Bolivia vivía una tragedia cuando llegó la guerra
La sequía, el hambre y el paludismo azotaron en 1878 a departamentos como Cochabamba. La Paz lo sintió menos.
Adiós año 1878 con tu cortejo de peste, hambre, muerte, luto y orfandad! ¡Salve año 1879! Al pronunciar tu nombre huyen del lacerado espíritu la amargura y el dolor. El corazón se llena de ilusiones y esperanzas". Si el autor de ese párrafo publicado por el diario El Heraldo en enero de 1879 y recuperado por Roberto Querejazu hubiese siquiera sospechado cuán cerca estaban los galopes de la guerra, otra hubiese sido la frase y otro el tono de quien, en ese momento, festejaba la partida de un año nefasto para el país y se aprestaba a festejar el Carnaval que asomaba sus narices de fiesta, alcohol y olvido.
En diciembre de 1878, el periódico El Industrial hacía un recuento del mes en Sucre. Unas 49 personas habían muerto por inanición en el hospital y 11 cuerpos ya sin vida se habían recogido de las calles. "Ayer falleció un indio en El Tejar. Le faltaron fuerzas para llegar hasta la 'Olla del Pobre'. Tres cadáveres, para cuyo enterramiento hubo demoras burocráticas, fueron festín de los buitres del cementerio".
Todo había empezado con una sequía que derivó en hambre y enfermedades como el paludismo que empezó en los Yungas, penetró las provincias de Cochabamba y siguió hasta alcanzar a Tarija. Ese fue el pan de cada día y uno de los departamentos más sufridos fue Cochabamba, tanto que incluso desde Oruro tuvieron que socorrerlo. En 1879 no cambiaría mucho la situación. Ya en El Progreso se decía: "El siniestro se agrava cada vez más". El profesor Eduardo Cassis asegura que La Paz sintió menos...
La rutina paceña de 1879. Unas 50 mil almas se levantaban cada día de acuerdo a las investigaciones de Cassis. La población había aumentado porque los campesinos empezaron a emigrar a la ciudad debido a un decreto que les obligó a vender sus tierras, acota el historiador José Luis Roca. Una vez en la urbe, debían trabajar como sirvientes. Ellos eran los que entregaban cada mañana a los señores su impecable ropa. Éstos se colocaban el pantalón, la blanca camisa con volados y el chaleco. Un peine ponía orden en cabellos y bigotes cuidados.
La hora del desayuno. Los sirvientes llevaban la taquia para alimentar las cocinas a carbón que ya desprendían sus vapores matinales de leche. En la mesa, un mantel bordado exhibía las habilidades de la ama de casa. El atractivo principal era el pan. Si allá estaba era porque había recorrido un largo camino. Como la harina escaseaba por la sequía, los ricos tuvieron que acotearse para encargarla a Chile.
Afuera, el polvo callejero empezaba a jugar a esa hora con los cascos de los caballos de las diligencias que cruzaban la ciudad para dejar el correo procedente de los llamados pueblos de Achachicala, Obrajes y Tembladerani, entre otros. En La Yunga, hoy mercado de los Yungas, los comerciantes acomodaban sus verduras y frutas.
Por esa época también se fundó en más de una ciudad la "Olla del Pobre", nombre dado a la iniciativa de sacerdotes y mujeres de la alta sociedad que daban un poco de alimento a los pobres hambrientos.
Los elegantes señores eran los únicos que paseaban en carruajes tirados por cuatro caballos y, de cuando en cuando, levantaban su sombrero unos 10 centímetros por encima de la cabeza para saludar a una dama. Los demás, sobre todo los de las clases bajas, debían conformarse con sus pies.
Discretas y de caminar corto, las señoras se movían entre amplias faldas que besaban el suelo. Poco escote y mangas anchas ponían límite a las miradas. Educadas, contestaban a los saludos de voces graves, mientras mecían coquetamente el abanico.
En las oficinas de la calle Junín se apilaban los ejemplares del diario El Comercio, dirigido por su propietario, César Sevilla. En la primera de las cuatro páginas del matutino aparecía -para evitar dudas- la lista de precios: por 12 números, 1 boliviano; por 36 números, 3 bolivianos; por 72 números, 5 bolivianos; por 144 números, 10 bolivianos. Con el ejemplar bajo el brazo, los señores se sentaban en los bancos de la plaza Murillo. En la primera página sólo los anuncios publicitarios tenían un espacio.
