era difundido en folleto desde 1844.

Existe un episodio poco conocido, a través del cual se pone de manifiesto, especialmente, la dimensión humana de Muñiz, por lo demás cirujano eminente.

En setiembre de 1844, apremiado por don Juan Manuel, que en el problema de la viruela no le daba resuello, el administrador de la vacuna, doctor Justo García Valdez, recurrió al médico de Luján, apurado, por carecer del cow-pox necesario. El doctor Muñiz se vino desde el nombrado pueblo bonaerense, con una hija de meses, Bernardina, “depositaria de una excelente vacuna” –según nos documenta el Tribunal de Medicina-, la que fue puesta a disposición del presidente García Valdez. Y “de mutuo acuerdo –dice el documento- llevada el viernes 12 del corriente a la casa central de vacuna, en donde se vacunaron veinte y tantas personas, cuyo resultado ha correspondido a los sacrificios que ha hecho el doctor don Francisco Muñiz transportando parte de su familia con el solo objeto de dar un paso más de beneficio y humanidad”. ¡Qué lejos estanos del curanderismo que Palcos pretende imponer como característico de ese tiempo!

Muy suelto de cuerpo afirma el mentado escritor liberal: “en el propio órgano oficial, La Gaceta Mercantil, permitirá la inserción de avisos que vulneran escandalosamente las cláusulas sobre el ejercicio de la medicina”. He aquí otro camello que quiere hacer pasar por el ojo de la aguja.

Hemos recorrido, con prolijidad, las páginas de La Gaceta rosista y tan solo un aviso podría justificar, parcialmente, una especie como la formulada por Palcos. Nos referimos al inserto en la edición del 31 de julio de 1846, que dice: “Medicina doméstica, o tratado completo de precaver y curar las enfermedades con el régimen y medicinas simples, y un apéndice que contiene la Farmacopea necesaria para el uso particular. Por D. Jorge Bucham: 1 tomo”. Esta publicidad no abunda. Sí en cambio la que difunde recomendaciones el Tribunal de Medicina; u ofrece libros sobre medicina científica.

Por ejemplo, en edición del 9 de abril de 1845, La Gaceta Mercantil publica un aviso de dicho Tribunal que era una advertencia sobre el pretendido específico Mal de los 7 días, anunciado en esos días por un farmacéutico de nuestra ciudad. Se trata, dice, de un compuesto cualquiera, e invita al público a denunciar los efectos del remedio a los miembros del nombrado organismo oficial, doctores Almeyra, domicilio en Cuyo 66; Rivero, en Perú 224; Fontana, en Potosí 128, y Pérez, en Potosí 207.

Meses antes, el 5 de marzo, la misma Gaceta ofrecía en venta obras de medicina en español o francés, que podían adquirirse en la botica sita en la esquina de Villarino. Entre esas obras destacó especialmente Blessures par armes de guerre en général, en dos tomos, del famoso Dupuytren.

Dije que la medicina registró notables progresos entre 1840 y 1852, y podrían citarse varios hechos que abonan tal afirmación. Me referiré sólo a uno, por significativo y considerarlo escasamente conocido. Entre 1845 y 1850, el eminente cirujano Teodoro Alvarez extrajo a don Juan Manuel de Rosas un gran cálculo vesical que los descendientes del “Nélatón argentino” conservan, como recuerdo de las operaciones quirúrgicas de su pariente.

Repito: nada de esto tiene que ver con la pintura de tonos sombríos de la época de Rosas o de la propia persona del Restaurador, repetida sin pausa por los liberales. El Buenos Aires de la Federación contó con todos los establecimientos de educación y de cultura que podían desarrollarse de acuerdo con nuestras posibilidades del momento: la Universidad, la Academia de Jurisprudencia Teórico-Práctica, teatros, academias de baile, y además talleres de retratos y vistas que nos dejaron una vastísima iconografía conservada en museos públicos y colecciones privadas.

En 1844, para dar datos ciertos, J. Elliot hacía retratos al daguerrotipo, cuya unidad, con su cajita de tafilete, costaba 100 pesos. Al año siguiente, Juan A. Bennet, recién llegado de Nueva York, realizaba retratos al daguerrotipo en colores, asociado a su compatriota Tomás C. Helsby. En 1846, el artista suizo Juan Felipe Goulu y el italiano Jacobo Fiorini, socio de Albin Favier, ofrecían sus talleres de pintura a unitarios y federales. Se les sumó en 1847 J. J. Ostrander, retratista al óleo y en miniatura hacía poco llegado de los Estados Unidos. Es decir que el arte y la ciencia no desampararon en ningún momento al hombre de la Confederación Argentina.

