sábado, 25 de noviembre de 2023

Guerra Antisubversiva: Leonetti abate a Santucho y deja un mundo mejor

A 47 años de la muerte de Santucho: las tres hipótesis de cómo lo encontraron y el pacto de silencio sobre sus restos

La tarde del 19 de julio de 1976, un grupo de tareas integrado por cuatro hombres del Ejército llegó al departamento de Villa Martelli donde estaba el líder del PRT-ERP junto a otros dirigentes de la organización y un niño de dos años. Nunca se supo cómo supieron dónde encontrarlo: ¿casualidad, un infiltrado, un seguimiento o un dato revelador? La investigación del hijo de Santucho y el enigma sobre su cadáver

Por Daniel Cecchini || Infoabe



El héroe de la jornada: El capitán Juan Carlos Leonetti fue quien mató al jefe guerrillero Mario Santucho. Fue ascendido post mortem al grado de mayor

Pasaron 47 años de los hechos, y la trama detrás de la caída y la muerte de Mario Roberto Santucho, el líder del PRT-ERP, el 19 de julio de 1976 en un departamento del cuarto piso de un edificio de Villa Martelli sigue siendo un enigma, un punto oscuro envuelto por una serie de hipótesis que no alcanzan a descifrarlo y que, según se las mire, aparecen como complementarias o contradictorias.

Para la dictadura que se había instalado en la Argentina el 24 de marzo de 1976, Mario Roberto Santucho no sólo era un hombre sino un símbolo. Era el nombre que encarnaba el Ejército Revolucionario del Pueblo, una de las dos organizaciones guerrilleras de mayor desarrollo en el país.

El ERP había seguido actuando militarmente luego de la recuperación de la democracia, en 1973, exclusivamente contra las Fuerzas Armadas, pero para diciembre de 1975 ya había sido militarmente derrotado, luego del fracasado intento de copamiento del Batallón 601 de Monte Chingolo.

Sin embargo, la existencia de Santucho, su liderazgo, no sólo era el motor más fuerte para la supervivencia del golpeado PRT-ERP sino una espada simbólica que cuestionaba la fortaleza de la dictadura.

Las muchas reconstrucciones que se han hecho de lo ocurrido la tarde del lunes 19 de julio de 1976 en el departamento de Villa Martelli tienen pequeñas discrepancias, pero coinciden en lo fundamental: que el grupo atacante estaba integrado por cuatro hombres, que Mario Roberto Santucho murió en el tiroteo, que a Benito Urteaga lo sacaron del edificio moribundo o ya muerto, y que se llevaron ilesos a Ana María Lanzillotto, a Liliana Delfino y un niño de dos años.

Lo que 42 años después sigue siendo un enigma sin resolver es cómo el grupo dirigido por el capitán de Inteligencia Juan Carlos Leonetti -el hombre al que el Ejército le había dado la misión de “cazar” a Santucho- llegó hasta allí esa tarde.

Para la dictadura, Santucho no sólo era un hombre sino un símbolo. Era el nombre que encarnaba el Ejército Revolucionario del Pueblo
Para la dictadura, Santucho no sólo era un hombre sino un símbolo, un negro símbolo. Era el nombre que encarnaba el Ejército Revolucionario del Pueblo.

Disparos y muerte

Una posible reconstrucción de la escena, que será vertiginosa, es ésta: a la una y media de la tarde del lunes 19 de julio de 1976 alguien llama a la puerta del departamento “B” del cuarto piso del edificio de Venezuela 3149, en Villa Martelli.

Una mujer entreabre la puerta y ve cómo una bota se mete para evitar que vuelva a cerrarla, un instante antes de que un fuerte empujón desde afuera la abra del todo y empiece el infierno.

En el departamento hay dos hombres, dos mujeres -una de ellas embarazada de seis meses- y un niño de dos años; los que irrumpen son cuatro hombres con armas largas y cortas. Hay fuego de uno y otro lado, mientras una de las mujeres se arroja al piso y protege al niño con su cuerpo.

El tiroteo es breve, aunque pueda parecer interminable. Pasan segundos, quizás poco más de un minuto, hasta que se apaga.

Quedan tres hombres tendidos: uno es el capitán Juan Carlos Leonetti, jefe de los atacantes, muerto de un balazo; otro es Benito Urteaga, segundo en la estructura del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y capitán del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) que -en esta escena congelada- quizás todavía agonice; el tercero es Mario Roberto Santucho, el hombre más buscado por la dictadura encabezada por Jorge Rafael Videla.

Después de los tiros, se escuchan gritos y golpes. Los tres atacantes que siguen vivos -cuyas identidades el Ejército nunca revelará- reducen a las dos mujeres. Son Liliana Delfino, la mujer de Santucho, y Ana María Lanzillotto, que está embarazada y es la pareja de otro integrante del Buró Político del PRT, Domingo Menna, que ha sido capturado pocas horas antes en la calle cuando se dirigía a una cita.

Hoy siguen desaparecidas y lo único que se sabe de ellas es que se las vio en el Centro Clandestino de Detención que el Ejército tenía en Campo de Mayo. El niño es José Urteaga, hijo de Benito y Nélida Augier.

Santucho tenía planeada una reunión con Mario Firmenich, jefe de Montoneros, al día siguiente. Luego tenía pensado viajar a La Habana, Cuba
Santucho tenía planeada una reunión con Mario Firmenich, jefe de Montoneros, al día siguiente. Luego tenía pensado viajar a La Habana, Cuba

24 horas antes

Arnold Kremer -conocido en el PRT como Luis Mattini- asegura que 24 horas antes nada permitía sospechar que el departamento “B” del cuarto piso del edificio de Venezuela 3149, en Villa Martelli, estuviera bajo vigilancia y, mucho menos que corriera el riesgo de ser blanco de un grupo de tareas.

El domingo 18 de julio, Mario Roberto Santucho y otros dirigentes del PRT-ERP jugaron al fútbol en un potrero pegado al edificio, muy cerca de la Avenida General Paz. Estaban Santucho, Urteaga, Menna y Mattini en lo que prácticamente era una despedida.

El martes 20, con pasaporte falso, el máximo líder de la guerrilla marxista leninista, saldría de Ezeiza con una larga combinación de vuelos que tendría como destino final La Habana. Pero el lunes, antes de partir, tenía una una reunión importante con el líder de Montoneros, Mario Firmenich, para tratar de concretar la idea de una organización conjunta del ERP, Montoneros y las Brigadas Rojas de la Organización Comunista Poder Obrero, para unir fuerzas en la resistencia a la dictadura. Por sugerencia de Firmenich, se llamaría Organización para la Liberación de Argentina (OLA).

“Al día siguiente de la reunión de constitución de la OLA, Santucho saldría para La Habana. Ya le habían hecho algunos retoques para enmascarar su rostro, enrulado un tanto el pelo y con algún matizador que suavizaba su tono renegrido. En Cuba establecería un plan de actividades que abarcaba todo el globo terrestre, principalmente estrechando vínculos con el campo socialista y el tercer mundo. La misión fundamental era conseguir entrenamiento a nivel de oficiales para un centenar de cuadros del PRT-ERP”, recordaría Mattini muchos años después.

En su memoria de aquel día no hubo ninguna señal de alarma. En sus palabras: “Ese domingo transcurría entre reunión formal del buró político y charlas informales entre amigos. Una picada, algunos brindis, recomendaciones y más recomendaciones de Roby”.

Santucho, Urteaga, Gorriarán Merlo y Ledesma durante una conferencia clandestina
Reunión de criminales: Santucho, Urteaga, Gorriarán Merlo y Ledesma durante una conferencia clandestina

También recuerda que había pocas armas en el lugar: “En la casa no había guardia y no más armas que una pistola Browning de alza y mira especial, que los cubanos le habían regalado a Roby, las Browning comunes, que utilizábamos cada uno para autodefensa, y un pesado Magnum, orgullo del Gringo Mena, que manejaba a dos manos”, contó.

El lunes Santucho no salió de la casa como estaba previsto porque la reunión con Firmenich abortó. Enrique Gelhter, secretario de Santucho, fue a la cita previa con el delegado de los Montoneros y no apareció nadie. Eso tampoco alarmó: en los tiempos que corrían, esas cosas solían suceder.

Quien sí salió del departamento de Villa Martelli fue Domingo Menna. Tenía que cubrir algunas citas y retirar un nebulizador de una farmacia.

