miércoles, 8 de marzo de 2017

Argentina: Relatos de un alemán en la época de Rosas

Friedrich Gerstäcker
Revisionistas

Friedrich Gerstäcker (1816-1872)


Nació en Hamburgo (Alemania), el 10 de mayo de 1816. Su padre fue el afamado cantor lírico Friedrich Gerstäcker (1790–1825). Perteneciente a una generación culta y romántica, había recorrido distintas partes de Europa, Asia, Africa y Oceanía. Las aventuras de sus viajes por América de Norte quedaron documentadas en varias de sus obras: “Streif und Jagdzüge durch die Vereinigten Staaten von Nordamerika” (Andanzas y caserías por los Estados Unidos de Norte América); “Mississipibilder” (Imágenes del Mississipi); “Die Flusspiraten des Mississipi” (Los piratas fluviales del Mississipi) y “Amerikanische Wald und Strombilder” (Imágenes de ríos y bosques americanos), publicadas en Dresde y Leipzig en los años 1844, 1847, 1848 y 1849 respectivamente.

Para conocer la situación en que se encontraban sus compatriotas en el extranjero, el gobierno central alemán constituido en Frankfurt lo comisionó a dirigirse al Río de la Plata. Partió del puerto de Bremen, en los primeros meses del año 1848, a bordo del barco “El Talismán”, en dirección a California por el Cabo de Hornos, con un pasaje numeroso, preocupados por la fiebre del oro. En tales condiciones, llegó a Río de Janeiro, donde permaneció algún tiempo, al cabo del cual, se embarcó en la goleta “San Martín”, y arribó a Buenos Aires a principios de junio de 1848.

Observó la vida de la ciudad en los tiempos de Juan Manuel de Rosas: la edificación, los teatros, las costumbres, los trajes, y el ejército federal. Le interesó la personalidad del gobernador Rosas, su hija Manuelita y la confortable residencia de Palermo. Seguramente habrá asistido a una reunión social en esa casona en la que se mezclaba una concurrencia distinguida.

Conoció la situación política del país, y el porvenir que le esperaba. El 17 de junio de ese año, partió rumbo a Mendoza, atravesó la Cordillera en pleno invierno, llegó a Valparaíso, y siguió viaje directamente para San Francisco.

Gerstäcker era un escritor ágil y un observador minucioso, agudo e imparcial, cualidades que le movieron a dejar relatados sus viajes. A poco de su regreso, editó en Londres, en 1853, su Narrative of a journey around the world, comprising a winter passage across the Andes to Chili with a visit to the gold region of California and Australia, the South Sea Islands, Java and Co. Al año siguiente, también se imprimió en esa capital traducida del alemán, su obra: Gerstäcker’s Travels. Río de Janeiro-Buenos Ayres – Ride Throught the Pampas. Winter Journey Across the Cordilleras-Chili-Valparaíso-California. La edición alemana había aparecido en Stuttgart en 1853-54, y le siguió otra en Berlín, al siguiente año. En ella, relata su largo periplo a través del Brasil, Argentina y Chile, y que como se dijo, terminará en California. En tres capítulos se refiere a nuestro país, en uno describió a Buenos Aires, y en los otros dos, su viaje a Mendoza. La ciudad rosista aparece con sus bajos pero coloreados edificios, sus pintorescos medios de transporte, y sus habitantes todavía semibárbaros, quienes lo impresionaron vivamente, por ser un hombre de refinados gustos.

Mostró el país en dos períodos salientes de nuestra historia: el de la época de Juan Manuel de Rosas y el que siguió a Caseros. Un segundo viaje lo realizó a la Argentina, saliendo del puerto de Southampton en 1860, a bordo de un lujoso buque inglés a vapor de nombre “La Plata”.

Llegó a Montevideo en junio de 1861, y permaneció unos días en esa ciudad, arribando a Buenos Aires, a principios de julio en el vapor norteamericano “Mississipi”. Sólo quedó breve tiempo, pues partió nuevamente hacia el Uruguay y el Brasil para regresar a Alemania.

Las impresiones sobre esos diversos países se publicaron en Leipzig en 1863, bajo el título de “Achtzehn Monate in Süd-Amerika und dessen deutschen Kolonien” (Dieciocho meses en América del Sur y en sus colonias de alemanes), en tres tomos de 450 páginas. En el tercero, refirió su paso por la Argentina, Uruguay y Brasil; detalló la costumbre de los pehuelches y demás indígenas de la región de Nahuel Huapi, y su estada en Buenos Aires donde la visitó en compañía del cónsul prusiano F. Halbach, admirando nuestras estancias y ganados.

Gerstäcker falleció en Braunschweig, Alemania, el 31 de mayo de 1872.

Fuente

Cutolo, Vicente Osvaldo – Nuevo Diccionario Biográfico Argentino – Buenos Aires (1971).
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Portal www.revisionistas.com.ar

martes, 7 de marzo de 2017

SGM: Muere la secretaria de Goebbels

Fue hallada muerta en su casa Brunhilde Pomsel, la "secretaria del Mal"
Fue parte del círculo íntimo de la cúpula nazi. Conoció como pocos qué sucedió los últimos días en el bunker de Berlín. Y asistió a uno de los hombres más siniestros de la historia




Brunhilde Pomsel tenía 106 años. Fue asistente de Goebbels. Murió en su vivienda de Berlín (AP)


Brunhilde Pomsel, la ex secretaria del jefe de propaganda nazi Joseph Goebbels fue encontrada muerta en su casa de Munich a los 106 años. La mujer trabajó como asistente del criminal y hombre de confianza de Adolf Hitler entre los años más oscuros del siglo XX.

En 1942, cuando tenía 31 años, Pomsel comenzó a trabajar como secretaria de Goebbels, a quien asistiría cada día hasta que el ideólogo asesinara a sus seis hijos y se suicidara junto con su esposa en el bunker de Hitler en Berlín. Era 1945 y la Segunda Guerra Mundial llegaba a su fin. A partir de entonces, la mujer desapareció.


Pomsel en sus años como asistente de Goebbels

Pomsel fue la última persona del círculo más íntimo de Hitler que aún permanecía con vida. Y hasta 2011 se había mantenido en una total oscuridad, hasta que un diario alemán publicó su vida. A partir de ese momento, un documentalista se interesó por su vida. Fue así que surgió A German Life.

En el  documental, Pomsel habla abiertamente sobre sus días al lado de los personajes más siniestros de la historia de Alemania y Europa: "No me veía como culpable. A menos que se culpe a toda la población alemana por permitir que hayan tomado el control. Fuimos todos. Incluyéndome a mí", relata la mujer frente a cámara.

En mayo de 1945, ella era una de las pocas personas que estaban en el búnker de Berlín, donde se encontraban los personajes más importantes de la cúpula nazi, incluidos Hitler y su jefe directo, Goebbels. Durante esos días, se le había ordenado suministrar alcohol a todos los presentes allí para que perdieran un poco la consciencia de que Alemania estaba cayendo a manos de los aliados.


Adolf Hitler y Joseph Goebbels, junto con su esposa Magda y tres de sus seis hijos

Antes de trabajar para Goebbels, Pomsel tuvo un pasado laboral paradójico. Aprendió algunas artes domésticas con una mujer judía y trabajó para Hugo Goldberg, un asegurador de esa misma religión. Tiempo después, cuando este jefe suyo abandonó Alemania por el ascenso de los nazis, trasladó sus tareas junto al autor Wulf Bley, muy conectado con el nuevo régimen.

Poco tiempo después. logró trabajar en la Radio Pública de Alemania y se afilió al partido nazi. Era una auténtica "alemana" de época. Allí conoció a Goebbels, el siniestro jefe de propaganda que pasaba horas frente al micrófono destilando odio y lavando la cabeza del pueblo germánico. Al poco tiempo, sería contratada como su secretaria personal.

A Hitler lo llamaba "el jefe" y siempre intentó disculparse sobre su cercanía con la cúpula alemana. "Era una estúpida".