Fuente

Chávez, Fermín – Médicos, farmacéuticos y curanderos en la época de Rosas, Buenos Aires (1974)
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Portal www.revisionistas.com.ar

martes, 2 de junio de 2020

Guerra Hispano-Norteamericana: La pacificación de las Filipinas

Pacificando Filipinas

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Entonces y después, la victoria lograda por las políticas de J. Franklin Bell fue controvertida. Su política de concentración había aislado con éxito a las guerrillas de Malvar de los no combatientes. Durante una campaña de cuatro meses, cuatro soldados estadounidenses fueron asesinados y diecinueve heridos. Los insurgentes sufrieron 147 muertos, 104 heridos, 821 capturados y 2.934 entregados. Para muchos estadounidenses, el testimonio del cuñado de Malvar, que también era comandante de la provincia, reivindicaba la estrategia de Bell: "Creo que los medios utilizados para reconcentrar a la gente fueron los únicos por los cuales se pudo detener la guerra y lograr la paz". en la provincia." Sin embargo, existía el hecho preocupante de que las políticas de Bell también causaron la muerte de aproximadamente 11,000 civiles.

El problema de las muertes de civiles surgió a mediados de enero de 1902 cuando se hizo evidente que los civiles concentrados dentro de las zonas protegidas enfrentaban hambruna. Un comandante de la estación estadounidense informó que 30,000 civiles habían sido conducidos a un área que normalmente apoyaba a 5,000. Bell entendió que la Orden General 100 decretó que el ejército de ocupación proveía a los ocupados. En consecuencia, Bell emitió órdenes para hacer que la gente cultive cultivos dentro de las zonas. Ordenó la importación de una tremenda cantidad de arroz para alimentar a los civiles. Ordenó a sus subordinados que trajeran comida de fuera de las zonas a las ciudades. En ese momento, le preocupaba que estas medidas "pudieran crear en la mente de algunos la impresión de que se deseaba una mayor indulgencia para hacer cumplir" las políticas pasadas. No es así, se apresuró a asegurar a sus subordinados.





Los esfuerzos de distribución de alimentos estadounidenses no lograron detener la muerte. Un gran número de personas todavía tenía hambre debido a la confluencia de múltiples factores: una plaga natural había diezmado al búfalo de agua, el animal de tiro indispensable para las actividades agrícolas; Las tropas estadounidenses habían matado a los búfalos de agua sobrevivientes donde los encontraban fuera de las zonas; el arroz importado era arroz pulido deficiente en tiamina que comprometía el sistema inmunológico de las personas; a los comandantes de campo les resultó difícil transportar alimentos desde escondites remotos de las montañas de regreso a las ciudades y a menudo ignoraron esta parte de las instrucciones de Bell.

Las personas dentro de las zonas no murieron de hambre. Más bien, la falta de alimentos y el escaso valor nutricional de los alimentos allí debilitados los hacían susceptibles a los verdaderos asesinos: los mosquitos anopheles. Los mosquitos normalmente preferían la sangre de búfalo de agua. Privados de su presa habitual, recurrieron a objetivos humanos, que, en virtud de la política de concentración de Bell, encontraron convenientemente reunidos en masas densas. La malaria mató a miles. Además, las condiciones de hacinamiento y el saneamiento extremadamente pobre promovieron la transmisión mortal del sarampión, la disentería y, finalmente, el cólera. Las muertes de civiles en Batangas fueron una consecuencia involuntaria de la política de concentración y destrucción de alimentos de Bell.

