lunes, 2 de mayo de 2016

Patagonia: Cargueros

Cargueros en la vieja Patagonia

Carguero en Santa Cruz. Aquilino Gonzalez en la chata de Enrique Gomez, en el Mitre, Lago Argentino.



domingo, 1 de mayo de 2016

Conquista del Oeste: Fotos de las tribus norteamericanas

En 1906 este hombre tomó una fotografía en el desierto. Lo que capturó te dejará boquiabierto

Haz este viaje en el tiempo…

UPSOCL


Por Ignacio Mardones

Las películas en donde aparecen indios montados sobre caballos, con adornos de plumas, arcos de flecha, parecieran retratar una realidad mágica. Y ciertamente la cultura de los nativos americanos tiene mucho de eso. Hubo un tiempo en que esos hombres y mujeres atravesaban el territorio tal como muchos imaginamos que fue. Iban armados, algunos se trenzaban el cabello, hacían sus propias canoas, llevaban a cuesta a sus hijos, fumaban en pipas, etc… Eso que uno sabe por el cine, los cómics y la televisión.

A comienzos del siglo XX, el etnólogo Edward S. Curtis recorrió EE.UU. siguiendo a más de 80 tribus de indios en sus viajes por diferentes estados. Las fotografías que sacó en ese período constituyen uno de los registros más importantes sobre la historia del país. La serie se titula: “The North American Indian”. Aquí puedes ver algunas de las imágenes más emblemáticas.


Un hombre de la tribu Crow montado en su caballo, 1908.


Un pescador hupa espera a que pase un salmón, 1923.


Un chamán apsaroke, 1908.


Una madre de la tribu Crow con su hijo, 1908.


Un cazador de patos kutenai, 1910.


Un médico apsaroke, 1908.


Chicas de la tribu de los “Pies Negros” recogiendo plantas, 1910.

Jefes de la tribu “Pies Negros”, 1900.


Jefes sioux, 1905.

Un hombre hidatsa con un águila, 1908.


Un hombre sioux, 1907.


Una niña apache jicarrilla, 1910.


Una niña de la tribu Wishran, 1910.

Bailarines de la tribu Qagyuhl, 1914.


La celebración de un matrimonio kwaliutwl sobre canoas, 1914.

sábado, 30 de abril de 2016

Conquista del desierto: La vida en la frontera

La vida de frontera



Regimiento 2 de Caballería


Ustedes que creen que el militar en la frontera pasa una vida napolitana, tendido panza abajo o panza arriba, rascándose la punta de la nariz, no tendrían, para desengañarse, más que asomar la nariz por la frontera en una de esas madrugadas afeitadoras.  Allí verían que el soldado como el oficial son dignos de todo cariño y respeto, y apreciarían la diferencia que hay en dejar la buena cama abrigada y limpia a las nueve de la mañana y salir entre los pobres ponchos al primer vislumbre del día sobre una escarcha tremenda y bajo un rocío glacial.

Allí no hay placeres, no hay dulzuras, no hay nada que pueda halagar el corazón o el espíritu.  Se vive lejos de toda caricia, como un parásito, sin más mañana que la lanza de un indio, ni más ayer que el hambre pasado o continuado.

El perro mismo del campamento es más feliz que el hombre; él duerme siquiera tranquilo cuando el cuerpo necesita reposo, y no hay quien le arranque el bocado de la boca para enviarlo al combate.  Sin enemigo al frente, parece que su vida fuera lo más desconsolada de este mundo, y sin embargo, vive siempre como si tuviera a su frente el ejército más respetable.  Se levanta a la diana, haga el tiempo que haga, limpia sus armas y sus correajes, hace su ejercicio, pasa sus revistas y hace el servicio más penoso y completo.

La alimentación es poca y mala, la leña escasea, el proveedor especula con los estómagos de la tropa, y el sueldo no lo recibe el soldado, sino el pulpero que le fía con vale del oficial y a veinte veces el precio de cada cosa.

En las noches tremendas de junio y julio, cuando el frío hiela los huesos, el servicio de imaginarias y guardias es necesario hacerlo con relevos de cuarto de hora, muchas veces cada diez minutos.  Estando más tiempo, los centinelas morirían de frío.  Esto sin contar con que el traje de invierno es de brin, porque la comisaría ha demorado el envío del uniforme, o porque este se ha quedado en los lodazales del camino.

Parece que no hubiera nada más penoso ni nada más ingrato que el servicio de fronteras, y sin embargo hay algo más terrible aún.  Y este algo es el servicio de fortines, donde hay momentos en que la vida se hace positivamente inaguantable.  Allí va un oficial con cuatro o más soldados, según la importancia del fortín que ha de guarnecer, y pasa un mes o sus dos meses en aquel verdadero presidio, donde no ve más cara humana que la de sus cuatro soldados.

Aquel ranchito mezquino, con un foso por toda defensa y un cañón de señales por todo aparato, es la cárcel de aquel quinteto de seres humanos, condenados por tiempo fijo a pasar una vida completamente animal y peligrosa.  Como los cuerpos de línea son remontados con pampas y vagos, cuando no con criminales, el oficial no tiene confianza en sus cuatro o seis soldados, porque teme que lo asesinen para desertar, y no se atreve a dormir sino a intervalos irregulares y llenos de sobresaltos.  ¡Cuántos desventurados como el ayudante Petit del 3 de Caballería no han sido asesinados durante el sueño por la guarnición del fortín!  Y el mismo sargento o cabo que lo acompaña se alterna para dormir, porque tampoco tiene confianza en su tropa y él sería responsable de la vida de su oficial.

La ración no la recibe durante su estada en el fortín, porque no se la mandan, en razón del mal estado de los caminos o de que no ha habido reses.  Y el oficial se ve en la alternativa durísima de morir de hambre con sus soldados o enviar a éstos para que marchen a bolear algo en el campo, a riesgo de que deserten y lo dejen con la responsabilidad más dura.

Y tiene que velar día y noche por la seguridad de su fortín y sus alrededores, enviando las descubiertas necesarias, porque una sorpresa o un golpe de mano de los indios importaría para él no sólo la pérdida de la vida, sino de su honor y su reputación.  Y hace personalmente el servicio más penoso para estar bien a cubierto de todo peligro.