Pomsel conoció a Goebbels mientras trabajaba en la Radio Pública Alemana. Allí escuchaba los discursos del jefe de propaganda nazi

Durante el documental, ella jura que nunca supo nada respecto de la "solución final". Durante la invasión soviética a Berlín, Pomsel fue detenida. Permaneció tras las rejas durante cinco años. En 1950, cuando fue puesta en libertad, volvió a trabajar en la radio. Alemania era ahora un país en reconstrucción. Y libre. Permaneció allí hasta 1971. Nunca se casó ni tuvo hijos.

El pasado 11 de enero cumplió 106 años. El viernes murió mientras dormía en su cama, sola, como pasó la mayoría de su vida. Sus secretos se fueron con ella.

lunes, 6 de marzo de 2017

Entreguerra: Los nazis pretendieron una colonia en el Amazonas

En 1935, un equipo de exploradores nazis establecidos para comenzar una colonia en el río Amazonas

George Winston - War History Online


El partido nazi tenía un plan para la ampliación colonial.

En el interior de la selva amazónica de Brasil, hay una tumba nazi flanqueada por una cruz elevada con una esvástica en un cementerio cerca del puesto aislado de Laranjal do Jari. Inscrito en la cruz en alemán es el nombre de José Greiner que murió allí de fiebre el 2 de enero de 1936 'al servicio de la investigación alemana'.

Entonces, ¿qué está haciendo allí? Es el único recordatorio de una faceta poco conocida de la historia cuando Alemania trató de fundar una colonia allí, trayendo una franja de la cuenca del río Amazonas en el Tercer Reich.

De 1935 a 1937, un equipo de exploradores nazis estuvo en la región bajo el liderazgo de Otto Schulz-Kampfhenkel, zoólogo, documentalista y miembro de las SS de Hitler. Cortaron su camino a través de la selva alrededor de la frontera de Brasil con la vecina Guayana Francesa. Coleccionaron joyas indígenas, cráneos de animales y estudiaron topografía a lo largo del río Jari, un afluente amazónico de 491 millas de longitud.

La exploración comenzó con las apariencias científicas habituales, explicó Jens Glusing, un corresponsal de larga data de Der Spiegel, la emisora ​​de noticias en alemán. Él creó un libro que explica el proyecto de Guyana. Cuando comenzó la guerra, Schulz-Kampfhenkel aprovechó esta oportunidad para la ampliación colonial nazi.

Presentó sus planes a Heinrich Himmler, jefe de la SS y la Gestapo, en 1940. El plan era una forma de frenar la influencia de los Estados Unidos al tomar el control de la Guayana Francesa y las colonias británicas y holandesas vecinas. Pero el sueño se desvaneció, y pudo haber sido la propia expedición la que condenó la aventura.

Las cosas no salieron bien desde el principio. La expedición tenía un hidroavión Heinkel 72 Seekadett, un ejemplo de proeza industrial nazi - pero volcó después de golpear madera flotante sólo unas semanas después de que la expedición comenzó, informó el National Post.

Desde entonces se vieron obligados a depender de las tribus nativas para sobrevivir y encontrar su camino a través de la selva. La malaria y otras dolencias los derribaron. Schulz-Kampfhenkel, capataz de la expedición, desarrolló difteria y una fiebre desconocida tomó la vida de Grenier.

La misión fue abandonada, y hoy sólo el monumento de Grenier de tres metros de altura sigue siendo el testimonio de sus intentos fallidos.

domingo, 5 de marzo de 2017

Perón, el terrorista de Estado

Terrorismo de estado: las culpas de Perón que el PJ calla
Marcelo Larraquy escribe sobre el renovado debate acerca de los ´70. Apunta a la culpa del líder que alentó a la Triple A y persiguió a Montoneros.
Por Marcelo Larraquy
Noticias



Ningún león herbívoro. Perón no fue el viejo bonachón de su propaganda. En la foto, con López Rega e Isabel.

Los años ’70 vuelven como un fulgor inesperado al debate histórico. Basta una frase sobre “la complicidad con la dictadura”, “el accionar de la guerrilla”, o “el número de desaparecidos”, para que la mecha se encienda. Después de los juicios por lesa humanidad contra los militares, en la mayoría de los casos, juzgados y condenados, la evidencia jurídica permitió probar que existió un terrorismo de Estado conducido por las Fuerzas Armadas, que estableció un plan sistemático de represión ilegal.
Quizás el temor de que se pensara que la represión ilegal y la actuación del peronismo y la guerrilla fueran males simétricos evitó ampliar el marco temporal del debate público, que fue limitado al período que arranca con el golpe del 24 de marzo de 1976. O dicho de otro modo, la magnitud del terror que la dictadura militar impuso contribuyó a oscurecer u olvidar el terror que ya se venía ejerciendo desde el Estado, que funcionó como un desordenado ensayo general de la represión militar posterior.
El peronismo lo explicaría como el resultado de la acción mesiánica e individual del secretario y ministro de Perón, José López Rega, o a lo sumo, como la consecuencia de “la lucha interna peronista”.
Pero la Conadep registró alrededor de 1.000 denuncias sobre desapariciones de personas perpetradas durante el gobierno constitucional de 1973-1976, además de los crímenes paraestatales. Este dato a menudo omitido o negado, conduce a una nueva pregunta: ¿cuándo comenzó el terror?
El peronismo –que en su historia desde 1955 a 1973 había sido perseguido, encarcelado y proscripto por gobiernos militares y civiles– buscó excluir al gobierno de Perón de cualquier responsabilidad política.
Sin embargo, para un debate abierto, no habría que prescindir de la revisión de su actuación en relación con los actores centrales del conflicto en los primeros años de la década del ‘70: las Fuerzas Armadas, la guerrilla, Cámpora y la Triple A. Esa es la intención de este artículo.

