domingo, 16 de junio de 2019

Revolución Libertadora: El bombardeo de Buenos Aires


Fotomontaje del ataque a la Casa de Gobierno


Buenos Aires bombardeada
Fuente: Guerra Civil 1955. La Revolución Libertadora y la Caída de Perón





El 16 de junio de 1955 amaneció en las peores condiciones climáticas. Hacía frío y una densa capa de nubes cubría el cielo de Buenos Aires. El servicio meteorológico anunciaba lluvias ligeras con vientos muy leves y el plafond, de apenas 200 metros, era extremadamente bajo para los aviones de la Fuerza Aérea que cerca del mediodía iban a efectuar un vuelo sobre la capital en desagravio a la bandera nacional.

Aquella madrugada, los porteños se preparaban para una nueva jornada de trabajo sin imaginar la espantosa tragedia que estaba a punto de abatirse sobre ellos.

Desde hora muy temprana se registraba un inusitado movimiento en el Ministerio de Marina, donde el almirante Benjamín Gargiulo había pasado la noche. El alto oficial se hallaba extremadamente nervioso cuando se presentó en su despacho el contralmirante Samuel Toranzo Calderón, jefe de Estado Mayor.

-Las ordenes han sido impartidas -dijo el recién llegado ni bien traspuso la puerta- la Casa de Gobierno va a ser bombardeada.

Mientras tenía lugar ese diálogo, en el cercano Arsenal Naval las tropas conjuradas apresuraban su equipamiento.

Los altos oficiales navales se hallaban en sus puestos cuando las primeras luces de aquel día gris comenzaron a asomar lentamente por el horizonte. Habían establecido su punto de reunión en el 4º piso del edificio, sede del Comando de Infantería de Marina, encargando su custodia a la Compañía Nº 1 de Infantería de Marina a cargo del teniente Barbará, quien la había dividido en dos secciones a las órdenes de los suboficiales Pacífico Flamini y Esperidión Funes. Sus efectivos, vistiendo uniformes de combate, se hallaban provistos de fusiles FN de repetición y fusiles ametralladoras y tenían instrucciones de tirar a matar.

Además de los oficiales rebeldes, se presentaron en el Ministerio numerosos civiles, casi todos candidatos a integrarla Junta de Revolución Democrática que debía constituirse inmediatamente después de la caída de Perón. Destacaban entre ellos los doctores Luis María de Pablo Pardo, Adolfo Vicchi y Miguel Ángel Zavala Ortiz , los señores Raúl Lamuraglia, su hijo Jorge, Alberto Benegas Lynch y Carlos Olmedo Zumarán y el teniente de navío (R) Claudio Mejía. Casi todos notaron las luces encendidas en el despacho presidencial y otras dependencias al frente a la Casa Rosada, y varios automóviles estacionados en la explanada, prueba fehaciente de que Perón y sus allegados se encontraban en el lugar.

A todo esto, en el cercano Arsenal Naval, el Batallón de Infantería de Marina 4 que debía llevar a cabo el ataque terrestre contra la sede del gobierno, terminaba sus aprestos bajo la atenta mirada de su jefe, el capitán de fragata Juan Carlos Argerich. De acuerdo a los planes establecidos, debían concentrarse cerca del Ministerio para marchar desde allí hacia el objetivo después que la Aviación Naval llevase a cabo el bombardeo. Al mismo tiempo, elementos civiles pertenecientes a los comandos revolucionarios antiperonistas, ocuparían posiciones en azoteas y otros lugares previamente señalados y se disponían a entrar en acción una vez iniciadas las hostilidades.

A las 08.00 en punto, tal como era su costumbre, Perón ingresó en su despacho, saludando a los miembros de su Estado Mayor, los generales José Humberto Sosa Molina, ministro de Defensa; Franklin Lucero, ministro de Ejército; Carlos Jáuregui, jefe del servicio de Informaciones del Estado; el almirante Gastón Lestrade, el brigadier Juan Ignacio San Martín y el mayor Alfredo Máximo Renner, su secretario privado.

Acto seguido, después de tomar asiento en torno a la mesa de reuniones, los militares pasaron a tratar los principales puntos del Orden del Día, entre ellos la delicada situación con la Iglesia y el acto de desagravio a la Bandera Nacionalque la Fuerza Aérea Argentina había programado para esa mañana. Ignoraban que se había puesto en marcha una revolución y que en la cercana Base Aeronaval de Punta Indio, al sudeste de Magdalena, se llevaban a cabo los últimos preparativos para lanzar un ataque sobre la sede de gobierno.

Todo era tensión en el ministerio rebelde cuando llegó la noticia de que el capitán de fragata Jorge Alfredo Bassi se había hecho cargo del Aeropuerto Internacional de Ezeiza, donde se había apostado la Compañía Nº 5 de Infantería de Marina con todo su armamento.

En el Arsenal Naval, el capitán Argerich, con el casco puesto su granadas y binoculares colgando sobre su pecho, la pistola al cinto y el fusil-ametralladora Halcón en las manos, terminó de pasar revista a la tropa y después de intercambiar unas palabras con los oficiales y suboficiales a su mando, se dirigió a ella con firme voz: “Espero que sepan cumplir con la Patria y su comandante. ¡Carguen!”1.

Como acto reflejo, los efectivos prepararon el armamento e inmediatamente después abordaron dos camiones estacionados frente al edificio para dirigirse velozmente hacia el Ministerio de Marina, precedidos por un jeep.

En Punta Indio, mientras tanto, los capitanes de fragata Osvaldo Guaita y Néstor Noriega, efectuaban los últimos aprestos para lanzar el ataque y eso fue lo que informaron al Ministerio de Marina a las 09.46 de aquella terrible mañana.

La agitación en la base era total, con los oficiales y los suboficiales yendo y viniendo mientras impartían y recibían órdenes y los mecánicos efectuaban la carga de combustible y hacían los últimos controles de los aviones. A bordo, en las cabinas, pilotos y tripulantes aguardaban expectantes la orden de partida, atentos a lo que marcaban sus tableros y las señales del personal de tierra.

Cuatro minutos después la torre de control emitió la tan esperada directiva y casi enseguida, uno a uno los cinco bombarderos bimotores Beechcraft, dotados de bombas de 110 kilogramos, comenzaron a rodar por la carpeta asfáltica en dirección a la pista principal para tomar ubicación en su cabecera sur. Detrás de ellos hicieron lo propio los quince monomotores North American AT-6 de bombardeo en picada que comandaba el capitán de corbeta Santiago Sánchez Sabarots, portando dos bombas de 50 kilogramos cada uno y ametralladoras calibre 7,65. Las órdenes eran claras y terminantes: debían matar a Perón.

Ya en el extremo de la pista, el primer avión se puso en contacto con la torre de control para solicitar permiso para decolar.

-Permiso concedido. Puede partir – fue la respuesta que llegó a través de los auriculares.
Dando máxima potencia a sus motores, el Beechcraft matrícula 3B-3 del capitán de corbeta Jorge Imaz, comenzó a carretear hasta levantar vuelo y perderse de vista en el manto de nubes que cubría la región. Llevaba como apuntador al teniente de corbeta Alex Richmond, al propio capitán Guaita como copiloto, al cabo principal Roberto Nava como navegante y al guardiamarina Miguel Ángel Grondona como supernumerario.

Eran las 10.00 de la mañana de aquel frío día de invierno, la visibilidad era escasa y no se percibían movimientos en aquella parte de la provincia de Buenos Aires a excepción de la leve llovizna que caía sobre los campos.



16 de junio de 1955, 10.35 horas. La Casa Rosada aguarda el ataque. Perón ya se retiró al Ministerio de Ejército


Detrás del capitán Imaz partió el bombardero matrícula 3B-4 al comando del teniente de navío Carlos J. Farguío, con el jefe de la base, capitán Néstor Noriega como apuntador, el teniente de corbeta Roberto Moya como navegante y el suboficial José Radrizzi como supernumerario, seguido, uno detrás del otro, por el 3B-11 al comando del teniente de navío Jorge Irigoin quien llevaba al el teniente de fragata Augusto Artigas como copiloto, al teniente de corbeta Santiago Martínez Autín como apuntador y al suboficial mecánico Francisco Calvi como asistente; el 3B-6 piloteado por el teniente de fragata Alfredo Eustaqui, secundado por el teniente de corbeta Hugo Adamoli como apuntador y los suboficiales Girardi y Maciel como asistentes, y el 3B-10 del teniente de fragata Alberto del Fresno, cuyo apuntador era el teniente de corbeta Carlos Corti y sus asistentes los suboficiales Mario Héctor Mercante y Ricardo Díaz.

Inmediatamente después de los bombarderos despegaron los monoplazas AT-6, piloteados por el teniente de navío Héctor “Tito” Florido Alsina, Eduardo Velarde y Héctor Orsi; los tenientes de fragata Raúl Robatto, Heriberto Frind y Carlos García, los tenientes de corbeta José M. Huergo, Julio Cano, José Demartini, Eduardo Invierno, Luis Suárez y Máximo Rivero Kelly y los guardiamarinas Arnaldo Román, César Dennehy, Juan Romanella, Héctor Cordero, Sergio Rodríguez, Horacio Estrada y Eduardo Bisso.

Los veinticuatro aviones conformaban la Escuadrilla Aeronaval Nº 3 al mando del capitán Guaita que se elevaron sin problemas y una vez superada la capa de nubes, enfilaron hacia la Capital Federal en pos de su objetivo, decidida a acabar con Perón y su régimen.

Para entonces, fuentes gubernamentales habían detectado que algo anormal acontecía y comenzaban a alertar a todas unidades, poniendo en vigencia el plan CONINTES, (Conmoción Interna del Estado) para reprimir cualquier intento sedicioso.

En la Base Aérea de Morón, asiento del Grupo 3 de Caza de la VII Brigada Aérea, su comandante, el comodoro Carlos Alberto Soto, ignoraba que muchos de sus pilotos, algunos de ellos designados para llevar a cabo el desfile de desagravio a la Bandera sobre la ciudad, esperaban el momento oportuno para desertar y plegarse al movimiento. El grupo rebelde estaba encabezado por el mayor Agustín Héctor de la Vega que aguardaba impaciente la llegada del capitán Julio César Cáceres, enlace con los efectivos revolucionarios de la Marina de Guerra.

Soto, completamente ajeno a lo que acontecía, partió en un vuelo de inspección para comprobar personalmente el grado de visibilidad con el que deberían efectuar la pasada los aviones que iban a efectuar el vuelo de desagravio y cuando se hallaba a la altura de la avenida General Paz recibió un llamado urgente, instándolo a regresar inmediatamente.

Una vez en tierra, se le notificó que había entrado en vigencia el plan CONINTES y que corrían rumores de un alzamiento. Al descender del avión se dirigió presurosamente a su despacho y una vez ahí, recibió una comunicación del brigadier Juan Fabri, comandante en jefe de la Fuerza Aérea, notificándole que se prohibía todo vuelo sobre Buenos Aires porque se esperaba un ataque.

Soto quedó perplejo. Acababan de decirle que la Capital Federal iba a ser bombardeada y que debía estar alerta para entrar en acción.


Contralmirante Samuel Toranzo Calderón

Dudando todavía, preguntó si debía proceder a derribar aviones enemigos y mucho se sorprendió cuando el brigadier Fabri le respondió que sí. Turbado aunque sin perder la calma, mandó sonar las alarmas y ordenó alistar cuatro cazas a reacción Gloster Meteor de la brigada para interceptar aeronaves enemigas.



El vicecomodoro Carlos A. Sister parte desde Morón para atacar Ezeiza


El personal de la base se hallaba inmerso en esa actividad cuando se hizo presente el brigadier Mario Emilio Daneri acompañado por otros oficiales. Traía instrucciones de hacerse cargo del Comando Aéreo de Defensa y adoptar todas las medidas para contrarrestar el inminente ataque aéreo a la ciudad. “Ha llegado el momento de demostrar lo que somos capaces de hacer. Confío en la lealtad de todos ustedes hacia las autoridades constituidas y deseo que ahora la pongamos a prueba”, dijo a modo de arenga.




10.30 hs. del 16 de junio de 1955. La Aviación Naval vuela hacia el objetivo


Daneri no había terminado de hablar cuando una nueva llamada del brigadier Fabri confirmó la orden de partir y derribar todo avión que volase sobre Buenos Aires, y sin decir más, cortó. Para entonces, el Aeroparque Metropolitano y el Aeropuerto Internacional de Ezeiza habían sido cerrados y un avión comercial proveniente de Colonia, obligado a regresar.

Mientras se desarrollaban esos acontecimientos, la escuadrilla de ataque, al mando del capitán de fragata Guaita, llegó al centro de la ciudad y comenzó a orbitar sobre el Río de la Plata en espera de que las condiciones climáticas mejorasen.

En su condición de presidente de la Nación y comandante en jefe de las Fuerzas Armadas el primer mandatario debió haberse hecho cargo personalmente de la represión pero prefirió delegar el mando en el general Lucero y poner su persona a resguardo.

Lucero convocó a los principales jefes militares a una reunión urgente en el Ministerio de Ejército2, de resultas de la cual, dispuso la movilización del histórico Regimiento de Granaderos a Caballo “General San Martín”, que desde 1903 tenía a su cargo la custodia y resguardo del presidente de la Nación y el alistamiento del poderoso Regimiento Motorizado “Buenos Aires” cuya misión sería defender el Edificio Libertador, sede de la dependencia. Al mismo tiempo se puso en estado de alerta a todas las unidades militares, incluyendo bomberos y policía y ordenó el alistamiento de todos los regimientos cercanos a la capital, en defensa del gobierno.

Un pesado clima de tensión se iba adueñando de las dependencias oficiales a medida que pasaban los minutos porque se sabía que aviones hostiles avanzaba hacia la ciudad y que se efectuaban febriles preparativos para plegar al alzamiento a la Escuela de Mecánica de la Armada, lo que tornaba imperioso adoptar todas las medidas para proteger la sede gubernamental.

En el sector de la Casa Rosada que da sobre la calle Rivadavia, se montó una sección de tiro apoyada por dos ametralladoras pesadas a las órdenes del capitán Virgilio di Paolo; una sección similar ocupó posiciones frente a Plaza de Mayo y otra en el sector posterior, cubriendo cualquier intento de avance desde Plaza Colón. Mientras tanto, en las azoteas del palacio gubernamental se instalaron tres piezas de artillería antiaérea al tiempo que el teniente coronel Oscar Goulú establecía su puesto de mando en el histórico Salón de los Acuerdos. Por su parte, el coronel Eduardo D’Onofrio, jefe de la Casa Militar convertido en improvisado jefe de la Agrupación Casa de Gobierno, hacía lo propio en su despacho, todo en medio de gran agitación. El Ejército, mientras tanto, montaba dos piezas de artillería antiaérea en las esquinas de Plaza de Mayo, una frente a la Catedral y otra al Cabildo, al tiempo que se ponían en estado de alerta a los bomberos, la enfermería y la comisaría de la sede gubernamental y se movilizaba al 3º Escuadrón de Granaderos con asiento en Palermo.

Efectivos del Regimiento de Granaderos a Caballo tomaron posiciones en el palacio de gobierno, construido sobre los cimientos del antiguo fuerte que fuera asiento de los virreyes del Río de la Plata y las primeras autoridades patrias portando armas y vistiendo uniformes de combate, mientras sus jefes impartían órdenes a viva voz.

El general Lucero dio muestras de un alto nivel profesional al disponer acertadas medidas defensivas tendientes a contrarrestar el alzamiento.



Av. Paseo Colón. Sector en el que se produjeron los principales combates terrestres. Al fondo el Edificio Libertador, sede del Ministerio de Ejército


A eso de las 12.20 tenía a todas las unidades de Ejército listas para ser movilizadas y al total de las fuerzas leales dispuestas a entrar en operaciones.

Los granaderos apostados en la Casa de Gobierno se hallaban al mando del teniente José María Gutiérrez, su jefe de guardia, quien se ubicó en el primer piso, junto al Salón Blanco, donde se había emplazado otra ametralladora pesada a cargo de un sargento ayudante de apellido Álvarez. Una decena de soldados provistos de rifles Mauser fue apostada sobre Rivadavia, apoyada a su vez por otra pieza similar, calibre 12,7, y en los accesos que daban a la calle Balcarce se desplegó un dispositivo similar, lo mismo en la parte posterior, frente a Paseo Colón, al tiempo que se colocaban más ametralladoras 12,7 en cada ángulo de la terraza, servidas cada una por cuatro soldados al mando de un suboficial.

Algo que ha llamado la atención de estudiosos y analistas es que en ningún momento se le advirtió a la población lo que estaba por suceder. Entre las 8.35 y las 09.00 Perón mantuvo una breve reunión en su despacho con el embajador norteamericano Albert Nuffert y quince minutos después se retiró al cercano Edificio Libertador, la imponente sede del Ministerio de Ejército, sin ordenar las alertas correspondientes, ni adoptar las medidas necesarias para evitar que la gente circulase por las inmediaciones de Plaza de Mayo. No hubo indicaciones de cerrar el tránsito, no se ordenó el desalojo de la Casa de Gobierno y tampoco se hicieron sonar las alarmas para prevenir a la población.

En Buenos Aires la vida siguió su transcurso con total normalidad.

Mientras tanto, en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza, las fuerzas rebeldes, recibían los primeros DC-3 y DC-4 de la Armada que transportaban infantes de Marina desde la Base Aeronaval de Punta Indio junto al personal necesario para las tareas de tierra (mantenimiento, equipamiento y recarga de combustible).

Los infantes desembarcaron y tomaron posiciones de combate en los edificios mientras los aviones volvían a decolar en busca de más efectivos.

A todo esto, la escuadrilla atacante seguía volando en círculos sobre la ciudad y el río, en espera de que las condiciones climáticas mejorasen. A esa altura, los monoplazas North American, comenzaban a quedarse sin combustible y varios de ellos debieron aterrizar en Ezeiza para reabastecer sus tanques.

El hecho, no pasó inadvertido a los empleados civiles de la estación aérea cuando con estupor, notaron las bombas bajo las alas de los AT-6 y eso movió a varios de ellos intentaron comunicarse con la capital para averiguar que era lo que ocurría pero descubrieron con sorpresa, que las líneas de comunicaciones habían sido cortadas. Sin embargo, según cuenta Ruiz Moreno en su libro, uno de ellos, Eduardo Maidana, logró establecer contacto con el Servicio de Informaciones del Estado y denunció lo que sucedía. Y fue a raíz de esa llamada que se impartió la orden de ametrallar a los aviones rebeldes apostados en el lugar.

Las comunicaciones entre la escuadrilla de ataque y el mando rebelde estaban cortadas, por lo que el capitán Noriega ordenó al teniente de fragata Carlos García, piloto de uno de los AT-6, que aterrizase en Ezeiza para solicitar informes.

El piloto se dirigió directamente hacia el Aeropuerto Internacional y una vez en tierra corrió hasta el puesto del capitán Bassi, quien tenía a cargo la aeroestación, para cumplir la orden. La angustia y la tensión crecían en las filas rebeldes a medida que pasaba el tiempo.

Bassi estableció contacto con el Ministerio de Marina en momentos en que los ánimos comenzaban a caldearse por la falta de comunicación y solicitó instrucciones. La demora se había prolongado excesivamente y el clima no parecía mejorar. La orden que se le dio a García fue la de atacar y aquel partió raudamente para retransmitirla a la escuadrilla. En ese preciso momento, un helicóptero del Ejército se posaba junto a la mole del Edificio Libertador, a solo cuatro cuadras de la base revolucionaria.

El general Perón hacía más de tres horas que había cruzado a la sede del Ejército rodeado por su escolta de granaderos y se hallaba en el 3º piso del gran edificio cuando el mando rebelde ordenó el ataque. A su lado se encontraban los generales Lucero y Sosa Molina, el brigadier San Martín, el vicepresidente de la Nación AlbertoTeissaire y otros funcionarios, civiles y militares, a quienes alrededor de las 12.30 se les unieron los almirantes Ramón Brunnet y Gastón Lestrade.

Los recién llegados expusieron al presidente los pormenores de la situación, confirmando que la Marina se hallaba en estado de rebeldía, que el Plan CONINTES había sido boicoteado y que se intentaba neutralizar la Escuela de Mecánica de la Armada. Mientras el primer mandatario escuchaba el informe, en el Ministerio de Ejérciro se terminaba de montar un importante dispositivo de defensa, en medio de un movimiento febril.

Inesperadamente, pasado el medio día, las condiciones climáticas parecieron mejorar, el plafond ascendió de 200 a400 metros y se abrieron algunos claros entre las nubes. Fue en ese preciso instante que la escuadrilla aeronaval se lanzó al ataque.

-Cumplir el objetivo – se le ordenó al comandante- Se reitera: cumplir el objetivo.

A través de los espacios abiertos que comenzaban a ofrecer las nubes, los aviadores de la Armada pudieron distinguir los principales edificios de la capital, puntos de referencia a tener en cuenta al momento de iniciar las acciones, entre ellos, la Casa de Gobierno, el Ministerio de Ejército, el Ministerio de Marina, el Ministerio de Comunicaciones, la Compañía Argentina de Electricidad con sus chimeneas desprendiendo densas columnas de humo, la Catedral, el Cabildo, la zona del puerto, Plaza de Mayo y avenida Paseo Colón.

Recibida la orden de ataque, el capitán Noriega la retransmitió a las unidades de su escuadrilla e inmediatamente después entró en corrida de lanzamiento:

-Dar cumplimiento al plan “Ministerio de Marina” –comunicó a través de la radio- Abrir compuertas. Listos para arrojar cargas3.
La escuadrilla naval se dividió en dos secciones. La primera, que constituía el grueso de la formación, se dirigió directamente hacia la Casa de Gobierno en tanto la segunda lo hizo hacia objetivos secundarios.


Aviones atacantes

En su corrida de ataque, después de efectuar un pronunciado giro sobre el Río de la Plata y sobrevolar Puerto Nuevo, los bombarderos abrieron las compuertas y se abalanzaron sobre los blancos.

Las bombas del capitán Guaita, fueron las primeras en caer. Una de ellas erró a la Casa Rosada y dio de lleno en un trolebús repleto de pasajeros que estalló envuelto en llamas. La segunda impactó en la sede de gobierno provocando los primeros destrozos en su estructura.

El trolebús se elevó por el aire y volvió a caer, pereciendo sus ocupantes a causa de las esquirlas y la terrible onda expansiva.

Le siguieron, uno tras otro, los cuatro Beechkraft restantes mientras arrojaban sus respectivas cargas explosivas.

Los impactos y los estallidos fueron de tal violencia que los desprevenidos transeúntes que transitaban por Plaza de Mayo y las calles adyacentes, comenzaron a correr desesperadamente en busca de protección. El espectáculo era asombroso. Buenos Aires se convertía en la primera capital del continente en sufrir un bombardeo aéreo de magnitud.

Mientras la gente huía aterrorizada, las baterías antiaéreas abrieron fuego respondiendo el ataque. Para los pilotos resultó espeluznante observar las trazantes pasando a escasos centímetros de sus aparatos y peor aún, cuando las mismas comenzaron a hacer impacto en sus estructuras. El avión de Guaita fue alcanzado en una de sus alas, muy cerca del tanque de aceite y el del teniente Irigoin recibió un impacto que le atravesó la puerta y cortó un tubo de cables que lo dejó incomunicado del resto de la escuadrilla. El disparo estuvo muy cerca de matar al cabo mecánico Francisco Calvi que, como se ha dicho, hacía las veces de asistente.

El capitán Noriega arrojó sus bombas detrás de Guaita. “Deseo suerte para el país”, pensó al accionar la palanca. Una de ellas pasó de largo y dio en el Ministerio de Hacienda, provocando la voladura de puertas y ventanas además de algunos incendios y serios daños en su mampostería; el segundo proyectil pegó en la Casa de Gobierno generando nuevos destrozos. Lo que resultó realmente dramático fue que muchos de los transeúntes se habían refugiado en el mencionado ministerio en momentos que su estructura recibía gran parte del ataque.

