miércoles, 19 de enero de 2022

Revolución Francesa: La ejecución de María Antonieta

María Antonieta en la guillotina: insultos, humillación y la tristeza por no poder despedirse de sus hijos

El 16 de octubre de 1793, era ejecutada por el gobierno revolucionario la reina, viuda de Luis XVI. Acusada de conspiradora, derrochadora y hasta incestuosa, su estilo frívolo de vida en la corte de Versalles la terminó condenando en tiempos en que el pueblo vivía hambre y privaciones

María Antonieta había nacido en Austria y a los 14 años se casó con el futuro rey de Francia.

Era la antecámara de la muerte. La Conciergerie, o Palais de la Cité, que en otros tiempos había sido residencia de los reyes de Francia, el gobierno revolucionario la había transformado en el centro de reclusión más importante de la ciudad.

En una celda sin ventilación, María Antonieta, reina a los 18 años, esa “perra austríaca” detestada por la corte, esperaba comparecer ante el tribunal para conocer el veredicto inevitable de muerte. La “sanguijuela de los franceses”, como también le decían, era vigilada constantemente a través de un biombo por guardia cárceles obscenos y borrachos que hacían lo imposible en denigrarla y humillarla.

María Antonieta Josefa Ana de Austria había nacido el 2 de noviembre de 1755. Era la hija consentida, a la que ningún capricho se le negaba, del emperador Francisco I y de María Teresa. Para los maestros de idioma y de música que acudían al Palacio de Schoenbrunn era un suplicio mantener la atención de esa niña que enseguida se aburría. Había una razón para esa educación. A sus 12 años, se la debía formar para ser futura reina de Francia.

El 16 de mayo de 1770 se casó en Versalles con Luis Augusto de Francia, Duque de Berry, futuro Luis XVI, al que le faltaban tres meses para cumplir los 16 años. Ella tenía 14.

En la celda, con 37 años, parecía una mujer de 60. De sus ojos azules y cabellera rubia, atributos de mujer espléndida que lograba captar la atención en reuniones y bailes en el jolgorio cortesano sin fin, ya nada quedaba. Ahora era una mujer avejentada, resignada, desesperada porque no le permitían ver a sus hijos. Despojada de su vida de lujos, una mesa, dos sillas y un catre era el único mobiliario de su encierro. Pasaba el tiempo leyendo “Los viajes del capitán Cook”, que le había alcanzado uno de sus carceleros.

El rey Luis XVI, esposo de María Antonieta. Fue coronado muy joven y sería una víctima más de los revolucionarios.

Los hijos habían demorado en llegar por una imposibilidad física del marido. Primero fue María Teresa, luego Luis José, que murió de tuberculosis a los 7 años; Luis Carlos sería el heredero de la dinastía y por último Sofía Beatriz, que falleció al año de nacer.

Ella frecuentaba diversas amistades, con las que pasaba el tiempo en bailes y en juegos. Se había hecho fama de frívola y derrochadora. Acusaban a la pareja real de estar alejada de la realidad, que cuando el pueblo pasaba hambre ella se empolvaba sus pelucas con harina. Lo cierto es que la pareja era consciente de que eran demasiado jóvenes para reinar.

Una estafa urdida por la condesa de La Motte para quedarse con un espléndido collar de diamantes, rubíes y esmeraldas –hecho para madame Du Barry, la favorita del rey Luis XV- alcanzó a salpicarla. Pero a pesar de que era inocente de esta maniobra y los culpables fueron condenados, no se terminarían de despejar las sospechas sobre ella.

Los reyes no dimensionaron la magnitud ni los alcances de la revolución que estalló el 14 de julio de 1789. Al quedar como meros instrumentos de los revolucionarios, planearon fugarse de París, en una iniciativa en la que María Antonieta habría tenido mucho que ver.

La noche del 20 de junio de 1791, siguiendo un plan elaborado por el conde Axel de Fersen, vestidos como una familia aristocrática rusa, huyeron de París por las Tullerías usando una puerta secreta. Pero al día siguiente, en Varennes, fueron descubiertos y encarcelados.

El rey terminó juzgado y guillotinado el 21 de enero de 1793, lo que marcó el comienzo del período más radical de la Revolución Francesa. María Antonieta y sus hijos fueron a prisión en el Temple, donde en los años de fiesta y frivolidad había residido el conde de Artois, hermano del rey.

Antiguamente un palacio real, los revolucionarios transformaron a La Conciergerie en la cárcel más grande de París. Alli estuvo encerrada María Antonieta.

Le habían permitido estar con su hijo Luis Carlos. Sus carceleros vivían en estado de alerta permanente. En la prisión había partidarios realistas, y temían una fuga. En febrero de 1793 hubo una tentativa de evasión; otra, la del 11 de julio casi culmina en éxito, pero con consecuencias nefastas para la mujer: la separaron de su hijo, al que pusieron en custodia del zapatero Antoine Simón, quien tuvo un trato cruel con la criatura. Cuando el niño era llevado, suplicó a sus captores: “¡Perdonen a mi madre!”. El 8 de agosto la trasladaron a La Conciergerie.

Allí esperaba el juicio: el 3 de octubre había sido acusada de conspirar e intrigar contra Francia, además de arruinar las finanzas del país. El 14 de octubre de 1793 comenzó el proceso que duraría tres días corridos. Hasta la acusaron de incesto y de incluir en perversiones sexuales a su hijo Luis Carlos.

Cuando a las cuatro de la mañana del 16 leyeron el veredicto del jurado de condena a muerte, le preguntaron si tenía algo que decir. Ella respondió con un simple movimiento de su cabeza.

La llevaron al patíbulo en una carreta, y soportó altiva los insultos y el griterío de una multitud que se había congregado para presenciar su ejecución.

Fue llevada a la sala fúnebre, donde los condenados esperaban el momento de partir al cadalso. Con una navaja le cortaron los cabellos y el verdugo Henri Sanson –el hijo de quien había ejecutado al rey- se quedó con un mechón.

Ella se las arregló para escribir una última carta, dirigida a su cuñada: “Es a vos, hermana mía, a quien yo escribo esta última vez. Acabo de ser condenada, no exactamente a una muerte vergonzosa, eso es para los criminales, sino que voy a reunirme con vuestro hermano. Inocente como él, yo espero mostrar la misma firmeza que él en sus últimos momentos. Estoy tranquila como se está cuando la conciencia no tiene nada que reprocharnos, tengo un profundo dolor por abandonar a mis pobres hijos, vos sabéis que yo no vivo más que para ellos, y vos, mi buena y tierna hermana, vos que por amistad habéis sacrificado todo por estar con nosotros, en qué posición os dejo!”

Luego de cerrar el sobre, la colmó de besos e indicó a quién debía ser entregada. Ella no pudo saber que nunca llegaría a su destinatario.

Se negó a confesarse con sacerdotes juramentados con la revolución ya que ninguno le inspiraba confianza. Se lamentó con el abate Girard: “Siento en el alma no poder recibir por vuestro conducto el perdón de Dios, a pesar de que le necesito muy mucho porque soy una humilde pecadora; voy recibir un glorioso sacramento”.

“Si, el martirio”, respondió el sacerdote.

Cuando el cura de la prisión le preguntó si deseaba que la acompañase, respondió: “Como usted quiera”.

Se quitó su vestido de luto y se lo cambió por uno sencillo de color blanco, una pañoleta del mismo color; una cinta negra que se ató en la frente señalaba su condición de viuda.

Le pidió perdón al verdugo por pisarle el pie, ella se arrodilló y la cuchilla no demoró en caer. Como era costumbre, su ejecutor mostró la cabeza a la muchedumbre.

A las 11 de la mañana fueron a buscarla. Ella ofreció sus manos y se las ataron a la espalda. Caminando tranquilamente subió a un miserable carro que la llevaría hasta el lugar de ejecución. Una multitud se había apropiado de azoteas, balcones, árboles y calles para verla pasar, insultarla al grito de “muera la austríaca”, en medio de vivas a la República. A lo largo del trayecto, soldados armados mantenían a raya a la gente. Cada ejecución era todo un espectáculo, en el que pululaban vendedores callejeros, comediantes que se burlaban de la condenada y curiosos.

Le costó mantenerse sentada por el bamboleo de la carreta, tirada por un solo caballo, y el viento hizo que sus cabellos fueran como flotando y sus ojos se tornasen rojizos por el frío. “Por lo demás, la muy bribona se mantuvo hasta el final audaz e insolente”, escribieron en un diario al día siguiente.

Desde la terraza del café La Régence en la calle Saint-Honoré, el artista Jacques-Louis David hizo un dibujo de ella. David, amigo de Robespierre, usó su arte para denunciar la injusticia social durante el reinado de Luis XVI.

A la entrada de la Plaza de la Revolución –hoy Plaza de la Concordia- diez mil personas esperaban la ejecución. Vio a un costado las Tullerías y en otro, el cadalso.

Al pie de la escalera, le pidió perdón al verdugo por pisarle el pie. Giró su mirada hacia la torre del Temple, donde estaban encerrados sus hijos, de quienes no le permitieron despedirse. “Adiós, queridos hijos, voy a reunirme con vuestro padre”, dijo.

Sola se arrodilló y el verdugo la empujó hasta que su cuello quedase sobre la báscula. La cuchilla se liberó, la cabeza saltó lejos de su cuerpo y el verdugo, tomándola de los pelos, dio una vuelta por el cadalso, exhibiéndola a la multitud.

Eran las 12 y cuarto. Los restos fueron llevados en una carretilla, con la cabeza entre las piernas, al cementerio de la Magdalena.

Alguien, en la fosa común donde fueron arrojados los cuerpos de la pareja real, plantó dos árboles para poder ubicarlos. Con el regreso de los borbones al poder, desenterraron lo poco que la cal no había desintegrado y, junto a muchos monarcas franceses, esos restos descansan en la catedral de Saint Denis, al norte de París.