Las marchas se hacen en la frontera a cuerpo gentil y bajo la inclemencia del tiempo, sea cual fuere.  El soldado de Caballería no conoce lo que es el sibaritismo de una carpa, ni ha experimentado nunca el placer infinito de pasar bajo techo un aguacero.  El sol del día siguiente secará la ropa sobre su cuerpo y estamos del otro lado, aunque una pulmonía se encargue bien pronto de secar la carne sobre sus huesos.  Para eso están en la brecha, y como ellos dicen pintorescamente, ninguno tiene el cuero para negocio.

Todo su equipaje, tanto el oficial como el soldado, está en el recao donde va montado.  Esa es su cama, que tiende indistintamente sobre la laguna o sobre el pajonal; esa es su mesa, en las caronas pica tabaco, con las mantas improvisa un capote, y el freno acomodado sobre los bastos o el lomillo le sirve de la mejor almohada.  Y duerme así bajo la lluvia más torrencial y cubierto sólo por el poncho patrio, como duerme sobre el caballo durante la marcha y apoyado en el cañón de la carabina cuando queda a pie firme.  La cuestión es disminuir un poco la deuda contraída con el sueño, y todas las posiciones son para él igualmente plácidas.

Hace fuego sobre los cañadones, haciendo nadar un pedazo de palo o sosteniendo cualquier pedazo de piedra y es capaz de hacer un churrasco bajo el mismo diluvio universal.  Si se trata de pelear, sonríe alegremente, porque saldrá por un momento de aquella monotonía espantosa.  Atrás del regimiento o escuadrón que marcha, viene la caballada de refresco, que es rodeada en el acto de avistarse el enemigo.  Allí cada soldado y cada oficial toma un caballo sin averiguar las condiciones, y sin tener derecho de elección ensilla y salta en él en pelos y forma atento a la primera voz de mando.  El caballo puede corcovear o hacer lo que quiera por desembarazarse del jinete.  Pero éste, siempre firme y siempre atento, lo domina, lo guía y lo lleva al combate, porque el caballo no ha sido nunca para nuestro soldado el menor inconveniente.

Recordamos entre mil otros, uno de los episodios más curiosos de la vida de frontera.  El Regimiento 2 de Caballería, a órdenes del coronel Lagos, había hecho una persecución al enemigo al extremo de postrar sus caballos.  Y era una lástima que llevando aquél sus caballos igualmente postrados, no pudiera alcanzársele por esta mis causa.  Al pasar por los toldos de Coliqueo, en la Tapera de Díaz (hoy Los Toldos), el coronel pidió a este cacique le facilitara caballos para que mudase el regimiento.  Coliqueo no tuvo inconveniente, e hizo acercar una caballada magnífica y gorda como pocas veces la había tenido.

Alborozados los milicos con aquellos fletes, desensillaron, dejaron allí sus patrios extenuados y empezaron a ensillar los de los indios.  Estos no se prestaban muy gustosos a la operación; pero ¿qué caballo, por brioso que sea, puede resistirse a un soldado de línea?.  Una vez que con más o menos trabajo hubieron ensillado milicos y oficiales, atribuyendo los bríos a la gordura de los caballos, se tocó a caballo y en seguida marcha y galope.  ¡Nunca se hubiera escuchado semejante toque!

Apurados por el rebenque de los soldados, salieron los mancarrones como una manada de diablos, corcoveando el uno, dándose contra el suelo el otro y queriéndose empacar los demás.  Cada pingo salió por un lado como si llevara una gruesa de cohetes a la cola, sin poder guardar la menor formación.  ¡El indio maldito les había hecho ensillar potros, de los cuales los más mansos eran redomones de rienda!.

No era posible recambiar los caballos, porque hubiera sido perder todo el éxito de la operación, y se mandó seguir adelante.  Y aquel regimiento, domando, y sin que hubiera caído un solo soldado, al otro día alcanzaba al enemigo, llevando caballos hechos de los que la tarde anterior eran potros.

Esto es un ligero bosquejo de la vida militar en la frontera, que recomendamos a los que creen que aquellos milicos son unos rascapanzas.

Fuente
Gutiérrez, Eduardo – Croquis y siluetas militares – Ed. Edivérn – Buenos Aires (2005)

viernes, 29 de abril de 2016

Las reses que evitaron que Jamaica caiga en manos británicas

Cuando las reses evitaron que los ingleses tomaran Jamaica
Javier Sanza  — Historias de la Historia




El 3 de abril de 1502, Cristobal Colón iniciaba su cuarto viaje al continente americano. Después de explorar la costa atlántica de Centroamérica y ya de regresó a la isla de La Española, fueron sorprendidos por una tormenta que les obligó a desviarse a Jamaica. En junio de 1503 Colón desembarcaba en la playa de Santa Gloria. Salvaron la vida, pero los cascos de sus dos carabelas estaban seriamente dañados y era imposible volver a echarse a la mar. El almirante ordenó utilizar los restos de las naves para construir un fortín. Una vez terminado, se enviaron expediciones al interior de la isla para contactar con los nativos y poder conseguir víveres mediante el trueque con las habituales baratijas. Así se mantuvieron durante meses con la esperanza de que algún barco español navegase por la zona y los pudiese rescatar, ya que no tenía las herramientas necesarias para construir una embarcación para salir de allí. Las cosas se pusieron tensas en el fortín cuando los nativos se negaron a proporcionar más alimentos si no ofrecían alguna cosa de más valor… los conocimientos astronómicos de Colón les salvarán. Gracias al libro Almanach Perpetuum (1478), del astrónomo sefardita Abraham Zacuto, el almirante sabía que el 29 de febrero de 1504 habría un eclipse total de luna. Ese mismo día, se reunió con los caciques locales y les amenazó:

Si no nos suministráis más víveres, mi Dios ocultará la luna esta noche.



Supongo que no sería el primer eclipse que verían por aquellos lares, pero que llegase un individuo que pudiese hacerlo a su antojo, aquello acongojaba al más chulo. Los nativos pidieron perdón y volvieron a enviarles suministros sin pedir nada a cambio. Además, consiguieron una canoa de remos con la que Diego Méndez y siete hombres se aventuraron para llegar hasta La Española. En junio de 1504 consiguieron ser rescatados por un barco enviado por Diego Méndez. En 1508, Diego Colón, hijo del almirante y ya como gobernador de La Española, ordenó colonizar Jamaica. Al año siguiente se fundaba el primer asentamiento en el mismo lugar donde su padre había construido el fortín. Lo llamaron Sevilla la Nueva. A pesar de los esfuerzos por consolidar la nueva fundación, los manglares que lo rodeaban y la zona pantanosa cercana obligaron a abandonarlo e intentarlo más al sur. Allí establecieron la Villa de la Vega (para los ingleses Spanish Town), que sería la capital de Jamaica hasta el siglo XIX.

