El espionaje en la época helénica, aunque no estaba tan formalmente organizado como en períodos posteriores, seguía siendo un aspecto importante de la guerra y la política. Un caso notable de espionaje en la antigua Grecia involucra a la ciudad-estado de Atenas durante la Guerra del Peloponeso (431-404 a. C.).
Caso: Temístocles y la batalla de Salamina (480 a. C.)
En los anales de la historia, pocas batallas son un testimonio del poder de la astucia y la estrategia como la Batalla de Salamina. Era el año 480 a. C. y las ciudades-estado griegas estaban al borde de la aniquilación a manos del Imperio persa. En el centro de esta historia de intrigas y guerras estaba Temístocles, un general ateniense cuya brillantez cambiaría el rumbo de la historia.
Mientras la flota persa, comandada por el rey Jerjes, avanzaba amenazadoramente hacia las posiciones griegas, Temístocles ideó un plan tan audaz como brillante. Reconociendo la abrumadora superioridad numérica de la armada persa, sabía que solo a través del engaño podrían los griegos esperar lograr la victoria. Por lo tanto, orquestó una jugada maestra de espionaje.
Temístocles eligió a un sirviente de confianza, Sicino, para que fuera el portador de las falsas noticias. Al amparo de la oscuridad, Sicino se dirigió al campamento persa con un mensaje cuidadosamente elaborado. Se acercó al rey persa con una historia de traición, susurrando que Temístocles y los atenienses estaban dispuestos a abandonar a sus aliados griegos y huir. Según Sicino, la flota griega planeaba escapar de Salamina al amparo de la noche.
Jerjes, confiado en su superioridad y ansioso por una victoria decisiva, mordió el anzuelo. Ordenó a su flota que bloqueara el estrecho de Salamina, creyendo que atraparía a los griegos que huían y aplastaría su armada de un solo golpe. Lo que no sabía es que estaba navegando directamente hacia la trampa de Temístocles.
El estrecho angosto de Salamina no era adecuado para los grandes y pesados barcos persas. En estas aguas confinadas, los trirremes griegos, más pequeños y maniobrables, tenían una clara ventaja. Al amanecer, la flota griega, escondida y preparada, lanzó un ataque feroz e inesperado contra la desorganizada armada persa. El mar rugió con el choque de los remos y los gritos de los guerreros mientras los griegos, impulsados por la desesperación y el genio, diezmaban la flota persa.
Esta trascendental victoria no fue simplemente un triunfo de las armas, sino del intelecto y el engaño. El uso estratégico de la desinformación por parte de Temístocles había cambiado el rumbo, mostrando el profundo impacto de la inteligencia y la guerra psicológica en el mundo antiguo.
La batalla de Salamina es un ejemplo clásico de cómo la astucia y la brillantez estratégica pueden alterar el curso de la historia. Mediante el ingenioso engaño orquestado por Temístocles, los griegos pudieron asegurar una victoria crucial, preservando su civilización y dando forma al futuro de la cultura occidental.
Rincón Bomba: el silencio de Perón y la masacre étnica en Formosa que fue ocultada durante más de medio siglo
En
1947, durante el primer gobierno de general, la Gendarmería, con el
apoyo de la Fuerza Aérea, mató entre 500 y 750 hombres y mujeres del
pueblo aborigen pilagá, por temor a un “un ataque indígena”. Más de
setenta años después, la justicia calificó la acción como “genocidio”,
aunque jamás llegó a condenar a los responsables
Por Marcelo Larraquy || Infobae
El pueblo indígena pilagá fue masacrado en 1947 y el horror fue silenciado durante más de medio siglo
En marzo de 2020, la Cámara Federal de Resistencia declaró que la masacre contra el pueblo indígena pilagá en la zona de Rincón Bomba, Formosa, debía ser calificado como un “genocidio”.
El crimen contra el pueblo indígena, llevado a cabo por fuerzas de la
Gendarmería y la Fuerza Aérea, era de larga data. Había sido perpetrado el 10 de octubre de 1947, durante el primer gobierno de Juan Perón.
La sentencia ordenó la reparación económica colectiva del pueblo
pilagá, con inversiones públicas de infraestructuras y becas de estudio,
pero no la reparación individual de los familiares de las víctimas de
la etnia.
