Los indios habían avanzado la población de Río Cuarto, haciendo toda clase de iniquidades. Los cautivos pasaban de cien, el arreo era de veinte mil cabezas entre ovejas y vacas, y la guarnición, a órdenes del coronel Baigorria, no daba señales de vida. La confusión era espantosa y el terror verdaderamente pánico. El coronel Lagos, de guarnición en La Carlota, comprendió que era necesario proteger la población, pero no tenía elementos para ello.
Con la viveza de carácter que le es característica y esa rapidez audaz de concepción que le distingue, se pone en marcha con unos cuantos milicos y vecinos, entre los que iba el doctor Avila y otras personas conocidas. Hace una marcha forzada de catorce leguas, bajo todas las penurias posibles, pero ya los indios se habían retirado, llevando los cautivos y un arreo inmenso.
Del coronel Baigorria no se tenía noticias y no era posible dejar en poder de los indios aquellos cautivos, sin hacer, por lo menos, un esfuerzo para rescatarlos. La jornada era penosa y peligrosa en extremo, pero esto mismo era un aliciente para Lagos, a quien los peligros atraen con fuerza desconocida. Sin más pensamiento que el de salvar a los ctabautivos, se lanza en persecución de los indios, acompañado de unos cuantos milicos, dos o tres oficiales y los vecinos, de los que siempre formaba parte el doctor Avila, apasionado por estas aventuras.
Después de galopar toda la noche y gran parte del día, dio alcance a un grupo como de veinte indios. Estos, que se sienten alcanzar, dan vuelta, cuentan el enemigo y encuentran más prudente disparar, abandonando el arreo que llevaban. Y huyen con toda la rapidez de sus caballos pampas, pues los milicos vienen cerca y alguna bala de revólver les ha pasado ya rascándoles las costillas.
Uno de los indios siente que su caballo se le aplasta y se va quedando atrás del grupo de sus perseguidos compañeros. Apura su caballo de todos modos, lo azota, le clava la espuela, pero el caballo no da más y amenaza caerse. Entonces el indio, con un ademán bravío y soberbio, empuña la lanza con las dos manos, y echando pie a tierra hace frente al grupo que lo persigue. Dos de los otros indios que han visto la acción del compañero, retroceden valientemente y se ponen a su lado tratando de alzarlo en ancas, y el combate desesperado se empeña, entre los indios que quieren salvar al compañero y el grupo de Lagos que desea tomar a los tres.
Sólo Lagos tenía revólver, y matarlos, así a mansalva, parecía al bizarro jefe una cobardía. Saca el sable y atropella resuelto, pero las lanzas y el grito de los indios asustan al caballo, que se resiste a la espuela. Los soldados quieren avanzar, pero les sucede lo mismo. Un nuevo grupo de indios acude, pero en aquel momento los milicos logran avanzar el caballo y, después de una lucha rápida y enérgica, dan muerte a dos de los indios, haciendo huir al tercero.
El nuevo grupo, compuesto de treinta indios, había llegado en son de carga y hasta acometido con bríos. El combate era álgido y al arma blanca. A los indios se les había hecho bueno el partido al ver el corto número de los enemigos, y peleaban duro, creyendo tener el triunfo seguro. Era preciso concluir antes de que cerrara la noche, y el coronel Lagos cargó resueltamente. Poco resistieron los indios: cuando vieron que ocho o diez compañeros quedaban estirados en el suelo; arremolinearon, dispersándose después en todas direcciones.
Lagos los persiguió una o dos leguas más, hasta que tuvo que abandonarlos, pues disparaban de a uno tratando de presentar el menor blanco posible y obligar a fraccionarse al grupo de perseguidores para batirlos después en detalle. Vuelto al sitio donde había tenido lugar la refriega, decidieron acostarse un momento para dar descanso a los caballos; pero fueron asaltados por un enemigo más incómodo y cruel: el hambre. Hacía dos días que no comían, y la imposibilidad de hacerlo en dos días más, aumentaba el hambre de una manera insoportable.
Estaban a veintidós leguas de todo recurso y tenían que esperar a que descansaran los caballos, pues de otro modo estaban expuestos a quedarse a pie. Los platos más suculentos desfilaban por la imaginación hambrienta, al extremo de no poder conciliar el sueño. Los milicos, que todo lo hurgan, empezaron a matar el tiempo registrando los cadáveres de los indios para quitarles las pocas pilchas que pudieran tener. Eran indios que venían de invadir y era natural que algo llevaran consigo.
A lo mejor que cada cual pensaba con una voracidad canina en el plato de su predilección, uno de los milicos lanzó un grito de fabulosa alegría:
-¡Comida! –gritó-, quesadillas y tabletas; ¡viva la Patria!
Efectivamente, entre el seno de dos cadáveres, los soldados habían hallado una mina de tabletas, de aquellas famosas cuya masa leve y bien batida se deshace en la boca. Todos rodearon los cadáveres y empezaron a devorar las tabletas con una ansiedad de sesenta horas de dieta rigurosa. El doctor Avila y Lagos se le habían afirmado con tanta fe a las quesadillas que comieron con exceso, dejando de hacerlo porque ya lo les cabía más en el estómago.
Y tal era la provisión de tabletas que llevaban en el seno los indios que, a pesar de haber comido de aquella manera excesiva, quedaron todavía para almorzar al día siguiente. Satisfecha la imperiosa necesidad del estómago, el cansancio reclamó para el cuerpo el sueño reparador, y después de colocar la vigilancia necesaria, se acostaron a dormir cada cual sobre sus caronas. A la mañana siguiente todos estaban en pie y listos para marchar.
En el primer momento nadie pensó sino en ensillar su caballo, pues se le había sacado la montura para hacerla dragonear de cama. Concluida la tarea y viendo a un milico que raspaba una tableta para comer, Lagos y Avila se acercaron y sintieron con espanto que el pelo se les enderezaba sobre la cabeza. Aquella tableta estaba empapada de sangre. Horrorizados revisan todas las que habían quedado y todas presentaban el mismo aspecto espantoso. Las heridas causadas en el cuerpo de los indios les había llenado de sangre el seno y las tabletas se habían bañado en aquella levadura horrible.
-¡Hemos comido tabletas con sangre de indio! –dijo Avila, haciendo un gesto formidable.
-¡Hemos comido sangre de indio con tabletas! –contestó Lagos, sintiendo que las tabletas le bailaban un malambo en el estómago. Y ambos se dieron vuelta en un movimiento símil. La vista de los cadáveres había precipitado el resultado formidable.
Hablando anteayer con el coronel Lagos, le recordábamos este episodio de su penosa vida militar y haciendo un gesto espantoso nos decía:
-Cállese, por Dios, se me figura que todavía estoy mascando las quesadillas.
Fuente
Gutiérrez, Eduardo – Croquis y Siluetas militares – Ed. Edivérn – Buenos Aires (2005).Se permite la reproducción citando la fuente: www.revisionistas.com.ar
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