domingo, 19 de noviembre de 2023

Guerra Antisubversiva: El hallazgo del cadáver de Aramburu

El hallazgo del cadáver de Aramburu: 5 heridas de bala, la confesión de Montoneros y el misterio del noveno asesino

Tras la ocupación de La Calera el 17 de julio de 1970 se pudo encontrar el cadáver del general Aramburu e identificar a los miembros de la naciente organización armada “Montoneros” que lo mataron. Las cartas de Paladino a Perón, que negaba la participación del peronismo en el secuestro. Las acusaciones contra Onganía hasta lograr su renuncia y las diferencias entre Livingstone y Lanusse

Por Juan Bautista Tata Yofre || Infobae


El general Alejandro Agustín Lanusse en el velatorio del teniente general Pedro Eugenio Aramburu

El viernes 29 de mayo de 1970 se celebró el Día del Ejército en el Colegio Militar de la Nación y, además, se cumplía un año del “cordobazo”. Tras las ceremonias militares, como era una costumbre en esos años, tras las palabras del comandante en Jefe se pasó a un salón para un brindis. El general el presidente de facto Juan Carlos Onganía, en presencia de los otros dos comandantes en Jefe, le preguntó a al general Alejandro Lanusse qué repercusión habían tenido sus palabras ante el generalato, en la reunión de Olivos, dos días antes. La respuesta fue cauta pero sincera: “Las conclusiones que sacaron los generales fueron, por supuesto, variadas, pero puedo ubicar, dentro de la amplia gama de puntos de vista, a dos sectores: el sector de los generales que no entendieron lo que usted quiso decir y el sector de los generales que están en total desacuerdo con lo que usted dijo.” En esos momentos del diálogo, un oficial se apersonó e informó que había sido secuestrado el teniente general Pedro Eugenio Aramburu.

Pedro Eugenio Aramburu

Entre el 29 de mayo y el 8 de junio de 1970 se sucedieron innumerables reuniones del presidente Onganía con los Comandantes en Jefe; de funcionarios de la Administración Pública con altos jefes militares; cónclaves de altos mandos en las tres Fuerzas Armadas; conciliábulos de dirigentes políticos. El 30 de mayo, Perón dejó trascender que el hecho era contrario al espíritu del peronismo, dando a entender que los autores no eran justicialistas.

El sistema político se conmovió tras el secuestro y Onganía reclamaba una autoridad que ya no tenía y una seriedad que había perdido el 27 de mayo en la cumbre con el generalato. El poder no estaba en la calle, se encontraba en los cuarteles y había llegado la hora del reemplazo.

El lunes 1º de junio se realizó una primera reunión del Consejo Nacional de Seguridad. Al día siguiente se llevó a cabo la segunda en la que el ministro del Interior, Francisco Imaz, puso de relieve la condena peronista al secuestro del ex presidente de facto. Lanusse completó el concepto diciendo que Jorge Paladino, el delegado de Perón, también culpaba al gobierno y propuso convocar a la dirigencia política. El jueves 6 se conoció la creación del Comité de Seguridad y por el decreto 1732 se designaba como secretario de Seguridad al general de brigada Alberto Samuel Cáceres Anasagasti. Según Gustavo Caraballo (más tarde Secretario Legal y Técnico de Perón), la designación fue realizada “para comprometer al Ejército en una acción legal evitando caminos tortuosos que sólo conducirían a la guerra civil”. Para ese entonces las organizaciones armadas existentes hacía rato que hablaban de “guerra”.

El miércoles 3 de junio, Jorge Daniel Paladino le escribió a Perón que desde el 30 de mayo había querido comunicarse con él por teléfono pero que no lo llamó para “no ponerlo en el compromiso de que sus primeras opiniones, mi General, dichas así con la información deficiente que yo podría darle telefónicamente, fueran grabadas como graban todo aquí y pasaran a estudio de los múltiples servicios de informaciones. Entendí que en estos momentos Perón es la última palabra y no debíamos jugarla de entrada.” Este largo informe de 4 páginas constituye el mejor testimonio sobre la posición del peronismo, el desconcierto del momento y refleja el clima de época de un vasto sector de la dirigencia argentina.

Nota de Jorge Daniel Paladino a Perón

“En los ‘comunicados’ de los secuestradores, relata el delegado de Perón, se advierten dos cosas: una, que no atacan ni al gobierno ni a la situación del país. Dos, que sugieren que son peronistas. Es decir, tratan de echarnos la culpa a nosotros. Pero todo ha sido tan burdo que en este aspecto han fracasado. Ni las masas se han dejado engañar, generalizándose la creencia general que la mano del gobierno está en esto, ni los ‘gorilas’ se han confundido”.

 

Isabel, Perón y Paladino en Madrid

“Prueba de esto, asegura Paladino, es que los ex ‘comandos civiles’ han dado un documento que ha sorprendido a muchos invitándonos a ‘dialogar’. Descartan cualquier participación peronista en el hecho y dicen que ya no son enemigos nuestros […] Esta actitud de los ‘gorilas’ auténticos, más la visita de Frigerio y Monseñor Plaza, más otra visita del Dr. Enrique Vanoli, segundo de Balbín, y otros contactos de sectores políticos no peronistas, constituyen uno de los elementos del nuevo panorama […] Hasta el momento no se sabe si Aramburu está vivo o está muerto. Lo que sí parece claro es que el secuestro ha sido obra de elementos organizados adictos al gobierno. Ya los sectores ‘gorilas’, civiles y militares, comienzan a acusar a Onganía. Por lo que yo sé esta actitud se irá incrementando. Además estos sectores se han dedicado a hacer la investigación del hecho que la policía y el gobierno no saben o no quieren hacer. El gobierno está dando espectáculo con miles de hombres en la ‘gran cacería’, helicópteros y aviones, como en las películas. Pero todo el mundo sospecha que se trata de un gran ‘camelo’.

Párrafo del informe de Paladino a Perón.

El lunes 8 de junio, el Comandante en Jefe del Ejército emitió un comunicado, a las 11.20 por Radio Rivadavia, informando que “la responsabilidad asumida por el Ejército, en la Revolución Argentina, es incompatible con la firma de un nuevo cheque en blanco al Excelentísimo señor Presidente de la Nación, para resolver por sí aspectos trascendentales para la marcha del proceso revolucionario y los destinos del país.” Unos minutos más tarde se emitió otro comunicado, firmado por el presidente de la Junta de Comandantes, almirante Pedro Gnavi, suspendiendo una reunión cumbre del almirantazgo con Onganía. Desde ese momento la Armada entró en estado de acuartelamiento y a las 15.20 el Ejército está listo para cercar la Casa de Gobierno y tomar las radios. A las 14.55, los tres Comandantes en Jefe dieron a conocer una declaración, informando que reasumía “de inmediato el poder político de la República”, e invitaba “al señor teniente general Onganía a presentar su renuncia al cargo que hasta la fecha ha desempeñado por mandato de esta Junta.” El presidente depuesto, tras largas horas de espera, fue al Estado Mayor Conjunto y entregó su renuncia.