Los hechos

En 1971, Alejandro Lanusse fue el primer general de las Fuerzas Armadas que decidió dialogar con Perón aún en contra de la opinión de la mayoría de los generales y la totalidad de la Armada. Perón había sido bombardeado, arrojado del poder, desterrado, y además le secuestraron el cuerpo de su esposa. Fue la palabra prohibida por más de 15 años. Pero en el exilio y con el mito permanente de su retorno, ningún gobierno militar o civil pudo construir un orden político estable con su proscripción.
En 1970, el secuestro y crimen de Aramburu desencadenó la caída del gobierno de Onganía –ya golpeado por el “Cordobazo” del año anterior– y los levantamientos sociales provocaron la renuncia del general Levingston. Ambas instancias despertaron a los partidos, que reclamaron el fin de la veda política y elecciones democráticas.
El general Lanusse entendió que era la única salida y para ello era inevitable conocer la opinión de Perón. Necesitaba saber si participaría del proceso de “normalización institucional” y cuál era su posición frente a la guerrilla.
De hecho, el crimen de Aramburu, según lo justificó Montoneros, se había realizado en favor de su regreso. Perón, que no lo había reclamado, tampoco lo desautorizó: “Nada puede ser más falso que la afirmación que con ello ustedes estropean mis planes tácticos porque nada puede haber en la conducción peronista que pueda ser interferido por una acción deseada por todos los peronistas (…)”. Y también avaló la beligerancia para el desgaste progresivo del enemigo. “Organizarse para ello y lanzar las operaciones para ‘pegar cuando duele y donde duele’ es la regla. (…) todo es lícito si la finalidad es conveniente”, escribió a los jefes montoneros. También le escribiría una carta de aliento a Carlos Maguid, detenido por su participación en el crimen de Aramburu: “La hora de la redención de los proscriptos llegará a su tiempo, y en ella, cada uno recibirá su merecido porque no se puede escarnecer a un pueblo, sin que un día ‘se sienta tronar el escarmiento’”.
El coronel Francisco Cornicelli, en un viaje secreto a Madrid como enviado personal de Lanusse, dialogó con Perón en Puerta de Hierro. La conversación fue grabada por ambas partes. Cornicelli, sobre la guerrilla, afirmó: “En este momento hay muchos que masacran vigilantes y asaltan bancos en su nombre”. “Habrá más”, respondió Perón. “Lo seguirán haciendo hasta tanto usted no defina su posición respecto de ellos”, insistió Cornicelli, pero en más de cuatro horas de conversación no logró que moviera una letra de su aval inicial a Montoneros.
Lanusse creía que con la oferta de un retiro político honorable, la devolución del cadáver de su esposa, de su grado militar, las pensiones y los bienes patrimoniales incautados, lograría que Perón apoyara la salida institucional por la vía del Gran Acuerdo Nacional (GAN). E incluso bendijera un candidato propio y se quedara en Madrid.
Perón tenía otros planes
En su dispositivo para el retorno al país, manejó dos variables: presentarse como la garantía de pacificación, con el acuerdo del PJ con los partidos políticos, denominado “La Hora de los Pueblos, como antítesis del GAN; y, por otro andarivel, el apoyo implícito a la “guerra revolucionaria”, sostenida con la consigna montonera “Perón o guerra”, que se ejecutaba con ataques a fuerzas policiales y militares.
Esa coordinación de esfuerzos entre el Movimiento Peronista y la guerrilla fue conjunta y convergían en la conducción estratégica de Perón. La acción de la guerrilla le permitía a Perón mantener el “dedo en el gatillo” en su duelo con Lanusse, en el marco de una posible “trampa electoral” y la negociación por las condiciones de su regreso.
En agosto de 1972, los militares le allanaron el camino: el fusilamiento de 16 guerrilleros en la base naval de Trelew bloqueó la continuidad del régimen militar, incluso por legitimidad electoral, como secretamente aspiraba Lanusse.
Sin aceptar el GAN ni las imposiciones electorales, con la candidatura de su delegado Héctor Cámpora, Perón polarizó la elección del 11 de marzo de 1973: se votaba “peronismo o dictadura militar”; el candidato radical Ricardo Balbín ni siquiera era mencionado como adversario. De este modo, en poco menos de tres años, Perón se convirtió en el “mito unificador”, la gran esperanza para la resurrección argentina en 1973, después de 17 años de inestabilidad política.
Pero bajo la superficie de su victoria frente a las Fuerzas Armadas, emergerían dos distorsiones en su arte de conducción, que hicieron que las cosas salieran mal.
La primera de ellas fue Cámpora. Por su lealtad –que había sido su capital político-electoral–, Perón convirtió al presidente electo en un sujeto vulnerable, sin poder propio, al que manejaba con su ambigüedad. Y no quedaba claro qué quería Perón de Cámpora después de la victoria del 11 de marzo, y tampoco estaba claro cuál sería el rol de Perón durante su gobierno.
Cámpora suponía que, una vez ungido el 25 de mayo, gobernaría él y con el apoyo de Perón. Cuando le preguntaron sobre la posibilidad de un doble poder, la rechazó. “Si ejecutamos toda la inspiración que el General nos transmite, y la que nosotros tratamos de auscultar en él, no habrá doble poder. Y el primero que se encargará de que no lo haya –si está en Argentina cuando el Frente ejerza el gobierno– será el mismo general Perón”. (“Clarín”, 9/3/73).
La otra distorsión en la conducción de Perón fue la guerrilla. Perón sabía cómo crispar a las Fuerzas Armadas, que “tienen la cabeza de florero”, como decía, pero no supo cómo controlar a la guerrilla, tras la descomposición del régimen militar con acciones armadas, boicot o sabotajes.
Perón creía que, después de la victoria, la guerrilla desaparecería. “La violencia popular en la Argentina ha sido consecuencia de la violencia gubernamental de la dictadura militar y, naturalmente, todo nos hace pensar que desaparecidos los sistemas de represión violenta y sus deformaciones hacia el campo de la delincuencia oficial, no tendrán ya razón de ser los métodos violentos que el pueblo puso en ejecución como elemento de defensa de sus derechos conculcados”. (“Clarín”, 15/3/73)
Cámpora no obtuvo el respaldo político de Perón en sus pocos días de gobierno. Ni siquiera lo visitó en la Casa Rosada, como lo hizo con López Rega en el Ministerio de Bienestar Social. La conspiración contra Cámpora ya anidaba desde Puerta de Hierro, con sus reuniones con dirigentes de la ortodoxia peronista, que habían quedado afuera del armado electoral, y luego de su retorno al país, en la casa de la calle Gaspar Campos, donde se gestaría un poder latente dentro del peronismo. Faltaba resolver cómo se iría Cámpora, si con una salida elegante o indecorosa, y para ello Perón eligió la segunda opción. Se sirvió de la matanza de Ezeiza, el 20 de junio, para respaldar a los organizadores –López Rega, coronel Osinde, entre otros– y amenazar al día siguiente “a los que ingenuamente piensan que pueden copar nuestro Movimiento (…), les aconsejo que cesen en sus intentos porque cuando los pueblos agotan su paciencia suelen hacer tronar el escarmiento”.
Ahora, en la visión de Perón, la amenaza de escarmiento no sería para los represores, sino para los que antes apoyaba, la “juventud maravillosa”.
Esta imprevista reconversión pública de Perón desacomodó a Cámpora. Y cuando el Presidente le pidió a Perón su aval para despedir Osinde del Ministerio de Bienestar, y no lo obtuvo, ya no le quedaba margen de acción para gobernar.
No era del estilo de Perón pedirle que la renuncia y la convocatoria a nuevas elecciones; sólo hacía llegar a sus oídos su disgusto por la “situación del país”. Perón dejó que los hechos tomaran su propia dinámica y fuese el propio Cámpora quien, en medio de una reunión de gabinete en el living de Gaspar Campos, subiera a la habitación de Perón y le ofreciera la renuncia, mientras reposaba en una mecedora, convaleciente de un infarto. Camino a su tercer gobierno, la salud de Perón se consumía, pero desde su perspectiva, la consolidación de Cámpora también podría implicar la de Montoneros, que conservaba su autonomía.
La “unidad de acción en la lucha” para el retorno había sido exitosa, pero tras la victoria de marzo se iniciaba una relación nueva, incierta para ambas partes. Pronto emergerían las tensiones. Ya no se sostenía que “Sin Perón no hay pacificación”. No bastaba Perón. Montoneros continuó con sus formas violentas que podía brindarle un mecanismo de guerrilla urbana que no había desactivado: el 5 de abril mató al coronel Héctor Iribarren, jefe de inteligencia del III Cuerpo de Ejército en Córdoba. En un comunicado, explicó las razones: “Con los votos conseguimos el gobierno, pero tanto nosotros como nuestro enemigo sabemos que el poder brota de la boca de un fusil. Por eso, con el mismo fervor con que trabajamos para ganar el gobierno mediante las elecciones, seguimos apoyando nuestras ideas, nuestras organizaciones y nuestras armas en la persecución del enemigo, para impedirle su reorganización y destruirlo”.
No se conoció una reacción pública de Perón. Pero dos semanas después, en las “Instrucciones del Consejo Superior”, dio por terminada la misión del FREJULI, ordenó no modificar las autoridades partidarias, y sobre todo, a través del periodista argentino Emilio Abras, de la agencia EFE, anticipó que con las “Instrucciones…” Perón quería “dar un ‘grito de alarma’ para evitar que a los elementos ‘exitistas” o “arribistas” se infiltren en la estructura peronista e impedir la infiltración en el justicialismo de “elementos disolventes empeñados en entorpecer o hacer naufragar el propósito justicialista de lograr un gobierno de auténtica unidad nacional con participación de todos los sectores políticos patrióticos o populares”. (“Clarín”, 18/4/1973). Diez días después, en un “careo” en Madrid, Perón destituyó a Rodolfo Galimberti de su cargo de Delegado Juvenil, por haber convocado a las “milicias populares”. Galimberti explicaría los alcances a la conducción montonera: “Perón nos bajó a todos”.
