Lucio Falcone - El Informador Público
Más allá de la sentencia del Coronel Perón de que los hombres no lloran ni se besan, no está mal hacerlo cuando amerita la ocasión. Simplemente, queremos comenzar este artículo recordando una colorida leyenda de la reconquista española. Cuenta la misma que, al salir de Granada camino a su exilio y tras ser convenientemente derrotado, el Sultán Boabdil, al llegar a la última altura de donde se divisaba la que había sido su ciudad, lloró amargamente. Sólo para ser apostrofado por su madre Aixa. Con la dura e histórica sentencia de: “No llores como mujer lo que no supiste defender como un hombre”. Ahora bien, respecto de los generales del Proceso, a quienes hemos visto sollozar tristemente -excepto alguna honrosa excepción- ante los estrados mediáticos montados para condenarlos, cabe interrogarse si podemos decir lo mismo de: “No lloren…” En principio, obviamente que sí; ya que fueron derrotados, ignominiosamente derrotados.
Podemos empezar diciendo que en la Antigüedad no fueron pocos los generales vencidos que consideraron su propia muerte como un mal menor a una larga y previsible humillación. Lamentablemente, no fue el caso de los cónsules romanos Espurio Albino y Tito Calvino que, rendidos a los sammitas, optaron por lo que se convertiría en una humillación de manual. Hoy se la conoce como el pasaje de las Horcas Caudinas. El hecho inédito de ver a sus cónsules pasar bajo las lanzas de socarrones legionarios enemigos, de esto se trataba la afrenta. Fue argumento suficiente para que Roma armara otro ejército para vengar esa afrenta con sangre. Tan orgullosa era la capital del mundo antiguo.
Hoy, no se espera que un general derrotado pase por debajo de las lanzas de sus vencedores. Para ello, basta que lo filme alguna cámara de televisión. Con ello, ve multiplicado por mil ese tormento, reproduciéndolo hasta el infinito y volviéndolo casi eterno.
Ahora, bien, algún alumno más inquieto que el anterior podría llegar a acotar que éste no fue siempre el caso en la más que prolífica historia de la guerra. En su apoyo -seguramente- citaría ejemplos como las luchas libradas por el Frente de Liberación Nacional contra los franceses en Argelia o el Viet Cong contra los EE.UU. en el Sudeste asiático. Por su parte, alguno de los profesores, preferentemente uno formado en los cánones de la lógica de Carl von Clausewitz, lo ilustraría diciendo que la primera de ellas es la Guerra con “G” mayúscula, tal como se la enseña en los manuales de conducción militar. Las otras, las citadas por el segundo alumno, sólo merecen ese título -siempre con minúscula- por una generalización exagerada, impropia de un profesional. Aún mejor, si este profesor fuera el titular de la cátedra de Derecho Humanitario, le explicaría a sus educandos que a partir de las Convenciones de Ginebra y de la Haya debe existir una clara distinción entre combatientes y no-combatientes como condición sine qua non para librar una “guerra civilizada”.
En función de lo explicado precedentemente, no hubo en la Argentina una Guerra durante la década del ‘70. Por cuanto no existió otro Estado agresor, ni ambos bandos eran de naturaleza convencional. Pero ¿acaso no hubo muertos, heridos, ataque a unidades militares? ¿Incluso la sospecha fundada de que terceros Estados favorecieron el accionar de los irregulares? ¿Acaso no tenía derecho el Estado argentino a defenderse, aun usando sus Fuerzas Armadas? Obviamente, que, para cualquier testigo imparcial de esa época, todos los interrogantes planteados merecen una respuesta afirmativa. Pero, si estas acciones por sí solas no tipifican a un conflicto como Guerra, entonces ¿qué fue lo que hubo?
Técnicamente, se trató de un conflicto armado interno, tal como lo caracteriza el 2do Protocolo Adicional a la IV Convención de Ginebra. Es más, una visión crítica de la estrategia les hubiera desaconsejado a los generales del Proceso calificar como Guerra al conflicto que tenían entre manos. Porque procediendo de ese modo, como enseñan varios expertos, sería dotar de un status -el de combatiente- a quienes no se lo merecen. En este marco, sólo se podría haber hablado de guerra en un sentido amplio, como cuando se menciona -por ejemplo- a la “guerra contra el delito” o la “guerra contra las drogas”. Pero sería imperdonable que un profesional militar cayera en tal error conceptual.
