viernes, 17 de noviembre de 2023

Bahía Blanca: El fundador uruguayo sin rostro

El coronel Ramón Estomba, el hombre sin rostro

No se conoce la verdadera cara del fundador de Bahía. La historia de un fraude.


El coronel Ramón Estomba fue el fundador de Bahía Blanca, el 11 de abril de 1828.

Fue con la creación de un fuerte militar llamado Fortaleza Protectora Argentina, en el marco de una política nacional de avanzada sobre estos territorios.

Pero hay algunos detalles poco conocidos de este militar, que vivió entre 13 de junio de 1790 y el 1 de junio de 1829.

Su segundo nombre era Bernabé y murió a los 39 años.

Nació en territorio extranjero, más precisamente en Montevideo, en la Banda Oriental, por lo que Estomba era uruguayo.

Fue parte de la campaña del Alto Perú, y entre 1811 y 1813 estuvo a las órdenes del General Manuel Belgrano.

En la batalla de Ayohuma fue gravemente herido y apresado. Estuvo 7 años en cautiverio, sin ver la luz del sol en las prisiones del Callao.

No tuvo esposa ni hijos, y después de fundar Bahía, en 1929 volvió a Buenos Aires para ponerse a órdenes de Lavalle, quien le pidió hacer intervenciones en el interior de la provincia, que llevó a cabo de manera violenta y sangrieta contra los pueblos originarios.

En esos meses, se le detectó una demencia producto de haber contraído sífilis, y hecha pública esa locura, hasta el diario El Pampero tituló con su regreso: “Alarma general en la población.

Así terminó enfermo e internado en el Hospital General de Hombres. Y durante una salida, fue encontrado muerto por la policía, y finalmente enterrado en el Cementerio de la Recoleta, en Capital Federal.

En el año 1978 se extrajeron sus restos pero no fueron encontrados. Se consideró que los mismos se habían “resumido” en la tierra.

De esta manera, y teniendo en cuenta que no existían las fotografías en esa época, sólo se lo conoce por ilustraciones.

Para eso, el retratista platense José Fonrouge viajó a Montevideo para entrevistarse con sus familiares y conocer algunos retratos y así poder elaborar el propio.

Años después, se detectó un fraude y la misma cara y cuerpo que éste produjo, era idéntica a la de Édouard Adolphe Casimir Joseph Mortier, Mariscal de Francia, soldado de Napoleón, realizado por el pintor Charles Philippe Larivière.

Y por otro lado, sobre otras ilustraciones que se hicieron, su familia aseguró que no se parecían en nada.

Por eso, a Estomba, se lo conoce como el hombre sin rostro.

Fuente: La Nueva, Federico Andahazi.


jueves, 16 de noviembre de 2023

miércoles, 15 de noviembre de 2023

Lejano Oeste: La muerte de Billy The Kid

 

Billy the Kid: la leyenda del pistolero que desenfundaba rápido y el sheriff que lo persiguió hasta matarlo

El 14 de julio de 1881 moría este joven forajido cuyas andanzas lo transformaron en el delincuente más buscado en el estado de Nuevo México. La obsesión del comisario Pat Garrett por hallarlo. La duda que persiste: ¿realmente fue a Billy a quién le disparó? Pasaron 142 años, pero su legendaria figura le siguen dedicando libros, films y canciones


Billy The Kid, en un ferrotipo tomado en Fort Sumner en 1880, un año antes de su muerte.

Edwin Vose Sumner sí que era un tipo aguerrido. Había sido el oficial superior de más edad en ambos bandos en la guerra civil norteamericana. Se había ganado el apodo de “toro”, no se sabe si por su vozarrón o porque en una oportunidad un proyectil de fusil increíblemente le rebotó en su cabeza.

En el estado de Nuevo México, a unos 460 kilómetros al norte de Ciudad Juárez, levantaron en 1862 un fuerte que lleva su nombre. Uno de los escenarios de la guerra de Secesión y luego en la lucha contra navajos y apaches, hoy es un próspero poblado donde una de las principales atracciones lo constituye un museo dedicado a Billy The Kid, un bandido que allí encontró la muerte, y que Hollywood, la literatura y el periodismo contribuyeron a forjar su imagen en modo de leyenda.

Nació el 23 de noviembre de 1859 en Nueva York como Henry McCarthy, aunque también sostienen que se llamaba William Booney. A los tres años, la familia se radicó en Kansas City, un punto que recién era colonizado y donde predominaba la ley del más fuerte. Tal fue así que su padre fue muerto en un duelo y su madre Catherine decidió hacer las valijas y mudarse a Silver City.

Estuvo junto a su hermano Joe en el casamiento de su progenitora, de 43 años, con William Henry Antrim, de 30 años, celebrado en la Primera Iglesia Presbiteriana. Veinte meses después, ella moriría víctima de la tuberculosis. Billy llevaría un tiempo el apellido del padrastro.

Con el correr del tiempo, se había transformado en el criminal más buscado en Nuevo México. Habían puesto precio a su cabeza.

Los dos chicos quedaron a cargo del padrastro, quien se ausentaba por largas temporadas. Billy era un niño callado, bajo y flaco para su edad. Con su hermano se criaron en la calle.

Su primer delito fue robarle a un ranchero varios kilos de manteca que distribuyó entre los comerciantes. Fácilmente descubierto, fue dejado libre con la promesa de no meterse más en problemas.

Tenía apenas 12 años cuando se convirtió, casi sin querer, en un delincuente. Pasaba mucho tiempo con George Schaefer, un borracho buscavidas que, al robar una lavandería, le dejó a Billy el botín y escapó. El muchacho fue acusado como autor del delito y el día que debía ser juzgado -solo para asustarlo porque no dejaba de ser un menor- huyó por una chimenea.

Los siguientes dos años no se supo de él. Se había afincado en Camp Grant, un puesto de caballería cercano al monte Graham, al sudeste de Arizona. En el rancho de los Hooker, donde aprendió el oficio de vaquero, no duró demasiado ya que el capataz terminó echándolo.

El sheriff Patrick Garrett formó una partida con el propósito de apresar a Billy The Kid. Foto Wikipedia.

Junto a un amigo se dedicaba a robar monturas y caballos de los soldados que iban a la cantina del pueblo, hasta que en una oportunidad un sargento siguió su rastro, lo descubrió y lo encerró. Como intentó escapar arrojándole sal a los ojos al carcelero, le pusieron cadenas. Esa misma noche le informaron al sargento que, no se supo cómo, había desaparecido.

En el verano de 1877 regresó a Fort Grant. Vestía con buenas ropas y estaba armado con un revólver de seis tiros. Frank Cahill, el herrero del pueblo, tenía la costumbre de ridiculizar a los que veía más débiles, y se la tomó con él. Hubo una pelea, y Billy le disparó en el vientre. Al día siguiente, Cahill falleció.

Había matado por primera vez.

La segunda foto que se conoce de Billy the Kid (izquierda), tomada en octubre de 1878. Foto Kagins.

El muchacho desapareció de Arizona, ya que lo habían encontrado culpable. Se estaba transformando en un joven delgado, ágil, sesenta kilos y un metro 68 centímetros. Se había dejado crecer el bigote y la barba, que apenas asomaban en su rostro.

Se dirigió al este de Nuevo México, al condado de Lincoln, donde pasaría los siguientes cuatro años, los últimos de su vida. Vivió un tiempo en Fort Stanton, una guarnición de vigilancia de los indios apaches. No demoró en incorporarse a la banda más famosa de ladrones de Nuevo México al mando de Jesse Evans. De esa época adoptó la identidad de William H. Bonney, nadie supo por qué eligió ese nombre. Pasó a ser conocido como Billy Bonney o The Kid, “El Niño”.

