martes, 5 de febrero de 2019

SGM: El tormento del general Della Rovere


1.    El ídolo de San Vittore

Por Indro Montanelli
La verdadera historia que originó el gran film “El general Della Rovere”, protagonizado por De Sica.




PRINCIPIA mi historia el día 1 de marzo de 1944 en que su excelencia el general Della Rovere, íntimo amigo del mariscal Badoglio y consejero técnico del general británico Alexander, fue llevado a la prisión de San Vittore y colocado en una celda frontera a la mía. Se empeñaba el movimiento italiano subterráneo por entonces en desorganizar la corriente de reservas alemanas que marchaban al frente del Sur. Según supe, el general había sido capturado por los nazis en una provincia del Norte en momentos en que lo ponía en tierra un submarino aliado, para asumir allí las funciones de comandante de las operaciones de guerrilla. Me causó impresión el porte aristocrático del hombre. Hasta Franz, el brutal inspector germano de la prisión, se cuadró en actitud militar de atención ante él.
 
De todas las “fábricas de confesiones” que tenían los alemanes en Italia, la peor era la de San Vittore. Allí se llevaba a los prisioneros del movimiento secreto italiano que habían resistido el primer interrogatorio “de rutina”. Allí el comisario Mueller, de la Gestapo, y un puñado de especialistas de la SS —valiéndose de métodos celebrados en los anales de la tortura refinada—, arrancaban generalmente la información deseada hasta a los más obstinados.
Seis meses habían corrido desde el día en que me arrestaron. Había sido “interrogado” varias veces y me hallaba ya exhausto y desalentado, siempre pensando hasta cuándo podía resistir. En tal situación estaba, cuando un día uno de los guardianes italianos, Ceraso, descorrió el cerrojo de la celda y me dio una sorpresa anunciándome que el general Della Rovere deseaba verme.
La puerta de la celda del general estaba, como de costumbre, sin cerradura ninguna. Además, el distinguido prisionero disponía de un catre, en tanto que nosotros dormíamos en tablas desnudas. Inmaculadamente vestido y con su monóculo en el ojo derecho, el general me saludó cortésmente:
—¿El capitán Montanelli? Ya sabía antes de desembarcar que lo encontraría a usted aquí. El Gobierno de Su Majestad se interesa profundamente por la suerte de usted. Confiemos en que, aún al caer delante del pelotón alemán de fusilamiento, usted sabrá cumplir con su deber, el más elemental de sus deberes como oficial. Pero, por favor, no se incomode usted.
Sólo entonces me di cuenta de que había permanecido ante él en posición de “firmes”.
—Nosotros, los oficiales todos, vivimos vidas provisionales ¿no es  así? —me dijo el general—. Un oficial es, como dicen los españoles, un novio de la muerte.
Se detuvo aquí. Mientras lo veía pulir el monóculo con un pañuelo blanco, pensé que en ocasiones los apellidos reflejan la personalidad de quien los lleva. Della Rovere significa “del roble”, y este hombre, estaba claro, era de madera muy sólida.
—A mí ya me han sentenciado —continuó el general—. ¿A usted también?
—Todavía no, excelencia —contesté casi como si quisiera excusarme.
—Ya lo condenarán —dijo—. Los alemanes son rígidos cuando esperan arrancar una confesión, pero también son caballeros en su estimación por los que se niegan a confesar. Usted no ha hablado. ¡Muy bien hecho! Eso significa que se le hará el honor de fusilarlo de frente y no de espaldas. Le pido que persista en el silencio. Si se le somete a la tortura —no pongo en duda su fortaleza moral, pero la resistencia física tiene sus límites— le insinúo que les dé un nombre: el mío. Sea  cualquiera el acto que haya usted ejecutado, dígales que procedía en cumplimiento de órdenes mías... A propósito ¿cuáles son los cargos que le hacen?
Se lo conté todo, sin reserva ninguna. Su excelencia me oía como me oiría un confesor. De vez en cuando movía la cabeza en señal de aprobación.
—Su caso es tan claro como el mío —dijo en cuanto hube terminado—. A ambos se nos sorprendió mientras cumplíamos órdenes superiores. El único deber que me resta por cumplir es morir luchando en el campo del honor. No ha de ser difícil, creo yo, morir decorosamente.
Cuando Ceraso me encerraba otra vez en mi celda le rogué que me mandara un barbero al siguiente día. Y aquella noche doblé con cuidado mis pantalones y los realcé el pliegue longitudinal con el listón de la ventana antes de tenderme a dormir sobre mi camastro.
Durante los días que siguieron vi que muchos prisioneros visitaban la celda del general. Al salir, todos parecían como erguidos; ninguno se mostraba ya abatido.
El ruido y el desorden en nuestro aislado sector habían disminuído. El número 215 dejó de dar los desgarradores gritos con que se lamentaba por la suerte de su mujer y sus hijos, y mostró gran compostura cuando lo llamaron al interrogatorio. Ceraso me Contó que después de hablar con el general casi todos solicitaban un barbero y pedían peine y jabón. Los guardas de la prisión dieron en afeitarse a diario y aún trataban de hablar italiano castizo en vez del dialecto napolitano o siciliano. Hasta el mismo Mueller, cuando pasaba revista a la sección encomiada, refunfuñaba la mejora general en cuanto a disciplina y decoro.
Lo mejor de todo era que la “fábrica de confesiones” ya no las producía. Los prisioneros persistían en su obstinado silencio. Della Rovere les daba a todos fuerzas para resistir, como si las sacara de la gran provisión de su valor. Y su experiencia de prisionero le permitía darles, además, valiosos consejos.
—Las horas más peligrosas suelen ser las primeras de la tarde —les prevenía—. El solo anhelo de distracción puede hacerles confesar.
O bien les decía:
—No se queden ustedes con la vista fija en las paredes. Cierren los ojos de cuando en cuando y las paredes perderán el poder de ahogarlos.
Censuraba a quienes descuidaban el arreglo de la persona. “La limpieza”, les decía, “influye sobre la moral”. Sabía que las fórmulas militares que usaban con él les afirmaban el orgullo. Por último, nunca dejó de recordarles sus deberes hacia Italia.
Alguno inquirió prudentemente cuál había sido la actitud del general durante el interrogatorio. El general se echó a reír y le contestó:
—Me interrogó mi viejo amigo el mariscal de campo Kesselring. Mi tarea era cosa sencilla porque Kesselring sabía de antemano todo lo que había que saber, con excepción, eso sí, de que me hallaba yo en un submarino británico cuando me cogieron.
—¿Y realmente usted se fiaba de los ingleses? —dicen que le había preguntado Kesselring.
—¿Por qué no? —le había contestado—. ¡Si nosotros nos hemos fiado antes de los alemanes!
En general parecía gozar mucho recordando la escaramuza.
Después de poco tiempo comenzó a correr por la prisión el rumor de que el tal general era un contraespía, un delator al servicio de los alemanes. Los guardas de la prisión, aunque salidos de la escoria del régimen de Mussolini, sintieron que ya eso traspasaba los límites de la humillación. Acordaron entre sí vigilar al general constantemente; si resultaba ser el felón que se decía estaban resueltos a estrangularlo.
En la mañana siguiente Della Rovere recibió al número 203, un comandante a quien se tenía por sabedor de infinidad de datos, pero que no había soltado palabra ninguna. Ceraso se quedó junto a la puerta de la celda y los otros guardas italianos vigilaban de cerca.
—Van a someterlo a extremas torturas —oyeron que le decía el general al comandante—. No confiese nada. Trate de no pensar; hágase fuerza para convencerse de que no sabe nada. El simple hecho de pensar en un secreto que usted guarda lo expone a que le salga de los labios.
El comandante escuchaba, pálido el rostro, lo que el general le aconsejaba, como me había aconsejado a mí.
—Si se ve obligado a hablar, dígales que cuanto hizo lo realizó en cumplimiento de órdenes mías.
Aquella misma tarde, y como para darle satisfacciones, Ceraso le llevó a su excelencia unas pocas rosas, regalo de los guardas italianos de la prisión. El general aceptó cortésmente las flores; no pareció tener la menor idea de que se había desconfiado de él.