Esa era la situación a la una y media de la tarde, cuando llegó el grupo de tareas del Ejército. Eran solo cuatro militares, muy pocos si se tiene en cuenta que en el departamento estaba el hombre considerado como el enemigo número uno de la dictadura. ¿Por qué eran tan pocos y cómo llegaron al lugar?

Tiempo atrás, el autor de esta nota y su colega Eduardo Anguita conversaron largamente con Mario Antonio Santucho, el hijo menor del asesino del PRT-ERP, que cuando ocurrieron los hechos de Villa Martelli tenía menos de un año. Ese día no estaba en la casa, porque en febrero de ese año había salido de la Argentina junto a otros miembros de la extensa familia Santucho y estaba por entonces en Cuba.

En esa charla, Mario Antonio Santucho, hoy sociólogo y director de la revista Crisis, les contó a los cronistas el resultado al que había llegado en la investigación que realizó sobre la muerte de su padre y de su madre, Liliana Delfino.

Hay tres hipótesis sobre lo que pasó aquel 19 de julio”, les dijo.

"El pacto de silencio sigue siendo tan hermético que aún no sabemos cómo llegaron los militares al lugar, tampoco dónde están los cuerpos", dijo Mario Santucho
"El pacto de silencio sigue siendo tan hermético que aún no sabemos cómo llegaron los militares al lugar, tampoco dónde están los cuerpos", dijo Mario Santucho

La teoría del infiltrado

Una de las primeras hipótesis que se manejó en el nivel más alto del PRT suponía la existencia de un infiltrado en la conducción.

“La primera es que el departamento haya sido ‘cantado’ (entregado) por algún miembro de la dirección partidaria. Esa es la idea de la traición y es indemostrable”, explicó en esa oportunidad.

Para desestimar esa posibilidad, cuenta que quienes quedaron al frente del PRT -con Luis Mattini como secretario general, tras las muertes de Santucho y Urteaga y la captura de Menna- decidieron frenar la investigación interna porque se hacía crecer la desconfianza entre los propios compañeros de su padre.

La investigación a la que alude Mario Santucho estuvo a cargo de uno de los mejores cuadros de contrainteligencia del PRT, Nélida “Pola” Augier, que estaba convencida de que el partido había sido infiltrado en el máximo nivel y así se lo hizo saber a Mattini.

Pola interrogó a una serie de dirigentes del partido y fue descartándolos uno por uno hasta que en su lista quedó un solo nombre, el de Julio Oropel, “El Negro”, miembro del Comité Ejecutivo de la organización.

Oropel había trabajado como obrero en la Fiat y había sido detenido con su pareja y compañera de militancia en Córdoba en 1974. Pese a que se lo tenía identificado como un alto dirigente del PRT, en 1975 se le dio la opción de irse del país, mientras que su mujer -una militante de menor nivel que él- quedó encarcelada. “El Negro” volvió al país de manera clandestina y, pese que nunca habían quedado claras las razones por las cuales lo habían liberado, recibió mayores responsabilidades dentro del partido.


Muerto el perro...

En su libro Los Jardines del Cielo, Augier cuenta cómo la dirección del PRT le ordenó dejar la investigación: “El sospechoso, señalado por la contrainteligencia como posible delator del Comandante (Santucho), reunió a miembros de la dirección y los convenció de que era mejor dejar de lado las investigaciones que podrían involucrar a cualquiera. Sobraban argumentos para sostener esto: las circunstancias por las que atravesaba la organización; el aparato no estaba integrado por profesionales formados en técnicas de inteligencia y contrainteligencia, sólo militantes de confianza y la responsable de la investigación vivía una etapa que podía dificultar su objetividad. Paula (nota del cronista: así se nombra a sí misma Augier en el libro) se entrevistó con el nuevo secretario general (Mattini) y éste le indicó que debían suspender la investigación. Según él, el partido no estaba en condiciones. Nunca esperó que Mattini entendiera la esencia de su trabajo, especialmente porque nunca supo, salvo de segunda o tercera mano, lo que ellos hacían”, escribió.

Domingo Menna y Ana Lanzillotto. El tercero en la conducción del PRT fue capturada la misma mañana, mientras salía de una farmacia a la que había ido para alquilar un nebulizador
Domingo Menna y Ana Lanzillotto. El tercero en la conducción del PRT fue capturada la misma mañana, mientras salía de una farmacia a la que había ido para alquilar un nebulizador

Información desde Montoneros

El posible sustento de la hipótesis que señala a una filtración de información desde Montoneros sobre el paradero de Santucho radica en el encuentro programado para ese 19 de julio con Mario Firmenich para conformar la OLA.

“La segunda hipótesis que se barajó en aquel momento es que Montoneros hubiera dado información que permitiera llegar hasta ese departamento. También es una posibilidad remota. La relación entre las dos organizaciones era muy buena”, explicó Mario Antonio Santucho durante la conversación con los cronistas.

El encargado de hacer el enlace por el lado de Montoneros era un asistente del número dos de la organización peronista, Roberto Perdía. Este hombre fue secuestrado dos semanas antes del 19 de julio.

A lo largo de los años, Perdía se contradijo cuando se le preguntaba sobre este hecho; en 1992, entrevistado por María Seoane para su libro biográfico de Santucho Todo o nada, dijo no haberse enterado del secuestro, pero en 2013 aseguró que “trataron de dar aviso del secuestro por canales indirectos pero que no llegaron a destino”.

El encargado de hacer el enlace por el PRT era Enrique Gertel, y la sospecha es que a través de la cita con Montoneros los servicios de Inteligencia hubieran podido acceder a la cúpula del PRT. En ese sentido, aunque Santucho tenía una confianza plena en Gertel, no era imposible que lo hubieran seguido a partir de la cita a la que nadie concurrió.

Santucho hijo descartó esa posibilidad porque carecía de lógica y es cronológicamente imposible. Gertel fue capturado el mismo 19 de julio en la localidad de Santos Lugares, en el Gran Buenos Aires. Una investigación posterior, encarada por Diana Cruces, compañera de Gertel, pudo determinar que su secuestro ocurrió a las tres de la tarde, es decir, dos horas después de la irrupción de Leonetti en el departamento donde estaba Mario Roberto Santucho.

Osatinsky, Santucho y Fernando Vaca Narvaja luego de huir de la cárcel de Rawson en 1973. El "comandante" del Ejército Revolucionario del Pueblo, cayó abatido el 19 de julio de 1976 en un departamento de Villa Martelli
La mafia terrorista: Osatinsky, Santucho y Fernando Vaca Narvaja luego de huir de la cárcel de Rawson en 1973. El "comandante" del Ejército Revolucionario del Pueblo, cayó abatido el 19 de julio de 1976 en un departamento de Villa Martelli

La boleta del nebulizador

La tercera hipótesis es, a criterio de Mario Antonio Santucho, la más convincente: Domingo Menna –tercero en la conducción del PRT- había alquilado un nebulizador en una farmacia. La boleta de ese nebulizador estaba en el bolsillo de Menna. Todo indica que los militares, tras capturar a Menna en la calle la mañana del 19 de julio, fueron a la farmacia para averiguar la dirección que había dejado para el alquiler del aparato: Venezuela 3149.

¿Cómo lo capturaron a Menna?, le preguntaron los cronistas a Santucho hijo. “Mi tío Julio Santucho recibió una carta de puño y letra de Eduardo Merbilháa, miembro del buró político del PRT, donde están los indicios ciertos de que a Menna lo entregó un ex militante del PRT, capturado por el Ejército un tiempo antes y que negoció entregarlo a cambio de que no mataran a su mujer y sus hijos”, respondió.

Merbilháa llegó ese lunes 19 de julio a media tarde al edificio donde estaban los máximos dirigentes del PRT. Había ido con Alicia, su compañera, en un auto que dejaron sobre la calle Venezuela. Allí se detuvo a conversar con el grupo de muchachos con quienes el día anterior habían compartido un partido de fútbol.

Alicia, en cambio, fue al interior del edificio. Una vecina le dijo: “¿Se enteró de los ruidos de disparos en el cuarto piso?”. En simultáneo, los muchachos ponían sobre aviso a Merbilháa. La pareja volvió raudamente al vehículo en el que habían llegado y no encontraron los típicos retenes de contención que se montaban en los alrededores de un allanamiento. Especialmente si tenía como propósito capturar a Santucho y la máxima dirigencia del PRT-ERP.