Las baterías antiaéreas alcanzaron a varios de los aviones sin producirles daños graves, lo que les permitió, una vez liberados del peso de las bombas, tomar altura y alejarse velozmente hacia Ezeiza a efectos de reponer armamento y combustible.

Detrás de los Beechkraft llegaron los North American AT-6, lanzando sus bombas en picada y remontando vuelo para recomponer su formación por encima de las nubes. Los daños que causaron fueron tremendos. Uno de los proyectiles estalló en el despacho presidencial; otro produjo un enorme agujero en el ángulo noreste del Ministerio de Hacienda, dos más impactaron en la calle, un quinto lo hizo en las escalinatas de acceso que daba a Hipólito Yrigoyen y otro más en las veredas de Paseo Colón, entre Yrigoyen y Alsina. Las bombas habían sido arrojadas desde una altura de 400 metros, cuando estaban preparadas para hacerlo desde 1000, razón por la cual, algunas de ellas no alcanzaron a explotar. De todas maneras, los daños fueron enormes y el costo en vidas, tremendo.

Mientras una gruesa columna de humo se elevaba hacia los cielos desde la Casa de Gobierno, numerosos cadáveres yacían tirados en las calles, todos ellos civiles que en el momento del ataque transitaban por el lugar. Se observaban cuerpos acribillados por las esquirlas y a gran número de heridos lamentándose sobre el pavimento, en muchos casos, horriblemente mutilados. El drama recién comenzaba.

-¡Avance capitán! – le ordenó el contralmirante Toranzo Calderón al capitán Argerich en la planta baja del Ministerio de Marina.
Acompañado por su jefe de operaciones, teniente de navío Carlos Recio, Argerich ganó rápidamente el exterior y subió al jeep que debía encabezar la columna integrada por tres camiones, en los que sus hombres aguardaban expectantes.

La formación tomó por Cangallo y al llegar a Leandro N. Alem, dobló a la izquierda para dirigirse directamente al palacio de gobierno.

A escasos 30 metros de la estatua de Juan de Garay, los vehículos efectuaron un giro de 180º y se detuvieron, con su parte posterior mirando hacia la Casa Rosada.

Ciento cincuenta infantes de Marina saltaron al pavimento y se dividieron en dos secciones, una al mando del teniente Carlos Sommariva y la otra a la de su igual en el rango, Menotti Alejandro Spinelli, apostándose ambas en las posiciones previamente asignadas.

La sección del teniente Sommariva se ubicó en un punto al noreste, muy cerca de donde se habían detenidos los camiones en tanto la de Spinelli, después de cruzar la avenida, hizo lo propio sobre Plaza Colón, frente a la fachada posterior del gran edificio, detrás de la hoy inexistente estación de servicio del Automóvil Club Argentino.

El espectáculo era dantesco. Varias columnas de humo se elevaban hacia el cielo desde diferentes puntos, la gente corría aterrorizada, el trolebús impactado ardía a lo lejos con sus ocupantes carbonizados en su interior y numerosos cadáveres yacían tirados por todas partes, entremezclados con los heridos, gente que agonizaba y vehículos envueltos en llamas.



Una de las bombas impacta cerca de la estatua del Gral. Belgrano. Al fondo el edificio del Banco Nación


Densas columnas se elevan hacia el cielo encapotado desde Av. Paseo Colón. A la derecha, la Casa Rosada

Un transeúnte corre entre cadáveres y escombros


Una esquirla le ha amputado la pierna derecha a esta mujer. Perón no advirtió a la población sobre la inminencia del ataque pese a las tres horas que transcurrieron desde el primer alerta




Víctimas del brutal ataque yacen por doquier

Esta espeluznante fotografía muestra un cuerpo carbonizado entre las ruinas de un edificio

Decenas de cadáveres tapizan las calles

Terrible imagen del trolebús alcanzado por una bomba


Argerich impartió las últimas directivas recalcando que los civiles con brazalete blanco eran amigos y por lo tanto, no había que dispararles.

Lo primero que alcanzó a ver fue la ametralladora emplazada en la ventana lateral de la calle Rivadavia junto a la que se encontraban apostados el teniente de Granaderos José María Gutiérrez y el sargento ayudante Álvarez y con la intención de neutralizarla, levantó su arma y barrió la posición con intermitentes descargas.

Gutiérrez y Álvarez se apartaron a tiempo de la ventana, mientras la cristalería de la habitación estallaba en pedazos. Presa de viva furia regresaron ambos a sus puestos, y después de tomar el arma, el primero descorrió el seguro y el segundo disparó.

Una descarga de balas pasó entre Argerich y el teniente Recio, forzando a los infantes a buscar protección en la Recova de Paseo Colón. Mientras tanto, la Compañía Nº 1, con la sección de ametralladoras del teniente Montiquín, se replegaba en dirección al Ministerio de Marina batida por el nutrido fuego de la Casa Rosada.

Se había perdido el factor sorpresa y por esa razón, el asalto a la sede gubernamental era tarea imposible. De acuerdo a lo planeado, el teniente Sommariva ordenó a su sección emprender la retirada por Paseo Colón, en forma escalonada y con apoyo de las partes, buscando el amparo de los edificios y mientras lo hacían, sus efectivos recibían el aliento de numerosos civiles opositores a Perón que se habían cobijado detrás de automóviles, paredes y columnas.


Capitán de Fragata Juan Carlos Argerich

Quien mantuvo sus posiciones firmemente por no haber recibido la orden de repliegue fue el teniente Spinelli, trabado en intensa lucha con los granaderos que defendían la Casa de Gobierno. Los disparos de metralla y fusilería, los gritos de los combatientes y el ulular de las ambulancias, que desafiaban valerosamente el fuego para evacuar a los heridos, le había impedido escucharla.

Mientras se desarrollaban estas acciones, volaba hacia el centro de la ciudad la escuadrilla de alarma de la VII Brigada Aérea de Morón, integrada por cuatro veloces Gloster Meteor FMk IV impulsados por sus poderosas turbinas Roll Royce, armado cada uno con cuatro cañones Hispano Suizos de 20 mm. Encabezaba la formación su líder, el teniente Juan García, al comando del aparato matrícula I-039, seguido por el primer teniente Mario Olezza en el matrícula I-077, el teniente Osvaldo Rosito en el I-090 y el teniente Ernesto Adradas en el I-063, que partió minutos más tarde porque su motor derecho presentaba problemas de puesta en marcha. Su misión: derribar cualquier aparato rebelde con el que se topasen.



Milicianos y obreros peronistas disparan contra el Ministerio de Marina (Isidoro Ruiz Moreno, La Revolución del 55)



Trabajadores peronistas avanzan detrás de un tanque hacia el Ministerio de Marina (Isidoro Ruiz Moreno, La Revolución del 55)


Los Gloster Meteor alcanzaron la zona de operaciones y una vez allí, informaron a su base que sobre la Casa de Gobierno no se observaba nada anormal. Pese a ello, confirmaron que permanecerían en el lugar, volando en círculo, en espera del enemigo y que informarían cualquier novedad.

No habían pasado más que unos cuantos minutos cuando el teniente García detectó a lo lejos una formación de dos aviones navales que se alejaba en dirección norte, cosa que se apresuró a comunicar a la torre de Morón.

-Proceda a su derribo – fue la orden que recibió.
García transmitió la directiva a sus hombres y su escuadrilla se escalonó hacia la izquierda lanzándose detrás de los aparatos fugitivos que piloteaban el teniente Máximo Rivero Kelly y el guardiamarina Arnaldo Román.

Los aviadores navales se habían separado del grupo principal por causa de la niebla y venían de sobrevolar los cuarteles del Regimiento Motorizado “Buenos Aires” sin haberlo atacado porque para entonces, sus unidades había partido hacia la zona de operaciones. Román había escoltado a uno de los Beechkraft y al igual que su compañero, se hallaba escaso de combustible y llevaba todavía sus bombas. Por consiguiente, al momento de ser detectado se aprestaban ambos a aterrizar en el Aeroparque con el indicador de combustible marcando cero.

Los aviadores rebeldes sobrevolaban el espigón del Club de Pescadores, cuando los Gloster Meteor los interceptaron y abrieron fuego. Las descargas pasaron a escasos centímetros de Rivero Kelly, que para evitar ser alcanzado, se elevó hasta los 700 metros y cuando volaba sobre San Isidro se ocultó entre las nubes.

Román, que piloteaba el AT-6 matrícula 3A-23, estaba a punto de aterrizar cuando las trazadoras pasaron debajo de su aparato. Como impulsado por una fuerza interior ajena a su voluntad, intentó una maniobra evasiva virando en ascenso hacia la derecha pero se topó sorpresivamente con el caza I-063 del teniente Ernesto Adradas que abrió fuego sobre él y lo alcanzó de lleno.

La cabina de Román estalló en pedazos hiriendo al piloto en la cabeza, su tanque fue perforado y el ala derecha comenzó a incendiarse.

Al ver que los mandos no le respondían, abandonó todo intento de preservar su aparato y procedió a eyectarse. A 500 metros de altura abrió la cabina, desabrochó el cinturón que lo sujetaba al asiento, se puso de pie e impulsado por el viento, saltó al vacío.


Gloster Meteor de la VII Brigada Aérea

El avión naval se precipitaba hacia el río cuando Román daba una vuelta en el aire y tiraba de la anilla para desplegar su paracaídas. Cayó lentamente sobre las obscuras aguas del Plata con su chaleco salvavidas inflado, a la vista de varios curiosos que se encontraban en la Av. Costanera.

Moviéndose al ritmo de la marejada, se desprendió de todo el equipo que lo estorbaba (casco, paracaídas y correajes), y aligerado de peso, intentó mantenerse a flote, notando que las botas se le estaban llenando de agua. De no haber contado con el salvavidas, seguramente se habría ahogado.

Román alcanzó a distinguir a su avión flotando a lo lejos y luego lo vio desaparecer bajo las aguas, tragado por la corriente. Acababa de protagonizar el primer derribo de una aeronave argentina en combate y había tomado parte en el verdadero bautismo de fuego de la Fuerza Aérea y la Aviación Naval. Sin embargo, el valeroso piloto no tenía tiempo para pensar en esas cosas ya que si bien acababa de salvar milagrosamente su vida, el peligro no había pasado.

Mientras trataba de mantenerse a flote, Román vio a lo lejos una boya que se bamboleaba lentamente y hacia ella comenzó a nadar, sin embargo, a los cinco minutos se percató de que una lancha de la Prefectura Naval avanzaba directamente hacia él.

La embarcación se detuvo a su lado, con varios hombres apuntándole con sus armas, dispuestos a acribillarlo en caso de que hiciese algún movimiento en falso. Lo sacaron del agua y en calidad de prisionero lo condujeron a la Subprefectura del Río de la Plata, sobre la Dársena Norte, donde quedó detenido e incomunicado.




La lucha ha cesado. Esta antigua fotografía muestra algunos de los daños en las azoteas de la Casa Rosada. Al fondo el palacio del Ministerio de Comunicaciones. A la derecha el Ministerio de Marina. Detrás, el sector portuario

Otra vista de las azoteas de la Casa de Gobierno


Ciudadanos junto a varios cadáveres a poco de finalizadas las acciones

Vehículos destrozados sobre Av. Paseo Colón


Edificios en ruinas sobre Paseo Colón

Otra vista de los daños sobre Av. Paseo Colón

Frente acribillado del Ministerio de Economía y Hacienda

Daños en la Casa Rosada

Estado en que quedó el interior de la Casa Rosada

Más daños en el exterior


Mientras tanto, la escuadrilla leal, al mando del primer teniente García, efectuó una nueva pasada sobre la zona de operaciones y al no divisar aviones enemigos, dio por concluida su misión regresando a Morón en formación de rombo.

Los Gloster Meteor tocaron pista a las 13.30, casi en el mismo momento en que el teniente de corbeta Máximo Rivero Kelly sobrevolaba la zona en dirección al Aeropuerto Internacional de Ezeiza.

A poco de que los pilotos leales echaran pie a tierra e informaran a sus superiores los detalles de su misión, la VII Brigada Aérea recibió órdenes de atacar Ezeiza. Impartida la directiva, el vicecomodoro Carlos Alberto Síster, leal piloto peronista, comandante del Primer Escuadrón, se ofreció para encabezar la operación.

Síster procedió a colocarse el traje de combate y cuando estuvo listo, abordó el aparato matrícula I-352, desde cuya cabina solicitó instrucciones a la torre. Las mismas llegaron casi al instante, claras y concisas: “Diríjase a Ezeiza y ametralle aviones en tierra. Pasar a máxima velocidad dado que existen piezas de artillería en el sector”.

El vicecomodoro partió solo porque en el momento de decolar, su numeral sufrió un desperfecto en una de sus turbinas que lo obligó a permanecer en tierra. En momentos en que daba máxima potencia a sus turbinas y se aprestaba a iniciar el carreteo, pasó sobre la brigada la aeronave del teniente Rivero Kelly en dirección al Aeropuerto Internacional.

Aquello generó cierta confusión ya que los efectivos rebeldes de la Aeronáutica encabezados por el comandante Agustín de la Vega, habían convenido con las autoridades de la Armada que el paso de un avión naval iba a ser la señal de que el alzamiento estaba en marcha y que debían proceder a apoderarse de la unidad. Sin proponérselo, Rivero Kelly había hecho creer a los conjurados que el plan se estaba desarrollando de acuerdo a lo planificado y en su defecto, procedieron a copar la unidad.

De La Vega contaba solamente con el apoyo de su ayudante, Eduardo Wilkinson, pero cuando anunció que la base estaba tomada, siete de sus oficiales, de conocidas tendencias antiperonistas, se le plegaron inmediatamente, lo mismo el odontólogo de la guarnición, armado con una pistola.

Empuñando fusiles ametralladora, De La Vega y su gente redujeron a dieciocho suboficiales del escuadrón, encerrándolos en un hangar próximo al edificio del destacamento. Acto seguido, reunieron a un total de 180 soldados conscriptos y al frente de los mismos se encaminaron al edificio principal, al que llegaron en momentos en que Síster remontaba vuelo. El resto de los pilotos se encontraban en sus aviones, listos para entrar en acción cuando los insurrectos se hiciesen presentes.

El brigadier Mario Emilio Daneri, el comodoro Soto, comandante de la brigada y el jefe del Grupo 3 de Caza, vicecomodoro Orlando Pérez Laborda, fueron reducidos. Soto intentó enfrentar a los rebeldes pero De La Vega, apuntándole con su pistola, le ordenó que se quedase quieto. Inmediatamente después, les mandó arrojar las armas, levantar las manos y caminar hacia la sala de pilotos donde, finalmente, fueron encerrados.

Los capitanes Carlos Enrique Carús y Orlando Arrechea procedieron a detener a los pilotos que aguardaban órdenes en sus aviones, conduciéndolos a punta de pistola hasta la misma sala en la que habían sido recluidos sus superiores. De ese modo, quedaron dueños de la situación, con la VII Brigada en su poder.

Mientras esto acontecía en Morón, el vicecomodoro Síster volaba hacia Ezeiza, la denominada “Base Roja” de los rebeldes, decidido a cumplir su misión. Con los edificios de la estación aérea recortándose en el horizonte, el decidido piloto peronista comenzó a descender al tiempo que efectuaba el control de su tablero y ajustaba el dispositivo de ataque, apuntando a las unidades que se hallaban sobre la pista principal.

Bassi y los recién aterrizados Noriega y Sánchez Sabarots, lo vieron descolgarse de las nubes y dirigirse directamente hacia ellos mientras abría fuego con sus cañones.

El personal de la base se dispersó velozmente en busca de refugio mientras las balas repicaban sobre el asfalto y rebotaban en distintas direcciones. Los tres jefes corrieron hacia una zanja cercana para arrojarse en su interior en momentos en que Síster alcanzaba al AT-6 de Rivero Kelly.

Síster se elevó y al mirar hacia abajo identificó a muchos de los aviones que habían participado en el ataque a la Casade Gobierno, es decir, los doce North American, y uno de los bimotores Beechkraft, detenidos junto a dos transportes y un Catalina

El aviador enfiló nuevamente hacia ellos disparando decididamente sobre los monomotores, sin lograr alcanzarlos por la mala visibilidad. Aún así, acribilló la estructura del Beechkraft matrícula 3B-11, dejándolo fuera de combate.

Durante el ataque, alcanzó a un avión de pasajeros de la aerolínea comercial escandinava SAS y a otro de Aerolíneas Argentinas que se hallaban cerca, generando el consabido pánico y preocupación entre el pasaje y la tripulación.

Personal militar y civil corría en busca de protección cuando los disparos de Sister acribillaron las plataformas. El avión de SAS, que esa misma mañana debía regresar a Suecia, recibió seis impactos de cañón en el fuselaje y el de Aerolíneas Argentinas entre dos y tres.

A bordo del Catalina, el guardiamarina Osvaldo Pedroni respondió el fuego, disparando con una de las ametralladoras traseras y desde la zanja en la que se había puesto a cubierto, el capitán Sánchez Sabarots, movido más por sus instintos que por la razón, se puso de pie con su pistola en la mano y vació el cargador, sin ningún resultado.

Durante su tercera pasada, los cañones de Síster se trabaron, razón por la cual, el bravo aviador viró de regreso a su base, aterrizando sin inconvenientes quince minutos después. Grande fue su sorpresa cuando vio desde su cabina al capitán Carlos E. Carús que se acercaba apuntándole con su pistola. Fue obligado a descender, a colocar las manos sobre y cabeza y caminar hacia a la sala de pilotos donde fue alojado junto al resto de los prisioneros.

A todo esto, en el Ministerio de Guerra, el general Perón, visiblemente nervioso, había delegado el mando completamente en el general Lucero y se mantenía al margen, en espera de los acontecimientos.

Lucero había dispuesto defender el Ministerio y la vida del primer mandatario emplazando ametralladoras pesadas en las ventanas del edificio y reforzando su defensa con cuadros y unidades del Regimiento Motorizado “Buenos Aires”.

Desde esas posiciones, ordenó abrir fuego contra las tropas de Infantería ubicadas frente a la Casa de Gobierno, batiendo la zona sobre la que aquellas se hallaban desplegadas. Al mismo tiempo, ordenó a determinadas unidades militares controlar puntos considerados sospechosos como la Base Aérea de El Palomar y la Escuela de Mecánica dela Armada, despachando hacia esta última al general José Domingo Molina, comandante en jefe del Ejército, quien instaló su puesto de mando en dependencias de la I División Motorizada, en los cuarteles de Palermo, de la que dependían los Regimientos 1, 2 y 3 de Infantería a las órdenes del general Ernesto Fatigatti.

Quien avanzaba directamente a la batalla sin saber lo que realmente estaba ocurriendo era el capitán Marcelo Amavet, jefe del 3er. Escuadrón del Regimiento Escolta Presidencial quien, al frente de su columna, había partido desde Palermo antes comenzar el bombardeo, desconociendo la gravedad de la situación.

Amavet tomó el camino acostumbrado en tiempos de paz, es decir Av. Libertador (antes Alvear) y luego Leandro N. Alem, para enfilar directamente hacia el palacio de gobierno con sus vehículos, un ómnibus y dos camiones, atestados de conscriptos.


General Franklin Lucero

Por su parte, la sección del Batallón de Infantería de Marina 4 al mando del teniente Menotti Alejandro Spinelli, seguía combatiendo aferrada a sus posiciones, entre la estación de servicio del Automóvil Club Argentino y Plaza Colón, mientras era duramente hostigada por los granaderos desde la Casa de Gobierno y las fuerzas apostadas en el Edificio Libertador.

Spinelli, que disparaba desde la plaza junto al guardiamarina Antonio Pozzi, ordenó a sus efectivos más próximos tirar a las llantas de los pocos automóviles que intentaban desesperadamente retirarse de la zona a efectos de obtener mayor cobertura. Ignorante del repliegue del capitán Argerich, dispuso enviar al cabo principal Juan Carlos López para solicitar instrucciones, casi en el preciso instante en que una mujer atravesaba el lugar a todo correr, llorando y gritando aterrorizada, con el rostro cubierto de sangre.

El tiempo transcurría desesperantemente lento y como el cabo López no llegaba, Spinelli ordenó a sus hombres desplazarse hacia la retaguardia para ponerlos a cubierto de las ametralladoras que disparaban sin parar desde la Casa Rosada.Para ello llamó al conscripto Menafra, y le ordenó que partiera en pos de las instrucciones que López no traía.

Menafra hecho a correr velozmente en cumplimiento de la directiva pero a los pocos metros cayó gravemente herido, alcanzado por los disparos.

Mientras las balas repicaban en torno al conscripto, que a causa del intenso dolor se revolcaba sobre el pavimento, llegó al sector el Regimiento Escolta, que colocó a sus vehículos en la línea de fuego de los infantes de Marina.

Al ver que la columna se iba a detener bajo la explanada lateral de Rivadavia y Paseo Colón (el lugar donde habitualmente se apeaba la tropa), Spinelli comprendió que aquellos refuerzos constituían una sentencia de muerte para su pelotón y por esa razón, ordenó abrir fuego.

Sobre la columna motorizada se abatió una lluvia de plomo que se cobró la vida de varios hombres. Uno de los disparos dio de lleno en la cabeza del conscripto Rafael Inchausti, chofer del ómnibus, matándolo instantáneamente, e hirió a sus compañeros.

Con el soldado muerto al volante, el camión siguió avanzando muy lentamente hacia el centro de la calle, mientras seguía recibiendo impactos sobre su estructura. Los tiradores de la Marina también abatieron a los otros dos choferes, conscriptos Ramón Cárdenas y Oscar Dresich, casi en el mismo instante en que el primer camión comenzaba a incendiarse.

A bordo de los vehículos, todo era caos y confusión y si no murieron más soldados fue por la férrea cobertura que les brindaron los defensores de la Casa de Gobierno. El combate entonces se tornó furioso, aumentando el número de heridos de uno y otro bando, en especial, a bordo del ómnibus y los camiones.

Los granaderos saltaron fuera y mientras algunos buscaban cobertura detrás de ellas, el resto corrió hacia el palacio de gobierno, con las balas repicando a su alrededor.

El oficial Mario Davico se detuvo junto a una de las palmeras de la entrada de Rivadavia, justo al lado de una de las bombas sin explotar que la Aviación Naval había arrojado minutos antes y ahí se quedó inmóvil. Desde el edificio, sus compañeros, lo apuraron para que ingresara porque, al atraer el fuego sobre sí, era probable que una de las balas hiciera detonar el artefacto.

Mientras tanto, el combate arreciaba con los infantes de Marina, que aún se aferraban a sus posiciones, devolviendo el fuego con determinación, aún cuando comprendían que el asalto a la sede gubernamental era imposible y que todo contacto con su jefe, el capitán Argerich, se había cortado.

Los jefes del Regimiento de Granaderos a Caballo pensando que no se repetirían los ataques aéreos, decidieron bajar una de las ametralladoras pesadas para emplazarla en el sector de la explanada en tanto, desde su posición, el teniente primero Carlos Mulhall ordenaba evacuar a los soldados heridos.

Así estaban las cosas cuando repentinamente, dos bimotores Beechkraft aparecieron volando bajo desde el oeste.

Al verlos venir, los efectivos apostados en las azoteas de la Casa de Gobierno abrieron fuego mientras en el interior sus ocupantes se ponían a cubierto.

Spinelli sintió alivio cuando vio a los bombarderos pero se sobresaltó cuando aquellos soltaron sus bombas pues le pareció que las mismas iban a dar justo en su posición. Se cubrió la cabeza, cerró fuertemente los ojos y esperó, pero los proyectiles cayeron en el palacio de gobierno provocando nuevos incendios y destrozos.

