El accidentado origen del Acta de Independencia de Chile
El texto del fin de la sujeción a España tuvo una apurada creación, tras la batalla de Chacabuco. La primera versión de 1818 fue sustituida por otra de 1832, destruida el 11 de septiembre de 1973.
Pablo Marín - La Tercera
Al decir de Diego Barros Arana, tras el triunfo patriota en Chacabuco (febrero de 1817) la revolución de Chile había entrado en un período donde no se disimulaba “un propósito firme y bien definido” en favor de la independencia. Para ese momento, agregaba el historiador, “Chile tenía bandera propia, escudo de armas, símbolo de un estado independiente”, y “no faltaba más que hacer una declaración expresa”, como en 1816 lo hicieron las provincias unidas del Río de la Plata.
Para entonces el esfuerzo del recién instalado Director Supremo, Bernardo O’Higgins, no sólo consistía en derrotar a los realistas en el sur. También, y sobre todo, estaba la creación de una marina de guerra capaz de imponerse en el Pacífico. Por ello, escribe en 1968 Luis Valencia Avaria, “no podía ignorar lo que [Juan] Mackenna le había señalado: un barco sin el pabellón de una nación independiente, oficialmente proclamada como tal, sería sólo un barco pirata frente a las demás naciones del mundo”.
La dimensión simbólica del minuto tuvo en su núcleo la necesidad de explicitar la autonomía. De fundar algo, si es que no de refundarlo. De ahí el interés que puede despertar el Acta de Proclamación de la Independencia, oficialmente jurada a un año exacto de Chacabuco. Una historia singular, tanto en su génesis como en su destino, que no es el que muchos creen (así como muchos asocian el “18” con la Independencia, más que con la instalación de la Primera Junta de Gobierno).
“Luego del triunfo en Chacabuco quedaba claro que la Independencia era algo que se había logrado y que ya no se retornaría a la monarquía”, afirma Cristián Guerrero Lira, académico del Depto. de Historia de la U. de Chile. “De ahí la importancia de formalizar esa realidad en una declaración que estableciera expresamente que se rompían los vínculos con la monarquía de España y cualquier otra potencia extranjera, todo esto previa consulta al ‘pueblo’ y con apuro, pues los realistas tenían fuerza militar considerable en Concepción, amenazando el futuro del movimiento”.
Entre la premura y la búsqueda de legitimidad, hubo voces que pidieron la convocatoria a un Congreso Nacional. Pero no fueron escuchadas: con O’Higgins ocupado en el sitio de Talcahuano, la Junta Suprema Delegada de Santiago llamó el 13 de noviembre de 1817 -y de modo inconsulto, según Valencia Avaria- a un plebiscito. En la capital y en otras ciudades libres del dominio realista se abrieron por 15 días dos libros, uno en favor de la independencia y otro en contra. La primera opción se impuso largamente.
Acto seguido, cuenta Barros Arana, y “a imitación de lo que se había hecho en otros pueblos, se resolvió que la declaración de independencia fuese hecha en un acta en que se expresase clara y concisamente la voluntad del pueblo chileno”. Un borrador del mismo se fechó el 17 de enero de 1818 y se envió a O’Higgins. Pero este último expresaría “un justo temor al tribunal severo de la censura universal”, que “me ha detenido suscribirle”. Objetó, igualmente, que el documento defendiera la fe religiosa (“los países cultos, señaló, han proclamado abiertamente la libertad de creencias”).
Así las cosas, el Director Supremo ordenó un nuevo texto a una comisión integrada por Miguel Zañartu, Juan Egaña y Manuel de Salas. Según un descendiente del primero, fue la versión de su antepasado la que primó, aunque al decir de Vicuña Mackenna el redactor habría sido el tucumano Bernardo Monteagudo. El caso es que O’Higgins dio su aprobación, no sin hacer cuatro enmiendas cuando el texto ya circulaba impreso.
En menos de 500 palabras, el texto informa “que el territorio continental de Chile y sus islas adyacentes, forman de hecho y por derecho, un Estado libre, independiente y soberano, y quedan para siempre separados de la Monarquía de España”.
En ánimo refundacional, el Acta llevó fecha “adelantada”: el 1 de enero de 1818. Pero se juró a partir del 12 de febrero. La ceremonia en Santiago no tuvo a O’Higgins, que la presidiría en Talca, pero sí a José de San Martín, que vio los estandartes albicelestes y tricolores compartir lugar en el estrado. “La capital no había visto días de mayor contento ni de entusiasmo más sincero y ardoroso”, afirmaría Barros Arana sobre una celebración que se extendió por tres jornadas.
Hasta hoy, no todos los historiadores del período consideran que el Acta haya tenido los alcances que vio Barros Arana. La declaración de Independencia, señala J.L. Ossa Santa Cruz “es un acto retóricamente revolucionario, pero sin mayor efecto”. O’Higgins tenía que elaborarla, agrega, porque de otro modo se interrumpía el apoyo argentino. El mismo que le permitió volver a Chile e instalarse como Director Supremo, cargo originalmente ofrecido a San Martín. “Si el cruce de la cordillera es el triunfo de O’Higgins, es precisamente porque [Juan Martín] Pueyrredon, desde la dirección suprema desde Buenos Aires, así decidió”.
Para el director del Centro de Estudios de Historia Política de la UAI, el Acta es significativa, pero no la expresión de una independencia territorial. “Un mes después, en Cancha Rayada”, agrega, “se podría haber perdido todo el proyecto de revolución. Estuvieron muy cerca, de hecho”.
Retrospectivamente el documento adquirió centralidad. Al menos para el Presidente José Joaquín Prieto, que en 1832 ordenó a un calígrafo confeccionar una nueva versión, sin las correcciones ni las tachaduras de 1818. Pero esta vez firmada, a diferencia de la original: Miguel Zañartu, Hipólito de Villegas y José Ignacio Zenteno, que vivían en Chile, pusieron su rúbrica. Y fue necesario enviar un agente a Perú para que le ”sacara” la suya a O’Higgins.
Así, una versión del documento es la que en la década siguiente pasó a decorar el Palacio de La Moneda y permaneció allí hasta quemarse o destruirse el 11 de septiembre de 1973 (se dice que Allende lo confió a su secretaria Myriam “Payita” Contreras y que un soldado lo rompió). Pero según confirma Guerrero Lira, el original está aún en el archivo del Congreso.
Retrospectivamente el documento adquirió centralidad. Al menos para el Presidente José Joaquín Prieto, que en 1832 ordenó a un calígrafo confeccionar una nueva versión, sin las correcciones ni las tachaduras de 1818. Pero esta vez firmada, a diferencia de la original: Miguel Zañartu, Hipólito de Villegas y José Ignacio Zenteno https://ideandando.es/que-es-el-cristianismo/
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