Merbilháa envió esa carta en octubre de 1976, apenas unos pocos días antes de que un grupo operativo diera con él y lo capturara. Desde entonces está desaparecido.

“La carta está en mi poder y brinda detalles que permiten reconstruir lo que, a mí criterio, es la principal hipótesis”, dejo Santucho hijo a los cronistas.

El militante que habría entregado a Menna a cambio de salvar la vida de su familia era un médico que formaba parte de un desprendimiento de esa organización ocurrida a principios de 1973. Nunca se supo su identidad.

Santucho fue activista universitario, militante del FRIP, uno de los fundadores del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) en 1965 y comandante del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP)
Santucho fue activista universitario, militante del FRIP, terrorista y asesino, uno de los fundadores del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) en 1965 y comandante del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP)

¿Cómo llegó Leonetti?

Uno de los centros de operaciones y de Inteligencia contra el PRT-ERP estaba en la Guarnición de Campo de Mayo del Ejército. Allí, el teniente coronel Pascual Guerrieri estaba a cargo del llamado Batallón 601, el órgano de inteligencia que logró la detención de Menna.

Lo que resulta extraño es que al obtener en la farmacia los datos de la casa de Villa Martelli el capitán Leonetti no haya informado a sus superiores y decidido actuar por su cuenta y riesgo. Quizás haya querido quedarse con el mérito de la captura o tal vez no sabía que podría encontrar allí al líder del PRT-ERP.

“De estos y otros datos, se deduce que Leonetti y su gente, al obtener la dirección de Menna en la farmacia, en lugar de concurrir a Campo de Mayo para darle la información a Pascual Guerrieri, decidieron actuar por su cuenta. De allí que no hubiera refuerzos en la zona y, sobre todo, que no esperaran encontrar a Santucho allí dentro”, explicó el hijo de Santucho en la charla con los cronistas.

Silencio de tumba

A 47 años de la irrupción del grupo de tareas del Ejército en el departamento “B” del cuarto piso de Venezuela 3149, nadie ha informado a sus familiares donde están los restos de Mario Roberto Santucho, Benito Urteaga, Alba Lanzillotto de Menna y Liliana Delfino. José Urteaga fue entregado a sus familiares. El hijo de Alba Lanzillotto y Domingo Menna, nacido en Campo de Mayo, es el nieto recuperado 121. Vivió 40 años sin conocer su verdadera identidad.

“El pacto de silencio sigue siendo tan hermético que aún no sabemos cómo llegaron los militares al lugar, tampoco dónde están los cuerpos. Y los únicos que pueden aclarar qué pasó ese día son quienes participaron del operativo, directa o indirectamente. Quizás incluso haya papeles escondidos que sirvan para reconstruir lo sucedido. Es increíble que después de tanto tiempo sigan sin poder decir la verdad”, fue la última reflexión de Mario Santucho en la entrevista.

jueves, 23 de noviembre de 2023

Argentina: Roca en su juventud

La infancia de Roca: artillero precoz, hijo de un veterano de guerra y el desafío a los paraguayos en las trincheras de Curupaytí

Hace 180 años nacía Julio Argentino Roca, dos veces presidente. Su juventud estuvo marcada por el ejemplo de su padre veterano de las guerras de la independencia; por su participación, siendo adolescente, en las batallas de Cepeda y Pavón y cuando peleó en la guerra de la Triple Alianza con su familia

Por Adrián Pignatelli  ||  Infobae




Un joven Julio Argentino Roca, en un daguerrotipo de 1857 (Archivo General de la Nación)

Fue su novia la que le salvó la vida. Cuando estuvo exiliado en Bolivia, el tucumano José Segundo Roca, un coronel de 36 años, participó de la malograda invasión unitaria a Tucumán. Derrotados en la batalla de Monte Grande fue apresado junto a los cabecillas. Fusilaron a los responsables y él, cuando ya se veía en el otro mundo, alguien intercedió por él.

Agustina Paz era hija de Juan Bautista Paz, ministro del gobernador Alejandro Heredia, que había anunciado que en cuanto pudiera echarles el guante ejecutaría a los unitarios Javier López, a su sobrino Ángel López y a José Segundo Roca, si es que se animaban a entrar a la provincia para derrocarlo. Era 1836 y la lucha entre unitarios y federales estaba en su apogeo.

Esta chica, menuda y bella, era una tucumana nacida el 4 de mayo de 1810, y era sobrina de Marcos Paz, futuro vicepresidente de Bartolomé Mitre.

Ella convenció a su papá Juan Bautista Paz, ministro de Heredia, de que se le perdonase la vida. Que ella se casaría con Roca. Su papá apoyó la moción de su hija. El gobernador se encogió de hombros y accedió.

Agustina Paz y José Segundo Roca, sus padres. Copia del óleo de L. Lorio (Colección Museo Roca)

Tres meses después, el 20 de abril de 1836, se casaron y tuvieron nueve hijos. El mayor se llamó Alejandro en honor al gobernador. Lo menos que podían hacer.

José Segundo Roca, nacido en Tucumán en 1800, sería fue uno de los pocos oficiales argentinos que participó en las tres contiendas argentinas del siglo XIX: en la de la Independencia; en la guerra contra el imperio del Brasil y contra el gobierno de Paraguay.

El 17 de julio de 1843 nació el tercer hijo, al que bautizaron en 1844 como Alejo Julio Argentino Roca. Los nombres los eligió la madre: “Se llamará Julio por ser el mes glorioso y Argentino, porque confío en que sea como su padre un fiel servidor de la patria”. El padre, al conocer la noticia, se alegró que su esposa diera a luz a “un hermoso granadero”.

Nació en la casa de su abuelo, ubicada en el Colmenar, en el municipio de Las Talitas, en Tafí Viejo, Tucumán. Declarado sitio histórico, en varias oportunidades se denunció que la vivienda está olvidada y en ruinas.

Roca en sus tiempos en el Colegio Nacional de Concepción del Uruguay. A su derecha sus primos Eduardo y Florencio Reboredo, alrededor de 1857. Reproducción de un daguerrotipo que perteneció a Aída Reboredo de Arcidiácono (Museo Roca)

En total serían ocho hermanos, siete varones y la última una mujer, Agustina. Otro de sus hermanos, Ataliva, nacido en 1839, llevó ese nombre en honor a un indígena que le había salvado la vida a José Segundo cuando había sido herido en Perú.

Cuando la mamá falleció en su provincia natal el 14 de octubre de 1855, el papá distribuyó a su prole.

Los dos mayores quedaron con una tía paterna en Buenos Aires; otros tres, Julio, de 12 años, Celedonio y Marcos fueron al Colegio de Concepción del Uruguay; los tres más chicos peermanecieron al cuidado de la familia de la madre. Su papá se quedó en Entre Ríos en busca de un trabajo, porque decía que los 110 pesos que ganaba no le alcanzaban para nada.

Pensaba dejar a su hija en un colegio en la ciudad de Buenos Aires. La niña se alegraba cada vez que algunos de sus hermanos le mandaban una carta. El padre se queja de que Julio no le escribía ni a él ni a sus hermanos.

En el verano de 1857 estuvo unos días en la ciudad de Buenos Aires y de ahí tomó un barco que lo dejó en Concepción del Uruguay. El colegio tenía una década de vida y su director era el exigente y paternal Alberto Larroque, un reconocido educador y abogado francés, radicado en el país que Justo José de Urquiza había contratado. Larroque era además profesor de Derecho, Filosofía y Latín.

Roca peleó en la guerra del Paraguay junto a su papá y algunos de sus hermanos, donde dos de ellos morirían allí

En el colegio, conceptuado entonces como el mejor del país, el joven Julio conoció la disciplina: se levantaban a las cinco y media de la mañana; de 6 a 7 se dedicaba al estudio, luego se desayunaba y se impartían clases. El almuerzo era a las 12:30, recreo y nuevamente clases hasta las cinco. Más estudio, cena, rezo y a dormir.

Se podía salir los jueves y los domingos; recién en el cuarto año se autorizaba a visitar billares y bares.

A fines de octubre había que prepararse para los exámenes, que se tomaban entre 15 de diciembre y Navidad. Eran orales y con asistencia de público, terribles experiencias que eran esperadas con pánico por los alumnos.

Roca se sumó a la Sección Militar que tenía el colegio y solían hacer guardia en el Palacio San José. Vio en varias oportunidades a Urquiza, pero nunca habló con él.