El 4 de julio de 1902, el presidente Theodore Roosevelt, quien se convirtió en presidente después del asesinato de McKinley, declaró que la Insurrección filipina había terminado y el gobierno civil había sido restaurado. Roosevelt hizo una advertencia sobre el territorio Moro, un puñado de islas del sur de Filipinas dominadas por un pueblo islámico, pero en el resplandor general de la victoria pocos se dieron cuenta. Emitió un gran agradecimiento al ejército, señalando que habían luchado con coraje y fortaleza frente a enormes obstáculos: “Atados por las leyes de la guerra, nuestros soldados fueron llamados a enfrentarse a todos los dispositivos de traición sin escrúpulos y contemplar sin represalias la imposición de crueldades bárbaras a sus camaradas y nativos amigables. Fueron instruidos, mientras castigaban la resistencia armada, para conciliar la amistad de los pacíficos, pero tuvieron que ver con una población entre la que era imposible distinguir entre amigos y enemigos, y que en innumerables casos utilizaron una falsa apariencia de amistad para una emboscada y asesinato. . "

A pesar de los efusivos elogios de Roosevelt, la brutalidad de la campaña de Bell junto con la campaña más cruel de Smith en la isla de Samar provocó una investigación del Senado sobre la mala conducta del ejército. El 23 de mayo de 1902, un senador leyó una carta supuestamente escrita por un graduado de West Point en Filipinas que describía un bolígrafo reconcentrado con una fecha límite afuera. Un "hedor de cadáver" entró en las fosas nasales del escritor mientras escribía. "Al anochecer, nubes de murciélagos vampiros se arremolinan suavemente en sus orgías sobre los muertos".

Roosevelt prometió una investigación completa. Su ayudante general estableció el principio de la investigación: “A pesar de que la provocación había sido tratar con enemigos que habitualmente recurren a la traición, el asesinato y la tortura contra nuestros hombres, nada puede justificarlo. . . el uso de tortura o conducta inhumana de cualquier tipo por parte del ejército estadounidense ". La investigación posterior proporcionó acusaciones sensacionales respaldadas por un extenso testimonio. Se hizo evidente que la tortura había tenido lugar y todos lo sabían. Uno de los principales escribió con franqueza a un compañero: "Usted, como yo, sabe que al abordar un problema exitoso [la guerra] ciertas cosas sucederán no previstas por las autoridades superiores". Numerosos testigos testificaron sobre el uso de la "cura de agua".

Los disparos a hombres desarmados y la ejecución de heridos y prisioneros también resultaron ser comunes. Un soldado de Maine en la cuadragésima tercera infantería escribió a su periódico local que “dieciocho de mi compañía mataron a setenta y cinco bolomen negros y diez de los artilleros negros. . . Cuando encontramos uno que no está muerto, tenemos bayonetas ”. El informe oficial del Departamento de Guerra de 1900 reveló cuán extendida era la práctica de acabar con los insurgentes heridos. El ejército de los EE. UU. Había matado a 14.643 insurgentes e hirió a solo 3.297. Esta relación fue la inversa de la experiencia militar que se remonta a la Guerra Civil estadounidense y solo pudo explicarse por la matanza de los heridos. Cuando se le preguntó sobre esto durante la investigación del Senado, MacArthur explicó alegremente que se debía a la puntería superior de los soldados estadounidenses bien entrenados.
MacArthur, como los otros comandantes de alto rango en Filipinas, había emitido órdenes y pautas contra el comportamiento coercitivo al tiempo que reconocía que a veces las condiciones de campo requerían un comportamiento extraordinario. Los senadores aceptaron esta explicación. Al final, la investigación del Senado documentó frecuentes excursiones estadounidenses fuera de los límites de comportamiento permitidos por las leyes de la guerra mientras blanqueaba la conducta de los oficiales a cargo. Esta conclusión satisfizo a Roosevelt, quien había prometido respaldar al ejército donde sea que operara de manera legal y legítima. A partir de entonces, Roosevelt mantuvo la fe en los hombres duros de Filipinas. Durante su administración nombró a Adna Chaffee y más tarde a J. Franklin Bell para el puesto más alto del ejército, jefe de personal del ejército de los EE. UU. Para Chaffee representó una escalada sin precedentes que comenzó como un privado de la Guerra Civil. Para Bell, representaba la reivindicación después de la humillante investigación del Senado.

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El colapso de la insurgencia organizada en Filipinas eliminó a las islas de la vanguardia de la conciencia estadounidense. Las tácticas empleadas para aplastar a la guerrilla desilusionaron a los estadounidenses y la mayoría se alegró de olvidarse de las islas distantes lo antes posible. Posteriormente, la historia estadounidense recordó el hundimiento del acorazado Maine, los Rough Riders de Teddy Roosevelt y la "Splendid Little War" contra España. Sin embargo, la guerra hispanoamericana duró solo unos meses, mientras que la Insurrección filipina persistió oficialmente durante más de tres años e involucró cuatro veces más soldados estadounidenses. De todos modos, pocos estadounidenses prestaron atención a lo ocurrido en Filipinas hasta cuarenta años después, cuando un nuevo evento, la condenada defensa de las islas contra la invasión japonesa por parte del hijo de Arthur MacArthur, Douglas, reemplazó a todo lo demás. Posteriormente, incluso los historiadores militares ignoraron en gran medida la Insurrección filipina hasta que la participación estadounidense en Vietnam obligó a un renovado interés en cómo luchar contra las guerrillas asiáticas.

