El pánico de 1837: lecciones de la primera crisis económica de Estados Unidos

Cartel político del Partido Whig: Problemas del desempleo en Estados Unidos, 1837. Biblioteca del Congreso, Washington
Mateo 7:27
Especulación, juventud institucional y bancarrota: la fragilidad estructural de la economía estadounidense en el Pánico de 1837
La historia económica de Estados Unidos revela una constante tensión entre expansión ambiciosa, especulación descontrolada y episodios recurrentes de colapso. Este patrón se encuentra arraigado en la misma lógica fundacional del país: una sociedad forjada en torno al riesgo, el emprendimiento y la promesa de movilidad ascendente. La obsesión por el crecimiento económico ha conducido, cíclicamente, a crisis de magnitud, y la primera de ellas —el Pánico de 1819— dejó lecciones que, sin embargo, no fueron plenamente asimiladas.
Este primer colapso estuvo directamente vinculado a las secuelas de la Guerra de 1812, así como a una caída abrupta del precio del algodón, producto clave del comercio exterior estadounidense. La retracción del mercado británico fue determinante. Simultáneamente, el endurecimiento de las condiciones crediticias provocó la quiebra de numerosos bancos y la pérdida de tierras por parte de agricultores del sur y el oeste. El impacto fue especialmente severo en estas regiones, donde las estructuras económicas eran más frágiles. Aunque la recesión finalizó hacia 1821, sentó un precedente que condicionaría la evolución del sistema bancario y la política fiscal del país.
En lugar de conducir a una reforma sistémica, el Pánico de 1819 alimentó un clima de desconfianza en las instituciones económicas y, paradójicamente, cimentó la popularidad de Andrew Jackson, cuya administración sentó las bases del posterior Pánico de 1837. La retirada de fondos federales del Segundo Banco de los Estados Unidos, ordenada por Jackson tras vetar su renovación constitucional en 1832, fue un punto de inflexión crítico. Esta institución, que había funcionado como estabilizador macroeconómico, dejó de actuar como garante del orden financiero tras ser degradada a banco regional. El vacío institucional que dejó fue ocupado por entidades conocidas como wildcat banks, cuyo accionar irresponsable alimentó una burbuja especulativa, especialmente en el mercado inmobiliario del sur y el oeste.
El contexto era propicio: un país joven, con menos de sesenta años de existencia, y escasa experiencia en la gestión macroeconómica. Las instituciones estatales eran débiles, las estructuras regulatorias insuficientes y la confianza en los poderes centrales aún precaria. La expansión territorial, la inmigración europea masiva y la euforia del "destino manifiesto" contribuyeron a una atmósfera de optimismo económico que desembocó en prácticas crediticias laxas y altamente riesgosas.
En este escenario, la Specie Circular —medida adoptada en 1836 que exigía que las tierras públicas se pagaran únicamente en oro o plata— funcionó como detonante de la crisis. Si bien pretendía frenar la especulación, esta disposición desató una corrida bancaria al despojar a las instituciones financieras de liquidez. La combinación de contracción monetaria, falta de supervisión y sobreendeudamiento creó un entorno propicio para el colapso.
La estocada final provino del mercado exterior. La caída del precio del algodón —principal producto de exportación—, sumada a la disminución de las compras británicas, arrastró al sector agrícola del sur a una ola de incumplimientos. Las plantaciones endeudadas colapsaron en cascada, los bancos entraron en pánico y el crédito desapareció. En pocos meses, Estados Unidos se encontraba sumido en una de sus crisis económicas más graves hasta entonces.
Las consecuencias del Pánico de 1837 fueron profundas y prolongadas. La depresión se extendió durante casi una década. La tasa de desempleo alcanzó el 25 % en algunas ciudades; el mercado inmobiliario colapsó; numerosos proyectos de obra pública se detuvieron y estallaron disturbios urbanos, especialmente en Nueva York. La confianza pública en el sistema bancario y en la capacidad del gobierno para gestionar la economía se vio severamente deteriorada.
Este episodio reveló la inmadurez institucional del país en aquel entonces. La ausencia de una economía nacional unificada, la debilidad de los marcos regulatorios, la falta de una autoridad fiscal efectiva y una ciudadanía todavía influida por patrones de pensamiento rural y paternalista contribuyeron a amplificar los efectos de la crisis.
En perspectiva histórica, el Pánico de 1837 constituye un ejemplo paradigmático de cómo una economía en expansión sin control, sostenida por una infraestructura institucional incipiente, puede sucumbir ante su propia dinámica especulativa. A diferencia de economías más maduras, con mecanismos preventivos o amortiguadores, Estados Unidos aún no poseía las herramientas necesarias para gestionar ciclos económicos complejos.
Así, la crisis de 1837 no sólo expuso las limitaciones estructurales de la joven república, sino que también consolidó un patrón cíclico de auge y caída que persistiría a lo largo de los siglos XIX y XX. La memoria de esta crisis, poco presente en el imaginario colectivo contemporáneo, ofrece no obstante claves fundamentales para comprender la relación de Estados Unidos con el dinero, la regulación financiera y la gestión del riesgo sistémico.