Fue en ese momento que el oficial de Marina decidió retirar a su compañía, bastante castigada por el fuego enemigo y en ese sentido, impartió directivas precisas.

Para entonces, los comandos civiles encabezados por el teniente de Navío (RE) Siro de Martini, habían copado las instalaciones de Radio Mitre, en Arenales 1925 y después de reducir al personal a punta de pistola, obligaron al locutor Alberto Palazón a dar lectura a la proclama revolucionaria. Su texto era el siguiente:

¡Argentinos, argentinos! ¡Escuchad este anuncio del Cielo, volcado por fin sobre la tierra argentina: el tirano ha muerto! Nuestra Patria desde hoy es libre: Dios sea loado. Fuerzas Armadas de la Nación con la solidaridad de sectores civiles representativos de la orientación democrática argentina, inspiradas por los ideales que desde Mayo iluminaron nuestra nacionalidad, se rebelan en este momento contra la tiranía, para restablecer la vigencia de la moral pública, sancionar a los responsables, restituir la justicia y devolver al pueblo el esencial instrumento de sus libertades. Afrontan esta decisión suprema ante la comprobación de que se estaba en camino de destruir espiritualmente el país, por obra de una corrupción desenfrenada; y se determinan a hacerlo con urgencia temeraria por el convencimiento de que el pueblo ha perdido la posibilidad jurídica de formar, expresar y defender su voluntad espontánea!4

Pero Perón no había muerto ni mucho menos, sino que desde el 5º piso del Edificio Libertador, seguía expectante el desarrollo de los acontecimientos.

La lectura de la proclama fue respondida por otra de la CGT, emitida por su secretario general, Héctor Hugo Di Pietro a través de diversas frecuencias. La misma decía:

¡Compañeros! El martes la CGT dio una consigna: ¡Alerta! Ha llegado el momento de cumplirla. Todos los trabajadores de la Capital Federal y del Gran Buenos Aires deben concentrarse inmediatamente en los alrededores de la CGT, Independencia y Azopardo. Todos los medios de movilidad deben tomarse, a las buenas o a las malas. ¡Compañeros!: en los alrededores les darán instrucciones. ¡La Confederación General del Trabajo los llama para defender a nuestro líder! Concéntrense inmediatamente sin violencia5.

Y el pueblo no se hizo esperar. La multitud trabajadora, enardecida por sus dirigentes, abordó distintos medios y se encaminó a los lugares indicados dispuesta a luchar. En el camino asaltó varias armerías, entre ellas la tradicional Casa “Razetti”, apoderándose de fusiles, revólveres, pistolas y cuchillos y después de destrozar las empalizadas de madera de varios edificios en construcción, se proveyó de garrotes y objetos de hierro.


Alberto Palazón, Locutor de Radio Mitre

La turba llegó a la zona de combate procedente de todos los rincones de la capital, las localidades suburbanas e incluso de la ciudad de La Plata, a bordo de camiones, ómnibus, automotores, trenes y todos los medios de transporte que se pudieron requisar para su traslado, muchos de ellos puestos a disposición por la Fundación Eva Perón.

Hubo escenas realmente increíbles, cuando decenas de obreros y empleados cruzaban las calles en medio de la infernal balacera y se ponían a cubierto en los edificios adyacentes para avanzar en grupos y ocupar posiciones inmediatas a la Casa de Gobierno. En los momentos de mayor peligro se vio a más gente correr por Paseo Colón y también a despavoridos transeúntes que atrapados por el tiroteo intentaban protegerse lo mejor que podían.

La irresponsable convocatoria de la CGT y su demencial incentivo de la turba fue la causa de tantas víctimas civiles.

Con el ruido de los disparos como música de fondo, los trabajadores vitoreaban a Perón mostrando una voluntad irreductible de pelear hasta las últimas consecuencias. Al mismo tiempo, la Alianza Libertadora Nacionalista, la temible fuerza de choque peronista dirigida por Guillermo Patricio Kelly instaba a la población desde su sede en Av. Corrientes y San Martín, a armarse en defensa de Perón. Sus militantes proveyeron de armas a numerosos civiles, enviándolos inmediatamente a la zona de combate con la expresa indicación de morir en defensa de su líder. Se trataba de unos 200 o 300 fanáticos, muchos de ellos temibles ustachas de Ante Pavelic, identificados con el brazalete del águila y la sigla de la agrupación, impartían directivas a viva voz ostentando fusiles, pistolas y ametralladoras.

La agrupación hizo llegar un camión hasta la puerta de su sede y después de llenarlo de milicianos y obreros armados, lo condujo hacia el frente de lucha, escoltado por varios automotores y seguido por grupos a pie que corrían detrás, vociferando consignas a favor de Perón.

Al llegar a Paseo Colón, los aliancistas ordenaron a los ocupantes del camión echar pie a tierra y animándolos con gritos de guerra y muerte, los impulsaron a ponerse en marcha, cosa que hicieron con gran determinación.

-¡¡Compañeros de la Alianza, ataquemos el Ministerio!!

Mientras militantes y obreros se encaminaban hacia la sede rebelde, en las arcadas del Cabildo un segundo grupo aliancista instaba a otro importante número de trabajadores a dirigirse a la CGT para proveerse de armas. La improvisada tropa abordó dos camiones y al grito de “¡Perón o muerte. La vida por Perón!”, partió a toda velocidad, seguido por gente a pie.

En esos momentos, la sede de la Armada iniciaba aprestos para su defensa dado que un asalto a la posición se tornaba inminente. Se sabía en esos momentos que unidades del Ejército, especialmente las del Regimiento 3 de Infantería, convergían sobre el centro de la capital en defensa de Perón y era necesario sumar su concurso.

El regimiento, poderosa unidad de combate con asiento en La Tablada, había sido puesto en alerta la noche anterior y a las 12.30 del 16, recibió la orden de alistamiento. Poco después de producido el bombardeo inició la marcha sobre el epicentro de la ciudad dividiéndose en dos columnas provistas de cañones Oerlikon. La primera al mando del mayor Juan Carlos Vita, tomó por Av. Crovara en dirección a Plaza de Mayo dispuesta a sumarse a la defensa de la Casa de Gobierno y la segunda hizo lo propio hacia el Aeropuerto Internacional de Ezeiza con la misión de apoderarse de la que, hasta ese momento, era uno de los más importantes focos de la rebelión.

La sección del mayor Vita cruzaba Av. San Martín, a escasas cuadras de la Av. General Paz cuando tres aviones navales se abalanzaron sobre ella ametrallándola y bombardeándola. La incursión provocó la muerte de tres conscriptos (uno de ellos el soldado clase 34 Rubén Criscuolo) y heridas a varios de sus compañeros. Las esquirlas mataron también a un anciano que quedó tirado sobre el asfalto, en la esquina de Crovara y San Martín, una de las tantas bajas que no se contabilizaron esa jornada.

El regimiento detuvo su marcha y apuntando sus piezas antiaéreas repelió la agresión, alcanzando a uno de los aparatos y obligando los otros dos a retirarse mientras los transeúntes huían despavoridos del sector.

A las 14.00 la sección llegó a Plaza de Mayo dividida en dos columnas. La primera, encabezada por el mayor Vita, se adelantó para reconocer el área justo cuando la sede del gobierno era atacada por el pelotón del teniente Spinelli y la segunda se detuvo en espera de instrucciones.

En esos momentos, el teniente primero Mulhall tenía a su cargo dos de las tres ametralladoras pesadas que se habían montado en las azoteas de la Casa de Gobierno, ya que la tercera se había trabado y se hallaba fuera de servicio. Carente de municiones, le ordenó a uno de los soldados que se hallaban junto a él ir en busca de una nueva provisión mientras continuaba batiendo al enemigo.

El granadero y un compañero partieron presurosamente y regresaron enseguida con varias cajas y bandas de balas. Mulhall les pidió que las acomodaran y que después se retiraran y en eso se hallaban los dos conscriptos enfrascados cuando repentinamente el soldado Víctor Enrique Navarro cayó boca abajo, víctima de un disparo en la cabeza. Francotiradores civiles ubicados en las azoteas del Banco Nación y las ventanas del Ministerio de Asuntos Técnicos (Leandro N. Alem y 25 de Mayo), habían abatido al conscripto.

Indignado, Mulhall apuntó hacia los techos de la entidad bancaria y disparó varias ráfagas barriendo la posición mientras piezas de 20 y 40 mm del recientemente llegado Regimiento 3 de Infantería, hacían lo propio sobre el mencionado ministerio.

La de Navarro fue una de las tantas muertes inútiles que se produjeron aquel día. Mulhall, apenado, cubrió al conscripto con una capa y allí se quedó esperando junto al cadáver, el desarrollo de nuevos hechos.

Tal era la capacidad de fuego y combatividad de la gente de Spinelli, que los jefes que defendían la Casa de Gobierno, Guillermo Gutiérrez y Ernesto D’Onofrio, solicitaron a su regimiento nuevos refuerzos.

Recibida la información, los granaderos alistaron tropas y alrededor de las 14.00 partieron de Palermo, al mando del teniente primero Roberto D’Amico. Llevaban consigo tres tanques Sherman, dos vehículos semioruga “Carrier”, dotados de ametralladoras pesadas y varios camiones y ómnibus cargados de conscriptos que presas del entusiasmo y mucha inconsciencia, deseaban fervorosamente entrar en acción.

Al transponer los portones de la unidad, los efectivos que debían permanecer en el lugar custodiando las instalaciones, saludaron su salida lanzando vítores y vivas a Perón junto a un grupo de civiles que se había acercado en busca de información.



Efectivos del Regimiento de Granaderos a Caballo que tomaron parte en la defensa de la Casa de Gobierno (Isidoro Ruiz Moreno, La Revolución del 55) 

Finalizada la lucha, un grupo de Granaderos posa junto a un tanque del Regimiento Motorizado Buenos Aires (Isidoro Ruiz Moreno, La Revolución del 55)

Defensores de la Casa de Gobierno después de los combates


La columna tomó por avenida Cabildo, siguiendo por luego por Santa Fe después de dejar atrás Puente Pacífico, Plaza Italia y el Jardín Botánico. Al llegar a Callao dobló a la derecha y tomando por Corrientes, alcanzó Diagonal Norte, pasando junto al obelisco. Continuando por Av. Diagonal Norte, dejó a su derecha el histórico Cabildo e inmediatamente después desembocó en Plaza de Mayo para seguir por Rivadavia en medio de intensos disparos de metralla.

La unidad motorizada se detuvo junto a la puerta principal del palacio de gobierno permitiendo que los fusileros del 2º Escuadrón ingresasen en su interior y tomasen posiciones. Inmediatamente después, D’Amico, impartió una serie de instrucciones e inició el avance sobre las posiciones del teniente Spinelli.

Los infantes de Marina se batían con un valor inusitado, impactando con sus ráfagas las estructuras metálicas de los blindados que se les iban encima. Sus balas rebotaban peligrosamente sobre sus estructuras y salían despedidas amenazadoramente en distintas direcciones, poniendo en peligro a los cuadros militares y a los milicianos peronistas que e encontraban en los alrededores.

Con D’Amico sacando medio cuerpo fuera de la torreta de su tanque y accionando la ametralladora, la columna se puso en movimiento en tanto el Regimiento Motorizado “Buenos Aires”, hacía lo propio desde el Ministerio de Ejército al mando del teniente coronel Marcos Ignacio Calmón.

Calmón dividió su fuerza en tres secciones, tomando ubicación en la del centro. La idea era envolver al enemigo en un movimiento de pinzas y penetrar por el medio a modo de ariete. La columna Nº 1 debería enfrentar a los infantes de Marina; la segunda, avanzaría por el sector inmediato al puerto y la tercera haría otro tanto siguiendo las vías férreas que unían las dársenas con la estación Retiro.

Cuando los tanques echaron a andar, numerosos civiles se pegaron a ellos correr detrás, algunos dispuestos a pelear y otros decididos a ayudar a los soldados, ya fuera alcanzándoles municiones, agua para las ametralladoras e inlcuso hacer las veces de enlaces.

La situación con los civiles comenzó a descontrolarse ya que, en su afán por tomar parte en la pelea y defender a Perón, comenzaron a dificultar los movimientos de las fuerzas de represión. Muchos de ellos cayeron acribillados por los infantes y otros resultaron heridos, siendo necesaria su evacuación.

En torno a la CGT y otros puntos inmediatos a la Casa de Gobierno llegaron a congregarse más de 50.000 trabajadores deseosos de intervenir en la lucha, una cifra realmente preocupante si tomamos en cuenta la magnitud de los combates que se estaban desarrollando en torno a la Casa de Gobiernoi, únicos por sus características, en la historia de América. Cuando Perón desde el Ministerio de Ejército supo lo que ocurría, envió a su sobrino, el mayor Ignacio Cialcetta, con la orden de impartir la directiva de que debía controlarse la situación y despejar inmediatamente el sector.

Cialcetta corrió hacia la salida y ganó el exterior, donde miles de obreros aguardaban novedades.

-¡Todo el mundo a la CGT –gritó a viva voz- Despejen el área!
En esos momentos, camiones del Correo y un jeep de la Alianza Libertadora Nacionalista repartían armas entre los civiles tornando insostenible la situación. Cuando Cialcetta llegó a la central obrera y dio cuenta de que el Ejército tenía el control, la masa de trabajadores, enfervorizada, se lanzó a las calles para unirse a la columna de tanques que en esos momentos avanzaba sobre los marinos, siendo exacta la afirmación de Ruiz Moreno, de que la arenga del sobrino de Perón terminó por producir un efecto inverso al esperado.

La situación imperante aumentó la preocupación de las autoridades rebeldes que desde el Ministerio de Marina seguían atentamente el desarrollo de los acontecimientos. Por esa razón la orden del titular del arma, almirante Aníbal Olivieri, fue terminante. Los aviones navales debían continuar los ataques agregando a la Casa de Gobierno dos nuevos objetivos: la CGT y Radio del Estado.

Toranzo Calderón, Gargiulo y los altos oficiales apoyaron la decisión pero la orden, si bien fue impartida, no llegó a ser recibida.

Mientras las fuerzas leales avanzaban, el Ministerio de Marina organizaba su defensa, apostando en los pisos bajos treinta tiradores asistidos por el doble de conscriptos.

Las tropas peronistas comenzaron a presionar con fuerza sobre las posiciones del teniente Spinelli, tanto desde la Casa de Gobierno como del Ministerio de Ejército por lo que, tras un rápido análisis de la situación, viendo que sus hombres se hallaban dispersos y varios otros gravemente heridos, el bravo oficial dispuso el repliegue, ordenando fuego intenso a efectos de forzar al enemigo a buscar protección.

El mismo Spinelli dio el ejemplo al incorporarse y arrojar hacia la Casa de Gobierno una granada que hirió gravemente al capitán Marcelo Amavet y al subteniente Camilo Gay al explotar.

Los infantes de Marina se incorporaron y los que rodeaban a Spinelli procedieron a cargar al guardiamarina Pozzi para llevarlo a la rastra hasta la estación de servicio del Automóvil Club. En esos momentos, una turba de civiles armados, portando una bandera y dando vivas a Perón, comenzó a acercárseles amenazadoramente, blandiendo sus armas. Spinelli y sus hombres les apuntaron y descargaron sobre ellos varias ráfagas de metralla provocando la muerte de algunos de ellos y serias heridas a la mayoría. Los que no fueron alcanzados se dispersaron a toda prisa, buscando desesperadamente protección.

Tiroteada desde varios sectores, la 2ª Sección del teniente Spinelli llegó al edificio de la estación de servicio, comprobando que desde la zona de diques, en el puerto, la Prefectura Naval también les disparaba.

Haciéndoles señas con el brazo derecho, le gritó a sus hombres que apurasen el paso al tiempo que intentaba cubrirlos con su ametralladora automática. Según cuenta Ruiz Moreno, los vidrios y faroles de la estación de servicio estallaron hechos añicos mientras la chicharra de un trolebús abandonado a pocos metros, tornaba la escena todavía más irreal.

Pese a la retirada y al apoyo que los soldados se daban entre sí, varios de los infantes se desprendieron del grupo principal y al quedar aislados, cayeron prisioneros, recibiendo en algunas ocasiones fuertes golpizas por parte de los enardecidos civiles. Un conscripto de apellido Jovanovich, al verse perdido, fingió estar gravemente herido y se arrojó al suelo. Una vez en la ambulancia en la que era evacuado, se incorporó, colocó su pistola en la cabeza del conductor y lo obligó a llevarlo hasta el Arsenal Naval.

En su repliegue, los infantes de Marina sufrieron numerosas bajas, entre ellas las del mayor Galileo Battilana, los infantes Carlos Fernández, Antonio Massafra, Norberto Di Tomaso y Carlos Garofalo y el conscripto Abel Lerner.

Massafra, gravemente herido en las piernas, llegó al Ministerio de Marina por sus propios medios y Garofalo, alcanzado cuando disparaba cuerpo a tierra desde un cantero, fue recogido por un enfermero que lo llevó en auto hasta el mismo lugar.

Desde la estación de servicio del Automóvil Club, varios civiles ajenos al combate se mantenían a cubierto, mientras los infantes de marina seguían disparando con determinación y sus heridos eran asistidos por los empleados del lugar.

Spinelli comprendió que debía retirarse ya que, al quedar rodeado por fuerzas enemigas, su situación se tornaba insostenible. Impartidas algunas directivas, sus hombres iniciaron un repliegue escalonado en dirección al Ministerio de Marina en el preciso momento en que las tropas del Regimiento Motorizado “Buenos Aires” que comandaba el capitán Elicagaray, los perseguían.

Las fuerzas leales intentaban despejar la estación de servicio, defendida valerosamente por el pelotón que encabezaba el cabo segundo Roberto Vivas y los civiles continuaban avanzando en gran número, entremezclados con las tropas leales o en grupos dispersos, muchos de los cuales cayeron abatidos al cruzar la línea de fuego o cuando corrían hacia el enemigo. Lo peor, según cuenta Ruiz Moreno, era que desde las localidades del Gran Buenos Aires seguían llegando obreros armados (el grupo más importante, el de las Cervecerías Quilmes) y que varios camiones avanzaban por Avenida de Mayo con gente apiñada en la caja, que vociferaba consignas partidarias al régimen. Convergían todos sobre el Ministerio de Ejército y la CGT, solicitando armamento y al no obtenerlo, se proveían de lo que podían, es decir, palos, fierros y cadenas, lanzándose valerosa y temerariamente al combate.


Ministerio de Marina

La infantería de Marina continuaba su retirada en medio del feroz tiroteo, cubriéndose detrás de automóviles y cuanto obstáculo les sirviese para contener la lluvia de balas cuando Spinelli corría junto al cabo Silvero y el conscripto Cofman, notó que tres obreros armados los perseguían. Estaba a punto de voltearse para dispararles cuando varias ráfagas provenientes del Ministerio de Marina abatieron a sus perseguidores. En otro sector, otros dos civiles que portaban pistolas 45 (posiblemente miembros de la Alianza Libertadora Nacionalista), seguían los pasos de un dragoneante al que le estaban por disparar cuando el soldado Marcos Robledo abatió a uno y forzó al otro a escapar velozmente.

Otro efectivo que retrocedía perseguido de cerca por la turba se dio vuelta repentinamente y enfrentándola, le disparó varias ráfagas abatiendo a buen número de obreros mientras el grueso se dispersaba.

La que se iba tornando desesperante era la situación del valeroso suboficial Vivas que desde la estación de servicio del Automóvil Club seguía cubriendo la retirada de sus compañeros. Lo acompañaban tres hombres que disparaban sin cesar mientras el malherido guardiamarina Pozzi yacía a cubierto en el suelo.

Los cinco efectivos ya se daban por perdidos cuando, inesperadamente, llegó a gran velocidad un automóvil negro que venía haciendo zig-zags conducido por el conscripto Pedro Lodeiro.

El vehículo se detuvo junto al edificio de la estación y desde el interior, su conductor les indicó a los gritos que subiesen. Los cuatro combatientes corrieron desesperadamente y una vez dentro partieron a gran velocidad haciendo sonar los neumáticos sobre el pavimento.

Lodeiro dejó a sus “pasajeros” en el Ministerio de Marina y regresó por Pozzi, acompañado por el guardiamarina Juan A. Dover, integrante de la 1ª Compañía del Batallón 4.

El automóvil se desplazaba velozmente por la calle Sarmiento mientras los disparos repiqueteaban a su alrededor. El conductor intentaba colocar el vehículo de culata, mirando hacia la base rebelde cuando dos impactos de bala perforaron su parabrisas, sin que ninguno de los ocupantes se diera cuenta.

El guardiamarina Dover descendió a toda prisa y corrió hasta el edificio comprobando con asombro, que Pozzi no estaba. Ninguno de los civiles que se cubrían allí (los empleados del Automóvil Club, varios transeúntes, una aterrorizada pareja de ancianos y una enfermera en estado de crisis), supo decirle que había sido de él, ni siquiera los dos únicos militares que quedaban en el lugar, un soldado del Ejército y un infante de Marina rezagado, el conscripto Luis Croce, que creía haber visto cuando lo evacuaban en automóvil hacia el Ministerio, y nada más.

Para entonces la situación rebelde era crítica. Los tanques del Ejército avanzaban seguidos por tropas y milicianos; la Infantería de Marina cedía terreno y su sede amenazaba con quedar sitiada.

Muchos de los infantes que se habían desprendido del grupo principal durante la retirada, cayeron prisioneros, como se ha dicho; otros después de cambiar sus uniformes por ropa de trabajo en el Automóvil Club, se desplazaban disimulados entre la turba y varios otros habían sido evacuados por las ambulancias. Por su parte, los comandos civiles que tiroteaban a las tropas leales desde las azoteas del Ministerio de Asuntos Técnicos, comenzaron a recibir fuego y eso terminó por neutralizarlos.

Con la intención de detenerlos, el subteniente de granaderos Rodolfo Ríos, corrió pistola en mano hacia la dependencia gubernamental e ingresó por la entrada de 25 de Mayo seguido por varios civiles dispuestos a todo, incluso, a hacer justicia por sus propias manos. Sin embargo, al llegar a los techos, comprobó que los comandos habían desaparecido, igual que el grupo apostado en el Banco Nación.

En el fragor del combate, los tanques del Ejército siguieron su avance hacia el Ministerio de Marina con su comandante, el teniente primero Roberto D’Amico, disparando la ametralladora desde la torreta del primero. Lo asistía el sargento Alvaro Doffi guiando al conductor porque un disparo muy certero le había destruido el periscopio dejándolo sin visión. Desde el blindado que avanzaba detrás, el sargento Lorenzo Ordiz también accionaba su ametralladora con medio cuerpo fuera de la escotilla y en uno de los semioruga, el sargento José María Díaz hacía lo propio con su arma, de pie, para apuntar mejor. Sin embargo, varios de aquellos oficiales resultaron heridos, entre ellos el sargento Humberto Pedro Raponi, a cargo del oruga Nº 2 y el capitán Virgilio Di Paolo alcanzado en el hombro cuando agitaba una bandera junto a D’Amico en el preciso momento en que la columna blindada se desplazaba por la calle Sarmiento, frente al Correo Central.

Una vez frente al ministerio rebelde, D’Amico decidió abrir fuego con el cañón de su tanque por lo que, a una orden suya, el vehículo se puso a tiro, apuntó y disparó.

El proyectil impactó de lleno en el Salón de Almirantes, a la altura del segundo piso, provocando daños e incendios.

En la sede de la Armada se llamó a zafarrancho de incendio y se procedió a extinguir el fuego, en el preciso momento en que el teniente primero Rómulo Federici, jefe del 1º Batallón de la Sección Antiaérea del Regimiento Motorizado “Buenos Aires”, ordenaba batir el sector con uno de sus Bofors calibre 7,5, provocando grandes explosiones y nuevos daños. Durante el avance, el capitán Pascual de Candia, que encabezaba un pelotón del mencionado regimiento, cayó gravemente herido.

