sábado, 24 de mayo de 2025
viernes, 23 de mayo de 2025
Virreinato del Río de la Plata: El naufragio de piratas en Mar del Plata
Speedwell. El naufragio de los piratas británicos que precedió a la fundación de Mar del Plata
En 1742, antes de la llegada de los jesuitas y la fundación del Puerto de la Laguna de los Padres, un grupo de marinos ingleses padeció mil desventuras hasta que fue capturado.
Pablo Junco || La Nación

El Wager poco antes de encallar.
El 18 de septiembre de 1740 salió de Inglaterra una escuadra con seis embarcaciones a cargo del almirante George Anson rumbo al Pacífico. El objetivo era claro: saquear las colonias españolas de América del Sur.
El MS Wager integraba una escuadrilla de seis barcos que el Comodoro Anson había enviado el 18 de setiembre de 1740 a las colonias españolas del Pacífico, para apoderarse de sus riquezas.
El 14 de mayo de 1741, a causa de un temporal, una de las naves –la fragata Wager– se separó de la flota y naufragó en el Golfo de Penas dentro del archipiélago de Guayaneco, muy cerca de caleta Tortel (Chile). La situación de la tripulación no pudo ser más caótica y penosa, al punto de no poder evitar un motín. Luego de encallar en esa suerte de restinga frente a los desolados cantiles de aquella ribera, se trasladaron a una isla a doscientas millas de Chile. Del naufragio se salvaron los botes, todo el malotaje, armamentos, víveres, una campana de bronce y lo que tenían en cubierta.
La isla les sirvió de refugio. Utilizaron maderas para levantar unas viviendas muy precarias y se dedicaron por completo a reparar las embarcaciones. Por suerte, en el lugar había habitantes indígenas pacíficos que les proporcionaban alimentos. Fue entonces cuando se escuchó un disparo que inició el principio de sus desventuras. El capitán Cheap con su pistola humeante en la mano, le había disparado al oficial Cozens, quien sangraba profusamente por una herida en el pecho. Mientras Cozens se quejaba del dolor, el segundo capitán de la fragata, Pemberton, un sargento de brigada y el carpintero Cummius se juntaron para ponerse de acuerdo y desarmar al capitán Cheap.

Capitán David Cheap. Wikipedia
Por la noche, entre varios hombres encabezados por Pemberton, lograron desarmar y reducir a Cheap. Finalmente, se tomó la decisión de volver a Inglaterra. No había chances de reunirse con la escuadra de Anson: encontrarla en el Pacífico era como buscar una aguja en un pajar. Resolvieron entonces construir una embarcación pequeña con los restos de la fragata Wager, que solo alcanzaban para una balandra pequeña o, a lo sumo, una goleta.
Un largo regreso a casa
Al cabo de cinco meses, el carpintero Cummius armó, en un improvisado astillero, una goleta que bautizaron con el nombre de Speedwell. Fueron cinco interminables meses desprovistos de las más elementales normas de convivencia. Quien llevaba el mando de los trabajos, era el designado capitán Pemberton. Había dispuesto una guardia para mantener vigilado a Cheap y sus hombres. Algunos de ellos se dedicaban a la pesca y a la caza, el resto ayudaba a Cummius en la construcción de la nave y los que quedaban sin tareas, montaban guardia cuidando a Cheap.
El Wager quedó encallado el 14 de mayo de 1741 a 200 millas al sur de Chiloé.
Ese capitán había sido tan malvado en todo el viaje, que todos preferían estar a las órdenes de Pemberton. Cuando terminaron la goleta, se pasaron largas horas observándola. Se sentían dueños de ella, ya que la habían construido con sus propias manos. No pasó mucho tiempo hasta tener todo listo para partir. Pemberton no quería correr riesgos de un motín a bordo. Se decidió que el capitán Cheap y sus oficiales irían en la falúa y en el bote del Wager. El resto, navegarían a bordo de la Speedwell.
Comenzaron su largo retorno siguiendo la línea de la costa hacia el sur. La goleta navegaba extraordinariamente bien, pero su línea de flotabilidad no era la indicada. Era demasiado peso el que movía, y si el mar se embravecía, corrían un serio riesgo de hundimiento. Pemberton lo sabía. Decidió volver hacia la orilla y dejar a doce hombres librados a su suerte.
Mar del Plata a la vista
La navegación diaria se hacía muy difícil. Las existencias de comida se habían terminado y se alimentaban muy mal. En esas condiciones, Pemberton decidió tocar tierra nuevamente y comenzaron a buscar un lugar adecuado para fondear el buque. Finalmente encontraron lo que estaban buscando. Era una costa extraña. Cuando se estaban acercando, podían divisarse con el catalejo gran cantidad de lobos marinos, caballos salvajes, perros cimarrones, cerdos montaraces o pecaríes, lo cual les llamó mucho la atención. Los hombres estaban famélicos, algunos se encontraban sin fuerzas ya. Cuando vieron tanta vida salvaje sin poder resistirse, se tiraron al agua para ser los primeros en cazar algo que llevarse a la boca. Uno se ahogó.
Los tripulantes del Speedwell llegaron a las costas de Mar del Plata en 1742
Ricardo Hogg. Colección César Gotta.
A esta altura ya estaban hartos de comer foca hedionda. De los 43 hombres que partieron de Puerto Deseado, solamente quince se encontraban en buenas condiciones para nadar, mientras que los otros se encontraban con claras muestras de desnutrición y cansancio. Los que siguieron nadando llegaron a la costa y pudieron conseguir alimento y agua. Podían considerarse salvados.
Era un 10 de enero de 1742, cuando la goleta Speedwell llegó a esas playas a una distancia relativamente corta de la costa y a una profundidad de ocho brazas se detuvieron y la denominaron “Bahía del Bajío” por haber coincidido la llegada con una bajamar. Los hombres que se encontraban en la goleta, desenrollaron la baderna para hacer una balsa improvisada que sirvió para desembarcar parte de los tripulantes. Llevaban, además, armas, municiones, implementos para pescar, cuchillos y hachas. El 12 de enero decidieron echar ancla frente a esas costas bravías.
