viernes, 5 de julio de 2024

Argentina: Visita de un príncipe a La Plata

 

El príncipe que llegó a La Plata y dijo que era una "ciudad fantasma"

Luis de Orleans y Bragance recorrió la capital bonaerense a comienzos del siglo XX. Asistió al Museo de Ciencias Naturales y presenció una identificación dactiloscópica hecha por Juan Vucetich. Advirtió sobre la falta de proyección del puerto y la escasez de población



De la noche a la mañana, alzar allí una ciudad destinada, en sus pensamientos, a convertirse en rival de la metrópoli que les habían quitado.

Hechas estas reservas, no tengo dificultad alguna en adherirme a la opinión del publicista que cité con anterioridad. Si las manzanas se llenaran de casas de habitantes, no hay duda de que La Plata se convertiría en la ciudad más bella de la Unión. Pero me parece que este “si” representa a la mas improbable de las hipótesis. No se improvisa así, de la noche a la mañana, una gran ciudad, a una hora de distancia de una capitan que tiene un millón de habitantes. La Plata se poblará… el día que Buenos Aires, en su frenético desarrollo, extienda hasta allí sus suburbios.c

Para rescatar su concepción embrionaria, los fundadores de la ciudad se aferran con desesperación a las últimas tablas de salvación. Se habla de ampliar el puerto de “La Ensenada”, a cinco kilómetros de aquí, de unirlo, mediante trabajos gigantescos, al de Buenos Aires. Pero, además de que estos trabajos supondrían un gasto formidable, el nuevo puerto presentaría los mismos inconvenientes que el de la capital. El porvenir no está allí, sino en Bahía Blanca o en Rosario, puertos profundos y seguros, hacia donde, tarde o temprano, se volcará todo el movimiento marítimo de las costas argentinas. Se habla también de crear una zona franca alrededor de la ciudad. Idea excelente, en teoría, pero que en la práctica requerirá todo un servicio aduanero de los más difíciles de asegurar.

Luis Felipe De Orleans y Bragance

Por el momento, La Plata sigue en estado de mito -y sólo la administración prospera-, con sus pomposos edificios, melancólicamente erguidos, como las pirámides de Egipto, en medio del desierto. Palacio de Gobierno, palacio de la Legislatura, Dirección de Escuelas, de Correos, Municipalidad, servicios hidráulicos y de vialidad: los platenses, sin duda para consolarse por la falta de casas particulares, se aprovechan a más y mejor. En esta extraordinaria ciudad fantasma hay bibliotecas y teatros, hipódromos y asilos de indigentes, sanatorios y observatorios… Todo es vasto y lujoso, ultramoderno… pero tan desprovisto de lectores, de comediantes, de caballos como de indigentes, de enfermos y de astrónomos. Incluso los funcionarios a quienes se les ha asignado estas suntuosas residencias prefieren vivir con modestia en Buenos Aires.

Si las manzanas se llenaran de casas de habitantes, no hay duda de que La Plata se convertiría en la ciudad más bella de la Unión.

Así pues, tomado el café, se nos conduce inmediatamente al edificio de la Policía, para asistir luego al desfile impecable de la guardia municipal, precedida por su banda y por el escuadrón de la gendarmería volante de la provincia.

El método de Vucetich

Después pasamos a la oficina de Vucetich. El señor Vucetich, director del Servicio Antropométrico de la provincia, es el inventor de un nuevo sistema de identificación: la dactiloscopía.

La dactiloscopía tiene us base en la diversidad infinita de dibujo que presentan, para cada individuo, las impresiones de los diez dedos. La idea de utilizar las impresiones para la identificación procede de un inglés, Francis Galton, que fue el primero en aplicarla, en el imperio indio. El mérito de Vucetich consiste en haber simplificado el método, de una manera genial, al establecer que las impresiones digitales pueden clasificarse en cuatro grupos, absolutamente distintos, según la disposición de las líneas que las componen. Para los pulgares, Vucetich designa los cuatro grupos con las letras A,I,E, V; para los demás dedos, con las cifras 1, 2, 3, 4. Así, las impresiones digitales de un individuo se designan con dos letras y ocho cifras. El número de combinaciones es tan considerable que resulta materialmente imposible que dos individuos puedan tener designaciones idénticas.

Pero pasemos a la práctica. Por orden de Vucetich traén a un detenido que acaba de llegar, uno de esos atorrantes, italianos en la mayoría de los casos, vagabundos, ladrones y quizás asesinos, que la policía apresa en abundancia, durante sus semanales redadas, en los barrios de mala fama de Buenos Aires. Nuestro moderno e inofensivo Torquemada se adueña del malviviente, le hace poner las dos manos sobre una placa recubierta de tinta de imprenta, para luego tomarle, una a una, las impresiones de los diez dedos sobre una hoja de papel blanco.