 

martes, 18 de enero de 2022

España Imperial: Lepanto y el rol de los Tercios vs Jenízaros

Tercios españoles vs jenízaros otomanos: lucha a muerte entre los soldados más letales de Lepanto

Miguel del Rey y Carlos Canales, autores de ‘Gloria imperial’, analizan en ABC el sistema de combate de turcos y cristianos en 1571, en pleno Imperio español

Dos eran las potencias que dominaban el mar Mediterráneo, centro neurálgico de la política de la época hasta la mágica jornada de la batalla de Lepanto, en el siglo XV: españoles y otomanos (o viceversa, según prefieran ustedes). La realidad es que, a pesar de las sustanciales diferencias que existían entre estas sociedades, ambas se hallaban en el cenit de su poder y estaban, por tanto, condenadas a enfrentarse por la supremacía militar, política y religiosa en la puerta trasera de la vieja Europa. Ya lo señaló el destacado obispo Mota en 1520: «[Carlos V] quiere emprender la empresa contra los infieles enemigos de nuestra santa fe Católica […] y que la Cristiandad esté en paz».

Puede que discursos  como los de Mota y las misivas airadas entre jerarcas fueran el día a día del entramado político; de eso no hay duda. Pero, llegado el momento, los ‘dimes y diretes’ se saldaban en el campo de batalla. Y para solventar la lid tocaba disponer de un ejército entrenado como mínimo, y experimentado en lo deseable. A un lado, los otomanos tenían «una fuerza militar impresionante». Y al otro, el Imperio español contaba con una combinación de unidades revolucionarias para la época y armamento puntero. Así lo afirman, al menos, Miguel del Rey y Carlos Canales en su nuevo ensayo histórico ‘Gloria imperial. La jornada de Lepanto’ (editado por Edaf este 2021).

Con todo, la obra no abarca solo los pormenores de ambos contingentes, sino que se zambulle de lleno en la jornada de Lepanto. En un año en el que celebramos el 450 aniversario de la lid, librada en 1571, Del Rey y Canales desgranan desde las causas que motivaron «la batalla decisiva para la cristiandad», hasta las consecuencias que tuvo para los dos imperios. «Queremos dar cuenta de las importantes razones económicas del enfrentamiento, la voluble posición veneciana y la estudiada política de Francia, fruto de una estrategia muy determinada para extender su poder por Europa», señalan. La clave, insisten, es desvelar cómo la flota más poderosa del mundo (la otomana) cayó ante el poder cristiano. Y vaya si lo logran.

Apisonadora turca

De los dos contendientes, el Imperio otomano es todavía el más desconocido. El tiempo y los tópicos han difuminado su valía, pero la realidad es que, como bien explica Canales a ABC, era una máquina engrasada a la perfección capaz de enfrentarse y vencer a cualquier potencia de la época. «El ejército turco era el más poderoso del mundo en el siglo XVI, disponía de una administración muy bien organizada, de dinero sobrado, de reclutas de calidad en un alto número y de tropas excelentemente entrenadas y equipadas», desvela a este diario. Lo mismo sucedía con su flota, formada por reconocidos marinos. 


Migeul del Rey (izquierda) y Carlos Canales (derecha)

Según recogen ambos en la obra, el ejército del Imperio otomano (llamado ‘kapi-kulu’ o ‘esclavos de la Puerta’) era una fuerza militar multicultural en la que se reunían soldados de una decena de etnias, aunque el núcleo de sus tropas lo formaban los turcos.

El grueso de los combatientes del Imperio otomano eran los ‘jenízaros’ (de ‘yeniseri’, ‘nuevas tropas’). La unidad fue creada en el siglo XIV y, en sus momentos de máximo esplendor, contaban con un total de 200.000 integrantes. «Se seleccionaban de niños entre los ocho y los catorce años reclutados en los territorios cristianos de los Balcanes a través del llamado ‘devshirmeh’, un impuesto humano por el que se obtenían las mejores tropas del imperio otomano», afirma Canales a ABC. El pequeño era convertido al islam, educado en la obediencia ciega al sultán y entrenado en el noble arte del combate.

Al principio, «se cogía a los niños sin ningún tipo de examen previo», pero, con el paso de los años, «se empezó a hacer un verdadero examen de los pequeños y se los destinaba a funciones diferentes según sus capacidades».

La preparación, en palabras de los autores, era durísima y su disciplina estricta, orientada a la formación del cuerpo y el espíritu. Los más fuertes eran educados hasta los 24 o 25 años en escuelas específicas, donde aprendían a leer, escribir y artes clásicas. Huelga decir que eran letales en combate y estaban a la altura de cualquier soldado cristiano gracias a su arco o arcabuz, su hacha y su sable ligero. «Fueron la unidad turca más efectiva en Lepanto desde el punto de vista militar. Muy bien entrenados y armados, eran unos combatientes formidables», desvela el propio Canales a este diario. Aunque en la batalla de 1571 contaban con una lacra: las pérdidas sufridas en los conflictos previos.

Tampoco era extraño que los oficiales turcos capturasen a niños en los pueblos que atravesaban. Estos reclutas, conocidos como los ‘gulams’, debían mantenerse junto a sus nuevos amos y deberles gratitud de por vida. Con el tiempo, de hecho, llegaron a copar el aparato militar del ejército.


Jeníozaros turcos, armados con mosquete - ABC

En la época de la batalla de Lepanto, el arma a distancia predilecta del Imperio otomano seguía siendo el arco. «Las galeras turcas contaban con decenas de arqueros –los ‘sipahis’, ‘akincis’, y ‘azaps’– que empleaban el arco compuesto, un arma típica de las estepas de Asia Central», añaden los autores en su obra. En la práctica podían disparar una lluvia de flechas muy ligeras sobre sus enemigos. Algo terrorífico. Sin embargo, las armaduras cristianas limitaron mucho la efectividad turca. Para colmo, el escaso equipo que portaban en batalla estos musulmanes les convertía en un blanco perfecto una vez que se llegaba al baile de los aceros.

Dentro de las tropas, afirman Canales y Del Rey, los ‘sipahis’ eran una suerte de caballeros medievales que se encargaban, además, de mantener el orden interior de un ejército que, ya entonces, recibía salario. Los ‘akincis’, por su parte, eran jinetes de caballería irregular. Por último, los ‘azaps’ se correspondían con un «cuerpo asalariado que se reclutaba entre el campesinado de Anatolia para servir de infantería de marina y que, en la época de Lepanto, eran el núcleo principal de tropas que defendías las fortalezas de las fronteras».

¿Cómo puedo esta implacable maquinaria ser aplastada por los cristianos en Lepanto? Según explica Del Rey, por varias causas, aunque la principal fue que contaban con mejores navegantes que militares. «El problema es que, en Lepanto, los otomanos dependieron en exceso del apoyo de la infantería embarcada en las galeras de sus territorios de las costas de Levante, como Siria, Líbano o Egipto, y de los reinos y estados vasallos berberiscos del norte de África, excelentes marinos, pero con unas tropas de calidad menor por su armamento y organización», desvela en autor en declaraciones a este diario.

Por su parte, y aunque está de acuerdo, Canales apunta que la armada turca gozó también de grandes militares que demostraron su valía en Lepanto. «Si lo vemos desde el punto de vista táctico y naval el mejor comandante de la flota turca fue Uluch Ali, que con sus naves berberiscas logró engañar a Andrea Doria, si bien Álvaro Bazán logró taponar la brecha que se había creado», sentencia. Lo que no tenían, en cambio, era a los hoy populares Tercios españoles y a Don Juan de Austria.

Imperio español y Santa Liga

A pesar de que la Santa Liga estaba formada por varias naciones –España, Venecia y los Estados Pontificios–, la naturaleza cristiana de sus integrantes hizo que tuvieran muchas similitudes a nivel militar. Los soldados más destacables fueron, sin duda, los soldados de los Tercios españoles; unidades que ya habían demostrado su valía durante cuarenta años de luchas y que, en palabras de Canales y Del Rey, jamás habían sido vencidos en una batalla en campo abierto. Felipe II ordenó, para ser más concretos, el embarque de unas 40 compañías procedentes de cuatro Tercios diferentes, los mandados por Lope de Figueroa, Pedro de Padilla, Diego Enríquez y Miguel de Moncada.

Lo cierto es que poco hay que señalar del sistema de combate de los Tercios que no se haya dicho ya. Armados en tierra con picas, arcabuces y mosquetes, sus formaciones se convertían en un verdadero bosque de acero imposible de atravesar para el enemigo. Y sobre los bajeles de la Santa Liga, no eran menos letales. «La batalla de Lepanto la decidió la infantería española embarcada, que, gracias a la decisión de Juan de Austria, había sido repartida entre todas las naves de la flota cristiana, lo que permitió que contasen con más hombres de guerra experimentados en cada galera que los musulmanes», desvelan.

Por su parte, Del Rey especifica que, si bien se suele asociar esta unidad a las picas, en Lepanto es necesario ser algo más específico. «Lo correcto no es hablar solo de piqueros, dado que la infantería española combinaba de forma práctica y eficaz el uso de armas de fuego (mosquetes y arcabuces) con armas blancas, como picas y alabardas. Esta combinación funcionaba tanto en tierra como en el mar, si bien, es posible que las picas utilizadas en las galeras fueran algo más cortas que las que se empleaban y utilizaban en las batallas a campo abierto», desvela. En todo caso, suscribe que entregaron la victoria en bandeja a Felipe II.

Cervantes en Lepanto - Augusto Ferrer-Dalmau

El sistema era sencillo. Los piqueros solo dejaban dos opciones al enemigo (caer al agua y ahogarse o ser empalado), los arcabuces y mosquetes barrían las cubiertas y las alabardas daban la puntilla. Con todo, cada nación tenía sus filias y sus fobias con respecto al armamento que portaban sus soldados. Un ejemplo claro de ello fueron los venecianos, que recelaban todavía del arcabuz y preferían utilizar la ballesta como principal arma ofensiva a distancia. Cosas de la tradición. «Para el combate cerrado a corta distancia preferían la alabarda», desvelan los autores en ‘Gloria imperial. La jornada de Lepanto’.

En las galeras de la Santa Liga también era habitual ver a soldados equipados con rodela, un pequeño escudo cada vez más menos utilizado en campo abierto. «Era muy apreciada por los espadachines en los abordajes, especialmente por los infantes españoles», explican en su obra. Tampoco era raro distinguir por decenas a los llamados ‘aventureros’, muchos de ellos hidalgos que, «movidos por su ambición y deseo de notoriedad», se lanzaban a la lid. «Se equipaban con yelmos, plumas distintivas de su rango y calzas largas; sin coderas ni protectores de brazo para aligerar su peso en caso de caída al agua», finalizan. Hubo unos 2.000.