Una vez obtenidas las provisiones, el grupo de tierra se dividió. Se asignó a cinco hombres la tarea de llevar algunos víveres a bordo del Speedwell. El resto, Guy Broadwater, Samuel Cooper, Benjamín Smith, John Duck, Joseph Clinch, John Andrews, John Allen e Isaac Morris, serían los encargados de buscar alimentos en tierra.
Abandonados a su suerte
Al pretender volver a la nave, no pudieron hacerlo por estar el viento al sudeste, temible por su violencia en esta costa. Y luego sucedió lo inconcebible. La goleta levó anclas, se alejó del fondeadero, y se perdió de vista. Era evidente que habían sido abandonados.Ese golpe inesperado dejó a esos ocho sobrevivientes –los ocho primeros “turistas” de Mar del Plata– en una parte del mundo salvaje y desolada, fatigados, enfermos y desprovistos de víveres. El lugar habitado más cercano del que tenían noticias era Buenos Aires, a unas 300 millas al noroeste, pero estaban por el momento en muy pobre condición para emprender ese viaje.

Los ocho marinos abandonados en la costa marplatense improvisaron un refugio en las cavernas de la barranca costera.Ricardo Hogg. Colección César Gotta.
No tuvieron mas remedio que enfrentar la situación y construyeron un refugio al pie de la barranca, excavando una de las tantas cavernas naturales que había en el lugar, cuya formación de arcilla arenosa lo permitía. Para alimentarse, se dedicaron a la pesca y a cazar pecaríes. A pocos metros tenían un ojo de agua dulce.
Al comienzo de la primavera intentaron dos veces llegar a Buenos Aires para entregarse a las autoridades españolas y terminar así ese calvario. Mientras caminaban sin éxito –prácticamente sin un rumbo fijo– luego de haber recorrido un tercio del camino, retornaron desanimados por no conocer el terreno.
Una tarde, la desgracia ensombreció el razonable equilibrio que habían conseguido, pues al regresar de una de sus acostumbradas excursiones de caza por los alrededores, Isaac Morris y Duck se encontraron frente a un macabro hallazgo: tirados en el piso y sangrando copiosamente de sus gargantas se encontraban muertos Broadwater y Smith. ¡Estaban degollados! Clinch y Allen habían desaparecido... ¡Y la caverna había sido saqueada! Ante estas terribles circunstancias, Cooper, Duck, Andrews y Morris, se sintieron empujados a emprender el proyectado camino a Buenos Aires.
Epílogo de una larga desventura
Al día siguiente prepararon las pocas cosas que les quedaban e iniciaron la marcha, seguidos de algunos perros y un par de chanchos. Pero siempre volvían al punto de partida. No estaban seguros de exponerse por la costa, teniendo en cuenta, además, que eran sólo cuatro. No podían protegerse de las amenazas, y así, a un año de haber llegado a esas costas, los náufragos fueron capturados por la tribu del cacique Cangapol quien, después de tenerlos prisioneros por un tiempo, los vendió como esclavos.

El investigador Alberto E. Flugel junto al autor de la nota, Pablo Junco, en la Reducción de Nuestra Sra. del Pilar de Puelches. Gentileza Pablo Junco
Fueron pasando de mano en mano hasta que todos se perdieron de vista. John Duck, que era de raza negra, terminó vendido como esclavo cerca de Córdoba en manos de un acaudalado del norte de Buenos Aires. Cooper, Andrews y Morris años después fueron rescatados por un buque negrero inglés que pasó por Buenos Aires, llamado Grey y más tarde destinados a trabajos forzados en el buque inglés Asia, que estaba en el puerto de Montevideo. Morris pudo embarcar hacia Londres el 28 de abril de 1746, previo paso por Montevideo.
Siete meses más tarde de esta aventura, unos padres jesuitas decidieron instalarse muy cerca de esas tierras y fundar una orden a la que llamarían Nuestra Señora del Pilar de Puelches, lo que más tarde sería el Puerto de Laguna de los Padres, y finalmente Mar del Plata. Pero esa es otra historia…
jueves, 22 de mayo de 2025
UK: La construcción de la torre de Westminster
Construir la "torre"
War History
Ilustración del posible aspecto de la Torre, c. 1300, por Ivan Lapper.
Avanzando lentamente y sofocando ferozmente las chispas de resistencia a su paso, Guillermo tardó hasta mediados de diciembre en llegar a Southwark, en la orilla sur del Támesis. Encontró el Puente de Londres de madera, el único cruce del río, bloqueado. Cautelosamente, marchó hacia el oeste, quemando y saqueando, hasta que en Wallingford se encontró con un sumiso arzobispo de Canterbury, Stigand, enviado por el Witan para ofrecerle la corona. El día de Navidad de 1066, Guillermo I fue coronado por Stigand en la recién construida Abadía de Westminster de Eduardo el Confesor.
Afuera de la abadía, la ceremonia de coronación fue interrumpida por londinenses furiosos que se oponían enérgicamente a su nuevo rey, nacido en el extranjero. Alarmados, los soldados normandos salieron corriendo de la abadía con las espadas desenvainadas. Era un recordatorio de que su conquista estaba lejos de completarse. Eran un ejército pequeño y asediado en medio de una población hostil y apenas acobardada que resentía profundamente a estos extranjeros con su lengua extraña y sus costumbres foráneas. Los normandos habían asesinado al rey inglés y diezmado a sus huestes, pero para disfrutar de los frutos de la victoria se dieron cuenta de que debían ser igualmente implacables al reprimir a los antiguos súbditos descontentos de Harold. Y contaban con un método de eficacia probada: el castillo.
