H.R. Leis y G. Fernández Meijide: Los años setenta a contrapelo
por Lida, Miranda
Lectura de los recientemente publicados Eran humanos, no héroes, de Graciela Fernández Meijide, y Un testamento de los años setenta, de Héctor Ricardo Leis.
Juicio a las Juntas, leyes de Obediencia Debida y Punto Final en el gobierno de Raúl Alfonsín, indultos de Carlos Menem, anulación de las leyes anteriores por el Congreso en tiempos de Néstor Kirchner, reapertura de juicios y nuevas revelaciones de más horror: nada de esto alcanza para dar por cerrado el tema de los años setenta. Aún si se extendieran las condenas a todos los potencialmente implicados en las fuerzas de seguridad, ello tampoco sería suficiente.
No al menos para Graciela Fernández Meijide (Eran humanos, no héroes, Sudamericana, 2013) y Héctor Ricardo Leis (Un testamento de los años setenta, Katz, 2013), autores de dos obras de reciente aparición que dialogan entre sí. Vuelven sobre la violencia política de los setenta y se interrogan sin tapujos sobre los límites de la memoria histórica que se ha ido afianzando en los últimos años. Más allá de los relatos blanco sobre negro en los que se demoniza a unos y a los otros se los convierte en héroes revolucionarios, se vuelve imperativo tomar distancia para pensar más detenidamente el pasado reciente, por fuera del lugar común. La memoria que convierte en mártires a unos y en ogros a los otros obtura la comprensión histórica y el análisis a fondo.
Fernández Meijide, de amplia trayectoria en materia de derechos humanos (perdió a su hijo en plena dictadura), y con una autoridad moral inobjetable, pone el dedo en la llaga cuando refuta la imagen heroica de los militantes que fueron víctimas del terrorismo de Estado. No fueron héroes, sino que cometieron errores, de consecuencias a veces funestas. Leis, en su momento militante comunista y luego también de Montoneros, reconoce parte de estos mismos errores a modo de mea culpa. Así, ambos autores coinciden en subrayar la importante cuota de responsabilidad que les cupo a las organizaciones armadas en la espiral de violencia desatada, que desembocaría en el golpe militar de 1976.
Las Fuerzas Armadas son un actor del drama, pero no el único. La responsabilidad que les tocó es inobjetable, en la medida en que detentaban el poder del Estado, obtenido por vías ajenas a la legalidad. No obstante, los militares de 1976 no accedieron al poder sin contar con distintas formas de connivencia de parte de varios actores sociales. Leis y Fernández Meijide coinciden en que hay que entender el contexto en el que se produjo el golpe militar para poder hablar del papel que le cupo a otros múltiples actores, más allá de las Fuerzas Armadas. En especial, es necesario considerar el de las propias organizaciones armadas que apostaron a la violencia e incluso al golpe militar. Pero no son los únicos.
Leis arriesga la hipótesis de que las organizaciones armadas, que habían ganado una cierta legitimidad durante los gobiernos militares de la Revolución Argentina (antes de 1973), la perdieron desde entonces, en la medida en que no depusieron las armas siquiera ante Perón, cuando regresó al poder por la vía democrática. Los guerrilleros no lucharon por la democracia, sino contra ella, recalca Leis con contundencia. Ello dejó el camino expedito para que a su vez ganara legitimidad, por contraste, la idea de la lucha contra la subversión. Puede concluirse que el terrorismo de Estado, si bien demoníaco, tuvo alguna cuota de legitimidad.
¿Legitimidad en los fines o en los medios?, cabe preguntarse sin embargo. En el prólogo que escribió al libro de Leis, Fernández Meijide insinúa que ésta no es una cuestión menor, puesto que el régimen militar se valió de medios perversos para aniquilar prisioneros inermes, y dispuso además de sus hijos.
Leis discute sin embargo la idea de que las víctimas hayan sido inocentes: se los suele recordar como desaparecidos y no como “compañeros”, revolucionarios o, peor aún, guerrilleros y terroristas, insiste Leis. También ellos deberían ser sometidos al cedazo de la ley, agrega. Procesar a los responsables de Montoneros y del ERP a la par de las Juntas Militares fue lo que quiso hacer Alfonsín en un principio, recuerda Fernández Meijide, si bien la cuota de responsabilidad que se les atribuyó a estos últimos fue menor en comparación con la de las Fuerzas Armadas. Las heridas siguen abiertas: no se puede olvidar que el pase a la clandestinidad de Montoneros dejó a sus simpatizantes al descubierto. Sin ningún resguardo, cayó uno detrás de otro en las garras de los militares.
Así, una comprensión histórica que sólo condena a los represores y sus cómplices parece no ser suficiente ni satisfactoria. Para Leis, ello supone hipotecar el futuro: en la medida en que los juicios de responsabilidad no recaigan con ecuanimidad sobre todas las partes, el riesgo de una guerra civil tácita sigue latente. También cabe la alternativa del perdón, en tanto que vía para la reconciliación, pero debería ir acompañado, recalca Leis, de la confesión. Propuesta arriesgada y difícil de aceptar, incluso para Fernández Meijide o Beatriz Sarlo, que prologan su libro y lo elogian en otros aspectos. Puesto que no sólo no hubo confesión por parte de los integrantes de las Juntas Militares juzgados en 1985, sino que ni siquiera colaboraron suministrando información a la CONADEP, recuerda Fernández Meijide. Nunca pensó en colaborar con la justicia Jorge Rafael Videla, a pesar de que en los meses anteriores a su deceso hizo declaraciones públicas de fuerte tono.
Fernández Meijide insinúa, en cambio, que el único camino para no hipotecar el futuro es la comprensión histórica del pasado, en su sentido más cabal. De ahí que su libro se concentre en ofrecer una pormenorizada reconstrucción histórica de la Argentina de los setenta, que atiende a su vez al escenario regional e internacional. Escribe pensando en los jóvenes que nacieron en democracia luego de 1983, a quienes les son lejanos, incluso, muchos de los debates ideológicos que atravesaron el siglo XX (fascismos, comunismo, entre otros). A través de múltiples entrevistas que realizó a los protagonistas de la transición democrática en distintos países de América Latina, construye una trama que contiene mucho más que una simple narración histórica. Su principal virtud es que escapa del maniqueísmo al que tan fácilmente se presta esta cuestión, sin recaer en ingenuidades y sin ser complaciente, tampoco, con la lectura unidimensional que hoy se hace desde el oficialismo acerca de la dictadura.
En suma, dos libros que, con coraje y honestidad intelectual, invitan a la reflexión del pasado reciente. Ambos muestran muy bien que, a diferencia de lo que suele afirmarse, la espiral de violencia arrancó mucho antes del 24 de marzo de 1976. No basta con invocar esta fecha para dar cuenta de la barbarie de los años setenta. Así, leídos a contrapelo, esos años resultan nada idílicos, poco dignos de añoranza, más bien de desazón.
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