La
represión de los aborígenes era una triste herencia del peronismo,
gestada desde la División de Informaciones Políticas de la presidencia
de la Nación, que dirigía el comandante de Gendarmería, general Guillermo Solveyra Casares.
Solveyra
había creado y comandado el primer servicio de inteligencia de la
fuerza en la década del ‘30 e internó a los gendarmes, vestidos de
paisanos, en los bosques del Territorio del Chaco para buscar
información que ayudara a capturar a Segundo David Peralta, alias “Mate Cosido” -a quien popularizó León Gieco en
el tema “Bandidos rurales”- y otros bandoleros sociales que
atormentaban, con asaltos y secuestros, a gerentes de compañías
extranjeras y estancieros.
Para
la época de la masacre del pueblo pilagá, Solveyra Casares tenía su
despacho contiguo al del presidente Perón en la Casa Rosada y
participaba en las reuniones de gabinete.
En octubre de 1947, la Gendarmería Nacional, que dependía del Ministerio del Interior, exterminó alrededor de 500 indios de la etnia pilagá en Rincón Bomba,
Territorio Nacional de Formosa. Más de dos centenares de ellos
desaparecieron durante los veinte días que duró el ataque de los
gendarmes, con el apoyo de la Fuerza Aérea.
La operación había sido ordenada por el escuadrón de Gendarmería de la localidad de Las Lomitas en respuesta al temor a una “sublevación indígena”.
Para reducir ese temor, exterminaron a los indígenas.
El conflicto se había iniciado unos meses antes.
En
abril de 1947, miles de hombres, mujeres y niños de diferentes etnias
marcharon hacia Tartagal, Salta, en busca de trabajo. La Compañía San
Martín de El Tabacal, propiedad de Robustiano Patrón Costas, se había interesado en contratar su mano de obra para la explotación azucarera.
Patrón
Costas era el representante político de los terratenientes. Había
fundado la Universidad Católica de Salta, luego fue gobernador de esa
provincia y presidente del Senado de la Nación. Su candidatura a
presidente por el régimen conservador se malogró en 1943 por el golpe
militar del GOU. También se acusaba a Patrón Costas de apropiarse de
tierras indígenas en Orán.
Lo cierto es que una vez que llegaron a Tartagal, los caciques se rehusaron a que los hombres y mujeres de la etnia trabajasen en condiciones de esclavitud. Habían acordado una paga de 6 pesos diarios y cuando iniciaron sus labores les pagaron 2,5.
En
octubre de 1947, la Gendarmería Nacional, que dependía del Ministerio
del Interior, exterminó alrededor de 500 indios de la etnia pilagá en
Rincón Bomba, Territorio Nacional de Formosa. Más de dos centenares
de ellos desaparecieron durante los veinte días que duró el ataque de
los gendarmes, con el apoyo de la Fuerza Aérea
Patrón Costas decidió echarlos y los aborígenes retornaron a sus comunidades. Eran cerca de ocho mil.
El
regreso se hizo en condiciones miserables, con una caravana que
arrastraba enfermos y hambrientos. Durante varios días de marcha,
desandaron a pie más de 100 kilómetros hasta llegar a Las Lomitas.
La caravana estaba compuesta por mocovíes, tobas, wichís y pilagás,
la etnia más numerosa. Tenían la costumbre de raparse la parte
delantera del cuero cabelludo, hablaban su propio idioma, además del
castellano, y habitaban en varios puntos de Formosa. Vivían como
braceros de los terratenientes, o de lo que cazaban y recolectaban.
Luego de su paso frustrado por Tartagal, se asentaron en Rincón Bomba, cerca de Las Lomitas. Allí podían conseguir agua. La miseria de la etnia asustaba.
La Comisión de Fomento del pueblo pidió ayuda humanitaria al gobernador del Territorio Nacional, Rolando de Hertelendy, nacido en Buenos Aires y educado en Bélgica, y designado en el cargo por el Poder Ejecutivo el 10 de diciembre de 1946.
La falta de recursos en las arcas de la tesorería del Territorio hizo que Hertelendy trasladara el pedido al gobierno nacional.