Las colinas fortificadas habían sido comunes en Inglaterra durante siglos, como lo atestiguan las murallas y fosos del Castillo de la Doncella de Dorset, excavados por los antiguos británicos. Los romanos también tenían sus fortalezas, como atestiguan las piedras del Muro de Adriano. Pero fueron los normandos quienes patentaron el castillo de «motte and bailey». La idea era simple. Donde no había una colina natural conveniente, como en un castillo de arena, los normandos erigieron un montículo artificial —la motte— coronado por una torre de madera. Luego excavaron un foso defensivo —el patio de armas— alrededor de su base, utilizando la tierra excavada para construir una muralla circundante adicional, coronada por una valla de madera. Para 1066, los normandos eran maestros en la rápida construcción de estas fortalezas modulares —podían construir una en una semana— y su primera medida tras el desembarco fue erigir dos, en Pevensey y Hastings.
Con el tiempo, los normandos construirían unos ochenta y cuatro castillos de motte y patio de armas a lo largo de su reino recién conquistado. Los primeros se ubicaron cerca de su cabeza de playa en Sussex —Lewes, Bramber y Arundel—, protegiendo valles fluviales estratégicos en caso de que necesitaran retirarse a la costa con urgencia. Los castillos temporales de madera fueron pronto reemplazados por piedra maciza, una vez que los normandos se sintieron seguros de estar definitivamente en Inglaterra. La función del castillo era doble: como imponente hogar y cuartel general del magnate local; y como refugio para sus leales soldados, sirvientes y arrendatarios en tiempos difíciles. Eran los puntos clave de la red feudal de ocupación que los normandos extendieron sobre el reino conquistado.
Guillermo recompensó a los caballeros que lo habían seguido y luchado junto a él con grandes extensiones de tierra inglesa conquistada, junto con el señorío de los campesinos que cultivaban la tierra. Se erigieron grandes castillos en Dover, Exeter, York, Nottingham, Durham, Lincoln, Huntingdon, Cambridge y Colchester. Nombres normandos —de Warenne, de Lacey, Beauchamp— reemplazaron a los sajones en la nobleza y el clero, a medida que la ocupación militar se transformaba en una nueva estructura social.
Guillermo dedicó especial atención a un castillo en particular. Su nueva capital, Londres, era vulnerable a ataques por su lado oriental, el del mar. Claramente necesitaba la protección que solo un gran castillo podía brindar. Los antiguos amos militares de Inglaterra, los romanos, habían señalado el camino. En el siglo IV d. C., para defender la ciudad portuaria que llamaron Londinium Augusta, construyeron una sólida muralla. Se extendía de norte a sur desde la actual Bishopsgate hasta el Támesis, antes de virar hacia el oeste a lo largo de la orilla norte del río. En tiempos de Guillermo, solo se conservaban los cimientos de la muralla, pero fue en el ángulo de su esquina sureste, en el emplazamiento de un antiguo fuerte romano llamado Arx Palatina —que los normandos (y Shakespeare) creyeron erróneamente que fue erigido por Julio César— donde Guillermo decidió construir su supercastillo.
Las alborotadas escenas de su coronación dejaron muy claro que el dominio normando solo podía imponerse por la fuerza bruta. Como registró un cronista francés contemporáneo, Guillermo de Poitiers: «Se construyeron ciertas fortalezas en la ciudad contra la inconstancia de la vasta y feroz población». Una fortaleza para albergar a la guarnición de Londres e intimidar a sus habitantes —que sumaban unos 10.000 en 1066— debía construirse sin demora. A los pocos días de la coronación navideña, cuadrillas de obreros sajones reclutados excavaban la tierra helada. Los restos de la muralla romana sirvieron como barrera temporal en los lados este y sur de la nueva fortaleza. Un foso ancho y profundo, coronado por una muralla con empalizadas, se erigió en los lados oeste y norte del sitio. En tres días se erigió una torre de madera en el centro de este rectángulo irregular. Tras una década, sin embargo, tras dedicar gran parte de su tiempo a sofocar rebeliones en el oeste y el norte de su nuevo reino, Guillermo decidió convertir su estructura temporal de madera en piedra permanente.
Guillermo tenía en mente al hombre perfecto para hacer realidad su visión. Imaginó la construcción de un imponente edificio que fuera a la vez fortaleza y palacio: lo último en arquitectura militar de vanguardia, además de una impresionante residencia real. Una estructura imponente y sólida que literalmente grabaría en piedra la superioridad normanda, provocando una repugnancia cultural sajona y sofocando cualquier idea de mayor resistencia a su gobierno. El maestro arquitecto que Guillermo eligió personalmente para supervisar el proyecto fue un talentoso clérigo llamado Gundulf.
Nacido en 1024 cerca de Caen, Gundulf, como muchos jóvenes brillantes de la época medieval, ingresó en la todopoderosa Iglesia. La leyenda cuenta que su decisión se debió a que sobrevivió milagrosamente a una tormenta durante una peligrosa peregrinación a Jerusalén en la década de 1050. Se convirtió en el protegido de Lanfranc, el prior italiano de la gran abadía benedictina de Bec. Gundulf demostró un talento especial para la arquitectura, diseñando iglesias y castillos. Era un hombre emotivo, propenso a los estallidos de llanto, lo que le valió el apodo irrespetuoso de «el Monje Llorón». Sin embargo, cuando Guillermo destituyó al sajón Stigand y eligió a Lanfranc para sucederlo como el primer arzobispo normando de Canterbury en 1070, el nuevo arzobispo llevó consigo a su temperamental clérigo a Canterbury, donde Gundulf supervisó las ampliaciones de la catedral.
