Los ‘coronavirus’ de la antigua Roma
Roma fue vapuleada por varias pandemias, y una de ellas se sumaría a las múltiples crisis que desencadenaron el fin del Imperio
La plaga de Justiniano diezmó la población y la economía del Imperio. (Dominio público)
David Martín González ||
La Vanguardia
Ni animal exótico a la brasa ni rata de laboratorio a la fuga. En palabras del historiador Kyle Harper, autor de El fatal destino de Roma (Crítica, 2019), el culpable del primer “episodio de mortalidad que verdaderamente merece el apelativo de pandemia” fue un
legionario romano a las órdenes de Cayo Avidio Casio. Este militar dirigió en el año 165 el asalto contra Seleucia del Tigris, una ciudad situada en el actual Irak, durante el gobierno conjunto de los emperadores
Marco Aurelio y Lucio Vero.
Cayo Avidio Casio ordenó que la ciudad fuera arrasada y, durante el violento saqueo, un legionario se topó con un santuario dedicado al dios Apolo donde encontró un cofre cerrado. El legionario lo abrió en busca de joyas, pero, en vez de hacerse con un buen botín, liberó un misterioso vapor que se extendió por todo el orbe, originando la que se conocería como peste antonina.
Aquella pestilencia llegó a Roma un año después del asalto a Seleucia del Tigris, tal como recoge en sus escritos el médico Galeno, testigo de excepción de los hechos. Según Galeno, al principio, las fiebres y los vómitos provocados por la
pandemia fueron tomados como algo natural. Pero a estos síntomas pronto se sumaron otros más preocupantes, como la tos combinada con la expectoración de oscuras costras procedentes de úlceras en la garganta, o los negros sarpullidos que envolvían a las víctimas según avanzaba la enfermedad.
Busto del emperador Marco Aurelio, bajo cuyo gobierno se produjo una de las epidemias. (Dominio público)
Galeno intentó curar a los enfermos recurriendo a leche de ganado de las montañas y a orina de niño, pero ningún remedio resultó útil. Los romanos morían por millares, y los que en un primer momento lograron sobrevivir, se lanzaron a los templos a implorar el perdón de
Apolo con pobre resultado. Al fin y al cabo, la realidad es que el dios nada había tenido que ver con la pandemia.
Gracias a los estudios de Harper, hoy sabemos que la enfermedad surgió espontáneamente en África y penetró en Europa por el mar Rojo, encrucijada de ese comercio precariamente global desarrollado por los romanos. Un dato refuerza esta tesis: la península arábiga había sufrido una epidemia semejante a la que azotó Roma en 152.
En cuanto al causante, es probable, partiendo de los síntomas descritos por Galeno, que aquella enfermedad fuese alguna forma de viruela que se contagiaba fácilmente a través de los estornudos y la saliva. Brotes similares probablemente se produjeron con anterioridad, pero la densidad de población alcanzada por los romanos, sus extensas redes comerciales y sus urbes muy pobladas contribuyeron a que el virus se expandiese, aniquilando a la población a una velocidad nunca vista.
La enfermedad siguió golpeando, destruyendo por el camino la economía imperial y diezmando el ejército
Antes de que llegara la plaga, 75 millones de personas formaban parte del Imperio romano. Los historiadores creen que la mortandad provocada por la pandemia fue de entre 1,5 y 25 millones de personas. Y lo que vino después fue mucho peor, pues la enfermedad siguió golpeando hasta 172, destruyendo por el camino la economía imperial y diezmando el ejército, volviendo tan porosas las fronteras que Marco Aurelio se vio obligado a reclutar esclavos y gladiadores para incorporarlos a las legiones.
El emperador logró frenar a los bárbaros, pero los hechos que le tocó afrontar eran solo el preludio de lo que estaba por llegar.
Estocada final
En 248 Roma celebraba su milésimo cumpleaños con una agenda cargada de divertimentos. En el transcurso de una generación, aquel festejo sería recordado como un insólito respiro antes de la tempestad. Los militares procedentes del Danubio se estaban haciendo con el control político que hasta poco antes ostentaba la aristocracia senatorial.
Los emperadores se sucederían de forma vertiginosa en un ambiente de perpetua usurpación. Y la economía caería en picado, empobreciendo a la población. Fue la conocida como crisis del siglo III, y causas para explicarla hay muchas. Pero a menudo se olvida un acelerador: la llegada de una nueva pandemia, que recibiría el nombre de peste cipriana.
El romano Galeno fue uno de los grandes investigadores de la medicina en la Antigüedad. (CC BY-SA-2.0 / Wellcome Images)
Cipriano, de quien la peste toma el nombre, era obispo de Cartago a mediados de aquel siglo, y sus escritos aportan un gráfico testimonio de lo que ocurrió. Otras fuentes, como Dionisio, obispo de Alejandría, nos sirven también para situar el origen del brote en 249, fecha en la que consignó su llegada a la ciudad. Desde allí saltó a Roma y, en diversas oleadas, inundó el imperio durante quince años.