Para 1902, los oficiales que servían en Filipinas llegaron a una conclusión casi unánime de que el compromiso con una política de atracción había prolongado el conflicto. El coronel Arthur Murray expresó la opinión de un soldado de combate. Cuando asumió por primera vez el mando del régimen, Murray se opuso a las medidas punitivas porque causaron sufrimiento a personas inocentes y convirtieron a personas potencialmente amistosas en insurgentes. Su experiencia en el terreno le hizo cambiar de opinión: "Si tuviera que hacer mi trabajo allí de nuevo, posiblemente mataría un poco más y me quemara considerablemente más de lo que lo hice". La mayoría de los oficiales concluyeron que la clave para una contrainsurgencia exitosa era una acción militar decisiva que empleara severas políticas de castigo. En su opinión, los insurgentes filipinos habían abandonado la lucha por las mismas razones por las que Robert E. Lee se rindió: ambos no estaban dispuestos a soportar el dolor que la resistencia continua traería. Como explicó un habitante de Batangas en una entrevista décadas después de que el conflicto había terminado, "cuando la gente se dio cuenta de que estaban abrumados, se vieron obligados a aceptar a los estadounidenses".

Cuando los estadounidenses invadieron en 1899, la victoria dependía de la supresión de la oposición violenta a los Estados Unidos al reemplazar el control ejercido por el gobierno revolucionario filipino con el control estadounidense. La solución estadounidense tenía tres componentes. Primero fue persuadir a los filipinos de que estaban mejor bajo la visión estadounidense de su futuro. Este esfuerzo surgió de forma natural porque los estadounidenses lo creían sinceramente. En las mentes estadounidenses, los españoles habían explotado las islas. El gobierno revolucionario continuó tanto la explotación como la ineficacia y corrupción arraigadas al estilo español. Los estadounidenses no tenían una visión particular de los "corazones y mentes" filipinos. Sin pensarlo mucho, asumieron que los filipinos, de hecho, todas las personas razonables, querían lo que los estadounidenses querían. Entonces, tanto los oficiales militares como los administradores civiles trabajaron duro para hacer mejoras físicas reales para mostrarles a los filipinos que su futuro era más brillante bajo el dominio estadounidense. Esta noción guió la política de atracción.
El segundo componente de la pacificación estadounidense surgió cuando los líderes estadounidenses se dieron cuenta de que la atracción por sí sola era insuficiente. Los militares tuvieron que idear una forma de poner fin al control insurgente sobre el pueblo. En algunas áreas, los estadounidenses pudieron explotar las diferencias étnicas, religiosas o de clase para obtener el apoyo de los nativos. Con la ayuda de colaboradores, los estadounidenses identificaron y eliminaron a los insurgentes. Pero en áreas donde la resistencia era la más feroz y el miedo a represalias insurgentes demasiado alto, los colaboradores no aparecieron. Por lo tanto, el esfuerzo de pacificación estadounidense separó por la fuerza a los insurgentes del pueblo al concentrarlos en las llamadas zonas protegidas.

El tercer componente de la pacificación estadounidense fueron las operaciones militares de campo. Las operaciones de campo fueron esenciales para evitar que las guerrillas se concentraran en puestos de avanzada estadounidenses aislados y para negarles oportunidades de descansar y recuperarse. Naturalmente, la mayoría de los oficiales preferían tales operaciones porque representaban mejor la guerra para la que se habían entrenado. Asimismo, sus soldados, particularmente los voluntarios que habían venido buscando aventuras y peleas, preferían el "castigo" a la atracción. Como señaló un teniente, el soldado estadounidense era un pobre "soldado de la paz" pero un poderoso "soldado de guerra". La victoria en el campo provino de la práctica calificada de las naves militares reconocidas: exploración, seguridad de marcha, acción agresiva de unidades pequeñas. La estrategia estadounidense de tres partes era como un trípode: sin ninguna de las tres patas colapsaría.