Allí trabó una amistad para toda la vida con Eduardo Wilde y también con Onésimo Leguizamón, Olegario V. Andrade y Victorino de la Plaza, entre otros.

El 1 de marzo de 1858 egresó como subteniente de Artillería. Aún no había cumplido los 15 años.

La primera batalla en la que participó fue en Cepeda el 23 de octubre de 1859. Lo hizo con el Regimiento 1 de Artillería. El rector reunió a todos los alumnos que estaban siendo formados militarmente y les preguntó quiénes querían ir voluntariamente a acompañar a Urquiza. Aclaró que no tenían ninguna obligación, y que él prefería que se quedasen en el colegio.

Entre los que se ofrecieron estaba Roca que, en un primer momento, fue rechazado, porque era demasiado joven. Que su padre era un veterano de las guerras de la independencia y del Brasil y que él no podría ser menos.

Se incorporó a las fuerzas acantonadas en Rosario, con la misión de enfrentar a la escuadra que venía de Buenos Aires. Sus jefes se sorprendieron de su tranquilidad en apuntar los cañones en medio del combate.

Volvió a retomar sus estudios en Concepción del Uruguay hasta que confederados y porteños se enfrentaron nuevamente en el campo de batalla.

Fue en Pavón en septiembre de 1861. En el fragor del combate, apareció un jinete. “Andate, Julito; por este lado está todo perdido, no te hagas matar inútilmente”. Era su padre. “Lo que tu digas, tata”. Dejaron el lugar pero sin abandonar los cañones. “Yo le había tomado mucho cariño a mis dos cañones, no los quería abandonar”, le contaría a su padre después.

Acamparon en un lugar llamado Monte Flores. Estando allí se enteró de que había sido ascendido a teniente primero. Fue su primera promoción en el campo de batalla. De ahí en más, todas las obtendría de la misma manera.

No regresó al colegio. Decidió ir a Buenos Aires, donde estaban su tío Marcos, un abogado de 50 años que se había casado con una mujer de fortuna; allí además vivían sus hermanos mayores Ataliva y Alejandro. Se cambió de ropas, consiguió un caballo, un negro le pidió que lo aceptara como asistente, y partió hacia la ciudad.

Su tío lo recibió con alegría, sentía especial predilección por él. Roca se tranquilizó al saber que su papá había sacado a sus otros hijos del colegio, que había cerrado sus puertas temporariamente.

Tenía 19 años.

Durante su segunda presidencia, Caras y Caretas hizo una crónica de su vida. En las imágenes, su mamá, su papá y en la tercera un bebé que se duda sea él, por el año y el surgimiento del daguerrotipo (Revista Caras y Caretas, 1899)

Tendría su primera aproximación a la política cuando, ya incorporado al ejército, se le encomendó a acompañar a su tío a una misión al interior para apoyar a los gobiernos que surgían.

Como teniente en el batallón 6ª de infantería, unidad que participaría de la represión al caudillo Angel Vicente Peñaloza, fue destinado primero en Villa Nueva, a orillas de Río Tercero en Córdoba y luego al Fuerte Nuevo, a la vera del río Diamante, en Mendoza, para controlar a los indígenas en el sur de Córdoba y San Luis. Cuando enfermó fue trasladado a La Rioja.

Cuando estalló la guerra de la Triple Alianza, se destacó en la instrucción de sus subordinados. En Corrientes se encontró con su padre, sus hermanos Rudecindo, Celedonio y Marcos, y sus primos Marcos y Francisco Paz. Celedonio, Marcos y sus primos morirían en esa guerra.

En la batalla de Curupaytí, librada el 22 de septiembre de 1866, montado en su caballo, animaba a aquellos que flaqueaban ante la metralla paraguaya. En una embestida, con la bandera del 6° Regimiento, Roca corrió hacia las trincheras enemigas, atravesó los fosos y ante la mirada atónita de los paraguayos, la agitó casi frente a sus narices. Ese instante de sorpresa fue aprovechado para regresar a sus líneas sano y salvo. Y logró rescatar al teniente Daniel Solier del 1° de Línea.

El padre se había hecho cargo de conducir al batallón de Tucumán hasta el teatro de la guerra. Esto representaba hacer un largo y forzado camino a pie a Santiago del Estero y de Santiago a Santa Fe en donde finalmente se embarcarían.

El padre fue al único oficial que se le permitió participar en la guerra con 66 años, considerada una edad avanzada. Después de la batalla de Tuyutí fue ascendido a general de división. Pero, molesto porque no se le permitía luchar, pidió el pase a retiro.

Roca consiguió todos sus ascensos militares en el campo de batalla. A los 31 años se convertiría en un joven general

“Ese viejo lindo”, como lo conocían en la familia, fallecería de causas naturales en Ensenaditas, un paraje cerca de Paso de la Patria. Habían sido demasiadas las fatigas y condiciones sufridas en el contexto de la guerra.

No alcanzaría a ver a su hijo Julio transformarse en general a los 31 años en el campo de batalla, ese muchacho que, en medio de la batalla, se negaba a dejar los cañones a los que había tomado cariño.

Fuentes: Museo Roca.


martes, 21 de noviembre de 2023

SGM: La vida del soldado

El infierno cotidiano de los soldados en la Segunda Guerra Mundial: qué comían, el sexo y sus temores

Cómo fueron los días de la infantería. Hambre, olores, suciedad, heridas y mucha muerte. Los sonidos del campo de batalla. De qué manera los enfermeros y los médicos elegían a quién priorizar. Pocas semanas atrás salió el libro Puro Sufrimiento de Mary Louis Roberts (Siglo XXI) que indaga estas cuestiones

Por Matías Bauso  ||  Infobae



Los soldados sufrían, además de los ataques enemigos, de hambre, frío, por el olor, por la falta de higiene, por el miedo (Photo by Taylor/US Army/Getty Images)

Cuando se habla y se escribe sobre la guerra se suele hacer foco en las grandes batallas, en las decisiones estratégicas claves, en los bombardeos a ciudades, en el movimiento de enormes batallones, en los desembarcos masivos que desequilibran la contienda; vemos los mapas en las salas con boiserie en las paredes en los que los generales mueven soldaditos de juguete, tanquecitos y trazan flechas. Los discursos memorables, los desfiles triunfales, los juicios aleccionadores a los criminales de masas. Pero hay otro plano, el humano, el de los soldados sin mayor preparación que deben poner el cuerpo en las peores condiciones, que se exponen a la muerte en cada segundo. ¿Cómo eran los días de esos jóvenes? ¿A qué se enfrentaban? ¿Cuáles eran las condiciones en las que luchaban? La Segunda Guerra Mundial ha sido contada por la literatura, por la historia y por el cine de muchas maneras posibles. A veces se ha soslayado una dimensión indispensable, la de la vida cotidiana de los soldados. Esa escala humana, por fuera de estrategias y grandes ataques tácticos, cambia la perspectiva de las cosas. Y modifica convicciones, debilita certezas, expone el horror.

Algo de eso consignó el General Patton en su diario después de visitar a los heridos en un hospital de campaña en Sicilia: “Había un herido muy grave. Era una masa de carne horrorosa y sangrienta que no me convenía mirar; de lo contrario, habría sentido algo personal al mandar soldados a la batalla. Algo fatal para un general”.

Lo humano de la guerra

La editorial Siglo Veintiuno acaba de editar Puro Sufrimiento. La vida cotidiana de los soldados en la Segunda Guerra Mundial de la historiadora Mary Louise Roberts. El libro es un estudio magnífico y cautivante sobre un aspecto algo menospreciado en la narrativa de los conflictos bélicos: las historias humanas, la manera en que transcurrían los días los soldados que estaban en el frente de batalla. Cómo vestían, qué comían, cómo lidiaban con el aseo, qué sucedía con los heridos y los muertos. Roberts a través de cartas, memorias, diarios y hasta obras de ficción de ex combatientes recrea esos días en el frente; se centra en los soldados de infantería en los últimos años de la Guerra.

La vida de los soldados en el frente era miserable. Pasaban hambre, frío, casi no dormían. Tenían miedo.

Muchos soldados querían sufrir una herida lo suficientemente grave como para ser enviados de regreso a su casa pero que no dejara secuelas permanentes ni alguna discapacidad (Undated World War II photograph. U.S. Coast Guard photo)

No sólo el enemigo provocaba bajas. Para el final de la Segunda Guerra Mundial había más muertos y heridos por las condiciones climáticas que por las balas de los otros. La lluvia, el frío, la nieve mataban.

