Entrada de los brasileños en Asunción
El 1º de enero de 1869 entraron los brasileños en Asunción, entregándose enseguida al más desenfrenado saqueo. La ciudad se llenó en pocos días de una enorme y abigarrada población, que hablaba en sus calles todos los idiomas y dialectos. Las casas particulares eran tomadas por asalto y arrendadas por el primer atrevido que se improvisaba propietario, cobrando sufridos alquileres adelantados por trimestre y semestre enteros. Se improvisaron hoteles, posadas, restaurantes, establecimientos de diversiones, bailes públicos, tiendas, almacenes, confiterías que se sostenían con ventajas costeados por 30.000 soldados aliados e innumerables turistas, especuladores y curiosos que afluían febriles a visitar las ruinas de la vencida, pero hasta hace poco poderosa nación.
Entraban en las casas, desaforados, corriendo para aventajar a sus propios compañeros y asegurarse la parte del botín más suculenta. Es increíble cómo el esfuerzo de decenas y centenares de años puede desaparecer en tan sólo unas pocas horas.
Conforme avanzaba el día, las calles se poblaron de muebles que eran dejados a la intemperie mientras las casas ardían en llamas. A la tarde, por el río Paraguay aparecen los barcos despachados desde Argentina, que vienen a comprar las mercaderías. Los soldados se apelotonan en los muelles para cambiar el fruto de su saqueo por oro, y hay discusiones y empellones. Los barcos no se retiran, quedan anclados allí, a la espera de más carroña; y los soldados continúan con su fatal tarea. A la noche, los fuegos de los barrios conflagrados se elevan hasta iluminar las densas nubes negras del cielo. Los hombres esconden los botines donde pueden y sus alforjas, sus mantos, el interior de sus botas y cascos están rebosantes de oro, plata y metal. Al día siguiente avanzan hacia otra zona de la ciudad y a la noche también la incendian. Ya han desguazado las dependencias oficiales, las embajadas (1), las casas ricas y también las pobres. Es entonces cuando empiezan a volver los refugiados.
Son en su mayoría mujeres y muchachas jóvenes, o niños a quienes todos ignoran. Los varones ya han muerto, allá en los campos de la guerra, y en la ciudad sólo quedan los más indefensos. Y las mujeres vuelven porque los vientres de sus hijos claman comida y porque imaginan que quizás puedan encontrar algún refugio. Pero los invasores se abalanzan sobre ellas y las golpean, en plena calle les rasgan las ropas y las manosean. Comienzan a violarlas, una y otra vez, poniéndose en filas de a diez o veinte o treinta para atenderse con una sola muchacha. Los gritos desesperados de las víctimas se escuchan por toda la ciudad y no hay rincón o zaguán de Asunción donde una mujer no esté siendo vejada. Las que intentan una resistencia son degolladas allí mismo.
No se detienen cuando llega la noche, tampoco lo hacen al llegar el siguiente día. Sólo las dejan en paz cuando ellas, agotada ya su fuerza vital e incapaces de resistir más tiempo, abandonan la vida con una mueca de desprecio en la cara.
Y entonces se aviva de nuevo la sed del oro y los oficiales miran con avaricia los cementerios de Asunción. Bajo sus órdenes, los soldados desentierran a todos. A los que tienen algún anillo o cadena, se la despojan sin respeto. Al resto, los dejan tirados por doquier; huesos y más huesos apilados en donde sea, muertos sin descanso que se calientan bajo el sol.
El propio ministro brasileño en Asunción, José da Silva Paranhos, que más tarde recibió el título de Vizconde de Río Branco, se apoderó del inmenso tesoro de los Archivos Nacionales del Paraguay que, después de su muerte, donó a la Biblioteca Nacional de Río de Janeiro, el catálogo de la colección Río Branco, que contiene los archivos públicos del Paraguay tomados al final de la guerra, se compone de mil páginas divididas en dos tomos. La colección consta de cincuenta mil documentos sobre la historia primitiva del Paraguay, la infiltración portuguesa, las cuestiones de los límites y las fechas y los hechos sobre la historia del Río de la Plata. Contendría además el acta de la Fundación de la Ciudad de Asunción en 1537 y todos los archivos de las Misiones Jesuíticas con las primera carta geográfica del Paraguay, establecida antes de 1800 por el célebre geógrafo español Félix de Azara.