A todo esto, en la estación del Automóvil Club, el guardiamarina Dover, rodeado por tropas leales, planeaba la fuga junto a sus camaradas, Lodeiro y Croce. Para ello efectuó un detenido examen de la situación y comprendiendo que el único modo de escapar era vistiendo ropas de civil, le solicitó a un empleado de la estación, ex conscripto de la Marina, que lo condujese hasta un pequeño cuarto donde había unos overalls. Al llegar al lugar procedió a colocarse uno de ellos (a puertas cerradas para no ser vistos por los hombres y mujeres que se habían escondido en el edificio y por los soldados leales que rodeaban el sector) y de ese modo ganó el exterior para subirse al auto en el que habían llegado, seguido por Lodeiro y Croce. Fue entonces cuando apareció el efectivo del Ejército que había estado escondido con ellos (a quien Dover supuso erróneamente rebelde), encañonándolos con su pistola.

-¡¡Vengan –gritó mientras apuntaba a la cabeza de Dover- que aquí tengo a tres de la Marina!!
Al escuchar eso, muchos de los trabajadores que corrían hacia el Ministerio de Marina desviaron su trayecto y rodearon a los prisioneros. En vista de la situación, Dover pensó que tanto él como sus compañeros iban a ser linchados.

Mientras el cerco en torno al reducto rebelde se iba estrechando, su titular, el almirante Olivieri, que hacía rato había despachado hacia Ezeiza al capitán Horacio Mayorga con la orden de reanudar los ataques aéreos, decidió establecer contacto con el general Lucero a efectos de llegar a un acuerdo y evitar un baño de sangre.

Lograda la comunicación, Olivieri solicitó al ministro de Ejército que se apersonara en la sede de la Marina para parlamentar pero aquel se negó rotundamente replicando que era él (Olivieri) quien debía dirigirse a sus dependencias. Olivieri cortó pero al cabo de un instante volvió a llamar. Lucero se negó a atenderlo y ante ese hecho y con el cerco cada vez más cerrado, ordenó a los defensores disparar sobre los milicianos para evitar que se apoderasen del edificio, corazón de la Armada Argentina y centro neurálgico de la revolución.

Los milicianos peronistas disparaban desde varios sectores utilizando armas largas e incluso ametralladoras. Un grupo de ellos intentó acercarse al edificio para arrojar explosivos hacia su interior pero fue rechazado con fuego de ametralladoras que abatió a algunos de ellos. El hecho mostraba a las claras las intenciones de combatir que tenían los civiles.

Olivieri volvió a llamar al Ministerio de Ejército y al ser atendido, solicitó hablar con el mismo general Perón. Este, al igual que Lucero, también se negó a atenderlo, indicándole a los almirantes Brunnet y Lestrade que se ocupasen de tratar con el oficial rebelde.

Olivieri les dijo a sus camaradas que estaba decidido a luchar hasta el fin y que la Marina, como el resto del país, estaba hastiada del gobierno despótico y anárquico del primer mandatario.

-Díganle que se vaya o que eche a los corruptos y delincuentes que lo rodean, especialmente a Borlenghi y Méndez San Martín.
Como todos los afectivos atrincherados en el Ministerio rebelde, el almirante se hallaba boca abajo en el suelo, entre vidrios y restos de mampostería.

La respuesta de Perón fue una orden a Lucero para acabar de una vez con el asunto. Y Lucero, decidido y seguro, dispuso el bombardeo a la sede rebelde con piezas de 80 mm.

Refiere Ruiz Moreno que para entonces, las autoridades nacionales estaban convencidas que el alzamiento se hallaba prácticamente controlado y que a esa altura solo se circunscribía al edificio de la Armada debido a que la Aviación Naval no había vuelto a aparecer. Se emitió entonces un parte triunfal destinado especialmente a las unidades empeñadas en el combate, cuyos párrafos destacados decían: “Situación dominada. Unidades permanecer alistadas y vigilantes. El General Perón envía un fuerte abrazo por lealtad absoluta”. Sin embargo, quienes creían aquello estaban completamente equivocados.

Las unidades de artillería se aprestaban a abrir fuego sobre el Ministerio de Marina cuando, a las 15.20, voces exaltadas desde las azoteas del palacio de gobierno dieron la voz de alarma.

-¡¡¡Nos atacan!!!
Aviones de la Marina provenientes del oeste reaparecieron sobre los cielos de la ciudad para desatar un segundo bombardeo, mucho más violento que el anterior.

La nueva formación venía encabezada por el Beechkraft 3B-3 del capitán Imaz y fue recibida por intenso fuego antiaéreo procedente de las piezas ubicadas en las terrazas de Casa de Gobierno, de los Oerlikon y Bofors del Ejército emplazados en Plaza de Mayo y de las secciones antiaéreas del Regimiento Motorizado “Buenos Aires” que se hallaban desplegadas en las inmediaciones.

Los aviones llegaron uno detrás de otro, volando bajo sobre Avenida de Mayo y Rivadavia,. El 3B-3 recibió un impacto que le atravesó de lado a lado el ala derecha, sin explotar ni dañar los cables de control ni los tanques de combustible.



El avión lanzó sus bombas y emprendió la ruta de escape en el momento que el cabo Roberto Nava, que hacía las veces de navegante, se percató que una de ellas seguía enganchada bajo del ala. Advertido el copiloto, Miguel Ángel Grondona, sabiendo el peligro que aquello representaba, abandonó su asiento y se dirigió rápidamente a la parte posterior para sacar los paracaídas de los lugares donde estaban guardados y distribuirlos entre la tripulación. A continuación y en un acto de gran decisión, se asomó por el portabombas y con medio cuerpo afuera intentó desarmar la espoleta para evitar la explosión.

Ayudado por el apuntador Alex Richmond y el suboficial Nava, Grondona logró desprender la bomba e ingresarla al interior del aparato, evitando de ese modo un verdadero desastre. En esas condiciones, el avión voló de regreso hacia su base (el Aeropuerto Internacional de Ezeiza), mientras desde tierra se le disparaban furiosamente.

Los Beechcraft arrojaron sus cargas dañando seriamente la Casa de Gobierno y sus alrededores. Detrás de ellos, hicieron lo propio los North American AT-6, seguidos a su vez por los tres PBY Catalina llegados desde la Base Aeronaval Comandante Espora.

Las aeronaves recibieron intenso fuego antiaéreo pero cumplieron su cometido al impactar sobre el objetivo treinta y tres bombas, de las que veintiséis explotaron. Una de ellas, dio en la playa de la estación de servicio YPF del Automóvil Club, a solo 15 metros de su edificio, salvando milagrosamente la vida de los tres infantes de Marina que acababan de ser rodeados por los milicianos y el efectivo leal del Ejército. Precisamente uno de aquellos civiles, el que abrió la puerta del automóvil en el que los marinos intentaban huir, recibió sobre su cuerpo casi todas las esquirlas de la explosión, falleciendo en el acto. Eso fue lo que salvó a Dover que voló por el aire para caer sobre un montículo de escombros.

Cuando el humo se disipó, quedaron a la vista numerosos cadáveres diseminados por el lugar junto a gran cantidad de heridos que gemían lastimosamente. Uno de ellos, yacía tirado sin su brazo derecho que voló y cayó a varios metros de distancia.

Después de las explosiones, el conscripto Croce, que tenía la cabeza cubierta de sangre, trató de incorporarse, lo mismo que Dover. Lodeiro y el oficial de Ejército se hallaban ilesos, el segundo todavía con la pistola en la mano aunque vivamente conmocionado y paralizado por el espanto.

En esos momentos llegaron las ambulancias para evacuar a los heridos y eso salvó a los tres marinos de un destino peor.

Las baterías antiaéreas respondieron el ataque disparando furiosamente, alcanzando a uno de los Catalina, el aparato matrícula 2P-9 piloteado por el teniente de navío Carlos Vélez, al que le perforaron el ala izquierda y el fuselaje, hiriendo gravemente al cabo segundo Carlos Prudencio Sigot. El suboficial fue retirado de su asiento por sus compañeros y depositado cuidadosamente en una de las cuchetas de a bordo.

Lo que Perón y sus colaboradores no esperaban era que elementos de la Fuerza Aérea, se plegasen al alzamiento.

Aparatos de la VII Brigada Aérea con asiento en Morón despegaron a las 15.31 al mando del capitán Carlos Carús, arribando a la zona de combate detrás de los aviones navales, volando a muy baja altura, sobre la avenida Rivadavia. Los recibieron con intenso fuego desde Plaza de Mayo y las azoteas de la Casa Rosada pero eso no impidió que llevasen a cabo su cometido.

A la altura del Cabildo, los aviones abrieron sus compuertas inferiores y se elevaron para arrojar las bombas. Primero lo hizo el capitán Carús, seguido por los primeros tenientes Luis A. Soto y Juan Carlos Carpio y los tenientes Guillermo Palacios y Enrique Marelli, que al mismo tiempo accionaban sus cañones. Los aparatos pasaron sobre la sede gubernamental, se adentraron en el Río de la Plata, efectuaron un amplio giro sobre sus aguas y regresaron por el mismo camino, ametrallando la parte posterior del edificio.

Cuenta Ruiz Moreno que en su segunda pasada, Carpio distinguió al teniente Mulhall disparando temerariamente desde los techos de la Casa de Gobierno, en el sector más expuesto y bajo una lluvia de balas y eso despertó su admiración. “¡Que cojones tiene ese tipo!”, pensó.

A esa altura de los acontecimientos, quien se hallaba completamente abatido y deprimido era el propio Perón, que a tres horas de iniciado el ataque, no atinaba a nada.

En vista de lo grave de la situación, el general Lucero, temeroso de la seguridad del primer mandatario, dispuso que bajase junto a sus acompañantes desde el 5º piso donde se hallaban sus oficinas (las de Lucero) hasta el 3º subsuelo, donde se había organizado una suerte de bunker.

No se trataba, como muchas veces se ha dicho, del bunker antinuclear que el líder justicialista había mandado construir bajo el edificio Alas, de la Fuerza Aérea Argentina, emblema de la arquitectura peronista, por entonces la torre más alta de Buenos Aires, sino del que se le había acondicionado apresuradamente para aquella ocasión en el tercer nivel subterráneo del actual Edificio Libertador5.

Los detalles del derrumbe moral del primer mandatario serían relatados, posteriormente por el almirante Gastón Lestrade, testigo directo de los hechos.

Siguiendo el consejo de Lucero, Perón se disponía a tomar uno de los ascensores para bajar al bunker del Ministerio cuando los aviones rebeldes atacaron el edificio, hiriendo a varios soldados y funcionarios en diferentes pisos.

Armando Bonsegnor Farías, periodista acreditado del diario “El Mundo”, se dio cuenta que el primer mandatario se hallaba peligrosamente expuesto y con total desprecio de su seguridad, corrió hasta él, lo tomó de los brazos y lo puso contra un rincón, inmovilizándolo.

-¡Quédese aquí, general; no se mueva! – le gritó mientras los proyectiles repicaban por todas partes.
Perón jamás olvidaría ese gesto y tiempo después, le obsequiaría al periodista uno de los autos Justicialistas que producían su industria.

Mientras el presidente de la Nación bajaba hacia el bunker seguido por su custodia personal a funcionarios y oficiales, los aviones rebeldes de la Fuerza Aérea volvieron a pasar sobre la Casa Rosada, sometiéndola a un nuevo ataque.

Uno de los pilotos, el teniente Guillermo Palacio, había lanzado todos sus proyectiles en la primera pasada y al igual que sus camaradas, volvía desde el río disparando sus cañones de 20 mm. Pero a diferencia de aquellos, movido por el odio que le inspiraba el líder justicialista, decidió soltar su tanque de reserva de 800 litros situado en la parte posterior del fuselaje, a efectos de que hiciera las veces de bomba de napalm.

El improvisado proyectil salió despedido y comenzó a caer dando vueltas en el aire, haciendo pensar al piloto que iba a impactar en la parte media del edificio. Sin embargo, al no contar con el diseño aerodinámico de una bomba convencional, se fue un tanto a la izquierda y se estrelló en la paya de estacionamiento contigua, desatando un incendio de proporciones que destruyó varios automotores.

Para entonces, la Casa de Gobierno ofrecía un aspecto desolador, con derrumbes parciales y grandes orificios en distintas partes de su estructura.

Las oficinas de Comunicaciones quedaron completamente destruidas, con sus cañerías perforadas, pérdidas de gas y agua, cortes eléctricos e incendios por doquier. El Ministerio de Hacienda, el Banco Hipotecario, la playa del Automóvil Club, el Hotel Mayo, sobre Hipólito Yrigoyen 420 y el edificio de la Compañía Exportadora e Importadora de la Patagonia, en Av. Diagonal Norte 543, también presentaban severos daños al ser alcanzados por proyectiles de diverso calibre.

Sin embargo, no se tenía la certeza de que la muerte de Perón, el objetivo principal, se hubiera alcanzado y como existía la posibilidad de que se hubiese refugiado en el Palacio Unzué, la residencia presidencial del barrio de Recoleta, ubicada en Gelly y Obes 2289, a escasos metros de Plaza Francia, se decidió llevar a cabo un ataque sobre ese sector.


Escenas dantescas en inmediaciones de la Casa de Gobierno

Detalle de la misma escena


En cumplimiento de ese operativo, los mandos de la “Base Roja” (Ezeiza) despacharon al teniente Carlos J. Farguío al comando del bombardero Beechcraft matrícula 3B-4, con la orden de bombardear la residencia presidencial que en esos momentos se hallaba custodiada por un pelotón de veintidós hombres armados con ametralladoras pesadas PAM, reforzado por dos carrier estacionados sobre la entrada de la calle Agüero. Uno de esos soldados era Antonio Perón, sobrino del presidente, que había sido cadete del Liceo Militar y deseaba ansiosamente tomar parte en la defensa.

El avión decoló sin inconvenientes seguido por otros dos aparatos similares y comenzó a volar sobre la ciudad, por encima del manto de nubes. En inmediaciones del objetivo, descendió varios metros y a la altura del viejo edificio gótico de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires (hoy sede de Ingeniería) abrió fuego con sus cañones y lanzó sus bombas de 150 kilogramos, alejándose inmediatamente después, en dirección al río.

Uno de los proyectiles dio cerca del blanco sin estallar y el otro explotó en un terreno ubicado entre Gelly y Obes y Guido matando a un barrendero que en esos momentos cumplía sus labores.

La defensa del Palacio estaba a cargo del sargento Andrés López del Regimiento de Granaderos a Caballos, por entonces jefe de la custodia a cargo de la residencia, quien advirtió en los balcones de un departamento vecino a algunas personas asomadas tratando de ver lo que ocurría. Mientras les ordenaba a sus hombres cargar la ametralladora pesada, les hizo señas a aquella gente para que se metiese adentro y cerrase las ventanas.

Después de tomar ubicaciones en los techos de la mansión, los soldados montaron el dispositivo de defensa colocando la ametralladora pesada en uno de los ángulos y apostándose con sus PAM, listos para entrar en acción.

López observaba el firmamento con sus prismáticos cuando detectó a un segundo avión que se aproximaba directamente hacia ellos, por el lado del río. Sin perder tiempo, se volvió a su gente y ordenó abrir fuego. Las descargas sacudieron las inmediaciones y según parece, lograron averiar al aparato aunque no evitaron que ametrallase el sector y arrojase sus bombas hiriendo gravemente a tres transeúntes.

Un tercer avión llegó por la misma ruta, después de efectuar un pronunciado giro sobre las turbias aguas del Plata, disparando sus cañones y descargando sus bombas, para levantar vuelo inmediatamente y alejarse por la misma ruta. Una de ellas impactó en la calle Francisco de Vitoria, a escasos metros del monumento al Dr. Guillermo Rawson y la otra en Av. Pueyrredón 2281, matando a Miguel Sarmiento, un chico de 15 años y a un hombre que se hallaba en el interior de un automóvil. La cuarta víctima en ese sector fue una mucama que trabajaba en una residencia particular de la calle Guido 2626, fallecida como consecuencia de las heridas recibidas, al llegar al Hospital Fernández.

Después de esa última incursión, los Beechcraft y los Catalina no volvieron a despegar. Sí lo hicieron, en cambio, los AT-6 North American y los mortíferos Gloster Meteor de la Base Aérea de Morón, que en una de sus incursiones alcanzaron al vehículo que transportaba al general Tomás Vergara Ruzo, quien falleció instantáneamente. El alto oficial procuraba unirse a las tropas leales y ofrecer sus servicios, de ahí la premura con la que se desplazaba hacia el teatro de operaciones.

Pasado ese último bombardeo, el jefe de granaderos, coronel Guillermo Gutiérrez, ordenó la evacuación de todo el personal herido en la Casa de Gobierno, fueran civiles o militares, al tiempo que los aviones rebeldes atacaban nuevos objetivos. Las instalaciones de Radio El Mundo en la localidad de San Fernando y Radio Pacheco, en el partido de Tigre, fueron acribillada con el fuego de sus cañones de 20 mm, lo mismo el Regimiento 3 de Infantería Motorizado que avanzaba desde el sudoeste, por la Ruta Nacional Nº 3, extendiendo las acciones, de ese modo, a territorio de la provincia de Buenos Aires.

Los altos mandos rebeldes dispusieron el envío desde Ezeiza, de un DC-3 de la Armada al mando del teniente de fragata José Ventureira, con la orden de ponerse a disposición de los aviadores rebeldes en Morón, todo ello mientras se intentaba establecer desesperadamente, cual era la postura del general Bengoa, comandante del II Cuerpo de Ejército (Litoral), comprometido en un primer momento con el alzamiento, pero incomprensiblemente ausente desde que el mismo estallara.

A tales efectos, se despachó con destino a Rosario al monomotor Fiat matrícula 451, piloteado por el teniente David Eduardo Giosa, para que intentase establecer contacto con el alto oficial. El piloto llegó a su destino media hora después de haber decolado, sobrevoló las instalaciones del Regimiento 11 de Infantería y al no percibir movimientos, aterrizó bajo una persistente llovizna en el aeródromo “Granadero Baigorria”, cumpliendo las instrucciones que se le habían impartido antes de decolar. Cuando apagó el motor y se desataba las correas que lo mantenían sujeto a su asiento, elementos armados de la Confederación General del Trabajo y la Confederación General Universitaria rodearon el aparato y a punta de pistola, lo obligaron a descender.


La gente huye despavorida de la zona de combate. Otros observan absortos, sin dar crédito a lo que ven


Al ser interrogado sobre los motivos de su vuelo, Giosa dijo ser un aviador leal que venía a transmitir un mensaje a las autoridades policiales locales y allí permaneció detenido hasta que aquellas se hicieron presentes.

Mientras tanto, la segunda columna motorizada del Regimiento 3 de La Tablada avanzaba sobre el Aeropuerto Internacional de Ezeiza a las órdenes del teniente coronel Camilo César Arrechea (su segundo jefe), dispuesta a reducir a las tropas rebeldes que operaban allí. La misma fue detectada por el AT-6 de observación, matrícula 3A-7, que a través de la radio impartió la novedad.

La poderosa unidad de combate, integrada por vehículos semioruga, camiones y jeeps, transportaba tropa de infantería mas una sección de morteros de 60 mm aunque carecía de piezas antiaéreas por las mismas se hallaban en poder de las fuerzas empeñadas en los combates.

Habiendo tomado conocimiento de la situación, los jefes de Ezeiza, capitanes Bassi, Noriega, Guaita y Sánchez Sabarots, despacharon contra el regimiento tres formaciones de AT-6 North American, con la orden de atacar y detener la columna.

Los cazas despegaron uno tras otro y volaron hacia el objetivo que en esos momentos avanzaba hacia el Aeropuerto por diferentes rutas. Minutos después lo interceptaron, matando e hiriendo con sus descargas y fuego de cañones a varios soldados.

Sobre esas tropas regresaron los aviones, una y otra vez, dificultando tanto su avance, que las mismas llegaron a emplear más de tres horas para cubrir un tramo de 8 kilómetros.

Durante uno de esos raids, el AT-6 del guardiamarina Eduardo Bisso recibió varios impactos de fuego reunido, que le hicieron perder el control. El aparato se mantuvo en el aire un tiempo pero a la altura de Tristán Suárez comenzó a caer en tirabuzón forzando al piloto a saltar desde una altura de 2000 metros.

El avión se estrelló en pleno campo, no lejos del lugar donde Bisso tocó tierra, convirtiéndose en una bola de fuego de la que comenzó a elevarse una densa columna de humo negro.

Su descenso fue visto por algunos pobladores de la región que de manera inmediata, corrieron hasta la comisaría para dar aviso a las autoridades.

El aviador recogía su paracaídas cuando un grupo de policías de la provincia de Buenos Aires, encabezado por un oficial, se le acercó y apuntándole con sus armas y lo detuvo para conducirlo detenido a la seccional.

La situación, para entonces, era la siguiente: el Ministerio de Marina, principal foco del alzamiento, se hallaba rodeado por efectivos del Regimiento Motorizado “Buenos Aires” y una sección blindada del Regimiento de Granaderos a Caballo, además de decenas de civiles armados y elementos de la Alianza Libertadora Nacionalista dispuestos a todo.La Escuela de Mecánica de la Armada se hallaba neutralizada por las fuerzas del general Ernesto Fatigatti; sobre la denominada Base Roja, en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza, avanzaban secciones del Regimiento 3 de Infantería Mecanizada y sobre la Base Aérea de Morón hacían lo propio unidades blindadas de Campo de Mayo y la Base Aéreade El Palomar. Por su parte, la Flota de Mar no se había pronunciado y mucho menos el general Bengoa, comandante del II Cuerpo de Ejército con asiento en Paraná quien, como se ha dicho anteriormente, había dado su palabra comprometiéndose con la revolución.


Efectivos del Ejército y civiles armados en espera de nuevos ataques

En vista de ello, los almirantes Olivieri, Gargiulo y Toranzo Calderón comprendieron que la situación era desesperante y que seguir resistiendo sería inútil. Sin embargo, se negaban a entregar el edificio a la turba peronista por lo que, en vista de ello, el primero volvió a llamar al Ministerio de Ejército para notificar que estaba dispuesto a rendirse aunque solo a las Fuerzas Armadas, siempre y cuando fuesen éstas las que se hiciesen cargo de las instalaciones navales.

-Hicimos flamear una bandera blanca, pero fuimos atacados a tiros – informó el almirante Olivieri una vez establecido el contacto telefónico. 
-Fueron elementos civiles que no pudimos controlar – respondió el general Embrioni, subsecretario de Guerra – los generales Valle y Wirth no llegaron a tiempo para detenerlos.
-De acuerdo. Ahora procederemos a mostrar otra vez las banderas y esperaremos la llegada de un general para que se haga cargo.

En esos términos se acordó la entrega del edificio. En el interior del Ministerio de Marina, comenzaron a resonar voces que ordenaban el alto el fuego mientras los oficiales recorrían las distintas dependencias indicando a sus hombres que la lucha había finalizado. Conscriptos y suboficiales se retiraron de las ventanas y solo quedaron apostados unos pocos centinelas.

Lo primero que hizo Toranzo Calderón fue liberar personalmente al capitán de navío Emilio Díaz, detenido a poco de producido el alzamiento porque se había negado a plegarse. Díaz hizo lo propio con el capitán de navío Dionisio Fernández y el capitán de fragata Julio César Pavón Pereyra, quienes una vez en libertad, pretendieron hacerse cargo de la situación. No lo lograron porque los oficiales rebeldes se negaron a entregar sus armas.

