El día en que los generales abandonaron a Perón y le quitaron el uniforme militar
Entre el 16 y el 20 de septiembre de 1955 Perón fue derrocado. por un golpe de Estado. Los últimos momentos de su gobierno, la tragicómica anécdota de su partida al exilio y la decisión que lo dejó sin sus jinetas y su rango de Teniente GeneralEl miércoles 13 de septiembre de 1955, a las 17, Eduardo Lonardi, un desconocido ciudadano, herido por un cáncer que no podía detener (y del que no hablaba), con 14 pesos en su bolsillo y portando un maletín que contenía su viejo uniforme de general de la Nación, se subía al ómnibus que lo trasladaría a la provincia de Córdoba. Poco antes había conversado con el coronel Eduardo Señorans—figura central en la conspiración-- y éste le había sugerido postergar unos días el movimiento “para poder coordinar las pocas unidades que podían sumarse en el litoral”. Lonardi respondió que no era posible y que ya habían sido dadas las órdenes para el 16. En la estación de Once recibió las últimas novedades que le ofreció el mayor Juan Francisco Guevara. Todo estaba enmarcado en la incerteza: Solo contaba con la determinación de la Marina y un grupo de oficiales que lo esperaban en Córdoba.
Su yerno José Alberto Deheza (en 1976, Ministro de Defensa de Isabel Perón) le ofreció dinero y Lonardi agradeció diciendo: “catorce pesos me alcanzan para llegar a Córdoba. Allí, si la revolución fracasa no necesitaré dinero, y si triunfa no lo precisaré para mi regreso.” Cuando se anunció la partida y el pasaje subía al transporte, Guevara le sugirió un santo y seña para poder sortear los retenes revolucionarios. La consiga era “Dios es justo”.
El jueves 14, Lonardi --con parte de su familia—llegó a Córdoba. Inmediatamente se dirigió a lo de Calixto de la Torre para encontrarse con Ossorio Arana. Su esposa fue a lo de su hermano Clemente Villada Achával, quien después del triunfo se convertiría en un asesor político privilegiado del presidente de facto. Con el paso de las horas, dentro de la mayor discreción, el futuro jefe de la revolución mantendría otras reuniones con oficiales de varias guarniciones y recibiría informes. Para todos tenía la misma instrucción: “Hay que proceder, para asegurar el éxito inicial, con la máxima brutalidad.”
El sábado 16, con sus recién cumplidos 59 años, a la una de la madrugada en punto, Lonardi, el coronel Arturo Ossorio Arana, otros oficiales y algunos civiles detuvieron al director de la Escuela de Artillería, coronel Juan Bautista Turconi. A las 03 de la madrugada el disparo de una bengala roja marcó el inicio del combate contra la Escuela de Infantería, cuyo director era el coronel Guillermo Brizuela. Había comenzado el levantamiento castrense contra Perón. A partir de ese momento las fichas del tablero comenzaron a ser movidas. El mediodía del mismo 16, aparecía en escena la poderosa Flota de Mar, sublevada en Puerto Madryn, la Escuela Naval y la Flota de Ríos, en la que constituiría el almirante Isaac Francisco Rojas la comandancia de la Marina de Guerra en Operaciones. El sábado 17, comenzó el levantamiento del II Ejército en San Luís y al mismo tiempo se unían a Lonardi aviadores de la Fuerza Aérea con sus máquinas Avro Lincoln.
El 17, a las 10 de la mañana, tras severos combates se concretó una larga conferencia de Lonardi con el coronel Brizuela. La Escuela de Infantería cesaba la lucha. Durante el encuentro, el jefe de la revolución le aseguró al militar leal al gobierno que “esta revolución será distinta de cuantas hubo, y tal vez la última que tendrá nuestra Patria, porque quienes asumen esta enorme responsabilidad, son sólo hombres idealistas, carentes de toda ambición. Se buscará la unión de todos los argentinos, y sólo se juzgará a los delincuentes, para lo cual la consigna de la revolución es: “Ni vencedores ni vencidos.” La realidad demostraría que no sería así por muchos, muchos años.
Mientras avanzaban sobre la provincia unidades leales a Perón, la capital cordobesa se convertía en un campo de batalla. Calle por calle, en las que los comandos civiles cumplieron arrojadas acciones. Salían al aire las radios LV-2 “La Voz de la Libertad” en Córdoba y la de “Base Naval de Puerto Belgrano” e iniciaban la batalla del éter cuando comenzaba a desflecarse el gobierno de Perón. El domingo 18, Isaac Rojas trasladó su comando al crucero “17 de Octubre” (luego rebautizado ARA General Belgrano) y ya había ordenado “el bloqueo de todos los puertos argentinos”, según el comunicado de la Marina de Guerra.
