Delaciones, torturas y asesinatos para perseguir disidentes: la Gestapo, la siniestra policía secreta nazi
Hace 90 años, nacía la Gestapo por impulso de Hermann Göring. Cómo sembraron el terror en la población. Los espantosos métodos que usaron para acallar críticos al régimen. Los religiosos que se animaron a oponerse y las consecuencias que debieron afrontar
Por Matías Bauso
Infobae
Un sistema macabro y efectivo de terror que se hizo carne en la población. Un monstruo persecutorio. Un estado de delación masiva y permanente. Una trama de miedo y persecución que provocaba que la gran mayoría de la gente estuviera dispuesta a delatar a familiares, amigos y vecinos.
Controlar, asustar, disciplinar, torturar, secuestrar, matar. Esas eran las acciones cotidianas de la Gestapo. Todo estaba permitido. La Gestapo se convirtió en la principal institución estatal para controlar, callar, perseguir y matar disidentes. Y a todo aquel que pudiera ser molesto para los jerarcas nazis.
Un Golem estatal que creció con desmesura y logró expandir el terror y disciplinar en cada rincón del Tercer Reich. La policía secreta nazi, creada hace 90 años, sembró el terror durante más de una década.
Una de las características que define casi por sí sola a la Gestapo es que tres de los más sanguinarios y despóticos jerarcas del Reich estuvieron involucrados en su fundación y expansión: Hermann Göring, Heinrich Himmler y Reinhard Heydrich. De hecho los dos primeros fueron capaces de dejar de lado sus habituales diferencias y tensiones, para conseguir que el organismo se consolidara.
Hacía tres meses que Adolf Hitler era el canciller alemán. Todavía no tenía la suma del poder. En su gabinete de ministros sólo tenía dos hombres que le respondían totalmente. Uno de ellos ni siquiera tenía una cartera a su cargo, era itinerante. Pero ese hombre no era uno más. Hermann Göring había acompañado a Hitler desde sus inicios. Y tenía una ambición inmensa. No le alcanzaba con ese cargo ejecutivo ni con su evidente influencia en el canciller. Acumuló, con sigilo, diversos cargos. Uno de ellos fue el de Ministro de Interior de Prusia. Allí, el 26 de abril de 1933, una de sus primeras medidas fue la de aprovechar estructuras ya existentes para crear una Policía de Seguridad.
O al menos así la llamaron.
Ese cuerpo especial tenía como fin imponer la paz en las calles luego de meses de revueltas. Es, al menos, lo que decían los fundamentos del instrumento legal de su creación. Lo que se declamaba públicamente. Sin embargo, la primera misión que se le asignó fue la persecución de los comunistas. No fue una desviación casual: esa era la finalidad original oculta. Göring puso a cargo a Rudolf Diels, un antiguo funcionario policial, que no era de origen nazi, pero fiable, con tendencia al oficialismo y gran capacidad de trabajo. Como nombre le pusieron la Gestapo.
Ese modelo de policía secreta con velocidad, pero casi imperceptiblemente, dejó de ser regional y se nacionalizó. Al ver que funcionaba, Heinrich Himmler llevó ese esquema a cada lugar del país que estaba.
Se suele creer que sus miembros eran cientos de miles, que en cada cuadra había un agente haciendo su trabajo.
La organización consiguió que cada ciudadano alemán estuviera convencido de que el estado los observaba y escuchaba. En parte era cierto.
Sin embargo su estructura nunca fue demasiado voluminosa. Antes de la guerra contaba con 5.000 efectivos. En 1944, el momento en que más personal tuvo, eran 32.000. Pero se cree que más de la mitad de ellos eran administrativos, que dejaban asentada y clasificaban la información que traían los agentes que estaban en las calles. Con estas cifras se demuestra imposible que tal como se pensó durante años, que hubiera en cada esquina del Tercer Reich un agente de la Gestapo.
Su gran éxito fue convencer a todos, propios y extraños, que su poder (y su alcance) era total. Uno de sus principales combustibles no fue la red de agentes ni su idoneidad (para el mal), sino la delación.
El investigador Frank McDonough en su libro La Gestapo (Crítica) brinda estadísticas sorprendentes sobre esta cuestión. Establece que sólo el 15 % de las investigaciones se iniciaban por el procedimiento de los agentes de la Gestapo. El resto eran denuncias de civiles.
De esos denunciantes una mayoría estrepitosa eran varones, casi el 80%. Por lo general de clase baja, obreros o empleados de comercio. Los maridos casi no denunciaban a sus esposas. Pero la mayoría de las presentaciones hechas por mujeres eran contra sus cónyuges. Por lo general el móvil de estas era vengar infidelidades, evitar nuevos casos de violencia doméstica o maltratos. Que estas mujeres fueran violadas, golpeadas o maltratadas no era motivo para la intervención oficial, pero sí que alguno de estos victimarios se expresara domésticamente en contra del régimen.