 

Lanusse, Cáceres y Tomás Sánchez de Bustamante

De acuerdo a lo que me relató el general Panulo (luego Secretario General de la Presidencia con Lanusse), “en las reuniones para analizar la caída de Onganía y el nombre de su sucesor, el almirante Pedro Gnavi –que había trabajado con el general Roberto Marcelo Levingston en la SIDE—propuso su nombre, y el brigadier Rey aceptó de inmediato para bloquear a Lanusse. El sábado 13 de junio, Levingston –en ese momento Agregado Militar en Washington-- fue llamado por teléfono por Lanusse y le ofrece la Presidencia de la Nación. Pocos días más tarde es hallado el cadáver del ex presidente Aramburu. El jueves 18 de junio de 1970, Roberto Marcelo Levingston asumió de facto la Presidencia de la Nación. Su período fue corto, plagado de intrigas palaciegas, desinteligencias y la cotidiana violencia subversiva que aparecía siempre por detrás de la crispación ciudadana. Como un signo de esos momentos, Perón le envió una conceptuosa carta a Ricardo Balbín, el jefe radical, y el miércoles 11 de noviembre de 1970 se creó en la casa de Manuel “Johnson” Rawson Paz el agrupamiento “La Hora del Pueblo”.

Texto del informe policial sobre el hallazgo de los restos de Aramburu

Finalizado el procedimiento, el cadáver es trasladado al Regimiento de Granaderos a Caballo a fin de realizar “las diligencias de reconocimiento médico-legal y autopsia.” El doctor Dardo Echazú, médico legista de la Policía Federal, realizó el informe del cuerpo. Tras retirar los elementos que se utilizaron para atarlo, como la mordaza y la corbata (etiqueta “Revoul-Paris”) fue analizando cada parte del cuerpo. El examen traumatológico presenta las siguientes lesiones: “1º) en la región temporal derecha a 1,64 metros del talón, se aprecia un orificio como de herida de bala… 2º) otro orificio en la región parieto-occipital izquierda, a 1,67 mts. del talón… 3) a unos 4 centímetros por encima y delante del anterior se aprecia otro orificio de características similares a los anteriores… 4º) en la cara anterior del pecho, a nivel del quinto espacio intercostal izquierdo y casi sobre el borde del esternón, se ve una herida en sacabocado de unos 3 a 4 mm. de diámetro, rodeada de una zona ennegrecida cuya naturaleza no se puede precisar. Puede ser orificio de entrada de una bala… 5) del mismo modo, por debajo del ángulo escapular izquierdo, a 1,22 mts del talón, se ve también otra solución de continuidad de la piel que puede ser un orificio de salida.”

Entre otras consideraciones, el médico legal, estimó que “el amordazamiento, la ligadura de los brazos y los pies, indican también que eran varios los agresores a menos que la víctima haya estado inconsciente…”.

El informe policial concluye: “El hallazgo del cadáver en la estancia “La Celma”, dio lugar a que se realizara una amplia y detallada inspección del casco, dependencias y terreno correspondiente a la misma, en busca de elementos o pruebas tendientes a determinar si la muerte de la persona cuyo cadáver se hallara, se había producido allí o si por el contrario, solo se le había llevado después de muerto para su ocultación mediante entierro. Esas diligencias, como el interrogatorio de los escasos testigos, vecinos de la estancia, no aportaron resultados positivos.”

Escena del entierro de Aramburu en la Recoleta

Los problemas entre el Presidente de facto y Lanusse comenzaron a las pocas semanas del 18 de junio de 1970. En otro informe Paladino le cuenta a Perón que “la situación política general evoluciona rápidamente (…) Ya está el desacuerdo entre Levingston y Lanusse. No se ha llegado todavía al enfrentamiento pero la lucha por el poder ya está planteada. “El ‘Caso Aramburu’ juega dentro de este mismo contexto. Cuando la presión para crear una Comisión Investigadora arreciaba, el Gobierno hizo aparecer el cadáver, montó un entierro solemne de tipo oficial-militar, no dejó hablar a los amigos políticos de Aramburu, y con todo esto entiende que también han enterrado el problema. Los amigos de Aramburu se vieron desbordados por la distención promovida por el gobierno y entonces se desbocaron un poco, acusando directamente del crimen, por instigación o negligencia culposa a los generales Fonseca, Ímaz y el mismo Onganía (…) La cuestión ahora es qué fuerza le queda a los amigos de Aramburu para seguir adelante con la investigación que reclaman. Los que quieren tapar el crimen son muchos más que los que quieren descubrirlo.”

Hoy pocos dudan de la autoría de Montoneros en la muerte de Aramburu. Algunos sostendrán que la Operación Pindapoy se hizo para impedir la caída de Onganía. Y lo cierto es que el presidente de facto ya estaba condenado luego de la reunión de Altos Mandos del Ejército del 27 de mayo. Es más, quizá hubiera caído antes si no fuera porque todo quedó en un segundo plano tras el secuestro de Aramburu. Otros dirán que los integrantes del grupo montonero habían sido armados y financiados por gente cercana al gobierno. Sobran razones que aventuran alguna conexión con uno u otro integrante del comando, pero nadie pudo probar ni la instigación, ni mucho menos la complicidad en el asesinato.

Tras la operación del pueblo cordobés de La Calera, el 1° de julio de 1970, se comenzó a desentrañar el “misterio” de la organización Montoneros. Norma Arrostito, en un escrito con fecha diciembre de 1976 dirá: “Con la toma de La Calera se pretende lograr una continuidad táctica operativa, que estratégicamente no se estaba en condiciones de mantener. La falta de experiencia, de infraestructura logística, de inserción política son los elementos, que sumados conducen a la derrota. La represión que acarrea esta operación deja a la organización casi desmantelada. Los cordobeses y porteños juntos no suman una quincena, que se guarece en Capital Federal. En Córdoba los periféricos de la Organización quedan desconectados, el contacto con Santa Fe está roto o era muy débil en esa época y Buenos Aires no tiene mucho que aportar, logísticamente hablando”.

Sorprendentes conclusiones sobre los miembros de Montoneros en un informe militar

La mayoría de sus asesinos venían de vertientes ligadas con el nacionalismo y la Juventud Católica Argentina; otros del catolicismo postconciliar. Pocos como Fernando Abal Medina y Emilio Ángel Maza integraron la Guardia Restauradora Nacionalista, una escisión gorila de Tacuara, según me reitero mi amigo Emilio Julián Berra Alemán, el último “comandante” y defensor de Perón en Ezeiza: “Tacuara por ejemplo, ayudó a Andrés Framini en la campaña a gobernador de 1962″. Esther Norma Arrostito había militado en la FEDE comunista, lo mismo que su marido Rubén Ricardo Roitvan. Gaby Arrostito fue más tarde pareja de Abal Medina. Maza, Abal Medina y Arrostito, a su vez, se entrenaron en Cuba, en 1967, en el marco de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS), una suerte de multinacional de bandas terroristas digitadas desde La Habana e insertadas en la Guerra Fría. Ignacio Vélez (lo mismo que Maza) fue formado en el Liceo Militar General Paz.