Era hábil en el manejo de las armas y cabalgando, donde había adquirido la habilidad de en pleno galope descolgarse para recoger un pañuelo en el suelo o disparar con sorprendente puntería casi cayéndose de la montura.

Cuando en una guerra entre ganaderos asesinaron a John Tunstall, un ranchero inglés para el que trabajaba Billy, se desencadenó en 1878 la guerra entre dos facciones de ganaderos de Lincoln. Se unió a una banda con el objetivo de vengar la muerte de su patrón. Así William Brady, un representante de la ley que se suponía había sido sobornado por los asesinos de Tunstall, fue muerto en una emboscada ideada por el propio Billy. El sheriff fue atravesado, por lo menos, por una docena de proyectiles de Winchester, en un tiroteo en el que él fue herido en una pierna.

Junto a algunos de sus compañeros, luego de un tiempo en Fort Sumner, regresaron a Lincoln con la idea de hacer las paces con la ley.

Esta foto, que había sido comprada en un mercado de pulgas por diez dólares, hoy vale millones. El primero de arriba sería Billy The Kid y el que está sentado a la derecha Pat Garrett.

Ya era el bandido más buscado de la región, a tal punto que el gobernador de Nuevo México, ofreció un perdón para todos, menos para él. Quería que fuera juzgado por los asesinatos del sheriff Brady y de otro individuo llamado Perdigón Roberts. Igualmente costaba conseguir testigos de estos crímenes, temerosos de represalias de los mismos delincuentes.

Al propio Billy se le ocurrió una loca idea: él mismo, a cambio de un perdón, se presentaría como testigo del asesinato del abogado Houston Chapman. Una noche, en un encuentro secreto entre él con el gobernador Wallace y el juez Wilson le ofrecieron atestiguar a cambio de un perdón. Se haría un falso arresto, y así sería protegido. En el interin, los asesinos que debía señalar escaparon de la cárcel y Billy, si bien dudó sobre qué hacer, dio pistas a las autoridades sobre dónde atraparlos y declaró en el juicio.

Sin embargo, el fiscal lo tenía entre ojos y otro juez planeaba procesarlo por el asesinato de Brady, al considerarlo un crimen federal. Una noche de junio de 1879 decidió desaparecer de Lincoln.

Fort Sumner era el lugar ideal por estar alejado lo suficiente del poblado y de la ley, cuyos oficiales estaban demasiados ocupados en sus propios problemas. Estaba lleno de personajes que vivían al margen de la ley. Allí mató a otro hombre, Joe Grant.

En el otoño de 1880 llegó como sheriff de Lincoln Patrick F. Garrett, un cazador de búfalos de 30 años. Era alto, flaco, y los hispanos lo apodaron “Juan Largo”. Fue el elegido para imponer el orden y capturar al joven bandido y cuatrero más conocido, que era buscado, además por el asesinato de un herrero llamado Carlyle.

Los periódicos y folletines habían sobredimensionado su figura, sus acciones y de pronto lo presentaron liderando una verdadera banda de ladrones y asesinos. Hasta en la lejana Nueva York se leían con avidez sus andanzas.

La realidad era que vivía escondiéndose, viviendo con pastores hispanos que simpatizaban con él o con ganaderos extranjeros. Un pelotón al frente de Pat Garrett se había propuesto capturarlo.

Cuando fue rodeado en la cabaña en la que se escondía con algunos amigos, se entregó. Fue encerrado en la cárcel de Las Vegas y entregado a las autoridades federales. Le escribió varias veces al gobernador Wallace, para recordarle su promesa, pero no obtuvo respuesta.

El 13 de abril de 1881 fue condenado a morir en la horca, sentencia que se debía cumplir en el condado de Lincoln. Fue encerrado en una habitación al lado de la sala de justicia, ya que la cárcel no ofrecía ninguna garantía de seguridad. Aprovechando un día en que Garrett no estaba en la ciudad, pidió ir al baño, logró golpear al guardia, y mató a los dos ayudantes del sheriff, con un pico cortó la cadena que tenía en los pies y escapó.

El 7 de mayo llegó a Fort Sumner, donde contaba con muchos amigos, y se sentiría protegido. Vivió escondido, aunque por las noches aparecía por algún baile en el pueblo y se lo veía con mujeres.

El 10 de julio Pat Garrett, con un grupo de ayudantes, llegó al lugar. Supo que Billy descansaba en el rancho de su amigo Pete Maxwell. La noche del 14 de julio de 1881 rodearon la casa y Garrett entró.

El sheriff sorprendió a Maxwell. Le preguntó por el pistolero, y le respondió que estaba en las cercanías, pero no en su casa. En eso, se asomó una figura que preguntó insistentemente “¿Quién es?” Cuando esa persona creyó reconocer a Garrett, dio unos pasos hacia atrás y el sheriff disparó tres veces. Se escuchó un gemido dentro de la habitación.

Sus ayudantes le recriminaron que le había disparado a otro, que Billy no se escondería en un lugar así. Sigilosamente entraron en la habitación. En el centro había un hombre echado boca arriba. Al lado de su mano derecha había un revólver, y cerca de su mano izquierda una cuchilla de carnicero. Tenía una herida de bala en el lado izquierdo del pecho, arriba del corazón. Era el famoso delincuente.

Un grupo de mujeres reclamó el cadáver, que fue llevado al taller del carpintero. Lo depositaron sobre un banco y lo rodearon con velas. Luego lo vistieron, lo colocaron en un ataúd y el 15 por la tarde lo sepultaron en el viejo cementerio militar, que también usaba el pueblo.

Aún no había cumplido los 22 años.

Tumba de Billy The Kid. Es una de las atracciones en Fort Sumner. Foto Wikipedia.

Uno de los pistoleros que había cabalgado junto a él aseguró por 1948 que de esa época quedaban tres vivos: él, Jim McDaniels y el propio Billy, que vivía con el nombre de Ollie Roberts. Las versiones sobre lo ocurrido sembraron dudas y alimentaron con diversos matices una vida que fue contada con ribetes fantásticos en libros y folletines.

En el museo que lleva su nombre en Fort Sumner se exhibe su rifle y otras pertenencias. Y su tumba, que comparte con dos de sus amigos, Tom O’Folliard y Charlie Bowdre, muertos por Garrett en diciembre de 1880, es una atracción turística porque, por más que digan, fue el pistolero más famoso del lejano oeste.

