1. El ídolo de San Vittore
Por Indro Montanelli
La verdadera historia que originó el gran film “El general Della Rovere”, protagonizado por De Sica.
PRINCIPIA mi historia el día 1 de marzo de 1944 en
que su excelencia el general Della Rovere, íntimo amigo del mariscal Badoglio y
consejero técnico del general británico Alexander, fue llevado a la prisión de
San Vittore y colocado en una celda frontera a la mía. Se empeñaba el
movimiento italiano subterráneo por entonces en desorganizar la corriente de
reservas alemanas que marchaban al frente del Sur. Según supe, el general había
sido capturado por los nazis en una provincia del Norte en momentos en que lo
ponía en tierra un submarino aliado, para asumir allí las funciones de
comandante de las operaciones de guerrilla. Me causó impresión el porte
aristocrático del hombre. Hasta Franz, el brutal inspector germano de la
prisión, se cuadró en actitud militar de atención ante él.
De todas las “fábricas de confesiones” que tenían los alemanes en Italia, la peor era la de San Vittore. Allí se llevaba a los prisioneros del movimiento secreto italiano que habían resistido el primer interrogatorio “de rutina”. Allí el comisario Mueller, de la Gestapo, y un puñado de especialistas de la SS —valiéndose de métodos celebrados en los anales de la tortura refinada—, arrancaban generalmente la información deseada hasta a los más obstinados.
Seis meses
habían corrido desde el día en que me arrestaron. Había sido “interrogado”
varias veces y me hallaba ya exhausto y desalentado, siempre pensando hasta
cuándo podía resistir. En tal situación estaba, cuando un día uno de los
guardianes italianos, Ceraso, descorrió el cerrojo de la celda y me dio una
sorpresa anunciándome que el general Della Rovere deseaba verme.
La puerta de
la celda del general estaba, como de costumbre, sin cerradura ninguna. Además,
el distinguido prisionero disponía de un catre, en tanto que nosotros dormíamos
en tablas desnudas. Inmaculadamente vestido y con su monóculo en el ojo
derecho, el general me saludó cortésmente:
—¿El capitán
Montanelli? Ya sabía antes de desembarcar que lo encontraría a usted aquí. El
Gobierno de Su Majestad se interesa profundamente por la suerte de usted.
Confiemos en que, aún al caer delante del pelotón alemán de fusilamiento, usted
sabrá cumplir con su deber, el más elemental de sus deberes como oficial. Pero,
por favor, no se incomode usted.
Sólo
entonces me di cuenta de que había permanecido ante él en posición de “firmes”.
—Nosotros,
los oficiales todos, vivimos vidas provisionales ¿no es así? —me dijo el general—. Un oficial es,
como dicen los españoles, un novio de la muerte.
Se detuvo aquí. Mientras lo veía pulir el
monóculo con un pañuelo blanco, pensé que en ocasiones los apellidos reflejan
la personalidad de quien los lleva. Della Rovere significa “del roble”, y este
hombre, estaba claro, era de madera muy sólida.
—A mí ya me
han sentenciado —continuó el general—. ¿A usted también?
—Todavía no,
excelencia —contesté casi como si quisiera excusarme.
—Ya lo
condenarán —dijo—. Los alemanes son rígidos cuando esperan arrancar una
confesión, pero también son caballeros en su estimación por los que se niegan a
confesar. Usted no ha hablado. ¡Muy bien hecho! Eso significa que se le hará el
honor de fusilarlo de frente y no de espaldas. Le pido que persista en el
silencio. Si se le somete a la tortura —no pongo en duda su fortaleza moral,
pero la resistencia física tiene sus límites— le insinúo que les dé un nombre:
el mío. Sea cualquiera el acto que haya
usted ejecutado, dígales que procedía en cumplimiento de órdenes mías... A
propósito ¿cuáles son los cargos que le hacen?
Se lo conté
todo, sin reserva ninguna. Su excelencia me oía como me oiría un confesor. De
vez en cuando movía la cabeza en señal de aprobación.
—Su caso es
tan claro como el mío —dijo en cuanto hube terminado—. A ambos se nos
sorprendió mientras cumplíamos órdenes superiores. El único deber que me resta por
cumplir es morir luchando en el campo del honor. No ha de ser difícil, creo yo,
morir decorosamente.