Una mañana se presentaron en la prisión los alemanes a llevarse a los coroneles P. y F. antes de ser conducidos al patio se les permitió satisfacer su último deseo: decirle adiós al general. Los vi cuadrados a la puerta de la celda. Aunque no oí lo que el general les decía, vi que ambos oficiales sonrieron. El general les estrechó la mano, cosa que nunca le había visto hacer. Entonces, como si de pronto se hubiese dado cuenta de la presencia de los alemanes, se cuadró, levantó la mano y saludó. Los prisioneros le devolvieron el saludo, y girando sobre los talones marcharon a recibir la muerte. Supimos después que ambos, ya ante el pelotón de fusilamiento, gritaron: “¡Viva el Rey!”
Aquella tarde fui sometido a nuevo examen. El comisario Mueller me dijo que mi suerte dependía del resultado de este interrogatorio. Que si persistía en mi silencio... Me quedé mirándolo con ojos desmesuradamente abiertos, y, sin embargo, no podía oír nada, ni siquiera podía verle distintamente. En vez de su imagen se me representaban los rostros pálidos y tranquilos de los coroneles P. y F., y la cara sonriente del general. Oía una voz tranquila que me susurraba al oído: novio de la muerte... deber elemental de un oficial morir luchando en el campo del honor. En vano me sometieron los alemanes a un interrogatorio de dos horas. No se me hizo sufrir tortura alguna, pero si así hubiera sucedido habría sido capaz, creo, de mantenerlo oculto todo. De regreso a mi celda le pedí a Ceraso que me dejara detenerme en la de su excelencia.
El general hizo a un lado el libro que se hallaba leyendo y fijó en mí su mirada investigadora, en tanto que yo permanecía militarmente cuadrado. Entonces, antes que yo hablara, se expresó así:
—Sí; así esperaba que procedería usted. No podía haber obrado de otra manera. —Se levantó de su asiento y continuó—. No  tengo palabras para expresar todo lo que quisiera decir, capitán Montanelli, pero puesto que no hay nadie más que tome nota de nuestro comportamiento, que sea este honrado guarda italiano testigo de lo que decimos en nuestros últimos días. Que escuche cada una de nuestras palabras. Estoy bien satisfecho, capitán. Estoy verdaderamente contento. ¡Bravo!
Aquella noche me sentí realmente solo en el mundo. Pero mi amada patria me parecía más cerca, más cara a mi corazón y más real que nunca.
No volví a ver más al general. Solamente después de la liberación tuve noticias de su fin. Uno de los supervivientes de Fossoli me refirió la historia.
Fossoli era un notorio campo de exterminio en donde los medios de dar la muerte eran complejos y muy diversos. Cuando se trasladó allí al general Della Rovere con centenares de prisioneros de un tren blindado, mantuvo él siempre su dignidad. Iba sentado sobre un montón de morrales que los demás habían juntado para que pudiera descansar. Se negó a levantarse cuando un funcionario de la Gestapo inspeccionaba el tren. Aún cuando el nazi le dio una bofetada y le gritó: “Yo te conozco, Bertoni, grandísimo cerdo” permaneció inmutable. ¿Para qué explicarle a este ignorante alemán que su nombre no era Bertoni, sino Della Rovere, que era general de un cuerpo de ejército, íntimo amigo de Badoglio y consejero técnico de Alexander? Sin alterarse recogió su monóculo y se lo puso de nuevo. El alemán se marchó maldiciendo.
Una vez en Fossoli, el general no volvió a disfrutar de los privilegios que se le concedían en San Vittore. Lo alojaron en un cuartel común con todos y le pusieron a trabajar como a los demás. Sus compañeros de prisión trataban de ahorrarle el desempeño de los oficios más bajos y se turnaban para reemplazarlo; pero nunca él trataba de evadirse de cumplir su tarea, por difícil que fuera para un hombre que ya no era joven. Por las noches les recordaba a sus camaradas que no eran delincuentes, sino oficiales militares. Y ellos, mirando el relumbrante monóculo y oyendo la voz del general, sentían el ánimo más levantado.
La carnicería que se hizo en Fossoli el 22 de junio de 1944 pudo haber sido una represalia por las victorias aliadas cerca de Génova. Sea como fuera, por órdenes recibidas de Milán se sacaron 65 hombres de un total de 400 prisioneros. A medida que un tal teniente Tito leía la lista, el condenado, al oír su nombre, daba un paso al frente de la formación. Cuando llamó “Bertoni” nadie se movió. “¡Bertoni!”, rugió el teniente mirando fijamente a Della Rovere. Su excelencia no se dio por notificado.
¿Quería Tito mostrar indulgencia hacia el sentenciado? Nadie podría afirmarlo. En todo caso, sonrió de pronto. “Muy bien, muy bien”, dijo, “Della Rovere, así me gusta”.
Todos se quedaron conteniendo el aliento mirando al general, quien sacando el monóculo del bolsillo y limpiándolo con notable fuerza en la mano, se lo aplicó alojo derecho, y con toda calma le contestó al oficial: “General Della Rovere, si hace el favor”, y se unió al grupo.
Se les aherrojó con esposas a los 65 destinados al suplicio, y enseguida se les condujo hasta el pie de la muralla. A todos se les vendaron los ojos, menos al general, que porfiadamente rechazó la venda y obtuvo que se accediera a su deseo. Mientras se colocaban cuatro ametralladoras en la posición correspondiente, su excelencia dio unos pasos adelante de la fila, y con ademán altivo y resuelto y en voz firme y sonora, habló así: “Señores oficiales: en los momentos en que arrostramos el último suplicio, vayan nuestros pensamientos de fidelidad a la amada Patria. ¡Viva el Rey!”.
Tito ordenó “¡fuego!”; las ametralladoras dejaron cumplida la orden. El cuerpo del general fue sacado en su féretro, siempre portando su monóculo.
La verdadera historia del general Della Rovere, que viene a conocerse después de su muerte, es una serie de episodios, casi increíbles, de heroísmo y sustitución de personas. Porque es lo cierto que el ídolo de San Vittore no era tal general. Ni Badoglio ni Alexander oyeron hablar de él jamás. Y no se llamaba Della Rovere.
Era un tal Bertoni, natural de Génova, ladrón y estafador, huésped presente de la cárcel. Los alemanes lo habían arrestado por un delito de menor importancia, pero durante el interrogatorio de rigor habían llegado a descubrir que el hombre tenía soberbias dotes naturales de actor. Por su falta de escrúpulos y sus disposiciones de comediante lo creyeron ideal como agente para embaucar a los guerrilleros presos y obtener de ellos informes útiles.
Bertoni se mostró listo para celebrar el trato. Procedería como se le pedía a cambio de un tratamiento de preferencia en la prisión y de que se le pusiera pronto en libertad. Los alemanes inventaron la historia de Della Rovere y le enseñaron bien el papel que debía representar.
Una vez enviado Bertoni a San Vittore pidió, y se le concedió, un corto plazo con el fin de ganarse la confianza de los hombres a quienes iba a hacer víctimas. Pero Bertoni era más astuto de lo que los nazis creían; iba resuelto a no engañar sino a los mismos alemanes.
Y ocurrió entonces la sorprendente transformación. Bertoni, desempeñando el papel del general Della Rovere, se convirtió en Della Rovere de verdad. Emprendió una tarea sobrehumana: hacer de San Vittore una prisión a prueba de confesiones y de inspirar a los allí reunidos fortaleza para hacerle frente a su destino. Y por su presencia imponente, su impecable pulcritud, por los altos quilates de su valor y su fe, trajo un nuevo sentimiento de dignidad y de propia estimación de esos pobres seres allí encarcelados.
Pero al fin comprendió que el plazo convenido tocaba a su fin. El comisario Mueller iba mostrándose más y más impaciente con tanta demora. ¿Por qué no aparecían las confesiones? Cuando “Della Rovere” me habló aquel último día en su celda y le pidió a la guardia que fuera testigo de sus palabras, sabía que todo había terminado, que ésta era la única manera de que el mundo de que lo separaban esos muros pudiera conocer algún día su historia; el único medio de que Italia supiera que él había sido fiel a la Patria.
El 22 de junio de 1945, primer aniversario de la carnicería de Fossoli, de pie en la catedral de Milán observaba yo al Cardenal —príncipe arzobispo de esa archidiócesis— consagrar los ataúdes de los héroes sacrificados en esa prisión. El Cardenal sabía de quién era el cuerpo que yacía en el féretro marcado Della Rovere. Sabía también que nadie tenía mejor derecho al título de general que el ocupante de esa caja, el antiguo ladrón y huésped de cárceles.