Inicialmente la convivencia con los nativos fue pacífica —supongo que todavía guardarían el recuerdo de la magia de Colón—, pero cuando comenzaron los desmanes de los españoles, los problemas con los nativos se convirtieron en algo habitual. Todo ello agravado con las constantes visitas, que no de cortesía, de los franceses, holandeses y, sobre todo, de los ingleses. Los corsarios ingleses, al servicio de su bolsillo y al de su graciosa majestad, la reina Isabel I de Inglaterra, asaltaban cualquier barco o asentamiento con bandera española… y Spanish Town recibió varias visitas de este tipo. Aunque el corsario más famoso de la época fue Francis Drake —llegó a ser nombrado vicealmirante de la Marina real británica—, tuvo un aprendiz que aventajó al maestro: Christopher Newport. Este corsario capturó en 1592 el buque portugués Madre de Deus y consiguió el mayor botín del siglo: una carga de quinientas toneladas de especias, sedas, piedras preciosas y otros tesoros. Lógicamente, se ganó el favor de la reina de Inglaterra y de su sucesor, el rey Jaime I, que en 1606 lo puso al frente de la expedición encargada de establecer una colonia inglesa en Virginia. Pero tres años antes, en Spanish Town, conoció la derrota frente a un ejército… de reses.


Christopher Newport

Con una flota entera al mando del Christopher Newport, se presentaron los ingleses ante las costas de Jamaica. Debido a las insuficientes defensas de la Villa de la Vega y el escaso número de defensores, el capitán no creyó oportuno proceder con el correspondiente bombardeo desde el mar, así que decidió desembarcar a la mayor parte de sus tropas. Esta chulería, disfrazada de superioridad manifiesta, fue aprovechada por los españoles que defendían el asentamiento. Reunieron a todas las reses de la zona y cuando tuvieron frente a ellos a los ingleses, azuzaron a los cornúpetas con antorchas. Asustados, salieron en estampida arrasando las primeras líneas de los atacantes y provocando el caos en el grueso del ejército desembarcado. Tal y como llegaron, se volvieron a sus embarcaciones y salieron de allí.

jueves, 28 de abril de 2016

Conquista del desierto: "Tabletas" de indio

Las tabletas malditas


Los indios habían avanzado la población de Río Cuarto, haciendo toda clase de iniquidades. Los cautivos pasaban de cien, el arreo era de veinte mil cabezas entre ovejas y vacas, y la guarnición, a órdenes del coronel Baigorria, no daba señales de vida. La confusión era espantosa y el terror verdaderamente pánico. El coronel Lagos, de guarnición en La Carlota, comprendió que era necesario proteger la población, pero no tenía elementos para ello.

Con la viveza de carácter que le es característica y esa rapidez audaz de concepción que le distingue, se pone en marcha con unos cuantos milicos y vecinos, entre los que iba el doctor Avila y otras personas conocidas. Hace una marcha forzada de catorce leguas, bajo todas las penurias posibles, pero ya los indios se habían retirado, llevando los cautivos y un arreo inmenso.

Del coronel Baigorria no se tenía noticias y no era posible dejar en poder de los indios aquellos cautivos, sin hacer, por lo menos, un esfuerzo para rescatarlos. La jornada era penosa y peligrosa en extremo, pero esto mismo era un aliciente para Lagos, a quien los peligros atraen con fuerza desconocida. Sin más pensamiento que el de salvar a los ctabautivos, se lanza en persecución de los indios, acompañado de unos cuantos milicos, dos o tres oficiales y los vecinos, de los que siempre formaba parte el doctor Avila, apasionado por estas aventuras.

Después de galopar toda la noche y gran parte del día, dio alcance a un grupo como de veinte indios. Estos, que se sienten alcanzar, dan vuelta, cuentan el enemigo y encuentran más prudente disparar, abandonando el arreo que llevaban. Y huyen con toda la rapidez de sus caballos pampas, pues los milicos vienen cerca y alguna bala de revólver les ha pasado ya rascándoles las costillas.

Uno de los indios siente que su caballo se le aplasta y se va quedando atrás del grupo de sus perseguidos compañeros. Apura su caballo de todos modos, lo azota, le clava la espuela, pero el caballo no da más y amenaza caerse. Entonces el indio, con un ademán bravío y soberbio, empuña la lanza con las dos manos, y echando pie a tierra hace frente al grupo que lo persigue. Dos de los otros indios que han visto la acción del compañero, retroceden valientemente y se ponen a su lado tratando de alzarlo en ancas, y el combate desesperado se empeña, entre los indios que quieren salvar al compañero y el grupo de Lagos que desea tomar a los tres.

Sólo Lagos tenía revólver, y matarlos, así a mansalva, parecía al bizarro jefe una cobardía. Saca el sable y atropella resuelto, pero las lanzas y el grito de los indios asustan al caballo, que se resiste a la espuela. Los soldados quieren avanzar, pero les sucede lo mismo. Un nuevo grupo de indios acude, pero en aquel momento los milicos logran avanzar el caballo y, después de una lucha rápida y enérgica, dan muerte a dos de los indios, haciendo huir al tercero.

El nuevo grupo, compuesto de treinta indios, había llegado en son de carga y hasta acometido con bríos. El combate era álgido y al arma blanca. A los indios se les había hecho bueno el partido al ver el corto número de los enemigos, y peleaban duro, creyendo tener el triunfo seguro. Era preciso concluir antes de que cerrara la noche, y el coronel Lagos cargó resueltamente. Poco resistieron los indios: cuando vieron que ocho o diez compañeros quedaban estirados en el suelo; arremolinearon, dispersándose después en todas direcciones.

Lagos los persiguió una o dos leguas más, hasta que tuvo que abandonarlos, pues disparaban de a uno tratando de presentar el menor blanco posible y obligar a fraccionarse al grupo de perseguidores para batirlos después en detalle. Vuelto al sitio donde había tenido lugar la refriega, decidieron acostarse un momento para dar descanso a los caballos; pero fueron asaltados por un enemigo más incómodo y cruel: el hambre. Hacía dos días que no comían, y la imposibilidad de hacerlo en dos días más, aumentaba el hambre de una manera insoportable.