El Bertillón sudamericano lee estas impresiones como vosotros y yo leemos el diario o el difunto Champollion, los jeroglíficos egipcios.

El porvenir no está allí, sino en Bahía Blanca o en Rosario, puertos profundos y seguros, hacia donde, tarde o temprano, se volcará todo el movimiento marítimo.

“A1342 - V2412”, dice el sabio. Detrás de nosotros están los prontuarios judiciales. Un armario contiene las letras A (de la mano derecha), una caja las series 1111 a 1414. “Ni siquiera necesito de la mano izquierda”, nos dice al instante el amable Argus de la provincia, “aquí está”. Y nos tiende un prontuario que lleva la identificación “A1342 - V24142 y el nombre: “Henrique Civelli”. “¿Cómo se llama?, le pregunta al individuo. “Henrique Civelli”, responde el atorrante con uno de esos acentos cantarinos que denuncian al napolitano a cien metros de distancia. La demostración queda hecha.

No es esta la única utilidad del sistema. Sería necesario agregar un consejo al manual del perfecto ladrón: “Cuando trabajes, no coloques nunca tus manos sobre una superficie lisa, sobre todo si antes de actuar no te las lavaste. Si lo haces, sería lo mismo que dejar tu tarjeta de visita”. Incluso si la impresión es invisible, Vucetich o sus émulos lo harán aparecer con la ayuda de procedimientos químicos recientemente inventados. Y como la denominación es de las más sencillas, no está lejano el día en que todas las policías del mundo intercambien archivos con identificación digital de todos los delincuentes de sus respectivos países.

Un museo para no perderse

De la oficina de Vucetich pasamos a los bomberos, movilizados un minuto y veinte segundos después de sonar la alarma; después al jardín público, magnífico e inútil, ya que en él no se encuentran por el momento ni soldados ni niñeras; luego vamos a la Asistencia Pública, a la Universidad… Pedimos compasión. Pero todavía queda el Museo.

Los museos, en general, me inspiran un saludable temor,m sobre todo en países que como la Argentina, que carecen, por así decirlo, de pasado y quieren, cueste lo que costare, crearse uno a partir de cualquier fragmento, un pasado flamante, podría decirse. Pero yo había olvidado los tiempos prehistóricos.

¿Os gustan los tiempos prehistóricos? ¡Cómo nos envejecen! Si es así, id al Museo de La Plata. Por escasas que sean vuestras apetencias antropológicas, etnológicas, geológicas, mineralógicas, paleontológicas, arqueológicas… encontrareis allí con que satisfacerlas. Veréis plantas fósiles de la formación carbonífera o de la época mesozoica, moluscos de las edades silúricas, peces y cangrejos de la época terciaria, vestigios de la edad de piedra, de la vajilla y de las armas de gentes que ni vosotros ni yo habríamos podido conocer. Pero con quienes los eruditos alemanes, encargados de estos estudios por iniciativa del juicioso eclecticismo internacional del gobierno, viven en la más conmovedora intimidad.

Imagen del Museo de Ciencias Naturales en el Paseo del Bosque en sus primeros años de vida

Os codearéis allí con los dasipontes, los hoploforos, los dacdicuros, los milodontes, los megaterios, los trigodontes, los tocodsontes y todos los demas mamíferos gigantescos, de nombres repulsivos, que sin duda encontraron a la tierra demasiado pequeña para sus retozos y prefirieron desaparecer. Admiraréis allí al tatuajes del tamaño de un buey y osos de las cavernas que harán palidecer de envidia a los del Museo de París, ballenas fósiles y elefantes extraordinarios. ¿Sabíais que en esos remotos tiempos, tan remotos que el solo pensarlo provoca vértigo, las pampas de la Argentina, en epecial las de la Patagonia, contenían más elefantes que las selvas africanas o las junglas de Ceilán en la actualidad?

Por último, veréis también, empleado a sueldo, de la más moderna de las repúblicas, al tipo del sabio neolítico, representante también él de otra época, cuya labor sin tregua de toda la vida recibirá quizás la consagración, en caso de éxito, de una de las pocas líneas en la Larousse o alguna otra enciclopedia.


El principe se maravilló con las colecciones del museo platense

Y si todo esto os fastidia -en los detalles- podréis al menos soñar con el origen de los mundos, con el caos primitivo, con las grandes convulsiones geológicas, a través de las cuales se elaboran lentamente los tipos actuales de la vida, y remontar así, escalón por escalón, período por período, hasta el principio creador de todas las cosas. Y descansar un momento, en medio de los esqueletos y de los fósiles, de las absorbentes cuestiones del precio de la hectárea, del cálculo de la cosecha o de la intervención federal de las provincias.

*El presente texto fue publicado originalmente en Sous la Croix-du-Sud, París en 1912 y luego traducido para el libro La Plata vista por viajeros, compilado por Pedro Luis Barcia.


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