De “Standpunks”.

lunes, 4 de febrero de 2019

La guerra en la Italia del Renacimiento

Guerra en la Italia renacentista

Weapons and Warfare







A la conclusión del siglo XV, Italia quedó dividida. Había cuatro reinos: Cerdeña, Sicilia, Córcega y Nápoles; muchas repúblicas como Venecia, Génova, Florencia, Lucca, Siena, San Marino, Ragusa (en Dalmacia); pequeños principados, Piombino, Mónaco; y los ducados de Saboya, Módena, Mantua, Milán, Ferrara, Massa, Carrara y Urbino. Partes de Italia estaban bajo dominio extranjero. Los Habsburgo controlaban Trentino, Alto Adigio, Gorizia y Trieste. Cerdeña perteneció al reino de aragón. Muchos estados italianos, sin embargo, tenían territorios fuera de la península. El duque de Saboya poseía la región italiana de Piamonte y el Ducado francófono de Saboya, junto con los condados de Ginebra y Niza. Venecia era propietaria de Creta, Chipre, Dalmacia y muchas islas griegas. El Banco di San Giorgio, el banco de propiedad privada de la república de Génova, poseía el reino de Córcega. Los príncipes italianos también tenían títulos y feudos en los estados vecinos. De hecho, el duque de Saboya también podría afirmar que era heredero y descendiente de los reyes cruzados de Chipre y Jerusalén. Toda esta confusión a menudo seguía siendo una fuente de controversia en la política italiana.

Los musulmanes se convirtieron en la mayor amenaza para la seguridad cuando los árabes ocuparon Sicilia en el siglo IX. Los intentos posteriores musulmanes por conquistar el centro de Italia fracasaron como resultado de la resistencia papal. Aunque la conquista normanda del sur de Italia y Sicilia eliminó la amenaza inmediata. Los barcos musulmanes asaltaron la costa italiana hasta la década de 1820.

Este conflicto con el islam dio como resultado una importante participación italiana en las cruzadas. Las órdenes militares de los cruzados, como los templarios y la orden de San Juan, fueron pobladas por un gran número de caballeros italianos. Los comerciantes italianos también establecieron sus propios almacenes y agencias en el Mediterráneo oriental y el Mar Negro. Gracias a las Cruzadas, Venecia y Génova también aumentaron su influencia. Expandieron sus colonias, sus ingresos y su importancia para los reinos de los cruzados. Su riqueza superaba la de muchos reinos europeos.

La caída de los reinos cruzados, las conquistas turcas y la caída de Constantinopla en 1453 tuvieron dos consecuencias significativas: la influencia cada vez mayor de la cultura bizantina y griega en la sociedad italiana y la creciente amenaza turca a las posesiones territoriales italianas en el Mediterráneo. El conflicto entre italianos y musulmanes era complejo. Durante siglos, los italianos y los musulmanes fueron socios comerciales. Así que las guerras entre los turcos y los venecianos, por lo tanto, consistieron en una combinación de campañas sangrientas, corsarios, comercio y guerra marítima que duraron más de 350 años.

A pesar de un enemigo común, intereses comerciales y financieros comunes, un lenguaje común y una cultura común, la política italiana siguió siendo dispar y divisoria. Durante gran parte del siglo XV, los estados pasaron su tiempo luchando entre sí por los derechos territoriales en disputa. Aunque se referían a sí mismos como florentinos, lombardos, venecianos, genoveses o napolitanos, cuando se relacionaban con forasteros, como musulmanes, franceses, alemanes y otros europeos, se autoidentificaban como "italianos".


La organización de los ejércitos renacentistas

La falta de amenazas externas significativas llevó a la reducción en el tamaño de los ejércitos italianos. El costo de mantener ejércitos permanentes o emplear a sus ciudadanos en las milicias permanentes era demasiado caro y reducía la productividad de la población. Las ciudades-estado, los ducados y los principados italianos preferían emplear ejércitos profesionales cuando era necesario, ya que su contratación era extremadamente costosa. Los estados más grandes, como la República de Venecia, el Reino de Nápoles y los Estados papales tenían una fuerza permanente limitada, pero el resto de los estados italianos tenían poco más que guardias de la ciudad, o pequeñas guarniciones. Sin embargo, los ejércitos del Renacimiento italiano, cuando se organizaron, se dividieron en infantería y caballería. La artillería estaba en su infancia y tenía una aplicación severamente limitada. La caballería estaba compuesta por caballería pesada o blindada, genti d’arme (hombres de armas) y caballería ligera. Desde la Edad Media, los gentiles se dividieron en "lanzas" compuestas por un "jefe de lanza", o corporal, un jinete y un niño. Estaban montados en un caballo de guerra, un cargador y un jade respectivamente. El caballero soltero con su escudero era conocido como lancia spezzata, literalmente "brokenspear" o anspessade.

La infantería estaba dividida en pancartas. Cada estandarte estaba compuesto por un capitán, dos corporales, dos niños, diez ballesteros, nueve palvesai, soldados que portaban los grandes escudos medievales italianos llamados palvesi, y un sirviente del capitán. En general, la proporción de caballería a infantería era de uno a diez. A finales del siglo XV no había artillería organizada, ya que era relativamente nueva para los ejércitos europeos.

Una evolución en asuntos militares, o la llamada "revolución militar"

La artillería estaba en su infancia durante el siglo XV, pero en los primeros días del siglo XVI comenzó un desarrollo rápido e impresionante. La batalla de Ravenna en 1512 marcó el primer empleo decisivo de cañones como artillería de campo. Pronto la infantería y la caballería se dieron cuenta del poder de la artillería y procedieron a modificar sus tácticas para evitar o al menos reducir el daño. Además, el creciente poder de la artillería demostró la debilidad de los castillos medievales y condujo a una transformación de la arquitectura militar. La muralla tradicional del castillo era vertical y alta y podía ser aplastada por balas de cañón. En respuesta, apareció la nueva fortaleza de estilo italiano. Sus paredes eran más bajas y oblicuas en lugar de perpendiculares al suelo. Las paredes resistieron mejor a las balas de cañón, ya que su energía también podría desviarse por la oblicuidad de la propia pared. Luego, el diseño pentagonal se determinó como el mejor para una fortaleza, y cada ángulo del pentágono fue reforzado por otro pentágono más pequeño, llamado bastión. Apareció como el trabajo defensivo principal y estaba protegido por muchos trabajos defensivos externos, destinados a romper y dispersar el ataque del enemigo. Las murallas florentinas del siglo XV en Volterra tienen muchos elementos de bastión, pero la primera fortaleza de estilo italiano fue Civitavecchia, el puerto de la flota papal, a cuarenta millas al norte de Roma. Fue erigido por Giuliano da Sangallo en 1519, pero estudios recientes sugieren que Sangallo explotó un borrador más antiguo de Miguel Ángel.