Estaban a veintidós leguas de todo recurso y tenían que esperar a que descansaran los caballos, pues de otro modo estaban expuestos a quedarse a pie. Los platos más suculentos desfilaban por la imaginación hambrienta, al extremo de no poder conciliar el sueño. Los milicos, que todo lo hurgan, empezaron a matar el tiempo registrando los cadáveres de los indios para quitarles las pocas pilchas que pudieran tener. Eran indios que venían de invadir y era natural que algo llevaran consigo.

A lo mejor que cada cual pensaba con una voracidad canina en el plato de su predilección, uno de los milicos lanzó un grito de fabulosa alegría:

-¡Comida! –gritó-, quesadillas y tabletas; ¡viva la Patria!

Efectivamente, entre el seno de dos cadáveres, los soldados habían hallado una mina de tabletas, de aquellas famosas cuya masa leve y bien batida se deshace en la boca. Todos rodearon los cadáveres y empezaron a devorar las tabletas con una ansiedad de sesenta horas de dieta rigurosa. El doctor Avila y Lagos se le habían afirmado con tanta fe a las quesadillas que comieron con exceso, dejando de hacerlo porque ya lo les cabía más en el estómago.

Y tal era la provisión de tabletas que llevaban en el seno los indios que, a pesar de haber comido de aquella manera excesiva, quedaron todavía para almorzar al día siguiente. Satisfecha la imperiosa necesidad del estómago, el cansancio reclamó para el cuerpo el sueño reparador, y después de colocar la vigilancia necesaria, se acostaron a dormir cada cual sobre sus caronas. A la mañana siguiente todos estaban en pie y listos para marchar.

En el primer momento nadie pensó sino en ensillar su caballo, pues se le había sacado la montura para hacerla dragonear de cama. Concluida la tarea y viendo a un milico que raspaba una tableta para comer, Lagos y Avila se acercaron y sintieron con espanto que el pelo se les enderezaba sobre la cabeza. Aquella tableta estaba empapada de sangre. Horrorizados revisan todas las que habían quedado y todas presentaban el mismo aspecto espantoso. Las heridas causadas en el cuerpo de los indios les había llenado de sangre el seno y las tabletas se habían bañado en aquella levadura horrible.

-¡Hemos comido tabletas con sangre de indio! –dijo Avila, haciendo un gesto formidable.

-¡Hemos comido sangre de indio con tabletas! –contestó Lagos, sintiendo que las tabletas le bailaban un malambo en el estómago. Y ambos se dieron vuelta en un movimiento símil. La vista de los cadáveres había precipitado el resultado formidable.

Hablando anteayer con el coronel Lagos, le recordábamos este episodio de su penosa vida militar y haciendo un gesto espantoso nos decía:

-Cállese, por Dios, se me figura que todavía estoy mascando las quesadillas.


Fuente

Gutiérrez, Eduardo – Croquis y Siluetas militares – Ed. Edivérn – Buenos Aires (2005).


Se permite la reproducción citando la fuente: www.revisionistas.com.ar

miércoles, 27 de abril de 2016

Biografía: Roca, el "comunista" de la educación

El programa comunista de Julio Argentino Roca

Rodolfo Terragno - Clarín






Incheon fue, en 1950, escenario de la mayor batalla librada durante la Guerra de Corea, que enfrentó a Occidente con el mundo comunista. El año pasado, unos 130 ministros de Educación y legiones de expertos dieron comienzo, desde esa misma ciudad coreana, una batalla por la “educación inclusiva”. Se habían reunido en el Foro mundial sobre la educación, y terminaron aprobando una declaración de principios (“Educación 2030”) que sitúa a la inclusión educativa al tope de un implícito programa universal de educación.

“Educación inclusiva” es un lugar común, a menudo vacío de contenido, que no falta en ningún discurso político. ¿Cómo se la logra? El Foro esbozó ciertos principios que ayudarán a los gobiernos a formular políticas conducentes a la inclusión, y la Argentina ha propuesto que se forme una base de datos universal para el intercambio de ideas y experiencias relativas a ese propósito.

Es la Argentina, precisamente, la que ostenta una histórica política inclusiva que (salvo en los ex países comunistas) tiene muy pocos precedentes. Fue en el siglo 19 y, por distintas razones, hoy no sería aplicable. Sin embargo, demuestra que, para convertir el slogan en realidad, el Estado debe hacer esfuerzos extraordinarios y constantes.

Hubo una ley –asiduamente invocada pero poco conocida—que organizó esa política. Fue la ley 1420, de 1884.

Esa ley — impulsada por Domingo Faustino Sarmiento y promulgada por Julio Argentino Roca— fue precisa y expeditiva:

  • Dispuso que hubiera una escuela por cada 1.500 habitantes. Una por cada 500 en el campo.
  • Creó las “escuelas ambulantes”, para llevar enseñanza a lugares remotos.
  • Decidió “convertir cuarteles, guarniciones, buques de guerra, cárceles, fábricas u otros establecimientos” en escuelas para adultos.
  • Impuso la no discriminación. De hecho prohibió la diferenciación del alumnado según la condición social, el color, la nacionalidad o la religión.
  • Decidió que la mujer debía tener la misma educación que el hombre y dio lugar a clases mixtas.
  • Obligó a que los padres inscribieran en la escuela a sus hijos de 6 a 14 años, no admitiendo la exención con motivo de pobreza familiar, ya que hizo la enseñanza completamente gratuita.
  • Fijó sanciones para los padres que no asegurasen la permanente asistencia de sus hijos a la escuela. Si un menor faltaba “más de dos días” a la escuela, los padres tenían que pagar multas. El chico, a la vez, podía ser conducido a la escuela por la fuerza pública.
  • Prohibió catequizar. La enseñanza religiosa sólo se podía impartir fuera de las horas de clase, por los ministros autorizados de los diferentes cultos, a los niños de su respectiva comunión”.
  • Obligó a que en las escuelas se vacunara y revacunara en los correspondientes períodos.
  • Forzó a los padres a gerenciar las escuelas desde cargos públicos irrenunciables y ad honorem. En cada distrito escolar debía establecerse un Consejo Escolar, integrado por cinco padres elegidos por el Consejo Nacional de Educación, que fue creado por el mismo Roca. Los designados no tenían derecho a rechazar el nombramiento. Durante dos años desempeñarían un trabajo exigente, sin recibir ni un peso. Tenían que reunirse, como mínimo, una vez por semana; y no para un mero intercambio de opiniones. La ley les imponía tareas precisas. Debían recaudar las rentas del distrito, procedentes de “multas y donaciones o subvenciones particulares”, y con ellas hacer cosas como “proporcionar vestido a los alumnos indigentes”, establecer “cursos nocturnos o dominicales para adultos” y promover la fundación de “bibliotecas populares”.