En los meses que siguieron, con Cámpora fuera de circulación y Raúl Lastiri como presidente interino, López Rega fue engrosando su guardia armada en el Ministerio de Bienestar Social –ex policías exonerados por crímenes y robos, el primer círculo de la Triple A– y juntó un puñado de jóvenes peronistas –la Juventud Peronista República Argentina (JPRA)– a los que empleó en el Estado para “ganarles la calle” a los montoneros y “defender la doctrina”. El microcine del ministerio fue utilizado como depósito de armas, importadas por contrabando. En agosto de 1973, después de Ezeiza, comenzaron las primeras señales: ametrallamientos, bombas, incendios en unidades básicas de la Tendencia (la izquierda peronista), secuestros, y también algunos militantes muertos en Rosario, San Nicolás y Córdoba. Los “grupos de choque” del sindicalismo también se organizaban: autos, armas y las decisiones sobre posibles “blancos”: delegados de fábricas, militantes barriales.
El enfrentamiento estaba instalado. “En la guerra hay momentos de enfrentamiento, como los que hemos pasado, y momentos de tregua en los que cada fuerza se prepara para el próximo enfrentamiento”, afirmó Firmenich, en una conferencia de prensa, en septiembre.
Perón fue reduciendo la capacidad de maniobra de Montoneros en el nuevo esquema de poder, ahora dominado por la ortodoxia y el sindicalismo, y la fórmula “Perón – Perón”, en la que se cerraban las filas del Movimiento. El justicialismo blindaba la herencia de Perón en la figura de Isabel, en “el peronismo verdadero”.
La intención de Perón de conducir una coalición intrapartidaria –en la que pugnaban proyectos ideológicos contrapuestos– daba señales de fracaso. Perón había agitado las aguas de la violencia contra la dictadura de Lanusse y ahora no podía controlarlas en su propio Movimiento. El clima de enfrentamiento estaba instalado.
Perón advertía que su ala izquierda no tendría espacio en el Movimiento si no se adecuaba a sus directivas. Pero no quería romper con Montoneros: tenía por delante las elecciones del 23 de septiembre de 1973 (ganaría con el 62%). Montoneros, aturdido en la confusión, navegaba en su impotencia política, entre la subordinación y el rechazo a su líder, tampoco quería romper con Perón. Pero, cerrados los canales de comunicación interno, quería llevarle un mensaje: dos días después de su triunfo electoral, mató a José Rucci, su sindicalista más leal, que controlaba el movimiento obrero.
Una semana después, el Consejo Superior Justicialista se declaró en “estado de guerra”. Y esa guerra, desde el Estado, la condujo Perón como presidente.
Las nuevas “Instrucciones” ordenaban: “Deben excluirse de los locales partidarios a todos aquellos que se manifiesten de cualquier modo vinculados al marxismo. En todos los distritos se organizará un sistema de inteligencia al servicio de esta lucha, el que estará vinculado con el organismo central que se creará. Se utilizarán todos los medios de lucha que se consideren eficientes, en cada lugar y oportunidad. Los compañeros peronistas, sin perjuicio de sus funciones específicas, deben ajustarse a los propósitos de esta lucha, haciendo actuar todos los elementos de que dispone el Estado para impedir los planes del enemigo y reprimirlo con todo rigor”.
A partir de entonces, comenzó la purga de funcionarios en municipios, gobernaciones y organismos del Estado, una purga que no admitía matices y contradicciones: el nuevo enemigo eran “los elementos infiltrados”, “los infiltrados marxistas”. Había que detectarlos y depurarlos. “Corresponde a los organismos del Movimiento hacer una limpieza”, aconsejó Perón. (Conferencia de prensa, 8/2/74).
La ley pasó a ser una referencia ambigua. Después del ataque del ERP a un cuartel militar en Azul, en enero de 1974, Perón amenazó con reprimir a la guerrilla en forma ilegal. “A la lucha, y yo soy técnico en esto, no hay nada que hacer más que imponerle y enfrentarla con la lucha. Nosotros, desgraciadamente, tenemos que actuar dentro de la ley, porque si en este momento no tuviéramos que actuar dentro de la ley ya lo habríamos terminado en una semana. Nosotros estamos con las manos atadas dentro de la debilidad de nuestras leyes. Queremos seguir actuando dentro de la ley. Pero si no contamos con la ley, entonces tendremos que salirnos de la ley y sancionar en forma directa, como hacen ellos. Si nosotros no tenemos en cuenta la ley, en una semana se termina todo esto, porque formo una fuerza suficiente, lo voy a buscar a usted y lo mato”.
También prometía el “aniquilamiento cuanto antes del terrorismo criminal” y, para el bien de la República, el exterminio del “reducido número de psicópatas que van quedando”. Perón anticipaba en forma verbal una represión que comenzaba a ejecutarse en forma ilegal desde el Estado. Del mismo modo que no desautorizó la violencia guerrillera frente al coronel Cornicelli tampoco lo haría con los atentados y crímenes de la Triple A durante el gobierno constitucional.
Ese verano del ’74, la consigna de “eliminar al infiltrado” fue asumida por bandas armadas paraestatales, sindicales y agrupaciones de la ortodoxia peronista, como un permiso de impunidad para la acción. El Estado no decía nada. A lo sumo, Perón, cuando se le consultaba por grupos parapoliciales de ultraderecha “que habían volado 25 unidades básicas, que no pertenecen precisamente a la ultraizquierda, y había matado a doce militantes muertos en las últimas dos semanas”, respondía: “Esos asuntos policiales, lo están provocando la ultraizquierda y la ultraderecha; la ultraizquierda que son ustedes (a la periodista) y la ultraderecha que son los otros señores. Arréglensela entre ustedes. El Poder Ejecutivo lo único que puede hacer es detenerlos a ustedes y entregarlos a la Justicia. A ustedes y a los otros”.
Dos días después, a la periodista Ana Guzzetti, –Perón pidió sus datos para iniciarle una causa judicial por su pregunta–, le colocaron una bomba en la casa y fue detenida en Coordinación Federal. A las dos semanas fue liberada. Durante su detención, le escribió una carta al presidente: “General. Usted no ignora mi trayectoria, cuatro veces presa y torturada por luchar, no sólo por la liberación sino también por su retorno. Vi caer compañeros gritando ¡Perón o Muerte! General, mientras usted estaba en Madrid nosotros hicimos la resistencia, pasamos el Plan Conintes, nos tragamos tres dictaduras militares, gestamos los cordobazos, los rosariazos, los tucumanazos, y toda esa lucha, General, no se la vamos a regalar. Nos costó cárcel, torturas, sangre. ¿Qué quiere decirnos? ¿Qué Ramus, Abal Medina, Cambareri, Olmedo, Blajaquis eran infiltrados? Bueno, si usted cree eso lo tendría que haber dicho antes. ¿Se acuerda? Éramos las gloriosas formaciones especiales, los héroes”.
Después de la pregunta, la bomba en su casa, la detención y la carta, a fines de abril de 1974 Guzzetti fue secuestrada “por desconocidos” durante dos semanas. Apareció en un zanjón de la ruta Panamericana, con signos de tortura.
Para entonces, la represión ilegal del Estado había avanzado en su desarrollo con el reingreso del comisario Alberto Villar a la Policía Federal. Fue una decisión presidencial. Perón le pidió que actuara porque “el país lo necesita”. Sabía quién era el comisario Villar porque, durante la dictadura de Lanusse, había reprimido al peronismo. Un día después del regreso de Villar a la Policía Federal apareció la primera lista de “condenados” de la Triple A. Una de sus primeras medidas fue la creación del Departamento de Extranjeros –el embrión del Plan Cóndor– para perseguir a los exiliados de las dictaduras de Chile, Brasil y Uruguay, que luego empezarían a aparecer fusilados en la Argentina, entre tantos cadáveres carbonizados lanzados a la calle.
Fin y principio. Cuando Perón murió el 1 de julio de 1974, de la debilidad de las instituciones devino un vacío de poder que fue agigantado por las Fuerzas Armadas, quienes atizaron más fuego al caos de violencia, y desde marzo de 1976 organizaron un terror más profesionalizado y pulcro, frente a una sociedad que, también vaciada de responsabilidad civil, prefirió cerrar los ojos para no ver más nada. En 1983, un pacto político por la “unidad nacional” del gobierno de Raúl Alfonsín e Isabel Perón, para no generar un clima de tensión que amenazara la estabilidad democrática, se propuso olvidar la represión ilegal entre 1973-1976 para preservar al Partido Justicialista.
Después, en la revisión posdictadura de aquellos años, la historia oficial, la hipocresía política y la necesidad de buscar alguna explicación a tanto terror y tanta muerte, la culpa empezó a centralizarse en la figura de José López Rega y su cerrado círculo de policías, gestores originales, pero no únicos, de la Triple A, que actuaban con el aval del Estado. El peronismo, en cualquiera de sus variantes, trató de desligar a Perón e incluso a su esposa, de sus responsabilidades políticas sobre crímenes que luego la Justicia Federal definiría como “de lesa humanidad”. Prefirieron imaginar a un Perón ausente en los últimos meses de su vida, a una sucesora inexperta dominada por un “brujo” que había ingresado a la intimidad del poder por afuera de las estructuras del Movimiento, y de ese modo dejar en el olvido las complicidades y alianzas que Perón y López Rega cosecharon en el justicialismo para la campaña desde el Estado de la “eliminación del infiltrado”, que luego los militares ampliaron y continuaron a su modo, para “eliminar la subversión”.
*Historiador (UBA) y periodista. Autor de “Los 70. Una historia violenta”.