El lunes 19, cerca de las 6 de la mañana, en compañía del gobernador bonaerense Carlos Aloé, Juan Domingo Perón visitó el Ministerio de Ejército. Tras escuchar los optimistas cuadros de situación de parte del Ministro general Franklin Lucero y otros oficiales, pidió hablar a solas en presencia de Aloé. Se lo veía abatido, taciturno. En esos momentos de diálogo le comunicó a su fiel general que si era necesario para la paz de la República estaría dispuesto a presentar su renuncia. En esos momentos la Armada bombardeaba la destilería de Mar del Plata y luego intimó al gobierno a rendirse bajo la amenaza de bombardear la destilería de La Plata y objetivos militares de la Capital Federal.
Un par de horas más tarde, el presidente constitucional le hizo llegar a Lucero un texto manuscrito que a las 13 horas, el Ministro de Guerra, leyó por radio instando al Ejército a considerar una tregua para poner fin a las hostilidades: “El Ejército puede hacerse cargo de la situación, del orden, del gobierno, para buscar la pacificación de los argentinos antes que sea demasiado tarde, empleando para ello la forma más adecuada y ecuánime.” La nota presidencial era ambigua, confusa, y no estaba claro que constituía una renuncia (que debería haber sido presentada al Congreso de la Nación). Acto seguido, el general Franklin Lucero constituyó una Junta Militar, integrada por catorce generales, bajo la presidencia de José Domingo Molina, para entenderse con los rebeldes. Desde Córdoba, Lonardi le escribió a Lucero: “En nombre de los Jefes de las Fuerzas Armadas de la revolución triunfante comunico al Señor Ministro que es condición previa para aceptar (una) tregua la inmediata renuncia de su cargo del Señor Presidente de la Nación.”
Tras el derrocamiento de Perón, el 14 de octubre de 1955 el Ejército constituyo un Tribunal Superior de Honor, integrado por los generales Carlos Von Der Becke, Juan Carlos Bassi, Juan Carlos Sanguinetti, Víctor Jaime Majo y Basilio Pertine para considerar la conducta de Perón en sus distintas facetas. Públicas y privadas.
Mientras el ex presidente se encontraba exiliado en Asunción del Paraguay, desde el 2 de octubre varios generales tuvieron que exponer cuáles fueron sus conductas entre los días 19 y 20 de septiembre de 1955. El general de división Ángel Manni contó que alrededor de las 22.30 del 19 de septiembre “el general Molina expresó que el general Perón esperaba a la Junta Militar para conversar con ella en la Residencia de la Avenida Libertador. Cuando se conoció esta invitación se oyeron varias opiniones sobre la misma; una la de concurrir de inmediato todos los generales, otra que concurrieran solamente los elegidos como Junta Ejecutiva, y la mía que no debía concurrirse.” Al no existir acuerdo, Molina invitó a la Junta Ejecutiva y el Brigadier Juan Fabri expresó que convenía saber qué quería decir el general Perón” y tras sortear varias dificultades “llegamos y entramos por una de las calles laterales (creo Austria).”
Perón los recibió acompañado por el general Lucero, el brigadier Juan Ignacio San Martín, el coronel D’Onofrio, el mayor Alfredo Renner, el mayor Ignacio Cialcieta y otros civiles. “En la mesa se hallaba preparado un micrófono para grabar pero el general Perón consultó sobre si era necesario hacerlo y el general Carlos Levene opinó que no lo era y se retiró la máquina.”
Abrió la reunión el Presidente “quien en síntesis dijo:
-que había querido hablar con los generales dada la trascendente misión que tenían que cumplir de tratar con los rebeldes.
-que en el documento que había firmado él había hecho el gesto generoso de renunciamiento para lograr la paz y llegar a un acuerdo con los rebeldes porque, además de evitar más derramamiento de sangre, quería también evitar el perjuicio económico que significaba para el país la destrucción de la Destilería de La Plata (400 millones de dólares y 10 años de trabajo).
-que tal renunciamiento significaba el ofrecimiento de una renuncia indeclinable que debíamos usar y hacer valer muy bien como una carta para jugarla en las tratativas de pacificación con la Revolución.
-que constitucionalmente no había renunciado pues si hubiera querido hacerlo así lo habría hecho ante el Congreso y que por lo tanto continuaba siendo el Presidente de la República.