Fuente: Billy el Niño. Una vida breve y violenta, de Robert M. Utley.

martes, 14 de noviembre de 2023

SGM: El "milagro" de Dunkerke

El “milagro” de Dunkerque: la caótica retirada de 338.226 soldados encerrados por los nazis y el enigma de la orden que Hitler no dio

El 26 de mayo de 1940, hace ochenta y tres años, comenzó la Operación Dynamo, una arriesgada maniobra que procuraba rescatar de las costas francesas a las tropas aliadas que habían padecido la abrumadora superioridad militar del nazismo. La historia detrás del “mayor grado de caos militar jamás alcanzado por el ejército británico”

Por Alberto Amato  ||  Infobae





En total fueron 800 embarcaciones las que partieron hacia Dunkerque. El primer ministro Churchill la había bautizado como “la armada mosquito”, por su capacidad para moverse rápido, en silencio, atacar, huir, volver a atacar, enloqueciendo al enemigo

Fue un derrotado triunfo. Un numeroso ejército cercado por los nazis que empezaban a adueñarse de Europa, la British Expeditionary Forces (BEF) en peligro de desaparición; casi cuatrocientos mil hombres esparcidos en las playas de Dunkerque, o que llegaban a ellas empujados por el avance alemán, sin más opción que las armas nazis por delante y la inmensidad del mar a las espaldas; una impresionante cantidad de equipos, armamentos, vehículos, blindados y municiones que quedarían en manos enemigas y una única posibilidad: sacar a aquellos hombres de esas playas porque lo que estaba en juego era el ejército británico. Una orden de Hitler bastaba para aniquilarlos. Pero Hitler no dio esa orden. Y del otro lado, flamante primer ministro británico, movía sus hilos Winston Churchill, que se había propuesto una única misión política: no capitular ante Alemania y salvar a Europa de la barbarie nazi. Para eso había viajado la BEF al continente, para combatirlos.

Esa era la escena, de peligro inminente, la tarde del 26 de mayo de 1940, hace ochenta y tres años. El entonces jefe del servicio británico de Inteligencia Militar la definió con amargura a un corresponsal de la BBC: “Estamos acabados. Hemos perdido al ejército, y nunca tendremos la capacidad de construir otro”. Ante ese panorama, parte del gobierno británico daba por hecho que la guerra desatada por Alemania en septiembre de 1939 debía terminar pronto con un acuerdo con Berlín, más que con la BEF en marcha rauda hacia la capital del Reich. Hitler amenazaba a Francia en mayo de 1940, ocuparía París en junio, y ya había capitulado Bélgica ante sus fuerzas. La paz con Alemania, o lo que para Churchill era la rendición, no era una opción.

Para dejarlo en claro, citó en su despacho de la Cámara de los Comunes a todo el gabinete de Guerra y a los ministros de su gobierno. Lo recordó así en sus célebres Memorias: “Éramos en torno a la mesa unos veinticinco. Les describí los acontecimientos y les señalé con mucha claridad cuál era nuestra situación y las muchas cosas que nos jugábamos. Luego dije con toda naturalidad y como si no se tratara de cosa de especial alcance: ‘Desde luego, pase lo que pase en Dunkerque, seguiremos luchando’”.

Una hora después de aquella reunión clave, el almirantazgo británico envió una orden al vicealmirante Bertram Ramsay, destacado en el puerto de Dover: “Que empiece la Operación Dynamo”. Era una maniobra arriesgada: consistía en ir a buscar a Francia al ejército cercado, embarcarlo, atravesar el Canal de la Mancha y llevarlo de regreso a Inglaterra. Más que arriesgada, era una batalla por librar que iba a costar miles de vida. El rey Jorge VI anotó el 24 de mayo en su diario: “El primer ministro se presentó a las 22:30. Me dijo que si el plan francés elaborado por el general Weygand no daba resultado (Jorge VI hablaba de una contraofensiva francesa que jamás se produjo), tendría que ordenar a la BEF regresar a Inglaterra. Esta operación significaría la pérdida de todos los cañones, tanques, municiones y todos los depósitos existentes en Francia. La cuestión era si lograríamos sacar a las tropas de Calais y Dunkerque y hacerlas volver. La sola idea de tener que ordenar esta medida resulta espantosa, pues las pérdidas de vidas humanas probablemente serán inmensas”.

“Sin aquel repliegue hubiera sido imposible que Inglaterra ganara la guerra. En Dunkerque, Churchill ganó tiempo para el mundo”, entendió Nick Hewitt, historiador inglés

Gran Bretaña peleaba sola contra los nazis. Churchill había sido nombrado primer ministro quince días antes de Dunkerque, el 10 de mayo; en su primer discurso había dicho que sólo podía prometer “sangre, sudor, trabajo y lágrimas”. Y unos y otros, el sudor y el trabajo, la sangre y las lágrimas, habían llegado con brutal velocidad a su todavía endeble mesa de trabajo. Sin embargo, había adoptado ya las primeras medidas para sacar de Francia al ejército británico y devolverlo a salvo Inglaterra. No sólo iba a usar cuanto barco y buque de guerra fuera posible usar en la evacuación, Dunkerque era un puerto maltrecho, abierto hacia las playas de la costa belga, con aguas no muy profundas que bañaban sus arenas. Además de barcos grandes, Churchill iba a necesitar de embarcaciones más chicas para que se movieran en las playas de aguas bajas. Por su orden, el Almirantazgo inspeccionó los varaderos de yates británicos y, cuenta en sus Memorias, “encontraron allí más de cuarenta motoras o lanchas, todas utilizables. Al día siguiente se congregaron estas unidades en Sheernes. También se solicitó la contribución de los salvavidas de los transatlánticos, de los botes del Támesis, de los yates, de los barcos pesqueros, de las gabarras, de las canoas y de las embarcacioncillas de placer, de todo, en fin, cuanto podía flotar y ser útil a lo largo de una playa. En la noche del 27 una gran masa de buques menores empezó a hacerse a la mar, dirigiéndose primero a los puertos ingleses del Canal y después a las costas de Dunkerque donde estaba copado nuestro querido ejército (…)”.

Así fue como entre el 26 de mayo por la noche y el 4 de junio, cuando terminó la evacuación de las costas francesas, aquella flota deshilachada de barcos civiles se unió a la Royal Navy que envió, entre otros buques de guerra un crucero antiaéreo, treinta y nueve destructores, treinta y seis dragaminas, cinco balandras, corbetas y cañoneras, setenta y siete pesqueros y remolcadores armados, tres barcos de servicios especiales y cuatro moto torpederos y unidades antisubmarinas. Los primeros soldados llegaron a Dover en la alta noche de ese mismo domingo 26.

La Operación Dynamo se llamó "el milagro de Dunkerque". Durante la misma, más de 330 mil hombres franceses, británicos, belgas y canadienses escaparon de la invasión alemana desde las playas cercanas a Dunkerque (Getty)

En total participaron ochocientos sesenta y una naves: doscientas cuarenta y tres fueron hundidas por los nazis que bombardearon por vía aérea a las tropas aliadas. El “método Churchill” de evacuación despertó cierta furia en los franceses. En la reunión del Consejo Supremo de Guerra del 30 de mayo, Churchill explicó que, hasta esa fecha, habían sido evacuados por mar 165.000 soldados. El primer ministro francés Paul Reynaud hizo notar entonces que había una evidente disparidad en las cifras: de las 220.000 tropas británicas existentes en los Países Bajos habían sido evacuadas 150.000, mientras que de las 200.000 francesas sólo habían sido rescatadas 15.000. Churchill diría en sus Memorias: “El 4 de junio, 26.175 soldados franceses desembarcaban en Inglaterra; 21.000 venían en barcos ingleses. Por desgracia, quedaron varios millares que habían protegido valientemente la evacuación de sus camaradas”.

Las pulcras cuentas de Churchill dan cuenta del salvataje de un total de 338.226 hombres que podrían haber muerto todos: muertes que hubiesen cambiado el destino de la guerra si Hitler hubiese dado la orden de atacar Dunkerque. Pero Hitler no dio esa orden. El porqué es un misterio. Para liquidar a la BEF, estaba al mando de su fuerza de tanques el general Heinz Guderian que apuntaba sus vehículos y sus cañones a sólo treinta kilómetros de la playa. Pero Hitler le pidió dos cosas que a Guderian le sonaron a locura: que se detuviera y que esperara. Y la espera duró los días que duró la lenta y penosa evacuación británica de Francia.