En definitiva fueron ocho los que intervinieron en la Operación Pindapoy contra Aramburu: Fernando Abal Medina, Carlos Gustavo Ramus, Ignacio Vélez Carreras, Emilio Ángel Maza, Carlos Capuano Martínez, Mario Eduardo Firmenich, Norma Arrostito y su cuñado Carlos Maguid. Así lo relataron el 3 de septiembre de 1974 en el semanario La Causa Peronista Nº 9, el semanario que dirigía Rodolfo Galimberti. El relato fue tomado como una provocación por el gobierno. No estaba equivocado, setenta y dos horas más tarde la organización Montoneros pasaba a la clandestinidad mientras gobernaba la Argentina la presidenta constitucional María Estela Martínez de Perón.

El autor con Emilio Julián Berra

El segundo motivo que dio la organización para aplicar la condena de muerte al ex presidente fue que “preparaba un golpe militar… y del que nosotros teníamos pruebas”. Tenían razón porque era vox populi que Aramburu era una figura de recambio para poner fin al onganiato. Para los estudiosos quedó un dato sin aclarar. Hemos dicho que se probó la participación de 8 miembros en el asesinato, pero en realidad fueron 9. El noveno fue testigo presencial del asesinato del ex presidente, según me reconoció Mario Firmenich y otros miembros de la banda. El N° 9, a quien algunos misteriosamente llaman “Manuel” todavía goza de buena salud.




viernes, 17 de noviembre de 2023

Bahía Blanca: El fundador uruguayo sin rostro

El coronel Ramón Estomba, el hombre sin rostro

No se conoce la verdadera cara del fundador de Bahía. La historia de un fraude.


El coronel Ramón Estomba fue el fundador de Bahía Blanca, el 11 de abril de 1828.

Fue con la creación de un fuerte militar llamado Fortaleza Protectora Argentina, en el marco de una política nacional de avanzada sobre estos territorios.

Pero hay algunos detalles poco conocidos de este militar, que vivió entre 13 de junio de 1790 y el 1 de junio de 1829.

Su segundo nombre era Bernabé y murió a los 39 años.

Nació en territorio extranjero, más precisamente en Montevideo, en la Banda Oriental, por lo que Estomba era uruguayo.

Fue parte de la campaña del Alto Perú, y entre 1811 y 1813 estuvo a las órdenes del General Manuel Belgrano.

En la batalla de Ayohuma fue gravemente herido y apresado. Estuvo 7 años en cautiverio, sin ver la luz del sol en las prisiones del Callao.

No tuvo esposa ni hijos, y después de fundar Bahía, en 1929 volvió a Buenos Aires para ponerse a órdenes de Lavalle, quien le pidió hacer intervenciones en el interior de la provincia, que llevó a cabo de manera violenta y sangrieta contra los pueblos originarios.

En esos meses, se le detectó una demencia producto de haber contraído sífilis, y hecha pública esa locura, hasta el diario El Pampero tituló con su regreso: “Alarma general en la población.

Así terminó enfermo e internado en el Hospital General de Hombres. Y durante una salida, fue encontrado muerto por la policía, y finalmente enterrado en el Cementerio de la Recoleta, en Capital Federal.

En el año 1978 se extrajeron sus restos pero no fueron encontrados. Se consideró que los mismos se habían “resumido” en la tierra.

De esta manera, y teniendo en cuenta que no existían las fotografías en esa época, sólo se lo conoce por ilustraciones.

Para eso, el retratista platense José Fonrouge viajó a Montevideo para entrevistarse con sus familiares y conocer algunos retratos y así poder elaborar el propio.

Años después, se detectó un fraude y la misma cara y cuerpo que éste produjo, era idéntica a la de Édouard Adolphe Casimir Joseph Mortier, Mariscal de Francia, soldado de Napoleón, realizado por el pintor Charles Philippe Larivière.

Y por otro lado, sobre otras ilustraciones que se hicieron, su familia aseguró que no se parecían en nada.

Por eso, a Estomba, se lo conoce como el hombre sin rostro.

Fuente: La Nueva, Federico Andahazi.


jueves, 16 de noviembre de 2023

miércoles, 15 de noviembre de 2023

Lejano Oeste: La muerte de Billy The Kid

 

Billy the Kid: la leyenda del pistolero que desenfundaba rápido y el sheriff que lo persiguió hasta matarlo

El 14 de julio de 1881 moría este joven forajido cuyas andanzas lo transformaron en el delincuente más buscado en el estado de Nuevo México. La obsesión del comisario Pat Garrett por hallarlo. La duda que persiste: ¿realmente fue a Billy a quién le disparó? Pasaron 142 años, pero su legendaria figura le siguen dedicando libros, films y canciones


Billy The Kid, en un ferrotipo tomado en Fort Sumner en 1880, un año antes de su muerte.

Edwin Vose Sumner sí que era un tipo aguerrido. Había sido el oficial superior de más edad en ambos bandos en la guerra civil norteamericana. Se había ganado el apodo de “toro”, no se sabe si por su vozarrón o porque en una oportunidad un proyectil de fusil increíblemente le rebotó en su cabeza.

En el estado de Nuevo México, a unos 460 kilómetros al norte de Ciudad Juárez, levantaron en 1862 un fuerte que lleva su nombre. Uno de los escenarios de la guerra de Secesión y luego en la lucha contra navajos y apaches, hoy es un próspero poblado donde una de las principales atracciones lo constituye un museo dedicado a Billy The Kid, un bandido que allí encontró la muerte, y que Hollywood, la literatura y el periodismo contribuyeron a forjar su imagen en modo de leyenda.

Nació el 23 de noviembre de 1859 en Nueva York como Henry McCarthy, aunque también sostienen que se llamaba William Booney. A los tres años, la familia se radicó en Kansas City, un punto que recién era colonizado y donde predominaba la ley del más fuerte. Tal fue así que su padre fue muerto en un duelo y su madre Catherine decidió hacer las valijas y mudarse a Silver City.

Estuvo junto a su hermano Joe en el casamiento de su progenitora, de 43 años, con William Henry Antrim, de 30 años, celebrado en la Primera Iglesia Presbiteriana. Veinte meses después, ella moriría víctima de la tuberculosis. Billy llevaría un tiempo el apellido del padrastro.

Con el correr del tiempo, se había transformado en el criminal más buscado en Nuevo México. Habían puesto precio a su cabeza.

Los dos chicos quedaron a cargo del padrastro, quien se ausentaba por largas temporadas. Billy era un niño callado, bajo y flaco para su edad. Con su hermano se criaron en la calle.

Su primer delito fue robarle a un ranchero varios kilos de manteca que distribuyó entre los comerciantes. Fácilmente descubierto, fue dejado libre con la promesa de no meterse más en problemas.