Por último, y además de otras tantas unidades (algunas de ellas, tan destacadas como los mercenarios alemanes), requieren una mención especial los monjes guerreros de San Juan. «Entrenados desde niños por y para la guerra, eran lo más parecido que había en Europa a los samuráis», desvelan Del Rey y Canales. Colaboraron con tres galeras en la batalla de Lepanto y los historiadores coinciden en que combatieron hasta el último hombre. A la postre, y sabedor de su buen hacer en el campo de batalla, el sultán Solimán los definió con desdén como «esa singular banda de monjes, piratas, sanadores y guerreros». Su objetivo era exterminarlos, pues, para él, suponían un escollo difícil de superar por su fervor religioso.


lunes, 17 de enero de 2022

Peronismo, propaganda y persecución: Discépolo y la comunicación fascista

La tragedia de Discépolo

El genial autor de 'Cambalache' se transformó durante el primer peronismo en un artista militante que falseaba datos y basureaba opositores.
Por Fernando Iglesias  ||  Seúl




 

En estos tiempos de descrédito y confusión, una de las polémicas políticas decisivas se refiere a si el kirchnerismo constituye una anomalía o una expresión genuina de la tradición peronista. De la respuesta que se dé a este interrogante dependen muchas cosas; entre ellas, la decisiva cuestión de hacia dónde debería ampliarse el espacio de Juntos por el Cambio y las alianzas necesarias para un posible futuro gobierno de coalición. La polémica es larga, tiene muchos matices y no es posible saldarla tomando un solo aspecto, el cultural, ni mucho menos argumentando alrededor de una historia de vida. Pero lo sucedido con uno de los grandes poetas populares del siglo XX argentino, Enrique Santos Discépolo, no deja de tener significación. Glosando la remanida frase que Marx toma de Hegel: los actuales Coco Silys y Alejandro Dolinas no son más que una repetición farsesca de Discépolo y su tragedia, su tristísimo modelo original.

Nacido en un hogar humilde pero con alto nivel cultural, Discépolo anticipó todos y cada uno de los gestos, ideas, modismos y trayectorias que hoy identificamos con la cultura kirchnerista. Con excepción del talento, que a él le sobraba y a sus imitadores no. Como muchos “artistas populares”, según la denominación K, Discépolo llegó a la fama encarnando una posición hipercrítica, contracultural y antisistema, para terminar formando parte de un aparato propagandístico organizado y financiado desde el Estado por un gobierno de tendencias totalitarias, que se creía el representante único de la Patria y el Pueblo. Como dicta la tradición peronista desde el famoso “Braden o Perón”, Discépolo no creía que las demás corrientes políticas argentinas fueran otra cosa que representantes de poderes foráneos, cuya llegada al gobierno debía ser impedida de cualquier manera ya que su victoria electoral no se trataba de alternancia democrática sino de una repudiable conspiración organizada desde el exterior.

Por lo tanto, consideraba su deber basurear a los críticos del gobierno peronista. Para hacerlo no escatimó esfuerzos ni le molestó someterse a censura previa. Su contratante era el creador de la leyenda peronista, Raúl Apold (subsecretario de Prensa y Difusión, imaginativamente descripto por Silvia Mercado como “el inventor del peronismo”), que controlaba y modificaba sus escritos antes de que Discépolo pudiera leerlos al aire en su programa de Radio Nacional. Como pasó con muchos artistas kirchneristas, también, las mejores obras de Discépolo –”Chorra” y “Malevaje” (1928), “Yira, yira” (1929), “Cambalache” (1934), “Uno” (1943), “Canción desesperada” (1944)– son anteriores a su vuelco político, como si la cercanía del poder y la fanatización militante hubiesen agotado sus fuentes de inspiración.

Como pasó con muchos artistas kirchneristas, las mejores obras de Discépolo son anteriores a su vuelco político.

Como los artistas K, tampoco Discépolo se dedicó a reivindicar aquello en lo que creía sino que se aplicó concienzudamente a denigrar a sus opositores y contradictores. Muy especialmente a los pertenecientes a la repudiable clase media. Para ello construyó un personaje que hoy catalogarían como “odiador serial” y “aspiracional” al que llamó Mordisquito. El Mordisquito de Discépolo concentró y resumió los motes despectivos de contrera, cipayo, garca y gorila que el peronismo usaría sistemáticamente para hablar del Otro, que es la Patria. Por su inepcia y su mezquindad, inventada por su propio creador, Mordisquito nos recuerda hoy vagamente a los chetos, runners, surfers, entrepreneurs y demás sujetos sobre los cuales la dirigencia K y las bases militantes kirchneristas atizan el resentimiento social.

Amparado y protegido por un peronismo entre cuyos logros culturales se anotaban películas como Argentina de fiesta y Eva Perón inmortal, horribles subproductos del INCAA de aquellos tiempos; y mimado por un gobierno que le puso Ciudad Eva Perón a La Plata, Provincia Presidente Perón al Chaco y Provincia Eva Perón a La Pampa y construyó Ciudad Evita usando el perfil de la Líder espiritual de la Nación a pocos kilómetros de Ezeiza, para que su rostro pudiera ser admirado desde las alturas; Discépolo formó parte de una invención decisiva de Apold en el medio de propaganda por excelencia de aquellos años: la radio. La idea, la conocemos bien: un programa radial que servía para compactar el frente interno y unificar consignas en las filas del movimiento nacional y popular. Se llamaba Pienso y digo lo que pienso y era un 678 de la primera hora, que propagaba las ideas de la Patria y el Pueblo –es decir: del peronismo– en la voz de artistas populares como Luis Sandrini, Lola Membrives y Tita Merello. 

La contracara de este sistema de tintes goebbelianos era la excomulgación de los artistas que no eran peronistas ni aceptaban someterse a los carnets partidarios y los crespones de luto obligatorios. Muchos de ellos tuvieron que abandonar el país porque no conseguían trabajo. No se trataba de comparsas sino de figuras estelares como Libertad Lamarque, Berta Singerman, Arturo García Buhr, Delia Garcés, María Rosa Gallo, Fernando Lamas, Luisa Vehil, Pedro Quartucci y Niní Marshall, quien tuvo el honor de ser insultada en persona y cancelada de la programación radial por la propia Evita, en la Casa Rosada y delante de testigos. Para los músicos, en cambio, el peronismo prefería la cárcel. No hablo de repudiables y oligárquicos directores de orquestas sinfónicas sino de compañeros de ruta del campo popular como el comunista Osvaldo Pugliese, asiduo visitante de cárceles y comisarías peronistas; y Atahualpa Yupanqui, el payador perseguido, a quien poco antes de que se exiliara en París la Sección Especial (policía secreta) le rompió la mano para que no pudiera seguir tocando la guitarra, circunstancia que el astuto Yupanqui evitó por ser coherentemente comunista… y zurdo. 


‘678’ en 1951

Pocas demostraciones más concluyentes de que el relato kirchnerista es el último capítulo de la leyenda peronista que el programa Pienso y digo lo que pienso y la participación de Discépolo. Un día antes de las elecciones presidenciales de 1951, Discépolo se refirió a Ricardo Balbín y Arturo Frondizi, candidatos de la fórmula opositora, con frases de desprecio y acusaciones que recuerdan perfectamente a las que se usan hoy contra dirigentes de la oposición. Aquel día, en Pienso y digo lo que pienso, por Radio Nacional, Discépolo le dijo a Balbín:

Yo no lo inventé a Perón ni a Eva Perón, la milagrosa. Ellos nacieron como una reacción a tus malos gobiernos. Yo no lo inventé a Perón ni a Eva Perón ni a su doctrina. Los trajo, en su defensa, un pueblo a quien vos y los tuyos habían enterrado en un largo camino de miseria (…) Esa es la verdad. A Perón lo trajo el fraude, la injusticia y el dolor de un pueblo que se ahogaba en harina blanca y una vez tuvo que inventar un pan radical de harina negra para no morirse de hambre. Lo trajo esta lucha salvaje de gobernar creando miseria, los trajo la ausencia total de leyes sociales que estuvieran en consonancia con la época. Los trajo tu tremendo desprecio por las clases pobres a las que masacraste, desde Santa Cruz hasta lo de Vasena (…) Yo no lo inventé a Perón ni a Eva Perón. ¡Vos los creaste! Con tu intolerancia. Con tu crueldad. Con la misma crueldad del candidato a presidente que mataba peones en su ingenio porque le pisaban un poco fuerte las piedritas del camino a la hora de la siesta (…) Mirá, si vos hubieras estado en la Semana Trágica como yo y como tantos, en Cochabamba y Barcalá, y hubieras visto morir primero a aquellos cinco, luego a cientos, y hubieras visto masacrar judíos por una ‘gloriosa’ institución que nos llenó de vergüenza, no hubieras formado nunca más parte de ese partido que integrás por amor propio y quizá por ignorancia de tantos hechos delictuosos que son los que empezaron a preparar la llegada de Perón y Eva Perón (…) Gracias te doy por él y por ella, por la Patria que los esperaba para iniciar su verdadera marcha hacia el porvenir que se merece. 

Si esto no es la base de un discurso kirchnerista, es difícil decir qué es. Desde la pretensión de haber llegado al poder en un “país incendiado” o “tierra arrasada” hasta el delirio fundacional (“la Patria que los esperaba para iniciar su verdadera marcha hacia el porvenir”), pasando por la descalificación de la oposición (“vos y los tuyos los habían enterrado en un largo camino de miseria”) y el endiosamiento mesiánico (“Eva Perón, la milagrosa”), todo en Discépolo es kirchnerismo antes del kirchnerismo. Además, Discépolo anticipa aquí un argumento muy usado todavía en la propia oposición al populismo: la idea de que el populismo no es responsabilidad de los populistas sino de sus antecesores, quienes con su insensibilidad permitieron su surgimiento. Para imponer semejante autoflagelación son necesarias acusaciones y distorsiones de hechos históricos que al final retratan mejor a los populistas que a sus adversarios. En el panfleto de Discépolo hay varias. Mirémoslas de cerca una por una.