Dos teorías se esgrimieron por años sobre la voluntad de Hitler de permitirle la huída a las fuerzas aliadas. Una hipótesis sugiere que humilló a Gran Bretaña para lograr un tratado de paz; la otra desliza un error de lectura: temía que hubiese un contraataque (Getty)

Las teorías conspirativas, siempre tan atractivas, sugieren que Hitler ansiaba una paz con Gran Bretaña para aliarse en una lucha en común contra la Unión Soviética de José Stalin: después de todo, Hitler deseaba expandir el Reich hacia el este, según su teoría del espacio vital que precisaba su imperio para sobrevivir. Un año después de Dunkerque, el 10 de mayo de 1941, el misterioso y extraño viaje a Inglaterra de Rudolf Hess, mano derecha de Hitler, al mando de un único avión con el que aterrizó en Escocia alimentó por años una posible negociación con Gran Bretaña que Hitler aspiraba, imaginaba o soñaba. Era un imposible: Hitler no era anglófilo, Churchill no sentía ninguna simpatía por el nazismo del que decía: “No solo mata hombres, también mata ideas”, y la paz, o un leve acuerdo entre las dos naciones no estaba en los planes de ninguno de sus líderes. Menos en la mente de Churchill para quien Hitler no era un aliado estratégico: era el enemigo a vencer.

El ex primer ministro británico Boris Johnson dice en su obra El factor Churchill: “Hitler no le ordenó a Guderian que detuviera a los tanques en el canal del río Aa porque fuera un anglófilo encubierto. No frenó el ataque por ningún sentimiento de camaradería entre miembros de la raza aria. Los historiadores más serios están de acuerdo con Guderian: el Führer cometió un error, lo asustó la velocidad de su conquista, temió un contraataque”. Bajo el fuego y las bombas de los aviones de la Lutwaffe, enfrentados por la Royal Air Force en un ensayo general de lo que sería la Batalla de Inglaterra, las pérdidas británicas fueron enormes. Y las materiales, también. En las playas quedaron pertrechos, armas, municiones vehículos y cañones como para equipar de dos divisiones del ejército. A los británicos les llevó meses reabastecerse. Pero se salvaron más de trescientas mil vidas.

"Hemos de ser precavidos y no caer en la tentación de dar a este rescate el significado de una victoria. Las guerras no se ganan con evacuaciones", expresó Churchill (Getty)

El rescate fue tumultuoso, desorganizado y anárquico. Con la tradicional formalidad británica, John Horsfall, comandante de una compañía de los Reales Fusileros, comentó a uno de sus jóvenes oficiales: “Espero que se dé usted cuenta de la distinción que es objeto. En estos momentos está siendo partícipe de mayor grado de caos militar jamás alcanzado por el ejército británico”.

El 4 de junio, la guerra empezó de nuevo para Gran Bretaña. Churchill lo supo de inmediato. Frente al Parlamento en una sesión pública primero y en secreto luego, rindió cuentas de lo que había pasado en Dunkerque y de su significado: “Lo más imperativo consistía en hacer ver, no sólo a nuestro pueblo, sino a todo el mundo, que nuestra resolución de seguir combatiendo se basaba en fundamentos sólidos y no era hija de la desesperación”.

Churchill dijo esa tarde dos cosas extraordinarias. La primera, ubicó en lo que creyó era su justa medida aquella hazaña que el deán de la catedral de San Pablo, Walter Matthews había llamado dos días antes “el milagro de Dunkerque”: “Hemos de ser precavidos -dijo Churchill- y no caer en la tentación de dar a este rescate el significado de una victoria. Las guerras no se ganan con evacuaciones. Pero en esta ha existido una victoria que debemos hacer descollar”. Después, enhebró unas frases magníficas, una breve oración de guerra, una declaración de principios, un pequeño himno, dolido y profético que expresaba sus sentimientos y su determinación: “No desmayaremos ni nos doblegaremos. Seguiremos luchando hasta el fin; lucharemos en Francia; lucharemos en los mares y océanos; lucharemos con creciente confianza y creciente fuerza en el aire; defenderemos nuestra isla, cueste lo que cuesta; lucharemos en las playas; lucharemos en los aeródromos; lucharemos en los campos y en las calles; lucharemos en las montañas. Jamás nos rendiremos”.

Eso fue lo que hizo.

 

lunes, 13 de noviembre de 2023

Nazismo: Hitler consolida su poder y avizora el horror

El día que Hitler terminó de consolidar su poder y anticipó el horror nazi que se avecinaba en Europa

El 14 de julio de 1933, el Führer prohibió la creación de nuevos partidos políticos. Ese fue la última puntada con la que acalló a todos sus opositores. Su palabra se convirtió en ley. Cómo fueron esos 6 meses en los que el líder nazi asumió el control del Estado. Qué decía la ley que lo determinó

Por Matías Bauso || Infobae






Apenas dos artículos. El primero establecía que el Partido Nazi era el único partido que podía funcionar en Alemania. El segundo fijaba las penas –de hasta tres años de prisión- para los que fundaran nuevas organizaciones políticas o intentaran reavivar las que ya habían sido prohibidas (Corbis via Getty Images)

El 14 de julio de 1933, 90 años atrás, el Partido Nazi quedaba establecido por como el único partido legal de Alemania.

Una ley mínima en su forma. Casi como si su autor quisiera demostrar el desdén hacia el instrumento. Una redacción marcial pero perezosa. No se necesitaba más. Apenas dos artículos. El primero establecía que el Partido Nazi era el único partido que podía funcionar en Alemania. El segundo fijaba las penas –de hasta tres años de prisión- para los que fundaran nuevas organizaciones políticas o intentaran reavivar las que ya habían sido prohibidas.

La ley venía a reconocer una realidad (y a impedir futuras molestias): tres semanas antes se habían prohibido las actividades de todos los partidos políticos que no fueran el oficial.

Sin embargo para entender cómo pudo suceder esto hay que ir más atrás. Pero no es necesario retroceder demasiado: Hitler se apropió del poder en muy poco tiempo, con unos pocos movimientos enérgicos aprovechó la debilidad de von Hindenburg, la perplejidad de sus oponentes y la pasividad y anuencia del pueblo alemán.


En esos primeros meses de 1933 cambió la historia de Occidente para siempre. Hitler no sólo llegó al poder, sino que eliminó a sus rivales y opositores y destruyó la división de poderes
(Getty Images)

El incendio del Reichstag el 27 de febrero de 1933, le dio la oportunidad de aplicar medidas de excepción. Ente ellas abolió al Partido Comunista y persiguió a sus miembros y dirigentes a los que señalaron (falsamente) como los responsables. No se quedó allí, presentó ante el parlamento una ley llamada de Habilitación Especial. Este nuevo instrumento le conferiría plenos poderes, dejaría al Parlamento convertido en algo ornamental. La Constitución de Weimar requería mayorías especiales para que una ley de ese tipo saliera. Los dos tercios de los legisladores debían aprobarla. Ese no iba a ser un obstáculo para Hitler y sus hombres a los que la llegada al poder les terminó de desbocar sus ambiciones. No querían que hubiera nadie más que ellos. Al otro, al distinto, al que pensaba diferente, había que eliminarlo. Esa lógica (y el poder que la sociedad alemana le permitió irrogarse y hasta le cedió) terminó en la peor tragedia del Siglo XX.