El clérigo constructor de castillos llamó la atención del Conquistador, y Gundulf pronto fue llamado a Londres. Guillermo sugirió que Gundulf coronara su carrera arquitectónica construyendo en Londres el castillo más grande de toda la cristiandad. Gundulf se mostró reacio. Envejecido y cada vez más piadoso, le dijo al rey que, durante el tiempo que le quedaba en la tierra, quería construir un edificio eclesiástico, en lugar de uno secular; si era posible, una catedral. Sin problema, respondió Guillermo. En Rochester, cerca de Canterbury, ya existía una catedral, en ruinas tras ser saqueada en una incursión vikinga. Ofreció a Gundulf el obispado vacante y dinero para la restauración de la catedral, siempre que construyera primero el gran castillo de Londres. Así que, sin duda con más lágrimas y temores, Gundulf aceptó el encargo. En 1077 se convirtió en obispo de Rochester, y al año siguiente, 1078, comenzaron las obras de la nueva Torre de Londres.
Gundulf emprendió su tarea con vigor. Tenía cincuenta y cuatro años, un anciano para los estándares medievales, pero no solo completaría la Torre Blanca y la Catedral de Rochester (junto con un magnífico castillo nuevo), sino que también despediría tanto al Conquistador como al hijo y sucesor de Guillermo, Guillermo Rufus. La Torre Blanca debe su nombre a los bloques de piedra de Caen, similar al mármol pálido, importados de Normandía, con los que se construyó —con relleno de piedra de caen tosca local de Kent— y a las capas de reluciente cal con las que finalmente se revocó. La Torre era una estructura enorme, el edificio no eclesiástico más grande de Inglaterra, con una altura de unos 27 metros sobre el suelo, y cuatro torretas con forma de pimentero, una en cada esquina. Todas las torretas eran rectangulares, excepto la del noreste, que era redondeada para albergar una escalera de caracol.
Una vez terminada, la Torre Blanca medía 33 metros de este a oeste y 36,3 metros de norte a sur. Los imponentes muros tenían 4,5 metros de grosor en la base y se estrechaban hasta 3,3 metros en la cima, construidos sobre cimientos de tiza y sílex. Una cripta, o sótano, formaba la planta más baja de la Torre Blanca, donde se excavó un pozo para abastecer de agua a los habitantes. Las bóvedas del sótano se utilizaron inicialmente para almacenar comida y bebida, así como armas y armaduras. Una función más siniestra fue su posterior uso como principales cámaras de tortura de la Torre, donde los gritos de agonía de las víctimas se amortiguaban con la tierra y la piedra circundantes. A la planta principal, la intermedia, se accedía, entonces como ahora, por el lado sur mediante una escalera exterior de madera, que podía retirarse rápidamente en caso de asedio. Esta planta fue originalmente la vivienda de la guarnición de la Torre y se dividía en tres amplias salas: un refectorio con una gran chimenea de piedra donde los soldados comían y se divertían en sus días libres; un dormitorio más pequeño con otra chimenea donde dormían; y, en la esquina sureste, la hermosa y sencilla capilla románica de San Juan, con sus doce enormes pilares.
La segunda planta de la Torre Blanca estaba reservada para el uso del condestable —el comandante de la Torre designado por el monarca—, para invitados importantes y, eventualmente, para prisioneros de estado de alto rango. Las habitaciones consistían en un gran salón con chimenea, utilizado para banquetes de estado, rodeado por una galería de juglares; y la cámara del condestable, un espacio que servía de dormitorio, sala de reuniones y alojamiento para el alto funcionario de la Torre. Cada planta contaba con letrinas con conductos a fosas sépticas subterráneas vaciadas por los recolectores de excrementos.
Al sur de la Torre Blanca, surgieron un grupo de varios edificios más pequeños para complementar la gran estructura de Gundulf. Estos, los primeros de muchas ampliaciones y ampliaciones añadidas a la torre del homenaje original a lo largo de los siglos, eran estructuras temporales, no diseñadas para perdurar. Contaban con establos, forjas, almacenes de materiales de construcción, gallineros y pocilgas. Antes de morir, Gundulf supervisó la construcción de una alta muralla que protegía la Torre por su lado sur, junto al río, y la primera de muchas torres más pequeñas que rodeaban la gran torre del homenaje central. Se desconoce con exactitud cuándo se construyó la torre más antigua que se conserva fuera de la Torre Blanca, la Torre del Armario; y la fecha de la construcción del palacio real al sur de la Torre Blanca es igualmente incierta. Sin embargo, es probable que para cuando Gundulf falleció a los ochenta y cuatro años en 1108, se hubiera comenzado la construcción.
Gundulf había sobrevivido mucho tiempo a su patrón original. Tras someter finalmente a los ingleses, Guillermo el Conquistador se enfrentó a la rebelión en su Normandía natal por parte de su hijo mayor, Roberto Curthose. Fue en una expedición punitiva contra la ciudad rebelde de Mantes, en 1087, que el Conquistador, con su juvenil corpulencia engordada, encontró su fin. Tras incendiar la ciudad conquistada con su habitual salvajismo, Guillermo cabalgaba por las calles en llamas cuando su caballo pisó una brasa ardiente. La bestia se encabritó violentamente, lanzando la gran tripa de Guillermo contra el duro pomo de hierro de la silla de montar, causándole devastadoras heridas internas en su hinchado estómago. Guillermo tardó diez días en morir en agonía. Temido más que amado, al expirar, sus seguidores restantes desnudaron su cadáver hinchado y huyeron. La última indignidad del Conquistador llegó en su funeral, cuando los monjes intentaron meter su cadáver en un pequeño sarcófago. El cadáver se partió, llenando la iglesia de un hedor tan repugnante que los dolientes huyeron. Fue un final ignominioso para el vencedor de Hastings y el fundador de la Torre.
miércoles, 21 de mayo de 2025
martes, 20 de mayo de 2025
Bélgica: Los sueños sudaméricanos del Rey Leopold III

De Balboa a Bolívar: los sueños sudamericanos del rey Leopoldo III
Algunos hallazgos de una aventura arqueológica olvidada se esconden en las entrañas del Museo de Arte e Historia del Parque del Cincuentenario de Bruselas. En 1956, una expedición mayoritariamente belga buscó una ciudad mítica en el Caribe que había desaparecido de la faz de la tierra. El gran impulsor de esta misión fue el depuesto rey Leopoldo III, quien se había enamorado perdidamente de esta parte del mundo. Sus viajes por Sudamérica en la década de 1950 fueron notables en más de un sentido. "Descubrió" un lago en Venezuela, conoció a exoficiales de las SS y fue inmortalizado por Gabriel García Márquez.