Para empezar, la leyenda invocada por Discépolo, fuertemente impresa en el imaginario argentino, de que al peronismo le tocó asumir en un país devastado (argumento retomado en 2003 y 2019 por el kirchnerismo), es falsa. Tras superar la crisis del ‘29, de 1933 a 1945 la economía argentina creció a un promedio anual del 4%, apenas inferior al 4,1% que registraría entre 1946 y 1955. Y la industria lo hizo aún mejor, creciendo a un promedio anual de 5,7%, superior al 4,9% del primer período peronista. Nada nuevo. Lejos de ser un país agrario preindustrial, la participación de la industria en el PBI argentino había crecido desde el 15% en 1933 al 19% en 1945; una proporción que a pesar de la exacción impositiva al campo (otra política kirchnerista anticipada por el primer Perón) sólo creció hasta el 20,3% entre 1946 y 1955 del primer peronismo, supuesto responsable de la industrialización. En otra similitud notable con el kirchnerismo, la economía del peronismo original también se sustentó en los commodities: los términos de intercambio comercial tuvieron a fines de la Segunda Guerra Mundial la mayor suba del siglo, alcanzando 150,7 puntos en 1948, con lo que superaron el máximo de 1908 (146,3) y registraron un récord que duraría 64 años, hasta 2012 (167,6). De ahí surgieron los famosos “días más felices” de 1946-1949, repetidos por los K en 2003-2009.

En 1945, la situación de los trabajadores argentinos era mejor que en la mayor parte de Europa, de la que seguían llegándonos millones de inmigrantes.

¿Beneficios para unos pocos, como sugiere Discépolo? ¿Datos macroeconómicos sin correlato social? En 1945, la situación de los trabajadores argentinos era mejor que en la mayor parte de Europa, de la que seguían llegándonos millones de inmigrantes. El pueblo “enterrado en un largo camino de miseria”, según Discépolo, era el más rico de América Latina y disponía, por lejos, de la mejor legislación social. De ninguna manera era cierta la idea que impusieron: el “antes no había nada”, la “ausencia total de leyes sociales”, etc. En realidad, el 17 de octubre y el apoyo obrero a Perón no fueron el fruto de un retroceso sino del crecimiento cuantitativo y cualitativo de la clase trabajadora gracias a un proceso industrializador que antecedió al peronismo, cuyos protagonistas reclamaban, con toda justicia, más participación y derechos. Perón encarnó esas aspiraciones populares. Que las haya cumplido o no es la verdadera discusión. 

Lo que está fuera de discusión son los resultados de creer que en Argentina, un país naturalmente rico y condenado al éxito, el problema de la pobreza era sólo un tema de redistribución. Según el Maddison Project, el principal equipo de historia económica, en 1946 Argentina era el octavo país más rico del mundo, su PBI per cápita (de 7.436 dólares) era el más alto de América Latina, casi cuadruplicaba el de Brasil y más que duplicaba el de México. Nuestro PBI por habitante era el doble que el de los países latinos pobres de Europa, como Italia y España, y superior al del país latino más rico, Francia, cuya producción por habitante era 6.142 dólares. Setenta años después, en 2015, Argentina ocupaba el 56º lugar en el ranking mundial de riqueza, su PBI por habitante (US$19.502) ya no era el mayor de América Latina (en Chile era de US$21.589), y tanto México como Brasil casi la habían casi alcanzado.

¿Ausencia total de leyes sociales? Sin que ningún peronista me haya refutado con datos, he demostrado en varios libros que ninguna de las principales leyes sociales de la Argentina fueron sancionadas originalmente durante un gobierno democrático peronista, que sus mejoras fueron ampliaciones de derechos existentes, casi todas aplicadas por la dictadura en 1945. Y que, además, fueron menores a las alcanzadas en esa misma época por países latinoamericanos y europeos.

También esto es kirchnerismo: un día, cuando conviene, Yrigoyen es un monstruoso represor. Al otro, parte de la línea histórica San Martín, Yrigoyen, Perón.

Decir, como dicen Discépolo y el peronismo entero, que el propósito de los anteriores gobiernos radicales era “gobernar creando miseria” fue kirchnerismo antes del kirchnerismo. En ese discurso, además, Discépolo les contestaba a Balbín y Frondizi. De manera que su referencia a La Patagonia Rebelde y la Semana Trágica (“las clases pobres a las que masacraste, desde Santa Cruz hasta lo de Vasena”) implicaba directamente a Hipólito Yrigoyen. También esto es kirchnerismo: un día, cuando conviene, Yrigoyen es un monstruoso represor. Al otro, parte de la línea histórica San Martín, Yrigoyen, Perón. Este procedimiento peronista-discepoliano recuerda claramente el aplicado por el kirchnerismo con Alfonsín, a quien un día no se le reconocía ni el Juicio a las Juntas (“Vengo a pedir perdón de parte del Estado nacional por la vergüenza de haber callado durante 20 años de democracia tantas atrocidades”, sostuvo Néstor Kirchner en 2003 frente a la ESMA) y al otro se lo homenajeaba como “padre de la democracia”, según el capricho y la necesidad electoral K. 

En cuanto a los crímenes de la Semana Trágica, la cosa adquiere ribetes delirantes. Fue Perón, y no Balbín ni Frondizi, quien formaba parte de aquel ejército represor, como encargado del Arsenal de Guerra Esteban de Luca, que proveía de armamento y municiones a los que disparaban contra los obreros de Talleres Vasena. Acaso haya sido también parte de los pelotones fusiladores, al menos, según el testimonio de algunos críticos, como el mayor Vicente Aloé. La “gloriosa institución que nos llenó de vergüenza” señalada por Discépolo es, además, la Liga Patriótica, un grupo fascista dedicado a perseguir judíos y dirigentes obreros de relevante actuación en la Semana Trágica. Según refiere Tomás Eloy Martínez, Perón habló de la Liga Patriótica en estos términos: “Mi antiguo profesor Manuel Carlés, apoyado por el vicealmirante Domecq García, fundó la Liga Patriótica Argentina, en la que se inscribieron muchos jóvenes católicos y nacionalistas. Disponían de una tropa de choque cuya misión principal era poner en vereda a los agitadores extranjeros. A veces usaban métodos violentos, pero eran bienintencionados” . Violentos pero bienintencionados, dice Perón. Luisito D’Elía está feliz.

En cuanto al “candidato a presidente que mataba peones en su ingenio porque le pisaban un poco fuerte las piedritas del camino a la hora de la siesta”, la referencia es, indudablemente, a Robustiano Patrón Costas, un empresario conservador que había llegado a la gobernación de Salta, la presidencia del Senado y la precandidatura a presidente de la Nación en las elecciones de 1943. Es sabido que Perón frustró su acceso a la presidencia con el golpe de Estado del que sería vicepresidente, ministro de Guerra y secretario de Trabajo y Previsión. Cristina Kirchner reivindicaría aquel golpe (que no fue golpe, como todos los golpes de los que participó el peronismo), mencionando ante la Asamblea Legislativa de 2011 “el ADN militar peronista” gestado en aquella epopeya en la cual el Ejército Argentino “terminó con el fraude patriótico” por el método peronista de empeorar las cosas: es decir, a través de un golpe militar. 

Discépolo debería, además, haberse informado mejor. Para la época de su acusación, a Patrón Costas hacía tiempo que la Historia lo había reconciliado con Perón.

Discépolo debería, además, haberse informado mejor. Para la época de su acusación, a Patrón Costas hacía tiempo que la Historia lo había reconciliado con Perón. En 1947, cientos de familias pilagá, que regresaban de su trabajo en el ingenio El Tabacal, de Patrón Costas, se reunieron en el paraje Rincón La Bomba (Formosa), a pasos del Escuadrón 18 de Gendarmería Nacional. Los pilagá decían que habían sido estafados por Patrón Costas, quien les habría pagado la mitad de lo prometido. El gobierno de Perón les envió víveres, pero los pilagá sufrieron intoxicaciones y decenas de ellos murieron. Después, dada su “actitud de franco alzamiento (…) irreductible e intransigente”, según el informe de Gendarmería Nacional, se intentó desalojarlos. Finalmente, Gendarmería Nacional abrió fuego con ametralladoras de pie y terminó exterminando a los sobrevivientes para eliminar testigos. Así murieron al menos 500 miembros de los famosos “pueblos originarios”. Durante el primer gobierno de Perón. Pero gracias al sesgo peronista no hubo películas que denunciaran la masacre ni los compañeros mencionan hoy a Perón como continuador de Roca. Es más: casi nadie recuerda el hecho. El sesgo peronista de la información argentina en todo su esplendor. 

Finalmente, la frase sobre “el dolor de un pueblo que una vez tuvo que inventar un pan radical de harina negra para no morirse de hambre” se volvería rápidamente en contra de Discépolo. Recuperada la producción agropecuaria mundial después de la Guerra, vueltos los precios a la normalidad y vaciadas en tres años reservas del Banco Central, se terminaron los días más felices, que existieron pero duraron solamente tres años, entre 1946 y 1949. El peronismo se enfrentó entonces a los problemas de toda economía populista: inflación, recesión y “restricción externa”; es decir: falta de dólares en la economía de un país que –por primera vez– exportaba menos de lo que importaba. Así que hubo que ahorrar toda la harina blanca que fuese posible para conseguir los dólares necesarios. En 1952, por idea del Cafiero primigenio, se hizo pan de harina de mijo negra para proveer la mesa de los argentinos. Muy pronto se aplicaría la misma receta en otro mercado y el país de las vacas tendría su primera veda cárnica. El cepo avant la lettre, aplicado a la alimentación. 


Cambalache meritocrático

Discépolo moriría poco después de esta filípica, a los 50 años, de un infarto que la leyenda peronista adjudicó al maltrato sufrido por parte de cipayos y contreras, argumento recientemente repetido por el kirchnerismo con Héctor Timerman y Hugo Chávez. Cierto es que el repudio en sus años finales había sido fuerte. La clase media, a la que pertenecía y a la que había ridiculizado con su Mordisquito por estar preocupada por “la falta de té de Ceylan”, dejó de concurrir a sus obras de teatro. Su talento de compositor parecía haber quedado atrás. Sus antiguos amigos, perseguidos por el régimen, se cruzaban de vereda para no saludarlo. La grieta: otra contribución original del peronismo continuada hoy por el kirchnerismo a la división del país.