Cuando
Ceraso me encerraba otra vez en mi celda le rogué que me mandara un barbero al
siguiente día. Y aquella noche doblé con cuidado mis pantalones y los realcé el
pliegue longitudinal con el listón de la ventana antes de tenderme a dormir
sobre mi camastro.
Durante los
días que siguieron vi que muchos prisioneros visitaban la celda del general. Al
salir, todos parecían como erguidos; ninguno se mostraba ya abatido.
El ruido y
el desorden en nuestro aislado sector habían disminuído. El número 215 dejó de
dar los desgarradores gritos con que se lamentaba por la suerte de su mujer y
sus hijos, y mostró gran compostura cuando lo llamaron al interrogatorio.
Ceraso me Contó que después de hablar con el general casi todos solicitaban un
barbero y pedían peine y jabón. Los guardas de la prisión dieron en afeitarse a
diario y aún trataban de hablar italiano castizo en vez del dialecto napolitano
o siciliano. Hasta el mismo Mueller, cuando pasaba revista a la sección
encomiada, refunfuñaba la mejora general en cuanto a disciplina y decoro.
Lo mejor de
todo era que la “fábrica de confesiones” ya no las producía. Los prisioneros
persistían en su obstinado silencio. Della Rovere les daba a todos fuerzas para
resistir, como si las sacara de la gran provisión de su valor. Y su experiencia
de prisionero le permitía darles, además, valiosos consejos.
—Las horas
más peligrosas suelen ser las primeras de la tarde —les prevenía—. El solo
anhelo de distracción puede hacerles confesar.
O bien les
decía:
—No se
queden ustedes con la vista fija en las paredes. Cierren los ojos de cuando en
cuando y las paredes perderán el poder de ahogarlos.
Censuraba a
quienes descuidaban el arreglo de la persona. “La limpieza”, les decía,
“influye sobre la moral”. Sabía que las fórmulas militares que usaban con él
les afirmaban el orgullo. Por último, nunca dejó de recordarles sus deberes
hacia Italia.
Alguno
inquirió prudentemente cuál había sido la actitud del general durante el
interrogatorio. El general se echó a reír y le contestó:
—Me
interrogó mi viejo amigo el mariscal de campo Kesselring. Mi tarea era cosa
sencilla porque Kesselring sabía de antemano todo lo que había que saber, con
excepción, eso sí, de que me hallaba yo en un submarino británico cuando me
cogieron.
—¿Y
realmente usted se fiaba de los ingleses? —dicen que le había preguntado
Kesselring.
—¿Por qué
no? —le había contestado—. ¡Si nosotros nos hemos fiado antes de los alemanes!
En general
parecía gozar mucho recordando la escaramuza.
Después de
poco tiempo comenzó a correr por la prisión el rumor de que el tal general era
un contraespía, un delator al servicio de los alemanes. Los guardas de la
prisión, aunque salidos de la escoria del régimen de Mussolini, sintieron que
ya eso traspasaba los límites de la humillación. Acordaron entre sí vigilar al
general constantemente; si resultaba ser el felón que se decía estaban
resueltos a estrangularlo.
En la mañana
siguiente Della Rovere recibió al número 203, un comandante a quien se tenía
por sabedor de infinidad de datos, pero que no había soltado palabra ninguna.
Ceraso se quedó junto a la puerta de la celda y los otros guardas italianos
vigilaban de cerca.
—Van a
someterlo a extremas torturas —oyeron que le decía el general al comandante—.
No confiese nada. Trate de no pensar; hágase fuerza para convencerse de que no
sabe nada. El simple hecho de pensar en un secreto que usted guarda lo expone a
que le salga de los labios.
El comandante
escuchaba, pálido el rostro, lo que el general le aconsejaba, como me había
aconsejado a mí.
—Si se ve
obligado a hablar, dígales que cuanto hizo lo realizó en cumplimiento de
órdenes mías.
Aquella
misma tarde, y como para darle satisfacciones, Ceraso le llevó a su excelencia
unas pocas rosas, regalo de los guardas italianos de la prisión. El general
aceptó cortésmente las flores; no pareció tener la menor idea de que se había
desconfiado de él.