El esquema clásico de la fortaleza de estilo italiano a la que se hace referencia a menudo como la huella italiana se estableció en la segunda mitad del siglo XVI. Su elegante eficacia fue reconocida por todos los poderes. Los soberanos europeos pidieron a los arquitectos militares italianos que construyeran estas nuevas fortalezas en sus países. Amberes, Parma, Viena, Györ, Karlovac, Ersekujvar, Breda, Ostende, S'Hertogenbosch, Lyon, Carolina, La Valletta y Amiens exhibieron el estilo y la habilidad de Giuliano da Sangallo, Francesco Paciotti, Pompeo Targone, Gerolamo Martini , y muchos otros arquitectos militares, que difundieron un estilo y una cultura a todo el continente. El estilo pentagonal fue desarrollado aún más por Vauban y pronto llegó a América, también, donde se construyeron muchas fortalezas y edificios militares en un esquema pentagonal.

Esta evolución en la arquitectura militar, generalmente conocida como "la Revolución Militar", significa orden y uniformidad. También se produjo una revolución en uniformes y armas. Los soldados de infantería venecianos que se embarcaron en galeras para la campaña naval de 1571 estaban vestidos de la misma manera; y las tropas papales que se muestran en dos frescos de 1583 se visten de amarillo y rojo, o de blanco y rojo, según la compañía a la que pertenezcan. Del mismo modo, el almirante papal Marcantonio Colonna, en 1571, ordenó a sus capitanes que les proporcionaran a todos sus soldados un "merion" en el estilo moderno, grandes matraces aterciopelados para el polvo, lo más finos posible, y todos con arcabuces de fósforo bien municionados. . . "Por supuesto, la uniformidad seguía siendo un sueño, especialmente cuando se comparaba con los estilos de los siglos XVIII o XIX, pero era un primer paso".

Aunque una revolución en la artillería y las fortificaciones siguió siendo un aspecto importante de la revolución militar, los capitanes enfrentaron el problema de aumentar la potencia de fuego. Los suizos fueron a la batalla en formaciones cuadradas, pero demostraron ser insatisfactorios contra la artillería. Del mismo modo, las armas portátiles no podían dispararse y recargarse lo suficientemente rápido, y pronto se hizo evidente que los ejércitos necesitaban una mezcla de lucios y armas de fuego. El creciente alcance y la efectividad de las armas de fuego hicieron que la velocidad en el campo fuera más importante. Estaba claro que cuanto más pudiera un capitán tener una masa de maniobras armada con fuego rápido, mejor sería el resultado en la batalla. Maquiavelo examinó esta cuestión; era un teórico militar tan malo como un formidable teórico político. Sugirió el uso de dos hombres a caballo: un jinete y un scoppiettiere, un "artillero de mano", en el mismo caballo. Fue el primer tipo de infantería montada en la era moderna. Giovanni de’Medici, el valiente capitán florentino conocido como Giovanni of the Black Band, adoptó este sistema. Otro capitán florentino contemporáneo, Pietro Strozzi, que redujo a los hombres a caballo a uno solo, desarrolló el mismo sistema. Luchó contra Florencia y España, luego pasó a la bandera francesa al final de las guerras italianas. Cuando estuvo en Francia, organizó una unidad basada en su experiencia previa. Estaba compuesto por jinetes armados, considerados soldados de infantería montados, denominados dragones.

domingo, 3 de febrero de 2019

PGM: Verdun

Verdun (1916)

Weapons and Warfare





Al elegir a Verdún como el principal objetivo alemán para 1916, el General Erich von Falkenhayn, Jefe del Estado Mayor y Ministro de Guerra alemanes, anticipó el hecho de que los británicos lucharían contra el último hombre en los ejércitos de sus aliados. Falkenhayn razonó que, para los británicos, los frentes europeos en la Primera Guerra Mundial representaban nada más que un espectáculo secundario, con los ejércitos ruso, italiano y francés como sus niños. Falkenhayn creía que los italianos y los rusos ya se estaban hundiendo en su propia ineptitud. Sólo quedó Francia.

"Francia casi ha llegado al final de su esfuerzo militar". Falkenhayn escribió al alemán Kaiser Wilhelm II en diciembre de 1915.

Si logramos abrir los ojos de su gente al hecho de que, en un sentido militar, no tienen nada más que esperar. . . se alcanzaría el punto de quiebre, y la mejor espada de Inglaterra sería arrancada de su mano. . . Detrás del sector francés en el Frente Occidental, hay objetivos para la retención de los cuales el Estado Mayor francés se vería obligado a incluir a cada hombre que tenga. Si lo hacen, las fuerzas de Francia se desangrarán hasta morir, ya que no se puede hablar de un retiro voluntario.

El objetivo que Falkenhayn eligió para poner a Francia en este dilema moral y militar fue la ciudad masivamente fortificada de Verdún, en el río canalizado Mosa. Verdun ajustó admirablemente la factura de Falken-hayn. Tenía una inmensa importancia histórica y emocional para los franceses y formó el eje norte de la doble línea de defensa de fortificaciones construidas para proteger la frontera oriental de Francia después de la Guerra franco-prusiana de 1870–1. Falkenhayn estimó que el ejército francés sería atacado hasta Verdún y destruido hasta la extinción por los alemanes. El mangle sería proporcionado por una serie de avances limitados, pero atrilistas, apoyados intensamente por la artillería y condimentados con sorpresa.

Las propuestas de Falkenhayn apelaron al Kaiser y a su hijo, el príncipe heredero Wilhelm, cuyo Quinto Ejército había golpeado a Verdun con poco éxito desde 1914. Pero el príncipe y su Jefe de Estado Mayor, el General Schmidt von Knobelsdorf, parecían ver la campaña de Verdun más en términos de destruir a los franceses con un bombardeo que de desangrarlos por desgaste. Wilhelm, que quería atacar a ambos lados de la Mosa, no solo en la orilla derecha, como propuso Falkenhayn, declaró que el objetivo de la campaña era "capturar la fortaleza de Verdún mediante métodos precipitados". En comparación con esta feroz fraseología, la noción de Falkenhayn de "una ofensiva en el área de la Mosa en dirección a Verdún" parecía enigmática. A pesar del mal y malévolo nombre en clave de la Operación Gericht (Juicio) dado a su ofensiva, el enfoque esencialmente poco entusiasta de Falkenhayn plantó las semillas del último fracaso alemán en Verdún. Básicamente, ese fracaso estaba enraizado en la tímida elección de Falkenhayn de un frente demasiado estrecho para el ataque inicial y también en su parsimonia extrema en la distribución de reservas.

Aunque el príncipe heredero Wilhelm y otros parecían sospechar este resultado, los preparativos para la campaña se llevaron a cabo como Falkenhayn había planeado originalmente. Lo hizo a un ritmo notable para aquellos tiempos de ocio. Las semanas, en lugar de los meses habituales, dividieron las consultas preliminares de Falkenhayn con el Kaiser en Potsdam el o alrededor del 20 de diciembre de 1915 desde la emisión de las órdenes finales el 27 de enero de 1916 y la fecha prevista de ataque del 12 de febrero.

Durante este período, los alemanes acumularon en los bosques que rodeaban Verdun una fuerza masiva de 140,000 hombres y más de 1,200 cañones, 850 de ellos en la línea del frente, junto con 2.5 millones de proyectiles traídos por 1,300 trenes de municiones y un brazo aéreo de 168 aviones. así como globos de observación. Se logró un nivel superlativo de secreto mediante el camuflaje hábil de las armas, la construcción de galerías subterráneas para albergar a las tropas en lugar de las trincheras de "salto de salida" más habituales, y las patrullas aéreas del amanecer al atardecer. Evitar que los pilotos franceses echen ojos espías sobre el área.