El resto fue retorcer algunas cuestiones reglamentarias, presionar y extorsionar a algunos de los parlamentarios, comprar a otros y dejar a los socialdemócratas expresar su descontento en franca minoría, como si les dieran una última posibilidad de quejarse en público, como si fuera la salida a empujones de la escena. La Ley Habilitante tenía un nombre oficial más pretencioso (y visto a la distancia, delirante): Ley para el Remedio de las Necesidades del Pueblo y del Reich. ¿Cuál era ese remedio? Darle todo el poder a Hitler. Que los tres poderes se fundieran en él, convertirlo en máximo autoridad y en la única palabra. En la fuente de legitimidad de cada norma. La palabra de Hitler era la Ley Suprema.

La norma tenía cinco artículos y su redacción técnica y algo enrevesada podía confundir. Para que eso no sucediera, para que se entendiera de manera cabal su alcance, Joseph Goebbels dijo al día siguiente: “La voluntad del Führer ha quedado establecida totalmente, los votos ya no importan más. Sólo el Führer decide”. Y después agregó en un rapto infrecuente de sinceridad, quizá vulnerable a la sorpresa agradable (para él): “Esto ha sucedido mucho más rápido de lo que imaginábamos”.

Y así era. El ascenso había sido meteórico y fruto no sólo de la persistencia y ambición de Hitler, de su falta de escrúpulos, sino también de circunstancias confusas, de un tiempo inestable, que Hitler hizo jugar a su favor con su voracidad implacable e impúdica.

Durante una década, Hitler había intentado acceder al poder. Parecía que nunca iba a conseguirlo. Pero todo cambió el 30 de enero de 1933

En esos primeros meses de 1933 cambió la historia de Occidente para siempre. Hitler no sólo llegó al poder, sino que eliminó a sus rivales y opositores, destruyó la división de poderes, su palabra fue la instancia superior del estado y terminó prohibiendo toda actividad política. La República de Weimar ya no existía más. El nazismo comenzaba su periodo de dominio y destrucción.

En menos de seis meses, Hitler había tomado el control. En Alemania, durante los brindis de Año Nuevo de 1933, nadie hubiera podido prever el estado de situación que presentaría el poder en su país para mitad de ese año.

Durante una década, Hitler había intentado acceder al poder. Parecía que nunca iba a conseguirlo. Pero todo cambió el 30 de enero de 1933.

Esa noche Berlín se llenó de gente. Marchaban con aire marcial pero en el filo del desborde. Vociferaban y cantaban. Llevaban antorchas que blandían en el aire y encendían la oscuridad. Algunos estaban de negro, otros de uniforme. Estaban celebrando la llegada al poder de su líder. Hitler miraba a la muchedumbre autoiluminada desde un balcón. Se lo veía satisfecho y feliz. Y decidido. Pero no sólo se trataba de festejos. Esa masa era un aviso del futuro. Era la manifestación que profetizaba la llegada del autoritarismo y del horror. De lo que le esperaba a los alemanes que no pensaran como ellos y al resto del mundo.

En 1925 fue nombrado presidente Paul von Hindenburg (en la foto a la derecha de Hitler), un héroe del conflicto bélico, alguien respetado por la población y por el resto de la clase política, casi la única esperanza (Getty Images)

A veces los grandes movimientos históricos, aquellos que van a alterar la vida de millones de personas, que van a marcar las décadas porvenir, no son fruto de una gran preparación, de un movimiento estratégico brillante y del cálculo sofisticado. En ocasiones lo que más influye es la inconcebible ambición personal de uno o dos, la vejez de otro, las cuestiones personales, el egoísmo, el azar, y hasta un mal cálculo: subestimar al demente, creer que esa locura lo hace débil, en vez de fortalecerlo.

Después de la Primera Guerra Mundial y del Tratado de Versalles, Alemania debió atravesar la derrota, la escasez y la humillación. Esto tuvo altos costos humanos, económicos y morales. De a poco el país pareció salir del pozo. En 1925 fue nombrado presidente Paul von Hindenburg, un héroe del conflicto bélico, alguien respetado por la población y por el resto de la clase política, casi la única esperanza.

Por su parte, Hitler encabezó en 1923 un intento de golpe de estado fallido. Fue detenido y condenado a prisión. Lo que para otro hubiera significado el ocaso de su carrera política, para él constituyó un trampolín. El poco tiempo que pasó en prisión lo utilizó para escribir (y dictar) Mi Lucha.

En 1925 fue amnistiado. A partir de ese momento intentó acercarse al poder. El Partido Nazi era una fracción minoritaria del electorado. Muy minoritaria. En las elecciones legislativas de 1928 consiguió sólo 12 escaños, obtuvo 800.000 votos. Pero al año siguiente todo cambiaría. El Crack del 29 arrasó a la clase trabajadora alemana, como a la de otras partes del mundo. La crisis económica fue feroz. En pocos meses el desempleo se convirtió en una pandemia. Millones de desocupados tratando de subsistir, de conseguir de alguna manera el alimento diario para su familia. Ante ese panorama, la clase política tradicional quedó desautorizada. Los que ganaron espacio fueron los que encarnaron los discursos radicalizados, los extremos del arco político, los que prometían medidas enérgicas, cambios abruptos y que encontraban enemigos tangibles a los que apuntaban y deseaban destruir: el Partido Nazi y el Partido Comunista. Las dos propuestas multiplicaron por veinte sus votos previos.

Benito Mussolini y Adolf Hitler, durante una visita del italiano a Berlín antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial

El comunismo llegó a tener el 30% del electorado. Eso explica por qué tiempo después, Hitler lo eligió como el primer blanco. Sabía que de fracasar, el voluble electorado se inclinaría por la opción opuesta, que ya se había mostrado cautelosa. Los dirigentes comunistas fueron perseguidos y encarcelados, la organización prohibida. Pero a los pocos meses, los nazis se dieron cuenta que eso no alcanzaba dado que los votantes que habían votado a los comunistas podían inclinarse por otras propuestas, alguien podía usufructuar ese descontento. Fue allí que Hitler decidió prohibir todos los partidos políticos.

El partido nazi fue que más votos sacó en las elecciones legislativas 1932. Llegó al 37% de los votos. Sin embargo no pudo alcanzar la mayoría necesaria para formar gobierno. Y en la elección presidencial fue vencido en segunda vuelta por Hindenburg, que ya anciano con 83 años, no pudo, según deseaba, retirarse: le pidieron que se presentara porque era el único capaz de frenar a Hitler.

Hitler y Goebbels pusieron en marcha un nuevo sistema proselitista. Subidos a lo que producía esa oratoria histérica y siempre asertiva, que eludía los giros formales con los que los políticos se solían expresar y ahondando en las heridas, en las llagas, de la desesperante situación económica no sólo utilizaron panfletos y carteles con sus propuestas e invectivas contra los oponentes. Hitler, gracias al novedoso esquema diseñado por Goebbels, llegó hasta cada gran ciudad y distrito importante alemán. Con un avión viajaba a las poblaciones y entraba en contacto directo con el electorado. Era el único que lo hacía.

El historiador Henry Ashby Turner en su libro A Treinta Días del Poder narra cómo fueron los movimientos, las negociaciones y hasta los equívocos que pusieron a Hitler frente a la cancillería a principios de 1933. Y aclara que Hitler no tomó el poder, en el sentido de haber forzado las instituciones, sino que le fueron abiertas las puertas del gobierno. Y él aprovechó la ocasión.