sábado, 4 de marzo de 2017

SGM: La blitzkrieg sobre Europa occidental a colores

Filmaciones en color de la Blitzkrieg sobre Holanda, Bélgica y Francia 

Joris Nieuwint - War History Online




Han pasado 77 años desde que Bélgica, Holanda y Francia fueron invadidos por los ejércitos alemanes.

Un video en color narra la historia de la Blitzkrieg alemana en Occidente y sacude nuestros recuerdos de este evento.

Dos operaciones principales comprendieron el plan alemán de la invasión.

En caso amarillo (caída Gelb) las unidades blindadas de los militares alemanes empujaron en Bélgica y los Países Bajos por el camino de las Ardenas.

Empujaron el valle del Somme para cortar y luego rodear a las unidades de las Fuerzas Aliadas que habían llegado a Bélgica para hacer frente a la amenaza alemana.

Las fuerzas belgas, británicas y algunas francesas fueron empujadas hacia el mar por una operación móvil alemana bien organizada.

El gobierno británico hizo la llamada para evacuar la Fuerza Expedicionaria Británica y múltiples divisiones de los militares franceses de Dunkerque en la Operación Dínamo.

Francia había caído.

viernes, 3 de marzo de 2017

SGM: La operación de engaño que inició la contienda

Disfraces, una "abuela" muerta y una radio: Gleiwitz, el engaño nazi que dio el inicio a la Segunda Guerra Mundial
Fue la excusa que necesitaba Hitler para liberar a su maquinaria militar. El insólito plan y la palabra en clave
Infobae


El genocida Adolf Hitler pasa revista de sus tropas

La diplomacia continuaba sus carriles normales. Era 1939 y Adolf Hitler prometía a Varsovia que la paz entre Alemania y Polonia estaba garantizada. Repetía en cada despacho diplomático que cualquier tipo de controversia se resolvería sin el uso de las armas.

Hitler, sin embargo, tenía otros planes secretos y macabros. Ya había iniciado su feroz persecución contra los judíos y su maquinaria había comenzado a exterminarlos. Pero aún no había extendido las fronteras de su país. Y Polonia sería el primer gran objetivo.

Durante meses, el genocida alemán había intentado desatar una guerra que diera rienda libre a sus tropas en toda Europa. Fue por eso que ideó un plan para que una simple provocación (armada) le diera la excusa perfecta para desplegar su poderío militar.


La estación y la torre de radio de Gleiwitz tomada por los alemanes para emitir un comunicado polaco. Así intentó Hitler engañar a la opinión pública internacional. Ahora, allí funciona un museo

"La tensión era cada vez más palpable, pero los ciudadanos polacos pudieron respirar tranquilos cuando, en una de sus estrategias diplomáticas –que ocultaban oscuros fines–, Hitler les hizo creer al gobierno de Varsovia que sus planes eran pacíficos", explicó Oscar Herradón, autor del libro Los espías de Hitler. El tratado entre ambos países había sido firmado en 1934, pero Hitler ya tenía en su cabeza la futura invasión.

De la misión ultrasecreta participaron algunos agentes nazis y un puñado de oficiales de las SS. Vestidos como soldados polacos cometerían un atentado: Hitler ya tenía la manera de invadir Polonia, a los ojos del mundo, "la agresora". El jefe nazi debía mostrarse dentro de la comunidad internacional como la víctima y así tener carta blanca para responder a la agresión.


El libro de Oscar Herradón que relata los secretos de los espías nazis durante la Segunda Guerra Mundial

La Operación Himmler constó de tres etapas: una a cargo del general Herbert Melhorn, de las SS y la Gestapo. El oficial dirigía a soldados alemanes vestidos como militares polacos, con quienes creó los restos de un falso campo de batalla en el que habrían atacado a una patrulla nazi. Otra de las etapas era simular una embestida contra un puesto fronterizo. La última sería "el incidente de Gleiwitz".


Soldados alemanes requisan a polacos durante la invasión de Adolf Hitler a Polonia

Ésta última fue la más importante de las etapas ideadas por Hitler. El 31 de agosto de 1939, cuando el verano todavía calentaba las calles de toda Europa, siete miembros de las SS disfrazados como soldados polacos irrumpieron y tomaron el poder de una estación de radio alemana en Gleiwitz. Emitieron una feroz proclama en la cual llamaron a la lucha contra la Alemania nazi. "Ha llegado el momento del conflicto entre alemanes y polacos, y los polacos debemos unirnos y aplastar a cualquier alemán que se resista", decía parte del comunicado emitido por la estación de radio.

Al incidente le dieron tanta verosimilitud que incluso utilizaron cadáveres vestidos de soldados alemanes para que la comunidad internacional no tuviera dudas. Los cuerpos habían sido provistos por el jefe de la Gestapo, Heinrich Müller. Su origen era siniestro: los había traído de campos de exterminio en Alemania.


Soldados de la División SS-Leibstandarte Adolf Hitler descansan en una zanja al lado de una carretera en el camino a Pabianice, durante la invasión de Polonia en 1939

La palabra en clave para iniciar los operativos llegó a oídos de Alfred Helmut Naujocks, comandante de la unidad de asalto de las SS. "La abuela ha muerto", fue lo único que escuchó del otro lado del teléfono el mediodía del 31 de agosto. Los servicios de espionaje nazis se ocuparon de fotografiar las tres etapas de la Operación Himmler. Y de distribuirlas.

Con algunas dificultades técnicas, pudieron emitir el mensaje. "¡Atención, Gleiwitz! La radio está en manos de Polonia". Hitler ya tenía la excusa perfecta para iniciar la etapa más oscura del siglo XX. Francia y el Reino Unido le declararon la guerra a Alemania: comenzaba la Segunda Guerra Mundial.


jueves, 2 de marzo de 2017

Historia Argentina: El asesino de Urquiza

El apuñalador de Urquiza

Revisionistas



Nicomedes Coronel

A menudo la crónica histórica argentina ha preferido apelar a la explicación simplista de ciertos hechos que, como el asesinato del general Justo José de Urquiza en 1870, han tenido honda repercusión e insospechadas ramificaciones hasta bastante después de sucedidos.

Cuando se comenta sobre el deceso de Urquiza en su posada predilecta –Palacio San José-, aquella simpleza se vuelve la respuesta más cómoda y, por lo mismo, más errada. Dicen sus cultores: “El que mató a Urquiza fue el general Ricardo López Jordán hijo“. Otros agregan: “López Jordán entró en la estancia del entrerriano y él mismo lo ultimó”. Y sigue el equívoco tan reiterativo como obsesivo que, entre borrascas de inexactitudes, nubla la verdad de nuestra historia, la vida de ilustres desconocidos que jamás verán la póstuma reivindicación.

Ahondando en el tema de la muerte de Urquiza, algunas personas con mayor grado de ilustración parecieran comprender que tuvo por protagonistas al sargento mayor de milicias Simón Luengo (1), que fue, precisamente, quien comandó la partida que lo fue a buscar, y a Ambrosio Luna, responsable de accionar el arma de fuego sobre la humanidad del entrerriano y ante la presencia de sus hijas.

Pero no fueron solamente Luengo y Luna los que mataron al general Urquiza, pues, a continuación de los disparos, otro personaje, el mayor Nicomedes Coronel, aligerando su filoso puñal, le asestó al moribundo unas cuantas puñaladas que acabaron con su vida. Y salta la pregunta: ¿Quién era Nicomedes Coronel?