Y ¿Tucumán? ¿No se constituyó, acaso, en una zona liberada donde los terroristas ejercieron el control territorial? Podría habernos retrucado un memorioso. La respuesta se orienta en el mismo sentido que la del párrafo anterior. Ya que la legislación de Ginebra prevé el enfrentamiento de una fuerza armada contra una fuerza disidente o grupos armados organizados que bajo la conducción de un mando militar responsable y que estén en condiciones de ejercer el control sobre operaciones sostenidas. Coincidente con los principios de la doctrina de Ginebra no hace ninguna salvedad particular respecto al tratamiento que las fuerzas armadas le deben a los que son capturados.
Para resumir, en todos los casos, aun en los de conflicto intenso y en los de no reconocimiento de beligerancia, se deben aplicar las normas generales de la Convenciones de la Guerra que establecen la prohibición de asesinar, torturar, tomar rehenes o las ejecuciones sin debido proceso.
Claro que para haber procedido de acuerdo a los usos y costumbres de la guerra hubiera sido necesario que además de tropas de combate -que las había y muy buenas por ambos bandos-; hubiera habido comandantes que se hicieran moralmente responsables por las acciones de sus subordinados. Vale decir, que en uso de sus atribuciones legales: juzgaran, condenaran o absolvieran según las normas establecidas por el gobierno constitucional de aquella época para la justicia militar vigente. Si, no se animaban a tanto; deberían haber entregado sus detenidos a la Justicia Federal como, también lo posibilitaban esas mismas leyes. En pocas palabras, que se hicieran cargo; y no que, amparados en la impunidad, dejaran librado al criterio de un teniente la vida o la muerte de alguien con el que habían estado combatiendo días u horas antes.
Un cínico dirá que es fácil acertar los resultados de los partidos de fútbol del domingo con el diario del lunes. Pero, sucede que los generales del proceso eran eso: generales, vale decir, personas que habían alcanzado la máxima jerarquía en una profesión cuyo raison d’être es la aplicación de la violencia estatal. No pueden argumentar, hoy, ignorancia. Por lo tanto, no vale sostener que no sabían como proceder y que fueron sorprendidos por un conflicto irregular para el que no se habían preparado. Para eso está la historia militar y toda la gama de lecturas profesionales que los debieron haber ilustrado sobre como sobre proceder.
Por supuesto, que lo perfecto sería que la justicia, entendida como el dar a cada uno lo que se merece, repare los múltiples daños físicos, psicológicos y morales producidos. Pero, la política es el arte de lo posible e intentar lo imposible es una receta segura para el desastre. Talvez, la propia complejidad de llevar adelante esta reparación, es la que aconseja objetivos mucho más modestos. Por ejemplo, se podría intentar algo similar a lo realizado por los salvadoreños tras su larga guerra civil. En principio, un acuerdo de concordia social y política y una ley de reconciliación nacional que establezca un amnistía general y generosa para los combatientes de ambos bandos. Sin concordia no hay vida civilizada posible. A la par, se deben encarar verdaderas reformas en las fuerzas armadas, en el sistema judicial y en el fortalecimiento moral del principio de autoridad para evitar la recurrencia del conflicto.
La guerra, la verdadera guerra, lleva implícita una noción de paridad. No en vano por siglos se la consideró el juicio de Dios. En consecuencia, no es conducente el enfrentamiento de alguien desmesuradamente fuerte contra uno mucho más débil. Tal fue nuestro caso en los ‘70. Llegado el momento de que una fuerza armada deba enfrentar a una guerrilla, vale decir a un oponente débil. Lo mejor es evitar el enfrentamiento directo. Y si no quedara alternativa, librar la lucha en forma rápida, fulminante y lo más apegado posible a las reglas y a la ética. Si el conflicto se prolongara, deberemos saber que la ventaja siempre estará del lado débil; ya que sólo será cuestión de tiempo para que se cometan atrocidades irreparables. Y que la parte más débil gane -indefectiblemente- la batalla moral.