Perón reaccionó rápido. Conocía el tema.
En
el año 1918, al frente de una comisión militar, había ido a negociar
con obreros de La Forestal en huelga en el bosque chaqueño y había
logrado apaciguar el conflicto. Les había aconsejado que hicieran los
reclamos de buenas maneras.
De inmediato, Perón ordenó el envío de tres vagones de alimentos, ropas y medicinas.
Luego
de su paso frustrado por Tartagal, se asentaron en Rincón Bomba, cerca
de Las Lomitas. Allí podían conseguir agua. La miseria de la etnia
asustaba
En
la segunda quincena de septiembre de 1947, la Dirección Nacional del
Aborigen ya los tenía en su poder en la estación de Formosa.
Pero la
carga fue recibida con desidia por las autoridades. La ropa y las
medicinas fueron robadas, los alimentos quedaron a la intemperie varios
días y luego fueron trasladados a Las Lomitas para ser entregados a los
aborígenes. Ya estaban en estado de putrefacción.
El consumo provocó una intoxicación masiva: vómitos, diarreas, temblores. Dada la falta de defensas orgánicas, los ancianos y los niños fueron los primeros en morir. Los indios denunciaron que habían sido envenenados. Las madres intentaban curar a sus bebés muertos en sus brazos.
El
asentamiento indígena se convirtió en un mar de dolores y de llantos
que retumbaban en el pueblo. El cementerio de Las Lomitas aceptó los
primeros entierros, pero luego les negó el paso del resto de los
cuerpos. Ya había más de cincuenta cadáveres.
Los indígenas los llevaron al monte y enterraron a los suyos con cantos y danzas rituales.
El
consumo de los alimentos enviados, que por desidia estaban en mal
estado, provocó una intoxicación masiva: vómitos, diarreas,
temblores. Dada la falta de defensas orgánicas, los ancianos y los
niños fueron los primeros en morir
En
Las Lomitas se instaló la creencia de que ese grupo de enfermos y
famélicos estaba preparando una venganza. Se difundió el rumor del
“peligro indígena”, una rebelión en masa contra las autoridades y los
vecinos del pueblo.
Desde
hacía días, las madres aborígenes golpeaban las puertas del cuartel
de la Gendarmería y de las casas de Las Lomitas con sus hijos. Al
principio se las ayudó. Pero de un día para otro se las dejó de
recibir. La fuerza armó un cordón de seguridad en su campamento y no
se les permitió el ingreso al pueblo.
Más de cien gendarmes armados las vigilaban con ametralladoras.
El 10 de octubre de 1947 se reunieron el cacique Nola Lagadick y el segundo jefe del escuadrón 18 de Las Lomitas, comandante de Gendarmería Emilio Fernández Castellano. Era una entrevista a campo abierto.
El
comandante tenía dos ametralladoras pesadas apuntando contra la
multitud de indígenas, dispuestos detrás de su cacique. Eran más de
mil, entre hombres, mujeres y niños. Muchos de ellos portaban retratos de Perón y Evita.
El
cacique exigió ayuda a la Gendarmería. Querían tierras para la
explotación de pequeñas chacras, semillas, escuelas para sus hijos.
Invitó al comandante para que visitara el campamento y tomara
conciencia de sus miserias.
Hay distintas versiones de cómo sucedieron los hechos.
Una
indica que los aborígenes comenzaron a avanzar hacia la reunión.
Otra, que los hechos se desencadenaron como ya habían sido planeados:
provocar una “solución final” al problema indígena en el Territorio de Formosa.
Como fuese, la fuerza estatal abrió fuego contra la etnia desarmada.
Lo hizo con ametralladoras, carabinas y pistolas automáticas.
Fernández Castellano se sorprendió del ataque y ordenó detenerlo. Sus
dos baterías no habían disparado. Pero el segundo comandante Aliaga Pueyrredón,
que no estaba de acuerdo con parlamentar con los indígenas, había
desplegado ametralladoras en puntos estratégicos y acababa de dar la
orden.