Para la Iglesia, la ley 1420 era “atea” e “impía”. Los obispos la desafiaron mediante pastorales. Los párrocos la atacaron desde los púlpitos o los presbiterios. Pedro Goyena y José Manuel Estrada la denostaron en diarios católicos.

Eso avivó las manifestaciones religiosas que se produjeron en todo el país. Al frente de tal movilización estaba el nuncio apostólico, Luis Mattera, que denostó a Roca por la promulgación de la ley y lo acusó de ser “el inspirador” de los “duros ataques” contra su persona. La disputa entre el delegado papal y el gobierno prosiguió hasta que, el 14 de octubre de 1884, Roca tomó una drástica decisión: expulsó al nuncio del país y rompió con el Vaticano antes que renunciar a la educación laica.

Mirada a través de un cristal ideológico, la ley 1420 causa perplejidad. Los efectos de la educación masiva no podían ser favorables a la clase dominante. En el pueblo culto germina, enseguida, la ambición de igualdad.        

¿Por qué Roca, que encarnaba a la oligarquía, quiso esparcir conocimientos, arriesgándose a la ulterior rebeldía de las masas? Es que cuando una clase domina una nación, el interés nacional percibido se vuelve tan importante como los intereses objetivos de clase.

La generación del 80 sintió que era dueña de una Argentina destinada a crecer e –ignorando su ubicación geográfica en el sur de América– convertirse en potencia. Para eso, se requerían transformaciones que –juzgadas con criterios ideológicos— parecen contradictorias.

Roca sintió, por un lado, que un “destino manifiesto” lo forzaba a emprender la Campaña del Desierto, conquistando 15.000 leguas cuadradas y sacrificando o tomando prisioneros por doquier.

La inclusión educativa requiere hoy métodos distintos a los del siglo 19. La ley 1420 impuso una suerte de servicio militar educativo, que hoy no sería admisible. Cuesta imaginar, por ejemplo, que un chico sea arrastrado a la escuela por la policía. Lo importante es que las políticas educacionales tengan, con métodos distintos, la profundidad, el rigor y la constancia de aquel plan cifrado en la ley 1420.

La Asignación Universal por Hijo –que los padres no pueden cobrar entera si no envían a sus hijos a la escuela— es un paso en la dirección correcta. Pero la política educacional no puede quedar ahí, y además debe entenderse que la inclusión no se logra ni con los mejores planes educacionales si no va asociada a una política de desarrollo económico y redistribución del ingreso.

rodolfo.terragno@gmail.com

Rodolfo Terragno es escritor y político. Embajador argentino en UNESCO.

martes, 26 de abril de 2016

Conquista del desierto: El coronel Chanampa

El coronel Chanampa




El coronel Ceferino Chanampa, alias el indio Shefe, escuchaba el ruido apagado de los cascos contra el arenoso camino. Una luna de algodón acuchillado jugaba a resplandecer y apagarse entre las nubes. Cuando asomaba, podía verse la pequeña tropa desarrapada, desgreñada, caminando en silencio. Apenas se veían los espesos romerales, los ariscos chañares. Cuando se escondía la luna, parecía que tierra, yuyos y caballos fueran una sola cosa oscura y palpitante.

El coronel Ceferino Chanampa sacó un pie del tosco estribo para no entumecerse. Se balanceó un poco. Si tan siquiera pudiera pitar. Pero la sorpresa del Carrizalito había sido desastrosa. No hubo tiempo más que para encarar un poco a la tropa de línea y escapar con lo puesto. Jodida suerte. Desde que murió el General en nada les había ido bien. Cierto que cuando peleaban a su lado tampoco habían ganado muchas batallas, pero por lo menos el desbande era una táctica y el huir un anticipo de victoria. Y, además, ellos sabían que como quiera, el General arreglaría las cosas. Pero esto era la derrota bárbara, la derrota sin remedio, pobre y desolada como choco que los rondara toriándolos con sus fauces sumidas de hambre. El tintín del sable contra la espuela casi lo sobresaltó. Ese ruidito juguetón era cosa que sobraba. Todo parecía obligadamente trágico en esta ocasión. El coronel Ceferino Chanampa arrugó la jeta aindiada y se encasquetó el gorro sobre los ojos. ¡Bah! El sable… ¡Para lo que servía…! Fueran otros tiempos, cuando la cosa se resolvía en la primera arremetida a fuerza de fierro y pechazo: pero ahora, con los cañones de los Regimientos quemándolos de lejos y los Remingtons minuciosos bajándolos como cachilitas, ¡adónde! ¡Qué guerra ésta! El coronel Ceferino Chanampa revolvía palabras y sucedidos mientras estiraba alternativamente sus piernas sobre los bastos duros. ¡Qué destino éste! Ya ni sabía para qué peleaban, salvo para defender el cuero. Cuando estaba con el General todo era más fácil. El General pensaba por ellos y les decía si iban a pelear o no. A veces estaban semanas de ociosos en el campamento o en la ciudad, comiendo y chupando. Y un día entre los días los hacía reunir y decía:

- Bueno, muchachos, hay que largarse de nuevo…

Entonces el secretario les leía trabajosamente una proclama y después empezaban otra vez los días iluminados y heroicos, acribillados de muerte, de dolor, de miedo y de exaltación; días enaltecidos de victorias y guitarras, de saqueo jocundo y risas bárbaras resonando gloriosamente en la calles de las ciudades conquistadas. ¡Ah, Catamarca la empinada! ¡Ah, San Juan resistente! ¡Ah, Córdoba la orgullosa! Y el desbande luego, planeado en la voz cadenciosa del General:

- De aquí en cinco días, en La Hedionda.