¿Qué hacer con fuerzas armadas que han sido derrotadas moralmente por un oponente más débil? Esta es la pregunta que deberían estarse haciendo, hoy, los conductores civiles y militares de nuestra defensa. Con toda certeza, los esfuerzos realizados, por los militares para que todo permanezca como está; y de los políticos para cambiarlo todo, aun lo que está bien, no nos conducirá a nada bueno.
En estos años se lo ha intentado todo. Nos preguntamos sino será tiempo de probar con el simple sentido común. Una verdadera transformación de lo militar, por un lado, y un maduro control civil, por el otro. O al menos, elegir una línea de conducta que al vernos derrotados puedan decir de nosotros lo que dijo Madame de Aulnoy de los vapuleados Tercios españoles: “Se les ve expuestos a la injuria de los tiempos, en la miseria; y a pesar de ello, más bravos, soberbios y orgullosos que en la opulencia y prosperidad…”
Más allá de la sentencia del Coronel Perón de que los hombres no lloran ni se besan, no está mal hacerlo cuando amerita la ocasión. Simplemente, queremos comenzar este artículo recordando una colorida leyenda de la reconquista española. Cuenta la misma que, al salir de Granada camino a su exilio y tras ser convenientemente derrotado, el Sultán Boabdil, al llegar a la última altura de donde se divisaba la que había sido su ciudad, lloró amargamente. Sólo para ser apostrofado por su madre Aixa. Con la dura e histórica sentencia de: “No llores como mujer lo que no supiste defender como un hombre”. Ahora bien, respecto de los generales del Proceso, a quienes hemos visto sollozar tristemente -excepto alguna honrosa excepción- ante los estrados mediáticos montados para condenarlos, cabe interrogarse si podemos decir lo mismo de: “No lloren…” En principio, obviamente que sí; ya que fueron derrotados, ignominiosamente derrotados.
Podemos empezar diciendo que en la Antigüedad no fueron pocos los generales vencidos que consideraron su propia muerte como un mal menor a una larga y previsible humillación. Lamentablemente, no fue el caso de los cónsules romanos Espurio Albino y Tito Calvino que, rendidos a los sammitas, optaron por lo que se convertiría en una humillación de manual. Hoy se la conoce como el pasaje de las Horcas Caudinas. El hecho inédito de ver a sus cónsules pasar bajo las lanzas de socarrones legionarios enemigos, de esto se trataba la afrenta. Fue argumento suficiente para que Roma armara otro ejército para vengar esa afrenta con sangre. Tan orgullosa era la capital del mundo antiguo.
Hoy, no se espera que un general derrotado pase por debajo de las lanzas de sus vencedores. Para ello, basta que lo filme alguna cámara de televisión. Con ello, ve multiplicado por mil ese tormento, reproduciéndolo hasta el infinito y volviéndolo casi eterno.
¿Guerra? ¿Guerra irregular? ¿Guerrilla?
Como el menos aventajado alumno de cualquier escuela de guerra occidental sabe, para que exista propiamente una guerra deben darse tres condiciones. La primera, que se trate de dos Estados soberanos; segundo, que al menos uno de ellos esté dispuesto a atacar militarmente al otro; vale decir, usar sus fuerzas convencionales; y tercero, que ambos hayan acordado -aunque más no sea tácitamente- dejar a sus pueblos al margen de la contienda, respetando con ello lo que se conoce como los usos y costumbres de la guerra.Ahora, bien, algún alumno más inquieto que el anterior podría llegar a acotar que éste no fue siempre el caso en la más que prolífica historia de la guerra. En su apoyo -seguramente- citaría ejemplos como las luchas libradas por el Frente de Liberación Nacional contra los franceses en Argelia o el Viet Cong contra los EE.UU. en el Sudeste asiático. Por su parte, alguno de los profesores, preferentemente uno formado en los cánones de la lógica de Carl von Clausewitz, lo ilustraría diciendo que la primera de ellas es la Guerra con “G” mayúscula, tal como se la enseña en los manuales de conducción militar. Las otras, las citadas por el segundo alumno, sólo merecen ese título -siempre con minúscula- por una generalización exagerada, impropia de un profesional. Aún mejor, si este profesor fuera el titular de la cátedra de Derecho Humanitario, le explicaría a sus educandos que a partir de las Convenciones de Ginebra y de la Haya debe existir una clara distinción entre combatientes y no-combatientes como condición sine qua non para librar una “guerra civilizada”.