A veces no había posibilidad de combatir la helada. Un soldado contó que si se dejaba las antiparras puestas, se congelaban en la nariz. Y que si se las quitaban, los ojos lloraban y las lágrimas quedaban petrificadas en la mitad de las mejillas o que, cosa peor, quedaban colgadas como estalactitas de los párpados y los sellaban: un candado de gélido.

Los soldados en muchas ocasiones no podían controlar los esfínteres, se hacían encima. A veces bajo el fuego enemigo. El miedo hacía su parte. También porque en medio de un bombardeo es difícil, ir detrás de un arbusto a hacer sus necesidades, o salir de la trinchera. Nadie quería morir con los pantalones bajos. Muchas otras veces por la mala alimentación y las enfermedades. La diarrea se volvía incontenible (ellos preferían llamarla disentería, un nombre algo más elegante). El olor los delataba pero nadie decía nada. Era algo habitual que a cualquiera le podía pasar. Un soldado recordó: “Ese invierno era fácil ubicar a nuestra unidad. Sólo había que seguir los charcos marrones que íbamos dejando en la nieve por la disentería”.

Los sonidos que alertan

Bajo situaciones de peligro, se sabe, los sentidos se aguzan. Y esos combates eran, entre otras cosas, un concierto de ruidos y sonidos con significados muy claros. Y cada soldado debía aprender a decodificar silbidos, explosiones, pasos apagados sobre hojas, motores de jeeps o de aviones, aun sin verlos. En esa capacidad de escucha estaba, muchas veces, la posibilidad de sobrevivir. Los sonidos brindaban información.

En su libro, Roberts cita a G.W.Target, un soldado británico. Es una descripción de la batalla desde el oído: “Continuo rechinar de un metal contra otro o contra la piedra, explosiones, chasquidos, gritos, llantos, rugidos o trueno mecánicos, convulsiones, temblores de la tierra o de la carne agonizante, crujidos de maderas o de huesos, estampidos cercanos o lejano, estallidos inesperados, tronar de cañones y de bombas”. Y eso sucedía de día, de tarde, de noche. Era un continuo desesperante.

El sonido más temido era el del cañón alemán de 88 mm. Era aterrador. Su poder letal era devastador. Y, era tan veloz, que no les daba tiempo siquiera de tirarse cuerpo a tierra. Roberts cita a un soldado que cada vez que escuchaba disparos del cañón de 88 tenía una inoportuna erección: “El pánico y la sangre me inundaban las ingles, una reacción casi pavloviana”.

La editorial Siglo Veintiuno publicó el magnífico "Puro Sufrimiento. La vida cotidiana de los soldados durante la Segunda Guerra Mundial" de Mary Louis Roberts. La autora narra las distintas vicisitudes de los combatientes en sus jornadas

Mientras había ataques y contraataques, los ruidos eran ensordecedores y enloquecían. Los generales querían provocar esa sensación en el enemigo: alienarlos, llenarlos de temor. No se daban cuenta de que sus hombres pasaban por lo mismo. Pero había algo mucho peor que el fuego cruzado. Lo que venía después. Ya sin detonaciones ni balazos, lo que reinaba no era el silencio. Nacía, crecía, un coro de gemidos, lamentos, alaridos de dolor, rezos y llamados desesperados de los agonizantes a sus madres.

Los soldados no sólo estaban a ciegas en sus trincheras, envueltos por la oscuridad, bajo el diluvio de balas y bombas enemigas. No sabían nada, tampoco, de los grandes movimientos. En la mayoría de las oportunidades, después de varias jornadas de marchas, batallas y ataques, desconocían en qué lugar se encontraban, cuál era su misión y hacia dónde se dirigían. Tampoco cuál era el panorama general: ¿estaban ganando? ¿Acaso perdían? Ellos sólo veían los muertos a su alrededor. Los que alfombraban los caminos. Los suyos y los de los otros. Y rezaban para salir con vida de ahí. Se puede decir que los soldados en el frente, los de infantería, sólo sabían dos cosas: que debían matar enemigos y evitar ser matados.

También creían saber, fueran del bando que fueran, que ellos eran los buenos y los otros los malos. Esa convicción se deshacía cuando se cruzaban con heridos muy graves y con cadáveres. El monstruo que estaba enfrente, de pronto, recuperaba su humanidad aunque ya fuera tarde.

Uno de los incentivos que encontraban era la amistad con sus compañeros de batalla. Otro el de alcanzar pequeños objetivos (muy) inmediatos. La siguiente comida, la próxima ducha.

Pero muchas veces estas instancias no eran tan habituales ni gratificantes. Empecemos por el baño.

Prohibido bañarse

A pesar de que los soldados estaban hechos sopa, siempre empapados por las lluvias y hasta por las nevadas, no era fácil acceder al agua potable. Por eso debían llevarla con ellos y se racionaba. Sólo era para beber. A nadie se le ocurría, como bien escaso, desperdiciarla en aseo.

Bill Mauldin fue soldado e historietista. Ganó dos premios Pulitzer por su tarea. Fue el primero en retratar a los soldados como seres permanentemente embarrados y con necesidades. El Gral. Patton le recriminó su trabajo por minar la moral de las tropas. Esta viñeta se basó en una situación que le sucedió: un camión embarró a los soldados de infantería

Los uniformes no se reemplazaban con asiduidad. En algunos casos parecían armaduras en vez de uniforme modernos. El barro los endurecía de tal manera que cuando se quería doblar una manga, se quebraba la tela. Se podía hacer percusión sobre ellos. Un corresponsal de guerra describió a un batallón como “piezas de barro con forma de hombres”.

La guerra presentaba un contrasentido para los militares. Siempre preocupados por el orden, por la pulcritud, por el vestuario reluciente y completo, en combate todo era suciedad, barro, olores penetrantes, calzoncillos con una costra congelada de material fecal. Tanto es así que la suciedad extrema se convirtió en sinónimo de heroísmo, casi una condición indispensable para la victoria.

De toda la vestimenta el mayor problema era el calzado. Las botas de los norteamericanos no eran lo suficientemente buenas (Roberts afirma que las inglesas eran mucho mejores). Eso era un verdadero problema. La muerte, en muchos casos, empezaba por los pies. Los soldados vivían sumergidos en el barro. Mientras marchaban, mientras esperaban para entrar en acción, en sus trincheras. El agua penetraba ese calzado que no estaba hecho con los mejores materiales (la industria norteamericana destinaba la goma primordialmente para las ruedas de los vehículos y las orugas de los tanques). Las medias escaseaban, entonces no se cambiaban con tanta asiduidad. Los soldados tenían sus pies siempre húmedos. Pocas veces se quitaban las botas. Nadie se exponía a que el ataque de los oponentes los sorprendiera descalzos. En un mes, tal vez, sólo se quitaban los zapatos tres veces. Todo lo hacían calzados.

Los médicos de campaña debían actuar con celeridad. Muchas veces debían elegir a quién operar y a quién no, fijando prioridades porque no daban abasto (U.S. Army Photo)

La mala calidad de las botas, la humedad permanente, que nunca estuvieran descalzos eran factores que provocaban enormes problemas. El más evidente y masivo era el pie de trinchera. Los pies negros, con hedor, deformados por la hinchazón, al borde la gangrena, con la piel que se desprendía a jirones. Una vez que se quitaban las botas no se las podían volver a poner, ni siquiera podían volver a caminar y debían ser hospitalizados. El pie de trinchera produjo muchísimas bajas.

El olor de la guerra

La guerra también es hedor: mierda, transpiración, el olor dulzón de la carne chamuscada, pólvora, el combustible, suciedad, la pestilencia de los cuerpos descomponiéndose.

Los soldados, sin poder bañarse, olían mal. Los campos de batalla aquietados apestaban.

En las campañas largas, los soldados comían las raciones que les enviaban, Estaban pensadas para proveerlos de energía y para que pudieran ser ingeridas en cualquier circunstancia. El gobierno norteamericano le pidió a Hershey que las barras de chocolate fueran nada más que un poco más sabrosas que una papa hervida. No querían que los soldados las utilizaran como moneda de cambio, ni que las comieran como un gusto, sino que las utilizaran para incorporar energía.