O en el Chamical. O en Mollaco. O en Anjullón. O en Guaja. Donde fuera. Y allí estaban todos a los cinco días, firmes, esperando la nueva orden. El General… Era como si lo viera, los ojos mansos, el cabello enrubiado ya encanecido, la vincha desflecada… Sí: antes había sido más fácil. Es difícil vivir mandando uno. Acaudillar ¡qué difícil es! El coronel Ceferino Chanampa recordaba. Si por él fuera, no hubiera pasado de soldado. Total, la vida era densa y áspera lo mismo. Pero el coraje lo va siguiendo a uno y lo señala. Un jefe que lo distingue, un instante cargado de destino que se le rinde, una desmesura celebrada por los compañeros, y de repente cata que uno es caudillo. Se acordaba cuando el General lo ascendió a su grado actual. Había sido después de la derrota grande. Sin que nadie se lo mandara, el Indio Shefe juntó una docena de muchachos y se puso a guardar las espaldas de la gente en retirada. Al pisar lugar seguro, el General lo mandó llamar, lo miró con esos ojos que de puro zarcos parecían mostrar el alma, y le dijo:

- Hijito, sos coronel.

Desde entonces, el Indio Shefe era coronel. ¡Y que se le hubiera muerto su General así, tan enteramente indefenso, sin haber estado él para ponerse delante de la lanza y hacerse rajar el pecho antes de que lo atravesara al viejo jefe derrotado! ¡Mala suerte! El coronel Ceferino Chanampa sintió un picor en los ojos y pegó un feroz espolazo al caballo.

Atrás, los montados de sus diez hombres hacían un ruido acolchonado sobre el polvo. Los muchachos casi no hablaban. Se dejaban andar, sin palabras. La noche seguía cargada, mezquinando luna.

Iban hacia Chile por Jagüe. Tal vez allí tuvieran más fortuna. Algunos amigos habían logrado pasar. Si la expedición pacificadora no los alcanzaba a la altura de Los Hornillos, ya no les preocuparía nada. Eran todos baquianos y con un poco de charqui y unos chifles de aguardiente podrían atravesar las montañas grandes. Los caballos estaban cansados, pero verdeando antes de meterse en el Paso andarían bien. La cosa era llegar a Los Hornillos. De allí a Chile, ya se vería. En Chile podrían trabajar en las minas o irse al sur, a los fundos. Total, un conocido nunca falta para buscar conchabo. Un hombre está bien en cualquier lado. Lo único, estar en tierra extraña. Cuando pensaba esto una inquieta desazón le ponía regustos amargos en la boca. Dejar la patria era como si le arrancaran las entrañas. Una escondida voz le decía a gritos esto: el coronel Ceferino Chanampa seguiría siendo el mismo hombre en Chile; sus greñas ásperas, sus pómulos marcados, su voz aflautada y esdrújula no cambiarían; pero el coronel Ceferino Chanampa era también la tierra, el paisaje, el cielo, las gentes, las cosas. El era él, con su cuerpo y su alma, con sus días y sus noches; pero él era también todo lo cotidiano y si le arrancaban esto, quedaría mutilado. Cuando así pensaba, se le achicaba el corazón y sentía lo que sintió hacía muchos años, cuando estuvieron a punto de degollarlo tras una revolución fracasada…

Menos mal que los muchachos lo acompañaban. Sus muchachos. Allí estaban ellos, cada uno con sus mañas. Los conocía como si fueran hijos. Sin darse vuelta podía señalar de quién era la voz que se escuchaba de tanto en tanto. Werfil Herrera, con su corpachón enorme y su cara de niño, agrandado y su risa extemporánea. El negro Sostaita, que solía rasguear implacablemente con sus dedos torpes, frente a los fogones benignos, una percudida guitarra. El sargento Avallay del lado de los Pueblos, agobiado de tantos trabajados años. Don Shola Carrizo, sentencioso y grave, que nadie sabía por qué andaba en cosas de guerra. Y los tres pasados de San Luis, con sus barbazas y sus vinchas, taciturnos y eficaces. Y el “Shulco”, el chiquilín alocado y gritón que todos querían y que se permitía macanear con todos, hasta con el capitán Carmen Barrionuevo, costeño, que tenía una voz bronca y sonora y jamás se reía. De todos podía el coronel Ceferino Chanampa dar testimonio. A algunos los conocía de años atrás, cuando la guerra larga. Otros habían sido compañeros suyos al lado del General. Menos mal que iban juntos. Pensaba que verlos en Chile sería como tener cerca un pedazo de patria…

Seguían andando sin pausa. Agitó innecesariamente el chifle para verificar si tenía aguardiente. A él no le gustaba macharse, pero antes del entrevero y en las retiradas largas solía chupar. Eran las únicas veces que le brillaban los ojos achinados y soltaba su grito agudo y sostenido. Pensó, con una sonrisa resignada, que nunca se le había dado por las farras. Casi no bailaba. Esas fantásticas cuecas de los cuyanos, esos gatos cordobeses, nunca los había bailado. Cuando lo llevaban a alguna farra, él se quedaba enculado, retraído bajo la enramada, escuchando discutir a los hombres.

- ¡Ay, indio! Así no has de encontrar nunca mujer…

Le decía, riéndose, su compadre Sotomayor. A él no le importaba eso de no conseguir mujer. Tener mujer, ¿para qué? Tomaba alguna hembra al pasar, después de una campaña o cuando se le daba la gana. Una, lo quiso bastante. Se acordaba. ¡La pobre! Tenía unos ojos grises y el modo sumiso y querendón. Vivió un tiempo con ella en un rancho de adobe, decente como el que más, cerca de Cochangasta, frente a la acequia. Tenía unos naranjos al fondo y el agua cantaba día y noche cerca de la casa. El, trabajaba de compositor de caballos. Ella hacía dulces y tortas. Fueron días pacíficos. Pero esa vida lo cansaba. Y en cuanto supo que el General estaba preparando otra campaña, montó su mejor caballo, buscó los amigos más cerca y enfiló hacia los llanos, sintiendo como si se hubiera arrancado unos grillos, pesados y dulces a la vez. Nunca la volvió a ver. Le dijeron, mucho después, que ella se había ido con un desertor del Regimiento de Arredondo. No se le importó. Pero a veces extrañaba un poco su modito y el gris de sus ojos. ¡Bah! El hombre no debe atarse a polleras. Por lo menos, el que anda en estas cosas… Suspiró fuerte, y miró hacia atrás. La luz de la luna ponía escalas de polvo plateado sobre el grupo que lo seguía. Se arrebujó en su áspero poncho y avivó el paso del caballo. Si los alcanzaban los de línea antes de meterse en los contrafuertes de la Cordillera, estaban perdidos.