En función de lo explicado precedentemente, no hubo en la Argentina una Guerra durante la década del ‘70. Por cuanto no existió otro Estado agresor, ni ambos bandos eran de naturaleza convencional. Pero ¿acaso no hubo muertos, heridos, ataque a unidades militares? ¿Incluso la sospecha fundada de que terceros Estados favorecieron el accionar de los irregulares? ¿Acaso no tenía derecho el Estado argentino a defenderse, aun usando sus Fuerzas Armadas? Obviamente, que, para cualquier testigo imparcial de esa época, todos los interrogantes planteados merecen una respuesta afirmativa. Pero, si estas acciones por sí solas no tipifican a un conflicto como Guerra, entonces ¿qué fue lo que hubo?
Técnicamente, se trató de un conflicto armado interno, tal como lo caracteriza el 2do Protocolo Adicional a la IV Convención de Ginebra. Es más, una visión crítica de la estrategia les hubiera desaconsejado a los generales del Proceso calificar como Guerra al conflicto que tenían entre manos. Porque procediendo de ese modo, como enseñan varios expertos, sería dotar de un status -el de combatiente- a quienes no se lo merecen. En este marco, sólo se podría haber hablado de guerra en un sentido amplio, como cuando se menciona -por ejemplo- a la “guerra contra el delito” o la “guerra contra las drogas”. Pero sería imperdonable que un profesional militar cayera en tal error conceptual.
Y ¿Tucumán? ¿No se constituyó, acaso, en una zona liberada donde los terroristas ejercieron el control territorial? Podría habernos retrucado un memorioso. La respuesta se orienta en el mismo sentido que la del párrafo anterior. Ya que la legislación de Ginebra prevé el enfrentamiento de una fuerza armada contra una fuerza disidente o grupos armados organizados que bajo la conducción de un mando militar responsable y que estén en condiciones de ejercer el control sobre operaciones sostenidas. Coincidente con los principios de la doctrina de Ginebra no hace ninguna salvedad particular respecto al tratamiento que las fuerzas armadas le deben a los que son capturados.
Para resumir, en todos los casos, aun en los de conflicto intenso y en los de no reconocimiento de beligerancia, se deben aplicar las normas generales de la Convenciones de la Guerra que establecen la prohibición de asesinar, torturar, tomar rehenes o las ejecuciones sin debido proceso.
Dura lex sed lex
Por todo lo expresado, a lo que no tenía derecho el Estado argentino ni su brazo armado era a violar en forma sistemática los derechos de sus detenidos o prisioneros. Sin embargo, ello, aunque constituye un crimen en sí mismo, creemos que no califica como genocidio; aunque probablemente podría ser catalogado como un crimen de guerra. Y que como tal merece ser castigado. ¿Qué habría que haber hecho? Ya hemos dicho que era totalmente lícito defenderse, vale decir, repeler la agresión terrorista con las armas del Estado. Pero, no con la violencia irrestricta de las patotas civiles y militares sino con una regulada por las normas de los conflictos armados internos.Claro que para haber procedido de acuerdo a los usos y costumbres de la guerra hubiera sido necesario que además de tropas de combate -que las había y muy buenas por ambos bandos-; hubiera habido comandantes que se hicieran moralmente responsables por las acciones de sus subordinados. Vale decir, que en uso de sus atribuciones legales: juzgaran, condenaran o absolvieran según las normas establecidas por el gobierno constitucional de aquella época para la justicia militar vigente. Si, no se animaban a tanto; deberían haber entregado sus detenidos a la Justicia Federal como, también lo posibilitaban esas mismas leyes. En pocas palabras, que se hicieran cargo; y no que, amparados en la impunidad, dejaran librado al criterio de un teniente la vida o la muerte de alguien con el que habían estado combatiendo días u horas antes.