Durante tres días la ciudad fue robada por las huestes imperiales, que no perdonaron los templos, ni las tumbas, en su bárbaro afán de acrecentar su botín. El mismo almirante Delfino de Carvallo –barón del Pasaje- dirigía el pillaje acumulando en las cubiertas de sus naves los pianos y muebles finos que adornaban las viviendas aristocráticas paraguayas. Y cuando ya no hubo nada importante que robar, se llevaron hasta las puertas, ventanas y mármoles del palacio de López (2) y de muchas casas y edificios públicos. En una palabra, Asunción, al decir del general Garmendia, “sufrió la suerte del vencido de lejanos tiempos, entrando en ella a saco el vencedor”.
Muchos niños fueron arrancados de los brazos de sus madres para terminar, vendidos como esclavos, en las plantaciones del Brasil. Todo el mundo corre por su vida, y la capital paraguaya, otrora populosa, queda desierta. “La urbe causaba lástima verla desprovista por completo de ser humano”, cuenta el coronel brasileño José Luis Da Silva.
El Archivo Nacional del Paraguay, con siglos de historia adentro, arde en llamas. “El Paraguayo” de Asunción, en su edición del 10 de octubre de 1945, recordaba de esta manera la quema y el saqueo de tan vitales documentaciones. “Los archivos del Paraguay fueron saqueados por los invasores durante la Guerra de la Triple Alianza. Muchos documentos nos faltan, inclusive para reconstruir nuestra historia, y podemos afirmar que al despojarse nuestro Archivo se seleccionaron todos aquellos documentos que podían comprometer la versión histórica que se fraguaba para quitarnos toda esperanza de reivindicación”.
Al igual que la sede del Archivo, las casas y edificios públicos también son saqueados, uno por uno, con esmero y sin apuro. “Los oficiales se sirvieron de las casas y de las cosas” apunta el mencionado coronel brasileño.
El ejército argentino acampó a cinco kilómetros de la ciudad, en Trinidad. Y para ser digno de su aliado, convirtió en caballeriza el templo de aquel pueblo, armando un establo sobre la misma tumba de Carlos Antonio López. Pronto la lápida desapareció bajo la bosta de los briosos corceles de la oficialidad, sustituyendo el ruido de los relinchos a las voces del órgano y a las oraciones de los creyentes.
Tal como “en los lejanos tiempos” en que Asia extendió su barbarie, como sangrienta mortaja, sobre la Europa agonizante. Entrar a saco y convertir las iglesias cristianas en estercolero era el gran placer de los hombres del Norte. Y no otro era el deleite de aquellos terribles guerreros, a cuyo paso se estremecía la tierra, acaudillados por el Azote de Dios.
La historia se repite. El hombre está dentro de los hombres. La humanidad avanza, pero aún no ha acabado de salir de la caverna. La ferocidad bulle en las profundidades del instinto, y hay momentos en que salta a la superficie la fiera que hace siglos se agazapa, dominada, pero no vencida.
Es así como pueblos que se decían cristianos y hombres que invocaban sentimientos altruistas de humanidad, cayeron en el crimen, reproduciendo, por un movimiento ancestral de la ingénita barbarie, actos que repugnan a nuestra conciencia y que parecían ya alejados de la historia. Y todo aquello no era nada todavía. La guerra recién iba a entrar en un período realmente salvaje.
Entre tanto, el mariscal López se disponía a reanudar la resistencia. Cuando volvió a ocupar su antiguo campamento de Cerro León, después de la última derrota, no disponía de más fuerza que la de su voluntad omnipotente. Todo el poder defensivo paraguayo se reconcentraba en su persona, fortaleza moral más temible que los muros artillados de Humaitá. Inútilmente el duque de Caxías dio por terminada la guerra.
Los veinte mil soldados victoriosos, atrincherados en Asunción, sabían muy bien que mientras se mantuviese en pie el presidente paraguayo la lucha no estaba terminada.
Cuando el conde D’Eu, que vino a reemplazar al duque de Caixas, llegó a Asunción se encontró con una gran desmoralización de las tropas aliadas. El solemne Te Deum mandado cantar por Caixas, festejando la terminación de la guerra, había caído en un inmenso ridículo. El desaliento era general.