El rey Leopoldo III de Bélgica en el Palacio Real de Laeken en 1934, año en que ascendió al trono
© Wikipedia
Se han escrito volúmenes enteros sobre Leopoldo III, pero casi todos se centran en la Segunda Guerra Mundial y la Cuestión Real. Sin embargo, después de la abdicación de Leopoldo, los historiadores parecen haber dejado colectivamente sus plumas, por lo que lo que hizo después de 1951 está sorprendentemente escasamente documentado. Dentro de los seis meses de su deposición, estaba en un barco con destino al Caribe, acompañado por su esposa, Liliane. Leopoldo tenía poco más de cincuenta años y buscaba un nuevo significado en su vida. Aunque viajó como individuo privado, todavía fue recibido en Aruba por el teniente gobernador local. El 25 de marzo de 1952, navegó a Santa Marta en Colombia, una polvorienta ciudad costera en el mar Caribe especialmente famosa porque fue allí donde Simón Bolívar dio su último aliento. El Libertador tenía apenas 47 años cuando murió en 1830 en la cercana finca de San Pedro Alejandrino.

Debido a un desacuerdo político conocido como la Cuestión Real, el rey Leopoldo III abdicó en 1951 en favor de su hijo, Balduino.
© Wikipedia
El cuerpo de Bolívar fue trasladado posteriormente a su ciudad natal, Caracas. No hay fin a las plazas y bustos dedicados a él en toda Sudamérica y no se aplica ningún matiz a su estatus heroico. El pintor colombiano Andrés de Santa María, que vive en Bélgica, recibió una vez el encargo de un tríptico de la Batalla de Boyacá. Aun así, su pintura carecía tanto de romance militar (presentando a un Bolívar agotado, pálido y sentado en su caballo) que fue recibida con casi hostilidad. García Márquez experimentó el mismo rencor cuando escribió una novela sobre el héroe de la independencia en 1989. En El general en su laberinto, García Márquez retrató a Bolívar como un hombre de carne y hueso, con debilidades y vicios, lo que fue suficiente para enfurecer a muchos lectores en Colombia.
Característico de los tratos sacrosantos con Bolívar fue el monumento conmemorativo erigido exactamente un siglo después de su muerte, y precisamente en el lugar donde falleció. Al entrar en este complejo con aspecto de mausoleo en Santa Marta, me recordó a una especie de santuario comunista. Una explanada rectangular con palmeras paralelas y banderas nacionales conduce al visitante a una enorme estructura llamada el Altar de la Patria. Dentro de ese santuario se encuentra una escultura de mármol a tamaño natural del Libertador, envuelto en una toga y con la mirada fría como la piedra de un senador romano. La completa ausencia de calor humano convierte el sol tropical que calienta la espalda mientras se contempla la estatua en una abstracción.
Si es cierto que toda vida humana está llena de jirones de azar, sin duda me tocó aquí más de lo que me correspondía. Mientras observaba, cada vez menos interesado en una variopinta colección de placas conmemorativas en una galería arqueada tras el Altar, de repente vi algo extrañamente familiar. ¡Leopold no solo había estado allí el 26 de marzo de 1952, sino que su presencia había sido inmortalizada! ¿Por qué nunca había leído nada al respecto? ¿Acaso la gente lo sabía? Si bien coincido en que Santa Marta es un rincón lejano y poco atractivo de un país que había estado aislado del mundo exterior durante décadas debido a la guerra y el conflicto, la existencia olvidada de esta piedra aún me aturdía y, de repente, parecía reducir mi entorno a una especie de ruido de fondo.

Firma del rey abdicado Leopoldo III de Bélgica en el muro del mausoleo de Simón Bolívar en Santa Marta, Colombia
A ocho mil kilómetros de Bruselas, Leopoldo dejó su firma, casi literalmente a la sombra de la figura histórica más importante de Latinoamérica. Tan pronto después de su abdicación, esto solo pudo haber sido una declaración consciente, como si el exrey reclamara simbólicamente su lugar en el mundo. Había un paralelo deliberadamente buscado en esa huella colombiana: Bolívar murió en 1830, el mismo año en que Bélgica nació, en un momento en que Bolívar, al igual que Leopoldo, había caído en desgracia ante sus compatriotas.
Lago Leopoldo
La breve visita de Leopold a Colombia fue noticia en la prensa local. Un joven periodista caribeño, el entonces completamente desconocido Gabriel García Márquez, aprovechó la oportunidad para escribir un artículo irónico y humorístico:
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Una dulce dama, aparentemente muy preocupada por el alza
de precios, suspiró ayer: «Si ese hombre me hubiera dejado su reino…».
Se refería, por supuesto, al ex-rey Leopold de Bélgica, quien, como
sabemos, abandonó su palacio real para pasar noches miserables entre los
mosquitos, las fieras, los nativos y la malaria de la selva
sudamericana. Damas como ella tienen, por naturaleza, una visión parcial
de la riqueza y la autoridad monárquica, al igual que es muy probable
que el ex-rey Leopold tenga la imagen igualmente parcial y romántica que
ciertos cineastas enfatizan en sus interpretaciones de las selvas
sudamericanas.