En un nivel estratégico, la Insurrección filipina destacó el papel vital de la población civil. Una insurgencia no podía ser reprimida mientras los insurgentes se mezclaran fácilmente en una población general de apoyo. En consecuencia, el ejército utilizó una variedad de medidas para controlar a la población mientras destruía la infraestructura insurgente, el gobierno en la sombra. Esta destrucción no podría progresar sin ayuda filipina. En la mayoría de las áreas, la gente esperó hasta que vio que el ejército estadounidense podía protegerlos del terror insurgente antes de apoyar a los estadounidenses. En el sur de Luzón, J. Franklin Bell encontró formas de obligar a la colaboración civil por la fuerza extrema, demostrando así ser, en palabras de Matt Batson, "el verdadero terror de Filipinas".

Un análisis de cómo ganaron los estadounidenses debe reconocer notables debilidades y errores cometidos por el liderazgo insurgente. En pocas palabras, el hombre en la cima, Emilio Aguinaldo, era un inepto comandante militar. Después de perder una guerra convencional contra los españoles, Aguinaldo y sus subordinados adoptaron el mismo enfoque para luchar contra los estadounidenses. El resultado fue una cadena ininterrumpida de derrotas tácticas que aniquiló a las mejores unidades insurgentes. Solo entonces Aguinaldo optó por lo que siempre fue su mejor opción estratégica, la guerra de guerrillas.

La clase ilustrado decidió no apelar al nacionalismo filipino latente porque temían perder el control de la sociedad. En consecuencia, la revolución de 1898 no cambió la vida de la mayoría de los filipinos. Durante siglos, los filipinos habían sido obligados por los españoles a acomodar una cultura colonial. Antes de la revolución, una élite local había controlado la vida cotidiana de los campesinos. La transición del gobierno español al revolucionario no cambió este hecho esencial de la vida. Los estadounidenses vinieron e hicieron su propio, pero apenas nuevo, conjunto de demandas. Ahora, tanto el gobierno revolucionario como los estadounidenses recaudaban impuestos, administraban justicia y usaban la fuerza como la máxima persuasión. Un filipino, pobre o rico, evaluó sus perspectivas y eligió un bando o trató de mantenerse alejado de la refriega. El más hábil se sentó a ambos lados, presentándose como partidarios de cualquier lado que presentara el peligro más inmediato. En palabras de Glenn May, uno de los principales historiadores modernos del conflicto, para una insurgencia "ganar cualquier guerra con un apoyo público tibio ya es bastante difícil; ganar una guerra de guerrillas en el propio suelo en esas circunstancias es prácticamente imposible ".

Los insurgentes sufrieron una incapacidad paralizante de armas de fuego y municiones. Aunque los filipinos intentaron comprar armas de otros países, rara vez tuvieron éxito. La geografía jugó un papel. La Marina de los EE. UU. Interdició a la mayoría de los buques que intentaban entregar suministros para los insurgentes, una operación facilitada por el hecho de que ningún gobierno extranjero se involucró en el esfuerzo de suministro. Además, la marina impidió la cooperación entre los líderes filipinos en diferentes islas. Los estadounidenses también se beneficiaron enormemente del hecho de que su enemigo no tenía áreas seguras, ni santuarios que estuvieran fuera del alcance de la intervención estadounidense.

A lo largo de la guerra, los estadounidenses pudieron aislar el campo de batalla y provocaron una potencia de fuego abrumadora. Este no era el poder de fuego indiscriminado de un bombardero B-52 o una batería de obuses de 155 mm. Más bien, lo más frecuente era la potencia de fuego de un soldado de infantería que miraba su rifle Krag-Jorgensen. Contra la masiva superioridad estadounidense, los guerrilleros podían realizar incursiones pinchazos, pero no había nada que pudieran hacer para cambiar el cálculo de la batalla. Su única posibilidad era que el público estadounidense pudiera volverse contra la guerra. Al principio, los insurgentes confiaron en que Bryan derrotaría a McKinley. Si bien hubo un movimiento antiimperialista enérgico a principios de siglo, nunca logró un amplio apoyo político entre los estadounidenses votantes.

