La CIA de Felipe II
La España de Felipe II contó con los servicios secretos más avanzados de su tiempo. Su extensa red de espías fue uno de los factores por los que mantuvo su posición de potencia.
El monarca y su sobrina Ana durante un banquete con familiares y cortesanos, por Alonso Sánchez Coello. (Dominio público)
Josefina Hoyos Pérez ||
La Vanguardia
Un historiador de la diplomacia, Charles Howard Carter, afirmaba que en política exterior es importante la capacidad de las personas que toman las decisiones, pero más relevante aún la calidad de la información que tienen en sus manos. Felipe II, gracias a sus servicios de inteligencia, contaba con información más fiable que otros monarcas europeos. Y que llegaba a sus manos con más rapidez. Más de un embajador extranjero comprobó que asuntos sobre su propio país los conocía el soberano español con anterioridad.
La monarquía hispánica contaba con unos servicios de inteligencia acordes con su estatus de superpotencia, pero, curiosamente, hasta fechas recientes los especialistas no les han prestado especial atención. Y eso a pesar de que el espionaje era, como dicen los historiadores Carlos Carnicer y Javier Marcos, autores de un estudio pionero, el fuego que alimentaba las calderas de la política exterior.
Ningún otro país dedicaba tantos recursos, humanos y materiales, a esta actividad. Ni obtuvo resultados tan brillantes, pese a los fracasos, que también los hubo. En la cúspide de aquel entramado se encontraba, naturalmente, el Rey. Tras él, su secretario del Consejo de Estado (institución encargada de la política exterior). Ellos seleccionaban agentes, marcaban sus prioridades y centralizaban la recogida de los “avisos”, como entonces se denominaba a los informes secretos.
Hombre con una legendaria capacidad de trabajo,
Felipe II no se limitaba a marcar las grandes directrices de sus agentes. También descendía a pequeños detalles, con su acostumbrada dificultad para delegar. Podía, por ejemplo, entretenerse en corregir el descifrado de unos documentos interceptados al embajador francés, trabajo ya realizado por un especialista. Se originaban así, como no podía ser menos, los inevitables retrasos.
La monarquía era consciente de que solo conservaría sus dominios si impulsaba los servicios secretos
La obsesión del rey por controlarlo todo personalmente hizo que un informe crucial de Bernardino de Mendoza, que advertía del ataque inglés a Cádiz en 1587, quedara en una mesa durante varios días entre otros mensajes menos importantes. Ningún funcionario tenía autorización para leer el documento y alertar al monarca.
A la vanguardia de Europa
La monarquía hispánica era muy consciente de que solo conservaría sus múltiples dominios si impulsaba los servicios secretos. Por eso, el soberano aconsejará a su hijo y sucesor, Felipe III, que procure estar informado “de las fuerzas, rentas, gastos, riquezas, soldados, armas y cosas de este talle de los reyes y reinos extraños”. Así, con datos precisos sobre sus enemigos, sabría sus puntos fuertes y dónde estaban sus debilidades, conocimiento que le permitiría diseñar su política exterior.
Podría responder entonces a preguntas básicas: ¿cuándo atacar?, ¿cómo defenderse? El cuerpo diplomático se ocupaba, entre otras responsabilidades, de organizar la recogida clandestina de información. De un embajador se esperaba que ejerciera de espía, y algunos, como Bernardino de Mendoza, representante español en Inglaterra y más tarde en Francia, ejercieron esta función con especial éxito y audacia.
Retrato de Felipe II, por Antonio Moro, que se conserva en El Escorial.
(Dominio público)
Lo mismo sobornaban a funcionarios extranjeros que se hacían con documentos fundamentales para las campañas militares. Por ejemplo, el mapa de los asentamientos franceses en
Florida, imprescindible para la expedición que los eliminó. Para que esta información resultara útil, antes tenía que llegar al despacho del rey. Según Geoffrey Parker, Felipe II contó con un servicio de correos de una eficacia nunca vista hasta entonces.
Una red de mensajeros enlazaba Madrid con las principales capitales europeas, como Roma, Viena o Bruselas. Tenía que enfrentarse a las rudimentarias comunicaciones de la época, pero aun así transportaba tal cantidad de avisos que los gobernantes españoles se veían desbordados. Como vivían inmersos en montañas de documentos, el rey y sus colaboradores no tenían siempre tiempo para analizar todos los datos de un problema. Era imposible que sus decisiones fueran siempre las más apropiadas.