Sin embargo, en una carambola llamativa, quedaría como su obra maestra un tango, “Cambalache”, que leído en los términos de hoy no puede sino comprenderse en términos de reivindicación de esa meritocracia y esa cultura del esfuerzo de las que el peronismo abomina hoy. En él, un Discépolo indignado se lamenta: “Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador. ¡Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor! No hay aplazaos ni escalafón, los inmorales nos han igualado. Si uno vive en la impostura y otro roba en su ambición, da lo mismo que sea cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón”. 

¿Qué diría de la política educativa kirchnerista el Discépolo de “no hay aplazaos ni escalafón… Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor”? ¿Qué opinaría de Hotesur y los cuadernos de Centeno el Discépolo de “los inmorales nos han igualado”, el de “¡cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón!”? ¿Qué le parecerían los piquetes al que se lamentaba de que “el que no llora, no mama”? ¿Qué opinaría del zaffaronismo el que se flagelaba porque en Argentina “el que no afana es un gil”? ¿Qué pensaría de la CTEP de Grabois, el Movimiento Evita y el Vatayon Militante aquel Discépolo de “es lo mismo el que labura noche y día como un buey que el que vive de los otros, que el que mata o el que cura, o está fuera de la ley”?

Una vara ética altísima para la sociedad a la que se pertenece y otra bajísima para el Líder, Evita la milagrosa y su corte de santos y apóstoles.

Discépolo: el dedo levantado, la admonición condenatoria y la pretendida superioridad moral. Una vara ética altísima para la sociedad a la que se pertenece y otra bajísima para el Líder, Evita la milagrosa y su corte de santos y apóstoles. Todo en la personalidad y la obra de Discépolo nos recuerda el tipo del fanático religioso que desprecia por sus imperfecciones al ser humano y que, en su búsqueda de absolutos, no encuentra una vía hacia la mejora de la sociedad abierta sino más bien propone su reemplazo por un sistema totalitario en el que el Estado desempeñe la función moral. La tentación del bien, como la describió una de sus víctimas y de sus mejores críticos, Tzvetan Todorov, cuya sabiduría provenía de las persecuciones del estalinismo. En Discépolo, el momento de su obra mejor coincide además con el periodo de la desesperación cultural de entreguerras, caracterizado por un pesimismo cósmico acerca del ser humano y un escepticismo radical sobre el progreso, y en particular, sobre los dos grandes sistemas modernos: el político-democrático y el económico-capitalista. Con toda su genialidad, en “Cambalache” se adivinan ya varias de las claves del pensamiento antimodernista que unificarían por décadas a la Iglesia católica y el peronismo: los personajes positivos son miembros de la curia o militares mientras que los negativos son siempre civiles. Al cura se le contrapone un colchonero; al santo (Don Bosco), un estafador (Stavisky) y una prostituta (la Mignon); a los héroes militares (Napoleón y San Martín), un mafioso (Don Chicho) y un boxeador (Carnera). Finalmente, las convicciones morales son destruidas por el progreso tecnológico, de manera que se ve llorar la Biblia junto a un calefón. 

Del pesimismo cultural al nihilismo moral y la condena de la partidocracia y el parlamentarismo, la descalificación del dinero como estiércol del Diablo y la reivindicación acrítica de sistemas totalitarios como el fascismo y el comunismo había sólo un paso, que los intelectuales europeos de entreguerras dieron en masa. Discépolo, su versión argentinísima, también lo dio, apenas el régimen peronista le ofreció reconocimiento y un lugar bajo el sol. Sólo que aquí, la inexistencia de conflictos sociales, raciales y bélicos de las colosales dimensiones europeas, la resistencia de la oposición y la sociedad civil, y el carácter farsesco del peronismo respecto del fascismo y del kirchnerismo respecto del estalinismo, generaron un sistema mucho menos destructivo pero más estable y perdurable: el cambalache K, un cambalache peronista cuyos estertores kirchneristas se prolongan hasta hoy.

domingo, 16 de enero de 2022

Escocia: Broches, duns y fuertes celtas

Broches, duns y fuertes en la Escocia celta temprana

por Angus Konstam || Broch, Crannog and Hillfort







Introducción

Cuando los romanos llegaron a Escocia en el año 80 d.C., sabían poco o nada sobre las tribus celtas que vivían en la región. Frente a la invasión, los miembros de las tribus de las tierras bajas se sometieron a la ocupación romana o se retiraron a lo que pensaban que era la seguridad de sus fuertes en la cima de las colinas. Esto resultó ser un error costoso, ya que los dos fuertes más grandes de la zona cayeron ante el poder del ejército romano y su artillería de asedio. Las tribus que resistieron (conocidas por los romanos como Selgovae y Novantae) se pusieron de rodillas a finales de año, y el gobernador romano Agricola consolidó su frontera norte a lo largo de la línea de los ríos Forth y Clyde. El área estaba completamente pacificada a principios del 82 d. C. Hasta aquí la protección defensiva de los castros de las tierras bajas. Más al norte, un nuevo desafío aguardaba a Agricola, ya que planeaba conducir sus ejércitos al este y noreste de Escocia, más allá del Firth of Forth. Estos miembros de la tribu celta habían utilizado sus bases fortificadas en lo que ahora es Stirlingshire para acosar a los romanos, y Agricola ya estaba harta. En el 83 d. C. lanzó sus legiones en una expedición de conquista, arrinconando a los miembros de las tribus "caledonianas" locales en la batalla de Mons Graupius (84) e infligiendo una derrota decisiva a sus oponentes. Durante el avance, sus flancos fueron asegurados por una serie de fuertes auxiliares romanos diseñados para evitar el movimiento de Caledonia fuera de las Tierras Altas. Su flota navegó hacia el norte hasta las Orcadas, forzando la sumisión de las comunidades costeras que encontraron.

Aunque la marea romana retrocedió debido a compromisos en otros lugares, la amenaza de ataques punitivos contra las tribus caledonianas continuó, lo que obligó a los celtas locales a mantener fuertes posiciones defensivas y garantizar su casi constante preparación para la guerra.

La línea defensiva romana a lo largo de la línea Forth-Clyde se abandonó alrededor del año 100 d. C. y se restableció la frontera entre el río Tyne y el estuario de Solway, una posición que se defendió durante el reinado del emperador Adriano (117-138 d. C.) . Los romanos regresaron al norte durante un tiempo durante el reinado del emperador Antonio Pío (138-161 d. C.), y el Muro Antonino se construyó a lo largo de la antigua línea Forth-Clyde, antes de que también fuera abandonado después de la muerte del emperador. Desde ese punto, el Muro de Adriano marcó la frontera más septentrional del imperio romano. Aunque las tribus inmediatamente al norte del muro eran relativamente pacíficas, las más al norte eran más hostiles. A principios del siglo III d. C., el emperador Septimus Severus (193-211 d. C.) dirigió expediciones punitivas contra los caledonios, al igual que el emperador Constancio I Cloro (305-306 d. C.) un siglo después. Fue durante esta última expedición cuando oímos por primera vez que se hacía referencia a los caledonios como los "pictos", o gente pintada. Los historiadores generalmente toman esta fecha como la marca que divide la era de los pictos de la de sus antepasados ​​de Caledonia, y proporciona un punto final conveniente para nuestro estudio.

En la Escocia celta temprana, había tres tipos principales de fortificaciones en uso durante este período: los brochs, los duns y los hillforts.

Torres en el norte: los brochs

El Broch of Gurness se encuentra en la orilla de una bahía y un sonido increíblemente hermosos en Orkney. Fue construido en algún momento entre 500 y 200 a. C., y el broche en sí formaba parte de un sitio defensivo que incluía una aldea y una serie de murallas y acequias circundantes. Los broches de la Edad de Hierro de Escocia fueron una solución prácticamente única para los requisitos defensivos de sus constructores. Espectaculares incluso en ruinas, estas estructuras a menudo combinaban las funciones de un refugio defensivo con las de un punto focal comunitario. Protegieron a la población local de pequeños bandidos, asaltos de partidas de guerra y, en ocasiones, de invasiones a gran escala. Como tales, a menudo formaban el núcleo de pequeñas comunidades o se ubicaban cerca de los asentamientos existentes. Esto significa que cualquier estudio real de ellos como fortificaciones debe combinarse con una mirada a las comunidades a las que sirvieron y a las personas que las construyeron. Desde allí podemos observar las fortificaciones que les sucedieron y que proporcionaron puntos fuertes defensivos para los pictos, que heredaron la tierra de los broches de la Edad del Hierro.

Un broch era una imponente fortificación circular construida con muros de piedra seca. Esto significó que no se utilizó mortero, pero las piedras de forma irregular se eligieron para que encajaran aproximadamente entre sí. Eran estructuras altas, sombrías y sin ventanas, que contenían un pasaje dentro de las paredes que finalmente conducía a una muralla superior. La única entrada era una puerta pequeña y fácilmente defendible a nivel del suelo. Dos muros estaban separados por pasillos, escaleras y galerías, que eventualmente conducían a través de los muros al parapeto superior circular, donde los defensores podían lanzar misiles sobre las cabezas de sus atacantes. Si bien el Broch of Gurness se considera un ejemplo temprano del género, el Broch of Mousa en Shetland es probablemente el más intacto ejemplo de una estructura de broch posterior (y más clásica). Los precursores de los primeros brochs fueron probablemente las fuertes casas circulares cuyas ruinas se encuentran en la misma zona geográfica que los brochs.



Casi todos los brochs se encuentran en el norte y el oeste de Escocia en Caithness, Orkney, Shetland y Skye, mientras que algunos otros se construyeron más al sur. La mayoría de ellos se concentran en Orkney, Shetland y Caithness. La evidencia de datación sugiere que la mayoría se construyó entre principios del siglo I a.C. y finales del siglo I d.C., aunque esto ha sido cuestionado debido al material de datación equívoco descubierto hasta ahora. Más evidencia sugiere que los "proto-broches" o precursores de la estructura clásica de los broches podrían haberse construido ya en el siglo VI a.C., aunque sabemos que algunos permanecieron en uso hasta al menos principios del siglo III d.C., si no más tarde. Aunque sabemos mucho sobre las estructuras en sí mismas y podemos analizar sus cualidades defensivas, sabemos muy poco sobre quién las construyó exactamente y por qué. Obviamente, se han propuesto numerosas teorías, y solo recientemente los arqueólogos alcanzaron un consenso general sobre lo que pudo haber sucedido.