El
ataque provocó la huida de la etnia pilagá hacia el monte. Algunos
arrastraban los cadáveres de sus familiares. Los heridos fueron siendo
rematados. La persecución continuó durante la noche; los gendarmes
lanzaron bengalas para iluminar un territorio que desconocían. Desde el
pueblo se escuchaba el tableteo de las ametralladoras.
La Gendarmería continuó la matanza porque no quería testigos.
Muchos civiles de Las Lomitas, miembros de la Sociedad de Fomento,
colaboraron para que el “peligro indígena” cesara en forma definitiva y
brindaron asistencia logística. Recorrieron los montes Campo Alegre,
Campo del Cielo y Pozo del Tigre para marcar los escondrijos en la
espesura.
El
trauma que produjo la represión, y el temor a otras nuevas muertes,
fue enterrando el etnocidio bajo un muro de silencio. Nadie se hizo eco
de la masacre. Perón no pronunció una sola palabra
Muchos cadáveres fueron incinerados. La persecución no dejaba tiempo para enterrarlos.
Otros cuerpos fueron tirados en el descampado, en un camino de vacas, y
la tierra y la maleza los fueron cubriendo con el paso del tiempo.
El
trauma que produjo la represión, y el temor a otras nuevas muertes,
fue enterrando el etnocidio bajo un muro de silencio. El diario Norte del Chaco mencionó que había habido un “enfrentamiento armado” ante la sublevación de los “indios revoltosos”.
Los diarios de Buenos Aires, a mediados de octubre de 1947, informaron sobre la incursión de un “malón indio”, para justificar la masacre.
Perón hizo silencio.
Nadie de la Gendarmería fue castigado.
Lo mismo había sucedido en Napalpí, en el Chaco, en 1924, durante el gobierno de Marcelo T. de Alvear, aunque en ese caso existió un proceso judicial para convalidar el ocultamiento.
En Las Lomitas no. Se
calcula que entre 750 hombres, mujeres y niños de distintas etnias, en
especial los pilagás, murieron a manos de la Gendarmería.
Octubre pilagá, relatos sobre el silencio, de Valeria Mapelman
Desde 2005, un grupo de antropólogos forenses realizaron excavaciones por orden judicial en el cuartel de la fuerza de seguridad. Los huesos que encontraron estaban apenas por debajo del nivel de la superficie.
La matanza, además de la tradición oral que se extendió en los pilagá, fue narrada por uno de los represores , el gendarme Teófilo Cruz, que publicó un artículo en la revista Gendarmería Nacional.
En 2010 la documentalista Valeria Mapelman estrenó dos documentales sobre la masacre, Octubre pilagá, relatos sobre el silencio y La historia en la memoria en el que logró registrar historias personales de algunos sobrevivientes y sus hijos, y testigos de la masacre.
Dado
que la incursión de la Gendarmería había contado con el apoyo de un
avión con ametralladora, la justicia federal en la última década -cuando
se inició el expediente-, llegó a procesar a Carlos Smachetti en 2014, que disparó contra los originarios de la comunidad de pilagá
desde un avión que había despegado el 15 de octubre desde la base de El
Palomar. Murió al año siguiente, a los 97 años. Otro de los imputados
que participó de la masacre como alférez de Gendarmería, Leandro Santos Costa, luego se había graduado de abogado y fue juez de la Cámara Federal de Resistencia. Había utilizado una ametralladora pesada para eliminar a los aborígenes,
y la Gendarmería lo había condecorado por su “valerosa y meritoria”
intervención en el hecho. Murió en 2011, antes de que el proceso
finalizara.
Desde
2005, un grupo de antropólogos forenses realizaron excavaciones por
orden judicial en el cuartel de la fuerza de seguridad. Los huesos que
encontraron estaban apenas por debajo del nivel de la superficie
En su sentencia de 2020,
la Cámara Federal destacó la responsabilidad del Estado Nacional al
momento de la masacre y lo condenó a reparaciones colectivas,
un monumento en el lugar de la masacre, incluir el 10 de octubre como
fecha recordatoria, becas estudiantiles a jóvenes escolarizados y un
dinero anual para inversiones de infraestructura y otro para sostener a
la Federación de pilagá. Y calificó la masacre como genocidio, que había sido rechazada por primera instancia.