Muchas denuncias eran también devoluciones por conflictos personales entre amigos, vecinos y compañeros de trabajo. Hubo quienes fueron apresados, en medio de la contienda bélica, por hacer comentarios derrotistas en un bar.
El discurso único se imponía. Un padre de familia o un ama de casa temían hacer una observación contra alguna medida del gobierno por temor a que alguna rencilla familiar o consorcial terminara con ellos en un interrogatorio de la Gestapo. Hubo casos en que ciudadanos fueron detenidos por haber criticado la vestimenta de algún jerarca o de la esposa de éste en una reunión social, otros por hablar bien de algún escritor considerado un enemigo del régimen. O caso tan disparatados como el de un hombre que se autodenunció para ser detenido unos meses y de esa manera poder luchar contra su adicción al alcohol.
Los interrogatorios eran célebres por su dureza y falta de humanidad. No se cumplía con ninguna norma y los apresados carecían de cualquier mínimo derecho. Sólo estaban ahí para brindar más información o para ser castigados físicamente por una supuesta falta de lealtad. Las torturas eran habituales y de una crueldad manifiesta, de la que los oficiales alemanes solían vanagloriarse. Submarinos, testículos apretados con una morsa, picanas, golpes en la cara, asfixias prolongadas, huesos fracturados. Todo era válido para obtener una confesión o una delación. Algunos podían salvar su destino sin necesidad de confesar sus faltas; para eso estaban obligados a entregar a varios ciudadanos comunes.
Aunque no siempre era necesaria la tortura. La manera en que la Gestapo vejaba a sus víctimas una vez detenidas estaba tan difundida que las personas hablaban antes de llegar a la tortura.
Esa regla conocía excepciones. Paul Schneider era un pastor evangélico protestante que vivía en Pfersdfeld, un pequeño pueblo rural de Renania. En 1933 criticó desde su púlpito a algunas de las nuevas autoridades nazis porque creían que iban a hacer triunfar una revolución sin proponer ni buscar una renovación espiritual del pueblo alemán. Alguien informó a las autoridades eclesiásticas de su mensaje y fue apercibido. Él siguió con su prédica discreta. Un año después, la Gestapo había conseguido que no lo dejaran oficiar servicios religiosos en otros dos pueblos rurales vecinos. Fue detenido y por la protesta de su grey fue puesto en libertad.
Pero algunos vecinos siguieron alertando a las autoridades de su conducta. Definamos “su conducta”: sin demasiado énfasis pero con firmeza, Schneider criticaba al partido gobernante por su vocación unanimista, por la restricción evidente de las libertades. Para 1937 acumulaba una docena de denuncias. La Gestapo le prohibió vivir en Renania, una especie de exilio interior, y también lo proscribió de la actividad religiosa.
Las autoridades eclesiásticas asistían a la persecución en silencio. En 1938 dio otro sermón crítico. Para ese momento ya tenía su propio agente de la Gestapo vigilándolo. Luego de esa homilía lo detuvieron. Un breve paso por una cárcel y luego el traslado al campo de concentración de Buchenwald. Lo maltrataron, lo torturaron pero lo único que obtuvieron de él fue una censura por el modo de actuar de los captores. Él seguía intentando que sus torturadores se comportaran cómo correspondía. No consiguió la redención de ninguno, sólo los enfureció más.
El jefe del campo decidió liberarlo pero bajo condición de que jurara no volver a predicar en ninguna parroquia alemana. Schneider agradeció la oferta pero la rechazó: no podía dejar de cumplir con su misión. Al día siguiente, el 18 de julio de 1939 fue ejecutado en la enfermería de Buchenwald con cinco inyecciones letales de estrofantina.
Otro de los religiosos perseguidos por la Gestapo fue Martin Niemöller. Fue un pastor luterano que se opuso con firmeza a la nazificación de las iglesias alemanas. Eso provocó que se convirtiera en objetivo de la Gestapo. Fue detenido y acusado de actividades contra el estado. Un juez lo liberó pero la Gestapo lo volvió a detener porque consideró que debía ser castigado. Desde ese momento hasta el final de la guerra estuvo detenido en campos de concentración. De una alocución de Niemöller de 1946 surgió el famoso poema que suele atribuirse erróneamente a Bertolt Brecht:
“Primero vinieron por los socialistas
Y yo no dije nada porque no era socialista
Luego vinieron por los sindicalistas
Y no dije nada porque yo no era sindicalista
Luego vinieron por los judíos
Y yo no dije nada porque yo no era judío,
Luego vinieron por mí
Y no quedó nadie para hablar por mí”.