Una mañana
se presentaron en la prisión los alemanes a llevarse a los coroneles P. y F.
antes de ser conducidos al patio se les permitió satisfacer su último deseo:
decirle adiós al general. Los vi cuadrados a la puerta de la celda. Aunque no
oí lo que el general les decía, vi que ambos oficiales sonrieron. El general
les estrechó la mano, cosa que nunca le había visto hacer. Entonces, como si de
pronto se hubiese dado cuenta de la presencia de los alemanes, se cuadró,
levantó la mano y saludó. Los prisioneros le devolvieron el saludo, y girando
sobre los talones marcharon a recibir la muerte. Supimos después que ambos, ya
ante el pelotón de fusilamiento, gritaron: “¡Viva el Rey!”
Aquella
tarde fui sometido a nuevo examen. El comisario Mueller me dijo que mi suerte
dependía del resultado de este interrogatorio. Que si persistía en mi
silencio... Me quedé mirándolo con ojos desmesuradamente abiertos, y, sin
embargo, no podía oír nada, ni siquiera podía verle distintamente. En vez de su
imagen se me representaban los rostros pálidos y tranquilos de los coroneles P.
y F., y la cara sonriente del general. Oía una voz tranquila que me susurraba
al oído: novio de la muerte... deber elemental de un oficial morir luchando en
el campo del honor. En vano me sometieron los alemanes a un interrogatorio de
dos horas. No se me hizo sufrir tortura alguna, pero si así hubiera sucedido
habría sido capaz, creo, de mantenerlo oculto todo. De regreso a mi celda le
pedí a Ceraso que me dejara detenerme en la de su excelencia.
El general
hizo a un lado el libro que se hallaba leyendo y fijó en mí su mirada
investigadora, en tanto que yo permanecía militarmente cuadrado. Entonces,
antes que yo hablara, se expresó así:
—Sí; así
esperaba que procedería usted. No podía haber obrado de otra manera. —Se
levantó de su asiento y continuó—. No tengo
palabras para expresar todo lo que quisiera decir, capitán Montanelli, pero
puesto que no hay nadie más que tome nota de nuestro comportamiento, que sea
este honrado guarda italiano testigo de lo que decimos en nuestros últimos
días. Que escuche cada una de nuestras palabras. Estoy bien satisfecho,
capitán. Estoy verdaderamente contento. ¡Bravo!
Aquella
noche me sentí realmente solo en el mundo. Pero mi amada patria me parecía más
cerca, más cara a mi corazón y más real que nunca.
No volví a
ver más al general. Solamente después de la liberación tuve noticias de su fin.
Uno de los supervivientes de Fossoli me refirió la historia.
Fossoli era
un notorio campo de exterminio en donde los medios de dar la muerte eran
complejos y muy diversos. Cuando se trasladó allí al general Della Rovere con
centenares de prisioneros de un tren blindado, mantuvo él siempre su dignidad.
Iba sentado sobre un montón de morrales que los demás habían juntado para que
pudiera descansar. Se negó a levantarse cuando un funcionario de la Gestapo
inspeccionaba el tren. Aún cuando el nazi le dio una bofetada y le gritó: “Yo
te conozco, Bertoni, grandísimo cerdo” permaneció inmutable. ¿Para qué
explicarle a este ignorante alemán que su nombre no era Bertoni, sino Della
Rovere, que era general de un cuerpo de ejército, íntimo amigo de Badoglio y
consejero técnico de Alexander? Sin alterarse recogió su monóculo y se lo puso
de nuevo. El alemán se marchó maldiciendo.
Una vez en
Fossoli, el general no volvió a disfrutar de los privilegios que se le
concedían en San Vittore. Lo alojaron en un cuartel común con todos y le
pusieron a trabajar como a los demás. Sus compañeros de prisión trataban de
ahorrarle el desempeño de los oficios más bajos y se turnaban para
reemplazarlo; pero nunca él trataba de evadirse de cumplir su tarea, por
difícil que fuera para un hombre que ya no era joven. Por las noches les
recordaba a sus camaradas que no eran delincuentes, sino oficiales militares. Y
ellos, mirando el relumbrante monóculo y oyendo la voz del general, sentían el
ánimo más levantado.
La
carnicería que se hizo en Fossoli el 22 de junio de 1944 pudo haber sido una
represalia por las victorias aliadas cerca de Génova. Sea como fuera, por
órdenes recibidas de Milán se sacaron 65 hombres de un total de 400
prisioneros. A medida que un tal teniente Tito leía la lista, el condenado, al
oír su nombre, daba un paso al frente de la formación. Cuando llamó “Bertoni”
nadie se movió. “¡Bertoni!”, rugió el teniente mirando fijamente a Della
Rovere. Su excelencia no se dio por notificado.