Los hombres se quejaban de esas raciones. Las latas con carne, por lo general, tenían una capa congelada que era impenetrable. Muchas veces usaban sus bayonetas para poder cortarlas. Al principio muchas se negaban a comer, pero con el correr de los días el hambre hacía su trabajo.

Cuando se las daban a algún prisionero alemán, solían bromear que esas raciones debían estar prohibidas por la Convención de Ginebra.

La comida era siempre fría. Excepto en campamentos seguros, no se podía prender fuego para que el humo no alertara al enemigo. Había algunas sopas pensadas para comer en campaña. Traían un pequeño dispositivo calentador en el medio que se activaba poniendo un cigarrillo encendido en la base de la lata. 3 o 4 minutos después el contenido estaba caliente.

Muchos soldados deseaban tener una herida grave pero que no los dejara incapacitados ni con secuelas permanentes (blightys las llamaban). Una herida con la gravedad suficiente para sacarlos de la guerra, para que los regresaran a sus casas, pero enteros. Sin mutilaciones, sin ceguera, sin la pérdida de sus genitales, ni discapacidades.

Las heridas más temidas eran en los genitales y en la cola. Muchos dormían con sus cascos sobre las ingles, para protegerse. Preferían no despertar que ser capados por las balas enemigas.

A los heridos los trasladaban de noche. Para que no fueran vistos ni por las poblaciones cercanas ni por sus compañeros, para no minar el ánimo. En los hospitales de campaña y en los de la retaguardia la actividad era constante. Los médicos podían operar decenas de pacientes durante guardias de 36 horas consecutivas. Algunos doctores han llegado a dormir parados durante unos pocos minutos para después continuar.

Los soldados de infantería caminaban gran parte del día. Pasaban sus jornadas en medio del barro. Las botas no eran lo suficientemente buenas. El pie de trinchera se convirtió en un problema grave que provocó muchas bajas (Photo by European/FPG/Getty Images)

Había una tarea sensible y muy desagradable. La de determinar a quién asistir. No tenían ni tiempo ni recursos para ocuparse de tantos heridos, en especial tras alguna refriega sangrienta. La primera selección la hacían los enfermeros y camilleros que recorrían el campo de batalla tras los enfrentamientos. No habían estudiado medicina pero fueron desarrollando el instinto para descubrir quienes necesitaban ayuda inmediata, quienes estaban desahuciados y quienes pese a la sangre abundante padecían heridas leves o al menos no mortales. A los que recibían morfina le escribían la hora y la dosis en la frente.

Los doctores debían tomar decisiones. Definir quiénes podrían ser salvados, por quién valía la pena hacer el esfuerzo. Sabían, por ejemplo, que una cirugía de abdomen les llevaba más de una hora y que la posibilidad de sobrevida era del 50 %. Debían sopesar que en ese lapso podían hacer cuatro operaciones de extremidades y asegurar la vida a cuatro soldados.

Lo que nadie podía tratar en ese lugar y en ese momento eran las secuelas de otro tipo. Nadie podía asegurar que no sufrieran durante mucho tiempo (o permanentemente) de problemas psiquiátricos y traumas varios por la vida miserable que llevaron, por el miedo que tuvieron que padecer, por los hombres que debieron matar, por los horrores y las toneladas de muerte que presenciaron.


domingo, 19 de noviembre de 2023

Argentina: Veterano de la RAF de 106 años votó en la elección presidencial

Ronnie Scott, ciudadano ilustre

TIENE 106 AÑOS. NACIÓ EN DEVOTO, PELEÓ CONTRA LOS NAZIS Y HOY FUE A VOTAR: “NO PIERDO LA ESPERANZA”





Ronnie Scott nació en 1917, es argentino pero también tiene la nacionalidad inglesa; combatió a las fuerzas de Hitler como piloto aeronaval de la Armada británica, a bordo de un Supermarine Spitfire
Por Mariano Chaluleu – La Nación
Hoy, a las 10.30 de la mañana, a sus 106 años, votó Ronald Scott. Nacido en Argentina, pero hijo de un médico escocés y una enfermera inglesa, Scott fue uno de los voluntarios argentinos que combatieron en la Segunda Guerra Mundial para las fuerzas aliadas. Este domingo, su compromiso tiene la misma fuerza, aunque, esta vez, con la tierra que lo vio nacer.



Desayunó tostadas con mermelada, ensalada de frutas y café. Luego tomó una aspirineta. “Es mi ritual”, dice. Salió de su departamento en San Isidro, donde vive solo, y llegó a la Escuela Provincial N°1 acompañado de su hijo Roger y su cuidadora, Daniela. Caminó, con una breve pausa para descansar, hasta la mesa de votación. “Excepto los años en los que era piloto comercial, donde me perdí de votar en algunas ocasiones, siempre participé de las elecciones”, agrega.



Sin embargo, se muestra escéptico respecto al futuro del país: “Hace años, muchos años, perdí el interés en la política. Los argentinos tuvimos que soportar a una gran cantidad de políticos que no valen nada, que son fruta podrida. Sin embargo, en cada elección vuelvo a votar. No me desentiendo. De alguna manera, no pierdo la esperanza”, insiste Ronnie.
Scott se mantiene en excelente forma. Anduvo en bicicleta hasta sus 103 años. Repite que el secreto está en el desayuno y en la “aspirineta diaria”. Otra cosa que lo hace feliz es conocer gente. “Es un animal social”, lo describe su hijo Roger.

A la guerra, como voluntario

Scott nació un 20 de octubre de 1917, en Buenos Aires. Fue criado en una familia sin problemas económicos, aunque padeció la ausencia de su padre, a quien perdió cuando tenía 8 años. Fue educado por su madre y por sus familiares. “Es muy importante la figura paterna. Yo, muchas cosas, las aprendí a las patadas”, comentó por el año 2020, en una entrevista con LA NACION.
En 1942, con 24 años y sin saber volar, embarcó hacia Inglaterra. Cuando llegó, un mes después, se presentó en las oficinas de la Armada británica y manifestó su voluntad de unirse como aviador naval. “Yo quería participar en la guerra. Lo que había hecho Hitler en Polonia era lo peor que se podía concebir. Mató gente por matar”, dijo.



Aquella motivación llegó gracias a una inesperada interacción con el Príncipe Eduardo. “A los diez años era socio juvenil del Club Hurlingham. Una tarde, mientras estaba viendo polo, un jinete vino al galope para pedirme un agua tónica. Era él. Yo me tomé el atrevimiento de agregarle limón a la bebida y se la alcancé. Su secretario me tomó la dirección y al día siguiente me llamaron de la embajada para invitarme a conocer el primer portaviones que hubo en la Argentina. Fue en el año 1926″, recordó.
Todavía hoy, esa escena vive en su memoria. Fue el hecho que lo motivó a perseguir la carrera de piloto, por más que, para eso, debiera bautizarse de la manera más realística posible: la guerra.



“Cuando visité el portaaviones, yo tenía los ojos más grandes que un plato. Ahí comenzó todo. Recién en el año 1942, cuando mi madre tuvo que quedar internada por su vejez en el Hospital Británico, quedé más disponible y me fui a la embajada para ofrecerme como voluntario. Yo quería ser piloto naval. Tomaron nota de mi pedido y me convocaron. Me hicieron estudios médicos y los resultados fueron perfectos. Solo era cuestión de esperar un barco para partir a Europa... Me avisaron de la embajada y me fui. El viaje duró más de un mes. Lo gracioso fue que, en Inglaterra, me querían enviar a un Regimiento como Infante. ¡Me negué! La empleada en el puerto me dijo: ‘Si usted no vuelve en 48 horas, tengo que enviar a la policía para que lo regrese como desertor’. Ante esto, yo le pregunté a la chica si sabía dónde quedaba la Argentina. ¡Cómo me iba a volver al día siguiente, luego de un viaje de más de un mes! Por supuesto, la empleada no sabía dónde quedaba nuestro país. Así que me fui a la oficina de enrolamiento de la aviación naval, que estaba cerca de la plaza de Trafalgar. Me mandaron al sur, a la base naval de Portland. Y ahí hice mi vida, primero como marinero”, dijo.
A sus 24 años, fue enviado a Canadá para formarse como piloto aeronáutico. La preparación duró 6 meses y luego volvió a Inglaterra, como Teniente Piloto Aviador, para combatir a los nazis. Se quedó en Europa hasta la rendición de Japón, y regresó a la Argentina en 1946.
“Yo quería participar en la guerra. Lo que hizo Hitler en Polonia era lo peor que se podía concebir. Mató gente por matar. Me convencí de que Hitler era la porquería máxima cuando llegué de noche a Liverpool. Había una luna increíble y en el camino me doy cuenta que las iglesias habían sido bombardeadas y los alemanes lo habían hecho despiadadamente para matar a todos”, contó.