Los gobiernos alemanes eran muy inestables. Nadie conseguía los apoyos legislativos necesarios y la situación económica atroz añadía incertidumbre. Había elecciones cada pocos meses y los gobernantes duraban muy poco en el poder. Esa insatisfacción fue aprovechada por Hitler que era muy mal mirado por el resto de la clase política.

El historiador Henry Ashby Turner en su libro A Treinta Días del Poder narra cómo fueron los movimientos, las negociaciones y hasta los equívocos que pusieron a Hitler frente a la cancillería a principios de 1933 (Getty Images)

Tejió algunas alianzas, hizo promesas que no pensaba cumplir, presionó a von Hindenburg y aceptó tener en su primer gabinete sólo dos ministros de su confianza, en carteras no demasiado relevantes. Comprendió que ese era el precio para acceder a lo más alto. Pero también sabía que si no modificaba varias situaciones, sino construía poder y eliminaba a los enemigos y a las amenazas que lo rodeaban (casi lo acosaban), su paso por la primera magistratura sería efímero.

Le había costado llegar hasta ahí y estaba dispuesto a todo para hacerlo. La prohibición de los partidos políticos fue el último paso.

Sus rivales lo subestimaron. Alguien pensó que con lo grave que era la situación del país, Hitler serviría como fusible, que al permitirle llegar al poder lo neutralizaban para siempre porque fracasaría con mucha velocidad. Esa subestimación, al muy poco tiempo, se reveló como un erro colosal.

Tal vez la primera señal pasó desapercibida y fue la misma noche del 30 de enero cuando fue nombrado Canciller. Los partidarios nazis salieron a festejar a las calles. Marcharon con antorchas, celebrando y hasta atemorizando al resto. Ese fue el primer aviso de que lo que vendría sería diferente a lo que se había vivido hasta el momento. Los gobiernos que lo antecedieron no habían provocado ese entusiasmo.

En los meses siguientes Hitler les demostró el error que habían cometido. Aquellas promesas de campaña, que hablaban de grandeza, de recuperar el territorio perdido en la guerra anterior, de limpieza racial, de regresar a lo germánico y que se referían a la eliminación de lo distinto, estaba dispuesto a cumplirlas. El incendio al Reichstag, la Noche de los Cuchillos Largos, la Ley Habilitante, la eliminación y proscripción de los opositores, las medidas antisemitas, el desarrollo de las fuerzas paramilitares y su incorporación a la estructura formal del estado, las leyes arbitrarias que sólo estaban destinadas a darle más poder.

En seis meses, Hitler ya estaba asentado en el poder y el Tercer Reich y la matanza atroz se habían puesto en marcha.

viernes, 10 de noviembre de 2023

SGM: La inteligencia británica de Alan Turing

El método inglés para descifrar el código nazi de Enigma que adelantó el fin de la Segunda Guerra Mundial

El Reino Unido reunió a los mejores matemáticos y criptólogos en un lugar secreto. Al mando del equipo estaba Alan Turing, un genio que adelantó el uso actual de la inteligencia artificial. Londres nunca le perdonó su homosexualidad y se suicidó al comer una manzana empapada con cianuro. Fue indultado por la reina Isabel II. Y recibió un reconocimiento tardío por su aporte

Por Alberto Amato || Infobae





El centro militar de contrainteligencia instalado en Bletchley Park contaba también con una inteligencia superior: la de Alan Turing

Y por fin, el secreto dejó de serlo y nació otro aún más secreto. El 9 de julio de 1941, los británicos dieron por terminada una tarea titánica: habían completado la decodificación del sofisticado sistema de envíos de mensajes encriptados de la Alemania nazi, sistema al que los alemanes consideraban indestructible. Estaba cifrado en un aparato simplote, tipo armatoste, parecido, pero no igual, a una máquina de escribir, generalmente cubierto de ojos curiosos y manos aviesas por una caja de madera. A ese aparato los alemanes lo llamaron “Enigma”. Y los británicos lo desmontaron hasta la última tuerca.

Ese hallazgo, que fue decisivo en el resultado de la Segunda Guerra Mundial, sentó las bases de un nuevo secreto, más grande, basto y recóndito que el otro: nadie podía conocer lo que los británicos tenían en las manos. Y nadie más lo supo. Descifrar a “Enigma”, que tuvo siempre las características de un ser humano, nombre, nacionalidad, personalidad y talento, fue tarea de un gran equipo de criptólogos y matemáticos reunidos en Bletchley Park, una casona victoriana emplazada en un entorno rural, bucólico y discreto, vecino a la localidad de Milton Keynes, en el condado de Buckinghamshire, en el norte de Londres y a cuarenta y cinco minutos de tren de la capital británica.

La casa que fue central de inteligencia inglesa

Bletchley Park parecía un convento. O una universidad. A su modo, tal vez era las dos cosas. Pero, ¡qué convento y qué universidad! Hacían allí profesión de fe un equipo de centenares de científicos metidos de lleno en penetrar las entrañas secretas de las comunicaciones nazis, comprender el sentido de sus mensajes en clave y descifrar sus operaciones militares por venir, la evaluación nazi del curso de la guerra y hasta los caprichos e histerias de Adolf Hitler, un tipo que no había llegado a sargento y se había echado una guerra mundial al hombro, por sobre las cabezas de los estrategas y mariscales del otrora poderoso ejército imperial.

Fue gracias a haber descifrado “Enigma” que los británicos supieron, ya en 1944, que el alto mando alemán se había tragado el anzuelo lanzado por los aliados y pensaban que de verdad la invasión a Europa iba a producirse por el paso de Calais, el tramo del Canal de la Mancha más estrecho entre Gran Bretaña y el continente, y no por donde en realidad se produjo, en las anchas, hostiles y casi inaccesibles costas de Normandía.

Descifrar a “Enigma”, que tuvo siempre las características de un ser humano, nombre, nacionalidad, personalidad y talento, fue tarea de un gran equipo de criptólogos y matemáticos reunidos en Bletchley Park (Reuters/Alessia Pierdomenico)

Bletchley Park era, en suma, una instalación militar discretísima que no exhibía su arma más poderosa, la inteligencia; trabajaban allí casi nueve mil personas, casi el setenta y cinco por ciento eran mujeres, y personalidades destacadísimas de las ciencias, como la matemática Ann Mitchell. Allí se diseñó la primera computadora destinada al descifrado de mensajes, Colossus, que fue también el primer dispositivo de cálculo electrónico y de alguna manera la madre de las notebook, tablets y lo que venga de hoy.

El centro militar de contrainteligencia instalado en Bletchley Park contaba también con una inteligencia superior: la de Alan Turing, un chico brillante, con una historia mil veces contada que bien vale la pena repasar, que ya había creado en 1939 y con la guerra en curso, una máquina, “Bomber” capaz de desencriptar los mensajes del ejército alemán. “Bomber” era una versión mejorada de un dispositivo primario diseñado por el criptologista polaco Marian Rejewski, que se convirtió, juran los expertos, en la precursora de la computadora programable electrónica digital. Turing era matemático, filósofo, experto en lógica, criptógrafo, biólogo, teólogo, un pensador al que le debemos la ciencia de la computación, los fundamentos conceptuales del algoritmo y el esbozo de las líneas básicas de un pensamiento científico que se preguntaba si las máquinas pueden pensar.

Aquellos chicos, como Albert Einstein, veían cosas que todavía no podían probarse como efectivas porque no habían sido descubiertas, pero allí estaban, o porque la ciencia y la tecnología no habían hallado los mecanismos para demostrar aquellas teorías locas. Así como Einstein vio un universo palpable recién con los telescopios espaciales, cuando Turing, cinco años después de terminada la Segunda Guerra, se preguntó en Bletchley si las máquinas podían pensar, dio el primer paso a la hoy tan en boga inteligencia artificial, definición que acaso encierre un oxímoron.

