La infancia de Roca: artillero precoz, hijo de un veterano de guerra y el desafío a los paraguayos en las trincheras de Curupaytí
Hace 180 años nacía Julio Argentino Roca, dos veces presidente. Su juventud estuvo marcada por el ejemplo de su padre veterano de las guerras de la independencia; por su participación, siendo adolescente, en las batallas de Cepeda y Pavón y cuando peleó en la guerra de la Triple Alianza con su familiaPor Adrián Pignatelli || Infobae
Un joven Julio Argentino Roca, en un daguerrotipo de 1857 (Archivo General de la Nación)
Fue su novia la que le salvó la vida. Cuando estuvo exiliado en Bolivia, el tucumano José Segundo Roca, un coronel de 36 años, participó de la malograda invasión unitaria a Tucumán. Derrotados en la batalla de Monte Grande fue apresado junto a los cabecillas. Fusilaron a los responsables y él, cuando ya se veía en el otro mundo, alguien intercedió por él.
Agustina Paz era hija de Juan Bautista Paz, ministro del gobernador Alejandro Heredia, que había anunciado que en cuanto pudiera echarles el guante ejecutaría a los unitarios Javier López, a su sobrino Ángel López y a José Segundo Roca, si es que se animaban a entrar a la provincia para derrocarlo. Era 1836 y la lucha entre unitarios y federales estaba en su apogeo.
Esta chica, menuda y bella, era una tucumana nacida el 4 de mayo de 1810, y era sobrina de Marcos Paz, futuro vicepresidente de Bartolomé Mitre.
Ella convenció a su papá Juan Bautista Paz, ministro de Heredia, de que se le perdonase la vida. Que ella se casaría con Roca. Su papá apoyó la moción de su hija. El gobernador se encogió de hombros y accedió.
Tres meses después, el 20 de abril de 1836, se casaron y tuvieron nueve hijos. El mayor se llamó Alejandro en honor al gobernador. Lo menos que podían hacer.
José Segundo Roca, nacido en Tucumán en 1800, sería fue uno de los pocos oficiales argentinos que participó en las tres contiendas argentinas del siglo XIX: en la de la Independencia; en la guerra contra el imperio del Brasil y contra el gobierno de Paraguay.
El 17 de julio de 1843 nació el tercer hijo, al que bautizaron en 1844 como Alejo Julio Argentino Roca. Los nombres los eligió la madre: “Se llamará Julio por ser el mes glorioso y Argentino, porque confío en que sea como su padre un fiel servidor de la patria”. El padre, al conocer la noticia, se alegró que su esposa diera a luz a “un hermoso granadero”.
Nació en la casa de su abuelo, ubicada en el Colmenar, en el municipio de Las Talitas, en Tafí Viejo, Tucumán. Declarado sitio histórico, en varias oportunidades se denunció que la vivienda está olvidada y en ruinas.
En total serían ocho hermanos, siete varones y la última una mujer, Agustina. Otro de sus hermanos, Ataliva, nacido en 1839, llevó ese nombre en honor a un indígena que le había salvado la vida a José Segundo cuando había sido herido en Perú.
Cuando la mamá falleció en su provincia natal el 14 de octubre de 1855, el papá distribuyó a su prole.
Los dos mayores quedaron con una tía paterna en Buenos Aires; otros tres, Julio, de 12 años, Celedonio y Marcos fueron al Colegio de Concepción del Uruguay; los tres más chicos peermanecieron al cuidado de la familia de la madre. Su papá se quedó en Entre Ríos en busca de un trabajo, porque decía que los 110 pesos que ganaba no le alcanzaban para nada.
Pensaba dejar a su hija en un colegio en la ciudad de Buenos Aires. La niña se alegraba cada vez que algunos de sus hermanos le mandaban una carta. El padre se queja de que Julio no le escribía ni a él ni a sus hermanos.
En el verano de 1857 estuvo unos días en la ciudad de Buenos Aires y de ahí tomó un barco que lo dejó en Concepción del Uruguay. El colegio tenía una década de vida y su director era el exigente y paternal Alberto Larroque, un reconocido educador y abogado francés, radicado en el país que Justo José de Urquiza había contratado. Larroque era además profesor de Derecho, Filosofía y Latín.
En el colegio, conceptuado entonces como el mejor del país, el joven Julio conoció la disciplina: se levantaban a las cinco y media de la mañana; de 6 a 7 se dedicaba al estudio, luego se desayunaba y se impartían clases. El almuerzo era a las 12:30, recreo y nuevamente clases hasta las cinco. Más estudio, cena, rezo y a dormir.
Se podía salir los jueves y los domingos; recién en el cuarto año se autorizaba a visitar billares y bares.
A fines de octubre había que prepararse para los exámenes, que se tomaban entre 15 de diciembre y Navidad. Eran orales y con asistencia de público, terribles experiencias que eran esperadas con pánico por los alumnos.