Sin embargo, estas preparaciones gigantescas se dirigían contra un mamut militar cuyos dientes habían sido extraídos. A principios de 1916, la tan impenetrable reverencia de Verdun se había debilitado seriamente. Había sido "desclasificado" como una fortaleza el verano anterior y se habían eliminado casi todas sus armas y guarniciones. Este fue principalmente el trabajo del general Joseph JC Joffre, C-in-C del ejército francés, quien, junto con otros, había presumido de la caída relativamente fácil en 1914 de las fortalezas belgas en Lieja y Namur que esta forma de defensa era redundante. en lo que se refiere a la guerra moderna. Entre agosto y octubre de 1915, por lo tanto, Verdun fue despojado de más de 50 baterías completas de armas y 128,000 cartuchos de municiones. Estos fueron parcelados a otros sectores aliados donde la artillería era corta. El proceso de desmontaje continuaba a finales de enero de 1916, momento en el que las más de 60 fortalezas de Verdún poseían menos de 300 cañones con municiones insuficientes.
El resultado fue que, en vísperas de la ofensiva alemana, las defensas francesas en Verdún eran peligrosamente débiles, desde las trincheras, los diques y los puestos de ametralladoras hasta la red de comunicaciones y las cercas de alambre de púas. Los hombres de visión lejana que protestaron por el precipitado desarme de Verdún lo hicieron en vano. Uno de ellos, el general Coutanceau, fue despedido como gobernador de Verdún y reemplazado en el otoño de 1915 por el anciano y aparentemente más manejable general Herr. Otro coronel Emile Driant, comandante de los batallones 56 y 59 de Chasseur de la 72.a división, 30º cuerpo, advirtió ya el 22 de agosto de 1915: "El golpe de martillo se entregará en la línea Verdun-Nancy". En los oídos de Joffre, Driant fue severamente reprendido en diciembre por despertar temores infundados. El general Herr se dio cuenta rápidamente de que la alarma de Coutanceau había sido perfectamente justificada, y de que necesitaba urgentemente refuerzos para preparar la línea de defensa que Joffre había ordenado en Verdún. Pero las súplicas de Herr hicieron poco para penetrar en la nube de suficiencia que se arremolinaba sobre la cuestión de defender a Verdún. Este estado de ánimo se mantuvo impermeable durante algunas semanas, a pesar de la información de los desertores alemanes sobre los movimientos de las tropas y la cancelación de la licencia y otros destellos a la terrible verdad.

El último momento casi había llegado antes de que un destello de sentido comenzara a filtrarse. El 24 de enero, el General Nöel de Castelnau, Jefe de Estado Mayor de Joffre, ordenó que se completara rápidamente la primera y la segunda línea de trinchera en la orilla derecha del Mosa, y una nueva línea en el medio.

El 12 de febrero, dos nuevas divisiones llegaron a Verdún, para gran alivio de Herr, para llevar a los franceses a 34 batallones contra 72 alemanes. Si el ataque alemán hubiera comenzado el 12 de febrero como se había planeado, sin duda habría golpeado las débiles defensas francesas para obtener una impresionante victoria.

Tal como estaba, el 12 de febrero no fue un día de batalla salvaje, sino de nevadas y niebla densa que permitieron una visibilidad de menos de 1,100 yardas. Se dijo que el área de Verdún “disfrutaba” de algunos de los climas más sucios de Francia. Durante una semana estuvo a la altura de su reputación con la nieve, más nieve, lluvias y tormentas.

No fue hasta el 21 de febrero, justo antes de las 0715, una gran concha, casi tan alta como un hombre, que estalló en uno de los dos cañones navales alemanes de 15 pulgadas (380 mm) y rugió en las 20 millas que separaban su posición camuflada de Verdún. . Allí, explotó en el patio del palacio del obispo. A esta señal, un bombardeo de artillería asesino surgió de las líneas alemanas y un tornado de fuego, incluyendo proyectiles de gas venenoso, comenzó a desollar las posiciones francesas a lo largo de un frente de seis millas. La tierra se convulsionó y el aire se llenó de llamas, humos y un holocausto de metralla y acero que, como los alemanes claramente esperaban, destruiría todo ser vivo dentro de su alcance. El bombardeo continuó hasta aproximadamente 1200, cuando se detuvo para que los observadores alemanes pudieran ver dónde, si es que dónde, sobrevivían los bolsillos de los defensores franceses. Entonces la artillería comenzó de nuevo, destrozando trincheras, refugios, alambres de púas, árboles y hombres hasta que toda la zona, desde Malancourt hasta Eparges, se convirtió en un desierto lleno de cadáveres.

Entre 1500 y 1600, el bombardeo se intensificó como un preludio al primer avance de infantería alemana a lo largo de un frente de 4.5 millas desde Bois d’Haumont hasta Herbebois. El avance comenzó en 1645 cuando pequeños grupos de patrullas salieron de las 656 a 1.203 yardas de la Tierra de nadie en olas con 87.5 yardas de distancia. Su propósito era descubrir dónde podría existir la resistencia francesa y señalarla a la artillería, lo que acabaría con los defensores sobrevivientes. Este enfoque tentativo, resultado de la excesiva precaución de Falkenhayn, no fue del gusto del general beligerante von Zwehl, comandante de los 7 cuerpos de reserva de Westfalia. Von Zwehl, cuya posición se encontraba frente a Bois d’Haumont, pagó brevemente las órdenes de Falkenhayn enviando primero patrullas de sondeo, pero solo pasó un corto tiempo antes de que ordenara a sus soldados de asalto combatientes que los siguieran. Los habitantes de Westfalia subieron al Bois d’Haumont, invadieron la primera línea de trincheras francesas y en cinco horas se habían apoderado de toda la madera.

A la derecha del Bois d’Haumont yacía el igualmente devastado Bois des Caures. Aquí, 80,000 proyectiles habían caído dentro de un área de 500,000 pies cuadrados. En este terreno baldío, las patrullas avanzadas de los 18 Cuerpos alemanes esperaban no encontrar nada más que montículos de cuerpos destrozados en el barro. En su lugar, se enfrentaron a un feroz desafío de los Chasseurs del Coronel Driant. De los 1,200 hombres originales bajo el mando de Driant, menos de la mitad había sobrevivido al bombardeo de artillería. Ahora, estos sobrevivientes lanzaron fuego de ametralladoras y ametralladoras a los alemanes que se infiltraban desde los refugios de hormigón y las pequeñas fortalezas que Driant había esparcido astutamente entre los árboles.

De manera similar, una resistencia aislada y feroz estaba ocurriendo en todo el frente, causando a los alemanes más retraso y más bajas, 600 antes de la medianoche, de lo que habían creído posible. Al caer la noche del 21 de febrero, el único agujero perforado decisivamente en la línea francesa estaba en el Bois d’Haumont, donde los habitantes de Westfalia del general Zwehl estaban ahora firmemente atrincherados. En otros lugares, los alemanes habían capturado la mayoría de las trincheras delanteras francesas, pero fueron retenidos cuando la oscuridad puso fin a la lucha del primer día que había rendido solo a 3.000 prisioneros.