Tenía apenas 12 años cuando se convirtió, casi sin querer, en un delincuente. Pasaba mucho tiempo con George Schaefer, un borracho buscavidas que, al robar una lavandería, le dejó a Billy el botín y escapó. El muchacho fue acusado como autor del delito y el día que debía ser juzgado -solo para asustarlo porque no dejaba de ser un menor- huyó por una chimenea.

Los siguientes dos años no se supo de él. Se había afincado en Camp Grant, un puesto de caballería cercano al monte Graham, al sudeste de Arizona. En el rancho de los Hooker, donde aprendió el oficio de vaquero, no duró demasiado ya que el capataz terminó echándolo.

El sheriff Patrick Garrett formó una partida con el propósito de apresar a Billy The Kid. Foto Wikipedia.

Junto a un amigo se dedicaba a robar monturas y caballos de los soldados que iban a la cantina del pueblo, hasta que en una oportunidad un sargento siguió su rastro, lo descubrió y lo encerró. Como intentó escapar arrojándole sal a los ojos al carcelero, le pusieron cadenas. Esa misma noche le informaron al sargento que, no se supo cómo, había desaparecido.

En el verano de 1877 regresó a Fort Grant. Vestía con buenas ropas y estaba armado con un revólver de seis tiros. Frank Cahill, el herrero del pueblo, tenía la costumbre de ridiculizar a los que veía más débiles, y se la tomó con él. Hubo una pelea, y Billy le disparó en el vientre. Al día siguiente, Cahill falleció.

Había matado por primera vez.

La segunda foto que se conoce de Billy the Kid (izquierda), tomada en octubre de 1878. Foto Kagins.

El muchacho desapareció de Arizona, ya que lo habían encontrado culpable. Se estaba transformando en un joven delgado, ágil, sesenta kilos y un metro 68 centímetros. Se había dejado crecer el bigote y la barba, que apenas asomaban en su rostro.

Se dirigió al este de Nuevo México, al condado de Lincoln, donde pasaría los siguientes cuatro años, los últimos de su vida. Vivió un tiempo en Fort Stanton, una guarnición de vigilancia de los indios apaches. No demoró en incorporarse a la banda más famosa de ladrones de Nuevo México al mando de Jesse Evans. De esa época adoptó la identidad de William H. Bonney, nadie supo por qué eligió ese nombre. Pasó a ser conocido como Billy Bonney o The Kid, “El Niño”.

Era hábil en el manejo de las armas y cabalgando, donde había adquirido la habilidad de en pleno galope descolgarse para recoger un pañuelo en el suelo o disparar con sorprendente puntería casi cayéndose de la montura.

Cuando en una guerra entre ganaderos asesinaron a John Tunstall, un ranchero inglés para el que trabajaba Billy, se desencadenó en 1878 la guerra entre dos facciones de ganaderos de Lincoln. Se unió a una banda con el objetivo de vengar la muerte de su patrón. Así William Brady, un representante de la ley que se suponía había sido sobornado por los asesinos de Tunstall, fue muerto en una emboscada ideada por el propio Billy. El sheriff fue atravesado, por lo menos, por una docena de proyectiles de Winchester, en un tiroteo en el que él fue herido en una pierna.

Junto a algunos de sus compañeros, luego de un tiempo en Fort Sumner, regresaron a Lincoln con la idea de hacer las paces con la ley.

Esta foto, que había sido comprada en un mercado de pulgas por diez dólares, hoy vale millones. El primero de arriba sería Billy The Kid y el que está sentado a la derecha Pat Garrett.

Ya era el bandido más buscado de la región, a tal punto que el gobernador de Nuevo México, ofreció un perdón para todos, menos para él. Quería que fuera juzgado por los asesinatos del sheriff Brady y de otro individuo llamado Perdigón Roberts. Igualmente costaba conseguir testigos de estos crímenes, temerosos de represalias de los mismos delincuentes.

Al propio Billy se le ocurrió una loca idea: él mismo, a cambio de un perdón, se presentaría como testigo del asesinato del abogado Houston Chapman. Una noche, en un encuentro secreto entre él con el gobernador Wallace y el juez Wilson le ofrecieron atestiguar a cambio de un perdón. Se haría un falso arresto, y así sería protegido. En el interin, los asesinos que debía señalar escaparon de la cárcel y Billy, si bien dudó sobre qué hacer, dio pistas a las autoridades sobre dónde atraparlos y declaró en el juicio.

Sin embargo, el fiscal lo tenía entre ojos y otro juez planeaba procesarlo por el asesinato de Brady, al considerarlo un crimen federal. Una noche de junio de 1879 decidió desaparecer de Lincoln.

Fort Sumner era el lugar ideal por estar alejado lo suficiente del poblado y de la ley, cuyos oficiales estaban demasiados ocupados en sus propios problemas. Estaba lleno de personajes que vivían al margen de la ley. Allí mató a otro hombre, Joe Grant.

En el otoño de 1880 llegó como sheriff de Lincoln Patrick F. Garrett, un cazador de búfalos de 30 años. Era alto, flaco, y los hispanos lo apodaron “Juan Largo”. Fue el elegido para imponer el orden y capturar al joven bandido y cuatrero más conocido, que era buscado, además por el asesinato de un herrero llamado Carlyle.

Los periódicos y folletines habían sobredimensionado su figura, sus acciones y de pronto lo presentaron liderando una verdadera banda de ladrones y asesinos. Hasta en la lejana Nueva York se leían con avidez sus andanzas.

La realidad era que vivía escondiéndose, viviendo con pastores hispanos que simpatizaban con él o con ganaderos extranjeros. Un pelotón al frente de Pat Garrett se había propuesto capturarlo.

Cuando fue rodeado en la cabaña en la que se escondía con algunos amigos, se entregó. Fue encerrado en la cárcel de Las Vegas y entregado a las autoridades federales. Le escribió varias veces al gobernador Wallace, para recordarle su promesa, pero no obtuvo respuesta.

El 13 de abril de 1881 fue condenado a morir en la horca, sentencia que se debía cumplir en el condado de Lincoln. Fue encerrado en una habitación al lado de la sala de justicia, ya que la cárcel no ofrecía ninguna garantía de seguridad. Aprovechando un día en que Garrett no estaba en la ciudad, pidió ir al baño, logró golpear al guardia, y mató a los dos ayudantes del sheriff, con un pico cortó la cadena que tenía en los pies y escapó.

El 7 de mayo llegó a Fort Sumner, donde contaba con muchos amigos, y se sentiría protegido. Vivió escondido, aunque por las noches aparecía por algún baile en el pueblo y se lo veía con mujeres.

El 10 de julio Pat Garrett, con un grupo de ayudantes, llegó al lugar. Supo que Billy descansaba en el rancho de su amigo Pete Maxwell. La noche del 14 de julio de 1881 rodearon la casa y Garrett entró.