The Times (caricatura estadounidense de 1837 sobre el pánico financiero de ese año), Edward Williams Clay (1799-1857). La culpa recae claramente en las políticas del Tesoro de Andrew Jackson, cuyo sombrero, gafas y pipa de arcilla con la palabra "Gloria" visible en el cielo. Clay ilustra los efectos de la depresión en una escena callejera, enfatizando la difícil situación de la clase trabajadora. Un panorama de oficinas, viviendas y tiendas refleja los tiempos difíciles. La Aduana, con su letrero "Todos los Bonos deben Pagarse en Especie", permanece inactiva. Al otro lado de la calle, el Banco Mecánico, con su letrero "No se aceptan pagos en especie", está abarrotado de clientes desesperados. Las figuras principales (de izquierda a derecha) son una madre con su bebé sobre una estera de paja, un rufián borracho de Bowery, un miliciano (sentado, fumando), un banquero o terrateniente que recibe a una viuda indigente y su hijo, un marinero descalzo, un conductor o granjero, un albañil escocés (sentado en el suelo) y un carpintero. Contrastan con el exitoso abogado "Peter Pillage", a quien recoge un elegante carruaje en la esquina derecha. Al fondo se ve un río, la prisión de deudores de Bridewell y una casa de beneficencia. Un globo pinchado cae del cielo con la inscripción "Fondo de Seguridad". La caricatura se publicó en julio de 1837. La bandera que ondea a la izquierda lleva la sarcástica frase "4 de julio de 1837, 61.º aniversario de nuestra independencia". Biblioteca del Congreso, Washington, D.C.
El octavo presidente de los Estados Unidos, Martin Van Buren, asumió el cargo en un momento particularmente crítico: el inicio del Pánico de 1837, una de las primeras grandes crisis financieras del país. Su respuesta se basó en los principios del laissez-faire, una doctrina económica que propugnaba la mínima intervención del Estado en los asuntos del mercado. Van Buren consideraba que el gobierno debía abstenerse de intervenir, confiando en que el sistema se corregiría por sus propios medios. Esta decisión, aunque coherente con su marco ideológico, se reveló altamente controvertida y con consecuencias de largo alcance.
La falta de acción inmediata por parte del gobierno federal provocó duras críticas por parte de sus opositores políticos y facilitó el ascenso del Partido Whig, una coalición que proponía un rol más activo del Congreso en la dirección económica, así como inversiones públicas en infraestructura y una estrategia más centralizada de crecimiento. En este sentido, 1837 puso en evidencia la vulnerabilidad de un sistema financiero en rápida expansión pero insuficientemente regulado, y mostró la rapidez con la que la confianza pública puede colapsar ante señales de inestabilidad sistémica.
Esta dinámica de confianza, temor y reacción no ha perdido vigencia. Episodios más recientes como la crisis financiera global de 2008 o las disrupciones económicas de 2023 son recordatorios contemporáneos del impacto emocional y político del colapso económico. El miedo al fracaso financiero sigue siendo una herramienta poderosa dentro del discurso político moderno: aglutina, moviliza y polariza. El dinero, más allá de ser una entidad cuantitativa, representa estabilidad, control y seguridad. La amenaza a estos elementos básicos constituye una de las formas más antiguas y eficaces de influencia sobre la ciudadanía.
Históricamente, la política estadounidense ha recurrido al temor económico como vector de legitimación o crítica. Desde los debates sobre el patrón oro en el siglo XIX hasta los episodios de estanflación de la década de 1970, la narrativa del colapso ha sido utilizada sistemáticamente para moldear opinión pública y justificar políticas. Hoy, la situación no es diferente: los discursos sobre inflación, colapso del dólar, deuda nacional o pérdida del poder adquisitivo ocupan un lugar central en los medios y la arena política. La retórica ha cambiado, pero el miedo estructural permanece.
La historia económica estadounidense ofrece lecciones valiosas. En primer lugar, los períodos de especulación descontrolada, sin respaldo real ni evaluación del riesgo, tienden a culminar en crisis severas. Esto se ha observado en distintos contextos: desde los esquemas de especulación inmobiliaria en el Mississippi del siglo XIX, hasta la reciente burbuja de criptomonedas. En segundo lugar, la existencia de mecanismos regulatorios sólidos y proactivos resulta esencial en contextos de inestabilidad, ya que es insuficiente apelar únicamente a slogans o discursos ideológicos. Tercero, la confianza es el fundamento último de todo sistema financiero: su erosión puede precipitar el colapso, mientras que su reconstrucción requiere tiempo, coherencia y transparencia institucional.
En este sentido, la comunicación pública y la retroalimentación eficaz entre el Estado y la ciudadanía son factores determinantes. La gestión del mercado es inseparable de la gestión del pensamiento colectivo. La credibilidad institucional actúa como escudo frente al pánico.
A su vez, la recuperación económica es, por definición, más lenta que la crisis. La decisión de Van Buren de no intervenir pudo haber sido coherente con su doctrina, pero demostró ser, en términos prácticos, profundamente ineficaz. En la actualidad, las advertencias sobre hiperinflación, pérdida de hegemonía monetaria o estallidos fiscales en EE. UU. pueden entenderse, en gran medida, como una estrategia de gobernanza basada en el miedo. Este estado de ansiedad perpetua impide una reflexión crítica y alimenta el discurso de extremos, dificultando la construcción de consensos sostenibles.
No obstante, existen diferencias estructurales entre el sistema de 1837 y el presente. Hoy, las economías avanzadas cuentan con herramientas técnicas, datos en tiempo real e instituciones multilaterales que permiten una respuesta más eficaz. La incertidumbre persiste, pero también lo hace la posibilidad de gestionar sus efectos de manera racional.
En suma, el análisis del Pánico de 1837 —y sus múltiples ecos contemporáneos— muestra que los ciclos de crisis no son anomalías históricas sino patrones recurrentes. La clave no está en evitar todo riesgo, sino en mitigar sus consecuencias mediante una combinación de regulación inteligente, comunicación honesta y reconstrucción paciente de la confianza pública. Más que temer el colapso, las sociedades deberían aprender a distinguir entre la alarma legítima y la manipulación emocional. En tiempos de incertidumbre, la historia no debe ser entendida como un castigo, sino como una guía para la moderación política y la acción responsable.
V. Shpakovski
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