En los próximos dos días, los alemanes atacaron con mucha más fuerza y ​​mucha más iniciativa. El 22 de febrero atacaron con fuego de bala el pueblo de Haumont, en el borde del bosque, y expulsaron a los defensores franceses restantes con bombas y lanzallamas. Ese mismo día, el Bois de Ville quedó abrumado y en el Bois des Caures, que los alemanes envolvieron en ambos lados, el Coronel Driant ordenó a sus cazadores que se retiraran a Beaumont, aproximadamente a media milla detrás del bosque. Sólo 118 cazadores lograron escapar. Driant no estaba entre ellos. El 23 de febrero, los alemanes saturaron Samogneux con una lluvia de disparos, capturaron a Wavrille y Herbebois, y rodearon la aldea de Brabante, que los franceses evacuaron. Al día siguiente, 24 de febrero, a pesar de su resistencia centímetro a centímetro, el ritmo del desastre se aceleró para los franceses con 10.000 prisioneros, la caída final de su primera línea de defensa y el colapso de su segunda posición en cuestión de horas.

Los alemanes estaban ahora en posesión de Beaumont, el Bois de Fosses, el Bois des Caurieres y parte del camino a lo largo del barranco de La Vauche que llevaba a Douaumont.

Aunque parezca increíble, al principio la magnitud del desastre no se hundió en la sede de Joffre en Chantilly, donde el personal se había convencido a sí mismo de que el ataque alemán era una mera desviación. "Papá" Joffre, quien durante mucho tiempo creyó que una seria ofensiva alemana era más probable en el valle de Oise, Reims o Champagne, mantuvo su habitual imperturbabilidad hasta tal punto que a las 2300 horas del 24 de febrero, estaba profundamente dormido cuando el general de Castelnau llegó con el martilleo En la puerta de su dormitorio con malas noticias del frente. Armado con "plenos poderes" de Joffre, quien luego regresó tranquilamente a la cama, De Castelnau corrió durante la noche a Verdún.



Aproximadamente a la hora en que llegó allí, a primeras horas del 25 de febrero, una patrulla de 10 hombres del 24º Regimiento de Brandeburgo de 3 Cuerpos entró en Fort Douaumont y tomó posesión de ella y sus tres cañones mientras que la guarnición francesa de 56 artilleros de reserva dormía. Este episodio absurdo, que la propaganda alemana exageró en una victoria muy reñida, sorprendió a los franceses en la desesperación melancólica y la comprensión del verdadero estado de cosas. En Chantilly, muchos oficiales abogaron abiertamente por abandonar Verdún.

Allí, de Castelnau llegó a la conclusión de que el flanco derecho francés debía retroceder y que la línea de fuertes debía mantenerse a toda costa. Sobre todo, los franceses deben retener la orilla derecha del Mosa, donde De Castelnau sintió que una defensa decisiva podía, y debía, estar anclada en las crestas. El desventurado general Herr fue reemplazado de inmediato por el general Henri Philippe Pétain, de 60 años. De Castelnau canibalizó el Segundo Ejército de Pétain con el Tercer Ejército para formar para él un nuevo Segundo Ejército.

Pétain asumió la responsabilidad de la defensa de Verdún en 2400 el 25 de febrero, después de llegar esa tarde para encontrar el cuartel general de Herr en Dugny, al sur de Verdún, en un caos de pánico y recriminación. Sin embargo, Pétain consideró que la situación era mucho menos desesperada de lo que parecía, a pesar de que la pérdida de Fort Douaumont y su punto de observación sin precedentes fue un golpe serio. Decidió que las fortalezas de Verdún supervivientes deberían ser fuertemente guarnecidas para formar los principales baluartes de una nueva defensa. Pétain trazó nuevas líneas de resistencia en ambas orillas del Mosa y dio órdenes de establecer una posición de presa a través de Avocourt, Fort de Marre, las afueras del NE de Verdun y Fort du Rozellier. La línea Bras – Douaumont estaba dividida en cuatro sectores: ella Woevre, Woevre – Douaumont, a horcajadas sobre el Mosa y la orilla izquierda del Mosa. Cada sector fue confiado a las tropas nuevas del 20º ("Hierro") Cuerpo. Su trabajo principal era retrasar el avance alemán con contraataques constantes.
Pétain se encargó de que los cuatro comandos se suministraran con artillería fresca a medida que llegaba por la carretera Bar-le-Duc, que pronto fue rebautizada como "Camino Sagrado". Tres mil Territoriales trabajaron incesantemente para mantener su superficie sin metal en reparación constante, de modo que pudiera resistir el uso punitivo de los convoyes de camiones, 6.000 de ellos en un solo día. A lo largo de La Voie Sacrée, vinieron los refuerzos necesarios para reemplazar a los 25,000 hombres que los franceses habían perdido para el 26 de febrero, cinco de los cuales eran cuerpos nuevos para el 29 de febrero. Ya, Pétain estaba completando su stock de artillería de los 388 cañones de campo y 244 cañones pesados ​​que estaban en Verdun el 21 de febrero hacia el pico que alcanzó unas semanas más tarde, de 1,100 cañones de campo, 225 cañones de 80-105 mm y 590 cañones pesados. . También estableció la 59 División para trabajar en la construcción de nuevas posiciones defensivas.

Su inyección de nueva estrategia, nueva sangre, nuevos suministros y nuevas esperanzas en la defensa de Verdun pronto comenzó a desconcertar a los alemanes. En cualquier caso, su ímpetu fue reduciéndose gradualmente. El 29 de febrero, su avance se detuvo agotado después de que la última de su energía inicial se hubiera gastado en tres días de violentos ataques contra Douaumont, Hardaumont y Bois de la Caillette.

En ese momento, aparte de su propio estado de ánimo de "pesimismo agudo", el factor más perjudicial para los alemanes fue la artillería francesa situada en la orilla izquierda del Mosa. Aquí, más y más alemanes fueron atacados a medida que avanzaban por la orilla derecha. La solución era obvia, como Pétain había temido durante mucho tiempo y el príncipe heredero Wilhelm y el general von Knobelsdorf habían instado mucho. El 6 de marzo, después de una explosión de artillería de dos días con ampollas, el 6 de Reserva Alemán y el 10 Cuerpo de Reserva, empujaron en parte a través de la inundada Mosa y en una tormenta de nieve en remolino, atacaron a lo largo de la orilla izquierda. Se planeó una pata paralela de este nuevo ataque para atacar a lo largo de la orilla derecha hacia Fort Vaux, cuyos artilleros habían estado atacando el flanco izquierdo alemán.

A pesar de la revuelta de la artillería francesa en el Bois Bourrus, los alemanes aceleraron a lo largo de la orilla izquierda y barrieron las aldeas de Forges y Regneville, terminando con la caída de la noche en posesión de la Altura 265 en la Côte de l’Oie. Esta cresta fue de crucial importancia, ya que condujo a través del Bois des Corbeaux adyacente hacia el largo montículo conocido como Mort Homme. Mort Homme poseía dobles picos y ofrecía dos ventajas a los alemanes. Primero, albergó una batería particularmente activa de cañones franceses, y en segundo lugar, desde sus alturas, se extendía una magnífica vista panorámica del campo circundante. Esto le dio a quien lo poseía un punto de observación de premio.

Pero Mort Homme pronto estuvo a la altura de su nombre espeluznante. Después de asaltar el Bois des Corbeaux el 7 de marzo y perderlo en un determinado contraataque francés al día siguiente, los alemanes prepararon otro intento contra Mort Homme el 9 de marzo, esta vez desde la dirección de Béthincourt en el noroeste. Se apoderaron del Bois des Corbeaux por segunda vez, pero a un costo tan grave que no pudieron continuar.

Los resultados fueron deprimentemente similares en la orilla derecha del Mosa, donde el esfuerzo alemán se desvaneció bajo los muros de Fort Vaux. Las dificultades en el suministro de municiones habían provocado que el ataque se aflojara dos días después del asalto del banco izquierdo. Con eso, se arruinó el efecto paralelo de la ofensiva alemana.

Inexorablemente, quizás inevitablemente, la lucha en torno a Verdún estaba adquiriendo esa cualidad de trabajo y matanza, y de vidas desechadas por ganancias mezquinas y de corta duración que era una característica tan familiar de la lucha en la Primera Guerra Mundial.