El campanario daba las 9.00 y el dentista D.F. Ogden llegaba a su consultorio en la calle Yanacocha, para "ofrecer sus servicios al respetable público de La Paz". Así rezaba el anuncio que publicaba en la primera página del diario El Comercio, hasta el que se acercaba gente para poner todo tipo de anuncios, incluso otros como éste que ya anticipaba los preparativos para el Carnaval de ese año: "Llegaron máscaras de Europa".
"Las columnas de El Comercio están a disposición del que quiera ocupar con sus transcripciones, ya sean de periódicos extranjeros o nacionales, pagando las tarifas", advertía la misma tinta del diario que no sólo imprimía anuncios, sino dedicatorias, reflexiones, poemas, notas, pensamientos y efemérides bolivianas.
El almuerzo de las 12.00 en punto. Un poco después de las 11.00, el hambre ya se hacía sentir en el estómago de los ricos, mientras en el de los pobres era una constante. Por qué no darse una escapada a la confitería Beirut para disfrutar de la por entonces novedosa salteña antes de ir a la casa para almorzar a las 12.00 en punto. El lugar estaba ubicado en la esquina Del Comercio y plaza Murillo. Pero a esa hora la confitería también se impregnaba del olor de los pasteles para la sagrada hora del té en las ciudades. La historia en el campo era muy distinta.
Una de las carnes más usadas para el menú del almuerzo era la de cordero, porque desde las haciendas los campesinos trasladaban ovejas atadas que eran sacrificadas por los sirvientes. No faltaban los que hallaban especial deleite en freír la sangre con cebolla y tomate. Pero para los preparados también estaban la carne de vaca, el arroz, el chuño y la papa.
La noche de ocio. Después del almuerzo, hombres y mujeres que vivían en casas con muebles tallados, estilo Luis XV, se acicalaban para la noche de tertulia. Entre los productos de belleza, disponibles en La Botica Droguería Boliviana, de Carlos Aloisi y publicitados en El Comercio, estaba la crema de perlas de Barry que "purifica y suaviza el semblante, extirpa imperfecciones y hace pasar a cualquier dama de 40 por una de 20". También había artículos masculinos como el tricofero de Barry que "restituye infaliblemente el pelo a las cabezas calvas con tal de que las raíces no estén enteramente muertas, lo que rara vez acontece. Torna en suave, brillante y largo el cabello débil, ralo y decadente. Extirpa la caspa y blanquea y limpia la piel del cráneo…".
Cuando la noche se desplomaba sobre la ciudad, era momento de dirigirse a la casa de algún amigo para la acostumbrada tertulia. Algún joven talentoso recitaría un poema, escenificaría una parte de una obra teatral o tocaría el piano. También hablarían del Carnaval que estaba a la vuelta de la esquina. Las mujeres, oliendo a flores y con recogidos peinados, conversarían sobre las máscaras, flores, polvos de arroz, mixtura y confites que llegaron recién de Europa.
Los detalles menudeaban sobre los disfraces que se lucirían en la fiesta de las Mascaritas. Este encuentro festivo, según investigaciones de Cassis, se realizaba en el Teatro Municipal. Incluso el presidente Hilarión Daza hizo traer ese año desde Europa el traje de arlequín que usaría en la fiesta.
En el baile, los enamorados se acercaban a sus musas para preguntarles: "¿Me conoces mascarita?" Bailaban una polka y luego, a cambio de un beso, él se quitaba la máscara y después lo hacía ella. Si todo iba bien, los próximos encuentros serían en casa de la damicela, pero en compañía de la madre que tendría un ojo puesto en el tejido y el otro en las manos del pretendiente.
Cuando el reloj marcaba las 21.00 era hora de regresar a casa. Entonces, las risas, caricias y el cóctel de frutas no sólo se apagarían por la caída de la noche, sino por la llegada de la Guerra del Pacífico que encontró a un país aún en medio de la tragedia por la sequía, el hambre y las enfermedades.
BIBLIOGRAFÍA:
Hemeroteca Nacional. Periódico El Comercio de febrero y marzo de 1879.
Eduardo Cassis, profesor e historiador
del Museo de Historia Militar.
José Luis Roca, historiador.
Datos del Museo del Litoral.
"Guano, salitre y sangre", de Roberto Querejazu Calvo.
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