De la guerra y la guerrilla
Por Héctor Landolfi - Rio Negro
Este texto está lejos de glorificar la guerra. Pretende analizar el instrumento que la humanidad utiliza, casi obsesivamente y desde el momento mismo en que aparece sobre la Tierra, para imponer por la fuerza la propia voluntad a otros de su misma especie.
Muchas son las causas que pueden originar una guerra. Lo que sí queda claro es que el conflicto, bélico o no, está en nuestra propia naturaleza. Y la evolución de la humanidad no suprimió la guerra, la hizo más sofisticada y globalmente destructiva.
La guerra genera realidades extremas y opuestas: desde efectos devastadores sobre individuos, ciudades y países hasta el desarrollo de técnicas que, luego del conflicto, son beneficiosas en la paz; desde la épica y el heroísmo hasta la deserción y la cobardía; desde las enormes sumas de dinero que requieren los emprendimientos bélicos hasta los beneficios económicos –incluso el botín– que obtienen los que triunfan en la lucha.
Ciertos sectores, civiles o militares, atraídos por el ejercicio del poder, cautivados por la mecánica de la guerra y la contundencia de algunos armamentos inducen un conflicto sin prever sus consecuencias. Sería como un cirujano que, al sentirse seducido por el filo de su bisturí y las habilidades que pueda hacer con él, no tiene en cuenta el resultado final de la cirugía en la que interviene.
La guerra es una compleja realidad política, un "instrumento político" –Clausewitz dixit– cuya utilización pretende obtener un objetivo político. Si así son las cosas en un conflicto bélico, la victoria o la derrota es apreciada en relación con si se obtiene o no esa meta política.
A principios de la década del 70 del siglo pasado se inició en la Argentina un ciclo bélico que finalizó en diciembre de 1983, cuando el gobierno militar se vio obligado a entregar el poder como consecuencia de su fracasada reconquista de las Malvinas. No obstante, se produjeron más tarde acciones violentas y aisladas como la perpetrada por la guerrilla trotskista MTP (Movimiento Todos por la Patria) contra el regimiento de La Tablada, en enero de 1989.
Este extenso y violento período lo iniciaron distintas organizaciones guerrilleras marxistas cuyo objetivo político era la toma del poder para imponer su ideología. Era la "guerra popular prolongada", expresada en términos maoístas en los comunicados de esas organizaciones armadas. Comenzaba así, la guerra subversiva-antisubversiva.
Los militares se dieron cuenta de que el oponente que enfrentaban no era un enemigo conocido. Ni la doctrina ni el armamento que poseían era el adecuado para combatir a un oponente ideológico.
El general Adel Vilas, jefe del Operativo Independencia, definió con claridad al enemigo que estaba enfrentando. Afirmó que la guerra emprendida era "eminentemente cultural" y que la manifestación armada de la guerrilla no era "la más importante".
La clarividencia de Vilas no se reflejó en el accionar de los altos mandos militares. Éstos no entendieron que a un enemigo cultural (ideológico) y armado se le debe oponer, también, un proyecto cultural sostenido por las armas.
Los militares debieron tener como proyecto cultural la defensa de la Constitución y el sistema republicano y democrático de gobierno, base fundacional de nuestra Nación.
Ese desentendimiento del oponente y una vocación de poder, que les venía de décadas, impulsaron a los militares a hacer lo contrario de lo que debieron hacer. Ejecutaron el golpe del 76 y destruyeron la precaria legalidad constitucional existente en vez de sostenerla para poder llegar, en pocos meses más, a nuevas elecciones. Esa renovación de autoridades hubiera producido, posiblemente, un gobierno de signo distinto del de Isabel Martínez de Perón, dado el descrédito en el que se hallaba el gobierno justicialista. Y, necesariamente, el nuevo hubiera asumido la conducción política de la guerra.
Los militares comenzaron desarrollando una guerra en defensa del Estado, que es esencialmente una entidad jurídica, destruyendo la legalidad constitucional. Esta contradicción, producto de la ausencia de una conducción política de la lucha antisubversiva, condujo a los militares a cometer atrocidades que dejaron trágica huella en la sociedad argentina.
El triunfo militar sobre la guerrilla fue una victoria pírrica pues los vencidos por las armas obtuvieron la victoria política al introducirse en el peronismo y obtener el poder en el 2003 con el triunfo del kirchnerismo.
La intención izquierdista de cooptar –hacerle el "entre"– al peronismo fue rechazada por Perón, en el discurso pronunciado como presidente el 1º de mayo de 1974. El jefe justicialista fue claro en sus expresiones. Refiriéndose al asesinato de Rucci y a la impunidad que gozaban sus ejecutores, dijo: "Sin que todavía haya tronado el escarmiento" y auguró una "lucha, que si los malvados no cejan, hemos de iniciar".
La lucha anunciada por Perón se inició. La Triple A, integrada por el Comando de Organización, la seguridad sindical y elementos parapoliciales y paramilitares, se transformó en una guerrilla para combatir la guerrilla. Y a su frente fue puesto José López Rega, secretario personal del jefe justicialista.
El hecho más violento y notorio de esa primera fase de la guerra fue la llamada "Masacre de Ezeiza", producida dentro del propio peronismo y al regresar Perón al país en 1973. Montoneros y otras organizaciones guerrilleras que pujaban para adueñarse del multitudinario recibimiento al expresidente se enfrentaron con el Comando de Organización y sectores sindicales. La gravedad de estos hechos hizo decir a Perón: "Esto es una guerra civil embozadita".
Tiempo después, una guerra rural y un enfrentamiento urbano llevaron este conflicto a su máximo nivel: el Operativo Independencia en Tucumán, iniciado por el Ejército en febrero de 1975, duró más de dos años y produjo alrededor de cuatrocientas víctimas mortales, entre militares e insurgentes; y el ataque guerrillero al Batallón Arsenales 601 "Domingo Viejobueno", perpetrado el 23 de diciembre de 1975, generó 98 muertos y 59 heridos entre ambos bandos.
La izquierda vernácula, que cohabitaba en el antiperonismo, sintió el rigor de la picana eléctrica en la Sección Especial de la Policía Federal, durante los dos primeros gobiernos justicialistas. Pero al entender que por sí sola no podía acceder electoralmente al poder político, decide usar al movimiento peronista como medio de transporte al poder.
El peronismo se transformó así en casa tomada por el kirchnerismo y el "entre" de la izquierda al movimiento fundado por Perón tuvo éxito: los derrotados por las armas asumieron el poder político en el 2003.
Varios líderes de Montoneros, sus descendientes, viejos integrantes del Partido Comunista y una nueva psico-izquierda ("Izquierdistas soldados de Lacan", los llamaba un diario oficialista) ocupan hoy cargos en el gobierno nacional y en provinciales.
Lo novedoso de esta guerra consiste en que los vencedores (Fuerzas Amadas) terminaron siendo juzgados por los vencidos (guerrilla). Circunstancia que otorgó a estos últimos impunidad por los crímenes cometidos y por la responsabilidad de haber iniciado la guerra subversiva.
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