¿Quería Tito
mostrar indulgencia hacia el sentenciado? Nadie podría afirmarlo. En todo caso,
sonrió de pronto. “Muy bien, muy bien”, dijo, “Della Rovere, así me gusta”.
Todos se
quedaron conteniendo el aliento mirando al general, quien sacando el monóculo
del bolsillo y limpiándolo con notable fuerza en la mano, se lo aplicó alojo
derecho, y con toda calma le contestó al oficial: “General Della Rovere, si
hace el favor”, y se unió al grupo.
Se les
aherrojó con esposas a los 65 destinados al suplicio, y enseguida se les
condujo hasta el pie de la muralla. A todos se les vendaron los ojos, menos al
general, que porfiadamente rechazó la venda y obtuvo que se accediera a su
deseo. Mientras se colocaban cuatro ametralladoras en la posición
correspondiente, su excelencia dio unos pasos adelante de la fila, y con ademán
altivo y resuelto y en voz firme y sonora, habló así: “Señores oficiales: en
los momentos en que arrostramos el último suplicio, vayan nuestros pensamientos
de fidelidad a la amada Patria. ¡Viva el Rey!”.
Tito ordenó
“¡fuego!”; las ametralladoras dejaron cumplida la orden. El cuerpo del general
fue sacado en su féretro, siempre portando su monóculo.
La verdadera
historia del general Della Rovere, que viene a conocerse después de su muerte,
es una serie de episodios, casi increíbles, de heroísmo y sustitución de
personas. Porque es lo cierto que el ídolo de San Vittore no era tal general.
Ni Badoglio ni Alexander oyeron hablar de él jamás. Y no se llamaba Della
Rovere.
Era un tal
Bertoni, natural de Génova, ladrón y estafador, huésped presente de la cárcel.
Los alemanes lo habían arrestado por un delito de menor importancia, pero
durante el interrogatorio de rigor habían llegado a descubrir que el hombre
tenía soberbias dotes naturales de actor. Por su falta de escrúpulos y sus
disposiciones de comediante lo creyeron ideal como agente para embaucar a los
guerrilleros presos y obtener de ellos informes útiles.
Bertoni se
mostró listo para celebrar el trato. Procedería como se le pedía a cambio de un
tratamiento de preferencia en la prisión y de que se le pusiera pronto en
libertad. Los alemanes inventaron la historia de Della Rovere y le enseñaron
bien el papel que debía representar.
Una vez
enviado Bertoni a San Vittore pidió, y se le concedió, un corto plazo con el
fin de ganarse la confianza de los hombres a quienes iba a hacer víctimas. Pero
Bertoni era más astuto de lo que los nazis creían; iba resuelto a no engañar
sino a los mismos alemanes.
Y ocurrió
entonces la sorprendente transformación. Bertoni, desempeñando el papel del
general Della Rovere, se convirtió en Della Rovere de verdad. Emprendió una
tarea sobrehumana: hacer de San Vittore una prisión a prueba de confesiones y
de inspirar a los allí reunidos fortaleza para hacerle frente a su destino. Y
por su presencia imponente, su impecable pulcritud, por los altos quilates de
su valor y su fe, trajo un nuevo sentimiento de dignidad y de propia estimación
de esos pobres seres allí encarcelados.
Pero al fin
comprendió que el plazo convenido tocaba a su fin. El comisario Mueller iba
mostrándose más y más impaciente con tanta demora. ¿Por qué no aparecían las
confesiones? Cuando “Della Rovere” me habló aquel último día en su celda y le
pidió a la guardia que fuera testigo de sus palabras, sabía que todo había
terminado, que ésta era la única manera de que el mundo de que lo separaban
esos muros pudiera conocer algún día su historia; el único medio de que Italia
supiera que él había sido fiel a la Patria.
El 22 de
junio de 1945, primer aniversario de la carnicería de Fossoli, de pie en la
catedral de Milán observaba yo al Cardenal —príncipe arzobispo de esa
archidiócesis— consagrar los ataúdes de los héroes sacrificados en esa prisión.
El Cardenal sabía de quién era el cuerpo que yacía en el féretro marcado Della
Rovere. Sabía también que nadie tenía mejor derecho al título de general que el
ocupante de esa caja, el antiguo ladrón y huésped de cárceles.
De “Standpunks”.