La reelección de McKinley redujo a los antiimperialistas a hostigar a la administración sin poder cambiar la estrategia nacional. Dejó a los insurgentes solo con la esperanza de que Estados Unidos se cansara de la guerra y abandonara la lucha. Los soldados estadounidenses que luchaban en Filipinas comprendieron profundamente la importancia vital del apoyo doméstico para la guerra. El general de brigada Robert P. Hughes, quien se desempeñó como jefe de gobierno de Manila, dijo al comité del Senado que era la opinión universal de todos los que fueron a Filipinas "que el elemento principal para pacificar a Filipinas es una política establecida en Estados Unidos".

El Comité del Senado en enero de 1902 le preguntó a Taft si podía idearse un método seguro y honorable para retirarse de Filipinas. Él respondió que no y explicó que en este momento una evaluación del esfuerzo para terminar con la insurgencia estaba demasiado ligada a la política. Sin embargo, “cuando se conozcan los hechos, como se conocerán dentro de una década. . . la historia se mostrará, y cuando digo historia me refiero al juicio aceptado de la gente. . . que el curso que estamos siguiendo ahora es el único curso posible ".

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Si bien la mayoría de los historiadores estadounidenses citan la campaña en Filipinas como un éxito de contrainsurgencia sobresaliente, se hace poca mención de lo que ocurrió después de que Roosevelt declarara la guerra el 4 de julio de 1902. Cinco años después de la declaración de paz, el 20 por ciento de todo Estados Unidos El ejército aún permaneció en Filipinas. La participación estadounidense en las islas estaba costando a los contribuyentes estadounidenses millones de dólares al año en una era en la que $ 1 millón representaba una suma enorme.

El Ejército de los Estados Unidos entregó la responsabilidad de mantener la paz a la Policía de Filipinas, que descubrió que tenían las manos muy ocupadas. En todas las guerras de guerrillas, la distinción entre insurgentes y bandidos se vuelve borrosa. A raíz de la guerra, los hombres armados acostumbrados a aprovecharse de la población civil para obtener sus necesidades materiales a menudo encuentran difícil detenerse. Jesse James me viene a la mente. En Filipinas, esta clase de hombres era conocida como ladrones o bandidos.

Los ladrones habían estado activos antes de que llegaran los estadounidenses; algunos se convirtieron en participantes notables en la lucha contra los estadounidenses, y muchos continuaron operando después de la paz. Impusieron su voluntad a través de la intimidación y el terror mientras se especializaban en robo, extorsión y robo. En la provincia de Albay, en el extremo sur de Luzón, la resistencia armada se reanudó a mediados de 1902. Los estadounidenses insistieron en llamarlos "bandidos", aunque su número alcanzó su punto máximo en unos 1.500 hombres y operaron de acuerdo con una estructura militar. Los "bandidos" resistieron durante más de un año frente a una brutal campaña de contrainsurgencia peleada por miembros de la Policía de Filipinas y Scouts filipinos comandados por oficiales estadounidenses. En otra parte, un ex guerrillero proclamó la "República de Katagalugan" con el objetivo de oponerse a la soberanía estadounidense. Se rindió en julio de 1906 y fue debidamente ejecutado. Ya en 1910, los agentes de la policía en Batangas advirtieron que una organización oscura cuyas raíces provenían de la lucha contra los estadounidenses estaba preparando una nueva insurrección.

En Samar, a fines de 1902, bandas armadas descendieron nuevamente del interior montañoso para atacar pueblos costeros. Eran una mezcla de ladrones, soldados comunes que nunca se mueren y una extraña secta mística. La policía libró una batalla perdida contra ellos hasta 1904, momento en el que intervino el ejército de EE. UU. La lucha posterior contra Samar se volvió tan dura que las compañías de seguros estadounidenses rechazaron las pólizas a los oficiales menores con destino a esta región. La violencia continuó hasta 1911.
La proclamación de paz de Roosevelt tuvo poco impacto en los Moros, una colección de unos diez grupos étnicos diferentes que vivían entre las islas del sur y seguían la fe islámica. Constituían aproximadamente el 10 por ciento de la población filipina y no eran racialmente diferentes de otros filipinos, pero habían estado separados por mucho tiempo debido a sus creencias islámicas. Su conflicto con los poderes gobernantes, en particular los cristianos y los tagalos, se remonta a siglos. En Mindanao y Jolo en particular, lucharon contra las tropas de ocupación estadounidenses en un esfuerzo por establecer una soberanía separada. Una campaña de tres años que involucró al Capitán John J. Pershing, entre otros, puso fin oficialmente a la llamada Rebelión Moro. Sin embargo, aquí también la lucha continuó más allá del cierre oficial del conflicto. De hecho, el combate cuerpo a cuerpo convenció al ejército para que introdujera la pistola automática Colt .45 en 1911, un arma con suficiente poder de frenado para dejar en el camino al fanático miembro de la tribu musulmana. La lucha persistió hasta 1913, pero el sueño Moro de soberanía no murió con el advenimiento de la paz. Este sueño nuevamente generó una insurgencia en la década de 1960, esta vez dirigida contra el gobierno filipino. La violencia continúa hasta nuestros días mientras el Frente Moro de Liberación Islámica lucha con el gobierno filipino y los grupos vinculados a Al Qaeda mantienen centros de capacitación en la isla de Jolo y en otros lugares. Por lo tanto, los dictados de la "Guerra contra el Terror" en todo el mundo envían a las Fuerzas Especiales de los EE. UU. A las mismas áreas que presenciaron la Rebelión Moro.