Pecaría yo también de simplista si lo refrendo apenas como “el que apuñaló a Urquiza”. Este rasgo sería digno de una pobreza historiográfica que, lejos de reivindicar su existencia, lo catapultaría, sin pausa, hacia el abismo de los infiernos y la desdicha. Aclarado lo anterior, metámonos en su desconocida biografía.

Nicomedes Coronel, al que también se lo conoció como Nico Coronel, había nacido en la República Oriental del Uruguay, siendo sus padres don Juan Francisco Coronel Muniz (1809-1858) y doña Dionisia Cavero (1810-1898). Se desconoce el año exacto de su natalicio.

Un tío de Nicomedes, de nombre Dionisio Coronel, fungió como caudillo y jefe político del Partido Blanco del brigadier general Manuel Oribe, trabando lucha contra Fructuoso Rivera en 1844 cerca de la localidad uruguaya de Melo. Años más tarde, por 1860, era tal su prestigio que el presidente Bernardo Prudencio Berro (2) lo designa Comandante Militar de Cerro Largo. Se aprecia en este familiar de Nicomedes Coronel, entonces, una fuerte raigambre de cuño federal que, en alguna medida, exaltó su joven espíritu y acendró su carácter cuando adulto.

Revistó don Nicomedes Coronel durante algún tiempo como Comisario de Policía en el pueblo de Aceguá, Uruguay, el cual se sitúa en el límite con Brasil. Allí va a cometer, junto a una gavilla, un doble crimen que tomó notoria relevancia por la investidura de los occisos: las víctimas fueron, el Teniente Alcalde de Aceguá, don Juan Campón (3), y un hacendado de la zona llamado Leonardo Pereyra da Silva.

Mayordomo de Urquiza


Por este episodio, Coronel y sus compañeros cayeron detenidos y fueron trasladados prisioneros a la cárcel de Melo. Tiempo después lograron fugar y, al menos Nicomedes Coronel, cruzó el río Uruguay para instalarse en la Confederación Argentina. Este momento podemos ubicarlo en el año 1861, que es cuando un amigo de Coronel, el general Lucas Moreno (4), lo recomienda a Urquiza para su protección.

El autor Manuel Macchi presenta este momento, diciendo que tal pedido se debió a que Urquiza era una suerte de “protector de los desvalidos” y que Nicomedes Coronel, apremiado por la persecución que recaía en su contra por los crímenes de Aceguá, bien podía ser ayudado por el hombre político más importante de la Provincia de Entre Ríos.

En una carta que el general Moreno le dirigió a Urquiza el 23 de febrero de 1861, le mandó decir lo siguiente:

“Me permito recomendar a V. E. el ciudadano D. Nicomedes Coronel que se halla en Entre Ríos y que pertenece a una familia de mi amistad. Él es un joven laborioso y honrado y anhela tener una colocación para trabajar. A. V. E. protector de los hombres laboriosos y desgraciados es a quien pido amparo para mi recomendado”.

Urquiza, sin perder tiempo, le da un empleo a Nicomedes Coronel como capataz, administrador o mayordomo en la Estancia “San Pedro”, que era propiedad suya, la cual quedaba distante seis leguas del famoso Palacio San José. Aquí, Coronel va a vivir por casi una década junto a su esposa (5) y seis hijos, algunos de los cuales fueron ahijados de Urquiza. Cada tanto, Coronel solía pasearse por San José para ir a conversar con Urquiza, granjeándose una insospechada amistad si tenemos en cuenta el desenlace de 1870.

No obstante, nuestro biografiado también va a emplearse en otra estancia, denominada “Santa Cándida”, extensión que también pertenecía al general Justo José de Urquiza, y que evocaba el nombre de su madre. Quedaba en las afueras de Concepción del Uruguay, uno de los epicentros políticos y educativos del Entre Ríos de entonces.

Durante un envío de hacienda que hizo desde la Estancia “Rincón del Calá” (6) hasta la Estancia “Santa Cándida”, don Nicomedes Coronel fue visto por el escritor Martiniano Leguizamón quien, para ese tiempo, era un niño y frecuentaba el primero de los establecimientos en razón de que era un dominio de su padre, el coronel Martiniano Leguizamón. Ya de grande, el literato anotó unas interesantes impresiones que le causó el semblante de Coronel:

“Lo veo patente y si supiera dibujar ensayaría trazar su imborrable perfil sin que le faltara un solo detalle. Tenía ese rostro pálido y macilento con que suelen representar a los nazarenos; el bigote fino, la barba negra, rala y larga, y la cabellera enrulada que, echada hacia atrás, caía sin gracia rozándole los hombros. Los ojos pequeños, renegridos, como dos piedras duras miraban desde el fondo de las cuencas hondas con ese brillo frío del ojo de la víbora, causando inquietud”.

Y referido a la vestimenta usada por el sargento mayor Coronel, esto decía:

“Vestía una blusa oscura, amplia bombacha de merino y un chambergo de felpa con el ala volcada hacia adelante, como para ocultar la mirada recelosa. Llevaba altas botas granaderas, calzadas con espuelas de plata, y en la mano un pesado arreador de larga azotera trenzada. Ceñía a la cintura un tirador tachonado con monedas de plata y rosetas de oro, del que sobresalía atravesado sobre los riñones, la empuñadura del facón”.

Tan pintoresca descripción, no hace más que advertir la agreste galanura de un paisano de pura cepa. Nicomedes Coronel no solamente era un gaucho auténtico del litoral, sino que, además, sabía leer, redactaba con corrección y era poseedor de una excelsa caligrafía. No era, pues, un criollo cualquiera.

Para concluir con este apartado, agregamos que Coronel visitó con alguna frecuencia la nombrada estancia del padre de Martiniano Leguizamón, como lo prueba una estadía de varios días que hizo en mayo de 1869. Esa vez, lo acompañaba el paisano Ambrosio Luna, también protagonista del asesinato contra Urquiza un año más tarde. (7)

Motivos de una decisión


Como todo buen criollo, don Nicomedes Coronel advertía la injerencia extranjera que asolaba al país casi dos décadas después de la derrota de Rosas en Caseros. Aquél se sentía un ser extraño en su propia tierra, un desplazado –o próximo a serlo- por la novedad del “progreso”, del “mundo libre” o del liberalismo humillante.

Dicho lo anterior, podemos inferir que Coronel tuvo motivos más que suficientes para introducir en las carnes del habitante de San José el puñal que llevaba entre sus ropas.

Así, por ejemplo, el nobel Nicomedes Coronel, como su tío Dionisio, fervorosos adherentes del blanco Bernardo Berro, apoyaron su ascenso al poder en Uruguay el 1º de marzo de 1860, terminando con siete años de gobiernos colorados o riveristas. Ese acontecimiento de 1860, sin embargo, no fue bien visto por Urquiza, motivo suficiente para generarse la bronca y el desprecio de “los emigrados blancos y los mismos partidarios de la revuelta (de los blancos de Berro)”, agrega Macchi.

En este sentido, Coronel era simpatizante del Partido Blanco fundado por Oribe porque en su familia había guerreros de esa causa, y porque su amigo, el general Lucas Moreno, el mismo que lo acercó a Urquiza en 1861, también había combatido en las filas blancas hasta la capitulación del Defensor de las Leyes en octubre de 1851.

Otro motivo, tiene que ver con su desconfianza hacia los extranjeros. Nicomedes Coronel advirtió, en octubre de 1866, que su propiedad estaba siendo invadida por un inglés que acababa de adquirir unos campos lindantes. “Yo temo mucho –escribió Coronel- a los extranjeros por la poderosa razón que nos están tragando insensiblemente”.

Hubo quienes advirtieron en 1868, que los campos que administraba Coronel se encontraban algo abandonados, sin el esmero que él mismo le dedicaba para mantenerlos cuidados y prestos para el normal desarrollo de las actividades rurales. Además, Nico Coronel ya tenía bajo su cuidado las estancias “San Pedro”, “Santa Cándida” y, como última expansión, la finca “Santa Rosa”.