El sheriff sorprendió a Maxwell. Le preguntó por el pistolero, y le respondió que estaba en las cercanías, pero no en su casa. En eso, se asomó una figura que preguntó insistentemente “¿Quién es?” Cuando esa persona creyó reconocer a Garrett, dio unos pasos hacia atrás y el sheriff disparó tres veces. Se escuchó un gemido dentro de la habitación.

Sus ayudantes le recriminaron que le había disparado a otro, que Billy no se escondería en un lugar así. Sigilosamente entraron en la habitación. En el centro había un hombre echado boca arriba. Al lado de su mano derecha había un revólver, y cerca de su mano izquierda una cuchilla de carnicero. Tenía una herida de bala en el lado izquierdo del pecho, arriba del corazón. Era el famoso delincuente.

Un grupo de mujeres reclamó el cadáver, que fue llevado al taller del carpintero. Lo depositaron sobre un banco y lo rodearon con velas. Luego lo vistieron, lo colocaron en un ataúd y el 15 por la tarde lo sepultaron en el viejo cementerio militar, que también usaba el pueblo.

Aún no había cumplido los 22 años.

Tumba de Billy The Kid. Es una de las atracciones en Fort Sumner. Foto Wikipedia.

Uno de los pistoleros que había cabalgado junto a él aseguró por 1948 que de esa época quedaban tres vivos: él, Jim McDaniels y el propio Billy, que vivía con el nombre de Ollie Roberts. Las versiones sobre lo ocurrido sembraron dudas y alimentaron con diversos matices una vida que fue contada con ribetes fantásticos en libros y folletines.

En el museo que lleva su nombre en Fort Sumner se exhibe su rifle y otras pertenencias. Y su tumba, que comparte con dos de sus amigos, Tom O’Folliard y Charlie Bowdre, muertos por Garrett en diciembre de 1880, es una atracción turística porque, por más que digan, fue el pistolero más famoso del lejano oeste.

Fuente: Billy el Niño. Una vida breve y violenta, de Robert M. Utley.

martes, 14 de noviembre de 2023

SGM: El "milagro" de Dunkerke

El “milagro” de Dunkerque: la caótica retirada de 338.226 soldados encerrados por los nazis y el enigma de la orden que Hitler no dio

El 26 de mayo de 1940, hace ochenta y tres años, comenzó la Operación Dynamo, una arriesgada maniobra que procuraba rescatar de las costas francesas a las tropas aliadas que habían padecido la abrumadora superioridad militar del nazismo. La historia detrás del “mayor grado de caos militar jamás alcanzado por el ejército británico”

Por Alberto Amato  ||  Infobae





En total fueron 800 embarcaciones las que partieron hacia Dunkerque. El primer ministro Churchill la había bautizado como “la armada mosquito”, por su capacidad para moverse rápido, en silencio, atacar, huir, volver a atacar, enloqueciendo al enemigo

Fue un derrotado triunfo. Un numeroso ejército cercado por los nazis que empezaban a adueñarse de Europa, la British Expeditionary Forces (BEF) en peligro de desaparición; casi cuatrocientos mil hombres esparcidos en las playas de Dunkerque, o que llegaban a ellas empujados por el avance alemán, sin más opción que las armas nazis por delante y la inmensidad del mar a las espaldas; una impresionante cantidad de equipos, armamentos, vehículos, blindados y municiones que quedarían en manos enemigas y una única posibilidad: sacar a aquellos hombres de esas playas porque lo que estaba en juego era el ejército británico. Una orden de Hitler bastaba para aniquilarlos. Pero Hitler no dio esa orden. Y del otro lado, flamante primer ministro británico, movía sus hilos Winston Churchill, que se había propuesto una única misión política: no capitular ante Alemania y salvar a Europa de la barbarie nazi. Para eso había viajado la BEF al continente, para combatirlos.

Esa era la escena, de peligro inminente, la tarde del 26 de mayo de 1940, hace ochenta y tres años. El entonces jefe del servicio británico de Inteligencia Militar la definió con amargura a un corresponsal de la BBC: “Estamos acabados. Hemos perdido al ejército, y nunca tendremos la capacidad de construir otro”. Ante ese panorama, parte del gobierno británico daba por hecho que la guerra desatada por Alemania en septiembre de 1939 debía terminar pronto con un acuerdo con Berlín, más que con la BEF en marcha rauda hacia la capital del Reich. Hitler amenazaba a Francia en mayo de 1940, ocuparía París en junio, y ya había capitulado Bélgica ante sus fuerzas. La paz con Alemania, o lo que para Churchill era la rendición, no era una opción.

Para dejarlo en claro, citó en su despacho de la Cámara de los Comunes a todo el gabinete de Guerra y a los ministros de su gobierno. Lo recordó así en sus célebres Memorias: “Éramos en torno a la mesa unos veinticinco. Les describí los acontecimientos y les señalé con mucha claridad cuál era nuestra situación y las muchas cosas que nos jugábamos. Luego dije con toda naturalidad y como si no se tratara de cosa de especial alcance: ‘Desde luego, pase lo que pase en Dunkerque, seguiremos luchando’”.

Una hora después de aquella reunión clave, el almirantazgo británico envió una orden al vicealmirante Bertram Ramsay, destacado en el puerto de Dover: “Que empiece la Operación Dynamo”. Era una maniobra arriesgada: consistía en ir a buscar a Francia al ejército cercado, embarcarlo, atravesar el Canal de la Mancha y llevarlo de regreso a Inglaterra. Más que arriesgada, era una batalla por librar que iba a costar miles de vida. El rey Jorge VI anotó el 24 de mayo en su diario: “El primer ministro se presentó a las 22:30. Me dijo que si el plan francés elaborado por el general Weygand no daba resultado (Jorge VI hablaba de una contraofensiva francesa que jamás se produjo), tendría que ordenar a la BEF regresar a Inglaterra. Esta operación significaría la pérdida de todos los cañones, tanques, municiones y todos los depósitos existentes en Francia. La cuestión era si lograríamos sacar a las tropas de Calais y Dunkerque y hacerlas volver. La sola idea de tener que ordenar esta medida resulta espantosa, pues las pérdidas de vidas humanas probablemente serán inmensas”.