Claramente, fueron diseñados para la defensa. Solo el Broch of Mousa tiene una altura de unos 13 metros (40 pies) y habría sido una prueba contra todos los asaltos, excepto el más decidido, a menos que el atacante tuviera artillería de asedio de estilo romano. La entrada baja y estrecha dificultaba derribar la puerta, y las paredes de Mousa eran demasiado altas para las escaleras. El interior hueco probablemente estaba techado y era lo suficientemente grande como para albergar ganado, provisiones y personas hasta que pasara la amenaza. Sabemos poco sobre quiénes podrían ser los atacantes amenazantes, pero es posible que grupos de asalto celtas, romanos o alemanes hayan llegado a estas áreas en busca de esclavos. Aunque no son inexpugnables, los broches más pequeños habrían garantizado que un ataque contra ellos hubiera sido costoso y, por lo tanto, actuaron como una forma de disuasión contra cualquier agresor potencial.

Hasta hace relativamente poco tiempo, los broch se denominaban a veces "torres pictas", o incluso se asociaban con los escandinavos (vikingos). Si bien estos vínculos han sido refutados, los términos indican una falta general de comprensión de los brochs y los constructores de broch. Sabemos algo sobre los pueblos de la prehistoria tardía que vivieron en lo que hoy es Escocia por su legado arqueológico. No eran escoceses, ya que esa entidad política fue posterior a los constructores de folletos en un milenio, pero no tenemos un nombre alternativo para identificarlos, ya que no sobreviven registros escritos de esta cultura y período. El término "celta" se ha utilizado ampliamente para describir a todas las personas de la edad del hierro de este período que habitaban la mayor parte de Europa, incluida Escocia, pero algunos arqueólogos se resisten a utilizar una denominación tan ampliamente aplicada. En cuanto al término "picto", su tiempo llegó más tarde, y los pictos generalmente se han identificado con los habitantes del noreste y centro-este de Escocia desde principios del siglo IV, cuando el nombre apareció por primera vez en los registros escritos romanos. Los constructores de broches habían desaparecido para entonces, y aunque los pictos bien pueden haber sido los descendientes de estos constructores de broches, la información arqueológica no puede demostrar un claro descenso de un grupo a otro. Se han propuesto varias teorías, incluidas algunas en las que los pictos llegaron a Escocia desde el extranjero, y de manera similar, que la gente de los broch era de alguna manera diferente de la gente precelta que habitaba el resto de Escocia.

Probablemente sea cierto que la gente precelta de Escocia se mezcló con oleadas posteriores de migrantes celtas, pero no existe una tradición celta directa de construcción de broches. Se ha sugerido que mientras el resto de Escocia fue invadido por los celtas, los constructores de broches mantuvieron su independencia y fortificaron sus asentamientos. Quienquiera que las construyera, su aparición coincidió con la llegada de los celtas, y su desuso se inició tras la llegada de los romanos a Escocia. Algunos arqueólogos han dado a los constructores de broches la denominación torpe de proto-pictos, pero esto no les hace ningún favor a los primeros. Los constructores de broches mostraban ciertas cualidades que estaban ausentes en otras partes de la tierra natal de los pictos (que incluían Orkney y Shetland), por lo que, aunque hay muchas teorías, hay pocas respuestas al misterio de quiénes eran estas enigmáticas personas. Es posible que en la época de los pictos, la población local se hubiera vuelto tan celta como el resto de Escocia. Ciertamente, sabemos que la mayoría de los broches fueron abandonados en algún momento durante el siglo III d.C., lo que se acerca lo suficiente a la aparición de los pictos como un pueblo distintivo para sugerir algún vínculo entre las dos fechas.

Blockhouses en el oeste: los duns

El término "dun" se utiliza para identificar un tipo particular de fuerte pequeño que se construyó extensamente en todo el suroeste y oeste de Escocia, con la mayor concentración en Argyll. Estas estructuras de piedra seca circular u ovalada fueron similar a los broches, pero mucho más pequeños. Si bien algunos se construyeron en terreno plano, la mayoría se construyeron en afloramientos rocosos o posiciones defensivas naturales para mejorar sus propiedades defensivas. Sus muros se construían generalmente con dos gruesos muros de piedra seca, con un núcleo sólido de escombros que se usaba como relleno entre ellos. Algunos usaban madera para unir las estructuras (como fue el caso de los primeros castros), pero la mayoría tenía una cara exterior lisa, desprovista de refuerzos de madera. En algunos ejemplos, el muro se reforzó en la base para permitir la construcción de estructuras más altas o más pesadas. Al igual que los broches, la entrada era pequeña y estaba protegida por cámaras para desalentar los intentos de golpe. Un ejemplo particularmente impresionante (el Dun de Leccamore, en Luig) incluso cuenta con una escalera interna, y otras características de diseño sugieren alguna forma de correlación entre los constructores de broches y las propiedades defensivas de estas estructuras pardas más pequeñas.

Si bien algunos duns antiguos con cordones de madera datan del siglo VI o V a.C., la mayoría parece haber sido construida durante el período posterior a la llegada de los romanos a Escocia, durante los siglos II y III d.C. Algunos muestran evidencia de ocupación, abandono y reocupación, lo que sugiere que se utilizaron cuando la situación lo ameritaba, y en tiempos más pacíficos pueden haber sido abandonados por asentamientos cercanos más espaciosos y convenientes. También muestran signos de una ocupación mucho más prolongada que los brochs del norte o los castros de las colinas al sur y al este. Dun Cuier en Barra estuvo ocupado hasta alrededor del año 500 d.C., mientras que Kildalloig en Argyll parece haber permanecido en uso hasta el siglo VIII. A diferencia de los brochs o hillforts, la mayoría de los duns parecen haber sido poco más que granjas o granjas fortificadas, pero siguieron siendo una característica del paisaje escocés durante más de mil años y sobrevivieron a otras dos formas de fortificación celta temprana.


Fortalezas en el sur: los castros

Nadie sabe cómo ni exactamente cuándo llegaron los celtas a Escocia. Hacia el final de la Edad del Bronce (alrededor del 700 a. C.), estos recién llegados comenzaron a llegar, trayendo consigo la nueva tecnología de la Edad del Hierro. Estos celtas también introdujeron una nueva característica en el paisaje escocés. Durante los siguientes ocho siglos, los castros de las colinas aparecerían en varios tamaños, desde pequeñas granjas fortificadas hasta municipios fortificados en la cima de las colinas a gran escala. Proporcionaron refugio a las comunidades celtas locales que se enfrentaron a ataques y redadas de sus vecinos. Si bien estaban bien diseñados para proteger a las tribus celtas de los de su propia especie, demostraron ser menos efectivos contra los romanos.

Aunque el anillo defensivo de principios de la Edad del Bronce en Meldon Bridge en Lothian es probablemente el sitio fortificado más antiguo de Escocia, las primeras fortificaciones en la cima de una colina aparecieron alrededor del 600 a. C. o un poco antes. Estos tomaron la forma de círculos fortificados entrelazados con madera. En algunos casos, las murallas sufrieron daños por el fuego durante su período de uso, lo que permitió la datación por carbono de los sitios. Si bien el rango de datación es amplio, la mayoría parece haberse construido o expandido activamente durante el siglo VI a. C. o más tarde. Estas estructuras de madera se siguieron construyendo en Escocia hasta la llegada de los romanos a finales del siglo I d.C., aunque el estilo de las fortificaciones se volvió más elaborado con el tiempo. El entrelazado de madera era una técnica utilizada para estabilizar tanto las murallas de tierra, las paredes de piedra o el relleno de escombros colocando vigas de madera horizontales a lo largo de la estructura, uniéndola. En otras palabras, la madera proporcionó un marco macizo que se llenó de piedras y escombros, y luego se recuperó con piedra sólida. Luego se construyó una pasarela de madera y una empalizada sobre este perímetro defensivo. Puertas de madera gruesas protegían las entradas a estos recintos en la cima de la colina.

Los ejemplos sobrevivientes, como el muro de piedra y tierra de la fortificación de Abernethy en Perthshire (ocupada durante el siglo I a.C.) muestran las ranuras sobrevivientes en los muros donde se colocaron estas vigas y se habían podrido. En los casos en que los fuertes fueron destruidos por el fuego (probablemente durante un asalto), el daño causado por la madera en llamas ha dejado su marca en la mampostería sobreviviente, que a veces se ha fusionado. En raras ocasiones, los restos de cordones de madera sobreviven, como en Kaimes Hill en Midlothian. Se construyeron fuertes entretejidos de madera en todo el centro y este de Escocia y alrededor de Moray Firth al norte, y esta distribución coincide con la de los primeros hallazgos celtas, como las cabezas de hacha que datan del siglo VII a. C. y posteriores. Esto prueba que los primeros pueblos celtas que ocuparon el centro y este de Escocia dependían de este tipo de fortificaciones para su protección.

La naturaleza de estos castros cambió con el tiempo. En algunos casos, las estructuras originales de madera fueron reemplazadas o reconstruidas en períodos posteriores. En Kaimes Hill, una serie de murallas revestidas de piedra reemplazaron estas defensas anteriores, y se cavaron una serie de zanjas alrededor del perímetro para fortalecer la posición. Un refinamiento adicional fue el engaste de un anillo de piedra puntiagudas alrededor del exterior de la pared, creando un obstáculo perturbador que obstaculizaría a los atacantes. El problema con los cordones de madera era que las maderas eran difíciles de reemplazar una vez que se pudrían, o podían ser destruidas por el fuego con relativa facilidad. La evidencia arqueológica sugiere que, si bien el cordón de madera continuó usándose en Escocia durante el período celta temprano, la debilidad del diseño fue evidente para los constructores. En consecuencia, cuando las tribus celtas locales de las tierras bajas de Escocia se enfrentaron a la perspectiva de una invasión romana a finales del siglo I d.C., muchos fuertes se reforzaron y mejoraron mediante la adición de muros de piedra y la excavación de zanjas fuera de los muros. Además de sus muros o murallas de tierra, la mayoría de estas posiciones defensivas estaban rematadas por empalizadas de madera.