Pasaron
más de siete décadas del crimen masivo, y las comunidades indígenas
perdieron sus tierras y los montes fueron arrasados por las topadoras.
Todavía viven en las vías muertas de los ferrocarriles o en la
periferia de las ciudades, en busca de una vivienda, un trabajo o algo
para comer. Como hace más de setenta años.
Marcelo
Larraquy es periodista e historiador (UBA). Su último libro publicado
es “Fuimos Soldados. Historia secreta de la Contraofensiva Montonera”.
Ed. Sudamericana, noviembre de 2021.
Espionaje,
un mensaje de Churchill para Franco o una confusión: por qué los nazis
mataron al famoso actor británico Leslie Howard
Participó
en numerosas películas y obras de teatro, pero la fama total le llegó
con el papel de Ashely Wilkes en “Lo que el viento se llevó”. En 1943 el
avión en el que viajaba fue derribado por la Luftwaffe. ¿Creían que el
premier británico iba a bordo o el objetivo era Howard? El misterio
continúa ocho décadas después
Leslie Howard alcanzó la fama en "Lo que el viento se llevó"
Era
un gran actor, porque todos los actores británicos llevan una molécula
del ADN de Shakespeare en las venas. Pero no supo que lo era hasta que
fue un chico grande y después de jugarse la vida en las trincheras de la
Primera Guerra Mundial. Hizo una gran carrera, acaballado en el
nacimiento del cine sonoro y el boom mundial que eso implicó; tenía
cuarenta y seis años en 1939 cuando conquistó Hollywood, ya casi un
galán maduro, como coprotagonista de una leyenda del cine: “Lo que el viento se llevó”, encarnando al gran amor de Scarlett O’Hara, muchacha caprichosa si las hubo, metida en la piel de Vivien Leigh. Leyenda pura.
Leslie Howard,
el británico trasplantado al cine americano, pudo ser un grande en
aquella industria bulliciosa y millonaria, pero el 1 de junio de 1943, los nazis ametrallaron el avión que lo llevaba desde Portugal a Londres
frente a las costas gallegas de La Coruña. Su cuerpo, y el de los otros
dieciséis ocupantes de la nave -cuatro eran tripulantes- nunca fue
recuperado. Entre ellos estaba el de un misterioso viajero, rechoncho,
que fumaba puros y de alguna forma se parecía mucho a Winston Churchill.
El primer ministro británico andaba por esas márgenes de Europa en
aquellos días, porque regresaba del norte de África después de
entrevistarse con Franklin Roosevelt; había hecho escala en Gibraltar en
su viaje de retorno al 10 de Downing Street.
La
muerte de Leslie Howard se adjudicó siempre a un yerro de los espías
alemanes que confundieron, o quisieron confundir, o les importó nada
confundir a Churchill con un señor muy parecido al primer ministro.
Junto a Howard viajaba su agente, Alfred Chenhalls, que era robusto,
solía fumar puros y, muy bien mirado, podía parecerse en algo a Churchill.
Fue eso, o el señor muy parecido a Churchill era otro, el legendario
doble que siempre le adjudicaron a Churchill y que era candidato seguro a
la muerte en caso de un atentado contra el primer ministro. Pero eso
también es leyenda: no hay evidencias de que haya existido un doble de
Churchill, salvo la pergeñada en la película “El águila ha llegado”, sobre novela de Jack Higgins.
El famoso actor murió en 1943, cuando los nazis derribaron el avión en el que viajaba
Churchill sí tuvo un doble, pero no físico: era un imitador, un tipo que sacaba perfecto la voz del primer ministro; se llamaba Norman Shelley,
era un actor del montón, con la molécula de Shakespeare es verdad, y
que murió de un infarto en una estación de subte en 1980. El famoso
discurso que se escucha, vibrante y sonoro, pronunciado el 4 de junio de
1940 por Churchill, “lucharemos en los mares y océanos, lucharemos con
creciente confianza en el aire, defenderemos nuestra isla a cualquier
costo. Lucharemos en las playas, lucharemos en las pistas de aterrizaje,
lucharemos en los campos y en las calles, lucharemos en las colinas;
jamás nos rendiremos”, ese discurso que se escucha no es Churchill, es Shelley.