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El objetivo principal del viaje de Leopold no era Colombia, sino Venezuela, en lo profundo de la selva amazónica, en la cuenca del Casiquiare y el Alto Orinoco. Navegó por ríos sinuosos en un corazón virgen y oscuro en una lancha motorizada. Los ayudantes nativos americanos usaron machetes para abrirse paso a través de una pared de helechos y enredaderas entre rocas cubiertas de musgo. Algunos puntos de referencia nunca antes habían sido descritos. El equipo de científicos que los acompañó en la aventura incluso logró cartografiar un lago desconocido que, hasta el día de hoy, lleva el nombre del participante más famoso de la expedición: Lago Leopoldo.
En otra parte de Venezuela, Leopold buscó al zoólogo alemán Ernst Schäfer, quien había liderado una expedición científica al Tíbet en la década de 1930 (bajo los auspicios de Heinrich Himmler) y había sido el SS-Sturmbannführer durante la Segunda Guerra Mundial. Dada la propia reputación quemada de Schäfer, a pesar de haber sido absuelto por un tribunal estadounidense, la reunión no parecía una decisión inteligente por parte de Leopold, pero, de hecho, los dos congeniaron. Dos años después, Leopold invitaría al alemán y a su familia a Bélgica. Albergó a Schäfer en el castillo real de Villers-sur-Lesse y lo envió al Congo Belga para trabajar en un documental. Esa película, Les Seigneurs de la Forêt (Los amos de la selva del Congo) , estrenada en 1958, fue una producción prestigiosa, cuya versión en inglés fue grabada nada menos que por Orson Welles. O bien Schäfer disfrutaba de suficiente protección real o bien la prensa belga practicaba la autocensura, porque sólo el periódico comunista Le Drapeau Rouge hizo realmente ruido sobre Schäfer y su película.
Tras los pasos de Balboa
En febrero de 1954, Leopoldo partió en una segunda expedición a Sudamérica. Esta vez, pareció profundamente atraído por la figura de Vasco Núñez de Balboa, el español que había liderado Santa María de la Antigua del Darién en los inicios de la colonización española del continente del Nuevo Mundo. Sobre todo, Balboa fue un explorador legendario, el primer europeo en llegar al océano Pacífico en 1513. Un descubrimiento que, en aquel entonces, fue casi tan notable como los descubrimientos de Colón.
Se desató un drama shakespeariano. España había enviado un nuevo gobernador a Santa María, quien, consumido por los celos, estaba profundamente enemistado con Balboa. El infame Pedrarias le tendió una trampa, y Balboa fue arrestado y acusado de rebelión. La cabeza de Balboa aterrizó primero en el tajo y luego en una pica. Este fue, pues, el fin del explorador, pero también el fin de Santa María. Para Pedrarias, el asentamiento simbolizaba a Balboa y tuvo que ser borrado de la faz de la tierra solo por esa razón. Fundó una nueva ciudad en otro lugar, a la que llamó Panamá. En poco tiempo, la selva comenzó a arrasar quince años de actividad humana. La condenada Santa María nunca fue reconstruida y finalmente desapareció del mapa.

Leopoldo se sintió atraído por el explorador y conquistador español Vasco Núñez de Balboa (1475-1519), conocido por ser el primer europeo en liderar una expedición que llegó al océano Pacífico.
© Wikimedia Commons
Durante mucho tiempo, Balboa fue considerado en la historiografía como un rebelde y un conquistador "bueno", al menos en comparación con representantes más crueles de la colonización como Cortés y Pizarro. Stefan Zweig escribió una obra lírica sobre el descubridor del océano Pacífico. Pablo Neruda, quien no era precisamente comprensivo con los conquistadores españoles, escribió en una ocasión un "Homenaje a Balboa" . Por lo tanto, no es sorprendente que este hombre, de alguna manera, atrajera a Leopoldo. A riesgo de lanzar una crítica psicológica barata, me pregunto si vio la traición que destruyó a Balboa como algo más que un evento histórico. ¿Acaso la historia conmovió al rey destronado a un nivel más emocional?
En 1954, Leopold quiso rastrear la ruta de Balboa, aunque en dirección opuesta, partiendo de Panamá. Le acompañaba José Cruxent, un arqueólogo catalán que también había participado en la expedición en Venezuela. El 25 de abril de 1954, entre truenos y lluvia, un grupo de once miembros ascendió una colina que, según Cruxent, era el mismo lugar donde Balboa había vislumbrado por primera vez el océano Pacífico. Los indígenas kunas que viajaban con ellos cortaron la vegetación para dar forma al milagro. Todos sintieron la intensidad del momento. Cuatro banderas se izaron enseguida: la española, la panameña, la venezolana y, por supuesto, la belga. Tras algunos discursos y una botella de ron, Leopold colocó el nombre de Cruxent en el lugar, un gesto que conmovió profundamente al hispanovenezolano.
Pero seguir los pasos de Balboa no satisfizo a Leopoldo. El misterio que rodeaba la muerte del explorador lo dominaba: quería encontrar el lugar exacto donde se había producido el drama real español. Ese se convirtió en el plan para una nueva expedición dos años después.

Tras su abdicación, Leopoldo viajó por el mundo cámara en mano. Sentía una profunda pasión por la naturaleza y la antropología. Sus encuentros con pueblos indígenas, como los kuikuru en Brasil, no solo reflejan su interés por diferentes culturas, sino también su deseo de capturar el mundo de una manera distinta a la de un monarca.
© Fondo Leopoldo III
Sensación histórica
Santa María debió de estar en algún lugar entre Panamá y Colombia. Según los cronistas, el asentamiento fue saqueado, incendiado y dejado como una franja de tierra quemada en 1524. Casi todas las edificaciones eran de madera y habían revelado sus secretos a las llamas. ¿Qué podía esperar encontrar Leopold en 1956? Exploraba la zona regularmente en helicóptero y escuchaba a los residentes. Varios historiadores y arqueólogos belgas habían viajado tras él, y también había recurrido a un reconocido científico austriaco que había vivido en Colombia durante años. A diferencia de Schäfer, Gerardo Reichel-Dolmatoff parecía tener una reputación impecable: había recibido medallas por su labor con la Resistencia Francesa en Colombia. Sin embargo, años después de su muerte en 1994, se descubriría que él también, el padre de la antropología colombiana, había tenido un pasado oculto y violento como miembro de las SS.