Estos fuertes se construyeron casi exclusivamente en la cima de las colinas para mejorar sus capacidades defensivas y, en muchos casos, las murallas encerraban algún tipo de asentamiento interior. De unos 1.500 sitios fortificados en Escocia, la mayoría de estos fuertes estaban ubicados en las tierras bajas de Escocia, debajo de la línea Forth-Clyde. Esta cifra sorprendentemente alta incluye pequeñas granjas fortificadas y estructuras de piedra aisladas del mismo período celta temprano. Como algunos de estos se construyeron más de 700 años antes de la aparición de los romanos, no sorprende que muchos hayan sido abandonados durante siglos en el siglo I d.C., aunque algunos permanecieron en uso continuo a lo largo de su historia. A diferencia de los extensos castros de las colinas como el castillo de Maiden en Inglaterra, estas fortificaciones escocesas eran pequeñas y probablemente solo servían a pequeñas comunidades locales. Las dos excepciones fueron Traprain Law y Eildon Hill, las cuales eran posiciones defensivas sustanciales, y la última contenía más de 300 rotondas. Esto significaba que en tiempos de peligro, toda una tribu podía buscar refugio dentro de sus muros. Uno de los problemas con los castros de las colinas escocesas es la falta de información disponible sobre su historia. Rara vez sabemos cuánto tiempo estuvieron ocupados o cuándo, y qué función desempeñaron aparte de la defensiva. Parece que, al menos en ciertos períodos, los castros que encerraban asentamientos tendían a estar bajo ocupación continua cuando aparecieron los romanos.

Otra variante del fortín era el fuerte promontorio, que se encontraba en varios puntos a lo largo de la costa este de Escocia, como St. Abb's Head, Dunnotar y Urquhart (el último en realidad estaba en las orillas del lago Ness, no en el mar del Norte). . Todos menos el último probablemente se establecieron como sitios fortificados mucho antes del 300 d.C., pero los tres se convirtieron en fortificaciones importantes durante el período Picto, y los dos últimos fueron fortificaciones Pictas reales. Del mismo modo, el promontorio de Burghead en Moray Firth se desarrolló como una fortaleza picta. En los tres sitios, se utilizaron elementos de los diseños del antiguo fuerte en la cima de la colina, ya que el promontorio estaba aislado del continente por una serie de muros defensivos y zanjas. Una vez más, la fortificación de Burghead puede haber sido anterior al comienzo del período histórico de los pictos, pero la falta de evidencia de datación sólida hace que sea imposible decirlo con certeza. Ciertamente, el sistema de tres líneas de defensas de tierra y escombros y zanjas intermedias es similar al que se encuentra en los fuertes de las colinas desde el 300 a. C. en adelante, y sabemos que los pictos agregaron una ciudadela interior al punto fortificado en Burghead. El lugar también era un buen fondeadero, y se ha sugerido que Burghead se utilizó como base picta desde la cual se lanzaron incursiones marítimas por la costa hacia la Gran Bretaña romana. Ciertamente, parece haber un legado de métodos de construcción que unieron las fortificaciones pictas conocidas (Inverness, Dunadd, Dundurn, Dunottar, Dunkeld, Clunie, Scone, Inveralmond y Forteviot) con las fortalezas anteriores en la cima de una colina en la misma área (Tayside, Moray y Grampian ).


Resumen

En resumen, aunque el paisaje de la Edad de Hierro de Escocia está plagado de fortificaciones, estas se pueden dividir en tres grupos. Los broches de las islas del norte y del oeste son prácticamente únicos y su diseño muestra un alto nivel de apreciación arquitectónica y militar. Al suroeste, los duns eran contrapartes más pequeñas y era menos probable que estuvieran situados en lugares costeros. Estos permanecieron en uso hasta mucho después de la llegada de los escoceses de Irlanda, y sobrevivieron a casi todas las fortificaciones costeras que probablemente fueron utilizadas tanto por los celtas como por sus descendientes pictos en el este de Escocia. En cuanto a la erupción de castros en el sur de Escocia, la mayoría dejó de utilizarse tras la invasión romana de finales del siglo I d.C. A pesar de esto, sus métodos de construcción fueron adaptados para su uso por los pictos, así como por los pueblos escoceses que habitaban las tierras bajas del sur cuando los romanos se retiraron. Escocia es única en el sentido de que muchos de sus monumentos aún existen y se han salvado de siglos de desarrollo. Aunque la región produjo métodos de fortificación celta temprana que eran únicos, cualquier estudio de estos sitios defensivos nos ayuda a entender tanto a las personas que las construyeron como a sus descendientes pictos o escoceses.


Otras lecturas

Armit, Ian, Celtic Scotland, Historic Scotland Publication – Batsford Press, London, 1997
Breeze, David J., Roman Scotland, Historic Scotland Publication – Batsford Press, 1996
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sábado, 15 de enero de 2022

China Imperial: Batallas de la rebelión Taiping

Principales enfrentamientos militares de la rebelión Taiping

Weapons and Warfare





Tropas imperiales durante la rebelión de Taiping, China, el mosquetero herido es un rebelde de Taiping.

Uno de los principales objetivos de los Taiping era crear un reino cristiano en China. Claramente, esta fue una ideología que se originó en Occidente. Por lo tanto, al igual que los británicos, los Taiping tuvieron que enfrentarse primero y derrotar a la dinastía manchú. A diferencia de los británicos, el objetivo de los Taiping no era la revisión del tratado, sino de naturaleza política: tomar el control de China. El derrocamiento militar de los manchúes y el establecimiento de una nueva dinastía china Han que ocuparía su lugar pronto se convirtió en la ideología más importante que unía a los taipings.

Para llevar a cabo este objetivo, Hong Xiuquan y su primo Feng Yushan pronto se dieron cuenta de la necesidad de un ejército fuerte. En 1844, los dos hombres viajaron a la provincia de Guangxi para buscar una base adecuada para el futuro Ejército Taiping. A Feng también se le atribuye el mérito de haber ideado un sistema militar, supuestamente basado en la administración militar de la dinastía Qin, fundadora de China, en el que los ejércitos fijos de 13.155 hombres se subdividieron en divisiones, brigadas, compañías, pelotones y escuadrones. Además del mando militar, que tenía responsabilidades administrativas y de formación, había un "inspector del ejército" estratégico independiente que podía dar órdenes al comandante del ejército. Cuando se reunieron varios ejércitos, un comandante en jefe dio las órdenes e informó a sus superiores, quienes a su vez subieron por la cadena de mando hasta el Rey Celestial, Hong Xiuquan. La disciplina se aplicaba estrictamente mediante castigos corporales, humillación pública, palizas o pérdida de rango, y las tropas de Taiping estaban reguladas por un código estricto compuesto por sesenta y dos reglas, la mayoría de las cuales enfatizaba la lealtad al movimiento y sus líderes.

Incluso los enemigos de los Taiping, como el comandante imperial Zeng Guofan, llegaron a admirar la estructura militar y la determinación de los Taiping. Según Jen Yu-wen, el secreto del éxito militar de los Taiping fueron sus creencias religiosas comunes:

Todo el ejército mantuvo las prácticas religiosas de sus primeros días como adoradores de Dios, reuniéndose para adorar a Dios por la mañana y por la noche, rezando antes de las comidas, reuniéndose para escuchar sermones los domingos, arrodillándose en oración antes de ir a la batalla, etc. Este era el verdadero secreto de su fuerza, un secreto conocido por los imperialistas pero descartado como una especie de brujería.


La rebelión de Taiping devastó el paisaje del sur de China, provocando un derramamiento de sangre y hambruna generalizados.

Al principio, la misma debilidad de los Taipings también los obligó a ser innovadores, como permitir que las mujeres Hakka pelearan con los hombres. Hicieron un llamamiento a los patriotas chinos Han para que se unieran a ellos para derrocar a los manchúes, y el ejército de Taiping creció rápidamente a 50.000. En la batalla, los Taiping también hicieron uso de una amplia variedad de tecnología militar. Por ejemplo, cuando atacaron Guilin, los Taiping utilizaron equipos de asedio, escaleras y cohetes imponentes. Al sitiar Chuanzhou, hicieron un túnel debajo de la muralla de la ciudad y la volaron con pólvora.

Los Taiping emplearon diversas estrategias ofensivas. Por ejemplo, al tomar la pequeña ciudad de Yung'an Zhou el 25 de septiembre de 1851, la primera ciudad amurallada controlada por los Taiping, el comandante Taiping, Lo Dagang, ordenó a sus tropas que encendieran petardos y los arrojaran sobre la muralla de la ciudad como si fueran explosivos. En medio del pánico que siguió, los Taiping escalaron la muralla de la ciudad y ocuparon la ciudad prácticamente sin oposición. Dieciocho meses después, mientras avanzaban por el río Yangzi en Nanjing, los Taiping llenaron barcos vacíos con barro y rocas y los enviaron río abajo más allá de las guarniciones imperiales. Solo después de que las tropas imperiales agotaron sus municiones en los señuelos aparecieron las verdaderas naves Taiping. Al estilo tradicional chino, basado en El arte de la guerra de Sunzi, los Taiping también se cuidaron de utilizar el terreno a su favor. Una vez que se vieron obligados a evacuar, los Taiping tendieron una emboscada a las fuerzas imperiales a lo largo de estrechos caminos montañosos, donde sus armas y caballos superiores no les sirvieron de mucho.


El ejército de Xiang recaptura a Jinling, un suburbio de la capital de Taiping, el 19 de julio de 1864.

Aunque los Taiping no llevaron a cabo su objetivo estratégico original de moverse rápidamente contra Changsha, la capital de Hunan, se establecieron temporalmente en el sur de Hunan en la ciudad más pequeña de Daozhou, desde donde reorganizaron y fortalecieron su ejército para incluir alrededor de 70.000 soldados. Después de no poder tomar Changsha, marcharon hacia el sur y el oeste, y finalmente tomaron la ciudad de Hankou a fines de diciembre de 1852. Uniendo botes para formar un puente sobre el río Yangzi, los Taipings sitiaron Wuchang durante veinte días y finalmente la conquistaron el 12 de enero de 1853. Desde esta posición, los Taiping prácticamente controlaban la parte superior del río Yangzi y su comercio, cortando así


El interior de China de las regiones costeras.