Roca se sumó a la Sección Militar que tenía el colegio y solían hacer guardia en el Palacio San José. Vio en varias oportunidades a Urquiza, pero nunca habló con él.
Allí trabó una amistad para toda la vida con Eduardo Wilde y también con Onésimo Leguizamón, Olegario V. Andrade y Victorino de la Plaza, entre otros.
El 1 de marzo de 1858 egresó como subteniente de Artillería. Aún no había cumplido los 15 años.
La primera batalla en la que participó fue en Cepeda el 23 de octubre de 1859. Lo hizo con el Regimiento 1 de Artillería. El rector reunió a todos los alumnos que estaban siendo formados militarmente y les preguntó quiénes querían ir voluntariamente a acompañar a Urquiza. Aclaró que no tenían ninguna obligación, y que él prefería que se quedasen en el colegio.
Entre los que se ofrecieron estaba Roca que, en un primer momento, fue rechazado, porque era demasiado joven. Que su padre era un veterano de las guerras de la independencia y del Brasil y que él no podría ser menos.
Se incorporó a las fuerzas acantonadas en Rosario, con la misión de enfrentar a la escuadra que venía de Buenos Aires. Sus jefes se sorprendieron de su tranquilidad en apuntar los cañones en medio del combate.
Volvió a retomar sus estudios en Concepción del Uruguay hasta que confederados y porteños se enfrentaron nuevamente en el campo de batalla.
Fue en Pavón en septiembre de 1861. En el fragor del combate, apareció un jinete. “Andate, Julito; por este lado está todo perdido, no te hagas matar inútilmente”. Era su padre. “Lo que tu digas, tata”. Dejaron el lugar pero sin abandonar los cañones. “Yo le había tomado mucho cariño a mis dos cañones, no los quería abandonar”, le contaría a su padre después.
Acamparon en un lugar llamado Monte Flores. Estando allí se enteró de que había sido ascendido a teniente primero. Fue su primera promoción en el campo de batalla. De ahí en más, todas las obtendría de la misma manera.
No regresó al colegio. Decidió ir a Buenos Aires, donde estaban su tío Marcos, un abogado de 50 años que se había casado con una mujer de fortuna; allí además vivían sus hermanos mayores Ataliva y Alejandro. Se cambió de ropas, consiguió un caballo, un negro le pidió que lo aceptara como asistente, y partió hacia la ciudad.
Su tío lo recibió con alegría, sentía especial predilección por él. Roca se tranquilizó al saber que su papá había sacado a sus otros hijos del colegio, que había cerrado sus puertas temporariamente.
Tenía 19 años.
Tendría su primera aproximación a la política cuando, ya incorporado al ejército, se le encomendó a acompañar a su tío a una misión al interior para apoyar a los gobiernos que surgían.
Como teniente en el batallón 6ª de infantería, unidad que participaría de la represión al caudillo Angel Vicente Peñaloza, fue destinado primero en Villa Nueva, a orillas de Río Tercero en Córdoba y luego al Fuerte Nuevo, a la vera del río Diamante, en Mendoza, para controlar a los indígenas en el sur de Córdoba y San Luis. Cuando enfermó fue trasladado a La Rioja.
Cuando estalló la guerra de la Triple Alianza, se destacó en la instrucción de sus subordinados. En Corrientes se encontró con su padre, sus hermanos Rudecindo, Celedonio y Marcos, y sus primos Marcos y Francisco Paz. Celedonio, Marcos y sus primos morirían en esa guerra.
En la batalla de Curupaytí, librada el 22 de septiembre de 1866, montado en su caballo, animaba a aquellos que flaqueaban ante la metralla paraguaya. En una embestida, con la bandera del 6° Regimiento, Roca corrió hacia las trincheras enemigas, atravesó los fosos y ante la mirada atónita de los paraguayos, la agitó casi frente a sus narices. Ese instante de sorpresa fue aprovechado para regresar a sus líneas sano y salvo. Y logró rescatar al teniente Daniel Solier del 1° de Línea.
El padre se había hecho cargo de conducir al batallón de Tucumán hasta el teatro de la guerra. Esto representaba hacer un largo y forzado camino a pie a Santiago del Estero y de Santiago a Santa Fe en donde finalmente se embarcarían.
El padre fue al único oficial que se le permitió participar en la guerra con 66 años, considerada una edad avanzada. Después de la batalla de Tuyutí fue ascendido a general de división. Pero, molesto porque no se le permitía luchar, pidió el pase a retiro.
“Ese viejo lindo”, como lo conocían en la familia, fallecería de causas naturales en Ensenaditas, un paraje cerca de Paso de la Patria. Habían sido demasiadas las fatigas y condiciones sufridas en el contexto de la guerra.
No alcanzaría a ver a su hijo Julio transformarse en general a los 31 años en el campo de batalla, ese muchacho que, en medio de la batalla, se negaba a dejar los cañones a los que había tomado cariño.
Fuentes: Museo Roca.