Buenas tropas, los nacionales. Armas largas, ganado fresco, ropa entera. ¡Qué podían hacer contra ellos las raquíticas chuzas, los trabucos desvencijados de los montoneros! El coronel Ceferino Chanampa los había visto de lejos, con no disimulada admiración. Observaba sus maniobras perfectas, sus conversiones cerradas, sus formaciones impecables: y tenía que contener un secreto impulso para no largarse hacia ellos pegando gritos amistosos y abrazarlos. ¿Y los oficiales? Los había visto de cerca en dos o tres ocasiones: cuando hicieron un tratado de paz que fue traicionado muy luego y otra vez en la ciudad, al entrar el Regimiento al son de la banda y con las banderas desplegadas. El estaba escondido en la casa de un compadre, cerca del Estanque. Los había visto pasar. ¡Esos sí que eran oficiales! Todos traían entorchados y charreteras decorándoles los combados pechos; Las peras y los bigotillos cuidadosamente recortados. Recordaba al ayudante del General, que una vez apareció con un poncho agujereado por todo vestido, tan en la miseria estaba. Y a ese capitán Wamba que nunca usó zapatos. Tal vez si ellos hicieran unos arreos como los de las tropas nacionales, andarían mejor. ¿Quién podría creerlo Coronel a él, Ceferino Chanampa, más conocido por el Indio Shefe, con esos pantalones remendados, ese blusón hecho harapo, ese gorro agujereado donde lucía una escarapela argentina para distinguir su jerarquía…? Y, sin embargo, ¡carajo! Era tan Coronel como el mismísimo Arredondo, que había visto entrar en la ciudad tan churito, al frente del Regimiento, resplandeciente de oros y sin un remiendo ¡sin un solo remiendo! en su uniforme azul y rojo.

Al coronel Ceferino Chanampa le hubiera gustado hablar con ellos, con los hombres contra quienes tanto había luchado. Le hubiera gustado sentarse mano a mano, pitando despacio, y hablar sin apuro toda una tarde, toda una noche. Le hubiera gustado saber por qué peleaban. Les hubiera preguntado por qué los perseguían, con qué derecho habían matado al General, cómo era que se largaban sobre los pueblos para asolarlos. Ellos, que sabían leer y escribir, podrían hablarle largamente de sus motivos. Debían tenerlos, y seguramente muy importantes.

Sonrió un poco: ¿y si se lo preguntaban a él? ¿Qué diría? Bueno, no diría muchas palabras. Nunca decía muchas. Pero por lo menos les haría saber que él luchaba porque siempre lo había hecho, porque ésa era su tierra y no le gustaba ver regimientos extraños paseándose por sus pagos; que luchaba contra los cogotudos de la ciudad que eran enrevesados para hablar y le hacían desconfiar siempre; que peleaba porque el General siempre había peleado contra ellos, y porque no tenía casa ni tenía mujer ni otra cosa mejor que hacer. Porque la guerra era linda y dura y lo hacía sentir más hombre; porque eso de estar cuerpeando a la muerte parece que a uno lo purificara. Por todo eso ¡y que se yo! Tal vez por otras cosas más grandes, cosas tan altas y tan oscuras que no podía descubrirlas ni entenderlas y era preferible callarlas, para no disminuir su grandeza con sus pobres palabras de indio iletrado. El las sentía: eran cosas que venían en tumulto desde el fondo de la noche, una cabalgata de muertos queridos que desfilaban borrosamente o las palabras bellas que había escuchado en las proclamas del General y que ya no recordaba… ¡Pelear! Qué otra cosa podía hacer… Pelear hasta terminar, como fuera. Una resignación orgullosa lo iba invadiendo. Era como un juego. Ahora comprendía. Era como jugar a la taba o al monte, con apuestas mucho más valiosas que las que solía hacer. Se apostaba la vida.

Cuando ganaba, tenía a su Mercer la vida de sus enemigos. Cuando perdía, su vida era de ellos. Juego limpio y riesgoso. Ahora estaba jugando las últimas vueltas. Lástima que en la apuesta también estuvieran implicados los compañeros. Eso hacía todo más complicado. Cuando el General se largaba a una campaña, él sabía que era parte de su apuesta y aceptaba ese mínimo destino sin protestas ni responsabilidades. Ahora, en cambio, era él, el coronel Ceferino Chanampa, quien tiraba sobre la mesa esas diez paradas. Eso lo desazonaba. Pero podía tranquilizarse pensando que todo obedecía a un ritmo ciego e inexorable al que era ajeno. Otro, alguien, lo estaría jugando a él. Ganar o perder, no importaba. Cumplir un destino, tal vez sí.

Amanecía. A la derecha, muy lejos, se adivinaba la roja imponencia de Los Colorados. Patquía quedaba atrás. Con un poco de suerte habrían de llegar al otro día, a la oración. El cielo estaba ahora limpio de nubes y llegaba a ratos un olor fresco a retamo, como un regalo del campo pobre a sus derrotados. Ya estaba saliendo el sol cuando avistaron a retaguardia la polvareda de los nacionales. Pronto se distinguirían sus uniformes azules y rojos, sus Remingtons certeros, sus caballos frescos.

Miró a los compañeros. Nadie decía nada. Un aliento eterno suspendía a todos y transfiguraba sus rostros atezados. Detuvieron las derrengadas cabalgaduras y se prepararon. Cuando dio, rutinariamente, las últimas órdenes, el coronel Ceferino Chanampa tuvo la sensación de ser un ciclo cerrado y que en ese instante estelar se completaba su existencia armoniosamente, auténticamente. Sintió lo que nunca había sentido a través de sus correrías: una plenitud, una paz infinita, la oscura certeza de que todo debía pasar así y no de otro modo. Se sintió leal a su destino anónimo y desolado, y no trató de eludirlo. Desató el chifle y bebió con largueza. Después esperó.

Fuente


Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

Luna, Félix – La última montonera – Biblioteca Boedo, Buenos Aires (1992).