Los mensajes secretos de los nazis

¿Qué era “Enigma”, el chirimbolo científico y técnico que los alemanes consideraban invencible? Era, en verdad, una genialidad de los técnicos de Hitler. Era una máquina encriptadora de mensajes, disfrazada de máquina de escribir común y silvestre, que presentaba una condición hasta entonces desconocida y no aplicada en el mundo de la criptología: exigía otra máquina igual que recibiera sus mensajes. Eso era lo nuevo. Tampoco era algo del otro mundo, salvo su complejo sistema de funcionamiento. Estaba basado en cinco cilindros rotadores, que variaban cada vez que se apretaba una tecla. De manera que la posibilidad de combinar la letra real del mensaje que la que mostraba “Enigma” era infinita. Sólo podía descifrar un mensaje quien, primero, tuviese otra máquina similar y, segundo, supiera cuál era la posición de los cilindros rotadores para recibir el mensaje real y no el galimatías que entregaba “Enigma”. Los alemanes lo complicaban todo un poquito más, porque cambiaban la posición de los cilindros al menos una vez al mes, previo aviso al receptor para que hiciese lo mismo con su máquina “Enigma”. Todo tenía algo simpático y juguetón. La máquina que enviaba de un lado mensajes encriptados era la única que podía, del otro lado, descifrarlos.

Enigma era una máquina encriptadora de mensajes, disfrazada de máquina de escribir común y silvestre, que presentaba una condición hasta entonces desconocida y no aplicada en el mundo de la criptología: exigía otra máquina igual que recibiera sus mensajes (Reuters/Lukas Barth)

Turing empezó a trabajar para romper “Enigma” junto al servicio de inteligencia polaco que también intentaba descifrar el código alemán. La invasión de Hitler a Polonia, en septiembre de 1939, había dado inicio a la Segunda Guerra Mundial. El británico cambió el enfoque de la investigación polaca, mejoró en parte el sistema de descifrado y, junto a un grupo de criptoanalistas, llegó a desentrañar el enigma de “Enigma” apenas tres meses después de llegar a Bletchley Park. Un record. Usó el análisis matemático para determinar cuáles eran las posiciones más factibles en las que se podían ubicar los rotores. Era una jugada de difícil pronóstico, una botella al mar. Pero empezó a dar resultados sobre todo cuando una máquina “Enigma” alemana cayó en manos aliadas y fue destripada por los británicos.

Lo que faltaba en Bletchley Park era tiempo. El descifrado no siempre era del todo exacto, al menos no era infalible, y los mensajes en código de los alemanes eran miles. Turing pensó que era imprescindible fabricar una máquina que acelerara el proceso de descifrado. Se puso a trabajar junto a Gordon Welchman, su colega de Cambridge, y juntos armaron una computadora, que ni era tal ni se conocía con ese nombre, a la que bautizaron “Bomber”. Resultó. “Bomber” empezó a construirse en serie en la primavera de 1940, cuando la guerra llevaba apenas seis o siete meses de iniciada. En el verano de ese año, las “Bomber” descifraron los mensajes de la fuerza aérea alemana y fueron decisivas para anticipar los bombardeos a Londres durante la Batalla de Inglaterra, que se libró en los cielos británicos y llevaron al triunfo a la Royal Air Force por sobre la Lutwaffe de Herman Göring.

Las máquinas británicas diseñadas bajo el talento y la inventiva de Turing, fueron decisivas también para interceptar los mensajes de los temibles submarinos nazis que operaban en el Atlántico Norte y que torpedeaban los buques mercantes ingleses, cargados en Estados Unidos con material bélico durante los dos años de conflicto en los que ese país se mantuvo alejado, pero expectante y decidido, de la guerra en Europa.

Cuando los alemanes pusieron en funcionamiento una “Enigma” de ocho rotores, lo que aumentaba de manera exponencial las combinaciones de letras y palabras, en Bletchley Park reconstruyeron el sistema lanzado por los alemanes en base a una técnica estadística, desarrollada por Turing. Esa particular “ley de las probabilidades” permitía conocer la “identidad” de cada rotor de la Enigma encriptadora, lo que facilitaba el descifrado por parte de los británicos.

"Código enigma" narra la historia de Alan Turing, el matemático que lideró un equipo de criptógrafos para descifrar un código nazi en la Segunda Guerra Mundial

En 1943 Turing era ya director del “Equipo del Barracón 8″ y consultor general para el área de criptoanálisis de Bletchley Park. Viajó a Estados Unidos, ya en la guerra desde diciembre de 1941, para compartir información con los analistas americanos. Turing se concentró entonces en otra máquina alemana, “Lorenz SZ40/42″ a la que los ingleses, para abreviar, llamaron “Tunny” y que conectaba a Adolf Hitler con el alto mando del ejército en Berlín y con los jefes de las fuerzas nazis en el frente europeo.

El origen de las computadoras

Los analistas británicos que también destriparon a “Tunny”, se inspiraron en la teoría estadística de Turing que había desentrañado a la “Enigma” de cinco y de ocho rotores: toda la información acumulada se usó para fabricar una de las primeras computadoras de la historia, “Colossus”, que descifró los códigos de Tunny de modo industrial. Turing y uno de sus especialistas, William “Bill” Tutte guardaban en secreto otro proyecto sutil y extraordinario: si “Tunny” había sido desentrañada, y la máquina conectaba a Hitler con el alto mando en Berlín y con los jefes militares del frente europeo, ¿sería posible descifrar el pensamiento de Hitler, adelantarse a sus decisiones, prever incluso sus reacciones? Tutte trabajó duro en eso.

De todos modos, la información interceptada por los británicos y compartida con sus aliados, permitió conocer por adelantado las decisiones estratégicas alemanas. En la posguerra, los jefes militares alemanes que sobrevivieron a los juicios de Núremberg, mostraron su sorpresa cuando supieron que sus comunicaciones más secretas habían sido interceptadas y descifradas durante todo el conflicto. Los cálculos, si bien todos post facto, aseguran que los logros de Turing acortaron la guerra al menos en dos años y evitaron centenares de miles de muertos.

Turing recibió la Orden del Imperio Británico por su servicio, pero en carácter secreto: su trabajo debía permanecer en el anonimato. Sus maquinarias, las tangibles y las que estaban en proceso de diseño, deberían ser destruidas al final de la guerra. Su contribución al desarrollo científico, también debía permanecer oculto y oscuro. De hecho, la verdadera “identidad” de Bletchley Park como instalación militar de investigación, contrainteligencia y espionaje recién fue revelada como tal en 1970, veinticinco años después de finalizada la Segunda Guerra.

De todos modos, la información interceptada por los británicos y compartida con sus aliados, permitió conocer por adelantado las decisiones estratégicas alemanas (Grosby)

El hombre que adelantó el fin de la guerra

Turing siguió adelante con sus investigaciones envuelto en cierto ostracismo. La rígida, e hipócrita, moral inglesa lo había desterrado en casa propia: era homosexual y si bien no hacía gala de su condición, no se sentía inclinado hacia la abstención. Había nacido en Londres hace ciento once años, el 23 de junio de 1912, en Maida Vale, un distrito residencial del oeste de la ciudad. Hoy recuerda ese nacimiento una placa azul enclavada en el exterior de la casa, que recién fue descubierta en 2012, en el centenario del nacimiento de Turing y como parte de los tardíos homenajes a su vida infortunada.

