
Tiempos violentos se viven en diversos puntos del país mapuche. Es lo
 que se advierte de la historia no contada de la ocupación militar 
chileno-argentina. Y es que no todos los recién llegados eran de los 
trigos muy limpios.
Ajustes de cuentas, crímenes y asaltos a medianoche, arreo de ganado y
 asaltos a las haciendas rurales, poco que envidiar al verdadero Lejano 
Oeste con sus vaqueros, alguaciles y forajidos buscados vivo o muerto. 
Es la vieja Frontera Sur retratada también por el ingeniero belga 
Gustave Verniory en su libro Diez años en Araucanía. 1889-1899.
“Es una costumbre que cuando los perros ladran furiosamente o se oye 
un ruido sospechoso afuera, se entreabre la ventana y se descarga un par
 de tiros al aire; los ladrones, si los hay, juzgan conveniente arrancar
 y uno se vuelve a dormir”, relata. “La policía rural hace una guerra 
sin cuartel a los bandidos. Se mata sin piedad a todos los conocidos 
como malandrines”, agrega el belga.
Así retrata la Frontera el historiador Eduardo Pino:
En ese convulsionado génesis, junto al silencioso esfuerzo del 
colono se levantaba frecuentemente la sombra siniestra del cuatrero, 
cuya audacia temeraria tuvo en jaque a la ciudad durante casi todo el 
primer medio siglo de su existencia […] Días sombríos durante los cuales
 una vida humana valía muy poco y había que tener una vigorosa dosis de 
valor y audacia para sobrevivir e imponerse en una tierra en que todos 
querían enriquecerse (Pinto, 1969:28).
Es un escenario del cual también da cuenta la prensa local. Lo 
siguiente denuncia el 9 de abril de 1890 el periódico La Voz de 
Traiguén:
¡¡250 salteadores!! Tenemos datos seguros de que en el camino de 
Quino merodea la inmensa cifra de doscientos cincuenta salteadores que 
en pequeños escuadrones y armados de ricas armas y montados en mejores 
caballos se reparten por los caminos vecinales para saltear, asesinar y 
cometer cuanto crimen se les ocurre.
Pero, si los bravos guerreros mapuche habían sido derrotados y 
confinados a las reducciones, ¿quiénes eran los protagonistas de robos, 
asaltos, crímenes y transgresiones que asfixiaban a las villas y 
ciudades?, se pregunta el historiador Leonardo León.
“La respuesta a esta interrogante fue elusiva a los hombres de la 
época pero hoy es muy simple: fueron los mestizos fronterizos”, 
responde, “los hijos ilegítimos, y hasta aquí sin historia, de la 
frontera”. León aclara que no se refiere al roto chileno, más bien al 
champurria, negado en su valor social cuando Chile renunció a su 
herencia indígena. Pero el roto chileno es bien indefendible.
Su presencia criminal y abyecta era de larga data al norte y sur del 
río Biobío: montoneros durante la Independencia, bandidos en la época de
 los Pincheira, cuatreros en tiempos de la “Pacificación”, protagonistas
 excluyentes de violentas entradas a Wallmapu con fines de saqueo y 
pillaje. Sus fechorías fueron un constante desafío a las jefaturas 
mapuche y también a sus pares chilenas.
Fueran mestizos fronterizos o rotos chilenos, estos malandras no 
siempre fueron perseguidos por las autoridades. Hubo ocasiones en que 
hasta se beneficiaron de sus servicios. Muchos de ellos formaron parte 
de la reserva del Ejército en las campañas de Saavedra, Pinto y Urrutia 
contra las parcialidades mapuche.
Enrolados a la buena o a la mala, miles de ellos poblaron los 
destacamentos de la Guardia Nacional y otras fuerzas militares que 
operaban en la Frontera. Son los lleulles, aquellas tropas de infame 
recuerdo. No pocos eran también veteranos de la Guerra del Pacífico, 
abandonados luego a su suerte por los gobiernos.
“Chile había enviado al frente de batalla a un gran número de 
presidiarios enrolados bajo la promesa de concederles la libertad. 
Terminada la guerra esta promesa no fue cumplida por el gobierno, y 
ellos se refugiaron en la Frontera y la convirtieron en una copia 
austral del salvaje oeste”, relata el historiador Gonzalo Peralta.
“Enardecidos con tamaña ingratitud, huyeron a las montañas del sur y 
allí, convertidos en fieras, cometieron toda clase de depravaciones. 
Fueron por largos años el azote de aquella naciente región; fueron el 
terror de aquel hombre rubio, venido de lejanas tierras, a prestar el 
aporte de su trabajo”, agrega por su parte el historiador Jorge Lara.
De ello da testimonio en 1885 el mayor de Ejército José Miguel 
Varela, quien años antes de encabezar la Comisión Radicadora sirvió como
 oficial en el Regimiento Húsares de Angol. En su primera reunión de 
trabajo el coronel Gregorio Urrutia, jefe del Ejército del Sur, le 
confidencia:
Además del problema de los araucanos tenemos el problema de 
cientos de bandoleros, muchos de ellos licenciados del Ejército que han 
venido desde el norte, que actúan con mucha fiereza y que comienzan a 
matar a estos colonos, robarles lo que traen y secuestrar sus mujeres 
casi del momento mismo en que desembarcan de Talcahuano e inician sus 
viajes en caravanas de carretas hacia las colonias (Parvex, 2014:293).
No era una amenaza menor; esos bandoleros tenían experiencia en 
crudos combates y eran diestros con las armas. En sus excursiones tierra
 adentro Varela sería testigo de aquello. Y con dolor, por tratarse de 
excompañeros de armas que “honrosamente” se habían comportado en las 
campañas del norte peruano. No duda en culpar al Estado por 
abandonarlos.
“Por esta razón yo sentía antipatía a las redadas que el Ejército 
hacía contra ellos. En varias ocasiones me los topé prisioneros. Siempre
 me detuve, desmonté y conversé con ellos saludándolos de mano. Aparte 
de que fueran sanguinarios bandidos, yo los había conocido como bravos 
soldados y así quería tratarlos”, relata.
En un Wallmapu de fronteras desdibujadas, de pasos y boquetes 
cordilleranos por los cuales se podía circular libremente, la 
proliferación del bandolerismo afectó de igual manera a Chile y 
Argentina. Los bandoleros “supieron hacer de esos pasos el refugio para 
resguardar los bienes mal habidos y protegerse cuando las partidas 
policiales salían en su persecución”, señala Gabriel Rafart en Ley y 
bandolerismos en la Patagonia argentina, 1890-1940.
La figura del bandido “chileno” llegaría a convertirse en todo un 
clásico en las provincias argentinas hacia fines del siglo XIX, ello 
exacerbado por el nacionalismo rampante de la época y una hostilidad 
hacia Chile apenas disimulada. “Eran voces que se amplificaban al ritmo 
de las tensiones limítrofes”, subraya al respecto Rafart.
En el invierno de 1900, el director del periódico Río Neuquén 
apuntaba de esta forma al protagonismo del bandido “chileno” allende Los
 Andes. “Las nevadas han venido a ser como un telón en el último acto de
 las tragedias; baja el telón y el drama concluye hasta otra función. 
Terminó por este año el bandolerismo que ha ofrecido abundante mate-rial
 a los anales del crimen: robos, saqueos, asaltos, homicidios”, 
escribió.
No estaba solo en sus conjeturas. Su opinión era compartida por el 
propio gobernador de Neuquén, Lisandro Olmos. Así lo expresa en su 
Memoria de aquel año.
Fragmento del libro “Historia secreta mapuche”, de Pedro Cayuqueo