Tanto Pétain como, a su manera, Von Falkenhayn, eran devotos de desgaste por armas de fuego en lugar de mano de obra, pero entre marzo y mayo, la lucha en Verdún, como la de un monstruo de Frankenstein que renunciaba a su amo, asumió una voluntad propia e invirtió esto. preferencia. Las bajas alemanas aumentaron de 81.607 a fines de marzo a 120.000 a fines de abril, y las francesas de 89.000 a 133.000, cuando las dos partes se golpearon entre sí por la posesión de Mort Homme. A finales de mayo, cuando los alemanes tomaron por fin esta posición vital, sus pérdidas superaron a las de sus enemigos. En la margen derecha del Mosa, en los mismos tres meses, los combates giraron de un lado a otro sobre el "Cuadrilátero mortal", un área al sur de Fort Douaumont, al ritmo de los bombardeos maníacos e interminables de artillería, que nunca se resolvieron de manera decisiva. de un lado o del otro.

El proceso debilitó enormemente a ambos contendientes. El comportamiento rebelde y los chismes derrotistas se hicieron más comunes en las filas francesas y los oficiales franceses aprobaron tácitamente este estado de ánimo. Cada vez más alemanes, muchos de ellos aterrorizados y torpes, los muchachos de 18 años se estaban enfermando de cansancio, el ruido de las armas y la inmundicia en que se vieron obligados a vivir.

La enervación y la consternación afectaron tanto a las cabezas como a los cuerpos de los dos esfuerzos de guerra opuestos. Para el 21 de abril, el príncipe heredero Wilhelm había decidido que toda la campaña de Verdún era un fracaso sangriento y debía terminar. "Un éxito decisivo en Verdún solo podía garantizarse al precio de grandes sacrificios, fuera de toda proporción con las ganancias deseadas", escribió. Estos sentimientos fueron repetidos por el general Pétain, a quien Joffre estaba molestando para montar una agresiva contraofensiva. Pétain se opuso al aumento del sacrificio humano que eso implicaba y se aferraba al principio de defensa paciente y firme. Pétain estaba en una posición difícil. Verdún ya se había convertido en un símbolo nacional de resistencia implacable a los alemanes, y Pétain a sí mismo en un ídolo nacional. Por otro lado, Verdún estaba amenazando con engullir a todo el Ejército francés y, ciertamente, presentaba un grave desgaste de la mano de obra reservada por Joffre para la próxima ofensiva anglo-francesa en el Somme.

Para ambos bandos en Verdún, estas vacilaciones en la parte superior abrieron el camino para que los hombres, más despiadadamente decididos a escalar la lucha a niveles aún más brutales. El 19 de abril, Pétain fue nombrado Comandante del Centro del Grupo de Ejércitos, una posición que lo colocó en el control remoto en lugar del control directo de las operaciones. Su lugar como comandante del Segundo Ejército fue ocupado por el general Robert Georges Nivelle, cuyo estilo de guerra de saqueador atrajo la atención de Joffre durante su serie de ataques audaces, aunque caros, a lo largo de la margen derecha del Mosa. Nivelle se hizo cargo el 1 de mayo y llegó al cuartel general en Souilly con el descarado anuncio: "¡Tenemos la fórmula!". También fue responsable de una cita que a veces se le atribuye a Pétain: "¡No pasé de aquí!"

La fórmula de Nivelle se mostró en todos sus desperdicios sangrientos el 22/23 de mayo, cuando el general Charles Mangin organizó un ataque extravagante en Fort Douaumont. Después de un bombardeo de cinco días, que apenas rompió las defensas del fuerte, las tropas de Mangin salieron de sus trincheras de lanzamiento directo a un huracán de disparos mortales de Alemania. En cuestión de minutos, al 129º Regimiento francés solo le quedaban 45 hombres. Un batallón había desaparecido. Los restos de la 129a cargaron contra el fuerte y establecieron un puesto de ametralladora en una casamata contra la cual los alemanes defensores se lanzaron en un tono de locura suicida. De los 160 Jägers, Leibgrenadiers y hombres del 20º Regimiento alemán que intentaron superar el nido francés, solo 50 regresaron vivos al fuerte. Para la tarde del 22 de mayo, Fort Douaumont estaba en manos francesas, pero los alemanes realizaron violentos contraataques, limitando su ataque con ocho dosis masivas de explosivos lanzados desde un minicentral a 80 metros de distancia. Mil franceses fueron tomados prisioneros, y solo una patética dispersión de sus compañeros logró alejarse del fuerte.

Este sangriento fiasco abrió una brecha de 500 yardas en las líneas francesas y debilitó enormemente su fuerza en la orilla derecha del Mosa. Junto con el hecho de que la posesión alemana de Mort Homme anuló en gran medida la potencia de fuego francesa en la cordillera de Bois Borrus, la lucha autodestructiva en Fort Douaumont dio un gran estímulo a la llamada ofensiva "Copa de Mayo" que los alemanes planearon para principios de junio.

La inspiración detrás de la "Copa de Mayo" fue el general von Knobelsdorf, quien había eclipsado temporalmente al príncipe heredero Guillermo. Como el nuevo número opuesto de Nivelle, von Knobelsdorf pronto mostró una resolución igualmente implacable de vencer al enemigo por la fuerza bruta. La "Copa de Mayo" comprendió un poderoso empuje en la orilla derecha del Mosa por cinco divisiones en menos de la mitad de la fachada de ataque del 21 de febrero. Su propósito era levantar el último velo de Verdún: Fort Vaux, Thiaumont, la cresta Fleury y Fort Souville.
El 1 de junio, los alemanes cruzaron el barranco de Vaux y, tras una frenética competencia, obligaron al comandante Sylvain Raynal, comandante de Fort Vaux, a rendirse el 7 de junio. Para el 8 de junio, el general Nivelle había montado seis intentos fallidos de alivio, a un costo terrible. Se le impidió hacer un séptimo intento solo cuando Pétain lo prohibió expresamente. En otros lugares, totablemente alrededor del Ouvrage de Thiaumont, los combates causaron terribles pérdidas para ambos bandos. Solo los franceses perdían 4.000 hombres por división en una sola acción. Para el 12 de junio, las reservas frescas de Nivelle ascendían a una sola brigada, no más de 2,000 hombres.

Con los alemanes ahora preparados para tomar Fort Souville, la última gran fortaleza que protege a Verdún, el desastre definitivo parecía inminente para los franceses. La salvación en el último momento llegó en forma de dos ofensivas aliadas en otros teatros de guerra. El 4 de junio, en el frente oriental, el general ruso Alexei A. Brusilov lanzó 40 divisiones en la línea austriaca en Galicia, en un ataque sorpresa que aplastó a sus defensores. Los rusos tomaron 400.000 prisioneros. Para apuntalar su esfuerzo de guerra, ahora amenazado con un colapso total, el mariscal de campo Conrad von Hötzendorf, el C-en-C austriaco, le rogó a Falkenhayn que enviara refuerzos alemanes. A regañadientes, Falkenhayn separó tres divisiones del frente occidental. Mientras tanto, los franceses habían estado haciendo algunas súplicas por su propia cuenta. En mayo y junio, Joffre, de Castelnau, Pétain y el primer ministro francés, Aristide Briant, habían pedido al general Sir Douglas Haig, el británico C-in-C, que avanzara en la ofensiva de Somme desde su fecha de inicio proyectada de mediados de agosto. Haig finalmente cumplió el 24 de junio, y ese día comenzó el bombardeo preliminar de una semana.