En ese momento, se presentó frente al Ministerio de Marina la delegación oficial encabezada por el general Arnaldo Sosa Molina, seguido por el segundo jefe del Regimiento Motorizado “Buenos Aires”, mayor Pablo Vicente y un coronel con ropas de civil, quienes llevaban en alto un pañuelo blanco. El riesgo que corrían era enorme porque los milicianos peronistas continuaban disparando desde diferentes sectores y los marinos les respondían.

Los almirantes Olivieri, Toranzo Calderón y Gargiulo, recibieron a Sosa Molina en el hall de entrada del edificio, y una vez frente a frente, el recién llegado les manifestó que traía un mensaje personal del general Perón en el que expresaba su deseo de detener el baño de sangre y exigía la inmediata capitulación de los sublevados.

Los almirantes y el general se trenzaron en una breve discusión que finalizó con la capitulación incondicional de la Marina.

Conocida la novedad, efectivos rebeldes de las distintas unidades iniciaron los preparativos para eludir la prisión. En Ezeiza, con las fuerzas del Regimiento 3 de Infantería Mecanizada ingresando al Aeropuerto, los jefes del movimiento, Bassi, Noriega, Guaita y Sánchez Sabarots ordenaron la evacuación inmediata de la base. Habían trazado planes para abandonar el país y dirigirse a Uruguay en dos DC-3 y otros dos DC-4 de la Armada e igual número de bombarderos Beechkraft, uno de los cuales, se hallaba averiado.

Los aprestos fueron febriles y cuando todo estuvo listo, los oficiales se dispusieron a abordar los aviones, no sin antes despedirse de los suboficiales a quienes instruyeron para que dijesen a las autoridades leales que se habían mantenido fieles al gobierno y que habían actuado obligados por sus superiores. De esa manera, evitarían sanciones.

-Se ha hecho todo en bien de la patria – les dijo Noriega antes de partir.
En momentos en que los aviones rodaban hacia la pista principal tocó tierra un monomotor Fiat piloteado por el capitán Jorge Mones Ruiz, que traía en el asiento trasero al Dr. Miguel Ángel Zavala Ortiz, candidato a integrar la junta de gobierno que debía hacerse cargo del país con la caída de Perón. Al descender del aparato, piloto y pasajero fueron notificados por los suboficiales que la base había caído y que sus jefes partían hacia el Uruguay.

-¡Váyanse ustedes también porque el 3 de Infantería está entrando! – les dijeron.
Mones Ruiz y su acompañante volvieron a trepar al avión y partieron rumbo a Morón dejando presurosamente la base. Eran las 16.20 de un día plomizo, sumamente frío y lluvioso.

Transportes y bombarderos enfilaron hacia la Banda Oriental excepto el DC-4 que viró en dirección a Chascomús para dejar en una pista particular a un grupo de suboficiales. Cumplido su cometido, volvió a decolar poniendo rumbo a Montevideo, donde aterrizó una hora después en el aeropuerto de Carrasco.

Cuando las tropas del 3 de Infantería llegaron al aeropuerto, sus comandantes, el teniente coronel Camilo Arrechea y el general Félix María Robles, lo encontraron sumido en una extraña calma y en el más completo silencio. A lo lejos, sobre el edificio principal, se distinguía una bandera blanca y más allá, cerca de la torre de control, un total de ciento setenta suboficiales y soldados que aguardaban en el edificio principal dispuestos a entregar la unidad a las fuerzas leales.

La Base Aérea de Morón, desde donde siguieron partiendo aviones rebeldes hasta último momento, fue rodeada por una importante cantidad de blindados provenientes de Campo de Mayo, novedad que fue informada a sus comandantes por el capitán Orlando Arrechea quien, después de su vuelo de observación.

Una vez notificado, el mayor De La Vega reunió a su gente para explicarle lo que estaba ocurriendo. Ninguno manifestó deseos de deponer su actitud, razón por la cual, se programó una nueva incursión de Gloster Meteor sobre el centro de la ciudad.

De acuerdo a los planes, los aviones debían descargar sus bombas y seguir viaje a Montevideo a efectos de escapar de las inminentes represalias. El resto del personal abordaría un Douglas DC-3 que en esos momentos se acercaba a la torre al comando del teniente de fragata Ventureira y emprendería la fuga.

El capitán Carlos Carús fue designado jefe de la escuadrilla y encabezando a sus pilotos, se encaminó hacia los aviones que aguardaban al costado de la pista, listos para despegar. Mientras tanto, el resto de los oficiales abordaban presurosamente el DC-3 y se acomodaban en su interior, ansiosos por abandonar el lugar lo antes posible a sabiendas de que las fuerzas leales estaban prontas a irrumpir en el lugar.

En eso se hallaban ocupados cuando los prisioneros que durante toda la jornada habían estado encerrados en la barraca contigua, ganaron el exterior y se abalanzaron sobre sus guardias, arrebatándoles las armas. Una vez reducidos, corrieron hacia la pista y comenzaron a disparar contra el transporte aéreo que en esos momentos cargaba combustible. La primera bala impactó en el fuselaje, motivando el ascenso acelerado de los fugitivos. Cerca del edificio principal, el primer teniente José Fernández, jefe del grupo de soldados que custodiaban a los prisioneros y después de quitar el seguro de su ametralladora volvió sobre sus pasos apuntando a los efectivos leales. Al verlo venir, el suboficial mayor Héctor Sánchez alzó su arma y desde una distancia de 25 metros, disparó, acción que imitaron los suboficiales Eduardo Adolfo Sánchez y Eduardo Córdoba. Fernández cayó herido de muerte mientras los prisioneros recientemente liberados se arrojaban cuerpo a tierra para ponerse a cubierto para liberar a otro grupo de compañeros que se encontraba ahí encerrado y al llegar, rompieron las cerraduras y abrieron las puertas.

Los detenidos ganaron el exterior y junto a sus liberadores corrieron tras el DC-3 disparando sus armas.

Un piloto de Gloster Meteor leal a Perón de apellido Williams, se encaminó rápidamente hacia un aparato estacionado a un costado y mientras trepaba a la cabina, sus camaradas empujaron la máquina para enfrentarla con el avión de la Armada que en esos momentos aceleraba para remontar vuelo. Williams disparó sus cañones pero debido a la inclinación de su aparato, no logró alcanzarlo. Las balas pasaron por debajo del fuselaje y el transporte enemigo escapó, perdiéndose entre las nubes. Eran casi las 17.00 y la base se hallaba nuevamente en manos gubernamentales.

Los que no tuvieron tiempo de abordar el DC-3 naval fueron el comandante Agustín de la Vega y su ayudante, el oficial Eduardo Wilkinson quienes, en vista de ello, se encaminaron presurosamente hacia el interior de un edificio contiguo para cambiar sus uniformes por ropas de civil. En ese preciso momento, los tanques del Ejército irrumpir en el perímetro de la base, comandados por el general Carlos Salinas y su segundo, el coronel Eduardo Arias Duval.

Tres de aquellos blindados tomaron posiciones en la pista y apuntaron hacia el edificio principal y la torre de control, en momentos en que se producía un nuevo tiroteo en el que cayó herido el vicecomodoro Julio César Dozo, al ser alcanzado en sus piernas por los disparos de un conscripto.

El brigadier Mario Daneri se hizo cargo de la Brigada, despachando a los oficiales Eduardo Catalá, Ernesto López y Domingo Llembi, con la orden de establecer contacto con el enemigo y parlamentar.

Los oficiales se aproximaron enarbolando una bandera blanca y poco después se les acercaron Salinas y Arias Duval con la intención de dialogar. Después de un breve intercambio de palabras, los oficiales rebeldes acordaron deponer las armas y entregar la base al brigadier Daneri, quien se haría cargo formalmente. Acto seguido, se presentaron detenidos los mandos rebeldes que no habían podido escapar hacia Uruguay, capitanes Jorge Mones Ruíz, Jorge Pedrerol, Enrique Gamas, Asdrúbal Cimadevilla, Oscar Barni y el primer teniente Masserini, quienes fueron conducidos en camión hasta la Penitenciaría Nacional ubicada en avenida Las Heras y Coronel Díaz, en el barrio de Palermo.

El único muerto en los combates de Morón fue el primer teniente José Fernández, cuyo deceso se produjo a poco de llegar al hospital, a causa de la hemorragia, producto de las heridas.

A todo esto, el comandante De La Vega y Eduardo Wilkinson escapaban vestidos de civil en dirección a la Puerta D, creyendo que por ahí no serían detectados. Sin embargo, cuando estaban por saltar el alambrado que delimitaba el predio del aeropuerto, apareció corriendo un conscripto apuntándoles con su fusil. Los salvó la providencial aparición del cabo Luis Silva, antiperonista a ultranza, quien se trabó en pelea con el soldado y le arrebató el arma.

De La Vega y Wilkinson lograron huir confundidos entre los pobladores de la zona que se habían acercado hasta el perímetro de la base para curiosear.

Eran las 16.30 cuando grupos de exaltados peronistas se encaminaron a la Curia Metropolitana para provocar destrozos e iniciar un incendio de proporciones, el general Fatigatti, comandante de la I División del Ejército pasaba junto a su ayudante, a bordo de un jeep. No se detuvieron porque debían cumplir la orden impartida por el general Lucero de hacerse cargo del Regimiento 2 de Infantería y custodiar el Ministerio de Marina, pero se sobresaltaron ante la magnitud de los destrozos y pérdidas que se iban a producir.

A esa misma hora, las fuerzas rebeldes deponían su actitud y se aprestaban a entregar el Ministerio de Marina. Inmediatamente después, el general Arnaldo Sosa Molina regresó al Ministerio de Guerra y descendió presurosamente hasta el bunker del tercer subsuelo, donde puso al tanto a Perón de las últimas novedades.

El presidente escuchó atentamente y algo más aliviado manifestó su acuerdo de que la sede de la Armada fuese ocupada por el Ejército. Lo rodeaban el general Lucero, el brigadier Juan Ignacio San Martín, el coronel Carlos Vicente Aloé, gobernador de la provincia de Buenos Aires y el ingeniero Roberto Dupeyron, ministro de Obras Públicas.

Cuando Sosa Molina y el general Juan José Valle regresaron al Ministerio de Marina, Fatigatti ya se encontraba en el lugar. Eran casi las 17.00 cuando los tres transpusieron sus pórticos e ingresaron al ruinoso edificio, seguidos por efectivos del Regimiento Motorizado “Buenos Aires” con su jefe, el mayor Pablo Vicente, a la cabeza.

Sosa Molina notificó al almirante Olivieri que Perón había aceptado los términos de la rendición y que elementos de Ejército apoyados por la Policía Federal, se harían cargo de la dependencia. Cuando los almirantes Toranzo Calderón y Gargiulo se hicieron presentes, la situación se tornó tensa ya que el primero de ellos fue terminante al momento de hablar.

-La responsabilidad de lo ocurrido es totalmente mía. Asumo las consecuencias.
El contralmirante se hallaba vivamente indignado por la actitud del general Bengoa, a quien catalogó de traidor, agregando que de no haber sido por él, la rebelión habría triunfado. Pese a que Gargiulo le ordenó guardar silencio, siguió despotricando, ahora contra el Ejército, por permitir los abusos del régimen y la persecución a la Iglesia Católica.

Uno a uno, los defensores del Ministerio fueron depositando sus armas en una habitación previamente asignada, despojándose de sus granadas y fusiles semiautomáticos de origen belga, de los que muchos efectivos del Ejército no tenían noticias. Mientras tanto, generales leales y almirantes rebeldes recorrían los pisos del edificio a efectos de constatar que el desarme se estuviese realizando en las condiciones estipuladas. Se colocaron guardias en todos los niveles a efectos de incomunicarlos entre sí y se aislaron en bloques a las 1500 personas que se encontraban en el lugar, incluyendo al personal civil.

Los almirantes quedaron detenidos en sus respectivos despachos, aguardando instrucciones y normativas sobre su situación. Para entonces, el general Sosa Molina había partido nuevamente hacia el Edificio Libertador para recibir órdenes, dejando al general Valle a cargo del lugar.

Pasadas las 17.00, el alzamiento se hallaba completamente sofocado y en vista de ello, Perón, llamó en persona al jefe de la Policía Federal, comisario inspector Manuel Gamboa, para pedirle información acerca de la situación.

Ni bien colgó, Gamboa recibió un nuevo llamado, esta vez del ministro del Interior, Ángel Borlenghi, quien le manifestó su preocupación por el paradero de los comandos civiles revolucionarios que al haberse dado a la fuga, seguían representando una seria amenaza. Gamboa entendió que debía salir a “patrullar” Barrio Norte pero el ministro lo detuvo y le exigió mantener su fuerza acuartelada, agregando que él mismo en persona, haría una visita de inspección al Departamento Central de Policía, acompañado por el mayor Ignacio Cialcetta.

Así ocurrió y ese fue el momento en que los rebeldes estuvieron a punto de acabar con su persona.

A eso de las 17.30 cuando nadie lo esperaba, se produjo una nueva incursión aérea, de cuatro Gloster Meteor rebeldes que, volando a baja altura, ametrallaron el frente del gran edificio policial con sus cañones de 20mm.

Los proyectiles arrasaron los cuatro pisos por el lado de Av. Belgrano, entre el 3º y el 6º, provocando daños en el interior y dejando como saldo al oficial principal Alfredo Alucinio muerto y al radioelectricista Lorenzo Lissi, herido.

Fueron destruidos ventanas, puertas y mobiliario, todas las paredes sufrieron perforaciones y la Dirección de Comunicaciones quedó completamente arrasada, además de producirse daños menores en otras dependencias.

Se trataba de la escuadrilla del capitán Carús, integrada por el primer teniente Rafael Cantisani y los tenientes Armando Jeannot y Enrique Marelli, quienes siguieron vuelo hacia la Casa Rosada, para descargar sobre ella nuevas ráfagas de metralla en el preciso momento en que Perón se disponía hablar a la ciudadanía desde el despacho del general Lucero, en el cercano Ministerio de Ejército. Fueron los únicos pilotos de la Fuerza Aérea que se plegaron al alzamiento ya que el resto del arma permaneció leal a su creador.

La escuadrilla de Carús fue repelida con piezas de artillería del Ejército que le perforaron una de las alas de su comandante, aunque sin consecuencias, lo que permitió a los cuatro pilotos seguir viaje hasta Colonia, República Oriental del Uruguay, donde aterrizaron veinte minutos después.

Al escuchar los disparos del último ataque Perón, que acababa de abandonar su bunker, buscó instintivamente protección detrás de una columna mientras el almirante Gastón Lestrade se asomaba por la ventana para ver a los agresores alejándose hacia el este.

-Estos eran los últimos, mi general. No les quedan bombas y se van al Uruguay.
-Ojalá Lestrade, ojalá – respondió el primer mandatario, sumamente angustiado y no del todo convencido.
En plena travesía sobre el Río de la Plata, el teniente Jeannot informó a su superior que en lugar de aterrizar en Colonia seguiría vuelo hacia Montevideo, solicitud que el capitán Carús desautorizó, ordenándole mantener la formación porque los aviones estaban escasos de combustible y no llegarían a la capital uruguaya.

Pese a la directiva, Jeannot siguió adelante y tal como se le había advertido, se precipitó en aguas del Plata, resultando ileso. Sus tres compañeros aterrizaron en Colonia sin novedad.

Media hora antes del ataque al Departamento Central de Policía, dos aviones Catalina que sobrevolaban la Av. 9 de Julio en forma rasante, ametrallaron la imponente mole blanca del Ministerio de Obras Públicas que se alza solitaria en la intersección de la gran arteria céntrica con la calle Moreno. Las aeronaves abrieron fuego y destrozaron con sus cañones destrozando buena parte de su frente a la altura de los pisos 2º, 18º y 19º, perforando sus paredes, arrancando ventanas y generando varios incendios, aunque en este caso, sin matar ni herir a nadie.

También la CGT fue blanco del fuego rebelde cuando uno de los Gloster Meteor de la escuadrilla de Carús acribilló el frente con sus piezas de 20 mm, matando al dirigente obrero Héctor Pessano que desde una ventana enfrentó al aparato con un revolver.

A las 18.00 horas de aquel día gris, frío y lluvioso, el alzamiento había sido sofocado. En esas circunstancias, Perón se dirigió a la ciudadanía por la cadena nacional de radiocomunicaciones para informar que hablaba desde el Edificio Libertador y que la situación se hallaba completamente controlada. Elogió la labor del Ejército y su valiente accionar y acusó amargamente a la Armada, culpándola de la considerable cantidad de muertos y heridos que hubo aquel día.

Les hablo desde nuestro puesto de Comando, que, como es lógico, no puede estar en la sede del Gobierno, de manera que todas las acciones que se han realizado sobre esa Casa han sido tirando sobre un lugar inerme, perjudicando solamente a algunos ciudadanos que han muerto por efecto de las bombas.
La situación está totalmente dominada. El Ministerio de Marina, donde estaba el comando revolucionario, se ha entregado, está ocupado y los culpables detenidos.
Deseo que mis primeras palabras sean para encomiar la acción maravillosa que ha desarrollado el Ejército, cuyos componentes han demostrado ser verdaderos soldados, ya que ni un solo cabo ni soldado ha faltado a su deber. No hablemos ya de los oficiales y de los Jefes, que se han comportado como valientes y leales.
Desgraciadamente, no puedo decir lo mismo de la Marina de Guerra, que es la culpable de la cantidad de muertos y heridos que hoy debemos lamentar los argentinos.
Pero lo más indignante es que haya tirado a mansalva contra el Pueblo como si su rabia no se descargase sobre nosotros, los soldados, que tenemos obligación de pelear, sino sobre los humildes ciudadanos que poblaban las calles de nuestra ciudad. Es indudable que pasarán los tiempos, pero la historia no perdonará jamás semejante sacrilegio.
Ahora, terminada la lucha, los últimos aviones, como de costumbre, pasaron huyendo. Estos últimos disparos de artillería antiaérea que han escuchado han sido sobre esos aviones fugitivos. Quedan todavía algunos pequeños focos que ocupar, desarmar y someter a la justicia.

Acto seguido, llamó a la calma y la reflexión, solicitando a la ciudadanía dirigirse a sus domicilios y dejar todo en manos de las Fuerzas Armadas.

Como Presidente de la República, pido al Pueblo que me escuche en lo que voy a decirle. Nosotros, como Pueblo civilizado, no podemos tomar medidas que sean aconsejadas por la pasión, sino por la reflexión.
Todo ha terminado. Afortunadamente, bien. Solamente que no podremos dejar de lamentar, como no podremos reparar, la cantidad de muertos y heridos que la infamia de estos hombres ha desatado sobre nuestra tierra de argentinos. Por eso, para no ser nosotros criminales como ellos, les pido que estén tranquilos: que cada uno vaya a su casa.
La lucha debe ser entre soldados. Yo no quiero que muera un solo hombre más del Pueblo. Yo les pido a los compañeros trabajadores que refrenen su propia ira: que se muerdan, como me muerdo yo en estos momentos, que no cometan ningún desmán. No nos perdonaríamos nosotros que a la infamia de nuestros enemigos le agregáramos nuestra propia infamia. Por eso yo les pido a todos los compañeros que estén tranquilos, que festejen ya el triunfo, el triunfo del Pueblo, que es el único triunfo que puede enorgullecernos.
El Ejército en esta jornada se ha portado como se ha portado siempre. No ha defeccionado un solo hombre. Y el Ministro de Ejército ha tomado personalmente y dirigido personalmente la defensa. Este Ministro es un grande hombre. No lo digo ahora: lo conozco desde que teníamos 15 años.
Todos los generales de la República, los jefes, oficiales, suboficiales y soldados han sabido cumplir brillantemente con su deber.
Cumplo con esto una pasión más de mi vida: que nuestro Ejército sea amado por el Pueblo y nuestro Pueblo amado por el Ejército. Nadie podrá decir nunca jamás que un soldado del Ejército ha tirado sobre sus hermanos, como nadie podrá decir jamás que hay un Jefe o un Oficial en el Ejército que sea tan canalla como para tirar un solo tiro sobre sus hermanos.
Por eso yo quiero que en esta ocasión, en que sellamos la unión indestructible entre el Pueblo y el Ejército, cada uno de ustedes, hermanos argentinos, levante en su corazón un altar a este Ejército, que no solamente ha sabido cumplir con su deber, sino que lo ha hecho heroicamente.
Esos soldados que hoy combatieron por el Pueblo Argentino son los verdaderos soldados. Los que tiraron contra el pueblo no son ni han sido jamás soldados argentinos: porque los soldados argentinos no son traidores ni cobardes, y los que tiraron contra el Pueblo son traidores y son cobardes. La ley caerá inflexiblemente sobre ellos. Yo no he de dar un paso para atemperar su culpa, ni para atemperar la pena que les ha de corresponder. Yo he de hacer justicia, pero justicia enérgica. El Pueblo no es el encargado de hacer la justicia. Debe de confiar en mi palabra de soldado y de gobernante.
Prefiero, señores, que sepamos cumplir como pueblo civilizado y dejar que la ley castigue. Nosotros no somos los encargados de castigar.
Es indudable que estas palabras de serenidad han de llegar al entendimiento de los compañeros y del Pueblo entero. No lamentemos más víctimas. Nuestros enemigos, cobardes y traidores, desgraciadamente merecen nuestro desprecio, pero también merecen nuestro perdón. Por eso pido serenidad, una vez más, ahora que han pasado todos los acontecimientos, con que hemos dado una lección a la canalla que se levantó y a la que la impulsó a que se levantara, les decimos también otra vez que tantas veces se levanten, cada día recibirán una lección más dura y más fuerte, como merecen ser castigados los traidores y los cobardes.
Yo hablo al Pueblo, y le hablo con el corazón henchido de mi entusiasmo de soldado, porque he visto hoy a mi Ejército, al cual tengo la honra de pertenecer, en todo lo que es y en todo lo que vale. Y he visto también al Pueblo, que también es otro de mis grandes amores. Lo he visto comportarse virilmente y lo veo ahora comportarse también serenamente.
Los culpables serán castigados y habrá memoria en la República del castigo que habrán de recibir. De manera que les pido a todos que se tranquilicen. Tienen razón de estar indignados y de estar levantados, pero aún con razón hay que reflexionar antes de obrar.
Pido a todos que, como yo, sancionen en su conciencia a los malvados. Los malvados han de tener el castigo cuando recuerden las víctimas que han ocasionado. Ese va a ser su castigo, si se salvan del castigo que yo les he de hacer aplicar, cumpliendo estrictamente la ley.
Algunos pocos que puedan escucharnos todavía, que aún no hayan depuesto las armas, es preciso que lo hagan en el menor tiempo posible. Si no lo hicieran, nosotros no cargaremos con la responsabilidad de destruirlos. Pero que sepan que si iniciamos su destrucción no hemos de parar hasta terminar.
Buenas noches a todos. Tranquilos y confiados. Tenemos un Ejército que garantiza el orden y el orden se ha de ir restableciendo paulatinamente.
Este será un triste recuerdo; un triste recuerdo que pondrá un estigma para toda la vida en las instituciones que no supieron cumplir con su deber y en los hombres que traicionaron la fe y la Patria.
Nada más.
Buenas noches 6.

Finalizado el mensaje, se presentó ante Perón el general Justo Ramón Bengoa, recién llegado de Entre Ríos quien, al ingresar al despacho desde el cual el mandatario acababa de irradiar su mensaje, se estrecho en un fuerte abrazo con el general Lucero. Acto seguido, el ministro de Ejército se dirigió al presidente para decirle que el recién llegado era un gran soldado y un buen peronista, cosa que desagradó a algunos testigos del hecho, entre ellos el almirante Lestrade, que por boca del ministro Olivieri sabía de la actitud ambigua y acomodaticia del recién llegado. Detrás de él fueron arribando ministros y militares de alta jerarquía que venían a presentar sus respetos al primer mandatario. Fueron ellos el almirante Carlos Rivero de Olazabal, los generales Pedro Eugenio Aramburu, Eugenio Arandía, Audelino Bergallo, José Rufino Brusa, Santiago Baigorria, Julio Alberto Lagos, Jorge Imaz Iglesias, Julián García, Alberto Morello, Aquiles Moschini, Angel Manni, Lorenzo Toselli, Benjamín Sánchez Mendoza, Miguel Agustín Pérez Tort, Juan José Uranga y Dalmiro Videla Balaguer, muchos de ellos, recalcitrantes antiperonistas, como se vería tiempo después. A instancias del general Lucero, procedieron todos a homenajear a Perón, pasando luego a tomar el té en un salón contiguo.