El 1º de enero de 1869 entraron los brasileños en Asunción, entregándose enseguida al más desenfrenado saqueo. La ciudad se llenó en pocos días de una enorme y abigarrada población, que hablaba en sus calles todos los idiomas y dialectos. Las casas particulares eran tomadas por asalto y arrendadas por el primer atrevido que se improvisaba propietario, cobrando sufridos alquileres adelantados por trimestre y semestre enteros. Se improvisaron hoteles, posadas, restaurantes, establecimientos de diversiones, bailes públicos, tiendas, almacenes, confiterías que se sostenían con ventajas costeados por 30.000 soldados aliados e innumerables turistas, especuladores y curiosos que afluían febriles a visitar las ruinas de la vencida, pero hasta hace poco poderosa nación.
Entraban en las casas, desaforados, corriendo para aventajar a sus propios compañeros y asegurarse la parte del botín más suculenta. Es increíble cómo el esfuerzo de decenas y centenares de años puede desaparecer en tan sólo unas pocas horas.
Conforme avanzaba el día, las calles se poblaron de muebles que eran dejados a la intemperie mientras las casas ardían en llamas. A la tarde, por el río Paraguay aparecen los barcos despachados desde Argentina, que vienen a comprar las mercaderías. Los soldados se apelotonan en los muelles para cambiar el fruto de su saqueo por oro, y hay discusiones y empellones. Los barcos no se retiran, quedan anclados allí, a la espera de más carroña; y los soldados continúan con su fatal tarea. A la noche, los fuegos de los barrios conflagrados se elevan hasta iluminar las densas nubes negras del cielo. Los hombres esconden los botines donde pueden y sus alforjas, sus mantos, el interior de sus botas y cascos están rebosantes de oro, plata y metal. Al día siguiente avanzan hacia otra zona de la ciudad y a la noche también la incendian. Ya han desguazado las dependencias oficiales, las embajadas (1), las casas ricas y también las pobres. Es entonces cuando empiezan a volver los refugiados.
Son en su mayoría mujeres y muchachas jóvenes, o niños a quienes todos ignoran. Los varones ya han muerto, allá en los campos de la guerra, y en la ciudad sólo quedan los más indefensos. Y las mujeres vuelven porque los vientres de sus hijos claman comida y porque imaginan que quizás puedan encontrar algún refugio. Pero los invasores se abalanzan sobre ellas y las golpean, en plena calle les rasgan las ropas y las manosean. Comienzan a violarlas, una y otra vez, poniéndose en filas de a diez o veinte o treinta para atenderse con una sola muchacha. Los gritos desesperados de las víctimas se escuchan por toda la ciudad y no hay rincón o zaguán de Asunción donde una mujer no esté siendo vejada. Las que intentan una resistencia son degolladas allí mismo.
No se detienen cuando llega la noche, tampoco lo hacen al llegar el siguiente día. Sólo las dejan en paz cuando ellas, agotada ya su fuerza vital e incapaces de resistir más tiempo, abandonan la vida con una mueca de desprecio en la cara.
Y entonces se aviva de nuevo la sed del oro y los oficiales miran con avaricia los cementerios de Asunción. Bajo sus órdenes, los soldados desentierran a todos. A los que tienen algún anillo o cadena, se la despojan sin respeto. Al resto, los dejan tirados por doquier; huesos y más huesos apilados en donde sea, muertos sin descanso que se calientan bajo el sol.
El propio ministro brasileño en Asunción, José da Silva Paranhos, que más tarde recibió el título de Vizconde de Río Branco, se apoderó del inmenso tesoro de los Archivos Nacionales del Paraguay que, después de su muerte, donó a la Biblioteca Nacional de Río de Janeiro, el catálogo de la colección Río Branco, que contiene los archivos públicos del Paraguay tomados al final de la guerra, se compone de mil páginas divididas en dos tomos. La colección consta de cincuenta mil documentos sobre la historia primitiva del Paraguay, la infiltración portuguesa, las cuestiones de los límites y las fechas y los hechos sobre la historia del Río de la Plata. Contendría además el acta de la Fundación de la Ciudad de Asunción en 1537 y todos los archivos de las Misiones Jesuíticas con las primera carta geográfica del Paraguay, establecida antes de 1800 por el célebre geógrafo español Félix de Azara.
Durante tres días la ciudad fue robada por las huestes imperiales, que no perdonaron los templos, ni las tumbas, en su bárbaro afán de acrecentar su botín. El mismo almirante Delfino de Carvallo –barón del Pasaje- dirigía el pillaje acumulando en las cubiertas de sus naves los pianos y muebles finos que adornaban las viviendas aristocráticas paraguayas. Y cuando ya no hubo nada importante que robar, se llevaron hasta las puertas, ventanas y mármoles del palacio de López (2) y de muchas casas y edificios públicos. En una palabra, Asunción, al decir del general Garmendia, “sufrió la suerte del vencido de lejanos tiempos, entrando en ella a saco el vencedor”.