Un cínico dirá que es fácil acertar los resultados de los partidos de fútbol del domingo con el diario del lunes. Pero, sucede que los generales del proceso eran eso: generales, vale decir, personas que habían alcanzado la máxima jerarquía en una profesión cuyo raison d’être es la aplicación de la violencia estatal. No pueden argumentar, hoy, ignorancia. Por lo tanto, no vale sostener que no sabían como proceder y que fueron sorprendidos por un conflicto irregular para el que no se habían preparado. Para eso está la historia militar y toda la gama de lecturas profesionales que los debieron haber ilustrado sobre como sobre proceder.
Los excesos simétricos
Los excesos en la justificación moral de la represión, donde todo valía en pos de derrotar físicamente al oponente, ha traído -con el tiempo- otro exceso. Simétrico, pero de signo contrario. El exceso en la reparación que hoy vivimos. Nadie niega que hubo excesos y que como tales deberían ser reparados. Ahora, el hacerlo en forma sesgada y unilateral sólo garantizará que las heridas aún abiertas no se cierren; y eventualmente, el resurgimiento de los enfrentamientos.Por supuesto, que lo perfecto sería que la justicia, entendida como el dar a cada uno lo que se merece, repare los múltiples daños físicos, psicológicos y morales producidos. Pero, la política es el arte de lo posible e intentar lo imposible es una receta segura para el desastre. Talvez, la propia complejidad de llevar adelante esta reparación, es la que aconseja objetivos mucho más modestos. Por ejemplo, se podría intentar algo similar a lo realizado por los salvadoreños tras su larga guerra civil. En principio, un acuerdo de concordia social y política y una ley de reconciliación nacional que establezca un amnistía general y generosa para los combatientes de ambos bandos. Sin concordia no hay vida civilizada posible. A la par, se deben encarar verdaderas reformas en las fuerzas armadas, en el sistema judicial y en el fortalecimiento moral del principio de autoridad para evitar la recurrencia del conflicto.
Una lección para el futuro
Ya hemos dicho que no es momento para llorar, pero sí para reflexionar. En principio hay que reconocer que no se puede librar una guerra ni un conflicto -cualquiera sea su naturaleza-, sin reglas. Ello no sólo es una atrocidad sino, también, una imposibilidad táctica. Los ejércitos son cuerpos que basan su eficiencia operativa en su cohesión moral. Por lo tanto, no se les puede ordenar que violen sistemáticamente principios éticos y morales. Hacerlo, equivale a transformarlos en una banda armada de poco valor.La guerra, la verdadera guerra, lleva implícita una noción de paridad. No en vano por siglos se la consideró el juicio de Dios. En consecuencia, no es conducente el enfrentamiento de alguien desmesuradamente fuerte contra uno mucho más débil. Tal fue nuestro caso en los ‘70. Llegado el momento de que una fuerza armada deba enfrentar a una guerrilla, vale decir a un oponente débil. Lo mejor es evitar el enfrentamiento directo. Y si no quedara alternativa, librar la lucha en forma rápida, fulminante y lo más apegado posible a las reglas y a la ética. Si el conflicto se prolongara, deberemos saber que la ventaja siempre estará del lado débil; ya que sólo será cuestión de tiempo para que se cometan atrocidades irreparables. Y que la parte más débil gane -indefectiblemente- la batalla moral.
¿Qué hacer con fuerzas armadas que han sido derrotadas moralmente por un oponente más débil? Esta es la pregunta que deberían estarse haciendo, hoy, los conductores civiles y militares de nuestra defensa. Con toda certeza, los esfuerzos realizados, por los militares para que todo permanezca como está; y de los políticos para cambiarlo todo, aun lo que está bien, no nos conducirá a nada bueno.
En estos años se lo ha intentado todo. Nos preguntamos sino será tiempo de probar con el simple sentido común. Una verdadera transformación de lo militar, por un lado, y un maduro control civil, por el otro. O al menos, elegir una línea de conducta que al vernos derrotados puedan decir de nosotros lo que dijo Madame de Aulnoy de los vapuleados Tercios españoles: “Se les ve expuestos a la injuria de los tiempos, en la miseria; y a pesar de ello, más bravos, soberbios y orgullosos que en la opulencia y prosperidad…”
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