Los padres, de viaje constante entre Gran Bretaña y la India, lo entregaron, a él y a su hermano mayor, a manos de un militar retirado del ejército y de su mujer, ambos amigos íntimos de los Turing, que querían que sus chicos se criaran en Inglaterra. Alan mostró enseguida quién era y que quería ser: aprendió a leer solo en tres semanas y desarrolló un interés sólido por los números y los rompecabezas. Estudió en la preparatoria Hazelhurst, fue un alumno brillante, y a los trece años ingresó en el internado de Sherborne, en Dorset. Su primer día de clases estuvo signado por una gran huelga general en toda Inglaterra. Así que Alan subió a su bicicleta y recorrió los noventa y seis kilómetros que separaban Southampton del internado: hizo noche en una posada y su pequeña hazaña fue reflejada por la prensa local. Ganó en Sherborne todos los premios matemáticos que tuvo a mano, realizó por su cuenta experimentos químicos y se ganó también el recelo de sus maestros por su irrefrenable independencia y su joven ambición: llegó a resolver problemas matemáticos muy avanzados, sin haber estudiado cálculo elemental.

A los diecisiete años se enamoró de un chico de su edad, Christopher Morcon, compañero de estudios en el internado y compinche en los estudios científicos. Fue su primer amor y la primera persona en creer a fondo en sus ideas; Christopher lo invitó a conocer a su madre, una artista, en lo que debió ser para la época la relación amorosa entre dos adolescentes más tolerada de Gran Bretaña, donde la homosexualidad era ilegal. El 13 de febrero de 1930, apenas egresados de Sherborne. Christopher murió víctima de la tuberculosis bovina, contraída probablemente por beber leche de una vaca infectada. Su muerte quebró la fe religiosa de Turing, se convirtió en un ateo obsesionado por comprender la naturaleza de la conciencia, su estructura y sus orígenes. Reforzó su rechazo a la estructura educativa británica, centrada en los clásicos, y se volcó de lleno al estudio de la ciencia y de las matemáticas. Estudió en el King’s College de la Universidad de Cambridge, que era la meca del conocimiento científico y todo un logro para un chico de diecinueve años. Allí Turing desarrolló sus investigaciones matemáticas y diseñó lo que pasó a la historia como “Máquina Turing” capaz de determinar funciones matemáticas y que contenía el embrión lógico de las futuras computadoras.

En 1935 era ya profesor del King’s College y viajó por dos años a Estados Unidos, para escribir su tesis doctoral en Princeton, donde trabajaba y enseñaba Einstein. Con la Segunda Guerra en las puertas de Europa, Turing regresó a Cambridge para estudiar filosofía de las matemáticas. Y un día después del estallido de la guerra, fueron a buscarlo para meterlo de cabeza en el servicio de espionaje y para que descifrara los mensajes alemanes.

Una estatua de Turing en Manchester, Reino Unido (Christopher Furlong/Getty Images)

Después del conflicto mundial, condenado al anonimato por los secretos de guerra, y al desarraigo y la exclusión por su sexualidad, Turing igual amplió su investigación y construyó varias computadoras electrónicas programables, un paso gigantesco para una época que todavía no había desarrollado a pleno el transistor. Creó incluso lo que se conoce hoy como el “Test de Turing”, basado en un viejo juego que reúne a tres personas: un interrogador, más un hombre y una mujer: el interrogador está separado de sus interlocutores y sólo puede comunicarse con ellos a través de un lenguaje que todos entienden. El objetivo es que el interrogador descubra quién es el hombre y quién la mujer, mientras que el objetivo de los otros dos jugadores es convencerlo de que son la mujer.

En 1950, en un artículo publicado en “Computing machinery and intelligence”, Turing cambió a los interrogados de su “Test de Turing” por una computadora. También cambió los objetivos del juego: ahora había que reconocer a la máquina. Su tesis decía: “Una computadora puede ser llamada inteligente, si logra engañar a una persona haciéndole creer que es un ser humano”. Se trataba entonces de una persona que hablaba con una computadora, ubicada en otra habitación, mediante un sistema de chat. Si la persona no podía determinar si hablaba con un humano o con una máquina, la computadora debía considerarse inteligente.

El “jueguito” de Turing sentó las bases de la inteligencia artificial. Una forma inversa de su tesis se usa mucho en Internet. Es el test “Captcha”, diseñado para determinar si un usuario es un humano o es otra computadora. Cuando una página pide a cualquier usuario que demuestre “No soy un robot”, ése es Turing, que todavía derrama talento.

En 1952, Turing tenía cuarenta años, enfrentó las normas y las normas lo destruyeron. Uno de sus amantes, Arnold Murray, ayudó a un cómplice a entrar en la casa del científico para robarle. Turing hizo la denuncia en la policía y reconoció su homosexualidad. En lugar de perseguir y juzgar a los delincuentes, las autoridades procesaron a Turing por “indecencia grave y perversión sexual”, los mismos cargos que, medio siglo antes, habían llevado a la cárcel y al destierro a Oscar Wilde. Turing hizo un acto de fe de aquel proceso: convencido de que no tenía ni de qué, ni por qué defenderse, no ejerció ninguna medida en su amparo y fue condenado a prisión.


el 24 de diciembre de 2013, la reina Isabel II lo indultó de todo tipo de culpa. Entonces llegaron los homenajes, las estatuas, las calles y los institutos con su nombre, y su imagen en los billetes de cincuenta libras (Reuters/Joe Giddens)

Le dieron entonces la opción de someterse a una castración química, mediante un tratamiento hormonal de reducción de la libido. Turing optó por someterse a inyecciones de estrógenos. El tratamiento duró un año y le provocó cambios físicos terribles como la aparición de pechos femeninos, obesidad y disfunción sexual. Con todo, no perdió su sarcasmo. En una carta a su amigo Norman Routledge, Turing escribió una reflexión, un falso silogismo, sobre el rechazo social que provoca la homosexualidad y el desafío intelectual que supone demostrar la posibilidad de que existan computadoras inteligentes. Estaba preocupado, además, por que los ataques a su persona pudieran entorpecer, u oscurecer sus razonamientos sobre la inteligencia artificial. El silogismo decía: “Turing cree que las máquinas piensan. Turing se acuesta con hombres. Por lo tanto, las máquinas no piensan”.

En 2009, el gobierno británico en manos de Gordon Brown pidió disculpas por el trato dado a Turing durante sus últimos años de vida. Pero todavía en 2012, el primer ministro David Cameron negó el indulto a Turing y adujo que la homosexualidad era un delito en aquellos años en los que fue condenado. Por fin, el 24 de diciembre de 2013, la reina Isabel II lo indultó de todo tipo de culpa. Entonces llegaron los homenajes, las estatuas, las calles y los institutos con su nombre, y su imagen en los billetes de cincuenta libras.

Era tarde. Vencido por la amargura, con su enorme obra científica inconclusa, sin saber todavía lo que su genio podía aportar al desarrollo del conocimiento, el 7 de junio de 1954, veintitrés días antes de cumplir cuarenta y dos años, Turing ya había dicho basta. Lo hizo con un toque de humor corrosivo, la señal acre e incisiva que implicaba también una advertencia al mundo que estaba por dejar.

Primero, eligió una manzana, símbolo bíblico del pecado, de lo prohibido, de lo que no se debe, de paraísos perdidos, de tentación y culpa. Luego, roció la manzana con cianuro y le dio un mordisco.