Cipriano registró en sus textos que la plaga “afligió ciudades y aldeas y destruyó todo cuanto quedaba de la humanidad, ninguna plaga anterior sembró tanta destrucción de la vida humana”. También enumeró los síntomas de los enfermos, que incluían fatiga, heces sanguinolentas, fiebre, vómitos, hemorragia conjuntiva y graves infecciones en las extremidades. Por último, llegaba el debilitamiento, la pérdida de oído y vista y finalmente la muerte.
Es difícil precisar cuánta gente pereció víctima de esta pandemia, pero parece que el número fue mayor que el de la peste antonina. Escritos atenienses sostienen que morían en la capital del Ática 5.000 personas al día, mientras que por Dionisio de Alejandría sabemos que la ciudad egipcia perdió 310.000 habitantes de 500.000. El causante de estos males, aunque tiene similitudes en su sintomatología con la
gripe española de 1918, es probable que fuera algún tipo de ébola.
Para Juan de Éfeso, líder de la Iglesia ortodoxa y también historiador, la plaga era un castigo enviado por Dios
La plaga dejó en coma al Imperio, y, aunque hay muchas cosas que desconocemos todavía sobre esta pandemia, tenemos una certeza: inmediatamente después de su visita, la anarquía y el caos se convirtieron en gobernantes de Roma.
El final de un sueño
A principios del siglo VI, el emperador
Justiniano de Bizancio tenía un gran sueño: reunificar los imperios occidental y oriental. Todo parecía indicar que era el hombre adecuado para conseguirlo. Pero cuando se disponía a acometer la empresa, un pequeño enemigo arribó a sus costas: las ratas.
Las ratas encontraron en el Imperio bizantino un paraíso en el que vivir. Allí contaban con grandes cantidades de grano a su disposición en los silos repartidos por el territorio. El exceso de alimento favoreció que su población aumentase de forma notable.
Además, este roedor es muy viajero, y el mundo global creado por los romanos, capaz de transportar hasta Constantinopla hermosas sedas fabricadas en China, permitía al animal acceder a miles de barcos en constante movimiento y desembarcar en multitud de puertos. El problema es que aquellas ratas no viajaban solas. Portaban una enfermedad desconocida que se hizo notar en 541 y que, un año más tarde, sembró el terror en Constantinopla.
El ángel de la muerte golpeando una puerta durante la plaga de Roma. (CC BY-SA-4.0 / Wellcome Images)
El historiador Procopio de Cesarea vivió en primera línea de batalla aquella plaga que, a su juicio, “a punto estuvo de aniquilar la humanidad entera”. Para Juan de Éfeso, líder de la Iglesia ortodoxa y también historiador, la plaga era un castigo enviado por Dios, que dejó caer su ira sobre las ciudades “como una prensa de vino, pisoteando sin compasión a todos sus habitantes como si fueran uvas pequeñas”.
La enfermedad empezaba con una leve fiebre que daba paso a hinchazones bubónicas, debilidad y necrosis de los tejidos. Empezó atacando a los más pobres, los que más en contacto estaban con las ratas, pero posteriormente se expandió entre todas las clases sociales.
En el caso de Constantinopla, en un primer momento se contabilizaron 5.000 muertos diarios. Posteriormente pasaron a ser 10.000. Juan de Éfeso sostiene que las autoridades perdieron la cuenta a partir de los 230.000, cuando se hizo materialmente imposible enterrar los cadáveres de los caídos.
La mayoría de los datos que tenemos hacen referencia a la ciudad de Constantinopla, pero la pandemia se extendió por todo el territorio europeo, frenándose solo allí donde topaba con pueblos nómadas. Esos que, al no estar asentados en parte alguna, tenían menos posibilidades de convivir con las ratas de forma habitual.
Pero ¿qué tenían las ratas de especial? Ellas en concreto nada, pero sus pulgas portaban
la peste bubónica, la que tan a menudo asociamos a la Edad Media, aunque nos visitó por primera vez en tiempos de Justiniano, tras originarse, probablemente, en China. Aquella enfermedad sembró la muerte en distintas oleadas hasta 749, año en que desapareció.
El imperio de Justiniano estuvo a punto de desmoronarse, sumido en una terrible crisis económica
Por el camino, según Procopio, pereció la mitad de la población del Imperio bizantino. Puede parecernos exagerado, pero la
peste medieval probablemente acabó con entre el 40 y el 60% de la población europea, según investigaciones modernas.
Además de destruir a su gente, la peste aniquiló los afanes de Justiniano. Su imperio estuvo a punto de desmoronarse, sumido en una terrible crisis económica y sin población capaz de sostenerlo.
Aquella fue la última de las tres grandes pandemias que padecieron los romanos y sus sucesores orientales. Son relatos de historia pretérita, pero, volviendo a Kyle Harper, “lejos de ser la escena final de un mundo antiguo perdido irremediablemente, el encuentro romano con la naturaleza podría representar el primer acto de un nuevo drama que sigue desarrollándose a nuestro alrededor. Un mundo precozmente global en el que la venganza de la naturaleza empieza a hacerse sentir pese a las persistentes ilusiones de control... Esto podría resultarnos familiar”.