El suicidio del científico que reveló al mundo los secretos de Chernobyl y acusaron de traidor los soviéticos
Valeri Legásov murió el 27 de abril de 1988, dos años y un día después de la peor tragedia nuclear de la historia. Lo hizo después de garantizarse que todo el mundo supiese por qué había explotado el cuarto bloque de la Central Eléctrica Atómica de Chernobyl. La historia de un hombre que recién fue reconocido por su patria cuando la Unión Soviética era cosa del pasado
Volvió a escuchar las cinco cintas que había grabado. Todas y cada una desnudaban los errores, la desidia, los descuidos, las omisiones, los consejos desoídos, las culpas, la indiferencia, la negligencia que habían llevado al desastre de Chernobyl, que había ocurrido dos años y un día antes. Después, en la mañana del 27 de abril de 1988, hace treinta y cinco años, el prestigioso científico soviético Valeri Legásov envolvió las cintas en un primoroso paquete y las puso a resguardo.
Se sabía vigilado por la KGB porque había pasado de científico brillante a poco menos que un desertor, un apóstata, un hombre que había dañado el legado histórico de la URSS y su prestigio internacional, golpeado ya por el accidente nuclear. El primer ministro soviético, Mikhail Gorbachov, estaba empeñado en un proceso de reestructuración y transparencia, perestroika y glasnot, pero las viejas estructuras de la URSS estalinista seguían intactas y aceitadas. A Legásov lo vigilaban, el hombre de ciencia lo sabía y lo aceptaba casi con melancólico fatalismo. Resignado después de escuchar las cintas que serían su testamento, enfundado en un grueso suéter de lana, dejó a un costado sus anteojos con marco de hueso, dio de comer a su gato, saboreó un cigarrillo y se colgó de una viga.
Había desempeñado una tarea vital en la tragedia atómica de la central nuclear Vladimir Lenin levantada en Chernobyl, al norte de Ucrania. Horas después del desastre, insistió en que fuera evacuada la ciudad de Prípiat, vecina a la central atómica; limitó el alcance de la tragedia, que iba a provocar una gigantesca salida al aire de material radiactivo y más de veinticinco mil muertos, sin contar con las enfermedades que aparecieron en los meses siguientes, entre ellas noventa y tres mil casos de cáncer; luego tuvo a su cargo la investigación del desastre; elaboró un informe demoledor y lo expuso durante cinco horas en el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) de Viena, en el que condenaba de alguna forma a las autoridades científicas y políticas de la URSS; él mismo enfermó de cáncer y se convirtió, a causa de su honestidad, en un paria en aquella sociedad que se abroqueló en el silencio, el ocultamiento y la hipocresía. La transparencia del camarada Gorbachov era buena, pero no hacía falta tanta.
¿Qué fue Chernobyl? El 26 de abril de 1986, en esa central nuclear de Ucrania, que pertenecía entonces a la Unión Soviética y hoy, invadida por Rusia, libra una guerra por su independencia, se produjo el hasta hoy mayor accidente nuclear de la historia. Pasó lo que nunca podía pasar. Fue durante un ejercicio de seguridad en un reactor nuclear del tipo RBMK, que consistía en la simulación de un corte de energía eléctrica en la planta, para desarrollar un procedimiento de seguridad destinado a mantener la circulación de agua refrigerante del reactor número cuatro de la central atómica. Todo se fue de madre, el núcleo del reactor se sobrecalentó y hubo dos explosiones sucesivas, seguidas de un incendio. Los estallidos volaron la tapa del reactor, que pesaba mil doscientas toneladas, y una nube de gases radioactivos cubrió el cielo y se extendió por 162 mil kilómetros cuadrados que abarcaron gran parte de Europa y de América del Norte.
El material radioactivo que despidió Chernobyl fue quinientas veces mayor que el que liberó la bomba atómica lanzada por Estados Unidos en Hiroshima el 6 de agosto de 1945. Trece países de Europa central y oriental detectaron altos niveles de radioactividad y declararon el estado de emergencia. Treinta y una personas murieron en el momento del accidente u horas después y en las siguientes dos semanas. Fueron muertes espantosas, cuerpos quemados, consumidos por la radiación, que presentaban grandes manchas en la piel, manchas oscuras, vivas, que desaparecían y regresaban con mayor intensidad. Cerca de mil personas recibieron grandes dosis de radiación y cerca de trescientas mil fueron contaminadas con diferentes niveles de gravedad. Seiscientas mil personas quedaron expuestas luego al aire y la tierra envenenados, cuando empezaron las tareas de descontaminación que siguieron al accidente y aconsejadas por Legásov. En total, cinco millones de personas vivieron en las áreas contaminadas y otras cuatrocientas mil en zonas altamente contaminadas. Hasta hoy, y pasaron ya treinta y siete años, no existen cifras oficiales de muertos: sólo se conocen estudios teóricos o estadísticos. La zona permanecerá contaminada por los próximos quinientos años.