Muchos niños fueron arrancados de los brazos de sus madres para terminar, vendidos como esclavos, en las plantaciones del Brasil. Todo el mundo corre por su vida, y la capital paraguaya, otrora populosa, queda desierta. “La urbe causaba lástima verla desprovista por completo de ser humano”, cuenta el coronel brasileño José Luis Da Silva.
El Archivo Nacional del Paraguay, con siglos de historia adentro, arde en llamas. “El Paraguayo” de Asunción, en su edición del 10 de octubre de 1945, recordaba de esta manera la quema y el saqueo de tan vitales documentaciones. “Los archivos del Paraguay fueron saqueados por los invasores durante la Guerra de la Triple Alianza. Muchos documentos nos faltan, inclusive para reconstruir nuestra historia, y podemos afirmar que al despojarse nuestro Archivo se seleccionaron todos aquellos documentos que podían comprometer la versión histórica que se fraguaba para quitarnos toda esperanza de reivindicación”.
Al igual que la sede del Archivo, las casas y edificios públicos también son saqueados, uno por uno, con esmero y sin apuro. “Los oficiales se sirvieron de las casas y de las cosas” apunta el mencionado coronel brasileño.
El ejército argentino acampó a cinco kilómetros de la ciudad, en Trinidad. Y para ser digno de su aliado, convirtió en caballeriza el templo de aquel pueblo, armando un establo sobre la misma tumba de Carlos Antonio López. Pronto la lápida desapareció bajo la bosta de los briosos corceles de la oficialidad, sustituyendo el ruido de los relinchos a las voces del órgano y a las oraciones de los creyentes.
Tal como “en los lejanos tiempos” en que Asia extendió su barbarie, como sangrienta mortaja, sobre la Europa agonizante. Entrar a saco y convertir las iglesias cristianas en estercolero era el gran placer de los hombres del Norte. Y no otro era el deleite de aquellos terribles guerreros, a cuyo paso se estremecía la tierra, acaudillados por el Azote de Dios.
La historia se repite. El hombre está dentro de los hombres. La humanidad avanza, pero aún no ha acabado de salir de la caverna. La ferocidad bulle en las profundidades del instinto, y hay momentos en que salta a la superficie la fiera que hace siglos se agazapa, dominada, pero no vencida.
Es así como pueblos que se decían cristianos y hombres que invocaban sentimientos altruistas de humanidad, cayeron en el crimen, reproduciendo, por un movimiento ancestral de la ingénita barbarie, actos que repugnan a nuestra conciencia y que parecían ya alejados de la historia. Y todo aquello no era nada todavía. La guerra recién iba a entrar en un período realmente salvaje.
Entre tanto, el mariscal López se disponía a reanudar la resistencia. Cuando volvió a ocupar su antiguo campamento de Cerro León, después de la última derrota, no disponía de más fuerza que la de su voluntad omnipotente. Todo el poder defensivo paraguayo se reconcentraba en su persona, fortaleza moral más temible que los muros artillados de Humaitá. Inútilmente el duque de Caxías dio por terminada la guerra.
Los veinte mil soldados victoriosos, atrincherados en Asunción, sabían muy bien que mientras se mantuviese en pie el presidente paraguayo la lucha no estaba terminada.
Cuando el conde D’Eu, que vino a reemplazar al duque de Caixas, llegó a Asunción se encontró con una gran desmoralización de las tropas aliadas. El solemne Te Deum mandado cantar por Caixas, festejando la terminación de la guerra, había caído en un inmenso ridículo. El desaliento era general.
Palacio de Benigno López (Asunción, 1869). Fuente |
Ningún jefe brasileño había querido tomar sobre sí la responsabilidad de una sola iniciativa. Y, entre tanto, López crecía a la distancia. De un momento a otro se esperaba una sorpresa, creyéndosele capaz de sacar recursos de la nada. Y Allí Juan Bautista Alberdi tuvo tiempo de decir en Europa que en aquellos momentos el Paraguay tenía su “segundo y más poderoso ejército en lo que se llaman sus montañas. Son los Andes –agregaba- del nuevo Chacabuco y del nuevo San Martín, contra los nuevos Borbones de América”.
En la batalla de las Lomas Valentinas habían peleado los inválidos y los niños, cargando los cañones con pedazos de piedra y hasta con tierra. Tres meses después de esa derrota Paraguay volvía a tener un ejército de trece mil hombres, relativamente bien armados y equipados.