Una persona de nombre Juan P. Solano le había hecho saber al propio Urquiza la desatención que Coronel dispensaba a sus campos. Al enterarse Coronel, éste salió a desmentirlo en reiteradas cartas que envió a conocidos y amigos. El 30 de mayo de 1868, escribió a uno de ellos, Mariano Aráoz de La Madrid, a quien le expuso que “si Solano está acostumbrado a andar con intrigas, conmigo no ha de ser, esto le aseguro como amigo que soy de Ud”. Y el 10 de febrero de 1869, Nicomedes Coronel le escribió a Urquiza que él no estaba implicado “con los hombres que quieren ofender su persona”.

Las cinco puñaladas


Teniendo en cuenta la confianza que Urquiza le tenía a Coronel, nada hacía suponer la participación de éste en los hechos ocurridos en el Palacio San José en 1870. Sin embargo, todos los que participaron del suceso tenían, al igual que Nicomedes Coronel, profundas convicciones o recelos en contra del general entrerriano como responsable de buena parte de las desgracias que entonces vivía el país y, por qué no, la región. (8)

Los ultimadores de Urquiza se concentraron el 9 de abril de 1870 en la Ea. “San Pedro”, y, como bien nos lo dice Fermín Chávez, allí Coronel tenía “a sus órdenes unos veinte hombres, algunos de ellos peones de don Justo”. A ellos se les sumaría una partida de hombres provenientes de la estancia que en Arroyo Grande poseía el general Ricardo López Jordán hijo, al mando del sargento mayor Vera (9) y el capitán Mosqueira.

Reunida una partida de 50 hombres, el coronel Simón Luengo ordenó a las 14 horas del 11 de abril de 1870 enfilar hacia el Palacio San José. López Jordán quería que a Urquiza se lo capturara vivo y, de acuerdo al testimonio posterior que brindó el capitán José María Mosqueira en el juicio que se le siguió, que lo llevaran ante su presencia.

Hay que decir que en San José existió una pequeña guarnición que resguardaba la seguridad de Urquiza y su familia a 1700 metros del palacio, a cuyos servicios estuvo destinado el subteniente Julio Argentino Roca entre 1858 y 1859. Fue esa guarnición la que detuvo, momentáneamente, la irrupción de las fuerzas del sargento mayor Robustiano Vera, que tenía la misión de entretener a quienes iban a capturar al entrerriano con Simón Luengo y Nicomedes Coronel.

Dentro del Palacio San José, tampoco se cumplía lo planificado, esto es, capturar a Justo José de Urquiza por sorpresa, pues advertido por el tiroteo que se había desatado en las afueras logró tomó un arma y, mientras huía hacia el interior de las habitaciones, efectuó algunos disparos. Uno de ellos dio en el cuerpo de Ambrosio Luna. Los demás continuaban avanzando hacia el objetivo.

En la hecatombe, un tiro de Ambrosio Luna le da a Urquiza en el lado izquierdo de su rostro, tumbándolo, herido, en el suelo. Lo abrazaba su hija Dolores. Entonces, lejos de seguir la regla máxima de aquella justa, como era la de capturar con vida a Urquiza, Nicomedes Coronel, sin piedad y vengando algunas injusticias acumuladas por durante varios años, desnuda su puñal y se lo hunde en el pecho a Urquiza en cinco oportunidades, causándole la muerte. De modo inobjetable, Coronel pasaría a la eternidad como el autor material del crimen.

Entre el 12 y 13 de abril de 1870, el médico de Policía, Esteban del Castillo, había indicado que al examinar el cuerpo del occiso vio que las cuatro o cinco heridas que el mismo tenía “habían sido producidas por un instrumento agudo y cortante” y que eran profundas, por cuanto “sondeándolas con el dedo no tocaba su profundidad en algunas”. A su vez, no hubo dudas de que el deceso de Urquiza fue producto de las puñaladas que le hizo Nicomedes Coronel, dado que, una autopsia realizada en octubre de 1951 sobre el cadáver, reveló que “la referida herida de bala no le produjo la muerte, sino las lesiones de arma blanca posteriores”.

Dolores Urquiza Costa, una de las hijas mayores de Justo José, declararía que uno de la partida –no sabía si Mosqueira, Simón Luengo o Álvarez- le dijo mientras herían de muerte a su padre: “Con ustedes no es la guerra sino con el tirano y sus hijos varones”. Y una vez consumado el asesinato, escuchó que los conjurados gritaron: “Ya murió el tirano vendido a los porteños. ¡Viva López Jordán!”.

La posteridad


La única persona que fue capturada después del asesinato de Urquiza, fue el capitán Mosqueira; los demás lograron darse a la fuga. Así aconteció con Nicomedes Coronel, quien regresó a la República Oriental del Uruguay, presumiblemente ayudado por algunos viejos partidarios blancos.

En suelo oriental, Coronel decidió unirse a las filas del caudillo blanco Timoteo Aparicio cuando, en 1870, se preparaba para lanzar la “Revolución de las Lanzas” contra los miembros del Partido Colorado que, desde 1865 y hasta 1868, habían perseguido a los del Partido Blanco o Nacional con saña particular.

No obstante, Nicomedes Coronel ya se había ganado una mala fama por haber dado muerte a Justo José de Urquiza, el cual, dada su característica dualidad, conservaba amistades de años con algunos militares blancos a quienes había dado cobijo en esos años de dictadura colorada.

Por eso mismo, el coronel Ángel Muniz expulsó de las tropas revolucionarias a Nicomedes Coronel en ese mismo año de 1870, o sea, le negó su participación junto a Timoteo Aparicio.

De este modo, Coronel vivió el final de su carrera militar en el Plata, y sabiéndose perseguido y vituperado por propios y ajenos, decidió exiliarse en la zona de Río Grande do Sul, Brasil. Y fue allí, en la localidad de Saõ Gabriel, donde halló la muerte en noviembre de 1894 (10) de forma natural.

Para terminar con esta nota biográfica, diremos que en 1872 la señora Justa Urquiza, que había casado con el general Luis María Campos, al quedar como heredera de la Estancia “San Pedro”, lo primero que hace al tomar posesión de la misma es demoler la casa que habitó Nicomedes Coronel con su familia. En su lugar, hizo levantar una construcción de cuatro piezas o habitaciones que Justa Urquiza disfrutó hasta el final de sus días.

Referencias


(1) Luengo fue, nos dice el cronista Rodolfo Barraco Mármol, un agricultor que cultivaba “sabrosísimas manzanas” en una quinta que poseía en Córdoba capital a comienzos de la década de 1860. Desde la provincia mediterránea apoyó la causa federal y alcanzó la jerarquía de lugarteniente del caudillo riojano Ángel Vicente “Chacho” Peñaloza, a cuyas órdenes se alzó en armas en 1863. Unos años antes, por 1859, su nombre salía en las hojas del diario La Voz del Pueblo, órgano que pertenecía a los federales “rusos” de Córdoba, o sea, a los que eran como Luengo.
(2) Como miembro del Partido Blanco o Nacional, Bernardo Berro resultó un activísimo colaborador de Oribe, sirviéndole como ministro de Gobierno e integrante del Tribunal Supremo del Gobierno del Cerrito (1845-1851).
(3) En abril de 1857, Juan Campón fue una de las personalidades encargadas de trazar los límites territoriales entre el Imperio del Brasil y la República Oriental del Uruguay en el punto extremo de Aceguá.
(4) El general Moreno (1821-1878) también era de nacionalidad uruguaya y miembro del Partido Blanco. Se vinculó a Justo José de Urquiza en 1838, cuando éste le dio protección a Moreno tras el golpe de Estado de Rivera contra Manuel Oribe. En 1848 ganó enorme prestigio como militar cuando recuperó la ciudad de Colonia, que desde 1845 estaba en manos de fuerzas riveristas (Gobierno de la Defensa).
(5) La señora esposa de Nico Coronel fue su prima Elmira Coronel. Contrajeron nupcias el 8 de abril de 1860 en Río Branco, Cerro Largo, Uruguay. Los padres de Elmira se llamaban José Pío Coronel Muniz y María de las Mercedes Cordero.
(6) Quedaba a pocos kilómetros de Rosario del Tala y cerca del arroyo Calá, en la Provincia de Entre Ríos, de allí su nombre.
(7) Luna era capataz y esquilador en la Ea. “San Juan”, que estaba próxima a la Ea. “San Pedro” donde trabajaba Coronel.
(8) Los que fueron de la partida que entraron a caballo en San José, eran, entre otros: Pedro Aramburu (criador de ovejas); Facundo Teco (marcador de ganado); y, el capitán Juan Pirán (pulpero en el distrito de Gená que sabía leer y escribir con corrección).
(9) El sargento mayor Robustiano Vera entró en contacto con Urquiza en 1860. Era representante en el periódico “El Eco de Corrientes”, donde hizo algunos aportes don José Hernández. Una particularidad: Vera ofició como tropero, tarea a través de la cual entró en contacto con López Jordán en su finca de Arroyo Grande.
(10) Según otra fuente, Nicomedes Coronel murió en San Juan Bautista, Brasil, en 1890.