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lunes, 25 de abril de 2016

Guerra de Secesión: Shiloh y los soldados fluorescentes

Después de la batalla de Shiloh algunos soldados de la guerra civil realmente brillaban en la oscuridad!



Hay muchas historias notables de la guerra civil americana. Uno de los más notables es la historia de los soldados que brillaban en la oscuridad. En la primavera de 1862, estaba claro que la guerra civil iba a ser sangrienta y larga. El mayor general Ulysses S. Grant había empujado profundamente en la liderada por Confederados del Sur a lo largo del río Tennessee. Eso abril, acampó en el aterrizaje de Pittsburg cerca de Shiloh, Tennessee, a la espera de la llegada del Mayor General Don Carlos Buell y su ejército.
tropas de la Confederación estaban atrincherados cerca de Corinto, Mississippi, lanzaron un ataque sorpresa contra las tropas de Grant con la esperanza de derrotar a ellos antes de que el segundo ejército se unió. los hombres de Grant ya se habían aumentado en número por algunas llegadas de tropas de Ohio. Ellos mantuvieron su posición y se estableció una línea de batalla que fue respaldada por la artillería. Lucha continuó durante toda la noche, pero por la mañana había llegado a las tropas restantes viajan desde Ohio. Ahora la Unión superaban en número a los confederados por más de 10.000.
Las tropas de la Unión empujados hacia atrás hasta los confederados se retiraron a Corinto. Los confederados se dieron cuenta de que no podían ganar y no lanzaron otro ataque hasta agosto. Pero la batalla de Shiloh fue una masacre sangrienta que los médicos de ambos lados no estaban preparados para hacer frente a este y aumentó el número de bajas. En total, 16.000 soldados quedaron heridos y más de 3.000 murieron en ese campo de batalla.
Los soldados de la época no sólo estaban luchando heridas de balas y bayonetas, pero eran muy propensos a las infecciones. La metralla y la suciedad se infectar a sus heridas. El ambiente cálido y húmedo del campo de batalla llevó a atacar a las bacterias al tejido ya dañado. Dadas las condiciones de todos los alrededores horrible durante la Guerra Civil, los soldados siempre estaban operando con sistemas inmunes debilitados. Esto disminuye aún más su capacidad para combatir las infecciones bacterianas por su propia cuenta. Los antibióticos aún no habían sido descubiertos, y, a menudo los médicos del ejército no podían ayudar a los heridos. Por desgracia, esto llevó a muchos soldados que mueren de infecciones que podrían ser fácilmente subsanada en la actualidad.
Durante la batalla de Shiloh no había suficientes médicos para todos. Algunos de los soldados tuvieron que esperar dos días y noches en el barro para el tratamiento médico para llegar a ellos. Por el crepúsculo tiempo cayó en la primera noche algunos de los soldados notó un brillo extraño viniendo de sus heridas. La tenue luz se podía ver en la oscuridad del campo de batalla. Resultó que, cuando las tropas con el tiempo llegaron a hospitales de campaña, que los que habían tenido heridas brillantes vieron sus heridas se curan más rápido y eran más propensos a vivir para luchar otro día. Parecía que el resplandor era de algún tipo de efecto protector, lo que le valió el apodo de "Resplandor del ángel".
Cuando 17 años de edad, Bill Martin visitó el campo de batalla de Shiloh con su familia en 2001 (140 años después de la batalla real), escuchó la historia de las heridas que brillan intensamente con interés. Su madre es un microbiólogo en el Servicio de Investigación Agrícola, USDA, y ha estudiado las bacterias luminiscentes que vivían en el suelo. Martin dijo Ciencia Netlinks que le preguntó a su mamá si estas bacterias podrían haber causado las heridas a brillar. Al ser un científico, le dijo a su hijo que debe llevar a cabo un experimento para averiguar. Martin estaba listo para el reto!
Martin y su amigo Jon Curtis se ubicó en el estudio de la bacteria y se familiaricen con las condiciones en la batalla de Shiloh. Se descubrió que la bacteria había estudiado su madre, Photorhabdus luminescens, y el de las heridas que brillan intensamente tanto experimentan el mismo ciclo de vida extraña. Ambos viven en los intestinos de los gusanos parásitos llamados nematodos. Los nematodos penetran en las larvas de insectos y residen en los vasos sanguíneos. Entonces vomitan los P. luminescens bacterias que viven dentro de ellos.
Esta bacteria es bioluminiscente y emite un resplandor azulado suave. Se comienza a producir una serie de productos químicos que matan el insecto huésped junto con todos los otros microorganismos ya dentro. El nematodo luminescens y socio P. quedan para alimentarse, crecer, multiplicarse y sin interrupción. Finalmente, el nematodo se comerá las bacterias. Las bacterias entonces recolonizar las entrañas del nematodo para que se hagan transportado al estallar del cadáver en busca de un nuevo huésped.
Los dos niños fueron capaces de determinar a partir de registros históricos que las condiciones de clima y suelo eran propicias tanto para los luminescens P. y sus socios de nematodos. Sin embargo, estas bacterias no pueden vivir en la temperatura del cuerpo humano, por lo que los soldados heridas un huésped imposible. Sin embargo, muchos de estos soldados se quedaron atrapados en la lluvia de primavera durante muchas horas antes de recibir tratamiento médico. Es muy probable que sufrían de hipotermia, lo que habría reducido su temperatura corporal suficiente para hacer que un hogar viable para P. luminescens.
Los chicos llegaron a la conclusión de que la evidencia demostró que las bacterias junto con los nematodos se metieron en las heridas de los soldados de la tierra. Resulta que este podría haber salvado sus vidas. Esencialmente las bacterias borra a los patógenos que podrían haber causado más infecciones que los soldados no habrían sido capaces de combatir. Ni P. luminescens ni el nematodo es infecciosa para los seres humanos, lo que significa que habrían sido finalmente derrotado por el sistema inmune. Los nematodos pueden causar úlceras, sin embargo, lo que no es un tratamiento ideal para los seres humanos por cualquier medio.
Pero teniendo en cuenta las condiciones extremas durante la batalla de Shiloh, algunos de los soldados de la suerte de haber estado en contacto con este dúo dinámico bacteriana. Las heridas brillantes es una de las historias más notables de la Guerra Civil y deben ser más ampliamente conocidas.