Para volver al gran Leslie Howard, hay algo más que hace de su muerte una leyenda: tal vez los nazis lo mataron porque pensaban que en ese avión volaba Churchill.
Pero también es posible que lo hayan asesinado porque Howard era un
poco espía. Con el espionaje pasa lo mismo que con la muerte: no se
puede estar un poco muerto, no se puede ser un poco espía. Pero Howard
era, en todo caso, un propagandista, un tipo que había apartado un poco
su carrera de actor para volcarse a la defensa de su país; daba
conferencias pro británicas en la Europa no ocupada por los nazis.
Dice la leyenda que su último viaje encerraba una especie de misión secreta que había sido encargada o por el MI5, o por el propio Churchill: entrevistarse en España con Francisco Franco
para pasarle un mensaje del primer ministro que le sugería, recomendaba
o pedía que no entrara en la Segunda Guerra y mucho menos del lado
alemán. Ni falta que hacía: Franco, que había salido triunfante de la
Guerra Civil Española en 1939 no tenía intención de soportar más guerra.
Apoyó todo lo que pudo a los nazis, permitió el reabastecimiento de sus
submarinos por ejemplo, y se abrazó a Hitler en Hendaya, pero sin
hundir a España en otro conflicto.
La
supuesta misión de Leslie Howard ante Franco tiene un viso de realidad.
Y la probable muerte del actor a manos de los nazis porque los alemanes
sospecharon que en ese avión volaba Churchill, también tiene visos de
realidad. Sobre todo porque en sus frondosas memorias sobre la Segunda
Guerra, que le valieron el Nobel de Literatura, Churchill hace mención a
Howard y le rinde un homenaje sentido: es el único actor del que Churchill habla en sus memorias.
Leslie Howard interpretó a Ashely Wilkes en "Lo que el viento se llevó"
¿Quién
era Leslie Howard? Había nacido en junio de 1893, era hijo de un
corredor de comercio, fue empleado de banco y, a los veintiún años, con
el estallido de la Primera Guerra, sirvió en la caballería del ejército
británico. Padeció algunas dolencias psíquicas por el estrés del
combate, un médico le recomendó que, a manera de terapia, se dedicara a
la interpretación y estaba sin trabajo y en la pobreza cuando llegó la
paz. Se acercó entonces al teatro para descubrir que tenía un potencial
insospechado: tuvo un éxito inmediato y en 1921, a sus veintiocho años,
se instaló en Hollywood que ya entonces era una meca para los actores:
embrionaria, pero meca al fin. Para entonces, Howard estaba casado con
Ruth Evelyn Martin y tenía un hijo, Ronald, que había nacido en 1918. En
1924 nacería su hija Leslie Ruth.
En Estados Unidos Howard filmó veinticuatro películas,
entre ellas algunas muy famosas como “La Pimpinela Escarlata” y “El
bosque petrificado”. El Nobel de Literatura, George Bernard Shaw le
cedió su obra, “Pigmalión”, para que la llevara al cine: fue un gran
éxito y la base para la película que en 1964 filmaron Audrey Hepburn y
Rex Harrison, “My Fair Lady”, dirigida por George Cukor. Howard actuó en veinticinco obras de teatro en Broadway
y vivió veinte años, de una costa a la otra del país, convertido en una
celebridad. Humphrey Bogart le debe gran parte de su carrera: ambos
habían hecho en teatro “El bosque petrificado” y Howard lo recomendó
para la versión fílmica que también protagonizaron ambos junto a Bette
Davis. Fueron muy amigos y Bogart llamó Leslie a una de sus hijas. La
fama total le llegó con el papel de Ashely Wilkes en “Lo que el viento
se llevó”.
La
Segunda Guerra cambió su vida. Regresó a Londres, alternó entre
Inglaterra y Estados Unidos y se centró en Europa. Una tesis, sostenida
por el escritor español José Rey Ximena, es que Howard prestó servicios
en el Grupo de Operaciones Especiales (SOE por su sigla en inglés) un
organismo creado por Churchill para luchar contra Hitler. Era más bien
un grupo de propaganda, más que de espionaje. O de propaganda y
espionaje, que suelen estar emparentados. Rey Ximena lo explica en su
libro “El vuelo del Ibis”, que narra la odisea de Howard que
siguió con su actividad actoral en el cine americano, pero ya en
películas que retrataban la guerra, como “Los invasores”, de 1941, “El
gran Mitchell”, de 1942 y “Sangre, sudor y lágrimas”, también de 1942.