El 30 de enero de 1956, la expedición se topó inesperadamente con una ruina de piedra. Leopold estaba convencido de haber encontrado los restos originales. «Impresión curiosa», escribió lacónicamente en su bitácora, pero esta ruina era una auténtica sensación histórica: estaba situada en la ciudad europea más antigua del continente americano. Los arqueólogos que los acompañaban se pusieron manos a la obra y descubrieron restos fragmentarios de estructuras de piedra. Pero menos de tres semanas después, las excavaciones (en las que Leopold no participó) se detuvieron, según se informa por orden del presidente colombiano Rojas Pinilla, quien temía que los belgas se llevaran grandes tesoros. El tesoro parecía muy exagerado: según Le Soir , la cosecha consistió principalmente en ollas de barro, una daga, un hacha, un estribo y algunos clavos. El hecho de que los artefactos del Parque del Cincuentenario se encuentren en un almacén profundo y no estén disponibles para la vista del público puede decir mucho.
En 1956, Leopold realizó una expedición a Colombia en busca de rastros de la ciudad perdida de Santa María.
El 14 de febrero de 1956, Leopold fue recibido por Rojas Pinilla en Bogotá. El presidente colombiano —un dictador militar que desaparecería de la escena un año después— lo hizo esperar una hora y media. Su entrevista, en un estudio con un retrato de Bolívar en la pared, fue breve, pero por lo demás amistosa. Leopold expresó su conmoción por el estado ruinoso del palacio presidencial. Santa María continuó fascinando a los arqueólogos durante las décadas siguientes. No se conocería su ubicación exacta hasta medio siglo después. Desde 2019 es un Parque Arqueológico Nacional, abierto al turismo.
Hasta su avanzada edad, Leopold (1901-1983) emprendió numerosos viajes lejanos y aventureros, aunque después de la década de 1950 ignoró este rincón de Sudamérica. Sus diarios de viaje se publicaron póstumamente, editados y con omisiones, y ciertamente no respondieron a todas las preguntas. Las expediciones de Leopold, como tantos otros episodios de su agitada vida, permanecen envueltas en el misterio.
lunes, 19 de mayo de 2025
domingo, 18 de mayo de 2025
Argentina: La industrialización del Gral Savio
Manuel Savio, el general que impulsó la siderurgia y soñaba que Argentina tuviera una gran industria nacional
El
31 de julio es el día de la Siderurgia en homenaje al general Manuel
Savio, el precursor de la industria del hierro y el acero en nuestro
país. Radiografía de un innovador y visionario que soñaba con un país
económicamente independiente a través de su industrialización
Por Adrián Pignatelli || Infobae

Wenceslao Gallardo junto a Angel Canderle vivían en Jujuy. Cierto día decidieron ir a cazar a la selva de Zapla, en esa espesura donde Viltipoco, el líder quechua, había encabezado una guerra de resistencia contra el conquistador español durante el siglo XVI. Ambos no imaginaron que, casi sin querer, harían historia. A Canderle, que sabía de minerales, le llamó la atención el color rojizo del suelo, y como conocedor de los minerales que era, tuvo la ocurrencia de enviar muestras a la ciudad de Buenos Aires. Los resultados fueron concluyentes: habían hallado hematita, que en estado puro contiene el 69% de hierro. El mineral fue llamado “zaplita”. Corría el año 1939 y el descubrimiento provocaría un antes y un después en la industria nacional.
Lo siguiente fue un estudio geológico de las serranías de Zapla, y el yacimiento llamaría la atención de un militar quien consideraba que el país, sin dejar su actividad agrícola-ganadera, debía industrializarse. Era Manuel Nicolás Aristóbulo Savio.
Hijo y nieto de inmigrantes genoveses, había nacido en Buenos Aires el 15 de marzo de 1892. Eligió la carrera militar. En 1930, siendo teniente coronel, convenció al general Uriburu de crear una institución que pudiera formar a ingenieros militares a fin de prepararlos para el desarrollo de una industria del armamento, que no solo abarcaba las armas y municiones, sino además la construcción de aviones. Así nació la Escuela Superior Técnica, para algunos un complemento de la Escuela Superior de Guerra. Savio fue su primer director y profesor y rápidamente la transformó en un centro de estudio de los problemas técnicos de la industria pesada. Tenía motivos: fue el primero en alertar que, ante un conflicto armado, nuestro país no contaría con el armamento suficiente.
En el Ejército, Savio encarnó la vertiente industrialista cuyo puntapié había dado el general Enrique Mosconi, emblema de YPF.
Hierro en el norte
Savio fue un caso fuera de lo común. Estaba convencido de que debían aprovecharse los yacimientos ferríferos de la Sierra de Zapla. No solo se le ocurrió, sino que se puso al hombro el ambicioso proyecto de crear una industria siderúrgica nacional, usando minerales extraídos en el país. “A cualquier precio debe explotar sus yacimientos de hierro”, sostenía por 1942.

Altos Hornos Zapla nació el 23 de enero de 1943, fue la primera planta siderúrgica argentina y en su momento una de las más grandes de América del Sur.
Pasó a depender de la Dirección General de Fabricaciones Militares, organismo que fue también inspiración de Savio, dedicado a la producción de armamentos. Savio, siendo su director y negándose a cobrar su sueldo ya que sostenía que ya cobraba el de general, apoyó la formación de empresas mixtas que produjesen metales y químicos para la fabricación de armas, que hasta entonces debían importarse. La producción de armamentos era la principal preocupación del Ejército, en vistas de los conflictos que se daban tanto en América. Entre 1932 y 1935 se había librado la guerra del Chaco entre Bolivia y Paraguay; la guerra chino japonesa, la remilitarización de Renania, la guerra civil española y la expansión del nazismo, aún cuando no había declarado la guerra. Más aún, cuando estalló la segunda guerra, se debieron buscar caminos para proveerse de minerales e insumos que sería difícil importar.