“Sin aquel repliegue hubiera sido imposible que Inglaterra ganara la guerra. En Dunkerque, Churchill ganó tiempo para el mundo”, entendió Nick Hewitt, historiador inglés

Gran Bretaña peleaba sola contra los nazis. Churchill había sido nombrado primer ministro quince días antes de Dunkerque, el 10 de mayo; en su primer discurso había dicho que sólo podía prometer “sangre, sudor, trabajo y lágrimas”. Y unos y otros, el sudor y el trabajo, la sangre y las lágrimas, habían llegado con brutal velocidad a su todavía endeble mesa de trabajo. Sin embargo, había adoptado ya las primeras medidas para sacar de Francia al ejército británico y devolverlo a salvo Inglaterra. No sólo iba a usar cuanto barco y buque de guerra fuera posible usar en la evacuación, Dunkerque era un puerto maltrecho, abierto hacia las playas de la costa belga, con aguas no muy profundas que bañaban sus arenas. Además de barcos grandes, Churchill iba a necesitar de embarcaciones más chicas para que se movieran en las playas de aguas bajas. Por su orden, el Almirantazgo inspeccionó los varaderos de yates británicos y, cuenta en sus Memorias, “encontraron allí más de cuarenta motoras o lanchas, todas utilizables. Al día siguiente se congregaron estas unidades en Sheernes. También se solicitó la contribución de los salvavidas de los transatlánticos, de los botes del Támesis, de los yates, de los barcos pesqueros, de las gabarras, de las canoas y de las embarcacioncillas de placer, de todo, en fin, cuanto podía flotar y ser útil a lo largo de una playa. En la noche del 27 una gran masa de buques menores empezó a hacerse a la mar, dirigiéndose primero a los puertos ingleses del Canal y después a las costas de Dunkerque donde estaba copado nuestro querido ejército (…)”.

Así fue como entre el 26 de mayo por la noche y el 4 de junio, cuando terminó la evacuación de las costas francesas, aquella flota deshilachada de barcos civiles se unió a la Royal Navy que envió, entre otros buques de guerra un crucero antiaéreo, treinta y nueve destructores, treinta y seis dragaminas, cinco balandras, corbetas y cañoneras, setenta y siete pesqueros y remolcadores armados, tres barcos de servicios especiales y cuatro moto torpederos y unidades antisubmarinas. Los primeros soldados llegaron a Dover en la alta noche de ese mismo domingo 26.

La Operación Dynamo se llamó "el milagro de Dunkerque". Durante la misma, más de 330 mil hombres franceses, británicos, belgas y canadienses escaparon de la invasión alemana desde las playas cercanas a Dunkerque (Getty)

En total participaron ochocientos sesenta y una naves: doscientas cuarenta y tres fueron hundidas por los nazis que bombardearon por vía aérea a las tropas aliadas. El “método Churchill” de evacuación despertó cierta furia en los franceses. En la reunión del Consejo Supremo de Guerra del 30 de mayo, Churchill explicó que, hasta esa fecha, habían sido evacuados por mar 165.000 soldados. El primer ministro francés Paul Reynaud hizo notar entonces que había una evidente disparidad en las cifras: de las 220.000 tropas británicas existentes en los Países Bajos habían sido evacuadas 150.000, mientras que de las 200.000 francesas sólo habían sido rescatadas 15.000. Churchill diría en sus Memorias: “El 4 de junio, 26.175 soldados franceses desembarcaban en Inglaterra; 21.000 venían en barcos ingleses. Por desgracia, quedaron varios millares que habían protegido valientemente la evacuación de sus camaradas”.

Las pulcras cuentas de Churchill dan cuenta del salvataje de un total de 338.226 hombres que podrían haber muerto todos: muertes que hubiesen cambiado el destino de la guerra si Hitler hubiese dado la orden de atacar Dunkerque. Pero Hitler no dio esa orden. El porqué es un misterio. Para liquidar a la BEF, estaba al mando de su fuerza de tanques el general Heinz Guderian que apuntaba sus vehículos y sus cañones a sólo treinta kilómetros de la playa. Pero Hitler le pidió dos cosas que a Guderian le sonaron a locura: que se detuviera y que esperara. Y la espera duró los días que duró la lenta y penosa evacuación británica de Francia.

Dos teorías se esgrimieron por años sobre la voluntad de Hitler de permitirle la huída a las fuerzas aliadas. Una hipótesis sugiere que humilló a Gran Bretaña para lograr un tratado de paz; la otra desliza un error de lectura: temía que hubiese un contraataque (Getty)

Las teorías conspirativas, siempre tan atractivas, sugieren que Hitler ansiaba una paz con Gran Bretaña para aliarse en una lucha en común contra la Unión Soviética de José Stalin: después de todo, Hitler deseaba expandir el Reich hacia el este, según su teoría del espacio vital que precisaba su imperio para sobrevivir. Un año después de Dunkerque, el 10 de mayo de 1941, el misterioso y extraño viaje a Inglaterra de Rudolf Hess, mano derecha de Hitler, al mando de un único avión con el que aterrizó en Escocia alimentó por años una posible negociación con Gran Bretaña que Hitler aspiraba, imaginaba o soñaba. Era un imposible: Hitler no era anglófilo, Churchill no sentía ninguna simpatía por el nazismo del que decía: “No solo mata hombres, también mata ideas”, y la paz, o un leve acuerdo entre las dos naciones no estaba en los planes de ninguno de sus líderes. Menos en la mente de Churchill para quien Hitler no era un aliado estratégico: era el enemigo a vencer.

El ex primer ministro británico Boris Johnson dice en su obra El factor Churchill: “Hitler no le ordenó a Guderian que detuviera a los tanques en el canal del río Aa porque fuera un anglófilo encubierto. No frenó el ataque por ningún sentimiento de camaradería entre miembros de la raza aria. Los historiadores más serios están de acuerdo con Guderian: el Führer cometió un error, lo asustó la velocidad de su conquista, temió un contraataque”. Bajo el fuego y las bombas de los aviones de la Lutwaffe, enfrentados por la Royal Air Force en un ensayo general de lo que sería la Batalla de Inglaterra, las pérdidas británicas fueron enormes. Y las materiales, también. En las playas quedaron pertrechos, armas, municiones vehículos y cañones como para equipar de dos divisiones del ejército. A los británicos les llevó meses reabastecerse. Pero se salvaron más de trescientas mil vidas.

"Hemos de ser precavidos y no caer en la tentación de dar a este rescate el significado de una victoria. Las guerras no se ganan con evacuaciones", expresó Churchill (Getty)

El rescate fue tumultuoso, desorganizado y anárquico. Con la tradicional formalidad británica, John Horsfall, comandante de una compañía de los Reales Fusileros, comentó a uno de sus jóvenes oficiales: “Espero que se dé usted cuenta de la distinción que es objeto. En estos momentos está siendo partícipe de mayor grado de caos militar jamás alcanzado por el ejército británico”.

El 4 de junio, la guerra empezó de nuevo para Gran Bretaña. Churchill lo supo de inmediato. Frente al Parlamento en una sesión pública primero y en secreto luego, rindió cuentas de lo que había pasado en Dunkerque y de su significado: “Lo más imperativo consistía en hacer ver, no sólo a nuestro pueblo, sino a todo el mundo, que nuestra resolución de seguir combatiendo se basaba en fundamentos sólidos y no era hija de la desesperación”.