Churchill hizo mención a la muerte de Howard en sus memorias
En
1943, Howard viajó en mayo a España para dar una conferencia sobre
Hamlet, la obra teatral de William Shakespeare, en el Instituto
Británico de Madrid. La verdad es que en España y en Europa las cosas no
parecían estar en una armonía tal capaz de escuchar una conferencia
sobre Hamlet: la guerra se había dado vuelta, los nazis derrotados en
Stalingrado en enero regresaban a Berlín perseguidos por el Ejército
Rojo, los aliados preparaban la invasión a Sicilia y el ejército alemán
empezaba a intuir con certeza que su guerra estaba perdida. Pero gustos
son gustos y Howard anduvo por Portugal y España con sus conferencias
sobre cine y los trágicos personajes de Shakespeare.
También llevaba la misión de hablar con Franco.
Algunas cartas que Howard intercambió con el canciller británico
Anthony Eden dan pie a pensar que esa misión existió y que, si no fue
pedida por Eden, lo fue por Churchill. El mensaje que llevaba Howard
para Franco tiene dos versiones: una afirma que se trataba de palabras
de esperanza y fortaleza que ni falta ni gracia le hacían al dictador
español; la otra afirma que la sugerencia británica era que Franco se
mantuviera al margen de la guerra y de una eventual alianza con los
nazis, a cambio del apoyo inglés para el reconocimiento internacional de
su régimen. Esta es la más creíble de las dos hipótesis, aunque también
es débil: Franco ya le había dejado en claro a Hitler, en octubre de
1940, que España no iba a formar parte del Eje.
La conferencia de Hendaya, en la que Franco se negó a aceptar la oferta de Hitler para participar de la guerra
Que Howard llevaba un mensaje del Foreign Office a Franco parece ser muy cierto: “Para eso había venido, no para dar conferencias”, le dijo a Rey Ximena la actriz Conchita Montenegro,
poco antes de morir en 2007. Conchita Montenegro era Concepción Andrés
Picado, una vedette y actriz de la época; había nacido en 1911 en San
Sebastián y había triunfado como corista en París, donde se desnudaba en
escena. Había sido amante de Howard y, a su muerte, lo había
llorado como si hubiese sido su viuda y hasta guardó luto por él. Cuando
Howard llegó a España, Conchita estaba en buenas relaciones con Ricardo
Giménez Arnau -se casaría luego con él-, delegado de la Falange
franquista en el Servicio Exterior, que fue quien le facilitó al actor
un breve encuentro con Franco. Hay una versión del diálogo entre Franco y
Howard que cubre la realidad: dice que ambos hablaron de un
megaproyecto cinematográfico sobre la vida de Cristóbal Colón. Pese a su
relación con Giménez Arnau, Conchita y Howard tuvieron un último
encuentro apasionado en el Hotel Ritz de Madrid.
El
1 de junio de 1943, Howard, su agente Chenhalls y uno de los miembros
del equipo de seguridad de Churchill, Gordon Thompson McLean, abordaron
un avión de línea, identificado como avión civil, de la BOAC (British
Overseas Airways Corporation) que se disponía a partir del aeropuerto de
Portela, en Lisboa, rumbo a Londres. Era un Douglas DC3, bimotor, al
que los pilotos habían bautizado “Ibis”, como la elegante ave
adorada por los antiguos egipcios. ¿Pudo ser Thompson McLean un objetivo
militar a abatir por los nazis, junto al “espía” Howard? En el avión
viajaba también Wilfrid Israel, un activista germano-británico que en
los nueve meses previos a la guerra, había salvado de la muerte en la
Alemania nazi a una gran cantidad de chicos judíos. También había creado
en Londres una organización destinada a sacar a judíos de la Alemania
nazi y refugiarlos en Gran Bretaña. ¿Abatieron los nazis el avión en el
que viajaba Howard porque en él viajaba Israel? ¿Creyeron de verdad que
en ese vuelo viajaba Churchill, que había visitado África y Gibraltar y
bien podía haber llegado a Lisboa para regresar a Londres?
