Heligoland, la isla que recibió la primera bomba aliada en la Segunda Guerra Mundial
Por Guillermo Carvajal - La Brújula Verde
Heligoland (en alemán Helgoland) y Düne son dos minúsculas islas que están situadas en el Mar del Norte y pertenecen al estado federado alemán de Schleswig-Holstein, a setenta kilómetros de la costa continental, aunque en otros tiempos fueron de Dinamarca y Reino Unido. Son pequeñas de verdad hasta el punto de que Heligoland, la mayor y más conocida, no llega a los dos kilómetros de longitud y acoge un encantador pueblo de millar y medio de habitantes, así como un puerto, un helipuerto y un hospital; la otra es apenas un pedazo de tierra rodeado de playa con el espacio justo para un pequeño aeródromo y un cámping.
La gracia es que ambas están muy próximas entre sí, hasta el punto de que antaño se unían por bancos de arena, hoy sumergidos a profundidades entre uno y cuatro metros por la fuerte erosión del mar, las mareas y las tempestades. De hecho, Heligoland se va hundiendo poco a poco y su parte sur (Unterland) está por debajo del nivel marino (claro que el punto más alto, Oberland, apenas llega a 61 metros), y buena parte del litoral, al igual que el perímetro de Düne, han tenido que ser protegidos con espigones.
Uno de ellos rodea a Lange Anna (Ana la Larga), el icono local, una especie de aguja pétrea de 46 metros de altura que quedó erguida y separada del acantilado adyacente cuando éste se desplomó. Se calcula que, si no le hubieran puesto alrededor ese anillo de hormigón teñido de granate, los elementos derribarían a Anne en pocos años. ¿Por qué ese color? Por la principal característica geológica de Helgoland: la roca de intenso color rojo que da un tono muy particular a sus acantilados y que es inédita en esas latitudes.
Ana La Larga
Heligoland tuvo pobladores desde la Prehistoria y su posesión siempre fue muy disputada, hasta el punto de que se convirtió en moneda de cambio en el juego político decimonónico. Como cabía esperar, los militares alemanes instalaron allí una base naval y la batalla inicial de la Primera Guerra Mundial se libró cerca, mientras que en la Segunda recibió la primera bomba aliada sobre territorio germano. La RAF y la Armada británica la arrasaron a base de bombardeos continuos de los que aún quedan abundantes restos en forma de cráteres; una leyenda local dice intentaban hacerla desaparecer. Si fue así no lo lograron, pero siguieron usándola para prácticas de tiro hasta 1952, año en que fue devuelta a Alemania y retornó la población civil.
Todo esto contrasta con su situación actual, pues ambas islas viven del turismo, recibiendo numerosos visitantes llegados en ferry (tarda alrededor de 3 horas), pequeños aviones o incluso cruceros. Además están exentas de impuestos en varios productos como el alcohol, el tabaco, el chocolate y, por supuesto, el combustible. Claro que de éste no andan muy necesitados, ya que están prohibidos los vehiculos particulares (bicicletas incluidas) salvo los de cuerpos de seguridad y sanitarios, que de todas formas son eléctricos. Energéticamente, las islas son autosuficientes porque obtienen electricidad por vías renovables y cuentan con una planta desalinizadora.
Los visitantes pueden disfrutar de un tren turístico que recorre Heligoland en 20 minutos, así como de un ascensor que sube hasta Oberland para ver el pueblo desde lo alto (también hay escaleras). Asimismo poseen gran atractivo los fondos submarinos, atrayendo a muchos buceadores no sólo por la fauna (que incluye focas y leones marinos) y las formaciones naturales sino porque hay yacimientos arqueológicos subacuáticos; debe tenerse en cuenta que la isla se identificaba con la morada del dios escandinavo Forseti, asimilable a Poseidón, y que no faltó quien localizara allí la Atlántida, confundiendo las cordilleras submarinas con restos arquitectónicos.
Pero algo de sagrado sí que tiene Helgoland, pues en su suelo compuso la letra del himno teutón el poeta August Heinrich Hoffmann von Fallersleben en 1841 (la música es de Haydn).
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