El regreso a la Argentina

En la Navidad de 1946, Ronnie volvió a la Argentina como gerente de una empresa textil británica y con la misión de abrir una planta de producción en el país. Lo hizo, su vida parecía encaminada, se había convertido en un ejecutivo exitoso, pero su pasión por los aviones pudo más: en enero de 1948 renunció a su trabajo para empezar otro, esta vez, como copiloto de aviones DC3 en la aerolínea Aeroposta Argentina, la línea creada en 1927 que prestó los primeros servicios aéreos nacionales en las rutas a Paraguay, Chile y la región patagónica. En los comienzos de la misma compañía, también volaron Antoine de Saint-Exupéry y Jean Mermoz. Durante la primera presidencia de Juan Domingo Perón, Aeroposta, Fama, Alfa y Zonda fueron unificadas y dieron origen a Aerolíneas Argentinas. Ronnie es el último piloto vivo de Aeroposta Argentina SA.
Colaboración del Lic. Roberto Martínez, Vicepresidente 2° del Instituto Nacional Newberiano.

Guerra Antisubversiva: El hallazgo del cadáver de Aramburu

El hallazgo del cadáver de Aramburu: 5 heridas de bala, la confesión de Montoneros y el misterio del noveno asesino

Tras la ocupación de La Calera el 17 de julio de 1970 se pudo encontrar el cadáver del general Aramburu e identificar a los miembros de la naciente organización armada “Montoneros” que lo mataron. Las cartas de Paladino a Perón, que negaba la participación del peronismo en el secuestro. Las acusaciones contra Onganía hasta lograr su renuncia y las diferencias entre Livingstone y Lanusse

Por Juan Bautista Tata Yofre || Infobae


El general Alejandro Agustín Lanusse en el velatorio del teniente general Pedro Eugenio Aramburu

El viernes 29 de mayo de 1970 se celebró el Día del Ejército en el Colegio Militar de la Nación y, además, se cumplía un año del “cordobazo”. Tras las ceremonias militares, como era una costumbre en esos años, tras las palabras del comandante en Jefe se pasó a un salón para un brindis. El general el presidente de facto Juan Carlos Onganía, en presencia de los otros dos comandantes en Jefe, le preguntó a al general Alejandro Lanusse qué repercusión habían tenido sus palabras ante el generalato, en la reunión de Olivos, dos días antes. La respuesta fue cauta pero sincera: “Las conclusiones que sacaron los generales fueron, por supuesto, variadas, pero puedo ubicar, dentro de la amplia gama de puntos de vista, a dos sectores: el sector de los generales que no entendieron lo que usted quiso decir y el sector de los generales que están en total desacuerdo con lo que usted dijo.” En esos momentos del diálogo, un oficial se apersonó e informó que había sido secuestrado el teniente general Pedro Eugenio Aramburu.

Pedro Eugenio Aramburu

Entre el 29 de mayo y el 8 de junio de 1970 se sucedieron innumerables reuniones del presidente Onganía con los Comandantes en Jefe; de funcionarios de la Administración Pública con altos jefes militares; cónclaves de altos mandos en las tres Fuerzas Armadas; conciliábulos de dirigentes políticos. El 30 de mayo, Perón dejó trascender que el hecho era contrario al espíritu del peronismo, dando a entender que los autores no eran justicialistas.

El sistema político se conmovió tras el secuestro y Onganía reclamaba una autoridad que ya no tenía y una seriedad que había perdido el 27 de mayo en la cumbre con el generalato. El poder no estaba en la calle, se encontraba en los cuarteles y había llegado la hora del reemplazo.

El lunes 1º de junio se realizó una primera reunión del Consejo Nacional de Seguridad. Al día siguiente se llevó a cabo la segunda en la que el ministro del Interior, Francisco Imaz, puso de relieve la condena peronista al secuestro del ex presidente de facto. Lanusse completó el concepto diciendo que Jorge Paladino, el delegado de Perón, también culpaba al gobierno y propuso convocar a la dirigencia política. El jueves 6 se conoció la creación del Comité de Seguridad y por el decreto 1732 se designaba como secretario de Seguridad al general de brigada Alberto Samuel Cáceres Anasagasti. Según Gustavo Caraballo (más tarde Secretario Legal y Técnico de Perón), la designación fue realizada “para comprometer al Ejército en una acción legal evitando caminos tortuosos que sólo conducirían a la guerra civil”. Para ese entonces las organizaciones armadas existentes hacía rato que hablaban de “guerra”.

El miércoles 3 de junio, Jorge Daniel Paladino le escribió a Perón que desde el 30 de mayo había querido comunicarse con él por teléfono pero que no lo llamó para “no ponerlo en el compromiso de que sus primeras opiniones, mi General, dichas así con la información deficiente que yo podría darle telefónicamente, fueran grabadas como graban todo aquí y pasaran a estudio de los múltiples servicios de informaciones. Entendí que en estos momentos Perón es la última palabra y no debíamos jugarla de entrada.” Este largo informe de 4 páginas constituye el mejor testimonio sobre la posición del peronismo, el desconcierto del momento y refleja el clima de época de un vasto sector de la dirigencia argentina.

Nota de Jorge Daniel Paladino a Perón

“En los ‘comunicados’ de los secuestradores, relata el delegado de Perón, se advierten dos cosas: una, que no atacan ni al gobierno ni a la situación del país. Dos, que sugieren que son peronistas. Es decir, tratan de echarnos la culpa a nosotros. Pero todo ha sido tan burdo que en este aspecto han fracasado. Ni las masas se han dejado engañar, generalizándose la creencia general que la mano del gobierno está en esto, ni los ‘gorilas’ se han confundido”.

 

Isabel, Perón y Paladino en Madrid

“Prueba de esto, asegura Paladino, es que los ex ‘comandos civiles’ han dado un documento que ha sorprendido a muchos invitándonos a ‘dialogar’. Descartan cualquier participación peronista en el hecho y dicen que ya no son enemigos nuestros […] Esta actitud de los ‘gorilas’ auténticos, más la visita de Frigerio y Monseñor Plaza, más otra visita del Dr. Enrique Vanoli, segundo de Balbín, y otros contactos de sectores políticos no peronistas, constituyen uno de los elementos del nuevo panorama […] Hasta el momento no se sabe si Aramburu está vivo o está muerto. Lo que sí parece claro es que el secuestro ha sido obra de elementos organizados adictos al gobierno. Ya los sectores ‘gorilas’, civiles y militares, comienzan a acusar a Onganía. Por lo que yo sé esta actitud se irá incrementando. Además estos sectores se han dedicado a hacer la investigación del hecho que la policía y el gobierno no saben o no quieren hacer. El gobierno está dando espectáculo con miles de hombres en la ‘gran cacería’, helicópteros y aviones, como en las películas. Pero todo el mundo sospecha que se trata de un gran ‘camelo’.

Párrafo del informe de Paladino a Perón.

El lunes 8 de junio, el Comandante en Jefe del Ejército emitió un comunicado, a las 11.20 por Radio Rivadavia, informando que “la responsabilidad asumida por el Ejército, en la Revolución Argentina, es incompatible con la firma de un nuevo cheque en blanco al Excelentísimo señor Presidente de la Nación, para resolver por sí aspectos trascendentales para la marcha del proceso revolucionario y los destinos del país.” Unos minutos más tarde se emitió otro comunicado, firmado por el presidente de la Junta de Comandantes, almirante Pedro Gnavi, suspendiendo una reunión cumbre del almirantazgo con Onganía. Desde ese momento la Armada entró en estado de acuartelamiento y a las 15.20 el Ejército está listo para cercar la Casa de Gobierno y tomar las radios. A las 14.55, los tres Comandantes en Jefe dieron a conocer una declaración, informando que reasumía “de inmediato el poder político de la República”, e invitaba “al señor teniente general Onganía a presentar su renuncia al cargo que hasta la fecha ha desempeñado por mandato de esta Junta.” El presidente depuesto, tras largas horas de espera, fue al Estado Mayor Conjunto y entregó su renuncia.