Almirante Benjamín Gargiulo

En el Ministerio de Marina, en tanto, las tropas rebeldes que acababan de rendirse formaban en silencio para deponer las armas. Muchos de sus cuadros aguardaban sentados en pasillos y escaleras en tanto efectivos del Regimiento Motorizado “Buenos Aires” tomaban ubicación en lugares estratégicos.

Entonces aconteció un hecho que hubo de sacudir a la ciudadanía entera.

El almirante Benjamín Gargiulo, era un hombre de honor, sumamente creyente y respetuoso del arma a la que pertenecía. La derrota experimentada por las fuerzas a su mando lo había sumido en un profundo estado de abatimiento que comenzaba a percibirse en una manifiesta depresión anímica. Se sentía humillado y humillada sentía a la Armada, sentimiento que transmitió al capitán de corbeta Fernando Suárez cuando este se presentó en su despacho para despedirse. Suárez intentó calmarlo pero no lo logró y en ese estado lo dejó, sin imaginar el terrible desenlace que tendría lugar inmediatamente después.

En horas de la noche, el almirante Gargiulo se encontraba solo en su escritorio, silencioso y meditabundo, con la vista fija en un retrato familiar. Y fue en esas circunstancias que tomó una firme y drástica determinación.

Sentado en su sillón, tomó una lapicera y sobre una hoja en blanco en la que se hallaba impreso el membrete de la Armada, comenzó a escribir una emotiva carta de despedida en la que explicaba a su familia las causas de su decisión. Cuando terminó, envolvió su mano izquierda con un rosario, apretó el retrato de su esposa y sus hijos sobre su pecho y apoyando su espalda contra el respaldo del sillón, tomó su pistola con la derecha y colocándosela sobre en la sien, disparó. Eran las 05.45 del 17 de junio de 1955.

El estampido llamó la atención de los oficiales y soldados que en encontraban cerca del despacho, quienes al ingresar, se toparon con el dantesco espectáculo. El almirante Gargiulo yacía sin vida, con su cabeza envuelta en sangre.

Sumamente conmocionados, los presentes se acercaron al cuerpo de su comandante y se quedaron unos instantes contemplándolo en silencio y con pesar.

El cuerpo de Gargiulo fue colocado en una camilla y cubierto por una sábana sobre la cual fue depositada su gorra. Tres soldados lo sacaron de su oficina mientras el bravo teniente Spinelli, que tan valerosamente había combatido ese día, derramaba lágrimas de tristeza y emoción. Quien se indignó al ver la actitud de algunos soldados del Ejército cuando vieron pasar el cuerpo por los pasillos fue el teniente Sommariva que, fuera de sí, recriminó duramente al mayor Pablo Vicente quien, de inmediato, ordenó a la tropa rendir los honores correspondientes, adoptando posición de firmes.

A las 17.00 horas del día siguiente, los prisioneros, escoltados por una doble hilera de policías, subieron a varios camiones celulares que se habían acercado al Ministerio y a bordo de los mismos, fueron conducidos a la Penitenciaría Nacional donde quedaron alojados como delincuentes comunes, en espera de ser juzgados. Había finalizado el primer capítulo del drama.


Perón y sus ministros observan los daños

Al día siguiente, Perón y sus ministros se informan de los hechos a través de los diarios

Militares y civiles observan otra bomba sin detonar

Titulares de diarios y revistas

Desgarradora imagen de un niño entre los escombros. No es un escolar

Perón y el general Lucero se confunden en un abrazo


Notas


  1. Isidoro Ruiz Moreno, La Revolución del 55, Emecé, Buenos Aires, 1994, Tomo I, Tercera Parte, Cap. X “La batalla del 16 de junio”.
  2. Hasta 1949 la dependencia se denominaba Ministerio de Guerra, a partir de ese año pasó a ser de Ejército y en 1958 Ministerio de Defensa, siempre con sede en el Edificio Libertador.
  3. Isidoro Ruiz Moreno, Ídem.
  4. Ídem.
  5. Ídem.
  6. El mítico bunker del edificio Alas otro, constaba de un amplio espacio de hormigón y concreto dividido en varios pasillos y compartimentos, del que partían dos túneles desde Leandro N. Alem hacia Av. Madero. Perón jamás llegó a utilizarlo aunque sí lo visitó una vez, a poco de finalizado.
  7. “La Nación”, Bs. As., edición del 17 de junio de 1955.


sábado, 15 de junio de 2019

Libro: España, el imperio de las repúblicas urbanas

“La historia del mundo hispánico se ha escrito desde la derrota”

El investigador del INAH desmonta en su último libro varios mitos sobre la historia virreinal

Cecilia Ballesteros | El País



Tomás Pérez Vejo, en Madrid. SAMUEL SÁNCHEZ

Con 20 años de residencia en México, el historiador Tomás Pérez Vejo (Caloca, Cantabria, 1955), investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), acaba de publicar un libro con un título ciertamente intrigante, Repúblicas urbanas en una monarquía imperial (Crítica) y un método que llama la atención en un ensayo histórico al basarse sobre todo en fuentes iconográficas. Tras sus obras anteriores Elegía criolla (Tusquets) y La España imaginada (Galaxia Gutemberg), Pérez Vejo vuelve a poner en cuestión algunos de los lugares comunes sobre la interpretación del Imperio español más eficiente y menos absolutista, en su opinión, de lo que se ha creído tradicionalmente.

Pregunta. En su libro defiende que frente a la idea convencional de un imperio americano gobernado por una Monarquía absoluta, en realidad se gobernaba desde las ciudades…

Respuesta. Sí. Tradicionalmente se ha interpretado que la Monarquía católica era el paradigma de una Monarquía absoluta, pero mi idea es que funcionaba más como una confederación de repúblicas urbanas, que la vida política de los ciudadanos pasaba más por la ciudad que por la estructura de la Monarquía.

P. Pero no eran ciudades democráticas tal y como las entendemos hoy.

El imperio español funcionaba como una confederación de repúblicas urbanas

R. No, no lo eran dado que se basaban en sociedades desiguales y por tanto con derechos desiguales. No era lo mismo ser noble que no serlo, ser blanco que ser indígena, pero había unas normas y unas leyes. Ahora ¿por qué digo que la vida política pasaba por la ciudad? Porque las ciudades se encargaban del abastecimiento, del orden público, de la planificación urbana. Incluso diría que pasaba por la ciudad la política en el sentido menos noble. Cuando una familia en una ciudad virreinal americana se había enriquecido, la plasmación de su riqueza, de su prestigio social no estaba en ocupar cargos en la Corona, sino en ocupar cargos en el cabildo de la ciudad.

P. ¿Qué definía a esas ciudades?

R. En el mundo contemporáneo, el de los Estados nación, la idea de ciudad está basada en la igualdad, integrada por ciudadanos iguales. Para el mundo del Antiguo Régimen, y desde luego para el mundo de las ciudades virreinales americanas, una ciudad estaba compuesta de grupos naturales naturalmente desiguales, valga la redundancia, y una ciudad era más rica cuantos más grupos albergaba. Por eso, esa obsesión de las pinturas virreinales por reflejar unas sociedades heterogéneas, pero en el caso de las ciudades americanas, cosa que no se da en las europeas, una riqueza que se plasma en la diversidad étnica.

P. También destaca que la Monarquía española fue durante más tiempo americana que europea...

El modelo para explicar su disolución sería el fin de la Unión Soviética

R. Sí. Uno de sus aspectos más diferenciadores es que, después de la paz de Utrecht y la instauración de la Monarquía borbónica, es más americana que europea. Básicamente por un asunto económico y demográfico, es decir, lo que permitió a los Borbones mantenerse como protagonistas de la geopolítica internacional en el XVIII fue la plata americana. Pero no solo eso, es que Ciudad de México en ese siglo es la capital económica y cultural de la Monarquía. De hecho, la producción artística del mundo virreinal americano no es una producción colonial, en el sentido de copiar modelos extraídos de la metrópoli, sino que está al mismo nivel que la que se produce en la metrópoli. Eso explicaría, por ejemplo, un fenómeno desconocido en el resto de los imperios europeos: que haya exportación artística desde América a la península.

P.¿Por qué esa producción artística no está en el Museo del Prado?

R. No deja de ser curioso y merecería una reflexión por parte del lado español, que se haya creado un Museo de América donde están los productos americanos, lo que en su origen ya tiene un cierto componente colonial. Ahí se expone lo que representa algo que no se parece al arte con mayúsculas que se produce en la metrópoli cuando creo que la cosa empezaría a cambiar si alguna de estas pinturas pasasen a formar parte del Prado como integrantes de la historia del arte occidental. El uso del término colonial para referirse al arte virreinal americano introduce un elemento peyorativo.

P. Al final parece que el Imperio español funcionaba mejor de lo que se piensa ahora...

El arte virreinal debería estar en el Museo del Prado

R. El asunto está en que la historia del mundo hispánico se escribe desde la perspectiva del siglo XIX cuando la Monarquía ha sido derrotada, ha desaparecido en una catástrofe geopolítica absoluta porque después de haber sido una de las grandes protagonistas de la historia universal durante tres siglos, ninguno de los países que surge de ella ha tenido un gran papel, son todos irrelevantes. España pasa a ser desde el siglo XIX un país irrelevante y los países americanos, Argentina o México, también. La Monarquía fue una eficiente porque si no lo hubiera sido, no hubiera sido capaz de sobrevivir tres siglos.

P. ¿Por qué entonces tantos españoles han asumido la leyenda negra?

R. Eso merecería una larga investigación. ¿Por qué a partir del XIX las élites intelectuales españolas asumen la versión más negra y negativa de lo que había sido la monarquía? Supongo que porque el enemigo de los liberales, que son fundamentalmente quienes construyen el relato de la nación española tal y como hoy lo conocemos, era Fernando VII y en su absolutismo ven el elemento negativo que ha estado detrás de toda la historia de España desde la derrota de los comuneros. Por citar a Castelar, España empieza a joderse, parafraseando a Vargas Llosa, en Villalar porque una sociedad liberal, democrática, se viene abajo y se instaura una monarquía absolutista que es el origen de todos los males. Además, lo que ocurre es que durante tres siglos se convierte en el eje de un enfrentamiento casi de civilización entre el mundo católico del Sur y el mundo protestante del Norte y finalmente en esta guerra por la hegemonía del ámbito atlántico, pierde. Y como pierde, nadie se asume como su heredero. La monarquía no desaparece por el ansia de independencia de sus territorios americanos, sino porque pierde en su conflicto con el resto de las potencias europeas.

P. Entonces, ¿el Imperio español acabó más por implosión interna que por la emancipación de las colonias?

R. El modelo para explicar la disolución de la Monarquía católica no es la emancipación de las colonias europeas en África, como Francia e Inglaterra, sino que sería más bien el de la Unión Soviética. La URSS no se desintegra porque Ucrania u otros territorios se subleven, sino porque su modelo político se viene abajo. La sensación que queda es, del lado español, que ha sido un fracaso porque hemos perdido América y, del lado americano, que ha sido un fracaso porque los españoles nos han tenido colonizados y explotados. Se impone un relato negativo del pasado. Pero insisto, no es la historia de España como la conocemos, es la historia de un sujeto político que se extendía por España y América. No hay un juicio ecuánime porque se convierte en arma de lucha política entre reaccionarios y liberales.

CIUDADES Y MEZCLA ÉTNICA
C.B
El historiador Tomás Pérez Vejo también apunta las diferencias entre los imperios británico y español.
Pregunta. ¿Ese peso político de las ciudades es una de las grandes diferencias entre el Imperio español y el británico?
Respuesta. Es más complicado. Pero es verdad que en la colonización española de América no se coloniza el campo, sino que se fundan ciudades. El territorio depende de las ciudades, es decir, la administración de la corona es muy tenue y lo que mantiene unida a la Monarquía es esa estructura de estas ciudades o repúblicas autónomas.
P. ¿También la propia mezcla étnica?
R. Las sociedades virreinales son, en el contexto del mundo atlántico, multiétnicas y multiculturales. Son sociedades muy heterogéneas en las que hay grupos humanos diferentes por su aspecto físico, por la forma en que se visten y en muchos casos por el idioma que hablan. No solo se hablaba español, sino los distintos idiomas de las naciones indias y están todos integrados. Quizá sea esa una gran diferencia con respecto al mundo anglosajón, en el que las ciudades son ciudades de blancos.

viernes, 14 de junio de 2019

UK: Castillo de Pontefract

Castillo de Pontefract

Weapons and Warfare




Caballo del Norte
Conocido por su alivio del castillo de Pontefract, en lo más profundo del territorio enemigo, el caballo del Norte tenía una temible reputación mucho antes de eso. Bajo Lord Goring y especialmente a Sir Marmaduke Langdale, estos leales soldados tuvieron una larga experiencia de éxito en la batalla, y aunque fueron derrotados en Marston Moor, tuvieron más éxito que los regimientos del sur del Príncipe Rupert.

Sir Marmaduke Langdale (1598-1661) fue un cartero católico de York reconocido por ambos bandos en la Guerra Civil como un destacado comandante de caballería. Sirvió bajo George Goring hasta 1644. Después de la batalla de Marston Moor, ordenó el Caballo del Norte. Después de su captura por los parlamentarios en 1648, escapó del cautiverio en el Castillo de Nottingham disfrazado de uno de sus captores, y luego, vestido como una lechera, llegó al Humber, que nadó; luego asumió el disfraz de un clérigo para dirigirse a Londres antes de ir al extranjero.

El sitio de Pontefract provocó una de las hazañas más notables de toda la guerra, la Marcha de Socorro de Langdale. El Northern Horse, con permiso para regresar a su tierra natal otorgada por el rey, abandonó el área de Oxford a fines de febrero de 1645. En toda Inglaterra, los comandantes parlamentarios estaban perplejos y perplejos por el propósito de las brigadas y su velocidad. Abandonando Banbury el 23 de febrero, Langdale derrotó a la caballería enemiga en Daventry, y el 25 rompió una fuerza enemiga superior en Melton Mowbray. El 26, reforzado desde Newark, el Northern Horse siguió adelante, y el 1 de marzo apareció Pontefract. Langdale atacó, dispersó al enemigo y tomó cientos de prisioneros.



La campaña Realista comenzó con un vigoroso esfuerzo para restaurar el control de las Marcas, con Lord Astley, Charles Gerard de Gales del Sur, Sir Marmaduke Langdale con su Caballo del Norte y los príncipes Rupert y Maurice en el campo con unos 8,000 hombres. La posición de Chester estaba asegurada por el momento, y los realistas se dirigieron al sur para tratar con los Clubmen. Se emprendieron otras incursiones. Lord Goring barrió Hampshire con poco propósito y luego se retiró a Salisbury a fines de enero. A fines de febrero y principios de marzo, Langdale dirigió una expedición de caballos al relevo de Pontefract, que logró en un breve espacio, en el que se reabasteció. Volvió a Newark el 4 de marzo. Había sido un ejercicio notable, pero era parte de una serie de acciones desconectadas sin coherencia estratégica.

A principios de 1645, el caballo del norte de Langdale estaba ansioso por regresar al norte para estar más cerca de sus hogares amenazados y liberar a sus amigos bajo el asedio en el castillo de Pontefract en Yorkshire. Langdale escribió a Rupert el 12 de enero sobre este tema.

“Le suplico a su alteza que no permita que nuestros compatriotas nos reprendan con desagrado en el abandono de ellos, sino que nos den permiso para intentar lo que podemos hacer; Será una satisfacción usar que morimos entre ellos en venganza por sus peleas ".



Langdale recibió permiso para intentar ir hacia el norte con alrededor de 2000 caballos derrotando al Coronel Rossiter en Melton Mowbray el 25 de febrero. Langdale se unió a 800 de infantería de Newark y continuó hacia el norte. El 1 de marzo, las fuerzas parlamentarias intentaron detener a Langdale en Wentworth, pero fueron derrotadas y huyeron de regreso a Pontefract. Langdale avanzó a Pontefract y se enfrentó a las fuerzas de asedio bajo el general Lambert. Apoyado por las fuerzas de Pontefract Castle, Langdale derrotó a Lambert en Chequerfield y relevó al Castillo. Todo el atrevido ataque había sido una considerable hazaña de armas por parte de Langdale y un claro testimonio de su liderazgo, habilidad y cualidades de lucha de sus hombres. Podría decirse que fue la pieza más brillante de soldado de toda la guerra. Las tiendas y municiones capturadas permitieron a la guarnición de Pontefract reabastecerse y seguir resistiendo cuando el asedio se reanudó un mes después. Sin embargo, la reputación realista entre la población civil de la zona quedó empañada por la conducta de los soldados de Langdale que dejaron un rastro de violaciones y saqueos a su paso.

Langdale descubrió al llegar al castillo que es cuñado Abraham Sunderland murió durante el sitio. Entre los otros que murieron en el sitio estaba el coronel James Washington, hijo y heredero de Darcye Washington de Adwick en Yorkshire. James fue un antepasado del primer presidente estadounidense George Washington. Darcye Washington, hermano de James, murió en el sitio de Newark y Sir Henry Washington fue otro destacado realista que se distinguió en Bristol y Worcester.

Langdale luego procedió hacia el sudoeste de Bridgnorth y unió fuerzas con el Príncipe Mauricio y Sir Jacob Astley.

jueves, 13 de junio de 2019

Revolución Libertadora: El ataque a la Catedral metropolitana

Ataque a la Catedral *

Fuente: Guerra Civil 1955. La Revolución Libertadora y la Caída de Perón



Asalto a la Curia Metroplitana (Gentileza: Fundación Villa Manuelita)

El 10 de noviembre de 1954 Perón desató una violenta campaña contra la Iglesia Católica, acusándola de interferir en la política nacional e incentivar la oposición al gobierno. Ese día, por la mañana, el primer mandatario organizó un plenario en la Quinta Presidencial de Olivos en el que anunció a sus ministros, legisladores, representantes sindicales y las autoridades del Partido Peronista, de la Confederación General Económica (CGE), de la Confederación General Universitaria (CGU) y la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), las medidas que iba a adoptar.En un largo monólogo de varias horas, el mandatario acusó a la Curia de fomentar la oposición y llevar a cabo maniobras desestabilizadoras tendientes a derrocar al gobierno, acusando de perturbadores a numerosos sacerdotes y religiosos entre los que se encontraban los obispos de Córdoba y Santa Fe al tiempo que anunciaba una serie de medidas para neutralizar su accionar. El desconcierto se apoderó de buena parte de la población, aún dentro del régimen gobernante y pese a que mucha gente pensó que se trataba de palabras, en los días posteriores quedó en claro que el presidente de la Nación pensaba desatar una verdadera guerra contra la Iglesia.
Dentro de ese contexto, Perón envió al Congreso la Ley Nº 14.394 cuyo artículo 31º incluía el divorcio; junto con ello, promovió la Ley de Profilaxis que fomentaba la apertura de prostíbulos y la suspensión de la enseñanza religiosa en las escuelas, prohibió todas las procesiones y mandó clausurar el diario católico “El Pueblo”, fundado el 1 de abril de 1900 por el padre Federico Grote.
Cuando en mayo de 1955 el catolicismo dejó de ser la religión oficial del Estado, la ciudadanía comprendió que un nuevo período de violencia y persecución se había desatado en la Argentina.
El 25 de abril de ese año el gobierno firmó el controvertido contrato petrolero con la Standard Oil Inc. Co. de California, otorgando a los norteamericanos una concesión especial en la lejana gobernación de Santa Cruz, con derecho a explotación y extraterritorialidad. De un plumazo Perón dejaba a un lado su reiterativa prédica de diez años en contra de los EE.UU. y adoptaba una medida netamente “entreguista”, palabra que sería muy utilizada por sus seguidores al referirse a la oposición, diez años después.
Las nuevas disposiciones tornaron extremadamente tenso el ambiente en Buenos Aires.
La persecución religiosa, algo realmente inaudito para la población argentina de aquellos días, cobró mayor vigor cuando el gobierno de La Rioja prohibió la tradicional procesión con las imágenes San Nicolás de Bari y el Niño Alcalde, que se venía efectuando desde tiempos inmemoriales, aumentando paralelamente las detenciones y cesantías en cargos públicos. El 21 de marzo de 1955, el gobierno suspendió por ley, varias fechas religiosas del calendario oficial, entre ellas el Día de Todos los Santos, el de los Fieles Difuntos, San Pedro y San Pablo, la Inmaculada Concepción y Corpus Christi, reemplazándolas por otras de carácter partidista, la principal, el 17 de octubre, “Día de la Lealtad”. El 1º de mayo Eduardo Vuletich, secretario general de la CGT, exclamó ante una multitud concentrada en Plaza de Mayo: “¡Nosotros los trabajadores preferimos al que nos habla en nuestro idioma y no al que reza en latín, mirando hacia el altar y dando la espalda al pueblo!”.
Las hostilidades continuaron. Después de ese multitudinario acto en el que Perón insinuó que la cúpula clerical “debía irse”, la Cámara de Diputados suprimió el juramento “Por Dios y sobre los Santos Evangelios”, derogó la enseñanza religiosa, votó la Leyde Profilaxis e impuso pesadas contribuciones a los establecimientos católicos. Cuando el 17 de abril el Episcopado hizo leer en las iglesias una pastoral que hacía referencia a lo que estaba aconteciendo, fueron detenidos varios sacerdotes y militantes católicos, hecho que en días posteriores movió a algunos funcionarios del régimen a presentar sus renuncias. Lentamente, el régimen comenzaba a dar señales de fractura.

Llegó el día de la procesión de Corpus Christi que desde la segunda fundación de Buenos Aire se venía efectuando anualmente en Plaza de Mayo, con las autoridades de la ciudad siguiendo al Santísimo Sacramento bajo palio, hasta la Catedral.

La celebración había sido prohibida por la ley 14.400, que además, declaraba a esa fecha “Jornada laborable”, permitiendo a los patrones descontar el día a aquellos empleados que no acudiesen a sus puestos de trabajo. Sin embargo, en abierto desafío a las autoridades y al propio Perón, grupos católicos trabajaron febrilmente para que la misma se llevase a cabo.

Enterado de la “maniobra”, el gobierno hizo saber a la ciudadanía que la conmemoración iba a ser permitida solo en el interior dela Catedral, clara tentativa de mitigar los ánimos, medida que, como era de esperar, no engañó a los católicos ni les impidió movilizar sus fuerzas para que la procesión se llevase a cabo tal como se lo venía haciendo desde el siglo XVI. Era la primera vez que el omnipotente gobierno peronista era abiertamente desafiado. El hecho motivó una urgente reunión entre el gobierno y los representantes de la Iglesia a la que asistieron el ministro del Interior Ángel Borlenghi, el de Relaciones Exteriores y Culto, Julio Atilio Bramuglia, el jefe de Policía Miguel Gamboa y los representantes de la Curia Metropolitana, monseñores Manuel Tato y Ramón Novoa. Durante la misma, los representantes del gobierno sugirieron no llevar a cabo el acto arguyendo que podían producirse hechos de violencia a los que iba a resultar imposible evitar, argumentos que en absoluto amilanaron a la grey católica. El 11 de junio de 1955, cerca de las 15.00, miles de hombres, mujeres y niños se concentraron frente a la Catedral Metropolitana, para asistir a la ceremonia.