Mientras la insurgencia filipina todavía estaba en su apogeo, dos hombres perspicaces, uno corresponsal de guerra y el otro coronel del ejército, contemplaron el futuro tanto para los estadounidenses como para los filipinos. El corresponsal de guerra, Albert Robinson, respetaba a los filipinos y creía profundamente que merecían el autogobierno. Pero reconoció que esto no sería fácil. Pensaba que los aspirantes a políticos filipinos carecían de equilibrio, una hazaña lograda en Estados Unidos en virtud de los controles y equilibrios integrados en la Constitución, así como una tradición cultural. Con el tiempo, juzgó, los filipinos adquirirían este equilibrio, pero hasta ese momento Estados Unidos estaba "moralmente comprometido" a proteger "contra el desorden que surge de la lucha por el liderazgo". Esta protección requería sensibilidad cultural estadounidense en forma de tacto y moderación: "El gran peligro en la interferencia estadounidense en los asuntos filipinos radica en la idea de que las formas estadounidenses son las mejores y correctas, e independientemente de los hábitos, costumbres y creencias establecidas, estas formas deben ser aceptado por todas y cada una de las personas ".

A fines de 1901, un coronel que había servido como gobernador militar de Cebú escribió elocuentemente sobre la posibilidad de que Filipinas algún día disfrutara de la promesa estadounidense de gobierno por y para el pueblo. Para alcanzar ese elevado objetivo, era necesario trabajar duro para educar a los filipinos sobre el autogobierno. Tal educación llevaría tiempo: "Nosotros y ellos seremos afortunados si se asegura en una generación". Advirtió que muchos estadounidenses subestimaron la desconfianza filipina hacia los estadounidenses y entendió mal cómo el nacionalismo filipino motivó su oposición a los controles estadounidenses. El coronel observó que "demasiados estadounidenses se inclinan a pensar en la lucha" y que el trabajo de establecer un gobierno estable y justo está casi terminado. Se equivocaron, afirmó, y agregó que la guerra de guerrillas persistiría durante años. Afirmó que la respuesta estadounidense correcta era la promoción sincera de la justicia junto con la paciencia. Este objetivo requería la selección de "estadounidenses de carácter, aprendizaje, experiencia e integridad" para implementar el gobierno civil. "Las islas son ahora nuestras, para bien o para mal", escribió. “Hagámoslo mejor mirando el futuro con valentía, sin perder por un momento nuestro interés en nuestro trabajo. Sobre todo, que sea una cuestión nacional y no de partido ".

Durante la guerra, casi todas las unidades del ejército de los Estados Unidos sirvieron en un momento u otro en Filipinas. Aquí el ejército disfrutó de su mayor éxito de contrainsurgencia en su historia. Sin embargo, a partir de entonces, el ejército no estaba particularmente enamorado de su victoria. Desde su nacimiento durante la Revolución Americana, el ejército se había medido contra los ejércitos europeos convencionales. Con esta mentalidad, vio a la Insurrección de Filipinas como una excepción, algo desagradable y fuera de su verdadero papel. En adelante, estaba más que dispuesto a ceder la responsabilidad de luchar en las "pequeñas guerras" de la nación a un servicio rival, el Cuerpo de Marines de los Estados Unidos. Así que las lecciones duramente ganadas de una desagradable lucha contra los insurgentes filipinos se olvidaron rápidamente cuando los planificadores del ejército se centraron en la guerra convencional contra los enemigos europeos.