A los espías se les pagaba, por motivos de seguridad, con fondos reservados. El carácter secreto de este dinero daba pie a los abusos, ya que más de un alto cargo (incluso un virrey) podía sentir la tentación de apropiárselo ante la ausencia de controles eficaces. Con todo, la corte intentaba fiscalizar al máximo las cuentas. Lo comprobó Bernardino de Mendoza cuando dos funcionarios inspeccionaron su gestión como embajador en Londres y encontraron gastos sin justificar. Pagos a espías, según Mendoza, aunque se negó a mostrar las órdenes del rey.
Del este al oeste
Siendo España la potencia dominante en Europa, encontramos a sus agentes repartidos por los más diversos territorios. El Mediterráneo, donde cristianos y turcos se disputaban la hegemonía, fue uno de los escenarios de esta guerra secreta. Madrid reclutaba a sus espías entre un conjunto variopinto de individuos, desde cristianos ortodoxos que vivían bajo los dominios musulmanes a cristianos que habían estado cautivos en el norte de África, mercaderes o renegados (es decir, cristianos que se habían convertido al islam, normalmente tras ser apresados, pero que continuaban practicando en privado su antigua fe).
El gobierno de Felipe II estaba así al corriente de la política interior de Constantinopla, de sus contactos con otros países y, sobre todo, de los movimientos de su armada. ¿Cuándo iba a zarpar? ¿Qué ciudades pretendía atacar? Los territorios más pendientes de estas preguntas eran los más expuestos a la amenaza otomana, como Nápoles, un virreinato que por su situación geográfica ejercía de muro de contención frente al expansionismo de la Sublime Puerta.
Con el oro de las Indias y los impuestos, podía invertir en espías en seis meses lo que Inglaterra en seis años
Los espías, mientras tanto, alentaban proyectos más o menos irrealizables a los que el gobierno español no prestará demasiada atención, como sublevar las provincias balcánicas del Imperio turco o quemar su flota cuando estuviera en puerto. Poco después de
Lepanto, ambos imperios aceptarán un statu quo más o menos pacífico y se dedicarán a combatir en otros frentes. Si los turcos se concentran en Persia, el centro de gravedad de la política española pasa del Mediterráneo al Atlántico.
La rebelión de los Países Bajos, imposible de atajar, se convierte entonces en la amenaza número uno. Los estrategas hispanos saben que si quieren aplastar a los calvinistas holandeses, antes tienen que acabar con la ayuda que les presta una soberana también protestante, Isabel I de Inglaterra.
La Reina Virgen, además, se obstina en enviar sus corsarios contra las colonias españolas en América.
Drake, Walter Raleigh y otros
saquean ciudades y se apoderan de galeones cargados de suculentos tesoros. En Madrid, numerosas voces piden mano dura contra la soberana hereje. Por estos motivos, España necesitaba conocer las debilidades militares de su enemigo, razón más que suficiente para enviar espías a Irlanda, una isla católica que soporta de mala gana el dominio de los protestantes ingleses. Su misión está perfectamente definida: estudiar si se dan las condiciones para un posible desembarco.
El proyecto, finalmente, se desestimó a causa de los informes negativos. Faltaban los apoyos necesarios para garantizar el éxito. Los agentes españoles se involucraron también en proyectos para asesinar a Isabel I, como
la conspiración de Babington en 1586. Cuando Felipe II supo por su embajador que seis personas sabían del intento de magnicidio, reaccionó con escepticismo. Demasiadas personas conocían el secreto como para que este no saliera a la luz de una forma o otra, como así sucedió.
Los servicios secretos de uno y otro país se devolvían los golpes, pero Madrid siempre contaba con la ventaja de sus recursos financieros, inmensamente superiores. Gracias al oro de las Indias y a los impuestos de Castilla, podía invertir en espías en un semestre lo que Inglaterra gastaba en seis años. Uno de sus mayores éxitos fue captar para su causa al embajador inglés en París, sir Edward Stafford. Este era un hombre muy bien relacionado en los círculos del poder, pero carecía de fortuna personal.
La batalla entre la Gran Armada y la flota inglesa. (Dominio público)
Cuando su afición al juego acrecentó sus penurias económicas, no encontró otra solución que vender secretos al enemigo. Tan pronto como recibía información sobre los movimientos de la Royal Navy, Stafford la enviaba a su homólogo español. Sus datos se referían a aspectos cruciales de la estrategia de su país, como los planes diseñados para atacar Cádiz o Lisboa. Mientras tanto, engañaba a su propio gobierno tergiversando las intenciones de Felipe II, al que presentaba como un monarca deseoso de paz cuando, en realidad, la
Armada Invencible se preparaba para dirigirse hacia el canal de la Mancha.