En el momento del estallido del reactor y del edificio que lo albergaba en Chernobyl, a la una y veintitrés de la mañana de aquel sábado 26 de abril. Legásov conversaba en Moscú con Anatoly Alexandrov, titular de la Russia Academy of Science (RAS). Un urgente llamado telefónico pidió a Alexandrov el envío inmediato de un científico a Kiev. De modo que Alexandrov envió a Legásov, a quien tenía muy cerca, en un avión que ya lo esperaba en el aeropuerto de Vnukovo. Parecía la persona indicada: en su momento Legásov había cuestionado la seguridad de los reactores nucleares RBMK, y habían sido censurado y rebatido. ¿Qué podía saber un simple químico?
No era un simple químico. Era un tipo brillante. Había nacido en Tula, ciento setenta kilómetros al sur de Moscú, fue un chico estudioso en los años de la Segunda Guerra, medalla de oro de su secundaria, la número 56 de Moscú. En 1961 se graduó, también con honores, en la facultad de Ingeniería Físico-Química de la Universidad Dmitri Mendeléyev, en los días de pleno auge soviético en el desarrollo de la industria nuclear y de la búsqueda de especialistas en el sector de la energía. Lo buscaron para ofrecerle hacer un doctorado el en Instituto de Energía Atómica Kurchátov, pero Legásov tenía otros planes: se empleó en la Plata Química Siberiana de Tomsk que trabajaba en el desarrollo del plutonio para armas nucleares. Sentía que aquello, el armamento nuclear, era lo suyo en plena escalada de la Guerra Fría.
Pero dos años después se unió al Instituto Kurchátov. Se casó con Margarita Kijáilovna, tuvo una hija, Inga Legásova y en 1972, ya doctor en Química, entró en la RAS como miembro correspondiente y uno de los más jóvenes: tenía cuarenta y seis años. Siempre puso casi por encima de sus propios trabajos científicos, la necesidad de aumentar la protección y los métodos de seguridad en las centrales nucleares para prevenir y en lo posible evitar grandes catástrofes.
Y ahora Legásov estaba casi al pie del escenario tan temido: un reactor nuclear que había volado y una gigantesca nube tóxica, un poderoso asesino se esparcía con el viento y caía como una maldición sobre la URSS y Europa. Desde el primer minuto él mismo quedó expuesto a la radiación, que iba a desatarle luego un cáncer de pulmón. En la zozobra paralizadora que siguió al estallido, y al igual que todos los científicos que integraron la comisión investigadora del accidente ordenada por el gobierno de la URSS, Legásov oyó la versión de la luz: poco antes de la explosión en Chernobyl, varias personas vieron una extraña luz sobre la central atómica. Alguien incluso la fotografió y lo que mostraba la foto era un cuerpo luminoso que parecía suspendido sobre el edificio del reactor cuatro.
Legásov ordenó la evacuación de Pripyat y de sus alrededores, una operación titánica, casi imposible de cumplir, que comenzó al día siguiente. Consistía en desalojar a campesinos de sus casas y obligarlos a dejar todas sus pertenencias. La radioactividad suponía una grave amenaza, pero era una amenaza invisible. ¿Por qué dejar sus casas, sus ropas, sus huertos, sus fotos, sus cacerolas y hasta sus mascotas? Se encargaron de la tarea imposible los llamados “liquidadores”, muchos voluntarios pero otros muchos llevados a Chernobyl por la fuerza, todos expuestos a la radiación, muchos murieron en los años siguientes, pero en esos días iniciales usaron un poder de convicción que no tenían, o la fuerza, que sí tenían.
La tarea duró semanas. Mientras, la gente moría de a racimos en los hospitales o en sus casas; empezaron a aparecer chicos pelados, sin cejas, sin pestañas, conscientes de su muerte inminente; los liquidadores cavaban la tierra para enterrar la que había esto expuesta a la radiación; enterrar la tierra parecía un disparate gigantesco, pero así quedaban también bajo tierra las huertas de los habitantes, sus repollos, sus papas, sus zanahorias, todas envenenadas; morían viejos y adolescentes que ahora estaban activos y enfurecidos con su destino y dentro de tres horas estaban muertos; los liquidadores serraban los bosques y enterraban los troncos envueltos en plástico en grandes fosas abiertas como fauces. Todo lo que hubiese tocado la radioactividad, debía ser enterrado.
Los liquidadores también mataban a las mascotas: “Hay que dispararles de lejos, para no verles los ojos”, dijo uno. Llenaban enormes contenedores con los animalitos muertos y los llevaban a las fosas comunes. Otro de los liquidadores reveló: “Nuestras instrucciones eran cavar de tal forma que no se llegara a las aguas subterráneas y que el fondo de la fosa estuviese cubierto de plástico. Pero las órdenes, como comprenderá, no se cumplían: no había plástico, no se perdía tiempo buscando el lugar adecuado”. Los chicos dibujaban la tragedia: los árboles yacían con las raíces hacia arriba, algunos animales habían tomado formas monstruosas, el agua de los ríos era de color rojo o amarillo.