Churchill dijo esa tarde dos cosas extraordinarias. La primera, ubicó en lo que creyó era su justa medida aquella hazaña que el deán de la catedral de San Pablo, Walter Matthews había llamado dos días antes “el milagro de Dunkerque”: “Hemos de ser precavidos -dijo Churchill- y no caer en la tentación de dar a este rescate el significado de una victoria. Las guerras no se ganan con evacuaciones. Pero en esta ha existido una victoria que debemos hacer descollar”. Después, enhebró unas frases magníficas, una breve oración de guerra, una declaración de principios, un pequeño himno, dolido y profético que expresaba sus sentimientos y su determinación: “No desmayaremos ni nos doblegaremos. Seguiremos luchando hasta el fin; lucharemos en Francia; lucharemos en los mares y océanos; lucharemos con creciente confianza y creciente fuerza en el aire; defenderemos nuestra isla, cueste lo que cuesta; lucharemos en las playas; lucharemos en los aeródromos; lucharemos en los campos y en las calles; lucharemos en las montañas. Jamás nos rendiremos”.

Eso fue lo que hizo.

 

lunes, 13 de noviembre de 2023

Nazismo: Hitler consolida su poder y avizora el horror

El día que Hitler terminó de consolidar su poder y anticipó el horror nazi que se avecinaba en Europa

El 14 de julio de 1933, el Führer prohibió la creación de nuevos partidos políticos. Ese fue la última puntada con la que acalló a todos sus opositores. Su palabra se convirtió en ley. Cómo fueron esos 6 meses en los que el líder nazi asumió el control del Estado. Qué decía la ley que lo determinó

Por Matías Bauso || Infobae






Apenas dos artículos. El primero establecía que el Partido Nazi era el único partido que podía funcionar en Alemania. El segundo fijaba las penas –de hasta tres años de prisión- para los que fundaran nuevas organizaciones políticas o intentaran reavivar las que ya habían sido prohibidas (Corbis via Getty Images)

El 14 de julio de 1933, 90 años atrás, el Partido Nazi quedaba establecido por como el único partido legal de Alemania.

Una ley mínima en su forma. Casi como si su autor quisiera demostrar el desdén hacia el instrumento. Una redacción marcial pero perezosa. No se necesitaba más. Apenas dos artículos. El primero establecía que el Partido Nazi era el único partido que podía funcionar en Alemania. El segundo fijaba las penas –de hasta tres años de prisión- para los que fundaran nuevas organizaciones políticas o intentaran reavivar las que ya habían sido prohibidas.

La ley venía a reconocer una realidad (y a impedir futuras molestias): tres semanas antes se habían prohibido las actividades de todos los partidos políticos que no fueran el oficial.

Sin embargo para entender cómo pudo suceder esto hay que ir más atrás. Pero no es necesario retroceder demasiado: Hitler se apropió del poder en muy poco tiempo, con unos pocos movimientos enérgicos aprovechó la debilidad de von Hindenburg, la perplejidad de sus oponentes y la pasividad y anuencia del pueblo alemán.


En esos primeros meses de 1933 cambió la historia de Occidente para siempre. Hitler no sólo llegó al poder, sino que eliminó a sus rivales y opositores y destruyó la división de poderes
(Getty Images)

El incendio del Reichstag el 27 de febrero de 1933, le dio la oportunidad de aplicar medidas de excepción. Ente ellas abolió al Partido Comunista y persiguió a sus miembros y dirigentes a los que señalaron (falsamente) como los responsables. No se quedó allí, presentó ante el parlamento una ley llamada de Habilitación Especial. Este nuevo instrumento le conferiría plenos poderes, dejaría al Parlamento convertido en algo ornamental. La Constitución de Weimar requería mayorías especiales para que una ley de ese tipo saliera. Los dos tercios de los legisladores debían aprobarla. Ese no iba a ser un obstáculo para Hitler y sus hombres a los que la llegada al poder les terminó de desbocar sus ambiciones. No querían que hubiera nadie más que ellos. Al otro, al distinto, al que pensaba diferente, había que eliminarlo. Esa lógica (y el poder que la sociedad alemana le permitió irrogarse y hasta le cedió) terminó en la peor tragedia del Siglo XX.

El resto fue retorcer algunas cuestiones reglamentarias, presionar y extorsionar a algunos de los parlamentarios, comprar a otros y dejar a los socialdemócratas expresar su descontento en franca minoría, como si les dieran una última posibilidad de quejarse en público, como si fuera la salida a empujones de la escena. La Ley Habilitante tenía un nombre oficial más pretencioso (y visto a la distancia, delirante): Ley para el Remedio de las Necesidades del Pueblo y del Reich. ¿Cuál era ese remedio? Darle todo el poder a Hitler. Que los tres poderes se fundieran en él, convertirlo en máximo autoridad y en la única palabra. En la fuente de legitimidad de cada norma. La palabra de Hitler era la Ley Suprema.

La norma tenía cinco artículos y su redacción técnica y algo enrevesada podía confundir. Para que eso no sucediera, para que se entendiera de manera cabal su alcance, Joseph Goebbels dijo al día siguiente: “La voluntad del Führer ha quedado establecida totalmente, los votos ya no importan más. Sólo el Führer decide”. Y después agregó en un rapto infrecuente de sinceridad, quizá vulnerable a la sorpresa agradable (para él): “Esto ha sucedido mucho más rápido de lo que imaginábamos”.

Y así era. El ascenso había sido meteórico y fruto no sólo de la persistencia y ambición de Hitler, de su falta de escrúpulos, sino también de circunstancias confusas, de un tiempo inestable, que Hitler hizo jugar a su favor con su voracidad implacable e impúdica.

Durante una década, Hitler había intentado acceder al poder. Parecía que nunca iba a conseguirlo. Pero todo cambió el 30 de enero de 1933

En esos primeros meses de 1933 cambió la historia de Occidente para siempre. Hitler no sólo llegó al poder, sino que eliminó a sus rivales y opositores, destruyó la división de poderes, su palabra fue la instancia superior del estado y terminó prohibiendo toda actividad política. La República de Weimar ya no existía más. El nazismo comenzaba su periodo de dominio y destrucción.

En menos de seis meses, Hitler había tomado el control. En Alemania, durante los brindis de Año Nuevo de 1933, nadie hubiera podido prever el estado de situación que presentaría el poder en su país para mitad de ese año.

Durante una década, Hitler había intentado acceder al poder. Parecía que nunca iba a conseguirlo. Pero todo cambió el 30 de enero de 1933.

Esa noche Berlín se llenó de gente. Marchaban con aire marcial pero en el filo del desborde. Vociferaban y cantaban. Llevaban antorchas que blandían en el aire y encendían la oscuridad. Algunos estaban de negro, otros de uniforme. Estaban celebrando la llegada al poder de su líder. Hitler miraba a la muchedumbre autoiluminada desde un balcón. Se lo veía satisfecho y feliz. Y decidido. Pero no sólo se trataba de festejos. Esa masa era un aviso del futuro. Era la manifestación que profetizaba la llegada del autoritarismo y del horror. De lo que le esperaba a los alemanes que no pensaran como ellos y al resto del mundo.