Stafford, pese a las evidencias, mintió descaradamente al informar que los españoles habían licenciado su flota. La historia era tan inverosímil que su cuñado, el almirante Howard de Effingham, no le creyó. Pero su labor de intoxicación no acabó aquí. En otra ocasión afirmó que el objetivo de los barcos españoles no era Inglaterra, sino Argel o las Indias. A cambio de todo ello recibió tan solo 5.200 ducados. Fue, como señala un especialista en el tema, “la ganga del siglo en asuntos de espionaje”.
La Armada Invencible parece, a primera vista, uno de los secretos peor guardados de Europa. El contraespionaje español no pudo impedir que sus rivales se hicieran con datos cruciales. Hoy es posible consultar en los archivos ingleses una copia del plan de invasión de Inglaterra, con cálculos sobre el número de hombres, barcos y suministros necesarios para la expedición. Con todo, pese a los abundantes rumores en todas las cortes de Europa, la flota consiguió mantener en secreto sus intenciones precisas.
Envió nuevas expediciones contra Isabel I, que se saldaron con otros tantos fracasos
Nadie sabía si atacaría directamente Inglaterra, o quizá Holanda, Irlanda o Escocia. Los españoles eran conscientes, además, de la superioridad naval enemiga. Salvo si se encontraban en situación ventajosa, tenían órdenes de rehuir el combate y limitarse a escoltar al ejército de Alejandro Farnesio que aguardaba en Flandes. Si se hubiesen coordinado las tropas marítimas y terrestres, la victoria hispana habría sido prácticamente segura, dada la superioridad de su infantería.
Contra Francia
El fracaso de la Gran Armada no desanimó a Felipe II. Envió nuevas expediciones contra Isabel I, que se saldaron con otros tantos fracasos, mientras proseguía con su ambiciosa política exterior. Francia se convirtió entonces en el centro de sus preocupaciones. Había intervenido antes en las guerras de religión de este país, siempre para apoyar a los católicos más intransigentes contra los protestantes.
Ahora se decidía, en cambio, quién debía ocupar el trono galo. Con la extinción de la dinastía Valois, el llamado “rey prudente” se lanzó a una de sus empresas más temerarias: conseguir para su hija Isabel Clara Eugenia nada menos que la Corona del país vecino. La infanta descendía por parte de madre de los Valois, pero en Francia la ley sálica excluía a las mujeres del trono. En cualquier caso, se trataba de que no reinara en París un monarca protestante.
De concretarse esta posibilidad, los vínculos religiosos facilitarían que Francia apoyara a los Países Bajos y buscara la alianza con Inglaterra. Esta amenaza, tras el desastre de la Armada Invencible, no era para tomársela a la ligera. El candidato protestante no era otro que Enrique de Borbón, futuro Enrique IV.
Retrato del poderoso Antonio Pérez. (Dominio público)
Soberano de la Navarra francesa (entonces un reino independiente), brindó su protección a
Antonio Pérez, el antiguo ministro de Felipe II, envuelto en asuntos turbios, que huyó de España con importantes secretos de Estado. Capturar a Pérez, incluso asesinarle, será la obsesión de la inteligencia española, sobre todo de uno de sus agentes, Sebastián de Arbizu.
Este intentará neutralizar a un individuo peligroso porque sabe demasiado, pero también porque conspira para organizar la invasión de Aragón. La aventura de Pérez, concebida para aliviar la presión hispánica sobre Francia, acabó en un fracaso sin paliativos. Como ha señalado el historiador y diplomático Miguel Ángel Ochoa, la espesa red de confidentes que España mantenía en el país galo recababa todo tipo de información confidencial.
Secretos de Estado, pero también cotilleos de la corte de los Valois, sin excluir historias de alcoba. Nada de lo que sucedía en la capital parisina escapaba, de hecho, a la atenta mirada del embajador hispano. A la muerte de Felipe II, en 1598, el país se encontraba económicamente exhausto por combatir tantos años en demasiados frentes. “Si el Rey no muere, el reino muere”, comentaban los más críticos.
Sin embargo, pese a todas las dificultades, el monarca había engrandecido sus dominios y aún podía controlar Europa desde El Escorial. Cierto que ya se dejaban ver preocupantes síntomas de decadencia, pero los tercios constituían todavía la mejor infantería del mundo, y los diplomáticos de la monarquía aún eran capaces de imponer en muchas cortes extranjeras la voluntad de su rey.