Por Gabriel O. Turone

Bibliografía:


-Brun Almirati, Amilcar. “Cronología departamental comparada de Treinta y Tres. 1737-1903”, 2003.
-Chávez, Fermín. “Vida del Chacho”, Ediciones Theoría, 1974.
-Leguizamón, Martiniano. “Rasgos de la vida de Urquiza”, Buenos Aires, 1920.
-Macchi, Manuel E. “Urquiza, última etapa”, Editorial Castellvi, Santa Fe, 1974.

miércoles, 1 de marzo de 2017

Terrorismo: Montoneros reclutaba niños de 13 años

Montoneros me reclutó a los 13 años. Yo también soy una víctima
Marcelo Vagni - Infobae



Un adolescente Marcelo Vagni

Fui invitado, hace unos días, al programa Intratables para intentar participar de un debate sobre los años 70. Pretendía aportar al mismo desde mi experiencia personal, por haber sido secuestrado en 1977, a los 15 años, por mi militancia secundaria (primero dentro de la UES, Montoneros, y luego en la Juventud Guevarista, expresión juvenil del PRT-ERP). Por otra parte, durante treinta años, entre 1984 y 2014 inclusive, he sido convocado en numerosas oportunidades por la Justicia para declarar en calidad de testigo en varias causas por delitos de lesa humanidad desde mi vivencia personal de ex desaparecido y ex preso político.

Digo bien, "intentar participar de un debate", porque mi intención y la de la producción del programa de TV quedaron sólo en eso, en un deseo, un intento. Sucede que, mientras hablaba, fui interrumpido agresivamente y descalificado por Miguel Bonasso, también presente en el estudio. "Contanos para quién trabajás…", inquirió primero. "Con vigilantes no discuto", me acusó luego en el aire.

Hasta esas interrupciones sólo había alcanzado a decir que, visto a la distancia y con la serenidad que permiten los años, sentía que mi reclutamiento a los 13 años de edad, las actividades que se me ordenaba llevar a cabo (a mí como a tantos jóvenes de mi edad), la actitud que se me convenció debía adoptar a partir del golpe de Estado de marzo de 1976 ("Se impone al pueblo argentino…afrontar con heroísmo los sacrificios necesarios y librar…la victoriosa guerra revolucionaria de nuestra segunda y definitiva Independencia", El Combatiente, 31 de marzo de 1976), nos puso tanto a mí como a muchos más en una situación de riesgo de vida de la que sólo tomé conciencia dentro de un calabozo oscuro, orinado, muy lastimado, seguro de que iba a morir, y pensando en mi mamá y mi papá antes que en la guerra revolucionaria.

Dije textualmente en el programa: "Soy una víctima de la represión militar pero antes de eso fui una víctima de la guerrilla que me reclutó a los 13 años, para convertirme a los 14 en un miliciano de la guerra revolucionaria".

Respecto de aquella historia trágica de los años 70, estoy convencido de otra cosa: que a los efectos de nuestros objetivos y planes (los de la guerrilla) no importaba que estuviésemos viviendo en democracia, bajo un gobierno que -pese a sus características por todos conocidas-, había sido elegido por una enorme mayoría en 1973. Tanto la organización de la que yo participaba como la organización Montoneros (de la que Bonasso era un importante dirigente, un "jefe") llevamos adelante acciones contra los gobiernos de Perón e Isabel, desconociendo la voluntad popular y asumiendo que esa voluntad la expresábamos nosotros mismos, como "vanguardia lúcida", como "destacamento de avanzada". No nos preparaban entonces para las próximas elecciones. Nos preparaban para los próximos combates revolucionarios.

Por eso la interrupción con gritos e insultos de Bonasso la interpreté claramente como un: "No cuentes, no digas nada, nadie se tiene que enterar de eso".

Tal actitud sólo confirma mi idea de que se pretende manipular esa porción de nuestra historia contando lo que no pasó. Y no contando lo que efectivamente sucedió. Yo había llegado a Intratables por propia voluntad, a expresar mi rechazo a un proyecto de ley que impulsa la diputada Nilda Garré, que busca poner una mordaza legal a un debate que viene siendo contado de manera falsa y tendenciosa. Para hablar en contra de este intento de imponer una mentira de prepo. Una cosa que, por la dinámica del programa y debido a la interrupción de Bonasso, ni siquiera llegué a esbozar.

Bonasso, visiblemente enojado, expresó que mi discurso reavivaba la teoría de los dos demonios. Ni siquiera conozco en profundidad esa teoría. Ni intento emparentar nada con nada. Sí acuerdo con denominar "demoníaca" -si se quiere- a la salvaje e ilegal represión que viví al igual que miles de argentinos (aunque no todos, ya que hubo excepciones, como Firmenich y Bonasso por ejemplo).

Pero yo no estoy hablando de la dictadura. Estoy hablando de nuestro accionar -del entonces adulto Bonasso y del mío propio, que era casi un niño- en los años previos al Golpe de Estado. ¿Qué palabra podríamos encontrar para denominar ese accionar, con su secuela de muertos y el enorme daño que le provocó al país? ¿Si no fue "demoníaco", qué fue? ¿Angelical? ¿Justo? ¿Necesario?

Conmigo no, Bonasso. Simplemente porque yo estoy hablando de mi experiencia personal: yo la viví. Vos también la viviste: fuiste uno de los jefes de una organización que no dejó gobernar a Perón, que lo atacó sistemáticamente, y sólo porque pensaban que el proyecto que debía imponerse en la Argentina no era el de Perón (que acababa de ganar las elecciones con más del 60% de los votos) sino el de ustedes. Por eso le advirtieron que no iban a dejarlo gobernar y asesinaron a Rucci sólo dos días después de su triunfo electoral. Y lo siguieron enfrentando hasta que los echó. Y pasaron a la clandestinidad en plena democracia e intensificaron el accionar armado.

En aquellos años, sólo algunos, como usted Bonasso, tuvieron la ventaja de la clandestinidad y acceso a mecanismos para eludir o enfrentar la represión. Los miles de jóvenes que creían en ustedes, en las facultades, en las escuelas, en las fábricas y en los barrios, tuvieron que seguir ocupando sus lugares, "escrachados" y "quemados", claramente identificados por la represión. Una mayoría de nosotros siguió haciéndolo, valiente o inconsciente del riesgo, hasta que la Triple A o la dictadura los secuestró y los asesinó.

Conmigo no, Bonasso. Hubiera sido más digno que me interrumpieras para reconocer aquellos tremendos errores, o para contarles a los jóvenes de hoy que hay que vivir en democracia y cuidar de ella, y que te equivocaste cuando la atacaste. Hubiera sido genial que dijeras que para imponer ideas hay que convencer a los demás, no asesinarlos ni secuestrarlos. Y decirles a los peronistas que cuando Perón ya no enfrentaba ni al Almirante Rojas, ni a Aramburu, ni a Lanusse… aparecieron ustedes –los jóvenes de vanguardia- y se constituyeron en su principal enemigo en sus últimos años.

Aquellos últimos años en los que justamente Perón se abrazaba con Balbín y nos decía que "para un argentino no debe haber nada mejor que otro argentino".

Me vi obligado a responderte de este modo Miguel Bonasso, por escrito, porque durante el programa no me dejaste hablar ni decir estas cosas. Vos tenés una enorme posibilidad de contribuir a la verdad histórica no ocultando datos, no falseando hechos, sin engañar a las nuevas generaciones, que tienen derecho a saber qué sucedió realmente en la Argentina de aquellos años. Y, además, pidiendo perdón por todo el daño y sufrimiento causados.