En
el momento en el que el Douglas DC3 “Ibis” despegaba de Portela, ocho
bombarderos alemanes Junkers Ju 88 de la 40ª Escuadrilla despegaron de
una base nazi en Burdeos, Francia. Los alemanes giraron al sur y
entraron en el Golfo de Vizcaya con la misión de dar escolta a dos
submarinos alemanes, pero el mal tiempo y pesados nubarrones los
obligaron a desviarse y así quedaron en la ruta aérea del vuelo civil de
la BOAC. A las 12.45, uno de los bombarderos al mando del teniente
Herbert Hinze avistó al “Ibis” a la altura del Cabo Ortegal, en la
gallega provincia de La Coruña. Hinze transmitió a sus compañeros de
vuelo un mensaje: “Indios a las 11. A.A.”, en la convicción de que se
trataba de un avión militar enemigo. El resto de la flota aérea nazi se ubicó encima y debajo del bimotor inglés y lo ametrallaron en las alas y el fuselaje. El Douglas DC3 se incendió, se partió y cayó al mar: murieron sus diecisiete pasajeros, incluido Leslie Howard, que tenía cincuenta años.
La
historia oficial alemana hace agua por todos lados: no había forma de
que el piloto de un bombardero, ni el resto de su escuadrilla de Junkers
88, confundieran un avión militar aliado, un único avión sobre el Cabo
Ortegal, con un avión de línea de la BOAC, identificado con claridad
como aeronave civil.
Hasta
aquí la historia, condimentada con la sal y la pimienta de la
conspiración, habida cuenta de que las casualidades no existen en estos
casos. Sin embargo, al drama le falta un acto. Winston Churchill se
refiere al episodio en sus fantásticas memorias de la Segunda Guerra. Y
da pie a la versión de que en el vuelo que llevaba a Howard de regreso a
Londres viajaba una persona a la que los espías nazis pudieron haber
confundido con él. Dice Churchill:
“(…)
Eden y yo regresamos por vía aérea haciendo escala en Gibraltar. Como
mi presencia en el norte de África había sido ampliamente divulgada, los
alemanes ejercían por doquier una vigilancia excepcional, y esto dio
lugar a una tragedia que me afligió de un modo extraordinario. Cuando el
avión regular de la línea comercial Lisboa-Londres se disponía a
despegar del aeródromo de la capital portuguesa, un hombre de cuerpo
rechoncho, que fumaba un cigarro, fue visto dirigirse a él, suponiéndose
que se trataba de un viajero. En consecuencia, los alemanes comunicaron que yo me encontraba a bordo.
Aunque estos aviones neutrales de pasajeros habían volado por espacio
de muchos meses entre Portugal e Inglaterra sin ser molestados, y se
habían limitado a un tráfico estrictamente civil, un avión de guerra
alemán recibió al instante orden de salir e interceptarlo, y el
indefenso aparato fue despiadadamente derribado. Perecieron trece
pasajeros civiles, entre ellos el famoso actor británico Leslie Howard,
cuyo arte y dotes han sido perpetuados para goce nuestro en los
fotogramas de muchas y deliciosas películas en que tomó parte. La
brutalidad de los alemanes no pudo ser igualada en este caso más que por
la estupidez de sus agentes. Se hace difícil concebir cómo alguien pudo
imaginar que yo, con todos los recursos de la Gran Bretaña a mi
disposición, hubiera de hacerme reservar un pasaje en un avión neutral
de Lisboa y efectuar el viaje a plena luz del día. Nosotros, por
supuesto, dimos un amplio rodeo sobre el océano a poco de salir de
Gibraltar y llegamos a la metrópoli sin incidentes. Fue para mí una
dolorosa sorpresa enterarme de lo ocurrido a los infortunados pasajeros
del avión, víctimas de los inescrutables manejos del destino”.
De inescrutables manejos del destino, nada. El de Churchill parece el homenaje de un combatiente a otro.