En esta coyuntura, un ataque alemán de 30,000 hombres en Fort Souville, que había comenzado con fosgeno, la “Cruz Verde”, los ataques de gas el 22 de junio ya se habían derrumbado. A pesar de sus efectos horripilantes sobre todo lo que vivió y respiró, el nuevo bombardeo de fosgeno no fue ni lo suficientemente intenso ni lo suficientemente prolongado como para paralizar suficientemente el poder de la artillería francesa. Este déficit, junto con el fracaso alemán para atacar en un frente lo suficientemente amplio, su reciente pérdida de superioridad aérea frente a los franceses, su disminución de la reserva de mano de obra y los estragos que la sed provocaba en sus líneas, se combinaron para frenar el empuje alemán contra Fort Souville en 22 de junio. En julio y agosto, los alemanes intentaron cada vez más pequeños intentos de arrebatar el premio que había sido tan tentadoramente cercano, pero todo terminó en un fracaso y agotamiento. La moral alemana estaba en su punto más bajo. El 3 de septiembre, la ofensiva alemana finalmente se desvaneció en un débil paroxismo de esfuerzo. Verdun propiamente dicho llegó a su fin.

Para los alemanes, esta miserable caída de cortina en el drama de Verdún fue asistida por el hecho de que después del 24 de junio, las exigencias de los combates en otros lugares les negaron nuevos suministros de municiones y, después del 1 de julio, a los hombres.

Todo lo que quedaba era que los franceses se rearmaran, reforzaran sus tropas y contraatacaran para recuperar lo que habían perdido. Para el 24 de agosto de 1917, después de una brillante serie de campañas planeadas por Pétain, Nivelle y Mangin, la única marca en el mapa que mostraba que los alemanes habían ocupado algo en el área de Verdun denotaba el pueblo de Beaumont.

Durante esta contraofensiva, los fuertes anteriormente difamados se reincorporaron como poderosas armas de defensa. A medida que los franceses los volvían a capturar, descubrieron lo poco que habían sufrido por los fuertes golpes de artillería que habían recibido. Este descubrimiento volvió a poner de moda las fortalezas entre los estrategas militares franceses. Lo hizo de manera más notable, y más tarde de manera mortal para Francia, en la mente de André Maginot, Ministro de Guerra de noviembre de 1929 a enero de 1931 y en ese tiempo patrocinador de la Línea de fortificaciones Maginot.

Por supuesto, la durabilidad similar a una fortaleza no se otorgó ni a las 66 divisiones francesas ni a las 43.5 alemanas que lucharon en Verdún entre febrero y junio de 1916, ni al terreno que tanto disputaron durante tanto tiempo. Ambos sufrieron cicatrices permanentes. La tierra alrededor de Verdún, barrida una y otra vez por los bombardeos de saturación (más de 12 millones de tiros de la artillería francesa sola) se convirtió en un terreno lunar asolado e infértil. En 1917, el suelo de Verdún se sembró densamente con carne muerta y se irrigó con sangre derramada, habiendo cobrado más de 1,25 millones de víctimas. Entre febrero y diciembre de 1916, los franceses habían perdido a 377,231 hombres y los alemanes a unos 337,000 en un golpe de sus filas. En estas circunstancias, el Frente Occidental dejó de ser un espectáculo secundario para los británicos, y nunca lo había sido. Se vieron obligados a asumir el papel de estrella en el esfuerzo de guerra aliado que los franceses habían desempeñado anteriormente. Una repetición de Verdún era simplemente inconcebible.

sábado, 2 de febrero de 2019

Los gladiadores romanos nunca dijeron "Morituri te salutant"

Los gladiadores nunca dijeron “los que van a morir te saludan”


Javier Sanz — Historias de la Historia



Hace un tiempo hablaba sobre un error en la interpretación de un cuadro del siglo XIX (aquello del pulgar hacia arriba y hacia abajo para indicar vida o muerte de los gladiadores), pues hoy vamos a repetir protagonistas en esta historia: los gladiadores, un cuadro del siglo XIX… y Jean-Léon Gérôme, el autor de ambos cuadros. El cuadro en cuestión del genial pintor francés es “Ave Caesar, morituri te salutant” (1859). En el cuadro se representa una escena típica de un anfiteatro donde los gladiadores se dirigen al Emperador al grito de “Ave César, los que van a morir te saludan” antes de empezar sus correspondientes combates.



Ave Caesar, morituri te salutant

Supongo que, como en la anterior ocasión, el cuadro también ha influido para que la literatura, el cine y la memoria popular hayan creído que “Ave Caesar, morituri te salutant” era un saludo ritual de los gladiadores ante el Emperador. Pues siento decir que los gladiadores nunca lo pronunciaron… lo hicieron los naumachiarii (participantes en las naumaquias).

¿Y qué son las naumaquias?

Las naumaquias (del latín naumachia, “batalla naval”) serían como una mezcla entre la película Battleship y el juego de mesa “Hundir la flota” pero sin efectos especiales, en tiempo real y a tamaño natural. En el 46 a.C., y tras ser nombrado dictador de Roma, Julio César decidió agasajar al pueblo con un espectáculo nunca visto, la primera naumaquia. La idea de César era poder recrear combates navales, y para ello ordenó cavar un enorme foso circular en el Campo de Marte que comunicaba con el río Tíber mediante un canal. Una vez terminado, se abrió la presa y las aguas del Tíber inundaron el foso a modo de lago artificial. Era tal el tamaño de aquel teatro de representaciones navales que albergó birremes, trirremes en incluso los portaaviones de la época, los cuatrirremes. En esta primera naumaquia participaron unos 2.000 combatientes y más de 4.000 remeros, la inmensa mayoría de los participantes eran “reclutados” de entre los prisioneros de guerra y condenados a muerte.



Naumaquia de Ulpiano Checa

En el año 2, por orden del emperador Augusto, se recreó la batalla naval de Salamina entre griegos y persas. Sabemos de esta battleship por Res Gestae Divi Augusti (Las obras del Divino Augusto), una especie de autobiografía del emperador…

Ofrecí al pueblo el espectáculo de una naumaquia, al otro lado del Tíber, donde hoy está el Bosque Sagrado de los Césares, en un estanque excavado de 1.800 pies de largo y 1.200 de ancho [unas 18 hectáreas]. Tomaron parte en ella 30 naves, trirremes o birremes, guarnecidas con espolones, y un número aún mayor de barcos menores. A bordo de estas flotas combatieron, sin contar los remeros, unos 3.000 hombres.

Sería Nerón el que inauguraría otra versión de estos combates, los desarrollados en un anfiteatro construido al efecto. El cenit de este espectáculo llegaría en los años 80 (del siglo I) cuando los emperadores Tito y Domiciano celebraron naumaquias en el Coliseo (originalmente llamado Amphitheatrum Flavium porque su construcción implicó a los emperadores de la dinastía flavia). Por el tamaño del recinto, en estas representaciones había menos actores y las naves apenas podían virar. Así que, los espectadores tenían que conformarse con el abordaje y la lucha cuerpo a cuerpo. Debido a las dificultades de inundar el Coliseo y el elevado coste de construir lagos artificiales o anfiteatros adecuados, las naumaquias fueron cayendo en el olvido.

Y estos naumachiarii eran los que pronunciaban la frase ritual que, erróneamente, hemos atribuido a los gladiadores que luchaban en la arena…


Morituri te salutant

El historiador Suetonio fue el primero, y único, que hizo referencia a ello en su obra Vidas de los doce Césares, cuando los naumachiarii se dirigieron al emperador Claudio en el combate naval que organizó durante el 52 en el lago Fucino. No es de extrañar que pronunciasen esta sentencia de muerte, pues combatientes y remeros eran prisioneros de guerra condenados a muerte. Su destino era ahogarse o morir matando. Así que, siento decir que no existe ninguna referencia de la época en la que los gladiadores lo pronunciasen. De hecho, morían muchos menos gladiadores de lo que pensamos… eran un bien demasiado preciado.