Aunque consideraron dirigirse directamente a Beijing, los informes de una gran fuerza imperial que bloqueaba el camino persuadieron a los Taiping de girar hacia el este. Dado que Wuchang era una buena base estratégica desde la que atacar río abajo, los Taiping decidieron atacar y consolidar su control en Nanjing, el corazón del valle del río Yangzi. Esta decisión ha sido criticada por un historiador militar como "uno de los mayores errores estratégicos en la historia del movimiento", ya que los Taiping desperdiciaron su primera y mejor oportunidad de marchar sobre Beijing y derrocar a los manchúes. Es importante señalar que setenta años después, durante la Expedición al Norte de los nacionalistas (Guomindang o GMD) para derrocar a los señores de la guerra de Beijing, los líderes de GMD copiaron esta estrategia casi paso a paso, y también basaron su nueva capital en Nanjing. Algunas de las diferencias significativas entre los Taiping y los nacionalistas incluyeron la adopción por parte del GMD de una ideología nacionalista, en contraposición a la ideología religiosa, su voluntad de hacer y romper alianzas políticas con las potencias occidentales, especialmente la URSS, y, lo más importante, su más altamente modernizada. estructura militar.

El 8 de febrero de 1853, la fuerza estimada de 500.000 efectivos de los Taiping salió de Wuchang, cruzó el río Yangzi y quemó sus puentes flotantes tras ellos. Esta acción no fue meramente simbólica, sino que retrasó el avance del ejército imperial bajo el mando del comandante en jefe de la provincia de Hubei, Xiang Rong. Dividiéndose en dos grupos, una pequeña fuerza terrestre en la costa norte avanzó para despejar el río de obstáculos, mientras que la mayoría del Ejército Taiping flotaba río abajo en los 20.000 barcos que habían requisado y aprovisionado en Wuchang. Prácticamente sin oposición, los Taiping tomaron fácilmente Jiujiang, en la provincia occidental de Jiangxi, y Anqing, la capital de Anhui. Después de reabastecerse de los almacenes imperiales abandonados, los Taiping se trasladaron a Nanjing, la capital de la provincia de Jiangsu.

Cuando el Ejército Taiping llegó a Nanjing el 6 de marzo de 1853, su número había aumentado a tres cuartos de millón. Aunque mal defendida, la enorme muralla de la ciudad mantuvo a raya a los Taiping durante trece días, durante los cuales se cavaron túneles. El 19 de marzo, con explosivos preparados en tres túneles debajo del muro, cientos de efigies de papel Taiping que portaban antorchas aparecieron cabalgando por el extremo occidental de la ciudad. Hasta que fue demasiado tarde, las tropas de defensa no se dieron cuenta de que se trataba simplemente de otra artimaña de Taiping para atraer a tantos oponentes a la pared como fuera posible. Dos explosiones masivas pronto traspasaron las puertas de la ciudad, mientras que un tercer túnel explotó tarde, matando a muchos Taipings que avanzaban.


Detalle de La supresión de la rebelión de Taiping.


Aunque había suficientes defensores para detener el ataque de los Taiping, la casualidad de la muerte del comandante imperial, Lu Jianying, desmoralizó a sus tropas y huyeron presas del pánico. Después de tomar las murallas exteriores de la ciudad, los Taipings avanzaron hacia el interior de la Ciudad Imperial, también conocida como Ciudad Manchú, el 20 de marzo. Negándose a rendirse, los 40.000 estandartes manchúes y las tropas regulares dentro de la Ciudad Imperial lucharon desesperadamente, pero rápidamente cayeron ante las oleadas humanas que los Taipings pudieron enviar contra los muros del interior de la ciudad. Esta ofensiva terminó en masacre, con cerca de 30.000 muertos manchúes.

La batalla por Nanjing terminó rápidamente y resultó en una gran victoria de Taiping después de un asedio relativamente corto. Una posible razón de esta rápida victoria puede haber sido el uso de espías por parte de los Taiping, ya que unos 3.000 soldados Taiping entraron con éxito en Nanjing disfrazados de monjes budistas. Esta táctica siguió de cerca el consejo de Sunzi de usar espías y métodos poco ortodoxos: durante el asedio de la ciudad, estos partidarios de Taiping prendieron fuego y señalaron a las fuerzas externas dónde estaban los puntos débiles a lo largo de las murallas de la ciudad.

Poco después de que los Taiping tomaran Nanjing, las ciudades de Zhenjiang y Yangzhou cayeron sin oposición. Esto le dio a los Taiping el control del Gran Canal, "el gran medio de comunicación entre las provincias del sur y la capital, y la ruta por la cual todos los suministros de grano se transportaban al norte". Aunque los Taipings organizaron y enviaron rápidamente expediciones al norte y al oeste, la propia Nanjing pronto fue rodeada y asediada por tropas imperiales. Sin embargo, al incorporar defensivos elaborados y un sistema de comunicación militar basado en banderas y tambores, los Taipings sobrevivieron a tres asedios imperiales y mantuvieron Nanjing durante los siguientes once años.

viernes, 14 de enero de 2022

China Imperial: La rebelión Taiping

La rebelión Taiping

Weapons and Warfare


El ejército de Xiang recaptura a Jinling, un suburbio de la capital de Taiping, 19 de julio de 1864.


Soldados Taiping, hombres y mujeres, en las afueras de Shanghai

La “Rebelión” de Taiping (1851-1864), o “Revolución”, fue un levantamiento doméstico de base religiosa con matices étnicos (Han versus Manchú). Luchó principalmente con armas y tácticas tradicionales chinas, correspondió y se superpuso con la Guerra de las Flechas (1856-1860), o la Segunda Guerra del Opio, que fue la segunda guerra contra el comercio exterior de China. Los manchúes perdieron la Guerra de las Flechas, pero mientras tanto crearon los primeros ejércitos modernizados de China, el "Ejército Siempre Victorioso" y el Ejército Xiang, para derrotar a los Taiping.

Aunque los aspectos militares de los conflictos de Taiping y Arrow difieren enormemente, se tratarán juntos por varias razones. Primero, ambos conflictos deben sus orígenes a la primera Guerra del Opio. En segundo lugar, ambos involucraron el uso de fuerzas militares para oponerse a la dinastía Qing de los manchúes en Beijing. En tercer lugar, la dinastía manchú logró utilizar el comercio —en este caso, el comercio del opio— para convencer a las potencias extranjeras de que se opusieran a los taiping y, al hacerlo, mantuvo su dominio político sobre China.

Los orígenes de la rebelión Taiping se remontan a la victoria de Gran Bretaña sobre los manchúes en la Guerra del Opio, que reveló la debilidad interna de la dinastía Qing. La victoria británica dio a los chinos Han la esperanza de que los manchúes finalmente habían perdido el "Mandato del Cielo" y que una nueva dinastía Han pronto podría ocupar su lugar. El efecto de la Guerra del Opio en el líder chino Han de los Taipings, Hong Xiuquan, fue especialmente profundo: mientras que Hong parece haberse culpado a sí mismo por reprobar los Exámenes Imperiales tres veces durante las décadas de 1820 y 1830, después de fallar por cuarta vez, en En 1843, airadamente juró derrocar al gobierno manchú. La posterior conversión de Hong al cristianismo y la adopción por parte de los Taiping de una mezcla única de cristianismo y confucianismo también sugiere el importante impacto de la Guerra del Opio en la percepción del pueblo chino Han de la occidentalización, en este caso el cristianismo como símbolo de la cultura europea, como un medio. de obtener su libertad política y cultural de los manchúes.

La Guerra de las Flechas también debe sus orígenes a la Guerra del Opio. A diferencia del conflicto de Taiping, el problema subyacente en la Guerra Arrow fue la defensa del comercio exterior en China asegurando la seguridad de los barcos extranjeros de los piratas de Taiping. Garantizar el libre comercio requería la revisión del tratado, lo que llevó a Gran Bretaña y Francia a lanzar una campaña militar, cuyo principal objetivo era obtener mayores privilegios comerciales de los manchúes. En una marcada desviación de la Guerra del Opio, la dinastía manchú demostró estar dispuesta por primera vez a adoptar métodos militares occidentales. Durante la Guerra de las Flechas, el principal enfrentamiento militar, y uno de los pocos en los que los chinos obtuvieron la victoria, se llamó "Dagu Repulse". Sin embargo, a la larga, las fuerzas extranjeras superaron y derrotaron al ejército manchú, e incluso saquearon e incendiaron el Palacio de Verano durante el otoño de 1860.

Enfrentados a enemigos nacionales e internacionales, los manchúes adoptaron una política de poner a las naciones occidentales contra los taipings haciendo importantes concesiones comerciales, incluida la legalización del opio en 1858. Esto contrastaba notablemente con los líderes chinos han de los taipings, quienes, por motivos religiosos razones, se opuso rotundamente a la importación y venta de opio. Por lo tanto, a cambio de concesiones comerciales, las potencias extranjeras se pusieron del lado de los manchúes y utilizaron su poderío militar superior para oponerse a los taiping.

Al enfrentar a los dos bandos entre sí, los manchúes pudieron derrotar a los taipings mientras otorgaban a las naciones occidentales solo ventajas comerciales nominalmente mayores que las que habían tenido antes. Desde un punto de vista puramente militar, la dinastía manchú en China era demasiado débil para oponerse efectivamente a cualquier alianza entre los taipings y las naciones occidentales; pero al explotar el comercio del opio como su punto clave de negociación, Beijing no solo mantuvo separados a los dos grupos, sino que finalmente los enfrentó entre sí. Esta política finalmente condujo a la derrota total de los Taiping y a la formación de un nuevo modus vivendi basado en el libre comercio con las naciones occidentales. El sistema de comercio que se puso en vigor después de la Guerra de las Flechas continuaría sin ser cuestionado durante el próximo medio siglo. La victoria diplomática de China también dio nueva vida a una dinastía imperial que parecía estar al borde del colapso.

Número de muertos

Sin un censo confiable en ese momento, las estimaciones se basan necesariamente en proyecciones, pero las fuentes más citadas sitúan el número total de muertes durante los 15 años de rebelión en alrededor de 20 a 30 millones de civiles y soldados. La mayoría de las muertes se atribuyeron a la peste y la hambruna. En la Tercera Batalla de Nanking en 1864, más de 100.000 murieron en tres días.
La rebelión ocurrió aproximadamente al mismo tiempo que la Guerra Civil estadounidense. Aunque es casi seguro que la mayor guerra civil o en el siglo XIX (en términos de número de personas en armas), es discutible si la Rebelión de Taiping involucró a más soldados que las Guerras Napoleónicas a principios de siglo.