-que todavía se podía luchar por el gobierno porque la situación militar era equilibrada y si bien había mucha gente que defeccionaba todavía había mucha que le era leal y en sus manos estaba el poder abrir las puertas de los arsenales y armarlos, especialmente a los obreros que querían luchar.”
Luego habló Lucero creando una situación confusa cuando afirmó que se “debía negociar con los rebeldes en base a la renuncia que ofrecía el general Perón.” A continuación, por orden de antigüedad, varios usaron de la palabra. Molina dijo que era pesimista en cuanto a las tratativas y que “llegaría el momento que la Junta debiera devolverle al Presidente y Ministros la total autoridad para que continuaran la lucha.”
Seguidamente el general Manni expresó “que estaba en total desacuerdo” con Molina porque “era totalmente optimista con respecto al resultado de nuestras gestiones para lograr la pacificación y arreglo con la Revolución. Que partíamos de una base completamente distinta para apreciar, pues yo interpretaba como definitiva la renuncia del Presidente y de todo su gobierno y que igual interpretación le había dado el pueblo de Buenos Aires, que había escuchado por radio y que se hallaba en la calle festejándola.” Agregó que, frente a algunos análisis de situación militar un tanto optimista, la 6ª División y la División de Caballería se habían declarado rebeldes. Asimismo expresó su “grave preocupación”, sobre las “serias exigencias” de los revolucionarios “con respecto a la persona del general Perón.” El general Levene, seguidamente, opinó que “él creía que la renuncia del gobierno debía ser definitiva” y que “había que terminar cuanto antes con la lucha”.
Al terminar la reunión con Perón los generales volvieron al edificio del Ministerio de Guerra y reunidos en el 5° piso el general Emilio Forcher informó al resto de los generales, y “luego la Junta aprobó la moción de Manni, la aceptación en forma definitiva de la renuncia del Presidente y la de todo su gobierno.” Tras unos momentos de sobresalto e incertidumbre que hizo que el general Francisco Imaz con otros oficiales entraran armados a la reunión para exigir que se aprobara la renuncia presidencial, el general Molina se desplazó al tercer piso para hablar con Lucero y comunicarle que “la Junta aceptaba definitivamente la renuncia del gobierno.” Instantes más tarde el general Manni, acompañado por el general López, habló con Lucero y le dijo que “debía comunicarle cuanto antes el general Perón la resolución adoptada y le agregué si no sabía que en ese momento tenía hasta su Comando de Represión sublevado.”
Manni, que actuaba a todo vapor, hizo llamar al mayor Renner, quien antes habló con Lucero. Al poco rato Renner “se me aproximó y le dije: 1°) que ya el general Lucero habría comunicado la desaparición de toda autoridad del gobierno; 2°) que le dijera al general Perón de parte mía que se alejara cuanto antes del país.”
El martes 20 los diarios anunciaban que Perón había renunciado. El mismo día por la noche, Lonardi, urgido por la situación, decretó que asumía “el Gobierno Provisional de la República con las facultades establecidas en la Constitución vigente y con el título de Presidente Provisional de la Nación”. En esas horas del colapso de su gobierno, Perón iniciaba su partida al exterior.
Entre la partida del jefe revolucionario a Córdoba, el miércoles 13, y su asunción como Presidente Provisional de la Nación el miércoles 20, solo habían transcurrido siete días. Aquello que debía durar varios meses apenas se prolongó una semana. El gobierno de Perón se cayó cual castillo de arena al menor empellón. Ahora, el ex Presidente de la Nación preparaba su largo viaje al exilio. Él pensaba que no duraría mucho su permanencia en el exterior pero lo cierto es que hubo de esperar casi dos décadas. No le creyó a Raúl Bustos Fierro cuando éste le dijo que el largo exilio sería “de imprevisible duración”.
--Perón: “Largo, bueno, ¿cuánto de largo?”
--Bustos Fierro: “Largo de años mi General, muchos años, acaso para nosotros de toda la vida. Sólo Dios sabe si algún día veremos nuevamente la tierra natal.”
“Me voy, Renzi” le dijo Perón a Atilio Renzi, ex secretario de Evita y, en ese momento, mayordomo de la residencia presidencial. Según algunos historiadores, Renzi le preparó un pequeño maletín donde puso “algo de ropa y un poco de plata para movilizarme en esos días”. El historiador Joseph Page dice que según una versión “Perón llevó dos millones de pesos moneda nacional y 70.000 dólares.” La suma correspondía a la venta de un bien que Alberto Dodero (embajada chilena en Uruguay) que le había obsequiado al Presidente de la Nación.