Encabezó la procesión monseñor Antonio Rocca, vicario general, quien llevó el Santísimo bajo palio mientras la multitud cantaba y coreaba himnos religiosos. Fue una manifestación imponente.


Procesión de Corpus Christi (Gentileza: Fundación Villa Manuelita)

Al término de la misa (18.00), una larga columna de fieles tomó por Avenida de Mayo en dirección al Congreso de la Nación, que iba entonando el Himno Nacional e incorporando gente a medida que avanzaba. Consignas como “Cristo sí, otro no”, “Argentina católica”, “Perón o Cristo”, “Libertad” y “También somos pueblo” se escucharon una y otra vez a lo largo del recorrido.Al llegar al Congreso los manifestantes permanecieron en el lugar unos instantes y al cabo de un tiempo se desconcentró en orden, tomando rumbos diversos. Sin embargo, pequeños grupos de enardecidos militantes comenzaron a proferir consignas contra el gobierno y arrancaron una placa contigua a una de las antorchas del gran edificio, que decía textualmente: “Justicialismo Integral. Esta llama fue encendida por la Sra. Eva Perón el 18-X-1950, Año del Libertador Gral. San Martín”. Otro militante hizo lo propio con dos placas que arrojó al interior del edificio, por debajo de las grandes puertas de hierro, mientras sus compañeros escribían en las paredes de Av. Callao y Rivadavia: “Fuera Nerón”, “Cristo vence” y “Zoológico Nacional” y pintaban una gran cruz sobre la “V” de la victoria. En el mástil del Congreso fue izada la bandera argentina y debajo ella la enseña papal y así, sin generar ningún incidente, el grupo se retiró.
Sin embargo, la cosa no terminó ahí.
El comisario Gamboa había infiltrado gente en la manifestación con el objeto de provocar disturbios y de ese modo, aprovechando el fervor y enardecimiento que dominaba a los manifestantes, fueron destruidos los vidrios del confiscado diario “La Prensa”, se profirieron insultos contra Perón, Evita, la CGT y el periódico oficialista “Democracia” y se destruyeron los parabrisas de algunos automóviles.Por la noche, militantes de la Alianza Libertadora Nacionalistas, activistas de la Confederación General del Trabajo e integrantes de la policía peronista, embadurnaron de tinta las estatuas de Sarmiento, Alberdi, Roque Sáenz Peña y Rivadavia así como los frentes de las embajadas de Israel y Yugoslavia y poco después destruyeron un vehículo de la embajada del Perú.Radio del Estado propaló la falsa información de que la manifestación religiosa había sido poco numerosa pero sumamente agresiva y le atribuyó los desmanes que, como se ha dicho, habían generado elementos ajenos a ella.

Pero lo peor ocurrió al día siguiente cuando los diarios, encabezados por “Democracia” con el titular “TRAICION”, dieron cuenta de la quema de la bandera nacional por las “turbas clericales”.
“Quemaron la bandera de la Patria e izaron en el Congreso la del Estado del Vaticano. Grupos clericales conducidos por curas de sotana, agraviaron a Evita, vociferaron contra la CGT y la UES, balearon Democracia y La Prensa, perpetrando a su paso una serie de graves desmanes”. Por su parte “El Laborista” dijo: “Quemaron nuestra bandera. Elementos clericales oligarcas promovieron disturbios en la ciudad. Se han puesto contra el pueblo” y así el resto, representantes todos de la prensa obsecuente.
Una foto de Perón junto a la enseña quemada, rodeado por altos funcionarios de gobierno, entre ellos Borlenghi y Gamboa, daba cuenta del terrible suceso, llevando a los ánimos a un estado de extrema alteración.

El domingo 12 de junio comenzó a circular la versión de que manifestantes peronistas iban a incendiar la Catedral. Ante semejante trascendido, grupos de la Acción Católica Argentina organizaron una suerte de cadena de comunicación para poner a la población en alerta y convocar a una concentración en Plaza de Mayo, con el objeto de defender el principal templo de la capital.Entre los primeros en acudir al llamado se encontraba el joven estudiante de ingeniería Florencio José Arnaudo, jugador de rugby del primer equipo del Club Obras Sanitarias y uno de los responsables del órgano clandestino “Verdad”. Un individuo realmente excepcional que ha dejado una detallada crónica de aquellas jornadas en un libro titulado El año que quemaron las iglesias.
Arnaudo, dotado de capacidad de liderazgo y mucha seguridad, fue uno de los primeros en llegar a la plaza, acompañado por varios amigos. Una vez allí, el grupo tomó contacto con los organizadores e inmediatamente después, se apostó con el grueso dela Acción Católica en las escalinatas del templo en espera de los acontecimientos.

Estuvieron allí cerca e una hora, conversando con un grupo de afiliados, cuando Arnaudo notó que una pequeña columna de manifestantes peronistas se aproximaba al lugar gritando, saltando y entonando vítores a su líder. Se trataba de gente humilde, típicos pobladores de los arrabales, pero entre ellos distinguió a varios matones y provocadores de la Confederación General del trabajo. Los primeros le dieron más pena que fastidio y en esos pensamientos se hallaba inmerso cuando alguien ordenó cerrar filas en las escalinatas para evitar que el grupo se acercase.

-¡Clericales, oligarcas!, ¡son todos traidores y vendepatrias! – gritaba los recién llegados.
Afortunadamente, a medida que pasaba el tiempo el grupo defensor fue incrementando su número y eso bastó para que los peronistas detuviesen la marcha.

-¡Perón, Perón! – coreaban mientras la situación se iba tornando tensa.
En ese momento, salió de la Catedral, monseñor Manuel Tato para impartir directivas e intentar calmar los ánimos.
-¡Nadie diga una palabra! – ordenó - ¡Nadie se mueva! ¡Solo nos defenderemos si nos atacan!
A eso de las 16.00 la manifestación peronista había crecido en número, duplicando al centenar de oponentes que, de brazos cruzados y con la mirada altiva, se mantenía firme en las escalinatas, estrechando filas.
Fue en ese preciso instante que alguien se acercó a Arnaudo para decirle que individuos que lucían impermeables grises (era un día de pleno sol) se hallaban infiltrados entre los manifestantes. Arnaudo lo tranquilizó y permaneció en su lugar temiendo en su fuero interno que se tratase de sujetos armados de la Alianza Libertadora Nacionalista (ALN), la temible fuerza de choque justicialista, responsable de los incendios de 1953 y de varias muertes y ataques violentos a la oposición. Mientras eso ocurría, monseñor Tato seguía repitiendo la orden de no reaccionar ni hacer movimientos amenazantes, en tanto la situación no lo exigiese. El clima se tornaba cada vez más preocupante ya que en esos momentos comenzaban a llegar los primeros fieles para asistir a la misa de la tarde.


Monseñor Manuel Tato

Comprendiendo perfectamente su rol protector, los valerosos militantes de Acción Católica, abrían brechas entre sus filas para dejar pasar a los feligreses, cerrándolas de inmediato cuando trasponían el vallado humano que habían formado.
Repentinamente apareció un jeep en el que viajaban dos miembros de la Alianza Libertadora Nacionalista, uno conduciendo y el otro arrojando volantes. El vehículo se detuvo frente a la Catedral y uno de los individuos que vestían impermeable se acercó para hablar brevemente con sus ocupantes. Eso confirmó las sospechas de Arnaudo de que los hombres de gris eran matones de la agrupación, y que estaban allí dispuestos a generar disturbios, pero prefirió no decir nada, de momento, para no despertar alarma.Cuando a las 16.30 se iniciaron oficios, el templo estaba colmado pese a que varias personas, temerosas de un estallido de violencia, optaron por retirarse.
El jeep con los miembros de la ALN se alejó pero al cabo de unos minutos aparecieron dos automóviles negros de los que descendieron varios sujetos de aspecto tenebroso. En esa tensión transcurrieron las horas hasta las 18.00, cuando casi de noche, los oficios finalizaron y la gente comenzó a retirarse presurosamente, permaneciendo en el interior unas pocas personas. Fue entonces que alguien propuso ingresar pero la decisión de permanecer firmes en el lugar fue terminante.
Para entonces los peronistas habían aumentado su número considerablemente rodeando a sus oponentes, que en total sumaban unas quinientas dieciséis personas de las cuales cuatrocientos treinta y cuatro eran hombres, casi todos afuera sobre las escalinatas del templo y el resto sesenta y cinco mujeres, más los diecisiete sacerdotes que permanecían con ellas en el interior de la Catedral.
La tensión fue creciendo hasta que, repentinamente, cuando arreciaban los insultos y las provocaciones, desde las filas peronistas partió un ladrillo que impactó en el rostro de un defensor. La víctima, un muchacho joven y rubio, rodó por los escalones dejando un reguero de sangre sobre ellos. Casi al instante, otro militante católico cayó de espaldas mientras se tomaba la cabeza. Sus compañeros levantaron a ambos y llevándolos a cuestas, comenzaron a retroceder en el preciso instante en que una lluvia de piedras, ladrillos, palos y botellas caía sobre ellos.

-¡¡Adentro!! - gritaron varias personas al mismo tiempo- ¡Todos adentro!
Cargando a los heridos, una veintena en total, los defensores retrocedieron hacia el interior de la Catedral, ingresando por la puerta principal que era la única que permanecía abierta.
Arnaudo fue el último en hacerlo, cerciorándose previamente, de que todo el mundo estuviera a cubierto. Una vez en el interior, numerosos brazos lucharon con denuedo por cerrar los pesados pórticos, forcejeando con los peronistas que pugnaban por abrirlos.
Varios disparos se escucharon afuera mientras un individuo que llevaba una bandera argentina, hacía esfuerzos sobrehumanos por ingresar. El mismo, fornido y de gruesas gafas, gritaba desesperadamente “¡Cristo Jesús!” al tiempo que varias manos lo empujaban hacia el exterior. Al ver su persistencia, Arnaudo se le acercó y le propinó varios golpes en el rostro, rompiéndole los anteojos y lastimándole un ojo. Sin embargo, el sujeto siguió forcejeando hasta que logró entrar, cayendo sobre el piso de la Catedral
casi al mismo tiempo en que alguien le arrebataba la bandera. Sobre su cuerpo cayó una andanada de golpes, palos y patadas que lo dejó prácticamente inconciente.

-¡Denle duro que este es de la Alianza! – gritó alguien, al tiempo que la gente le seguía pegando.
Afortunadamente, manos piadosas tomaron al individuo y lo retiraron hacia otro sector del templo, salvándolo de ser linchado.
Mientras tanto, en el atrio, los peronistas seguían presionando para abrir las puertas y los defensores hacían lo propio para cerrarlas.


Lejos de lo que todo el mundo creía, el individuo de las gafas no era un miembro de la fuerza de choque peronista sino un militante católico llamado Pin Errecaborde, que le había arrebatado la bandera a un agresor para precipitarse con ella en el interior del templo. Cuando Arnaudo lo supo, se tomó la cabeza desesperado y enseguida quiso saber a donde lo habían llevado para ir a pedirle disculpas. Había sido uno de los que más duramente lo había golpeado y se sentía terriblemente culpable por las lesiones que le había ocasionado.
Uno de sus compañeros le señaló la sacristía, donde Errecaborde era atendido por algunas mujeres junto a otros heridos y sin perder tiempo, corrió hacia el lugar. Una vez allí, encontró al pobre individuo con el pómulo izquierdo amoratado, la nariz sangrando y el ojo lastimado.
Arnaudo se le acercó y se deshizo en disculpas mientras aquel le explicaba que se había infiltrado entre en la turba peronista para arrebatarle la bandera a uno de sus integrantes.
En esos momentos la confusión imperaba en el sagrado recinto de la Catedral, donde el constante golpear de ladrillos, fierros y botellas contra las puertas y paredes del edificio se tornaba ensordecedor y el griterío espeluznante.
En los accesos, un grupo de defensores intentaba destrabar el portón principal que no se terminaba de cerrar porque un ladrillo atascado lo impedía. Ni la fuerza de una decena de fornidos muchachos parecía suficiente para lograr el cometido.
Temeroso de una irrupción a tiros por parte de la Alianza, Arnaudo se abalanzó sobre el grupo y sacando temerariamente parte de su cuerpo afuera, intentó retirar el obstáculo sin éxito pues una lluvia de proyectiles se lo impidió. Mientras eso sucedía, otro grupo de defensores dirigido por Humberto Podetti, destrozaba los bancos para proveerse de garrotes y apuntalar las puertas mientras las mujeres iban y venían asistiendo a los heridos. Finalmente el ladrillo logró ser quitado y la puerta principal se cerró, casi en el preciso momento en que la voz del padre Menéndez impartía directivas desde el púlpito.

-¡Atención por favor, atención!
Al escucharlo, varios jóvenes se le acercaron.

-¡Necesitamos organizarnos! ¡Alguien debe imponer el orden! ¡Elijan a un jefe!
No hubo dudas al respecto. La elección recayó en Arnaudo dada su estatura, su corpulencia, su fortaleza física y su presencia de ánimo.
Ante el pedido de quienes no lo conocían, Arnaudo subió al púlpito y arengó a los defensores, ordenando la formación de dos grupos, uno destinado a resguardar el templo y otro para hacer lo propio con la Curia, recayendo el mando del primero en el ingeniero Isidoro Lafuente y el del segundo en el dirigente de la Juventud Católica, Augusto Rodríguez Larreta1. Acto seguido Arnaudo dispuso que las mujeres y los heridos permaneciesen en la sacristía y luego preguntó si alguien tenía armas. La respuesta fue negativa y por esa razón, se decidió improvisar cualquier cosa.
-Si alguno de ustedes tiene un arma de fuego, que me vea cuando baje - indicó.
-¡No, eso no! – dijo el padre Menéndez confundido entre los defensores - ¡Armas de fuego aquí no!
Pese a ello, cuatro jóvenes se acercaron a Arnaudo cuando este bajó las escalerillas del púlpito para decirle que portaban armamento. Uno de ellos tenía un revolver calibre 32, otros dos un 22 cada uno y el cuarto una pistola de aire comprimido. No era gran cosa pero al menos era algo.
Mientras tanto, en el exterior, los peronistas intentaban derribar las puertas utilizando un objeto pesado a modo de ariete.
Arnaudo se encaminó hacia la Curia para supervisar la situación y al pasar por la sacristía, vio a varias mujeres vendando a los heridos, algunos realmente graves; las menos lloraban por lo bajo al escuchar en el exterior los gritos de la turba enardecida y el ruido de los cristales rotos por la Pedrea, pero seguían con sus tareas valerosamente.En momentos en que atravesaba el patio, Arnaudo se cruzó con monseñor Tato, que en esos momentos se dirigía velozmente al templo. En la Curia
el ingeniero Lafuente, herido en la cabeza, apilaba muebles contra puertas y ventanas, asistido por sus primos y la gente a su cargo. Casi en ese mismo instante llegó también el padre Menéndez a quien Arnaudo preguntó si había otras entradas que cubrir. El religioso le señaló las cocheras y eso lo alarmó notablemente porque nadie, al parecer, había reparado en ellas. En medio de la obscuridad, Arnaudo se dirigió velozmente al lugar y al llegar, comprobó con espanto que los peronistas estaban intentando derribar los portones.

-¡Lafuente! – gritó desesperado - ¡Lafuente!
Cuando el aludido se acercó, los vidrios de aquel sector cayeron destrozados por el impacto de varios ladrillos.

-¡Tenemos que apuntalar las puertas urgentemente!
-Yo soy oficial de la Marina, señor! – dijo un joven, que se le acercó - ¿Qué quiere que haga?.
-Tome inmediatamente a diez hombres y apuntale esa entrada – ordenó Lafuente señalando los accesos de las cocheras.
Mientras el marino partía a cumplir la directiva, Arnaudo armado con un improvisado garrote, regresó al patio de la Curia donde un joven lo detuvo y le dijo que diez mil obreros de la CGT marchaban armados hacia el lugar, dispuestos a todo. Entonces alguien propuso hacer sonar las campanas, cosa que los presentes aprobaron de manera unánime, dirigiéndose varios e ellos a la puerta del campanario para hacerlas repiquetear. La encontraron cerrada, por lo que el capitán Eduardo García Puló le dio una tremenda patada que la abrió violentamente.Fue así como al intenso ruido del combate se le sumó el repicar de los bronces, claro pedido de auxilio impartido por los defensores.
Los peronistas concentraron su ataque sobre la Curia, creyendo que por allí les resultaría más fácil ingresar. Observadores apostados por Arnaudo en las azoteas y los techos, dieron cuenta de que la turba se había apoderado de un automóvil y que utilizándolo como un ariete, golpeaba los portones una y otra vez, con el prendieron fuego para que las llamas se extendiesen al edificio.Militantes de la Alianza Libertadora Nacionalista y de la CGT desenfundaron sus armas y comenzaron disparar hacia las aberturas de la Curia cuando por ellas se asomaba o pasaba alguien. En vista de ello, Arnaudo ordenó apagar todas las luces y no asomarse, sabiendo que los forajidos tiraban a matar. Fue en ese preciso instante que en una de las habitaciones contiguas comenzó a sonar un teléfono. Mientras la campanilla sonaba insistentemente, uno de los vigías que había abandonado momentáneamente su puesto, se acercó a Arnaudo para informarle que en la esquina de San Martín y Diagonal Norte se estaban agrupando militantes católicos, al grito de “¡Viva Cristo Rey!”, información que levantó el ánimo de los defensores.
A todo esto, el teléfono seguía sonando constantemente en la mencionada habitación por lo que un muchacho que se hallaba cerca le dio un violento empujón a la puerta y se apresuró a atender, pensando que se trataba de algo importante. Grande fue su sorpresa cuando del otro lado de la línea, una señora “paqueta” preguntaba sumamente preocupada, si era cierto que estaban incendiando la Catedral 2. Los presentes se miraron azorados y casi enseguida, rompieron en risas que más que por lo absurdo de la situación, sirvieron para aflojar tensiones. Sin embargo, la risa duró poco porque los peronistas arreciaban en su arremetida.

De regreso en la sacristía, Arnaudo encontró al Dr. Tomás Casares, conocido militante y pensador católico que por expreso pedido de la jerarquía eclesiástica, seguía desempeñando las funciones de ministro de la Corte Supremade Justicia, quien fuera de sí a causa de la indignación, le informó que acababa de hablar telefónicamente con las autoridades policiales y con el jefe del Regimiento de Granaderos a Caballo, para exigirles a ambos su mediación.

-Escúcheme bien, joven –le dijo a Arnaudo- Usted que está al mando, cuando llegue alguna de las autoridades, sea de la policía o el Ejército, debe avisarme inmediatamente, ¿me entendió? ¡Inmediatamente!.
-¡Si doctor! – fue la respuesta.

A esa altura de los acontecimientos era evidente que de nada servía el esfuerzo de aquel millar de asaltantes por apoderarse dela Catedral. Los defensores, guiados valerosamente por Arnaudo, resistían a más no poder mientras la Plaza de Mayo se iba llenando de curiosos que se habían acercado para observar.
Cerca de las 21.30 se hicieron presentes bomberos y policías, los primeros para controlar el fuego y los segundos, para dispersar a los manifestantes católicos que se habían agrupado en San Martín y Diagonal Norte para vivar a Nuestro Señor Jesucristo, a la Iglesia y la libertad. Fue en ese preciso momento que, después de tres horas y media de lucha, el ataque cesó.La policía se acercó a las puertas del edificio para hablar con monseñor Tato y el Dr. Casares mientras los defensores aguardaban expectantes en el interior del templo y la Curia.
Finalizado el diálogo, Casares se acercó a Arnaudo y le comunicó que todo había terminado y que saldrían del lugar custodiados por los guardias del orden, previa entrega de las armas.
Mientras el Dr. Casares regresaba junto a monseñor Tato y el jefe de Investigaciones de la Policía Federal, los valerosos militantes que habían defendido el gran templo porteño procedieron a entregar su “arsenal”: el revolver 32, los dos 22 y la pistola de aire comprimido. Y mientras eso acontecía, Arnaudo, corrió hasta uno de los teléfonos para llamar a su padre con el objeto de avisarle lo que había ocurrido e informarle que posiblemente iría preso.

-Papá, andá hasta la biblioteca, agarrá las obras completas de Chesterton, sacá un papelito con direcciones que hay allí y quemalo inmediatamente – le dijo3.

Temía que durante alguno de los allanamientos que tendrían lugar ese mismo día, el comprometedor “documento” fuera descubierto y que implicase a todos los que figuraban en él.

Casi en el mismo momento en que Arnaudo cortaba para ceder su lugar a un compañero, se le acercó su amigo y compañero de estudios, Gastón Bordelois, que no hacía mucho había salido de prisión, para decirle que había posibilidades de escapar por los techos. Arnaudo le agradeció el dato, pero le respondió que como jefe de la defensa, no era correcto abandonar su puesto. Sin embargo, le ordenó que junto a su otro amigo, Humberto Podetti, se fueran lo más pronto posible, a efectos de seguir editando“Verdad”, como venían haciéndolo desde que Perón desatara su persecución contra la Iglesia.
Ni Podetti no Bordelois lograron fugarse porque cuando se disponían a hacerlo, aparecieron por la salida efectivos de la policía y les cortaron el paso. Podetti regresó junto a Arnaudo y Bordelois se escondió, sin ser visto.
A todo esto, monseñor Novoa condujo a unos quince muchachos hasta una habitación secreta, ubicada detrás de un falso panel situado en el segundo nivel de la biblioteca y allí los introdujo, diciéndoles que aguardasen sin moverse ya que, por estar cumpliendo con el servicio militar unos y pertenecer al Colegio Militar y la Escuela Naval otros, su situación era extremadamente comprometida4. A eso de las 23.00 se hizo presente el juez Carlos A. Gentile con una orden de arresto para todos los defensores, medida que el Dr. Casares (que no iría preso), intentó impedir intercediendo por ellos. Según sus palabras, no había razones que justificaran las detenciones, pero no logró evitarlas.

-Acaten la orden – ordenó con voz apesadumbrada dirigiéndose a los defensores. No hay nada más que se pueda hacer.

Monseñor Tato solicitó a los defensores que depusieran su actitud mansamente y no creasen dificultades explicándoles que solo irían presos unas pocas horas ya que en breve se iniciarían las gestiones para lograr su liberación. Cuando dieron las doce, invitó a todos a comulgar, no solo para reconfortar espiritualmente a aquellos valientes, sino para evitar que el Sagrario con las hostias consagradas, quedasen a merced de los profanadores.
Hombres y mujeres formaron fila y uno a uno fueron abandonando la histórica Catedral, sepulcro del Libertador de América, del Soldado Desconocido de nuestra Independencia y de grandes personajes del pasado argentino, escenario de hechos trascendentales de la historia y pieza de incalculable valor artístico y espiritual. 5
Dentro de los camiones policiales aunque satisfechos por el deber cumplido y reconfortados por la Sagrada Comunión, aquel puñado de espartanos fue conducido a la Penitenciaría Nacional, bajo severa custodia y estricta vigilancia.


Notas

1 Años después actor, cómico y efímero sacerdote.
2 Florencio Arnaudo, El año que quemaron las iglesias, Cap. XVII “La defensa de la Catedral”.
3 Ídem.
4 La habitación desaparecería cinco días después cuando la Curia
fue incendiada por las turbas enardecidas, después del bombardeo aéreo a la capital.5 A las mujeres y los sacerdotes los dejaron en libertad después de tomárseles sus nombres y números de documento.

* La mayor parte de la información fue extraída de El año que quemaron las iglesias, de Florencio Arnaudo y La Revolución del 55, Tomo I, de Isidoro Ruiz Moreno.



miércoles, 12 de junio de 2019

Arte; La obra "Las putas de San Julián" inspirada en Bayer

‘Las putas de San Julián’

Las meretrices del prostíbulo La Catalana se enfrentaron a los soldados del ejército de la Patagonia con palos y escobas

Enric González | El País



Una escena de la obra de teatro 'Las putas de San Julián', inspirada en un hecho real ocurrido en la Patagonia.