Los heridos de la última batalla se lanzaron por centenares al inmenso estero de Ypecuá, cruzándolo, con el agua al cuello, durante tres días, sin comer, e incorporándose a Solano López en Cerro León. Y todos los que aún podían andar o cargar un fusil, acudieron, presurosos, desde los últimos confines de la república, para rodear al héroe desgraciado que sostenía la bandera paraguaya.
Se recogen armas abandonadas en los campos de batalla, se monta otro arsenal, se funde hierro, se taladran cañones, se fabrica pólvora y papel, se edita un periódico, vuelven a funcionar las escuelas, rige la ley de enseñanza primaria obligatoria, los niños soldados asisten a clases. Y la fundición de Ybycuí y el arsenal de Caacupé trabajaron sin descanso para armar a aquel extraño ejército, aprovechando la escandalosa indecisión del más que prudente vencedor. Pese a haber caído Asunción, la guerra aún no había terminado.
Referencias
(1) El 22 de febrero de 1869, a las 16hs Francisco Solano López emite un bando ordenando la evacuación de Asunción, fue entonces que todas las familias asunceñas que aún poseían algunas alhajas y dinero metálico, corrieron a depositarlas en la legación de los Estados Unidos de Norte América, a cargo del ministro Carlos A. Washburn así como en los consulados de Francia e Italia.
(2) El Palacio de los López es la sede del gobierno de la República del Paraguay, ya que ahí se encuentra el despacho oficial del presidente de la República. Es uno de los edificios más hermosos y emblemáticos de la capital paraguaya, Asunción. Su ubicación es en la calle Paraguayo Independiente, entre Ayolas (antes del Paraná) y O’Leary (antes Paso de Patria). Ubicado en el centro de Asunción, mirando a la bahía, este edificio fue construido por orden del presidente Carlos Antonio López, para que sirva de residencia para su hijo, el General Francisco Solano López, de ahí el hecho de que el nombre del edificio sea “Palacio de los López”. Sus obras empezaron en 1857 bajo la dirección del arquitecto inglés Alonso Taylor.
En la primera mitad del siglo XIX, Lázaro Rojas regaló a su ahijado de bautismo Francisco López el predio donde está asentado el palacio. Tras lsus célebres viajes de por Europa, Francisco Solano se trajo consigo varios arquitectos e ingenieros, que ayudaron a desarrollar obras de progreso en el país. Por orden de Carlos Antonio López, presidente de la República desde 1842, una de dichas obras era la residencia de su hijo. La construcción, planificada por el húngaro Francisco Wisner, se inició dirigida por el arquitecto inglés Alonso Taylor en 1857.
Los materiales para la construcción del palacio venían de varios lugares del interior del país, piedras de las canteras de Emboscada y Altos, maderas y obrajes de Ñeembucú y Yaguarón, ladrillos de Tacumbú, piezas de hierro fundidas en Ybycuí, etc.
Diversos artistas europeos vinieron al Paraguay para encargarse de la decoración del edificio. Artistas como el ingeniero inglés Owen Mognihan que se encargó de esculpir las figuras necesarias para crear un ambiente palaciego, el italiano Andrés Antonini que llegó al Paraguay exclusivamente para diseñar y establecer la escalera de mármol del Palacio que comunica a la segunda planta, el pintor Julio Monet, francés, que pintó el cielo raso con decoraciones florales y figuras.
Para 1867, época de la Guerra de la Triple Alianza, el Palacio de los López estaba casi terminado, aunque faltaban detalles de acabado para su conclusión. La ornamentación era de estatuillas de bronce y muebles importados de París, y grandes y decorados espejos para los salones del Palacio. Durante los siete años que los brasileños ocuparon Asunción, el Palacio sirvió como cuartel de sus fuerzas. Después de que éstas lo abandonaron, el edificio quedó en estado de abandono. Fue durante el gobierno de Juan Alberto González que se iniciaron las grandes obras de restauración del Palacio, que duraron solamente dos años. El edificio terminó recuperando su antigua gloria.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Estragó, Margarita Durán – Homenaje al pueblo de Patiño, en el centenario de su fundación (1909- 2009)
O’Leary,Juan E. – El mariscal Solano López
Rivarola Matto, J. Bautista – Diagonal de sangre: la historia y sus alternativas en la Guerra del Paraguay.
www.revisionistas.com.ar
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