“Unos días antes—contaría Perón—el doctor Juan A. Cháves, embajador del Paraguay en Buenos Aires, me había comunicado, por carta, estar a mi disposición. Decidí aceptar su hospitalidad”. Esta afirmación suena un tanto en el aire: ¿Perón intuía su derrocamiento? ¿Había hecho llegar un pedido ad libitum al gobierno paraguayo? A las 8 de la mañana del 20 de septiembre de 1955, Juan Domingo Perón partió del Palacio Unzué hacia las oficinas de la Embajada del Paraguay, acompañado del mayor Máximo Renner, el mayor Ignacio Cialceta (también sobrino de Perón), su chofer Isaac Gilaberte y el comisario Zambrino. Al poco rato llegó el embajador Chávez y trasladó a toda la delegación a su residencia en Virrey Loreto 2474. El ex embajador Hipólito Paz agrega que hasta allí se llegó el canciller argentino Ildefonso Cavagna Martínez con quien tomaría mate. Chaves sugirió que por razones de seguridad lo más conveniente era que se trasladase a la cañonera “Paraguay” que estaba siendo reparada en el dique “A” de Puerto Nuevo. Perón respondió: “Esta bien, no es a mí a quien toca decidir. Estoy en sus manos.”
En esa mañana lluviosa y con un Buenos Aires en silencio la llegada a la cañonera fue “fellinesca”. Al llegar a la zona del puerto, un gran charco de agua mojó el motor del automóvil diplomático y se paró. Perón, enfundado en un impermeable color crema, tuvo que pedir auxilio a un colectivero, quien lo los remolcó con una correa, hasta que el automóvil volvió a arrancar. Llegaron al dique “A” y lo esperaban los marineros formados. Perón, desde 1954, era ciudadano honorario paraguayo con el rango de General del Ejército. Cuando subió la escalerilla del buque entraba en su larga etapa de exilio.
Le ofreció al mayor Renner que lo acompañe al Paraguay y recibió como respuesta que prefería quedarse: “Mi vida es limpia y clara… me arrestarán y matarán por haberle sido fiel. Esta es mi culpa…”.
“No insistí –contó Perón—lo vi descender y alejarse. El rumor del automóvil lo sentí dentro como un desgarrón.”
El 21 a la mañana el embajador Cháves le informó que había comenzado sus gestiones para alcanzar un “salvoconducto”. “No hay gobierno –dijo—es necesario esperar.” El viernes 23 miles de argentinos salieron a las calles a vitorear a Lonardi y Rojas. El jefe de la revolución aterrizó en Aeroparque y junto con el almirante Rojas se desplazaron hasta la Plaza de Mayo, donde eran esperados por decenas de miles de ciudadanos. Tras asumir como Presidente Provisional leyó un discurso a la multitud volviendo a repetir la consigna de Justo José de Urquiza tras la batalla de Caseros (1852): “Ni vencedores ni vencidos”. Su primer decreto presidencial fue designar al contralmirante Isaac Francisco y Rojas como vicepresidente de la Nación.
El domingo 25 la cañonera “Paraguay” dejó el puerto y se internó diez kilómetros en el Río de la Plata para encontrarse con la nave gemela “Humaitá”, que lo llevaría a Perón, aguas arriba, a Asunción del Paraguay. Después de muchas dilaciones, Chávez le dijo al exiliado que el gobierno de Lonardi, ante la posibilidad de “demostraciones a lo largo de la costa al paso de la nave, sobre todo, tenía miedo que se levantaran los trabajadores de Rosario”, había suspendido el operativo. Finalmente una semana después, el domingo 2 de octubre, un hidroavión bimotor “Catalina”PBY-T29, manejado por Leo Nowak, el piloto personal del mandatario paraguayo, Alfredo Stroessner Matiauda, no sin dificultad pudo decolar rumbo a la capital paraguaya. Al llegar al espacio aéreo paraguayo varios aviones de su Fuerza Aérea comenzaron a escoltarlo. En uno de las naves oficiaba de copiloto el propio Presidente Alfredo Stroessner.
El 27 de octubre de 1955, a las 13 horas, el alto tribunal militar que juzgó al ex presidente lo encontró pasible de “descalificación por falta gravísima” y se le quito “el título del grado y el uso del uniforme”. Tras largos años de exilio, en 1973 se le devolverían a Perón el grado y el uso del uniforme.