 

Lanusse, Cáceres y Tomás Sánchez de Bustamante

De acuerdo a lo que me relató el general Panulo (luego Secretario General de la Presidencia con Lanusse), “en las reuniones para analizar la caída de Onganía y el nombre de su sucesor, el almirante Pedro Gnavi –que había trabajado con el general Roberto Marcelo Levingston en la SIDE—propuso su nombre, y el brigadier Rey aceptó de inmediato para bloquear a Lanusse. El sábado 13 de junio, Levingston –en ese momento Agregado Militar en Washington-- fue llamado por teléfono por Lanusse y le ofrece la Presidencia de la Nación. Pocos días más tarde es hallado el cadáver del ex presidente Aramburu. El jueves 18 de junio de 1970, Roberto Marcelo Levingston asumió de facto la Presidencia de la Nación. Su período fue corto, plagado de intrigas palaciegas, desinteligencias y la cotidiana violencia subversiva que aparecía siempre por detrás de la crispación ciudadana. Como un signo de esos momentos, Perón le envió una conceptuosa carta a Ricardo Balbín, el jefe radical, y el miércoles 11 de noviembre de 1970 se creó en la casa de Manuel “Johnson” Rawson Paz el agrupamiento “La Hora del Pueblo”.

Texto del informe policial sobre el hallazgo de los restos de Aramburu

Finalizado el procedimiento, el cadáver es trasladado al Regimiento de Granaderos a Caballo a fin de realizar “las diligencias de reconocimiento médico-legal y autopsia.” El doctor Dardo Echazú, médico legista de la Policía Federal, realizó el informe del cuerpo. Tras retirar los elementos que se utilizaron para atarlo, como la mordaza y la corbata (etiqueta “Revoul-Paris”) fue analizando cada parte del cuerpo. El examen traumatológico presenta las siguientes lesiones: “1º) en la región temporal derecha a 1,64 metros del talón, se aprecia un orificio como de herida de bala… 2º) otro orificio en la región parieto-occipital izquierda, a 1,67 mts. del talón… 3) a unos 4 centímetros por encima y delante del anterior se aprecia otro orificio de características similares a los anteriores… 4º) en la cara anterior del pecho, a nivel del quinto espacio intercostal izquierdo y casi sobre el borde del esternón, se ve una herida en sacabocado de unos 3 a 4 mm. de diámetro, rodeada de una zona ennegrecida cuya naturaleza no se puede precisar. Puede ser orificio de entrada de una bala… 5) del mismo modo, por debajo del ángulo escapular izquierdo, a 1,22 mts del talón, se ve también otra solución de continuidad de la piel que puede ser un orificio de salida.”

Entre otras consideraciones, el médico legal, estimó que “el amordazamiento, la ligadura de los brazos y los pies, indican también que eran varios los agresores a menos que la víctima haya estado inconsciente…”.

El informe policial concluye: “El hallazgo del cadáver en la estancia “La Celma”, dio lugar a que se realizara una amplia y detallada inspección del casco, dependencias y terreno correspondiente a la misma, en busca de elementos o pruebas tendientes a determinar si la muerte de la persona cuyo cadáver se hallara, se había producido allí o si por el contrario, solo se le había llevado después de muerto para su ocultación mediante entierro. Esas diligencias, como el interrogatorio de los escasos testigos, vecinos de la estancia, no aportaron resultados positivos.”

Escena del entierro de Aramburu en la Recoleta

Los problemas entre el Presidente de facto y Lanusse comenzaron a las pocas semanas del 18 de junio de 1970. En otro informe Paladino le cuenta a Perón que “la situación política general evoluciona rápidamente (…) Ya está el desacuerdo entre Levingston y Lanusse. No se ha llegado todavía al enfrentamiento pero la lucha por el poder ya está planteada. “El ‘Caso Aramburu’ juega dentro de este mismo contexto. Cuando la presión para crear una Comisión Investigadora arreciaba, el Gobierno hizo aparecer el cadáver, montó un entierro solemne de tipo oficial-militar, no dejó hablar a los amigos políticos de Aramburu, y con todo esto entiende que también han enterrado el problema. Los amigos de Aramburu se vieron desbordados por la distención promovida por el gobierno y entonces se desbocaron un poco, acusando directamente del crimen, por instigación o negligencia culposa a los generales Fonseca, Ímaz y el mismo Onganía (…) La cuestión ahora es qué fuerza le queda a los amigos de Aramburu para seguir adelante con la investigación que reclaman. Los que quieren tapar el crimen son muchos más que los que quieren descubrirlo.”

Hoy pocos dudan de la autoría de Montoneros en la muerte de Aramburu. Algunos sostendrán que la Operación Pindapoy se hizo para impedir la caída de Onganía. Y lo cierto es que el presidente de facto ya estaba condenado luego de la reunión de Altos Mandos del Ejército del 27 de mayo. Es más, quizá hubiera caído antes si no fuera porque todo quedó en un segundo plano tras el secuestro de Aramburu. Otros dirán que los integrantes del grupo montonero habían sido armados y financiados por gente cercana al gobierno. Sobran razones que aventuran alguna conexión con uno u otro integrante del comando, pero nadie pudo probar ni la instigación, ni mucho menos la complicidad en el asesinato.

Tras la operación del pueblo cordobés de La Calera, el 1° de julio de 1970, se comenzó a desentrañar el “misterio” de la organización Montoneros. Norma Arrostito, en un escrito con fecha diciembre de 1976 dirá: “Con la toma de La Calera se pretende lograr una continuidad táctica operativa, que estratégicamente no se estaba en condiciones de mantener. La falta de experiencia, de infraestructura logística, de inserción política son los elementos, que sumados conducen a la derrota. La represión que acarrea esta operación deja a la organización casi desmantelada. Los cordobeses y porteños juntos no suman una quincena, que se guarece en Capital Federal. En Córdoba los periféricos de la Organización quedan desconectados, el contacto con Santa Fe está roto o era muy débil en esa época y Buenos Aires no tiene mucho que aportar, logísticamente hablando”.

Sorprendentes conclusiones sobre los miembros de Montoneros en un informe militar

La mayoría de sus asesinos venían de vertientes ligadas con el nacionalismo y la Juventud Católica Argentina; otros del catolicismo postconciliar. Pocos como Fernando Abal Medina y Emilio Ángel Maza integraron la Guardia Restauradora Nacionalista, una escisión gorila de Tacuara, según me reitero mi amigo Emilio Julián Berra Alemán, el último “comandante” y defensor de Perón en Ezeiza: “Tacuara por ejemplo, ayudó a Andrés Framini en la campaña a gobernador de 1962″. Esther Norma Arrostito había militado en la FEDE comunista, lo mismo que su marido Rubén Ricardo Roitvan. Gaby Arrostito fue más tarde pareja de Abal Medina. Maza, Abal Medina y Arrostito, a su vez, se entrenaron en Cuba, en 1967, en el marco de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS), una suerte de multinacional de bandas terroristas digitadas desde La Habana e insertadas en la Guerra Fría. Ignacio Vélez (lo mismo que Maza) fue formado en el Liceo Militar General Paz.

En definitiva fueron ocho los que intervinieron en la Operación Pindapoy contra Aramburu: Fernando Abal Medina, Carlos Gustavo Ramus, Ignacio Vélez Carreras, Emilio Ángel Maza, Carlos Capuano Martínez, Mario Eduardo Firmenich, Norma Arrostito y su cuñado Carlos Maguid. Así lo relataron el 3 de septiembre de 1974 en el semanario La Causa Peronista Nº 9, el semanario que dirigía Rodolfo Galimberti. El relato fue tomado como una provocación por el gobierno. No estaba equivocado, setenta y dos horas más tarde la organización Montoneros pasaba a la clandestinidad mientras gobernaba la Argentina la presidenta constitucional María Estela Martínez de Perón.

El autor con Emilio Julián Berra

El segundo motivo que dio la organización para aplicar la condena de muerte al ex presidente fue que “preparaba un golpe militar… y del que nosotros teníamos pruebas”. Tenían razón porque era vox populi que Aramburu era una figura de recambio para poner fin al onganiato. Para los estudiosos quedó un dato sin aclarar. Hemos dicho que se probó la participación de 8 miembros en el asesinato, pero en realidad fueron 9. El noveno fue testigo presencial del asesinato del ex presidente, según me reconoció Mario Firmenich y otros miembros de la banda. El N° 9, a quien algunos misteriosamente llaman “Manuel” todavía goza de buena salud.