Los escarabajos se convirtieron en guías. No se veían por ningún sitio. Ni escarabajos, ni sus larvas. Ni lombrices, el manjar preferido de las gallinas, que se habían hundido en la tierra. “Si no hay escarabajos ni lombrices, es porque allí es alta la radiación”, decían los liquidadores. Varios alcaldes de pueblos vecinos a la central atómica intentaron comprar el favor de los liquidadores con cajones de vodka que los encargados de “limpiar” la zona bebían en cantidad. Unos pedían a cambio que en la lista de pueblos a ser evacuados no figurara el suyo. Pero otros pedían, también a cambio de vodka, que sí incluyeran a sus vecinos en la lista de evacuados para salvarles la vida. En pleno desastre, los liquidadores ironizaban: “Ahora va a resultar que el mejor remedio contra la radiación es la vodka Stolichnaya”. Y la gente moría por decenas sin despedirse, sin besarse, sin acariciarse por temor al contagio; los seres queridos habían dejado de serlo: ahora eran “elementos que debían ser desactivados”. Así, y peor, lo narraron las víctimas a Svetlana Alexiévich, Nobel de Literatura en 2015, que lo volcó todo en un libro de aterradora belleza Voces de Chernobyl.
Legásov ordenó enterrar el reactor debajo de cinco mil toneladas de materiales diferentes. Eso también fue obra de los liquidadores que primero caminaron sobre las ruinas humeantes del edificio y después volaron por sobre ellas mil ochocientas veces en helicópteros que arrojaron boro, para evitar que se estallaran más reacciones en cadena, plomo para blindar los fragmentos del núcleo del reactor, arena para limitar las partículas radioactivas en la atmósfera y dolomita para absorber el calor liberado por la radioactividad y generar dióxido de carbono que ahogara probables nuevos focos de incendio.
Cuatro meses después del desastre, Legásov fue invitado a hablar ante la OIEA, en Viena. Se trataba de informar a sus colegas extranjeros sobre qué había pasado en Chernóbnyl. Debió ser Gorbachov el orador, pero el primer ministro decidió que fuese Legásov quien llevara la voz de la URSS porque era el científico que mejor conocía el caso. Las conclusiones fueron tremendas. Legásov sostuvo que la explosión había sido el resultado de yerros técnicos y humanos: defectos en la construcción del reactor y desconocimiento total de parte del personal de la planta atómica de los problemas integrales. Y también de los no tan integrales: Legásov señaló que los jefes de la planta atómica encargados de la prueba sobre el reactor cuatro, ni siquiera sabían que se podía originar una explosión y mucho menos qué hacer ante una emergencia de ese tipo.
Legásov habló durante cinco horas ante la comunidad científica europea que lo colmó de elogios: “Vieron que su principal objetivo no era justificar a la Unión Soviética –dijo su hija Inga– sino, por el contrario, educar a la comunidad mundial sobre qué hacer en un caso semejante”.
Legásov recibió el reconocimiento mundial y fue incluido en la lista de los diez mejores científicos del mundo y nombrado Persona del Año en Europa. Pero en la URSS ocurrió lo contrario. Sus colegas lo ralearon, la jerarquía de la URSS pensó que había dejado mal parado al imperio con sus críticas a la seguridad de la planta nuclear; la leyenda dice que fue Gorbachov quien tachó su nombre de la lista de los premiados por su labor en Chernobyl, porque “otros científicos no lo recomiendan”.
Aun así, en agosto de 1987, durante el juicio que les siguieron a las autoridades de la planta nuclear, Legásov reiteró su informe del año anterior. Dijo que el personal no había cumplido las normas de seguridad; que existían fallos de diseño en el sistema de parada del reactor que, en determinadas condiciones, provocaban un aumento de potencia que aquella madrugada terminó en el estallido del núcleo central. Dijo que la URSS era la única nación del mundo con reactores de uso militar moderados por grafito y refrigerados por agua, que los convertía en inseguros y reveló otras omisiones técnicas, destinadas a hacer más económico el funcionamiento de la planta nuclear sin calcular la inseguridad que conllevaban esas omisiones.
Era, también, una confesión. Sin alusión alguna, Legásov había revelado el nombre y la conducta de parte de la jerarquía científica de la URSS. De manera que, como en los tiempos de Stalin, lo despojaron de sus premios, trabaron su carrera profesional, lo arrinconaron en un despacho sin ningún poder de decisión y lo condenaron al ostracismo y al olvido. Recién después de ocho años de su muerte, en 1996, y ya disuelta la URSS, Legásov fue reconocido por el presidente Boris Yeltsin, como Héroe de la Federación Rusa por “el valor y el heroísmo” mostrado en Chernobyl. Pero el último año de su vida fue muy duro. Su hija, Inga contó: “Entró en una profunda depresión, lo vi devorado por dentro; además, la enfermedad provocada por la radiación lo hizo todo peor. Dejó de comer, dejó de dormir… Sabía bien qué era lo que llegaría después y lo doloroso que sería. Probablemente, no quiso ser una carga para mi madre a la que adoraba”.
Finalmente, dejó grabadas sus conclusiones sobre el desastre. Y dos años y un día después del desastre de Chernobyl, se ahorcó en su casa.
Antes, le dio de comer a su gato. Está enterrado en el cementerio de Novodevichy, en Moscú.
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