Entre 1943 y el año siguiente se construyó el primer horno. El 11 de octubre de 1945, con la primera colada de arrabio, se comenzaba a producir acero en Argentina, hecho que pasó casi desapercibido por lo que ocurría en la ciudad de Buenos Aires con Perón detenido en Martín García, que provocaría la movilización del 17.

El responsable de esa primera colada fue el teniente primero Enrique Lutteral, quien contó que “con mis manos aferradas a un cucharón, recogí la colada. Después me senté en el pilón de una columna y me puse a llorar como un chico”.
Savio anunció que “allá en Jujuy, en un pueblito lejano, un chorro brillante de hierro nos ilumina el camino ancho de la Argentina. ¡Que su luz no se apague nunca!”.
Este hecho produjo el crecimiento de esta industria que atrajo a profesionales y a trabajadores, aún de países limítrofes, lo que provocó un crecimiento importante en la región. Palpalá, ubicada a unos trece kilómetros de San Salvador de Jujuy, creció en paralelo a la planta. En febrero de 1951 se inauguró el segundo horno.
Un plan siderúrgico
En 1946, en los comienzos del primer gobierno peronista, Savio presentó el Plan Siderúrgico Nacional, y la constitución de la Sociedad Mixta Siderúrgica Argentina (SOMISA). No las tuvo sencillas: hubo ministros en el gabinete de Perón que se oponían al proyecto, pero luego de una reunión de dos horas con el primer mandatario y el gabinete, Perón lo abrazó y le ofreció su apoyo.
El proyecto entró al Congreso el 26 de julio de ese año y Savio no se contentó con los votos de los diputados oficiales, suficientes para lograr la aprobación. Se dedicó a convencer a la oposición y asistió religiosamente a las sesiones donde una comisión especial había analizado hasta la última coma el proyecto. Primero fue aprobado en el Senado –donde todos eran oficialistas- y en diputados por unanimidad el 21 de junio de 1947, luego de una maratónica sesión que terminó a las siete de la mañana del día siguiente. Para Savio, ese plan era el camino para que el país llegase a su independencia económica.
Para levantar Somisa, había elegido un lugar conocido como Punta Argerich, sobre el río Paraná, en el partido de Ramallo, cuyo plan fue aprobado un mes antes de su fallecimiento.
Savio fue el responsable que la siderurgia fuera manejada por el Ejército. Su empuje e ideas llevaron a presidentes tan distintos como Agustín P. Justo, Roberto Ortiz, Ramón Castillo, Edelmiro Farrel y Juan Perón lo apoyasen en sus iniciativas e ideas.
Impulsó la industria minera, especialmente la extracción de cobre, hierro, plomo, estaño, manganeso, wolframio, aluminio y berilio, en distintos puntos del país, y un programa de prospección geológica en la Antártida, así como la producción de caucho natural y sintético, cuando la gran guerra dificultó la provisión de este material.
Savio aprovechó el descubrimiento de azufre en la zona de Salta para crear una sociedad mixta que en 1943 empezó a producir ácido sulfúrico, sulfuro de carbono y otros derivados.
El ímpetu de este general llevó a la creación de una docena de fábricas, como la de Pólvora y Explosivos en Villa María o la de Campana, donde se producía tolueno sintético, que significó el inicio de la industria petroquímica en nuestro país.

Vista de una grúa en la planta que llevaba el nombre del militar, en San Nicolás (Archivo General de la Nación)
En plena actividad, ya como general de división, falleció de un ataque cardíaco el 31 de julio de 1948. Tenía 56 años. Nunca sabría por qué Perón no avanzó en el plan siderúrgico.
Hubo que esperar hasta que el presidente Arturo Frondizi en 1960 impulsara la producción en San Nicolás, donde años antes el militar había fundado la Escuela 30 que hoy lleva su nombre. Muchos compañeros de armas criticaron a Perón que cuando fue presidente no hizo o no quiso hacer nada por el desarrollo de esta industria, más aún cuando Brasil hacía tiempo que estaba produciendo.
Pobre Savio, si hoy visitase el lugar donde se levantó Altos Hornos Zapla se encontraría, llegando por la ruta provincial 56, con edificios abandonados y a empresas de turismo promocionándolo como un sitio ideal para el turismo de aventura, ya que ofrece la triste paradoja de explorar un complejo minero abandonado, allí donde se habían sentado las bases de una industria nacional.
sábado, 17 de mayo de 2025
Patagonia: Criollos y aonikenks
Criollos casados con aborígenes
Esta imagen estuvo en muestro archivo décadas, provocándonos preguntas antes de entender todo lo que implica la palabra criollo. Al fin pudimos encontrar su origen.
El paleontólogo John Bell Hatcher comenta que a fines del siglo XIX en los toldos conviven mujeres tehuelches con europeos de "inclasificable procedencia", entre quienes predominan los de sangre francesa, española y portuguesa. (Nótese que obvia apuntar austro húngaros e ingleses)
Imagen de la serie de fotos del libro de Mondelo "Tehuelches danza con fotos"
En el interior dice: Europeo "aindiado" con sus hijos.
* En el interior dice: europeo "aindiado" con sus hijos.
* Mujer Tehuelche (Aonikenk) con un niño criollo en brazos
Imagen Peter Adams.
1817
Compartía: Placido Puel
Foto: Peter Adams. Albúmina sobre cartón.
Fuente: Centro de Estudios del Hombre Austral. IP UMAG. Punta Arenas, Chile.
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