Este es un asunto antiguo. Fue descubierto hace unos años y desde entonces no deja de crecer: ya se ha incorporado a la historia de la izquierda argentina. Se refiere a una institución llamada La Catalana y a un grupo de mujeres. La institución era un prostíbulo y las mujeres, prostitutas. Pero lo que hicieron Paulina Rovira, catalana, dueña del establecimiento, y las cinco mujeres que trabajaban para ella, el 17 de febrero de 1922, fue algo heroico.

Es difícil imaginar la Patagonia de hace un siglo: un páramo inmenso azotado por el viento y dominado por unos cuantos terratenientes. Los presos políticos y los peores criminales eran enviados al terrible penal de Ushuaia, frente a la Antártida; el viaje duraba tanto tiempo que alguno llegó a cumplir condena antes de llegar. Hablamos de un lugar y de un tiempo realmente salvajes.

En noviembre de 1920, los peones agrarios agrupados en la Sociedad Obrera de Río Gallegos se declararon en huelga justo antes de empezar la esquila de las ovejas. Reclamaban cosas elementales: un día de descanso semanal, un lugar limpio y seco donde dormir y velas para alumbrarse. Los dueños de las fincas, británicos y argentinos, reclamaron al gobierno que acabara con la protesta. El presidente Hipólito Yrigoyen envió a la Patagonia el Décimo Regimiento de Caballería del teniente coronel Héctor Benigno Varela, que impuso a ambas partes una negociación, consiguió un principio de acuerdo y regresó en cuanto pudo a Buenos Aires.

El historiador argentino Osvaldo Bayer descubrió el episodio de las prostitutas que inspiró una obra de teatro

El acuerdo no fue cumplido y recomenzó la huelga. En noviembre de 1921, el teniente coronel Varela y sus soldados aparecieron de nuevo en la región. Esta vez, a sangre y fuego. Cualquiera que participara en la huelga o la respaldara de alguna forma era fusilado en el acto. La matanza duró casi dos meses. Murieron unas 1.500 personas.

El historiador Osvaldo Bayer investigó aquella barbaridad para su libro La Patagonia rebelde (2012), compendio de cuatro tomos aparecidos entre 1972 y 1978 (con el autor ya en el exilio por la dictadura militar) bajo el título genérico Los vengadores de la Patagonia trágica. Y gracias a un viejo informe policial descubrió el episodio de La Catalana. Lo que hicieron las meretrices tuvo tanto impacto un siglo después que el propio historiador, en 2013, estrenó en el teatro Cervantes de Buenos Aires una obra titulada Las putas de San Julián.

La campaña del teniente coronel Varela se dio por terminada en febrero de 1922. Los peones supervivientes habían huido a Chile o a los rincones más remotos de la Patagonia argentina. En las fincas reinaba el silencio de los cementerios. Los soldados inspiraban un miedo casi absoluto. Varela decidió premiar a sus hombres con una gratificación sexual. El 17 de febrero, un grupo de soldados a las órdenes de un suboficial acudió a un conocido prostíbulo del Puerto de San Julián para cobrar su recompensa.

Pero el prostíbulo, llamado La Catalana porque lo dirigía la catalana Paulina Rovira, estaba cerrado. Llamaron a la puerta una y otra vez. Gritaron y amenazaron hasta que Paulina Rovira salió y, dirigiéndose al suboficial, anunció que sus chicas no iban a atender a los soldados. La tropa, enfurecida, entró por la fuerza. Y fue rechazada a palos y escobazos por las mujeres. Según el informe policial, las prostitutas les llamaban “asesinos” y gritaban “nunca nos acostaremos con asesinos”, además de “otros insultos obscenos propios de aquellas mujerzuelas”. Las mujeres de La Catalana se atrevieron a plantar cara al Décimo de Caballería y, por supuesto, fueron detenidas. Normalmente deberían haber sido fusiladas. Después de matar a tantos cientos de peones, eso no era nada. Pero al comisario de San Julián le pareció que ejecutar a las mujeres engrandecería su acto de resistencia, y optó por dejarlas ir.

Quedaron sus nombres en el expediente. Eran, además de Paulina Rovira, Consuelo García, de 29 años, argentina, soltera; Ángela Fortunato, de 31 años, argentina, casada; Amalia Rodríguez, de 26 años, argentina, soltera; María Juliache, de 28 años, española, soltera; y Maud Foster, de 31 años, inglesa, soltera. No se sabe qué fue de ellas después de aquella jornada.

El teniente coronel Héctor Benigno Varela murió un año después, el 27 de enero de 1923. Un anarquista alemán, Kurt Wilckens, arrojó una bomba a su paso y después lo remató con cuatro disparos, los mismos que recibían los peones patagónicos. Para proteger de la metralla a una niña de 10 años que pasaba por el lugar, María Antonia Pelazzo, Wilckens se colocó ante ella y sufrió varias heridas. Quedó en el lugar hasta que le detuvo la policía.

“No fue venganza, yo no vi en Varela al insignificante oficial”, escribió Wilckens desde la cárcel. “No, él era todo en la Patagonia: gobierno, juez, verdugo y sepulturero. Intenté herir en él al ídolo desnudo de un sistema criminal”. Wilckens fue asesinado en la cárcel por un pariente de Varela, quien fue a su vez asesinado poco después.

martes, 11 de junio de 2019

República Española: La Unión Soviética como sueño de los zurdos españoles

La fiebre de los viajes soviéticos

Un libro recopila los artículos de 1934 de María Teresa León sobre su periplo por la URSS, lugar que obsesionó a los intelectuales españoles

Eva Díaz Pérez | El País


María Teresa León (derecha), en una residencia infantil de Moscú en 1934.

La Rusia de la Revolución hechizó a los intelectuales españoles en la década de los años veinte y treinta. Unos lo describieron como el paraíso y el horizonte que debía servir de ejemplo en España, mientras que otros lo narraron como el infierno que había que evitar. El escritor Ernesto Giménez Caballero definió con su habitual sarcasmo “romerías a Rusia” aquella fiebre viajera. Y el periodista José Escofet advertía en las páginas de La Vanguardia: “Pronto se podrá formar un Himalaya con los libros sobre Rusia que aparecen todos los días”.

Dos de los más célebres intelectuales españoles que viajaron al país de los sóviets fueron Rafael Alberti y María Teresa León. Ambos escribieron artículos, ofrecieron conferencias y publicaron libros donde contaban sus experiencias rusas. Viajaron en numerosas ocasiones invitados por las autoridades soviéticas que veían en la célebre pareja el modelo perfecto para importar su modelo político y social. En 1932 se trasladan a la URSS con una beca para estudiar las nuevas tendencias del teatro europeo; en 1934 participan en el Primer Congreso de Escritores Soviéticos y en 1937 como representantes de la Alianza de Intelectuales Antifascistas para pedir ayuda para el bando republicano en la Guerra Civil. Luego seguirían otras estancias en plena Guerra Fría.

Ahora la editorial sevillana Renacimiento acaba de editar el libro que María Teresa de León publicó a raíz de la visita de 1934, que coincidió con un momento efervescente: la revolución en Asturias que provocaría uno de los primeros exilios de españoles a la URSS en el siglo XX. “El viaje a Rusia de 1934”, que cuenta con edición de la profesora de la Universidad de Zaragoza, Ángeles Ezama Gil, desvela los detalles de este segundo viaje.

Alberti publicó varios artículos sobre el viaje en el diario madrileño Luz además de describir vivencias en su colección de poemas revolucionarios Consignas: “Los relojes del Kremlin os saludan cantando la Internacional”. María Teresa León anotaba todos los detalles en sus cuadernos de viaje y sus impresiones aparecieron publicadas en Heraldo de Madrid.

Los viajes a Rusia se convirtieron en algo parecido al Grand Tour que hacían a Italia en el siglo XVIII los jóvenes ricos e ilustrados del norte de Europa como parte de su formación clásica. Viajar a la novísima Rusia fue una experiencia similar a la de los viajeros románticos apasionados por la España pintoresca del siglo XIX. En el siglo XX todos querían tener su aventura soviética.

Pionera en los viajes y libros sobre Rusia fue la periodista Sofía Casanova, corresponsal del Abc en la Gran Guerra, que publicó varias crónicas recopiladas en la obra De la Revolución rusa (1917). Después de ella llegó la gran oleada. Uno de los libros que tuvieron más relevancia fue Mi viaje a la Rusia sovietista (1921), obra del ministro socialista Fernando de los Ríos que apuntaba ya algunas fisuras del "paraíso de los sóviets". Igual que hicieron el anarquista Ángel Pestaña en Setenta días en Rusia y el periodista sevillano Manuel Chaves Nogales, que señaló los peligros del totalitarismo en los reportajes que escribió para El Heraldo de Madrid y que publicaría en 1929 en La vuelta a Europa en avión. Un pequeño burgués en la Rusia roja. En su travesía europea, Chaves Nogales reconoció la amenaza del comunismo como hizo con el nazismo en su recorrido por Alemania y con el fascismo en Italia.


María Teresa León, junto a Rafael Alberti, recibidos por escritores soviéticos en la estación de tren.

Miguel Hernández también visitó la URSS en 1937 como parte de la delegación asistente al V Festival de Teatro soviético. Otros escritores que viajaron a Rusia fueron Pedro de Répide, cuya experiencia plasmó en La Rusia de ahora (1930); César Vallejo, que lo hizo en Rusia en 1931. Reflexiones al pie del Kremlin; o Ramón J. Sender, que en Madrid-Moscú. Notas de viaje 1933-34 apuntaba aspectos positivos, pero advertía de “errores de planificación, pésimas cosechas, requisas indiscriminadas de grano o la matanza de miles de ucranianos”.

Otros intelectuales españoles subrayaron los peligros de la revolución bolchevique como Luis Hoyos, Eloy Montero, Ramiro de Maeztu o Félix Ros en Un meridional en Rusia (1936). “Ambas visiones se difundieron por España durante el periodo de entreguerras, presentando a Rusia como el modelo revolucionario del siglo XX y como punto de partida de un mundo diferente, temido por unos, admirado por otros; y se tendió a identificar la Rusia imaginada con los acontecimientos que tuvieron lugar en España a partir de la República”, explica Ángeles Ezama Gil, autora de la edición.

Tanto María Teresa León como Rafael Alberti mostraron el paraíso del proletariado como un idealizado campo de pruebas del mejor de los mundos. Sin embargo, en 1956 la escritora ya mostraba su desengaño con la utopía comunista. Así lo desveló en Memoria de la melancolía al referirse a amigos desaparecidos: “Ni Mijaíl Koltsov, nuestro gran amigo ruso, ni María Osten, su amiga alemana, podrán leer lo que estoy escribiendo. Están muertos. Muertos no se dónde ni cómo. Perdidos en la última noche staliniana”.

lunes, 10 de junio de 2019

Democracia y discusiones para el armado de una nación

La hora de la palabra

En democracia se discuten todas las propuestas, y se decide

José Andrés Rojo | El País



La sala del Manège, donde se reunió el poder legislativo durante los años de la Revolución Francesa.

Malos tiempos para la democracia. Se desconfía cada vez más de los políticos y de la capacidad de la palabra para dar impulso a sus iniciativas. Y se impone el lenguaje de la calle, donde lo que importa es que cada movilización sea más grande que la anterior. Nunca está de más manifestarse para reclamar atención sobre asuntos que están quedando fuera de la agenda política, pero en la calle muchas veces se mezclan proyectos diferentes bajo un mismo paraguas. Hace falta darle forma a cada reivindicación y que existan propuestas alternativas sobre las que pronunciarse y buscar acuerdos y armar las leyes que convengan para transformar las cosas. Para eso está la democracia.

El historiador estadounidense David A. Bell reconstruye de manera magistral en La primera guerra total una de las más importantes batallas parlamentarias. Año 1790, la Asamblea Nacional surgida de la Revolución Francesa tiene que dar respuesta a un asunto enrevesado. Al otro lado del mundo, una fragata española se ve obligada a asegurar su soberanía sobre la isla de Vancouver frente a la presencia de buques británicos y estadounidenses, y reclama ayuda de Francia. En 1761, los Borbones Luis XVI y Carlos IV firmaron un pacto familiar para defenderse en caso de hostilidades, así que la Asamblea tiene que decidir si aprueba los fondos para que Francia construya catorce buques y ayude a su aliado. El gran asunto que toca tratar es, pues, el de la paz y la guerra.

La democracia tenía entonces todavía algunos rasgos primitivos. La Asamblea la componían 1200 miembros de los Estados Generales elegidos el año anterior, aunque solo intervenían con regularidad unos 50. Para ocuparse de esta delicada cuestión se instalaron en la sala del Manège, en el Jardín de las Tullerías: los conservadores se colocaron a la derecha; a la izquierda, los radicales del Club de los Jacobinos y los más moderados de la Sociedad de 1789. De ahí viene esa vieja división.

En la calle, una multitud se interesaba en un estado de alta tensión por lo que ocurría dentro. Ahí, los espectadores interrumpían a los tribunos que defendían sus posiciones con pasión y sólidos argumentos, y tomaban notas “y las ataban con un gancho y las pasaban desde la ventana a lo largo de un hilo a sus amigos en el exterior”, cuenta Bell, para que terminaran llegando a las redacciones de los múltiples periódicos que se publicaban entonces, cada cual con su postura y con su mirada. “Europa nunca había visto nada parecido”, e incluso se tuvo que redefinir la palabra revolución:“Ya no se trataba, como antes, de un cambio súbito e imprevisible en el destino de un país, sino el significado más moderno de la explosiva e ilimitada expresión de la voluntad colectiva de una nación”. De la mano de las instituciones democráticas.

En el debate sobre la guerra se pronunciaron 35 diputados con algunas intervenciones de gran altura, y llegó a haber alguno que defendió, ¡en tiempos de revolución!, la monarquía absoluta. Se discutieron las propuestas, se pulieron, se introdujeron enmiendas y al final la Asamblea trazó el camino, y la aristocracia perdió “su tradicional razón de ser: la guerra”. Aquel pacto de familia de los Borbones tardó en morir lo que duraron unos cuantos días de acaloradas sesiones. La democracia mostraba su razón de ser: una ciudadanía exigente, una prensa que informa y que genera opinión, unos representantes que construyen sus argumentos con finura y solvencia: y luego la feroz batalla parlamentaria (con respeto a las minorías) y, al fin, los acuerdos.

domingo, 9 de junio de 2019

Revolución Libertadora: Los inicios

Revolución Libertadora: Los prolegómenos

Fuente: 1955 Guerra Civil. La Revolucion Libertadora y la caída de Perón


El clima de violencia estaba instalado en la Argentina, incitado por el oficialismo desde su llegada al poder.
En 1951, ante las inminentes elecciones del 11 de noviembre, un grupo de altos jefes militares encabezados por el general Benjamín Menéndez, comenzó a intrigar secretamente para derrocar a Perón. Sin embargo, como las idas y vueltas y los conciliábulos se hicieron extremadamente largos, algunos de ellos comenzaron a impacientares.
Entre los conspiradores se encontraban los generales Eduardo Lonardi, Pedro Eugenio Aramburu y Eneas Colombo, los coroneles Juan Carlos Lorio y Arturo Ossorio Arana y los tenientes coroneles Bernardino Labayru, Luis Leguizamón Martínez y Emilio Bonnecarrere.
El nombramiento del general Aramburu como agregado militar de la embajada argentina en Brasil inquietó notablemente los ánimos e hizo creer a los conjurados que las autoridades se habían percatado de algo. Por esa razón, a partir de ese momento, los hechos se precipitaron.


Perón pronuncia un discurso

El general Menéndez, por entonces retirado, decidió actuar de inmediato y por esa razón, en la madrugada del 28 de septiembre, después de sincronizar movimientos con sus pares de la Marina y la Fuerza Aérea, se apersonó vestido con su uniforme de combate en la Escuela de Caballería de Campo de Mayo (a la que pertenecía) y contactó a los capitanes y tenientes que lo seguían, entre ellos Julio Alsogaray y Alejandro Agustín Lanusse, para concentrarlos en el Regimiento 8 de Caballería con la misión de tomar la unidad.
Posesionados de la misma, los alzados abordaron los blindados y los ubicaron frente al Casino de Oficiales, iniciando un violento tiroteo que acabó con la vida del cabo Miguel Farina, perteneciente a las fuerzas leales al gobierno, y dejó herido al capitán Rómulo Félix Menéndez, hijo del jefe rebelde.
Eran las 07.25 cuando el coronel Dalmiro Videla Balaguer, director del Liceo Militar, llamó a sus superiores para advertirles que en el cercano regimiento acontecían hechos irregulares. En vista de ello, el general Franklin Lucero, ministro de Ejército, adoptó una serie de medidas urgentes tendientes a neutralizar el movimiento.



Frente del Jockey Club sobre la calle Florida


Al frente de tres tanques, cinco semiorugas y varios camiones con tropas a bordo, Menéndez partió de Campo de Mayo en dirección a la Base Aérea de El Palomar, que para ese entonces había sido copada por los brigadieres Guillermo Zinny y Samuel Guaycochea.
Mientras eso acontecía en el noroeste del Gran Buenos Aires, desde Villa Reynolds, provincia de San Luis, despegaron aviones caza de la V Brigada Aérea, que a las órdenes del vicecomodoro Jorge Rojas Silveyra, debían volar hacia Buenos Aires para atacar a a las fuerzas rebeldes. Para entonces, la Base Aeronaval de Punta Indio se hallaba en poder del capitán de navío Vicente Baroja quien, de acuerdo a planes preestablecidos, abordó un monoplaza AT-6 y seguido por el capitán de corbeta Siro de Martini despegó hacia el Aeroparque con la misión de impedir que Perón se fugara de la capital.
Al llegar a destino, se produjo una breve escaramuza cuando los aviadores rebeldes vieron que en la pista principal un transporte De Havilland Dove iniciaba su carreteo con la aparente intención de huir.
Creyendo que a bordo se encontraba el primer mandatario, Baroja se dirigió resueltamente hacia él para arrojarle sus dos bombas de 50 kilogramos, sin alcanzarlo. Detrás suyo, Siro de Martini abrió fuego con sus cañones perforando la cola del aparato pero el mismo, hábilmente piloteado por el comodoro Luis A. Lapuente, levantó vuelo y a muy baja altura, se escabulló por entre los edificios de Barrio Norte, en dirección sudoeste.
Para entonces, los accesos a la Capital Federal se hallaban bloqueados con camiones, ómnibus y barricadas en tanto el Ejército había montado puestos de vigilancia en diferentes puntos de la ciudad.
A esa altura Menéndez comprendió que las unidades que debían plegarse al alzamiento se habían mantenido quietas y que la asonada había fracasado pero, decidido a todo, se dirigió hacia Buenos Aires para acabar con Perón o morir en el intento. Sin embargo, a la altura de San Isidro, su columna se detuvo, falta de combustible y por esa razón, no le quedó más remedio que capitular y entregarse a las autoridades, a sabiendas de que podía ser fusilado. La revolución había fracasado.
Cuando la noticia se difundió, muchos de los complotados escapaban a bordo de un transporte de la Fuerza Aérea desde El Palomar, con destino a Uruguay, seguido por Baroja y De Martín en sus respectivos aviones. Finalizaba de esa manera el primer alzamiento contra el régimen peronista, fallido preludio de lo que iba a suceder cuatro años después.
Al día siguiente, el mismo presidente, en un agresivo discurso pronunciado ante una rugiente multitud, anunció desde los balcones de la Casa de Gobierno, el establecimiento del estado de guerra interna en todo el ámbito de la Nación y el fusilamiento de los jefes alzados, amenaza que finalmente, no cumplió.


Gral. Benjamín Menéndez

Benjamín Menéndez, un bravo general de Caballería que recién egresado del Colegio Militar, había tomado parte activa en la conquista del Chaco, fue enviado al penal de Tierra del Fuego, donde quedó detenido junto a sus seguidores. De acuerdo a algunas versiones, Eva Perón aconsejó a su marido insistentemente que pasase a los rebeldes por las armas pero aquel desestimó el pedido por considerarlo poco prudente.
Lamentablemente, la violencia no terminó allí.
El 15 de abril de 1953 Perón pronunciaba otro de sus encendidos discursos frente a la masa que se había reunido en Plaza de Mayo cuando estallaron tres artefactos de alto poder que mataron a seis manifestantes y dejaron a otros noventa y tres con heridas de distinta consideración.
Ante la gravedad de esos hechos, el mandatario volvió a azuzar a la turba vociferando frases tan violentas que aquella, enardecida, se encaminó en gran número hacia diferentes puntos de la ciudad para atacar las sedes de los partidos opositores. Ese día, fueron incendiadas la Casa del Pueblo, baluarte del Partido Socialista, sobre avenida Rivadavia; la Casa Radical, que se alzaba en la calle Tucumán; la central del Partido Demócrata (Conservador), en Rodríguez Peña 525, y finalmente, la sede del aristocrático Jockey Club, sobre la calle Florida, que ardió por espacio de dos días.
Entre las obras de arte que se perdieron en aquella luctuosa jornada figuran la biblioteca de la Casa del Pueblo que incluía colecciones donadas por el mismísimo Juan B. Justo; objetos de valor histórico del Partido Demócrata Nacional y los tesoros del Jockey Club entre los que destacaban la Diana Cazadora de Falgueriés, adquirida especialmente para esa institución por Aristóbulo del Valle (se la hizo rodar por las escaleras del salón principal), numerosos cuadros, entre ellos el de su fundador, el Dr. Carlos Pellegrini, obra de Bonnet que databa de 1908 y parte de su gran biblioteca, una de las más completas de la ciudad de Buenos Aires.
Nada hicieron los bomberos para apagar los incendios, salvo resguardar los edificios vecinos. Tampoco hizo nada la policía ya que los vándalos actuaron con total impunidad, destruyendo todo lo que encontraron a su paso.
Al día siguiente, el Dr. Manuel V. Ordóñez, que había viajado expresamente a Roma para referir lo que estaba ocurriendo en la Argentina, fue recibido por el Papa Pío XII quien, lo primero que le dijo al verlo fue:

-¿Sabe usted lo que ha ocurrido?
-No, Su Santidad – respondió Ordóñez.
-Han incendiado la biblioteca del Jockey Club – respondió consternado el Pontífice agregando – Estoy profundamente apesadumbrado. Se han perdido obras de incalculable valor allí.

Lo que el Santo Padre y buena parte de la opinión pública ignoraban era que, para fortuna de la posteridad, una parte de aquella colección y varios volúmenes de la biblioteca habían sido rescatados de las llamas y puestos a resguardo.
A partir de entonces, las frases de Perón se tornaron cada vez más violentas y brutales: “¡Yo les pido que no quemen más ni hagan nada más de esas cosas porque cuando haya que quemar, voy a salir a la cabeza de ustedes a quemar! ¡Entonces, si fuera necesario, la historia recordará la más grande hoguera que haya encendido la humanidad hasta nuestros días!” (7 de mayo de 1953); “¡Me piden que de leña…¿por qué no empiezan a darla ustedes?!”;“¡Vamos a tener que volver a la época de andar con alambre de fardo en el bolsillo!” o “¡Por cada uno de los nuestros que caiga, caerán cinco de ellos!”.
Ese era el ambiente que imperaba en Buenos Aires cuando se desataron los sucesos que a continuación vamos a relatar. Expresiones tan irresponsables no hicieron más que precipitar los hechos y llevar a la sociedad argentina al caos y el enfrentamiento civil. El régimen se debilitaba lentamente y la tensión comenzaba a adueñarse de la sociedad.


Esta antigua fotografía muestra el accionar de los bomberos sobre la sede incendiada del Jockey Club

La Casa del Pueblo - Sede del Partido Socialista después del ataque