En 1925 fue nombrado presidente Paul von Hindenburg (en la foto a la derecha de Hitler), un héroe del conflicto bélico, alguien respetado por la población y por el resto de la clase política, casi la única esperanza (Getty Images)

A veces los grandes movimientos históricos, aquellos que van a alterar la vida de millones de personas, que van a marcar las décadas porvenir, no son fruto de una gran preparación, de un movimiento estratégico brillante y del cálculo sofisticado. En ocasiones lo que más influye es la inconcebible ambición personal de uno o dos, la vejez de otro, las cuestiones personales, el egoísmo, el azar, y hasta un mal cálculo: subestimar al demente, creer que esa locura lo hace débil, en vez de fortalecerlo.

Después de la Primera Guerra Mundial y del Tratado de Versalles, Alemania debió atravesar la derrota, la escasez y la humillación. Esto tuvo altos costos humanos, económicos y morales. De a poco el país pareció salir del pozo. En 1925 fue nombrado presidente Paul von Hindenburg, un héroe del conflicto bélico, alguien respetado por la población y por el resto de la clase política, casi la única esperanza.

Por su parte, Hitler encabezó en 1923 un intento de golpe de estado fallido. Fue detenido y condenado a prisión. Lo que para otro hubiera significado el ocaso de su carrera política, para él constituyó un trampolín. El poco tiempo que pasó en prisión lo utilizó para escribir (y dictar) Mi Lucha.

En 1925 fue amnistiado. A partir de ese momento intentó acercarse al poder. El Partido Nazi era una fracción minoritaria del electorado. Muy minoritaria. En las elecciones legislativas de 1928 consiguió sólo 12 escaños, obtuvo 800.000 votos. Pero al año siguiente todo cambiaría. El Crack del 29 arrasó a la clase trabajadora alemana, como a la de otras partes del mundo. La crisis económica fue feroz. En pocos meses el desempleo se convirtió en una pandemia. Millones de desocupados tratando de subsistir, de conseguir de alguna manera el alimento diario para su familia. Ante ese panorama, la clase política tradicional quedó desautorizada. Los que ganaron espacio fueron los que encarnaron los discursos radicalizados, los extremos del arco político, los que prometían medidas enérgicas, cambios abruptos y que encontraban enemigos tangibles a los que apuntaban y deseaban destruir: el Partido Nazi y el Partido Comunista. Las dos propuestas multiplicaron por veinte sus votos previos.

Benito Mussolini y Adolf Hitler, durante una visita del italiano a Berlín antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial

El comunismo llegó a tener el 30% del electorado. Eso explica por qué tiempo después, Hitler lo eligió como el primer blanco. Sabía que de fracasar, el voluble electorado se inclinaría por la opción opuesta, que ya se había mostrado cautelosa. Los dirigentes comunistas fueron perseguidos y encarcelados, la organización prohibida. Pero a los pocos meses, los nazis se dieron cuenta que eso no alcanzaba dado que los votantes que habían votado a los comunistas podían inclinarse por otras propuestas, alguien podía usufructuar ese descontento. Fue allí que Hitler decidió prohibir todos los partidos políticos.

El partido nazi fue que más votos sacó en las elecciones legislativas 1932. Llegó al 37% de los votos. Sin embargo no pudo alcanzar la mayoría necesaria para formar gobierno. Y en la elección presidencial fue vencido en segunda vuelta por Hindenburg, que ya anciano con 83 años, no pudo, según deseaba, retirarse: le pidieron que se presentara porque era el único capaz de frenar a Hitler.

Hitler y Goebbels pusieron en marcha un nuevo sistema proselitista. Subidos a lo que producía esa oratoria histérica y siempre asertiva, que eludía los giros formales con los que los políticos se solían expresar y ahondando en las heridas, en las llagas, de la desesperante situación económica no sólo utilizaron panfletos y carteles con sus propuestas e invectivas contra los oponentes. Hitler, gracias al novedoso esquema diseñado por Goebbels, llegó hasta cada gran ciudad y distrito importante alemán. Con un avión viajaba a las poblaciones y entraba en contacto directo con el electorado. Era el único que lo hacía.

El historiador Henry Ashby Turner en su libro A Treinta Días del Poder narra cómo fueron los movimientos, las negociaciones y hasta los equívocos que pusieron a Hitler frente a la cancillería a principios de 1933. Y aclara que Hitler no tomó el poder, en el sentido de haber forzado las instituciones, sino que le fueron abiertas las puertas del gobierno. Y él aprovechó la ocasión.

Los gobiernos alemanes eran muy inestables. Nadie conseguía los apoyos legislativos necesarios y la situación económica atroz añadía incertidumbre. Había elecciones cada pocos meses y los gobernantes duraban muy poco en el poder. Esa insatisfacción fue aprovechada por Hitler que era muy mal mirado por el resto de la clase política.

El historiador Henry Ashby Turner en su libro A Treinta Días del Poder narra cómo fueron los movimientos, las negociaciones y hasta los equívocos que pusieron a Hitler frente a la cancillería a principios de 1933 (Getty Images)

Tejió algunas alianzas, hizo promesas que no pensaba cumplir, presionó a von Hindenburg y aceptó tener en su primer gabinete sólo dos ministros de su confianza, en carteras no demasiado relevantes. Comprendió que ese era el precio para acceder a lo más alto. Pero también sabía que si no modificaba varias situaciones, sino construía poder y eliminaba a los enemigos y a las amenazas que lo rodeaban (casi lo acosaban), su paso por la primera magistratura sería efímero.

Le había costado llegar hasta ahí y estaba dispuesto a todo para hacerlo. La prohibición de los partidos políticos fue el último paso.

Sus rivales lo subestimaron. Alguien pensó que con lo grave que era la situación del país, Hitler serviría como fusible, que al permitirle llegar al poder lo neutralizaban para siempre porque fracasaría con mucha velocidad. Esa subestimación, al muy poco tiempo, se reveló como un erro colosal.

Tal vez la primera señal pasó desapercibida y fue la misma noche del 30 de enero cuando fue nombrado Canciller. Los partidarios nazis salieron a festejar a las calles. Marcharon con antorchas, celebrando y hasta atemorizando al resto. Ese fue el primer aviso de que lo que vendría sería diferente a lo que se había vivido hasta el momento. Los gobiernos que lo antecedieron no habían provocado ese entusiasmo.

En los meses siguientes Hitler les demostró el error que habían cometido. Aquellas promesas de campaña, que hablaban de grandeza, de recuperar el territorio perdido en la guerra anterior, de limpieza racial, de regresar a lo germánico y que se referían a la eliminación de lo distinto, estaba dispuesto a cumplirlas. El incendio al Reichstag, la Noche de los Cuchillos Largos, la Ley Habilitante, la eliminación y proscripción de los opositores, las medidas antisemitas, el desarrollo de las fuerzas paramilitares y su incorporación a la estructura formal del estado, las leyes arbitrarias que sólo estaban destinadas a darle más poder.

En seis meses, Hitler ya estaba asentado en el poder y el Tercer Reich y la matanza atroz se habían puesto en marcha.