Los motivos por los cuales los ciudadanos eran perseguidos eran diversos. Si la Gestapo tuvo como principal impulso inicial la eliminación de los comunistas y de los opositores políticos más recalcitrantes, luego se dedicó a ir tras cualquier disidente o cualquiera que pudiera afectar o amenazar el discurso único imperante. Así fue que los religiosos, los homosexuales, los otros “marginados sociales” (cómo se los llamaba) y disidentes varios estuvieron en el elenco estable de las víctimas de la Gestapo.
Mientras la Alemania Nazi atacaba a los otros países europeos, el enemigo interior era combatido por esta organización.
Se suele creer que quienes eran llevados al cuartel general de la Gestapo no salían más. Otra vez McDonough prueba que no es así. La gran mayoría de las investigaciones se cerraban sin resultados y los detenidos eran liberados. Pero los casos más resonantes y violentos hacían que el ejemplo se difundiera. Además los que eran liberados resultaban muy útiles para el diseño del terror. Divulgaban las torturas y en la silla de los tormentos habían brindado nombres para que la rueda persecutoria no se detuviera.
No todos los agentes de la Gestapo eran, en su inicio, nazis. Al principio trabajaron con los policías que ya venían desempeñándose. Con el correr de los años, se fueron radicalizando y sus métodos y motivaciones se volvieron cada vez más arbitrarios.
El imaginario identifica a los hombres de la Gestapo con largos abrigos de cuero. En realidad, la mayoría vestía de civil. Debían pasar desapercibidos para obtener información y confundirse con la población. Esos sacones estaban de moda. Pero el manual de estilo, las instrucciones que recibían los obligaban a vestir ropas propias y a no llevar documentos encima.
En los primeros tiempos, la Gestapo se ocupó de la destrucción de los opositores políticos y religiosos. Pero con bastante celeridad también se sumó a la persecución racial. Fue quién se ocupó, bajo el paraguas de estar cumpliendo la normativa vigente, de que se aplicaran las Leyes de Nuremberg.
Su red de información fue vital para ubicar a los judíos que pretendían escapar o esconderse. Las Leyes de Nuremberg funcionaron casi como la excusa perfecta para el actuar fuera de control de la organización. Eso no constituía un secreto para nadie, el corresponsal del diario inglés The Times lo consignó: “Las Leyes de Nuremberg se están utilizando para justificar todo tipo de indignidad y persecución, no por parte de individuos, sino por las autoridades”. Las oportunidades (para el mal) que ofrecían estas leyes eran casi ilimitadas. Y la Gestapo las aprovechó.
Reinhard Heydrich describió cuál era la función de la Policía Secreta que él lideraba con rigor: “Nuestra responsabilidad es salvaguardar el Volk alemán como un ser total, su fuerza vital e instituciones de todo tipo de destrucción y desintegración. Debe repeler los ataques de todas las fuerzas que puedan de alguna manera debilitar o destruir la salud de la fuerza vital de la nación”
Fue Heydrich, mano derecha de Himmler, quien con su mano dura, con su falta de matices, su astucia y su impudicia estableció el cariz inclemente de la Gestapo tal cual lo conocemos.
Reinhard Heydrich fue uno de los más temibles hombres del Tercer Reich. Obediente, violento y cruel, su ambición asesina no conoció límites. Se convirtió en un engranaje vital de la barbarie nazi.
Adolf Hitler confiaba en él; le encargaba las peores tareas. Y él las cumplía con exactitud. Era un tecnócrata criminal. Nada lo amedrentaba.
Escaló posiciones con celeridad. Integrante de las SS, fue ganando lugar. Dirigió las fuerzas de seguridad que integraban las SS, la Gestapo y la SD. Participó de la Noche de los Cuchillos Largos y él mismo asesinó al General Strasser. Fue quien coordinó la Noche de los Cristales Rotos. Dirigió, también, la Conferencia de Wansee en la que los jerarcas nazis pusieron en marcha la Solución Final. Fue el creador de las Einsatzgruppen, los comandos especiales nazis responsables de al menos un millón de muertes.
Por su juventud -al momento de la muerte tenía 38 años- y su osadía inescrupulosa era visto como el posible sucesor de Hitler. Cuando el Führer sintió que Checoslovaquia se había convertido en un territorio hostil, lo envió a Heydrich a poner orden. Heydrich lo hizo de inmediato.
El Verdugo, el Carnicero, la Bestia Rubia, El Genio Malvado de Himmler, El Carnicero de Praga. Esos fueron algunos de los apodos que se ganó en su vertiginosa carrera. Él prefería el que le proporcionó Hitler en persona: El Hombre con Corazón de Hierro. Ese fue el hombre que afianzó a la Gestapo y que la convirtió en esa temible máquina de perseguir, torturar y matar.
La Gestapo tuvo una vida breve. Fundada como dependencia estatal por Göring el 26 de abril de 1933 fue disuelta por el general norteamericano Eisenhower el 7 de mayo de 1945, apenas caído el Tercer Reich.
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